Mostrando entradas con la etiqueta pablo moreno. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta pablo moreno. Mostrar todas las entradas

23.8.23

Un lugar, por Javier Fernández Paupy

 

Siempre vuelvo en la memoria a los lugares en los que viví y repaso mentalmente los espacios cerrados en los que el tiempo se detuvo. En el barrio de Munro, al borde de la autopista, vivió durante unos años un amigo muy querido, Pablo Moreno, en un PH al que ni él ni yo vamos a volver. Pablo era un cronista genial. Alguna vez escribió algo sobre el tiempo interno que nos llevan las cosas. Hablaba ahí de un tiempo por fuera del tiempo. En cada una de sus mudanzas desmanteló su vida metiéndola en cajas de cartón. Trabajó durante muchos años en un video club, en Caballito, en la esquina de una calle que lleva al Parque Centenario. Ahora hay una ferretería ahí. Entraban seguido a robar al local. Hasta lo culetearon en la cabeza para llevarse unos pocos pesos. Ese espacio fue una sensación en mi vida, con su olor a plástico y humo de cigarrillos. Ahí nos juntábamos a fumar y hablar de libros. El baño era minúsculo, estaba lleno de afiches de películas, no tenía luz, había que entrar agachado y dejar la puerta abierta. Nunca conocí a nadie que disfrutara tanto el cine como Pablo. Le gustaba sentarse en las butacas altas del América. Pasaba tardes enteras durante los festivales de cine independiente. Decía que no existía otro director que filmara desnudos como Bertolucci.  

Murió a los 53 años, la misma edad que tenía su padre cuando se suicidó. Pablo es un lugar que cambió para siempre. Un lugar que nunca más va a estar ahí cuando quiera volver. Cuando alguien muy querido muere, también muere una parte muy profunda de nosotros. Eso es obvio. Una personalidad que solo se realiza en el suicidio, le dijo una tarde un profesor universitario, citando a Lacan, en una de esas clases en las que nos conocimos. En ese lugar que alguna vez había sido una fábrica de cigarrillos y con el tiempo se convirtió en una escuela refinada de argumentación. Todo alrededor nuestro cambiaba. Dicen que la muerte no existe. Quizás sea cierto y Pablo esté viajando hacia la luz. Con su última mente y con la primera. Para mí que nada de lo que nos pasó fue casual y hubo un doble propósito escondido en cada cosa que hicimos. Éramos ruedas que giraban sin conciencia de su propio movimiento. Es posible que cuando Pablo murió de manera sorpresiva haya dejado un atisbo sobre la vida. ¿Cuál? No sé. Pero es fácil entender que todo es impermanente, transitoriedad y cambio constante. La rasposa hamburguesería y panchería 24 hs. de la calle Esteban Echeverría se convirtió en un Drugstore impersonal. La digresión que sugería el graffiti del quiosco de revistas cambió su enigmático mensaje. Se arratonó el borde blanco de un cartel de altura máxima 2 metros 70 y, aunque las palomas parecían ser siempre las mismas, algo dejaba de ser todo el tiempo lo que era. Donde antes había un acuario que vendía peces tropicales ahora hay una barbería. Cerraron la fábrica de colchones de la avenida Mitre que cada semana se volvía un poco más oscura. Cerró la tienda de cajas de cartón que ofertaba artículos de embalaje y la farmacia que anunciaba envíos a domicilio. Solo parecían permanecer iguales los talleres mecánicos de la avenida, las casas de lotería de la provincia y algunas carnicerías. Es posible que el mundo nunca vuelva a ser como alguna vez pensamos que era. Hay algo de inexplicable en la ilusión de permanencia que proyecta la YPF de la calle Manuel Ugarte. Nada persiste en el paisaje. Pintaron de verde las paredes del centro odontológico Paula Harris. Hay algo misterioso en la gracia mutante de las cosas. Si se mantuviera idéntico el panorama, la geometría y la música, ay, sería más difícil de asimilar la progresiva ajenidad que nos rodea. Cada vez las cosas nos pertenecen un poco menos y cada cambio es el primero de una cadena indefinida. Pero en el efecto de linealidad del tiempo hay sucesos significativos. En esas mismas escuelas desangeladas que sigo frecuentando y donde él también trabajó y se hizo querer por chicos y chicas largando un perfume raro de interés en la posible sobrevida que hay en la contemplación artística. Un profe pelado con pantalones chupines, anillos y remera negra de Talking Heads. Le gustaba dar clases. Una vez un estudiante le preguntó por wsp: Profesor, ¿qué es para usted la literatura? Para mí, contestó Pablo, es el aire, la forma más perfecta de tener sensibilidad, la mejor manera de expresarme y exorcizar mis demonios a través de la escritura. El día anterior a morir repartió bolsones de comida a estudiantes de una escuela de la villa de Rosetti, cerca de Pelliza y Panamericana.

La última vez que nos vimos Pablo me prestó una novela sobre fantasmas y una secta de espíritus que hacía que murieran jóvenes las estrellas de rock. Aunque juré que nunca iba a desprenderme de ese libro, lo vendí por dos pesos en una de las purgas periódicas que hice en mis bibliotecas. Antes del confinamiento se había vuelto a separar y, otra vez, a mudar. Estaba contento. Recibí la noticia de su muerte por teléfono. Una amiga que ya no frecuento me llamó para decírmelo. Esa noche cuando me miré en el espejo no me vi. Pensé que Boulogne era un barrio distinguido para morir. San Martín murió en Boulogne-Sur-Mer. Pablo también. Una casa grande. Quizás la casa más grande en la que había vivido en toda su vida. Decía que podía andar en bicicleta por el comedor. Estaba escribiendo y viendo mucho cine. Siempre estaba volviendo a empezar. Dejando atrás muchas cosas. Ya no voy a escucharlo nunca más hablar sobre Guy Debord, Bret Easton Ellis, Frank Zappa, Osvaldo Lamborghini, Norman Mailer. Amaba a Mailer, hablaba mucho de Los ejércitos de la noche y de sus textos sobre boxeo.
Tenía una colección de revistas de cine El amante. Cuando se separó y fue a vivir unas semanas conmigo a Martínez, a la casa donde yo vivía en esa época detrás de la Panamericana, llevó en cajas esas revistas que guardé durante muchos años hasta que se las devolví, cuando se mudó al PH desde donde se veían las palmeras de la autopista. Munro dejó de ser para mí Munrock, como la llamaba mi amigo Pablo, y pasó a ser otro enclave inane del partido de Vicente López.

 

Tomado de: Revista Segunda Época N°6, noviembre 2021.-

4.9.21

Todos los días en la vida de una mujer, por Pablo Moreno

Apuntes  a la ligera sobre Ash is a purest white (2018) de Jia Zhangke

 

 

Sound affects


En Ash is a purest white (2018), último opus del realizador chino Jia Zhangke, los miembros del jianghu se reúnen a mirar películas de triadas hongkonesas. Más precisamente The Killer (1989) de John Woo. Rituales de representación que llegan del cine, lejos de la acción a gran escala de la narrativa cine del propio Woo  (o de Johnnie To), aquello que se importa es el gesto de camaradería. Gánsteres de poca monta liderados por Bin, un afable mediador que regentea un club de baile de salón y que por supuesto, no llega a tener el anonimato de una discoteca, en donde los habitúes se entusiasman con YMCA de Village People. En Unknown Pleasures (2002) retrataba la discoteca con idéntica alegría con una cita a Pulp Fiction de Tarantino. En Mountains my depart (2015), Tao (Zhao Tao) liberaba sus frustraciones, la definitiva separación de su hijo, bailando bajo la nieve al compas de Go West de Pet Shop Boys. La jianghu de Ash… lima sus asperezas y sellan la amistad brindando una mezcla de bebidas que cada miembro arroja en una fuente de plástico. Entonces la banda de sonido arroja la melancólica canción de The Killer interpretada por Sally Yeh.  Y en ese gesto, Zhangke aleja al film de un mero retrato de mafias de la China continental.


Todo lo sólido se desvanece en el aire

El marco de Ash… es la ciudad de Datong, una ciudad minera en vías de desaparición. Culpa de la baja del precio del carbón y de los negociados que ejercen las autoridades locales, que el padre de Qia denuncia en la radio local, extenuado y alcoholizado, una voz que resuena sin que nadie la escuche. El acelerado proceso capitalista produce ciudades fantasmas.

Ciudades que terminan sumergidas como Fengjie en Still Life/Dong (2006), díptico de ficción y documental, en donde se narra la desaparición de la mencionada ciudad por la monstruosa construcción de la represa de las Tres Gargantas.

La ciudad del parque temático de The World (2004) es el telón de fondo del hiperdesarrollo y la industrialización que hacía trizas toda posibilidad de afecto.

En Platform (2000), un grupo de artistas de un colectivo que trata de adaptarse  a la privatización de las prácticas heredadas de revolución cultural china. Los cambios se manifestaban casi imperceptiblemente, Desde las temáticas de las obras, el vestuario y la música hasta que  la ciudad impone toda su presencia.

Lugar común es señalar que Zhangke es el gran narrador de la transición al mundo capitalista de China. En estos films los cuerpos son sometidos al plano general. Solo los primeros planos nos recuerdan que quienes habitan ese espacio son obreros. Y que esos rostros anónimos son avasallados por el peso de la Historia, un espacio que narra, un espacio que disemina figuras en un paisaje que todo lo avasalla, que provoca migraciones internas, que destruye comunidades, que la experiencia moderna de la China contemporánea es la vulnerabilidad ante la fuerza del cambio.


Esta salvaje oscuridad

Desde Unknown pleasures, la violencia en el cine de Zhangke era un estado latente con ribetes trágicos. En A touch of sin (2013) lo implícito cede a un realismo desbordado, a una puesta visceral. Imposible que la china contemporánea no haya transmutado a una ferocidad salvaje.

La jianghu de Ash…sucumbe ante la furia de nuevos grupos que buscan controlar una ciudad ya corrompida. Uno de los miembros es asesinado por oscuros negocios inmobiliarios. Bin primero es advertido con un golpe hecho con caño de plomería. Los jóvenes encarnan ese panorama brutal tratando de desbancar a un Bin mira el presente con cierta perplejidad e ingenuidad. Llevar un arma no implica emplearla. Luego será desfigurado por un grupo de motociclistas en una emboscada. Quien entiende esos cambios es Qia. Un disparo en el medio de la noche impide que maten a Bin. El arma es ilegal. En ese acto, Tao ingresa al jianghu, en el silencio, en no delatar a su amado. La cárcel implica asimilar el código.


Melo

Los rostros del melodrama hongkonés configuraron el melodrama del cine Wong Kar Wai. Un sistema basado en la fidelidad a los actores que encarnaban esas historias. Tony Leung y Maggie Cheung encarnaron el tríptico conformado por Days of Being Wild (1991), In the mood for love/Con ánimo de mar (2000) y 2046 (2004). Los años transcurridos entre una obra y otra no imposibilitó que la historia de esos personajes se siguiera escribiendo en el tiempo.

No es osado decir que Zhangke haya construido una idea de reformulación del melodrama a partir de la historia de la China contemporánea. Qia es un rostro joven, novia de un mafioso en Unknown pleasures (2000). Luego aparece tratando de comunicarse con Bin en la represa de las Tres Gargantas en Still Life (2006). Aquella comunicación que parecía truncada reaparece en Ash… (2018). Qia es enviada a la cárcel. Vuelve a buscar a su amado, es engañada por una pasajera, embauca a un empresario en un hotel, sufre y sobrevive. Qia es encarnada por Zhao Tao en todos estos films. Su personaje es el punto donde confluyen todas las perspectivas del melodrama y que ya confluían en el protagonista  de su film anterior Mountanis my depart, su primera incursión en el género y obviamente también protagonizado por Zhao Tao, quizás uno de los rostros más bellos y expresivos de lo que podríamos denominar como una cierta idea de cine contemporáneo, porque Jia Zhangke es un narrador de cine y no un formulador de nuevas narrativas. La familiaridad del personaje de Qia nos dice: la Historia como un melodrama y el melodrama como Historia. Tamaña ambición de contar a través de un género popular la vida en la china contemporánea no solo refleja un gesto inusual del cine político de Zhangke (sí, Zhangke hace films políticos). Da un paso más allá que narrar el estado de las cosas. Es narrar la vida de una mujer. Una sensibilidad cargada de futuro.

27.1.18

Un americano yéndose a París, por Pablo Moreno


Robert me consiguió un pase para ver a los Doors. Janet y yo habíamos devorado su primer álbum y casi me sentía culpable de ir sin ella. Pero tuve una reacción extraña cuando vi a Jim Morrison. Todas las personas que me rodeaban parecían paralizadas pero yo observé todos sus movimientos con atenta frialdad. Recuerdo aquella sensación con mucha más claridad que el concierto. Mientras lo observaba, sentí que era capaz de hacer lo mismo. No sé  decir por qué lo pensé. No había nada en mi experiencia que me indujera a creer que aquello podía ser posible, pero abrigaba esa vanidosa presunción. Percibí su vergüenza además de su honda seguridad. Exudaba una mezcla de belleza y odio hacia sí mismo, y dolor místico, como un san Sebastián de la costa Oeste.
Patti Smith. Éramos unos niños.

La vitalidad perfomática. Patti Smith ancla su mirada en eso porque es la condición de un poeta observando a otro. Es el cómo recitar esos versos, cómo atestar en la auditorio el linaje de poetas malditos salpicado por la inevitable carretera beatnik. The Doors eran demasiado “arty” para el panorama el rock de la costa oeste de los 60’s. Ni la metáfora tan transparente de los Byrds en “Eight miles high”, ni la mística tripera de los Dead, ni la descarriada lucha de egos de los Buffalo Springfield, ni el ensueño canadiense de Joni Mitchell, ni la diatriba política de los Jefferson Airplane, ni el sueño hippie rumbo a la colisión de la pesadilla americana de Neil Young, ni la solitaria deconstrucción política del rock de un Frank Zappa.

La poesía y, sobre todo, la voz de Morrison era una premeditada conjunción del lenguaje visual heredado de la
UCLA, el viaje chamánico, Huxley, Blake, Brecht materializado en un  Rimbaud de bares de mala muerte. La banda seguía la literatura propuesta por el barítono. En los momentos felices los Doors podían pergeñar un álbum exquisito como Strange Days. Cómo no quedar embriagado por esa diatriba pletórica de deseos resumida en We want the world and we want it now! Y en eso radicaba la elegancia porque carecía del carácter efímero de un slogan político. Demasiado inteligente para la horizontalidad californiana. Ni un ápice de la nostalgia residual de los Beach Boys porque jamás narraron sobre la juventud perdida. En los momentos soporíferos descarrilaban sin red de contención como en “The Celebration of the Lizard”: poesía mala nacida para crispar los nervios. Cuando el barítono se ausentaba componían un experimento innecesario como The soft parade (la absurda megalomanía de Manzarek). El incesante bombardeo etílico de Morrison lo trajo nuevamente al estudio de grabación. En L.A. Woman Morrison pierde la sofisticación de antaño. Ha visto la ciudad, se ha sumergido en ella y de esa experiencia surgen imágenes imperecederas. La poética de aquel que observa. Ahí está la belleza sobrecogedora de “Cars his by my window”, un auténtico tratado sobre la mirada.

La costa oeste nunca pudo edificar una teoría de la imagen. La
UCLA fundamentalmente era (y es) una institución de la fosilización (la historia del cine). La industria del cine está dos pasos, fabrica sueños, no elabora teorías. La fuerza teórica siempre surgió de la costa este. Nueva York cobijó a Mekas, a Warhol (con o sin los Velvet, con o sin la cámara), Cage, a Sontag a la vanguardia que luego perteneció la propia Patti Smith. Las Notas sobre la visión (Mansalva, 2017) de Morrison escritas en el año 1964 y luego editadas en 1969 conforman un híbrido de anotaciones personales, diario, poemas y apuntes teóricos sobre la mirada, pero particularmente sobre el cine. El recorrido se inicia en la ciudad, establece una genealogía de las películas anclando en un principio mitológico. Despliega el más allá del cine en el happening y el multimedia. Teoriza sobre la cámara y el espectador. Describe a los Dioses que nos sumergen en el poder totalizador de las imágenes: Los dioses nos apaciguan con las imágenes. Nos dan libros, conciertos, galerías, espectáculos, cines. A través del arte, nos confunden y nos ciegan hasta esclavizarnos. Debord denominó a los dioses como “espectáculo”. Hoy vulgarmente se lo denomina como corporaciones.

Simple y llanamente (una prosa poética contundente para un estudiante de cine) estipula dos formas de evolución del cine: el espectáculo (creación de un mundo sustituto totalmente sensorial) y el espectáculo voyeurístico (observación erótica y observación de la vida real). Algo que Serge Daney describió como” lo visual” (nuestra manera de decodificar las imágenes/verificación óptica de un procedimiento de poder) en contraposición a la “imagen” (que se apoya sobre una experiencia de la visión).

Este entramado de escritos sobre el cine constituye la última obra escrita editada por Morrison (paradójicamente los escritos de juventud). Es a la vez la escritura fundacional de una poética ligada al rock. La lírica necesitaba de un mito fundacional que reclama un horizonte final: la ciudad. Luego Morrison va al otro lado del Atlántico, a París, la ciudad de las teorías del cine. En este sentido, la obra de Morrison se estructura en un diseño que narra una vida. El mito que nos cuenta las historias de la ciudad angelina y que terminaron siendo una oda a la misma.

6.1.12

La niñez robada, por Pablo Moreno






Hace años mi hijo se me acercó y me dijo:
Papá, los caballos no tiene cuernos.
De esta manera un niño descubre la vida.

Viktor Sklovski. Maiakovski


A lo largo de The Big Red One (1980, Fuller) hay testigos que significan lo absurdo de toda contienda bélica: los niños. Una niña ve comer al sargento en una playa de Túnez, ante la incomodidad que ésta le provoca el sargento le cederá su lata de ración. Al mismo tiempo otro niño comercia intercambio de bebidas o mujeres por cigarrillos. En otra escena otra niña juega con el casco del sargento, luego decorará con flores el casco a cambio de un beso. Ese gesto de ternura lo pagará con su vida: el casco es muy llamativo para el enemigo. Otra escena: un niño lleva en un carruaje el cadáver en descomposición de su madre, dará información de dónde se halla el cañón enemigo a cambio de un entierro digno para su madre. Niños que buscan padres, huérfanos que son empujados a la adultez sin ningún paso previo. La infancia en Fuller es ese testigo molesto que no se desea ver, pero que siempre está ahí, vitalidades incómodas que surgen de las ruinas de la guerra. No se puede señalar una sola escena, son varias porque lo primero que mata la guerra es la inocencia.

Fuller aparece en el film con su cámara de 16 mm filmando niños alemanes, fanáticos y aún así, inocentes. Otro niño nazi es francotirador, cuando el sargento le ofrece a cada uno de su grupo que lo ejecute, nadie puede hacerlo, unos cachetazos correctivos transmutarán el grito de Hitler de parte del niño por el llanto pidiendo por su padre, una manera de hacerlo volver a su infancia, donde los padres son los que señalan los límites de aquello que es incorrecto.

El Iván de Tarkovski tiene una profesión de adulto: es espía, prefigura la acción de otro personaje futuro del realizador ruso: “stalkear” (tomo el concepto de Serge Daney empleado en su artículo sobre Stalker en Cine, arte del presente), cruza el umbral para adentrarse en el bosque, es decir, deja de ser niño porque se adentra en el miedo al deambular por la filas enemigas para recoger información. Iván ya no es niño (el título del film no deja de ser paradójico porque la imagen lo desmiente), es un soldado consumado al cual se le encomiendan misiones peligrosas. Sólo puede acceder a la infancia a través de la materia onírica, que la vez constituye la memoria de aquello que le fue arrebatado (su madre, su familia ¿cómo era?, no lo sabemos). A la memoria le gusta escudriñar las tinieblas dice el poeta Ossip Mandelshtam y la vigía del sueño siempre será rota por el presente de la guerra.

Así como la crítica italiana le reprochaba a Tarkovski cuestiones formales respecto a las representaciones oníricas porque de esa manera ya no se filmaba en Europa, en la URSS Tarkovski siempre fue criticado por “formalista”. Pero como bien señala Sartre, la cultura de Tarkovski es “necesaria y esencialmente soviética” y en La infancia de Iván (1961) lo onírico es la vía formal posible para señalar que el personaje principal ha perdido su niñez. Al respecto dice Deleuze: Ello explica que el cine europeo haya recogido muy tempranamente un conjunto de fenómenos: amnesia, hipnosis, alucinación, delirio, visión de los moribundos y sobre todo pesadilla y sueño. Este fue un aspecto importante del cine soviético y de sus variables alianzas con el futurismo, el constructivismo, el formalismo, el expresionismo alemán y sus variables alianzas con la psiquiatría yo el psicoanálisis… el cine europeo encontraba así un medio para romper con los límites “americanos” de la imagen-acción, y también para alcanzar un misterio del tiempo… “Del recuerdo a los sueños” en La imagen-tiempo.

El niño no tiene pequeñas virtudes ni pequeñas debilidades: es radicalmente lo que la historia ha hecho de él. Proyectado a su pesar en la guerra, la guerra no lo ha hecho enteramente. Pero si asusta a los soldados que lo rodean, es porque no podrá vivir nunca en paz, señala Sartre (“Discusión sobre La infancia de Iván” en Revista de Occidente Nº 175, diciembre de 1995). Es por eso que los oficiales lo abrazan, le dan afecto y lo quieren enviar a la escuela. Pero no pueden ver que la imagen del niño no es precisamente lo que florece de su interior. El odio y la venganza es el motor que mantiene vivo a Iván porque su niñez ha sido extirpada. A fuerza de ver tanto horror lo único que le queda es su causa. Y es por eso que ya no quiere mantener ningún lazo afectivo con los adultos y decide volver con los partisanos.

Luego que Iván va a su última misión, volviendo al territorio inhóspito del bosque, al film se le insertan partes documentales que dan cuenta de la liberación de Berlín por parte de las tropas soviéticas. Nuevamente la infancia hace su aparición de modo perturbador: los hijos envenenados de Goebbels puestos en fila en el piso, otros niños asesinados en otra habitación, la violenta capitulación de los nazis empezó con la ejecución de sus hijos. Posteriormente, cuando las tropas soviéticas revisan las salas de ejecuciones y los archivos (con sus respectivas fotos) de los prisioneros ejecutados la foto de uno de esos expedientes devolverá la última imagen con vida de Iván: un rostro que estremece no sólo por ser aquel que había sido enviado a esa misión suicida, sino porque también devuelve una mirada de odio. Una mirada que no parece de niño.

Fuller también culmina su film con una liberación: la del campo de concentración de Falkenau. Nuevamente, lo que la imagen nos devuelve en primera instancia son miradas, ojos asustados. El sargento intentará alimentar y apartar del horror a un niño que ya ni come y que luego morirá en sus hombros. Habría sido sentimental si la escena hubiera estado aislada de la totalidad del film, pero anteriormente habíamos señalado la presencia opresiva de los niños como testigos del desastre. En esto quizás reside la diferencia con el film de Tarkovski. Iván resigna su infancia en el mundo “real” (no en el mundo onírico), ha perdido todos sus afectos y por ende se ha convertido en un “hombre” de acción, consciente de su destino trágico. Los niños en el film de Fuller aún conservan una mirada inocente (no dejan de ser miradas de niños) a pesar del horror.

Tanto Fuller como Tarkovski coinciden en una misma idea: el espacio trágico de la guerra es el de la niñez robada.

25.8.11

2046, por Pablo Moreno






Las últimas dos escenas de Days of Being Wild (1991) de Wong-Kar Wai son dos planos fijos. En el anteúltimo plano vemos a Maggie Cheung bajando la persiana metálica de la boletería del estadio donde trabaja. La última escena (desconcertante porque no presenta ilación alguna con el argumento) lo vemos a Tony Leung en una habitación de techo bajo (de fondo se escucha un cha-cha-cha), acicalándose frente al espejo, guardándose dos paquetes de cigarrillos en ambos bolsillos del saco, mientras sostiene otro con su boca. Pasaron nueve años para que escena adquiera significado. Son los instantes previos a que las vidas de Su Lizhen (la sra. Chan) y Chow se crucen en la fundamental In the Mood for the Love (2000). Chow será también el personaje principal del final de la trilogía en 2046. Todo parecería ser datos caprichosos de cinéfilo, pero lo cierto es que ninguna película puede ser analizada en particular si no es puesta en correlación con la evolución del lenguaje fílmico en donde se pueden advertir rupturas con las constantes estilísticas del realizador. La mencionada trilogía presenta aspectos formales diferentes al resto de la filmografía del hongkonés. As Tears Go By (1988), su ópera prima, Chunking Express (1994), Fallen Angels (1995) y Happy Together (1997) son retratos nerviosos (y por momentos violentos) de la urbanidad de fin de milenio (sean las ciudades Hong Kong o Buenos Aires), filmados con cámara en mano y con la visión deformada por el uso del gran angular. Aquí la ciudad es el escenario en donde se pone en coreografía el cuerpo en movimiento.

De Days of Being Wild a 2046 el escenario es el Hong Kong de los años 60. En 2046 las marcas temporales están dadas por la inserción de noticiarios que dan cuenta de la situación política de Hong Kong (como las revueltas de 1966) y de carteles que señalan las navidades con el correr de los años. Está filmada prácticamente en interiores y la calle se revela construida en el set cinematográfico, lejos de toda vocación realista. El vestuario y la escenografía (excepto en la ficción anticipatoria del relato de Chow) también revela la época. No así el uso de la banda de sonido. Perfidia (Xavier Cugat), The christmas song (The Nat King Cole Trio) o Sway (Dean Martin) operan como “extrañamiento”, dando al film un aire “atemporal”. Mismo efecto que empleaba en Chunking Express cuando se repetía California Dreamin de The Mamas & the Papas, instalando el imaginario contracultural de los 60 en el paisaje urbano de los 90. Canciones pop que funcionan como leitmotiv de los personajes: remarcan el elegante caminar de las mujeres e ilustran la gestualidad de los personajes en el universo del melodrama del hongkonés.

Habíamos señalado anteriormente la rutina de Chow frente al espejo al final de Days of Being Wild. Gesto que volverá a repetirse en otras ocasiones. Son las características que construyen al personaje como por ejemplo la particular forma de fumar de Chow. En esa aparente superficialidad (brillante y cromática) cada personaje repetirá su rito y romperá con el mismo cuando las emociones estallen. Algunas de estas explosiones son musicalizadas (y funcionan como citas) por las partituras fassbinderianas de Peer Raben, una marca estilística que le permite tomar cierta distancia con el material narrado, porque el melodrama en Wong Kar-Wai es la estilización (planificada desde el encuadre y la iluminación) del género, pero que no posee el peso dramático de la temática de los films de Fassbinder en donde siempre emergía las miserias del milagro económico alemán, la marginación de las minorías sexuales o las heridas del nazismo.

2046 abre con una voz en off (la del propio Chow) relatando una historia de ciencia ficción. El decorado es una versión color de Metrópolis de Fritz Lang e iluminado por el neón de Blade Runner (Ridley Scott). La voz en off repetirá a lo largo del film la frase “una vez me enamoré de una mujer”. 2046 es una utopía donde es posible “recuperar recuerdos perdidos”. Pero esos recuerdos se desvanecen en la velocidad del tren cuando se intenta volver de ese lugar. La ficción es el relato que está escribiendo Chow (quien oscila entre su profesión periodística y la escritura), que se halla mas cercano a los experimentos narrativos de la ciencia ficción inglesa de los 60 (la “new wave” que agrupaba a escritores como Aldiss o Ballard) es decir, cuando la ciencia ficción literaria abandona la anticipación para reflejar paisajes interiores. Relato que deviene autobiográfico porque los personajes son las personas que va conociendo Chow (la materia prima del relato son “personas reales” dentro de la lógica realista del film).

Tampoco hay que soslayar que la habitación 2046 era el espacio donde Chow escribía las novelas de artes marciales en In the Mood for Love, en una época en donde la industria hongkonesa del cine brillará con el género de artes marciales (la figura de Bruce Lee reinará al final de la década). La modernidad del cine de Wong Kar-Wai no solo es la conjunción de estos géneros menores (la ciencia ficción, el relato de artes marciales o el melodrama romántico) que hacen eclosión en esta época. La modernidad en 2046 es la narración del momento de producción de esos géneros tanto en el aspecto formal del film como así también, en el instante en que se relata el acto de producción (Chow escribiendo ayudado por sus musas femeninas) dentro del corazón narrativo del film.

Si en In the Mood for Love Chow era un personaje recatado y tímido, en 2046 dará rienda suelta de su cinismo, una modo de camuflar las profundas heridas que le ha dejado un amor no consumado (podría decirse también no correspondido) y se transforma en una especie de playboy despreocupado, casi sin sentimientos, en busca de esa epifanía que fue el instante en que se enamoró de Su Lizhen. Y en donde In the Mood for Love era pudor, en 2046 se liberará las representación de las pasiones. Al principio del film el acto sexual estará fuera de campo, es decir, nos informamos del cambio operado en Chow por lo que se escucha en la habitación 2047 ocupada por su vecina Bai Ling (Zhang Ziyi): los jadeos de los amantes y los planos de los tabiques de madera sacudiéndose por las noches. La representación del acto sexual, que será intensa, se plasmará cuando Bai Ling se transforme en amante de Chow. El recurso del fuera de campo también lo utilizará Wong Kar-Wai en las escenas que Chow espía la habitación 2046 (información que siempre nos será escamoteada y que parcialmente se recuperará cuando los amantes se crucen en el pasillo del hotel).

2046 funciona como film-síntesis de algunos aspectos estilísticos de la obra de Wong Kar-Wai. La década del 60 le permitió edificar una nueva “cadencia” narrativa del melodrama (cómo y desde donde se narra el género) y darle de una sensibilidad mas refinada a la construcción de los personajes que pueblan ese melodrama. En la contemporaneidad de los 90 Wong Kar-Wai hacía de sus films el relato de los cuerpos en movimiento violentando el paisaje. En 2046 (y en los otros films que componen la trilogía) el cuerpo será narrado en esos gestos o ritos que componen y reinventan al personaje romántico. La elegancia femenina será subrayada a través del ralenti o en planos detalles del vestuario (como el recorte del cuerpo de Gong Li destacando parte del vestido, la cartera y la mano enguantada).

Un film-síntesis suele transformarse en un film-bisagra. Wong Kar-Wai volvería al Hong Kong de los 60 en su participación en el film colectivo Eros (2004, segmento “The hand”). Luego filmó en Estados Unidos My Blueberry Nights (2007) y posteriormente realizó un nuevo montaje, agregándole escenas nuevas (en otros cambios estéticos) de Ashes of Time (1994), su film de artes marciales. La suerte dispar de estos films hizo de Wong Kar-Wai un cineasta errático, aunque los cineastas modernos y que toman riesgos suelen perderse saludablemente en una búsqueda.

El cine de Wong Kar-Wai prodigó una constelación de estrellas que le dieron una fisonomía propia al cine contemporáneo. Rostros familiares como los de Maggie Cheung, el desaparecido Leslie Cheung, Andy Lau o Faye Wong dotaron a la pantalla una carga emotiva que trascendieron su propia geografía. El nuevo melodrama necesitó de estos actores y actrices para instalar una nueva iconografía romántica y Wong Kar-Wai se apoyó en ellos para que su cine no sea un mero ejercicio de estilización ya que un film necesita de rostros que sepan cómo enfrentar una cámara y cómo desenvolverse en un plano.

El cine tiene esa capacidad de perdurar. Los personajes no envejecen (y demandamos que no envejezcan) porque necesitamos que nos relaten nuevamente la misma historia de amor y posiblemente (una expresión de deseo) a fuerza de reiteraciones el final cambie o se reescriba. Las nuevas visiones de un film nos hacen detener en detalles que en otro momento nos parecieron insignificantes. Otras escenas nos afectan de otra manera en determinados momentos de nuestra vida. A la premisa de que el cine sea moderno (vital y joven) le exigimos la capacidad de conmover y que esa historia de amor continué. Quizás sea para evitar la tristeza de ver a Tony Leung abandonado en el asiento trasero de un taxi.

16.7.11

El crack del afecto, por Pablo Moreno






Lo que primero afirma la crítica de Francis Scott Fitzgerald es la de cronista de la era del jazz, de los años 20. Se podría decir, a partir de esta premisa, que una época determinada engendra escritores. O que en la contemporaneidad de una época el escritor encuentra lectores. Fitzgerald los tuvo. Fue el escritor que desde el relato breve materializó el sueño de una era. La encarnación de un sueño nunca es un eco que se pierde, siempre habrá alguien que silbe la melodía. Por algo Fitzgerald incluía en sus obras las canciones populares de la época, de ese instante. Pero la instantaneidad se desvanece al año siguiente por el carácter efímero de lo popular, ya que la novedad siempre erosiona a lo establecido.

Sin desmerecer a la crónica, hace falta algo más para que aquello que conmueve (y no podemos sustraernos de nuestro lugar de lector porque los relatos están ahí, conmoviéndonos) siga afectando mas allá de su época. Algunos zanjarían la cuestión colocando al escritor en la categoría de clásico. Sería conveniente que, lejos de los encasillamientos, Fitzgerald perdure porque nos sumerge en el torbellino de los sentimientos a través de la literatura. El oficio del escritor (y el del artista) es hacernos compartir sus obsesiones por medio de la escritura. Y la escritura trasciende transformándose en literatura.

Las obras de Fitzgerald se destacan, no por su artificio formal (que sí poseen), sino por las historias que en ellas se relatan. La crítica equivocaría su camino si sólo se preguntara cómo están hechas las narraciones de Fitzgerald. Lo apropiado sería preguntarse de qué están hechas. Un realista romántico como Fitzgerald exige involucrarnos en la trama y no analizar cómo opera esa trama. Ninguna herramienta actual de análisis serviría para profundizar en la narrativa de Fitzgerlad. En sus obras siempre se narran historias. No hay fin de los relatos (una condición posmoderna) porque la prosa es inagotable, los relatos no se agotan, se narra la experiencia en una dimensión romántica.

Al éxito de sus relatos breves, publicados en revistas, le sucedió su consagración como novelista con Al este del paraíso (1920) y Hermosos y malditos (1922). Su madurez como escritor llegaría de la mano de El gran Gatsby (1925). Paradójicamente, la novela no alcanzaría las ventas deseadas. Los ingresos escasean y es difícil mantener el tren de vida que llevaba Fitzgerald y su esposa Zelda. Materializar ese sueño demanda un éxito permanente que la literatura pocas veces paga. En este punto es imposible separar la materia prima de sus narraciones con la vida misma, aunque la experiencia de su vida siempre estuviera presente en sus obras. El alcohol empieza hacer estragos en la humanidad de Fitzgerald. Hemingway retrata, sin compasión, en su obra póstuma Paris era una fiesta (1960) el exacto momento de la encrucijada:

“Su talento era tan natural como el dibujo que forma el polvillo en un ala de mariposa. Hubo un tiempo en que él no se entendía a sí mismo como no se entiende la mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento estaba magullado o estropeado. Más tarde tomó conciencia de sus vulneradas alas y de cómo estaban hechas, y aprendió a pensar pero no supo ya volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía hacer más que recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo.” (Paris era una fiesta)

Aprender a pensar. En todo caso, tomar conciencia que se poseía un talento y que se está perdiendo. La tragedia adquiere en Fitzgerald el tono de confesión. Lo que Hemingway había observado muchos años después Fitzgerald ya lo había asimilado. Pensar ante la vorágine de la época puede ser trágico:

“…la prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo, y seguir conservando la capacidad de funcionar. Uno debería, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin embargo, estar decidido a hacer que sean de otro modo…La vida era algo que uno dominaba si tenía algo bueno. La vida se rendía fácilmente ante la inteligencia y el esfuerzo, o ante el porcentaje que se pudiera rendir de ambas cosas.” (El crack up)

Decíamos que el proceso de madurez de Fitzgerald se inicia con El gran Gatsby. Suave es la noche (1934) profundiza su dominio en el arte novelístico. A pesar de ello, el fracaso de ventas será total. El público le dio la espalda a ese momento de la historia. Estados Unidos se hallaba inmerso en las consecuencias de la catástrofe financiera de 1929. Imposible sustraerse de la ecuación catástrofe histórica a la personal de Fitzgerald. Zelda ya estaba internada en Baltimore, los lectores habían olvidado a la pareja que personificaba los dorados años ´20. Un país con doce millones de desocupados no podía evadirse esa realidad y contemplar la debacle moral de los ricos expatriados en la Riviera francesa. Entonces La ficción se evaporó con la misma rapidez del alcohol consumido por Fitzgerald. Para algunos escritores, como Faulkner, la bebida es combustible para crear. Para Fitzgerald, sólo fue la perdición. La cantera de historias se acabó.

El fin del sueño de Gatsby y Dick Díver se corporiza en la autobiografía. Cuando ya no queda nada por contar Fitzgerald ingresa en las narraciones el yo. El realismo del relato se transforma en la confesión desesperada de El crack up. El fin del sueño sólo puede ser narrado en primera persona.

La velocidad del tiempo

Tanto para Jay Gatsby como para Dick Díver en Suave es la noche, el sueño sólo es posible en el ideal romántico. Ambos deben trabajar desde condiciones sociales inferiores al círculo al que quieren pertenecer. La mujer es lo inalcanzable y pertenece a una felicidad que se corporiza en la juventud.

Los héroes de Fitzgerald están en constante lucha contra el tiempo, en recuperar la juventud que se esfuma velozmente mientras tratan de alcanzar el sueño. Luchar contra el tiempo para conservar la energía de la juventud es una empresa que conduce al fracaso porque sólo se construyen imperios desde la ilusión. Es entonces que la realidad y la ilusión entra en desfasaje porque el tiempo hace mella en el cuerpo del héroe. En El gran Gatsby la dicotomía realidad/ilusión encuentra su anclaje, como bien señala Richard D. Lehan, en la dimensión romántica. Jay Gatsby y Daisy representan dos estadios antagónicos que entran en colisión: el materialismo contra el idealismo. El “sueño norteamericano” es ante todo un sueño individualista. La cuestión es cómo se logra ese sueño. Es en este punto donde Fitzgerald oscurece la trama. El “enigma Gatsby” es un puzzle ensamblado por un narrador irónico, Nick Carraway, que se siente atraído y rechazado por Gatsby. En las majestuosas fiestas de Gatsby el chisme construye la imagen difusa, y bastante oscura, del héroe. Nick Carraway construye el relato disipando la “niebla” del origen del excéntrico millonario, a través del propio Gatsby. Aun así, el cóctel no deja de ser explosivo: contrabando de licor, apuestas ilegales y especulación fraudulenta con bonos y una relación turbia en el pasado con un millonario son algunas de las acciones que emprende Gatsby para construir su imperio. De ahí que Nick sienta rechazo por esa ostentación de riqueza aunque a la vez sienta fascinación por la fidelidad de Gatsby al ideal que se propone: recuperar el amor de un pasado.

La velocidad del tiempo hace estragos en Gatsby, cinco años es mucho tiempo para recuperar un amor de juventud, un amor que se edificó en la ilusión:

“Habló largo sobre el pasado y colegí que deseaba recuperar algo, alguna imagen de sí mismo que se había ido en amar a Daisy. Había llevado una vida desordenada y confusa desde aquella época, pero si alguna vez pudiera regresar a un punto de partida y volver a vivirla con lentitud, podría encontrar que era la cosa…” (El gran Gatsby)

Luego, el esplendor del universo de Gatsby se resquebrajará cuando la realidad se imponga. Daisy nunca abandonará la seguridad del dinero (“su voz esta llena de dinero” dirá Gatsby) y el status social conferido por su matrimonio con Tom Buchanan. Artificio melodramático pero no por ello recurso realista, Gatsby será sacrificado por los Buchanan para que éstos puedan mantener su posición de privilegio.

El gran defecto de El gran Gatsby era para Fitzgerald (según una carta enviada a H. L. Mencken) que no ofrecía alguna de las relaciones emocionales entre Gatsby y Daisy y que se hallaba “astutamente” oculta en la mirada retrospectiva del pasado de Gatsby y en la excelencia del estilo. La deficiencia, también machacada por la crítica, desaparecerá en la ambiciosa y monumental construcción del fracaso del sueño en Suave es la noche.

Temáticamente, lo primero que se observa es el cambio de geografía: América es sustituida por Europa. Asimismo, la misma historia remite a su turbulenta relación con Zelda. Nicole será la mujer que acabe con la energía y juventud de Dick Díver, aunque los factores externos que precipitaban la caída de Gatsby aquí no aparecen. Dick Díver no es víctima del poder de los ricos, se deja usar por ellos y se hace responsable de su propio fracaso. La crónica de la caída será el abandono, por parte del propio Dick Díver, de sus ideales de juventud. Ante el futuro promisorio y brillante como psiquiatra sustituirá su sentido del deber cuidando a Nicole. Dick Díver es un héroe desesperado que sólo desea ser amado y ser el centro de atención de la aristocracia que lo rodea. A diferencia de El gran Gatsby, en donde la relación entre Gatsby y Daisy era difusa, en Suave es la noche el matrimonio entre Dick Díver y Nicole es minuciosamente observado desde su origen hasta su decadencia. Aquellos datos faltantes que estaban sepultados por el estilo, son recuperados por medio de la utilización del flash-back que da comienzo en la segunda parte de la novela y que se extiende del capítulo I al X inclusive. El retaceo de la información acerca de la locura de Nicole en la primera parte (la idea del iceberg de Hemingway es anterior a éste, el propio Fitzgerald arma el retrato de Gatsby a partir de las revelaciones parciales) es el recurso narrativo que necesariamente debe ser completado por medio del mencionado flash-back: el fracaso está en el origen mismo de la relación. Dick Díver posee inteligencia, atractivo y juventud, pero es víctima de la debilidad de su propia voluntad. Dick se enamora de la juventud de Nicole, el amor hace su aparición en esas primeras impresiones irracionales (la narrativa de Fitzgerald es un estudio acerca de la irracionalidad del amor), en un mundo donde todo es posible si se es joven:

“Dentro del edificio un trío comenzó a tocar La caballería ligera de Suppe. Nicole aprovechó para levantarse y la impresión que le producía a Dick su juventud y su belleza fue creciendo dentro de él hasta convertirse en una emoción insostenible. Ella sonrió, con una conmovedora risa infantil que era como toda la juventud perdida del mundo.” (Suave es la noche)

Suave es la noche transcurre entre 1917 y 1930. Significativamente, abarca el período de la era del jazz. El fin de la era es el ocaso sentimental y profesional de su protagonista. Indudablemente, Fitzgerald establece una relación directa entre la tragedia personal y la histórica. El sueño individual se desvanece a la par de la bancarrota financiera de los Estados Unidos. Este mecanismo se puede ejemplificar en el fin del matrimonio de los Díver: Nicole consuma su adulterio con Tommy Barban mientras afuera del hotel se escucha el rumor de una conversación de norteamericanos hablando del preciso momento histórico del crack financiero de 1929. La aparición de Rosemary en el universo de Dick Díver es lo que acelera su proceso autodestructivo. El desenfado de Rosemary desestabilizará el precario equilibrio del matrimonio. Dick Díver tiene treinta y tres años, la juventud de Rosemary hará de Dick un sujeto patético que intentará por todos los medios recuperar su propia juventud perdida. Se podría decir que la naturaleza del amor de héroe de la novela por Rosemary es caprichosa. Dick Díver contempla su nuevo objeto amoroso con la fascinación de alguien que se enamora por otra persona más joven. Pero el hastío de su presente lo echa todo a perder. Si antes afirmábamos que factores externos y lo descabellado del sueño en Gatsby precipitaban el fracaso de su empresa, Dick Díver precipita hacia el abismo el sueño en el derroche de energía que significa la fidelidad hacia el deber de cuidar su esposa, hacia el derroche de una vida disipada que transcurre eternamente en fiestas y en lujo malgastado y en la aniquilación de su propia existencia por medio del alcohol. La decadencia de la era empieza con unos tragos que se transforman en hábito.

Últimos tragos

La temprana muerte de Fitzgerald parecería arrojar luz sobre el núcleo temático de su obra. Habría que preguntarse qué tanto daño hizo el alcohol en la escritura de Fitzgerald. Hay organismos de escritores que soportan el sometimiento al cuerpo a los extremos salvajes de la vida. Ya los ejemplificamos anteriormente con Faulkner (“Entre scotch y nada, acepto el scotch”). La experiencia de la droga en Burroughs no le impidió seguir escribiendo. El alcohol y las drogas mermaron la producción de Truman Capote luego de A sangre fría. Kerouac y Cheever tampoco se llevaron bien con el whisky. Norman Mailer escribe Los ejércitos de la noche en la resaca, el alcohol y las drogas hicieron de él un escritor bastante irregular. Esta enumeración puede parecer caprichosa pero nos sirve para ejemplificar la relación entre la escritura y los excesos. Es innegable que los efectos del alcohol en Fitzgerald al menos dañaron la calidad de sus relatos breves en la década posterior al crack financiero, no así a su producción novelística que por cierto fue escasa (dos novelas, una de ellas inconclusa).

El héroe de El último magnate, Monroe Stahr, encarna el sueño materializado. Imposible aventurar hipótesis sobre una novela inconclusa y evidentemente Fitzgerald siguió experimentado nuevos enfoques para abordar una novela. Monroe Stahr parece poseerlo todo: dinero, poder y control sobre la calidad artística de sus producciones fílmicas (en las que no desea aparecer en los créditos ya que se considera un secretario ejecutivo). Pero la aparición de Kathleen en su vida conlleva el fantasma de su mujer fallecida y la certeza de que su propia existencia no podrá ser vivida en plenitud ya que le queda poco tiempo de vida. El único refugio es su trabajo. En el esquema de la novela Monroe Stahr morirá en un accidente de avión. Lo interesante del desarrollo El último magnate es la precisión con que Fitzgerald retrata a Hollywood, la fábrica de sueños. Arte vs. industria es el despliegue argumental de la misma y se hace foco en la actividad cinematográfica por sobre la experiencia sentimental de Monroe Sthar. En las notas dejadas por Fitzgerald en las que trata los personajes, las escenas y el esquema de la novela hay una máxima: ACCIÓN ES PERSONAJE. Gatsby, Dick Díver y le propio Monroe Sthar atestiguan esta premisa. Lo otro es una sentencia que ilustra el destino de los héroes de Fitzgerald: “En las vidas americanas no hay segundo acto”. Nada puede volver a repetirse, la lucha contra el reloj es una batalla perdida de antemano y la juventud es una época dorada a la cual ya no se puede volver. Dick Díver lo entiende amargamente: “Puede que sigamos divirtiéndonos este verano, pero el tipo de diversión que hemos tenido hasta ahora ya se ha acabado. Quiero que termine violentamente, en lugar de irse apagando de una manera sentimental” (Suave es la noche).

En las mismas páginas de Suave es la noche Fitzgerald entiende que el daño que se desprende de decisiones mal tomadas y de una vitalidad mal empleada dejan secuelas que nunca van a cicatrizar:

“Se habla de que las heridas cicatrizan, estableciéndose un paralelismo impreciso con la patología de la piel, pero no ocurre tal cosa en la vida de un ser humano. Lo que hay son heridas abiertas; a veces se encogen hasta no parecer más grande que un pinchazo causado por un alfiler, pero siguen siendo heridas. Las marcas que deja el sufrimiento se deben comparar más bien a la pérdida de un dedo o a la pérdida de visión de un ojo. Puede que en algún momento no notemos que nos faltan, pero el resto del tiempo, aunque los echemos de menos, nada podemos hacer.” (Suave es la noche)

Hacia el año 1936, Fitzgerald, entrando en los cuarenta años, publica El crack up. El movimiento era inevitable, la confesión se desplegaba a lo largo de Suave es la noche. El paralelismo entre Dick Díver y el propio Fitzgerald, el espacio geográfico de la novela (Europa), la relación Nicole/Zelda son demasiados elementos como para ser soslayados. La experiencia vivida es la materia prima de la narración novelística. Fitzgerald atraviesa la década sin inspiración, devorado por el frenesí de los años ´20. La dependencia hacia el alcohol es un callejón sin salida. Dick Díver y Abe North son construcciones etílicas de su propio fracaso. Hemingway le dirá “olvida tu tragedia personal” (quizás un hombre de letras es un hombre de acción que en el ocaso de sus facultades debe darse a sí mismo un escopetazo). John Dos Passos le sugiere que deje de mirarse el ombligo. Fitzgerald no vivió lo suficiente como para convertirse en reaccionario (el tránsito del marxismo a Nixon es algo que ni la teoría literaria debería explicar). El medio fue impiadoso con Fitzgerald, sólo el crítico (y amigo personal del propio Fitzgerald) entenderá la valentía de su confesión. Los años le conferirán a El crack up como una de las obras representativas del universo de Fitzgerald aunque su estatura alcanza otra dimensión a la luz de los hechos que precipitaron el final de Fitzgerald. Los procesos de desmoronamiento de sus héroes descriptos por Fitzgerald en sus novelas necesitaban una explicación, una teorización del fracaso. La narrativa del yo impone su condición de existencia porque Fitzgerald esta ante el abismo del fracaso y en el umbral de la muerte. Toda experimentación narrativa de ficción se disuelve en la confesión, aunque toda confesión excede los límites de las formas narrativas porque el relato adquiere una libertad que pocas veces la literatura obtiene. Será por el carácter fronterizo de la narrativa del yo en donde la forma impone su hibrides en donde solo queda aceptar la condición de verosimilitud de aquello que se esta narrando. El comienzo de El crack up (hartamente citado) es quizás uno de los más bellos de la historia de a literatura:

“Claro, todo en la vida es un proceso de demolición, pero los golpes que llevan a cabo la parte más dramática de la tarea –los grandes golpes repentinos que vienen, o parecen venir, de fuera– los que uno recuerda y le hacen culpar a las cosas, y de los que en momentos de debilidad, habla a los amigos, no hacen patente sus efectos de inmediato. Hay otro tipo de golpes que vienen de dentro, que uno nota hasta que es demasiado tarde para hacer algo con respecto a ellos, hasta que se da cuenta de modo definitivo de que en cierto sentido ya no volverá a ser un hombre tan sano.” (El crack up)

En un fragmento citado anteriormente, Fitzgerald se refería a las heridas que nunca cicatrizan. Aquí Fitzgerald incurrirá en la misma idea, no volver a ser un hombre tan sano. El agotamiento de la escritura es proporcional al agotamiento de la salud. El sueño se extingue en el fulgor de la era pasada. Hecha la confesión final ya quedará poco por decir porque en la confesión se halla el fin del escritor. Algunas internaciones hospitalarias y otras copas de más precipitarán el final.

28.3.11

Los libros perdidos, por Pablo Moreno






No debería escandalizar afirmar que la tragedia de la teoría literaria es que no lee libros. Sólo busca accidentes topográficos en la forma. La teoría es producida por eyaculadores precoces que necesitan dar status científico a una obra en una hojeada.

Leo a Hugo Savino: Yo, por ejemplo, no quiero que nadie me enseñe a leer. Eso se aprende en el primario. Leo solo. Muchos amigos a los que respeto leen solo.

Sigo leyendo: Para decir que se oye primero hay que ser capaz de escuchar, hay que dejar de pensar que uno es fascinante a los que todos tenemos que escuchar, para escribir, hay que saber que un poema no es algo de la poesía, que la novela no es algo de un género, tendrían que aceptar que son chantres de la comunicación, santones de la divulgación. (Salto de mata, Buenos Aires, Letranómada, 2010)

()

Una experiencia análoga a un formalista ruso tuve con libros. Yo no los quemaba para soportar el invierno. Los vendía para poder seguir leyendo otros. Mi inestabilidad económica siempre me llevo a cometer este acto. Perdí todo Henry Miller (el gran ausente entre mis libros). Recuerdo de esos libros la ubicación de cada párrafo que me conmovía o las manchas de café que había en algunas páginas. Hoy, al no tenerlos, no puedo reconstruir la historia de mi sensibilidad, lo que queda afuera de esas marcas, es decir, la vida. No puedo repetir el mantra de Shlokvski: éramos jóvenes.

Estaba leyendo Ciudades de la noche roja de Burroughs y mi padre me lo pide porque no tenía ningún libro que leer. Días después me dice que olvidó el libro en el subte. Entonces me llevo de su biblioteca Asesinato en el Prado del Rey de Vázquez Montalbán. Pepe Carvalho era su personaje favorito. Copiaba y adaptaba las recetas culinarias que pululaban en esos policiales. Me acuerdo que por esas lecturas utilizaba las alcaparras y el coriandro.

El sueño europeo de mi padre era conocer la rambla barcelonesa y llevarle a Vázquez Montalbán una caja de vinos. Alguna cosecha premiada. Así de íntima era su relación con la literatura.

El libro que me prestó lo perdí en alguna línea de colectivo. Una serie se relaciona con otra dice el estructuralismo. El olvido de un libro se relaciona con la pérdida de otro. Cuando se lo conté a mi viejo me dijo: “parece una venganza”. Y nos reímos. No me atreví a explicarle el estructuralismo porque no me lamenté de mi torpeza. La teoría literaria muere en el afecto de aquellos que leemos y que vivimos cuando leemos. Cuando emergemos de la lectura asoma el mundo, que a veces parece irreal o vulgar.

La novela de Burroughs jamás la pude recuperar.

En cuestiones de libros perdidos a veces prefiero aplicar la ley del Talión.

17.11.10

Hervé Guibert: el ocaso del cuerpo del escritor, por Pablo Moreno






La irrupción del sida produce en Francia un auge temático en la narrativa. Se calcula que entre 1985 y 1993 se publicaron más de 40 libros (testimoniales o de ficción) en torno a la enfermedad. La obra que se destaca por sobre el resto de esta irrupción fue la del otrora enfant terrible de las letras francesas: Hervé Guibert.

A veces, la inmediatez de la tragedia puede ser contraproducente a la inmediatez de la escritura. Entonces el “escándalo” oscurece la finalidad de la experiencia de la escritura. La agonía de Foucault y hacer pública la causa de su muerte (lo que relata Guibert en Al amigo que no me salvó la vida), fue un gesto casi imperdonable para los “apóstoles” de Foucault. Es por eso que hay que desligar la contemporaneidad de los acontecimientos que se relatan en primer lugar (que es la urgencia de la crónica), para restituir a la obra de Guibert su condición literaria, y en segundo lugar, para justificar el delicado equilibrio que hay entre la ficción autobiográfica y la memoria, es decir, cuando el espacio de la literatura es “fronterizo”.

Guibert irrumpe en la literatura francesa con su primer libro La mort propagande (1977) cuando sólo tenía 22 años, marcando un trazo que siempre iba a continuar a lo largo de su obra: la construcción de la autobiografía a través de la ficción. La crítica de su país entendió por ficción como mitomanía. Guibert se deslizó por todo el abanico que comprende la literatura del yo: diarios, novelas autobiográficas, correspondencia, textos autobiográficos ilustrados con fotografías de su propia producción. Su figura deja de ser de “culto” en la literatura gala cuando en el año 1984 gana el César al mejor guión por el film El hombre herido, dirigido por Patrice Chereaú.

En el año 1990 el mundo literario francés es sacudido por la aparición de Al amigo que no me ha salvó la vida que iniciaría el ciclo de obras alrededor del sida (enfermedad que fue la causa de su muerte) y que continuarían con El protocolo compasivo (1991), L´homme au chapeau rouge (1992, inédita en castellano) y el diario editado póstumamente Citomegalovirus.

La controversia que genera la obra de Guibert es la de todo relato autobiográfico: que se relata o qué se omite, cuál es límite de este tipo de relatos (lo público y lo privado) y cuál es el criterio de utilización de la materia prima de estos tipos de narraciones, que no es otra que la vida misma.

Indudablemente el espacio literario se fractura “topográficamente” cuando la novela autobiográfica se transforma en confesión. A la ausencia de privacidad, toda la vida puede ser narrada. La propia y la ajena. Y cuando la amistad es “traicionada” (hablamos de revelar la causa de la muerte de Foucault), la obra se desdibuja y se produce el acontecimiento, el escándalo. Insistimos con el uso de esta palabra. Revelar ser portador de HIV genera escándalo y precede a la “muerte social” del sujeto. Es un cuerpo que contagia y que es portador de muerte y que revelaría “prácticas sexuales no convencionales”. Predomina el discurso de la muerte.

“…En última instancia, en el sida esta predominando un discurso de la muerte y se está olvidando que el deseo no es una cosa tan fácilmente controlable. Hay peligro, pero tampoco en nombre del peligro vas a decir “Dejemos de vivir”, que es el gran mensaje de la medicina.” Néstor Perlongher, entrevista en Papeles insumisos.

Centrarnos únicamente en el “caso Foucault” sería acotar los alcances de la escritura de Guibert. En todo caso, una de las funciones de su prosa es la de perpetuar la memoria. Un acto de urgencia para los ausentes y para la propia y futura desaparición. Aunque a veces no se es partícipe de esos recuerdos:

"(Christine Ockrent) pasó un corto extracto que yo no me hubiera perdido por nada del mundo durante su telediario de la noche de la muerte de Muzil, en junio de 1984. Christine Ockrent, a la que él, exultante, llamaba con frecuencia ma petite o ma grande chèrie, no emitió en realidad más que una inmensa e interminable carcajada, filmada durante esa emisión de variedades, de un Muzil vestido con traje y corbata, imágenes en la que él se retorcía literalmente de risa en un momento en el que se esperaba de él que estuviese serio como un papa para glorificar uno de los reglamentos de esa historia de los comportamientos cuyas bases destruía, y esa carcajada me reconfortó en un momento en que me sentía helado, cuando puse la televisión en casa de Jules y Berthe, donde me había refugiado la noche de su muerte para ver cómo iban a tratar su necrológica en el telediario. Esa fue para mí la última aparición visual animada de Muzil que consentí recibir de él; deseé entonces no he querido, por miedo a sufrir, luchar contra ningún simulacro de su presencia, salvo con lo de los sueños, y esa carcajada tan formidable, tan impetuosa, tan luminosa, justo en una época anterior a nuestra amistad." Al amigo que no me salvó la vida.

Restituir la ausencia, porque el olvido es un tormento. De ahí la necesidad de recuperar la memoria, perpetuarla, fotografiarla, conjurar el ritual de la desaparición:

"En cuatro meses el tormento de la ausencia había tenido tiempo de depositarse sobre las cosas como un polvo imposible de quitar otra vez, las cosas se habían vuelto intocables, de ahí que hubiera que fotografiarlas, antes de que nuevos desórdenes las cubrieran." Al amigo que no me salvó la vida.

Si las funciones de la memoria serían la de perpetuar el recuerdo, la novela autobiográfica se sigue escribiendo mientras la enfermedad sigue su curso, minando las fuerzas. En Guibert es constante la lucha contra el tiempo. La autobiografía es la biografía del cuerpo consumiéndose. A lo largo de este ciclo de obras de Guibert, la forma narrativa muta de novela a bitácora, en donde se deja asentado los retrocesos y avances de la enfermedad. No podemos denominarlo diario (a excepción de Citomegalovirus). El Diario es la materia prima de la ficción autobiográfica en Guibert, de lo ahí se extrae se transforma en ficción novelesca.

“La memoria da sin duda un salto y yo no tengo ganas de seguir refiriéndome a ese diario para evitar hoy, cinco años después, la tristeza de lo que, reproduciendo con demasiada exactitud lo que sucedió, lo restituye con malevolencia…” Al amigo que no me salvó la vida.

No se registran fechas, se registra la progresión de la obra:

"El libro lucha contra la fatiga que produce la lucha del cuerpo contra los asaltos del virus. Solo dispongo de cuatro horas de validez al día, tras levantar las inmensas persianas de la cristalera, que son el potenciómetro de mi aliento que se debilita, para volver a hallar la luz del día y ponerme a trabajar de nuevo."

O contrariamente se registra el fracaso de la empresa, el cuerpo es el vector de la escritura. La experiencia de la escritura es la guerra contra el abatimiento, la ficción se desarrolla en consonancia con la respuesta del cuerpo, el cuerpo materializa la forma narrativa o más precisamente la dinámica de la escritura señala el principio y el fin, lo imprevisto o solución de continuidad de la obra:

"…antes de ayer me sentí un poco mejor desde la mañana y emprendí este relato que, aun siendo siniestro, me parecía presentar cierta alegría, ya que no viveza, que se debe a la dinámica de la escritura y a lo mucho que en ella pueda haber de improviso. No hay libro sin estructura inesperada, que se perfila con los azares de la escritura. Pero ayer volví a verlo todo negro y no escribí una línea." El protocolo compasivo.

La tolerancia de la medicación es la que puede seguir produciendo el relato:

"Sigo sintiéndome tan mal y estoy esperando el alivio de este medicamento, que, en realidad, llevo cinco días tomando, sin sentir otro efecto que la producción de este relato." El protocolo compasivo.

La escritura del Diario también sufrirá los vaivenes de la resistencia del cuerpo. La continuidad de la vida origina la escritura y hace progresar la narración. La supervivencia genera el relato y el plan de la obra. El cuerpo se encuentra en “guerra” contra el virus que avanza, Guibert se pregunta por la extensión de la obra:

"El Diario de Guerra de Babel: si pierdo mi ojo es uno de los últimos libros que yo habré abierto.
Este diario debe ser también un diario de guerra. (…)
Este diario, que debería durar quince días, pude detenerse de un día para otro debido al desaliento absoluto. (…)
Mi médico paso a verme hace un rato. Me anunció que, si la colocación del porta-catch transcurría normalmente bajo anestesia local en el quirófano, pondrían en marcha los trámites administrativos que me permitirían ser trasladado a mi domicilio lo más rápidamente posible y más pronto de lo previsto (pensé a la vez Genial, y ¡Mierda! Mi diario no va a durar quince días)." Citomegalovirus.

Así como Severo Sarduy construyó el relato autobiográfico a través de la arqueología del cuerpo, Guibert escribe acerca de la belleza de los cuerpos, de la plenitud y del ocaso de los mismos. Toda construcción autobiográfica necesita del escritor ese compromiso con el cuerpo. El cuerpo es la experiencia de la escritura en el que se narra la vida y también puede ser narrado con una cámara:

"Al dejar la cámara en su bolsa bajo la piel de pantera del sillón de escritorio, fui al instante a acariciar, ante los ojos de la asistente polaca, ese intersticio de carne tan suave entre los dos senos de mi tía abuela. Una carne joven y erótica pese a sus noventa y cinco años. No siento ninguna repugnancia hacia esa carne, a veces fofa, de mujer muy anciana, sino, al contrario, una gran ternura cercana hacia la atracción, una atracción gozosa, no viciosa. Suzanne debe de notar que a mí me da tanto placer como a ella frotar mi nariz contra la suya en nuestro beso esquimal., desde que no podemos hablarnos, acariciar su frente con un gesto repetido en el sujetador de los cabellos, estrechar su mano en la mía, somos dos enfermos moribundos que buscamos aún un poco de voluptuosidad en esta tierra antes de volver a encontrarnos en el infierno." El protocolo compasivo.

En junio de 1992, Guibert se filmó en video en distintas situaciones cotidianas, registrando su enfermedad, con sus familiares, en su rehabilitación, con sus amigos, desnudo. El montaje final de ese film, emitido póstumamente se llamó La pudeur ou l´impudeur (El pudor o el impudor), titulo por demás emblemático que refleja los parámetros en que se desarrollo toda su obra.

Evitando el ocaso final de su cuerpo, Guibert se suicida en Paris, en diciembre de 1991.

29.9.10

Severo Sarduy: la autobiografía de la piel, por Pablo Moreno






En la obra crepuscular de Severo Sarduy no hallamos una producción signada por la fatalidad de la sentencia de muerte. Sarduy nunca dejó de escribir ni al final de sus días como tampoco abandonó su otra gran pasión que fue la pintura. No necesitó salvaguardar su obra a futuro ni exponer su enfermedad como la marca de un exilio político. Tal es el caso de otro escritor cubano fulminado por el sida llamado Reinaldo Arenas, a quien la enfermedad y su condición homosexual (una libertad que la Revolución no permitió) lo llevó al destino final de Nueva York, haciendo de su escritura el acontecimiento rabioso contra el régimen (las razones para el odio siempre estuvieron justificadas).

Sarduy llega a Europa por una beca recibida para estudiar pintura. Parecería ser que su destino no era literario, pero se fue quedando:

Pero no es que decidiera quedarme: me fui quedando. Hoy en día soy muy autocrítico: creo que debería haber vuelto, que debía de haberme comprometido en un sentido o en el otro. Asumir mi karma, hundirme en la contingencia, en la realidad…
Hoy en día el balance es paupérrimo. No tengo nada y los que debían leerme, que son los cubanos, no me conocen ni me pueden leer. No creo que ya me quede tiempo para terminar mi obra allá. Otra vez será… (“Para una biografía pulverizada en el número-que espero no póstumo-de Quimera, 1990”, Obra Completa, Tomo I)

Tampoco la obra de Sarduy requiere como condición de existencia (y de permanencia) el carácter de una escritura cimentada en “el exilio”. El exilio es el espacio (más precisamente Francia) en donde se deposita la obra. Lo que queda en el camino es el origen (o de donde viene el fraseo de su prosa) y en consecuencia, el lector cubano:

Recientemente me llamó un amigo para comunicarme la infausta noticia de que yo “no existía”, al menos en los anales recientes de la literatura nacional. Ese olvido pre-póstumo no me asombró.
El exilio es también eso: borrar la marca del origen, pasar a lo obscuro donde se vio la luz (Exiliado de sí mismo, 1990. En Obra Completa, Tomo I)


Decíamos que la adversidad del sida no fue impedimento para que la obra de Severo Sarduy siguiera creciendo. Falleció en el año 1993. Su novela Cocuyo data de 1990. De aparición póstuma es su última novela Pájaros de la playa. Su última producción poética es del año 1992. Jamás abandonó la teoría ni la crítica literaria. Era el bastión latinoamericano del telquelismo, como lo fue también su amigo Roland Barthes.

Hacia el año 1990 realiza dos obras inclasificables: El Cristo de la rue Jacob y El estampido de la vacuidad. Parecería una cierta desidia adjetivar a estas obras de este modo. La teoría literaria siempre necesita de instrumental técnico para abordar y “encajonar” a las obras. Y no se permite el espacio que genera la inestabilidad (en el caso de Sarduy, deliberada) la narrativa que escapa de los límites. Sería más complaciente denominar estas “infracciones” al género como híbrido. Pero éste sería el resultante de componentes heterogéneos que conformarían una nueva obra, final. Ya nos referimos anteriormente sobre esta cuestión cuando abordamos a Harold Brodkey.

Lo que Sarduy propone en El Cristo de la rue Jacob es una arqueología de la piel (o del cuerpo) en donde se construye la narrativa autobiográfica. Aunque no sólo en la autobiografía se constituye el relato. Los componentes materiales del mismo no se ensamblan, lo cual le restituye a la narración una libertad narrativa absoluta donde todo está permitido: el relato autobiográfico propiamente dicho y una segunda parte de la obra a al cual Sarduy denomina como marcas mnémicas y que abarcan: descripciones turísticas (Tánger, Benares), un retrato sobre el pintor Jesse A. Fernández, unas crónicas sobre el café La Flora (y sus ilustres parroquianos: Jorge Semprún, Roland Barthes, Francis Bacon, entre otros), un homenaje a Emir Rodríguez Monegal, un recuerdo a los amigos ausentes y una carta de Lezama Lima con el posterior análisis casi estructural de la misma. No es casual esta correspondencia. Sarduy se encuentra con Cuba por medio de la prosa de Lezama Lima, como Cabrera Infante regresaba a la isla a través del humo de un habano.

Las letras iniciales del alfabeto, por mi filiación latina o por una oscura manía anagramática de la Depredadora, son las más solicitadas-varias direcciones, teléfonos rurales o secretos-, la B, fue diezmada de golpe: Barthes. (El Cristo de la rue Jacob)
Sarduy denomina a todo este conjunto como epifanías, dándole un matiz religioso al material, ligándolo a lo absoluto e indudablemente (aunque no esté permitido en análisis teórico) no exento de la emotividad propia de alguien que se está despidiendo.

La heterogeneidad antes señalada nos aleja de aquello que queremos abordar: el umbral de la muerte en estas narraciones. Una arqueología narrativa de marcas y huellas justifica su escritura en el umbral, como si fuera necesario edificar la autobiografía cuando la sentencia ya está dada. La idea de la obra la expone el mismo Sarduy:

Se trata, en realidad, de huellas, de marcas. Ante todo, las físicas, lo que ha quedado escrito en el cuerpo. Recorriendo esas cicatrices, esbozo lo que pudiera ser una autobiografía, resumida en una arqueología de la piel. Sólo cuenta en la historia individual lo que ha quedado cifrado en el cuerpo y que por ello mismo sigue hablando, narrando, simulando el evento que lo escribió.
La totalidad es una maqueta narrativa, un modelo: cada uno podría, leyendo sus cicatrices, escribir su arqueología, descifrar sus tatuajes en otra tinta azul. (El Cristo de la rue Jacob)

Una espina en el cráneo y la posterior intervención quirúrgica durante su niñez es la primera marca del escritor. Luego cuatro puntos de sutura en la ceja derecha es la marca que le permite continuar su novela Colibrí, una marca que le da la materia prima de una narración que se hallaba estancada. No sabía, a ciencia cierta, qué había sucedido. Sabía, eso sí, cómo continuaba el capítulo de Colibrí. El Cristo de la rue Jacob.

Prosigue con una posterior cicatriz: la de la apendicitis. Pero todas estas marcas remiten a una sola:

Todas las cicatrices –comenta Francis Wahl al terminar éste breve catálogo de marcas dérmicas– la primera, la escisión umbilical, la única invisible. (El Cristo de la rue Jacob)

Una arqueología de las marcas de un cuerpo detiene su narración cuando las heridas no cicatrizan. Es la llaga que vino para quedarse. La herida del sida (que en el relato se corporiza en una verruga) se apropia del cuerpo y se extiende. Sólo una vez Sarduy le da nombre al acoso, al estorbo que destruye la arquitectura arqueológica:

El cuerpo humano es una máquina. Lo sostiene vertical un sistema de bisagras. Las mías se abrieron, se desunieron…
Supe, mirándolos, lo que sentía. Lo que mi cuerpo descentrado quería decir: el sida es un acoso. Es como si alguien en cualquier momento, con cualquier pretexto, pudiera tocar a la puerta y llevarte para siempre… (El Cristo de la rue Jacob)


Aunque el acoso no deje marcas, la sensación de no escapatoria asemeja a un progrom:

¿Quién será el próximo? ¿Por cuánto tiempo vas a escapar? Todo adquiere la gravedad de una amenaza. Los judíos, parece ser, conocen muy bien esa sensación. (El Cristo de la rue Jacob)

Nicolás Rosa en El arte del olvido afirma que el rasgo común de todas las escrituras del yo (memorias, autobiografía, novela biográfica, Diarios) es ausentar al sujeto de la escena de la escritura por un yo condensado del autor-narrador-personaje.

En El estampido de la vacuidad Sarduy produce una ligera variación en el mecanismo narrativo, abandonando la primera persona y reemplazándolo por una tercera persona que le permite alejarse de la escena:

Abandona su país natal y adopta otro, lejano, de cielo siempre gris y gente hosca.
En el exilio elabora trabajosas ficciones en que seducen las frases cinceladas y la destreza con que se enlazan las volutas barrocas, aunque, llegado el punto final, todo se disuelva y se olvide…
Ya proyecta el resumen, el ciclo final de sus invenciones cuando lo asalta una enfermedad fulgurante, irreversible y desconocida…
Se deshace de libros polvorosos, ropa de verano, cartas acumuladas, dibujos amarillentos y cuadros.
Se entrega, como a una droga, a la soledad y el silencio.
En esa paz doméstica espera la muerte. Con su biblioteca en orden. (El estampido de la vacuidad, 1993)


Lejos de la fantasía neobarroca, recurrir a una tercera persona permite una panorámica de la propia vida. Es en la revelación, en una epifanía, donde se escribe (y se ofrenda) el discreto adiós.

2.9.10

Harold Brodkey y la defensa de la obra, por Pablo Moreno




Y como una alteración del lenguaje: no puedo decir Te veré este verano.

Harold Brodkey.


Harold Brodkey fue y es un escritor incómodo para el “canon” norteamericano. Al igual que Henry James, su obra es el reflejo de la tensión que genera la confrontación del artista frente a la Institución literaria de América, es decir, no era norteamericano, ni europeo, un escritor sin patria. De escasa producción (dos libros de relatos, dos novelas, un par de obras editadas post mortem) su figura cayó en el olvido. Su prosa osciló entre la aceptación europea y la calificación reduccionista de “Proust americano” en su tierra, lo que demostró una cierta pereza de la crítica al tratar de ubicar su figura aun siendo reconocido por sus pares (tal es el caso de John Cheever).

En el año 1993, dos años después de publicar El alma fugitiva, su primera y fulgurante novela, los médicos le diagnostican sida. Brodkey anuncia su enfermedad a través de sendas columnas editadas en The New Yorker, lo cual le vale la acusación de narcisismo, mas allá del estigma del sida en la América que nunca ha dejado de ser puritana. Esta salvaje oscuridad:

“Como he dicho, morir de sida es morir fuera de una tradición, es una especie de silencio. Indirectamente, Barry se refirió al horror social de tener sida en América de un modo terminante, muy dramático, diciendo que desde luego, me aconsejaba mantenerlo en secreto”.

Respecto al “horror social” al cual refiere Brodkey. Sirven como documentos estas dos entradas del Diario de Andy Warhol:

Martes 19 de abril, 1983.
Nona Summer me llamó para invitarme otra vez a una cena que daba esa noche en el Regine´s. Una vez allí, se me acercó Laura y me contó que en Page Six preguntaban si yo estaba enfermo. Me impresionó. Le dije: “¡Diles que no! ¡Ya ves que no!” Sabía que se referían al SIDA y que me daba mucho miedo. Ella me dijo: “Ah, no, ellos se referían a la gripe”. Pero seguro que no era verdad. Estaba Marcia Trinder, que por fin se ha casado con Lenny Holzer y me dijo: “No te me acerques, acabo de tener un niño”. Y yo le contesté: “Marcia, ya sabes, yo…”

Viernes 23 de diciembre de 1983.
Fui en taxi a la oficina, a la fiesta de Interview para intentar imbuirme en el espiritu navideño. Y…estaba Robert Hayes con su novio Cisco, que se está muriendo de SIDA. Me puse paranoico, no podía soportarlo…

Esta salvaje oscuridad es el fiel reflejo de una literatura “fronteriza”, si entendemos por fronterizo el espacio en el que la literatura desdibuja sus límites de género. Una novela que pugna por ser Diario y que es consciente de su propia construcción. Si el Diario es el registro cotidiano del escritor de todo lo superfluo, lo importante o de todo lo que se omite, la novela entonces, se permite jugar con el material (la experiencia de escribir y la vida misma) al ampliar esos registros diarios, indudablemente por cuestiones narrativas y en consecuencia, formales. Es más exacto afirmar fronterizo que híbrido porque éste ya sería una forma acabada y resultante de un cruce.

Ahora bien, por qué novela y no Diario, por qué esa inestabilidad. Formalmente, en Brodkey es la manera viable de realizar la confesión de su enfermedad, el origen de la misma y la defensa de su obra. La lucha del escritor norteamericano contra las instituciones es un leit motiv presente a lo largo de toda la historia literaria norteamericana. Lo supo Henry James que ni con la edición crítica de sus obras en el siglo XX fueron ignoradas por público y crítica, una obra iniciada en el siglo XIX y que recién empieza a ser receptada en la segunda mitad del siglo XX. La “lost generation” produjo desde el exilio. La “beat generation” desde la fuga de América o desde la búsqueda de América a través de sus rutas. Son gestos que revelan la experiencia de la escritura como un acto de choque contra el orden establecido.

Lo cierto es que tanta defensa puede expresar la fatiga del cuerpo enfermo, o en todo caso los vaivenes de producirla o no son el resultado de lo que permite el cuerpo, en donde juegan las defensas del mismo y los esfuerzos que implica la escritura. Esta salvaje oscuridad:

“Para ser sincero, el esfuerzo de escribir, y la edad, la opresiva asfixia de la enfermedad misma, la triste convicción de la importante validez de mis ideas (de lo que supone mi obra) y la penosa defensa de esa obra me habían cansado tanto que la idea de la muerte era un alivio. Pero también quería hacer un gesto de desafió la sida. De modo que acabó imponiéndose lo contrario. La enfermedad y sus imposiciones (como todas las imposiciones) eran despreciables. Imaginé que más tarde establecería con ella una sumisa amistad mientras me mataba, pero todavía no.

Experiencia radical de literatura, el umbral de la muerte es el sismógrafo del escritor. La enfermedad impone la forma a construir. Se vive entre la pleamar y la bajamar de la medicación. Si la salud (o la energía) hacen la obra, la enfermedad derrota las ambiciones de la misma. Es decir, hay algo que derrota la experiencia de escribir y es la vida. La novela requiere aliento y se vive, se muere o se muere escribiendo. Sólo queda tomar decisiones:

“Necesitaba hacer unas correcciones en las últimas cien páginas de Amistad profana. También había empezado una novela sobre la muerte vista por un hombre joven y, bastante adelantada como estaba, quería estudiarla y ver si me llegaban las fuerzas para acabarla.
Ahora, un poco por los peligros, un poco por el relativo silencio, me pasaba la mayor parte de la noche quieto, boca arriba o sentado, con el tubo en la nariz, intentando pensar qué hacer o qué pensar.
Me encontraba sin inspiración, vulgar.” (Ob. cit.)

Considerando la progresividad del sida, una enfermedad del tiempo (Susan Sontag dixit) el pacto autobiográfico se constituye en el tiempo que resta, lo que queda por vivir. Escribir implica un gran riesgo físico, el verdadero escritor deja en ese acto la vida, sobre todo cuando nos referimos a escrituras del yo. Cuando la enfermedad avanza se escribe para desafiar a la muerte y la escritura es la afirmación de la existencia. A partir de ese pacto Brodkey compone su obra en el paso del tiempo. Las capítulos se dividen y titulan con fechas y estaciones del año. Es preferible abarcar mayores porciones de tiempo que imponer la tiranía del registro diario del deterioro del cuerpo. Probablemente la escritura pierda desesperación y salvajismo, pero gana en serenidad, estamos hablando del paso del tiempo a través de las estaciones. Implica que se absorbió y se vivió vastas porciones de tiempo y el milagro se produce. Emerge la vida:

“Y a veces al despertarme, siento el cuerpo como solía sentirlo estando despierto cuando era más joven, aquella rara capacidad de sentirse firme, de ser flexible, de tener los miembros ágiles, y todos los conductos de las sensaciones refulgían en una descarga silenciosa, y, en privado, uno se desplegaba en un alarde de seducción. Vuelve la vieja impresión de suerte, de pase-lo-que-pase-al-menos-tengo-esto, aunque el tiempo verbal ya no es el mismo. Me siento humo. Y cuando mi ojo capta parte de la parábola que describe un pájaro en su vuelo, me siento temblar y todo mi cuerpo es un revuelo.” (Ob. cit.)

Fulgores que se revelan en epifanías. La escritura de Brodkey hacia el fin de la vida se posa en ese tipo de instantáneas que no hacen otra cosa que recuperar la memoria de la juventud de un cuerpo que va perdiendo vitalidad y que esta siendo minado por la enfermedad. La escritura se hace urgente o mejor dicho, la defensa se hace urgente. En el medio norteamericano (y estamos hablando de fines del siglo XX) la homosexualidad fue enviada al gueto. Edificar la defensa de una obra involucra la cronología de una vida y el origen de la humillación:

“Ya no tengo miedo.
Puedo describir sin histeria el meneo anal que probablemente condujo a la transmisión del virus y a mi muerte: me acosté con hombres, innominados, no famosos, hombre que no podían pedirme nada ni echarme la culpa de algo ni esperar de mi una revelación. Puedo ofrecer una lista de los hombres que he tenido (o de las mujeres que he tenido). Pero la auténtica verdad es que este país todavía no considera el sexo un hecho que forma parte de la vida.” (Ob. cit.)

Y a partir de esa confesión, pública, descarnada, se defiende la obra:

“No puedo cambiar el pasado, y no creo que lo hiciera. No espero ser comprendido. Me gusta lo que he escrito, los cuentos y las dos novelas. Si me ofrecieran verme libre de esta enfermedad a cambio de mi obra, no lo aceptaría.” (Ob. cit.)

Harold Brodkey falleció un 26 de enero de 1996. Se fue sin estridencias, y el escándalo cedió al olvido.