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10.10.23

There goes: Vida de maniobras, por Santiago Armando

 

Realmente no pude avanzar, pavadas y morisquetas de un tipo que se tomó muy en serio a Beckett y a los modernistas, lo de seguir escribiendo mal, lo de que la literatura no tiene nada que decir, lo de fracasar mejor y no achicarse ante ese fracaso que termina creyéndose que escribir mal es imposible aunque se quiera, sin considerar la calidad de lo que se hace. ¡Pero ah no, cierto!, es todo una jodita, porque el escritor es un eximio parodista, claro, ahora entiendo, es otro libro para entendidos con sus códigos. Sigue con lo del genio, un poco de ingenio tiene, no le voy a negar eso, ese recurso del que no se puede abusar mucho sin caer en el ridículo. Perder la vergüenza es otro recurso complicado, pero tampoco se trataría de "recursos" en este caso. Escribir lo de la madre sin bombacha en el hospital y el comentario que le hace me dio asco, soy un lector visual que en la lectura se me hace la escena de una vieja de ochenta años sin bombachita. Prefiero un gimnasio de gerontes manieristas en chota. Seguí un poco más pero no hay nada ahí que no me de pesadez, y una desilusión dolorosa. Una vieja conclusión de una parte de mi vida. Si me gustara hacer comentarios al margen de los libros lo llenaría de puteadas, pero debo cambiarlo por falta de dinero. Dice a modo de chiste "¡Literatura hago!, con eso, sus temas, hablar en contra de las ideas, pero estar lleno de papelitos con citas y romantizar esos bagullos, como Savino, y los lápices y libretas de escritor fino. Lo de que no hay nada más común que una idea, pero ir sumando la actividad de su cerebro sabiendo que tiene un nombre como escritor y eso se va a terminar publicando, es una idea de chanta que me enferma, porque yo tengo cosas mejores para publicar, pero qué se le va a hacer, nos tapa una masa de libros del orto... Avanzo salteando y sigue con cosas de su casa, su ex, su gato su perra, es la primera persona de un tipo que mandé a la mierda hace un par de años por su soberbia pastoral que pensé que aún podría publicar algo bueno pero no, solo veo a aquel pariente escritor neurótico de película de Woody Allen que dejé de ver. Mejor no terminarlo para no manosearlo mucho porque lo voy a cambiar por la Comedia Biológica de Bettina Bonifatti.

23.3.14

La neutralización preventiva, por Luis Thonis



(Sobre la lectura de Quintín sobre Arno Schmidt de Mariano Dupont)


La trascendencia, la metapolítica y los mercados cautivos

Un nuevo ataque de Quintín a Mariano Dupont: ya no se sabe si se trata de su novela Arno Schmidt, del autor o qué. Quintín “pasa un rato” leyéndolo como si no leyera, no sea que pueda perderse en la lectura. Disfruta de las primeras páginas y luego comienza a amargarse. Hay que imaginarlo abandonando el libro antes de que lo atrape y dando vueltas como turco en la neblina: ¿qué es lo que me está pasando? El título de sus notas lo dice todo: “Intrascendencias”.

Quintín ya tenía esta idea fija sobre Dupont y quiso reconocerla, la novela lo atrapa y ya deja de leer. No dice qué es lo trascendente para él; aparentemente, las novelas que tienen un “mensaje profundo” y que estarían fuera del mercado: “El desprecio de Dupont a quienes desprecian el mercado es una tontería porque el mercado es despreciable aunque eventualmente haga ricos o prestigiosos (el prestigio también es una variable del mercado) a algunos cuya obra merece leerse. La maniobra de Dupont suena a ponerse del lado de los ganadores para no quedar como un mal perdedor.”

No hace mucho achacaba a Dupont escribir para los amigos. Esto en un sinsentido en sí mismo. Se puede escribir a una desconocida y hacer una gran obra, se puede escribirle a Dios y decir sandeces. Quintín desconoce olímpicamente algo elemental: que nadie escribe  para los amigos (o los enemigos) cuando trabaja en los límites del lenguaje, sino para un Lector hipotético.

A veces, como Beckett, tarda años en conseguir un editor que abra un mercado hasta entonces inexistente. Después, como señala el narrador de Arno Schmidt, Beckett es Beckett, diga lo que diga. Quintín abandonó a las pocas páginas y no llegó a ese pasaje. Parece que cree que la literatura es equivalente a un aviso o a una nota periodística. Si un estilo logra constituir ese lugar hipotético que no es de nadie, después –subrayo– surgen los amigos, los lectores, los enemigos que pueden transformarse unos en otros. El gordo Lezama aparece en sueños y recuerda que el mulo sigue su paso hacia el abismo. Pero Quintín siempre es igual a sí mismo, una tautología viviente. Pero ahora resulta que Dupont abandonó a los amigos para entregar su alma al mercado, que no es otra cosa que un conjunto de informaciones sobre los precios y no está afuera: somos nosotros mismos en tanto sujetos de oferta y demanda. Si Dupont hubiera publicado la misma novela en una edición de autor o en una de las cuatrocientas editoriales independientes, no habría habido tantos aspavientos.

Al hacerlo en un sello internacional, escapó sin aviso de los controles de los mercados cautivos y sus perros guardianes. Quintín, como tantos otros, es un idólatra del mercado, y al mismo tiempo, un iconoclasta de sus espejismos. No me propongo defender la novela o proponer mi lectura en este contexto, sino señalar algunos efectos de neutralización preventiva sobre el fondo de las imposturas de la tribu cultural.

Quintín se refiere al mercado como se lo hacía en los setenta: era el lugar del Mal en vez de un conjunto de informaciones. Esto no era tan grave como el Bien que se traían tras su supresión: un campamento militar como es Cuba hoy. ¿No nació la literatura moderna al mismo tiempo que el mercado que fue liberándose de las amarras del feudalismo? En las sociedades sin mercado –Zimbawe, Corea del Norte, Bielorrusia–, la literatura no existe y el precario mercado cubano está vigilado por la Seguridad del Estado.

La Argentina es un mercadito insignificante, necesita como el pan un mercado de capitales y salir de la bomba de tiempo de los “precios justos”, pero esto es chino básico para los que quedaron atrapados en los clichés marxos de los setenta. Para Quintín, la trascendencia no es otra cosa que la ideología argentina –la Quinta– y sus mercados cautivos: aquí sí la economía se encuentra con la literatura.

Los mercados cautivos no sólo refieren a la burguesía prebendaria y parasitaria, cáncer argentino, sino a los mercados cautivos ideológicos literarios que son su complemento fetiche. No tienen la menor exigencia literaria, sólo piden que la obra se ajuste a su bienpensante cautividad. Que sea una prebenda más entre un Estado mafioso y sus intérpretes encubridores.

Si Dupont hubiera querido entrar en la familia, ya lo habría hecho hace rato, escribiendo una nota elogiosa sobre alguno de los escritores reverenciados. “Fogwill, la irreverencia fundadora”, por ejemplo, este trabajo lo hubiera catapultado. Dupont no era un advenedizo, ganó sin palanca el premio Emecé con su novela Aún, y luego publicó en Santiago Arcos la novela Ruidos (que primero rechazó Emecé) y el extenso poema –vía Ascasubi– Pampa Trunca, además de otros libros de poemas en su sello artesanal Ediciones cada tanto. Digamos que venía más que bien, pero a la Familia no le gustan ciertas bromas, y mucho menos los “ruidos”. También escribió la serie de reescrituras de Figuras (que nadie quiso publicar y terminó subiendo a un blog), inventando un género nuevo: el diálogo con la filosofía a través de la parodia y la risa. Por último, tradujo y difundió autores que son ilegibles para el minimiserabilismo reinante. No es una vedette literaria sino un laburante: no miente cuando dice que es un obrero de la sintaxis.

Quintín ni por un momento imagina que Dupont, en vez de incorporarse a la Familia –que bien puede ser representada por los enanos de Ruidos–, quiso hacer rancho aparte donde mete presión la intemperie. No es tan difícil inferir que no desea lo mismo que los estafadores de la masividad. Nada que ver con la metapolítica, que esencializa a la literatura desde una supuesta política. Quintín no advierte que el mejor modo de entrar en el mercado es pagarle un peaje a la Familia, una corporación que, lejos de ser ajeno a él, lo sobredetermina a través del complejo medios-universidad para convertirlo en cautivo. No hacerlo es herejía.

Imagina un “Círculo rojo”, parafraseando a la Reina Batata, sin tener en cuenta el peso de esas palabras. Ve una conspiración simplemente porque hay libros que no reflejan esa ideología (que no es sino idolatría). Esos libros lo intranquilizan. Dupont sería uno de los conspiradores, hay otros sospechosos, ya es un mal perdedor antes de entrar en combate, pero al revés de Simone Weil –otra que no midió el peso de sus palabras al decir  que “la justicia huye del campo de los vencedores”–, se pasa al campo de los ganadores.

Mussolini y Hitler fueron vencidos, ¿la justicia se refugiaría en ellos, según Weil y Quintín?

Hay que decir que en la Argentina los perdedores son los ganadores para la perdición de todos. Mussolini no ha sido vencido del todo, vive en las leyes sindicales y el fascismo ha adoptado la lengua mongo de la izquierda progre y Hitler reaparece mediante los naziislamitas que los diversos Gelman victimizan.

Las crisis argentinas se deben a los perdedores, a los industriales parasitarios que no pueden competir y que son financiados por las megadevaluaciones de un Estado mafioso que expropia simultáneamente a los sectores productivos y a las mayorías sustrayéndoles el salario mediante el impuesto de la inflación. No por eso dejan de ser multimillonarios. Al contrario. Quiebran luego de enviar la mitad de lo que reciben a cuentas del exterior, son licuados con la plata del laburante que se levanta a las seis para trabajar y tiene además que escuchar que Capitanich le diga que el ahorro promueve la avaricia –uno de los máximos insultos que recibió el soberano–, mientras que los vanguardistas oficiales lo llaman tendero y hasta facho.

Esto, por cierto, no puede trasladarse a la literatura, pero en ella los ganadores, los que reciben premios y prebendas, son precisamente los lameculos del Estado.

El ataque preventivo a un libro es un hábito de la ideología argentina a través de sus  comentaristas mediáticos para los cuales pensar es ser hablados previamente por el espectáculo: una inmensa residencia Arno-Averno experimental donde se intenta dar a luz a un zombi definitivo. Sólo cuando Israel se defiende, Tartufo se vuelve humanitario y firma manifiestos (como ayer las vedettes de Fidel Castro); los demás tienen vía libre para asesinar poblaciones enteras.

Ahí está el trasfondo del mercado cautivo de la ideología argentina –una Quinta custodiada por un ejército de perros guardianes– donde nadie habla sino es formateado por el Espectáculo de la metapolítica que sólo tolera enunciados sin riesgo, en diferido y seguros. Por eso, luego de medio siglo, todavía algunos balbucean en reconocer a Cuba como una dictadura y se emocionan con el chavismo.

La llanura de los chistes está en la Quinta de Quintín, y ni bien llega, ya se instala en la residencia Arno Schmidt. Dupont está en otra frontera, no fue uno de los lameculos de los farsantes de este sistema que se presenta como antisistema.

Los escritores de la Arno Schmidt son engranajes de la maquinaria literatura-espectáculo, reciben todas las vivas y están insatisfechos: quieren más y más y más espectáculo, tanto como lo que abdicaron del deseo. Erika es una aliada implícita en la novela: cada vez que aparece hay un cambio climático. A Dupont no le doblaron el brazo para imponerle una temperatura entrópica, qué se le va a hacer, no todo bicho va a parar al asador del incesto colectivo. Como karateka, trata de disuadir la llegada de Tokuro, y como budista, situarse como extranjero a lo irreal mundano. No pertenece a la orden de las señoras comunistas –hombres y mujeres–, que funcionan hace décadas como un sistema de delación en los medios, esperando a un Castro más que a un Moisés o a un Godot.

Basta leer lo que escribió sobre mí Alejandro Rubio para ver que este sistema que viene de los ochenta sigue todavía aceitado: “Luis Thonis, un disidente radical de la cultura de izquierda argentina”. ¿Y si esta cultura fuera fascista, como afirmó prematuramente Pasolini de Fidel Castro? Los máximos impostores fueron dotados de no sé qué superioridad moral, aunque nunca asumieron un solo acto o enunciado como responsables. Disidente es un término que se aplica en las dictaduras como Cuba, donde no hay derecha ni centro y la “izquierda” es una nomenklatura criminal. Disidente radical: no se escuchan hablar.

Rubio la emprendió conmigo preventivamente ni bien salió Milagro infame, novela que pone en escena la guerra misma de los mundos, donde el nihilismo va ganando por robo: no importa el libro, la crítica preventiva funciona como un alerta rojo para denunciar al hereje. Rubio desde los noventa me sigue los pasos, tiene, como dijo alguien, un “romance patológico conmigo”. Quiere la literatura atestada de los zartistas de la cultura puñetera que describe el libro. Cuando aparece un libro no esperado, comienza una campaña en contra, decía Flaubert. Lo mismo pasa con la novela de Dupont: del mismo modo que se me atribuían las ideas de un solo personaje y de un solo texto, algunos confunden la “intrascendencia” –los estereotipos progres y vanguardistas– de algunos personajes con el autor.

Quintín no se cansa de anticiparse preventivamente a la lectura que pudieran hacer Fulano o Mengano. A diferencia de Rubio conmigo, Quintín no odia a Dupont, tiene una relación de odioenamoramiento y no deja de confesarlo. Alerta verde. Pero su ataque preventivo es mala leche: el odio es más profundo que el amor, dijo Freud. No es un estalinista radical como Rubio, ha quedado a medio camino de los traumas argentinos; aturdido por los escribas de la masividad, se refugia en su quinta y vive en el conjuro a la sombra de los neomatriarcados.

Dupont, como Rabelais con los sabelotodos, se ríe de lo que no hay que reírse: he aquí lo que le amarga el placer a Quintín. Su acto político es no hacer metapolítica, escribe para no incluirse en ella.

Si a Quintín la novela le resulta una calamidad, está en su derecho decirlo y punto. Pero ha quedado atrapado en el laberinto de la novela y sus espejismos. Dupont exportó la llanura de los chistes a una zona que podríamos llamar consistente y cuyo símbolo es el témpano, con temperaturas que llegan a sesenta grados bajo cero y que escarchan la misma lengua.

El pampero da besitos en comparación con las guampas de un ventisquero. Aparentemente, ahí resulta más difícil hablar estupideces cargadas de nacionalismo –¡Argentina, Argentina, Argentina!– que al acumularse lentamente producen una catástrofe en la llanura: a largo plazo, un plazo que suele acortarse súbitamente. Me refiero a La causa justa de Osvaldo Lamborghini, el punto narrativo de la inflexión: chistes que no son tales en términos freudianos porque no hay un Tercero que los sancione. La llanura de los chistes no responde a un lugar geográfico, éste es uno de sus espejismos, está aquí y ahora, en el mismo discurso, el de la ideología argentina, que entre chistes que no son chistes, cabalga hacia un imperativo de terror que la sobredetermina.

Dupont trabaja su frontera y no veo que sus sarcasmos  tengan que ver con el infantilismo lúdico de Libertella, que en 2002 actualizó y adaptó a los que escribían en Literal con pasamontañas de piqueteros en tiempos de la megadevaluación de Duhalde que dejó como resto a los ladrones santacruceños que la metapolítica presentó como ex combatientes.

La vanguardia, de tanto aturdirse con Cage o Barinsky, no caza una: sin brazo militar queda reducida a un jardín de infantes. Desesperada porque la letra y el lugar coincidan, no oye ni ve nada. Ni ganadores ni perdedores: ahí se trata de salir de la repetición compulsiva de la ideología argentina y el imperativo de terror que la sustenta.

Mientras la carne argentina está fuera del freezer, del frigorífico ante la política suicida del Estado que perdió millones de cabezas –pronto no habrá asado ni para escupir–, las neuronas de Quintín, atornilladas a la llanura como los chajás a los pajonales, se van congelando en el ártico para que la letra y el lugar finalmente coincidan en un silencio soberano.  

Quintín debe pensar que la literatura se agota en la Familia y el “mercado” está fuera de ella. Supone, negando las posiciones, las lecturas y las traducciones de Dupont, que éste quiere entrar en ella, y más que un investigador como  Sherlock Holmes, se transforma en el mastín de los Baskerville.

La Familia está completa aunque sean un montón de sujetos gagás que tratan a duras penas de levantar fetiches oxidados. Piglia postulando a Guevara como “lector” es una confesión indirecta de que esta cultura agoniza; tal es así que Piglia se emociona con el chavismo y se convierte en un poeta cortesano que suspira por la Reina Batata. No son ajenos al mercado sino gestores de un mercado cautivo que, a través de las décadas, apunta a imbecilizar a los sujetos.

Lo contrario de lo que hace Dupont, que gasta vena satírica contra los buzones y espejitos de colores. Como los fetiches ya no fascinan y se venden cada vez menos porque se están oxidando, la voz de Dupont se nota en demasía y puede ser deseada por nuevos lectores y darle un golpe letal a los precios justos y cuidados de un mercadito. No hay que condenar a Dupont por estar en él como tantos hijos de vecino, hay que elogiarlo por su tentativa involuntaria de abrir uno nuevo, ajeno a la servidumbre voluntaria.

Ahí está el motivo de que algo amargo empañe las amables tertulias e Quintín. Los escritores para él deben ser los que militan en los medios para el rebelócrata o el zartista consumidor.

Su ideal literario son las ex flacas masseristas reconvertidas en gordas cristinistas, pitonisas si las hay de la servidumbre voluntaria. Otra vez: el antisistema que es el sistema. La Gorda –muñeca inflable de la ideología argentina– y su metapolítica, que actualiza sin elaborar temas de hace medio siglo.

Ni noticia de que algo se escribió en la Argentina. No pasó por el Sueño de la Razón de Murena y transforma a Savino en un gurú. ¿Qué hizo usted en la guerra del lenguaje, Don Quintín, salvo aliarse a las neomatriarcas del populismo?

Savino es uno de los pocos que no se ha arrodillado ni orado –para citar a Joyce– en el templo de la santísima simplicidad de la Santa Sordera. Uno de los pocos que pensó y escribió algo: “El comunista le puso la grampa a Marina Tsvetáieva en el sentido de Cézanne y después le puso el gancho en la pared para que se colgara. El burgués ahora se hizo comunista, le pasa ayudas al poeta, subvenciones. Le da una limosna en nombre de la poesía.”

Lo que Hugo Savino escribió en Salto de Mata vale por todo lo que en su vida dijeron los clowns posmodernos. No estamos hablando de la literatura como placer –la literatura y un helado son lo mismo–, sino en torno a lo que se enuncia en los límites del lenguaje. De la integridad de unos pocos sujetos en un contexto donde nadie resiste el menor archivo, de algo que no tiene que ver con la solemnidad ni con la trascendencia sino con una ética abrahámica de la vida que no excluye el humor y se niega a entrar en una Familia de muertos vivientes o participar del suicidio colectivo.

La irrupción de una voz disuelve por un instante la corporación, muestra que en ella las diferencias están digitadas y que, tras un conjuro preventivo, siempre vuelve a fusionarse con fingida pasión. Todo lo que no es Familia colectiva, es decir, incesto, para Quintín es mercancía, y a cada una su etiqueta. Un vaciamiento del sujeto, del lenguaje, de la historia y la política. Alienado a la metapolítica: la búsqueda de la trascendencia va de la mano de la esencialización.

Se nota en el déficit de su humor: comparar a Dupont con Sábato no llega a ser una injuria ni un chiste. Es un mal chiste del que no se ríe nadie, ni en la Antártida ni en Santos Lugares. Ni sabe de lo que se trata, patalea para no enterarse.

Rettung der Vergangenheit es la expresión que utiliza Walter Benjamin para hablar de la salvación del pasado, de sus usos, de la redención por el  recuerdo. Esta tempestad que sopla desde el paraíso, este futuro que irrumpe desde el pasado, no trae necesariamente la promesa de un futuro feliz como creen algunos que se empeñan en ignorar que el estalinismo no está en el pasado, sino en el presente y amenazante en el futuro. Lo mismo sucede con el montaje para una segunda Shoá por el que trabajan laboriosamente las universidades y gran parte de los escritores de los que Dupont no cesa de burlarse.

Quintín necesita un tratamiento acelerado, urgentes lecturas de Meschonnic, de Simon Leys, de Jean-Claude Milner, los tres tomos de Nadezhda Mandelstam, para no volverse Romain Rolland… No, me parece que ya es demasiado tarde: una inmensa serpiente blanca vino desde la Antártida, irrumpió sin permiso en la Quinta, y por lo que se lee, congeló las pocas neuronas que quedaban.

Para leer Arno Schmidt hay que perderse en su encanto narrativo: no hay detalle que el narrador no capte en un contexto separado de lo cotidiano donde prevalecen la literatura y el arte sobre el fondo de una naturaleza loca. Su mejor metáfora no es la rata en el laberinto en que ya algunos se han extraviado, sino el lápiz quebrado en un vaso de agua que hace al montaje de las voces en un contexto donde ya todo está escrito para los becados para escribir. La actitud del narrador no es precisamente la de un creyente. Entra en conflicto con los cultos de los escritores que concurren a la residencia experimental: “¿John Cage? Tengo que decirlo, nunca me tragué su falsa sabiduría, su cerebralismo, sus ‘provocaciones’ vanguardistas. Y su música aleatoria es inescuchable, dejémonos de joder.”

Así ocurre con otros bluff de culto. El narrador es una voz solitaria: el antifetichismo es su política y su arma el oído. Que el personaje se llame como el autor es otro cazabobos: podría llamarse Juan Pérez. Hay que olvidarse de Dupont-Dupont y entregarle los oídos a esa voz que se resiste a hablar la lengua de los clichés y los guiños de culto legitimados, a los que se sustrae con un humor sutil. La novela te lleva de la mano con una abundante paleta de recursos y prodigalidad verbal. Hay escenas desopilantes, como el discurso del director Picot a propósito de la muerte de Cy Adams y otras tantas revelaciones. Hay que olvidar todo lo que previamente se dijo del autor y de la novela y entregarse a la lectura en un mundo de ilusiones y espejismos para captar la longitud de onda. El estilo es la luz que atraviesa las distintas capas de temperatura y se refracta sobre la más cruda realidad, de la cual cultores y estetas no quieren saber nada.

6.5.13

Un soplo de vida, por Mariano Dupont




En Mi ciudad perdida (últimos bodrios), su quinto libro, Milita Molina vuelve a desplegar su feroz potencia de escritura.
Los libros de Milita Molina son aire fresco. Es abrirlos y empezar a respirar. Con cada nuevo libro uno lo comprueba. Enseguida están ahí, en la primera frase, las palabras viboreando. En su vida. En sus sutiles modulaciones. Una frase que se lleva a la otra, que la va llevando.
Al igual que los best-sellers, los libros de Milita Molina se leen de un tirón. Son adictivos. No es que sean, sin embargo, de “fácil” lectura. A no confundir. Nada más en las antípodas de la fácil lectura que los libros de Milita Molina. Tampoco es cuestión de “anécdota”, de argumento. (“Me he preguntado por un instante sobre qué escribir y el hundimiento fue completo”, Los sospechados). El argumento en Molina es algo que se dibuja sobre el pucho, digamos, algo que aparece y desaparece mientras se va tejiendo el “bodrio”.
¿Entonces? Es otra cosa lo que atrae, lo que imanta. ¿Qué? El lenguaje, por supuesto. El lenguaje, que, como en Beckett, va empujando la lectura. Acá, lenguaje argentino. Dictados del “demonio de la torsión”. Silbidos cambacerianos, lamborghinianos. Música, sí. Pero música de “bodrio”. La cacofonía como una vía posible, entonces, como un descubrimiento. Una belleza ripiosa, de “irse al carajo”.
Mezcolanzas. Cruces. Lo alto y lo bajo. Y por detrás, sosteniéndolo todo, irrumpiendo a cada rato, el andamiaje destartalado de la risa. Filosa, “canalla”, la risa. Siempre.
Como Los sospechados y Melodías argentinas, sus libros anteriores, Mi ciudad perdida es un libro sin red, de “una intemperie que lo arrasa todo”. Un libro de “tecleteos”, de una “imaginación moderada”, de “pura holganza”, que hace foco sobre todo en la sintaxis. En la partitura. El vértigo y la destreza de “anotar y ejecutar el pentagrama simultáneamente”. Pura disponibilidad al presente de escritura. Hacerles frente a los soplos del espíritu. Estar ahí, “como el torero frente al toro” (Kerouac por Burroughs). Si no, “¿para qué escribir, para qué vivir?”.
¿Género? ¿Novela? ¿Relatos? ¡Qué importa! “Un borroneo feroz y sin concierto.” “Bodrios o frangollos.” Nostalgia de la literatura: el único género que practica Molina, “esa droga que se paga caro”. Que nos deja solos. ¡Solísimos! De ahí su libertad, su gracia. Hace tiempo ya que Milita Molina tuvo su revelación, su satori; hace tiempo ya que descubrió que “podemos decir lo que se nos cante, ¡si total!”.
Al igual que John Coltrane, que en sus últimos discos guardaba “luto por la tonalidad” (Joachim Berendt), Milita Molina guarda luto por la literatura. Lo dejó bien claro en Melodías argentinas.
“El estudio de la belleza es un duelo en que el artista da gritos de terror antes de caer vencido” (Baudelaire citado por Molina). La escritura como derrota, como fracaso. Pero también como dicha. Como felicidad. La felicidad del naufragio (Bataille). Porque ¿qué importancia tiene la literatura al lado de “la muerte que nos toma la sopa”?

Milita Molina –está claro– no cree en la literatura, en el arte. Más bien todo lo contrario. De ahí que en sus libros, y en Mi ciudad perdida en particular, no haya tonos pasteles. Tampoco “medias tintas” (a los tibios, como se sabe, Dios los vomita). La mirada está puesta, en cambio, “en el pozo del agua removida”. Ese pozo que no es otra cosa que una figura de la vida, y en el que, de a ratos, en los momentos de silencio, se refleja la ciudad perdida, la Santa Fe natal que está allá lejos, en “el vacío del tiempo”, con sus bellos “recuerdos de viejos entusiasmos”.



Publicado inicialmente en la REVISTA Ñ (27.02.2013) 

28.10.12

Horror a la lápida, por Mariano Dupont


Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ése era todo su patrimonio.
Rafael Sabatini


Cada tanto hay que volver a Leónidas Lamborghini. A sus libros, me refiero. Me lo digo a mí: hay que volver a lo que hizo Leónidas con el lenguaje. A su trabajo. A su trabajo con el lenguaje, con la risa. Siempre se aprende algo nuevo volviendo a Leónidas. Precisamente porque él, a lo largo de sus libros, de su vida literaria, no ha hecho más que esto: volver nuevo lo viejo. Lo ajeno y lo propio. Es decir, reinventar, reiventarse. Una y otra vez. Un constante desenmascaramiento, digamos: “y quién soy/ y dónde estoy se pregunta” el extraviado en “Una canción”, el primer poema de El riseñor. Y en SEOL: “el ruido de lo roto en el trono de la identidad”. Lo dejó claro, sobre todo, en su prólogo a Carroña última forma, cuando explicó por qué había elegido ese “disímil collage de sus disímiles textos” a la Obra completa propuesta por Adriana Hidalgo. “Porque le tengo horror a la lápida”, escribió. Horror a la lápida. “Horror como terror”, agregó. Toda la obra de Leónidas Lamborghini está atravesada por ese horror a la lápida. A la propia, sí. Horror a cosas como “poeta nacional”, por ejemplo. Horror a quedar abrochado a un rótulo de esa índole. A cualquier rótulo, en realidad. Horror al museo de la literatura nacional. Horror a convertirse en un emblema. En un modelo. Horror a todo eso que, ahora que está muerto, quieren endilgarle. Pa, pa, pa. Dos, tres, cuatro parrafitos. Listo. El busto de bronce bien lustrado. Con bigote y todo. Para que después, desde el cielo, lo caguen las palomas. Como si una muerte no alcanzara, quieren regalarle otra. Por su bien. Aparentemente. Con buenas intenciones. Pero nunca se sabe. Hay que desconfiar de los seres humanos, ya lo dijo Céline. Son ladinos, calculadores, pesados. Sobre todo pesados. De todos modos, por más que las intenciones, supongamos, hayan sido buenas, no importa. Las peores cosas salen de ahí, de las buenas intenciones, eso se sabe. En este caso: nuevas maneras de no leer, de no ser afectados por la belleza revulsiva de sus libros, por “la risible Belleza de la Belleza de la risible risa del riseñor”. Por su libertad. Que su libertad no nos toque, que no nos modifique. Que sus libros dejen de interpelarnos. Listo, poeta nacional. Una institución, como se dijo. Ya está, ¿para qué seguir leyéndolo?, ¿para qué volver a abrir sus libros si vamos a encontrar, ahí, al Leónidas Lamborghini de siempre, al mismo inofensivo “gigantesco” poeta nacional? Al mismo con variaciones, como dijo otro sordo. Cada época tiene sus sordos. Con sus operaciones, las operaciones de los sordos. Un sordo siempre viene con una operación bajo el brazo. No falla. O varias, varias operaciones. Llegado el momento las sacan a relucir. Siempre muy parecidas, las operaciones, ésa es la verdad. Nada cambia, insisto, hay que insistir, no hay que olvidarse de eso, de que siempre fue así. La especie humana es muy predecible. Y los sordos ni hablar. Los jodidos de siempre. Los jodidos que joden, para decirlo con Leónidas.

Horror a la lápida propia, decía. Pero también a la lápida del lenguaje. A los lenguajes lapidarios, de lápida. A las frases que pesan doscientas toneladas. Desde acá, desde esos lenguajes muertos, desde el trabajo con esos cadáveres, hay que pensar las reescrituras lamborghinianas, las de El riseñor y las otras. Todas. Incluidas “El combate” y “Eva Perón en la hoguera”. (En una entrevista que le hicieron Guillermo Saavedra y Américo Cristófalo, y que salió en el número 3 de la revista Las ranas, Saavedra le pregunta: “¿Tu crítica al peronismo en tanto modelo cristalizado, ¿está cifrada, sobre todo, en los poemas de El riseñor?”. “Yo creo que sí”, responde Leónidas. “Ahí reescribí, como dije antes, la marcha peronista y el himno nacional argentino porque sentí precisamente que se trataba de un modelo que se venía abajo desde adentro, se destruía, se disgregaba, se atomizaba. Sentí, para decirlo sin vueltas, que nos íbamos a la mierda”.) Las reescrituras, entonces, como un cuestionamiento de los modelos (literarios, políticos) y de los lenguajes normativizados, cristalizados, doctrinarios (literarios, políticos), que esos modelos implementan para poder legitimarse y perpetuarse. No como una transgresión de los códigos o valores establecidos. (“¿Es esto iconoclastia? ¿Falta de respeto?”, se pregunta en El jugador, el juego. “No es mi intención. Por otra parte, pienso, no hay mayor escándalo que convertir al Modelo en una momia célebre, pero momia al fin y al cabo”.) Tampoco hay que pensarlas, me parece, como un asalto a las propiedades de la lengua, de la literatura, de la cultura, o de lo que sea. Esas son meras consecuencias; resultados, diría. Efectos secundarios, rebotes del trabajo. Ecos. “La fractura no se elige, se lleva adentro.”

En el origen, entonces, sí, una descolocación. El loco, el “colo”, el solicitante disgregado que pone en evidencia la violencia del Modelo devolviendo la distorsión. Como un boomerang. Multiplicada gracias a la risa, que todo lo multiplica. Hay intrusión, penetración, sí. Y duele, un poco siempre duele. Una penetración que revela aquello que el Modelo quiere ocultar (pero también revelar): su propia imperfección. (“Cuando hablamos de modelos”, dice en la entrevista de Las ranas, “como ya dijimos, estamos hablando también de modelos políticos. Aunque no se pueda salir de él, al modelo hay que criticarlo constantemente porque, de lo contrario, se instala y uno se pasa mil años diciendo que la Tierra es el centro del universo.”) Una chaveta perdida que revela, de golpe, la locura de la máquina. “La risa como una de las expresiones más frecuentes de la locura”, decía Baudelaire. El descolocado que ríe, entonces. Como el que va riendo solo por la calle tratando de entenderse. ¿De qué?, ¿de qué se ríe?, ¿por qué ríe ese señor? Andá a saber. No hay nada de qué reír, nos dice el Modelo. Es todo muy serio. Vamos ganando. La risa del loco, del “colo”, como respuesta a la seriedad violenta, paralizante, tediosa, del Modelo. El “colo” manipulando –harto, poseído– un par de electrodos, uno en cada mano. Un shock eléctrico a las palabras del rebaño, al cadáver flácido de la lengua. Una corriente eléctrica que despierta a los muertos. Poniéndoles los pelos de punta (como esa reseña de Las patas en las fuentes, que terminaba con: “No lo compre”). Un shock al Modelo. Una interrupción de la siesta que el Modelo propicia. Un sacudimiento al Modelo de la muerte, de los muertos, del lenguaje muerto que utilizan los muertos. Al Modelo y sus voceros, sus defensores, sus boy-scouts; que nunca faltan. Nunca faltan los boy-scouts defendiendo la causa noble del Modelo. Hay que mantener el orden. Edificar, educar, hacer el bien. Gente proba, gente buena, gente seria. Los “charlatanes de la gravedad”, los llamó Baudelaire. De hoy y de siempre. Los clones de Pedro Goyena que recorren todas las épocas.

Un shock eléctrico al Modelo, decía. O de otro modo, lo mismo pero parecido: destrucción y negación. Sin las cuales, se sabe, no hay creación. Ya se dijo. Destrucción y negación del Modelo a través de la risa, la parodia. Leónidas: “Pero, en el fondo, ¿no es la Parodia un decidido intento dirigido a la destrucción lisa y llana del Modelo? ¿A la negación del Modelo, y de todo Modelo, como si éste no fuera, en el fondo, no pudiera ser otra cosa que su propia Caricatura?”. Lo dice acá, en El riseñor, al final, en “El Estro Paródico”, una breve arte poética, una de las tantas que aparecen desparramadas por su obra. No hay más que abrir sus libros. La poesía, la literatura de Leónidas Lamborghini, nunca dejó de comentarse a sí misma, de volver sobre sus pasos e inventar, así, su propio lenguaje. De ahí, como dice Esteban Bertola, la dificultad de referirse a “una obra que sólo se deja hablar con un lenguaje propio”.

Pero hablaba de la caricatura, de la caricatura del Modelo. El trabajo del poeta, entonces, como un decidido intento por mostrar que el Modelo no es, al fin de cuentas, otra cosa que su propia caricatura. Un trabajo que tiene antecedentes allá lejos, en lo que había hecho el Dante –ese Dante “extraviado”, como se lo llamó, poco conocido, anterior a la Vita nova y a la Comedia– en el poema Il Fiore con el modelo del Roman de la Rose. Dante toma el poema alegórico de Lorris y Meun y, lamborghinianamente, lo vulgariza, lo reescribe en clave burlesca, paródica. Una reescritura mitad intrusiva, mitad tangencial (para usar las palabras de Leónidas), cómica y procaz, que pone en evidencia lo que el modelo ocultaba (pero en el fondo quería revelar): su propia caricatura.

No hacemos más que reescribir. Reacomodamos, disponemos las palabras en nuevos ordenamientos. Cuando hay suerte. A veces ni siquiera. Leónidas lo sabía mejor que nadie: somos simples combinadores en el hospicio del lenguaje. El lenguaje, ya no como morada del poeta, sino como su hospicio. A veces pasa algo a través de los barrotes de la celda. A veces algo llega. Pero muy de vez en cuando. Mientras tanto, el poeta urde, confabula, combina. Leónidas: “El Combinador, inclinado, más bien, a agrupar las palabras en elementos como ellas deseen o revelen desear agruparse antes que como él desee agruparlas” (“El Combinador”). Es que el lenguaje también quiere decir lo suyo, porque el lenguaje, como lo sabe cualquiera que alguna vez haya intentado escribir un poema, trabaja en “abierto misterio”. Ser el instrumento del instrumento. El lenguaje, entonces, como un juego del que se desconocen las reglas. Otra vez Leónidas, ahora en una entrevista que le hicieron Juan Desiderio, Mario Varela y José Villa: “Estuviste jugando pero no sabías a qué jugabas. (…) La apuesta es a lo desconocido. Y ahí puede haber un fracaso. Pero ¿en qué sentido? Yo me quedo con este fracaso, antes que el acertar de gente que sabe a lo que está jugando. (…) En ese jugar se está jugado.”

“Hay que apostar, aunque la apuesta sea la Nada.” El poeta como jugador, como equilibrista en la Casa de juegos de la literatura. El poeta como un payaso loco que juega el Juego del Modelo y se divierte “martirizando un poco el lenguaje”, como decía Eduardo Wilde. Jugar sin red, por supuesto. Siempre. Si no, no tiene gracia. El poeta “como el que vive internándose en la mente de un loco”. O “como el que nunca pudo dejar su infancia” o “matar al niño de su infancia”. “Como el que de la mano de ese niño ha de entrar en el infierno.” Su moral, sin embargo, es la del bufón. La del homo parodicus. La del hombre que ríe. “La poesía fue hecha para alegrar el corazón del hombre”, decía Pound. No sé si la poesía, la literatura de Leónidas Lamborghini alegra el corazón del hombre. Sería ir demasiado lejos. Sería como decir, por ejemplo, que Céline nos alegra la vida. Y no es así. Al menos a mí no me la alegra. Pero sí podríamos decir, en cambio, que tanto Leónidas, como Céline y muchos otros, forman parte de esa raza única de escritores que nacieron con el don de la risa, y con la intuición de que el mundo estaba loco, y que gracias a eso nos ayudan, y supongo que nos seguirán ayudando, a salir del desbarranco.


Leído en la presentación de El riseñor (1975; Editores argentinos, 2012), de Leónidas Lamborghini, el 12 de septiembre de 2012.

7.9.12

Bienvenidos al tren, por Mariano Dupont


Una primera novela que tiene al lenguaje como protagonista.

En la literatura argentina cada tanto se produce un milagro y aparece una primera novela como Convoy, de Esteban Bertola. Muy cada tanto, es verdad. Pero a veces pasa. Y es la felicidad. La felicidad de toparse con una novela que no busca adecuarse al murmullo tedioso de la época. Al murmullo familiar. Al sonsonete. Aire fresco, o sea. Novelas que parecen caídas del cielo. Del espacio exterior. De otra galaxia. Objetos no identificados. ¿Qué es esto? ¿De dónde salió? ¿Cómo se agarra? ¿Eh? Sí: Convoy es una novela que se desmarca, que no hace los deberes. Que no hace de la copia su mejor cualidad. Desde el comienzo, con “Pajarracos”, Bertola parece advertirnos: ésta no es “una novela más”. Esto es otra cosa. Algo distinto, eh. Al menos eso intento, parece decirnos Bertola, como aclarando la voz, en esas primeras páginas en las que la escritura va de sacudón en sacudón, de repliegue en repliegue. Escribir distinto. Apoyando la oreja. Y enseguida la belleza de “Caravanerías”. Una belleza inactual, fuera del tiempo. Los parentescos hay que ir a buscarlos allá lejos. No está el guiño a la parálisis de todos los días. No hay “actualidad”. Tampoco fórmulas, recetas, truquitos. Faltan los yeites de la novela “joven” argentina. Una novela desacatada, sola, Convoy.

Convoy es, claro, novela del lenguaje. “El lenguaje mete la cola”, se dice por ahí. Bertola en una entrevista: “La escritura es un paisaje para perderse”. Y perdidos en el paisaje con Bertola, coreando, van sus personajes: Cecilio, Tocayo, el egresado Berazategui, Maqui, guarda primero, guarda segundo, los gallos. Entre otros. Una comicidad siempre al borde, asordinada, que se apoya en las volutas del lenguaje, en sus posibilidades sonoras. Ni bajo ni alto. Es el “poema habitando el relato”. O el relato el poema, como se quiera.  Notas. Bitácoras. Todo mezclado. Una mezcolanza en la que todo convive. Un tren que es un ciempiés. Retiro-Tucumán. Idas y vueltas. Del estribo al comedor. Paradas, sobre todo paradas. Ritmo sincopado. Traqueteo y teoquetrá. Combinatorias. Viboreos (“Me voy por el deshilachado de los pasillos con el paso trunco” o “con el movimiento del tren se mueve mi cerebro y escribe mi mano”), melodías improvisadas (“Entonces me vienen al cerebro o salen de los sucuchos adonde viven entre mucho escamoteo unas palabras”). Está claro: nada que comunicar. Simplemente, Dios en los detalles: la belleza de “dos tábanos [que] se afilan en un charco hecho con el agua que pierde un caño”.


Nota publicada por primera vez en la revista Los Inrockuptiblesen el número de julio de 2012.

26.12.11

Nota hacia Conversaciones con el profesor Y, por Hugo Savino





Traducir es una escucha. Y una audacia.
Dos citas:
Emmanuel Hocquard tiene esta fórmula que le va como anillo al dedo a Mariano Dupont: “Yo no traduzco: escribo traducciones”.
Y Philippe Sollers: “Propongo pensar la historia de acuerdo al tiempo que tardan en ser leídos los textos”. Creo que Mariano Dupont tradujo en esta frecuencia. Tradujo Conversaciones con el Profesor Y porque también se puede leer la historia de acuerdo al tiempo en que tardan en ser traducidos los libros. Y no interesa el éxito de esos libros no leídos. Las Conversaciones con el Profesor Y llegan a la Argentina con sesenta años de retraso. Esperemos las lecturas. Las negaciones. Veremos si además de pensar que es una obra menor, se puede decir otra cosa. Las reseñas de libros apenas si mencionan al traductor. Dan por sentado que traducir es una mera transcripción. Si el reseñista detesta al traductor, lo lapida o no lo menciona. O le busca el pelo al huevo, como ese novelista veinte palancas de retardo que buscó un lunar en Mallarmé y no se dio cuenta de que se trataba de una elección de traducción. Lugares comunes, tópicos. La separación entre libro y traducción. Entre traductor y escritor. Como si una traducción no tuviera efectos en la lengua, como si no nos afectara. No vamos a hacer la historia de esa ganga. Sólo digo que Mariano Dupont escribió la traducción de Céline. Desde el prólogo. No es mera información. La traducción de Profesor Y es una continuidad con sus libros, no con su obra, Mariano Dupont no hace obra, escribe libros. No hace crítica, lee. Sus enemigos deberán conformarse. O no nombrarlo. Conversaciones con el Profesor Y está escrito. Traducción escrita. Firmada: Mariano Dupont. Céline estaba dormido en argentino desde Guigñol’s Band traducido por Lucrecia Moreno de Sanz. Dormía y el cromo en todas las gamas creció hasta ocupar todo el terreno. Mariano Dupont lo tradujo, y Céline se puso a respirar. Soplo. Lo puso en argentino. En lenguaje argentino. Y creo que es una herida en el sacrosanto concepto de lo intraducible. Y lo tradujo tratando al Profesor Y como parte de los libros de Céline. No como libro menor. Céline no tiene libros menores. Libro menor: otro tópico de los mancos de la emoción. Como literatura menor. Los libros esperan a su traductor. Es una espera paciente. Esta traducción, escrita, entra desde ahora en la guerra del lenguaje. Reseñistas y presentadores pueden recitar sus lugares comunes sobre Céline, llamarlo artista maldito, lo que quieran. Decir que es el libro menor de un genio. Lo dirán. Las Conversaciones con el Profesor Y están botella al mar. Esperamos lo clásico: la negación o represión de los defensores del cromo culto, la apología del viejo fascismo, el endiosamiento que los devotos hacen del personaje maldito, en suma mucha crítica y poca lectura. Y la lenta aparición de los lectores.
Céline contrariamente a lo que él mismo dice inventó muchas cosas en la escritura. No sólo los tres puntos. Pero lo dejo para otra nota. Entre otras cosas, anticipo el triunfo del cromo de culto, y la cromolitografía de la novedad de la Gran Novela. La Gran Novela norteamericana o europea o latinoamericana. Ese gran cromo de los reseñistas. De los atletas de la literatura. Los diversos cromos que estragan al lector, ni hablemos del cromo ciencia ficción. Pero sobre todo el cromo de la novela narrativa bien contada, realista, eficaz, clarita, para el joven, hijo de profesional, y su dama estudiante eterna. También descubrió que los lectores brutísimos piden explicaciones. Como la policía. Pero ahora los cromos autores les piden explicaciones a sus lectores, los increpan, los aterrorizan. Los retan si no leen cómo el cromo autor quiere. Es un paso más en la evolución de la cultura: el lector partícipe. Comprometido. Céline agarró en el huevo al inventor de esa tendencia cromo: Jean-Baptiste Sartre. Ya sé que Conversaciones con el profesor Y es un tratado de poética. Obvio. Pero más que nada es un folleto de promoción, para vender sus propios libros. Directo. Sin remilgos. No como esos autores que se dejan entrevistar para sermonear a la humanidad, pero que todos sabemos que sólo hablan para vender. Venden ideas generales. Vender cromolitografía que se puede contar por teléfono. Céline de paso nos muestra cómo rivaliza con el aviso que vende lavarropas, heladeras, rivaliza con el folleto que vende la furgoneta Citroën, y después se da el lujo de derrotar al cine. El cromo de los cromos. Nadie que lea seriamente a Céline volverá al cine. O escribirá con seriedad sobre el fenómeno berreta de las series de TV. Cada espectador que se le saca al cine es un triunfo de Céline. Cine mudo tal vez sí. O John Cassavetes. Eso lo sabe cualquier lector de Céline. Céline se ve obligado a hacerse cargo de la venta de sus libros. Hacerse cargo de la promoción. Conversaciones con el Profesor Y es un folleto de promoción de su obra. Y muestra que sabe vender mejor que sus editores. Lentos para la venta de algo nuevo. Céline va al núcleo de la paranoia. Paulhan se crispó, se enojo. Se aburrió de Céline. Cortocircuito. Beckett casi lo lleva a juicio a Paulhan porque dejó pasar un corte que hizo el comité de lectura de la NNRF, cortaron una parte de un adelanto de El Innombrable. El comité le tenía miedo a la censura. Al cierre, a la ruina. Se lo explica Paulhan a Beckett en una carta. El pasaje suprimido, cuenta el biógrafo de Beckett, es el de la “tumefacción de la pija”. Céline y Beckett, conflictos con Paulhan, al mismo tiempo. Más o menos. Y no vengan con que todo esto no es literatura. Basta con esas timideces. Es literatura. De la mejor. Esto no le saca nada al Jean Paulhan que escribió El guerrero aplicado, esa obra maestra. La literatura es también esto. Sorderas. Cruces. Detalles biográficos, cartas, diarios. Y si no vayan a leer El Alma que Canta que escribió Adorno. Es la calma chicha, el disparate en jerga alemana. Tranquilizador. ¿Por qué no? Céline no pierde tiempo meditando sobre el mercado. ¡Por favor! Nació en el pasaje Choiseul, madre encajera, y para comer había que vender. No era pobre. Ni tuvo infancia pobre. Era un niño mimado. Pero no tuvo juventud. Y eso tal vez le permite ir al centro del sistema de mentira novelesco. Vigente todavía, siempre vigente. No tuvo juventud. Ya casi no queda gente que sepa de qué va eso. Y los que quedan están censurados. O son muy pobres generalmente, y como nos enseñó Céline, los pobres no tienen acceso a la palabra, los cagan a patadas en el culo, o se matan entre ellos. Sólo hay gente que habla en nombre de ellos. Los asisten. “No tuve juventud. Me vengo a mi manera sobre todo lo que se encuentra” –este descubrimiento de lectura se lo debemos a Henri Godard. Céline también anticipó ese gran mercado de charlatanes que hablan en lugar de la víctima. Hay dos o tres carreras para estudiar esa disciplina. No me acuerdo el nombre de esa profesora gallareta que celebraba la aparición del “escritor-egresado”. Garantía de eficacia narrativa, o sea del cromo de culto. Y no se equivocaba. Ganaron en el presente. El presente siempre será de ellos. Pero la evidencia es, como la de los pobres, que los autores de cromo “¡retrasan ochenta años!… todos escriben como se pintaba en el Gran Salón de la Medalla de Oro hacia 1862… ¡académicos o “al margen”!… ¡incluso los antiacadémicos!… ¡cromos anarquistas!… ¡cromos pomposos!… ¡cromos sacrististas!… ¡cromos!…”. El escritor salido de las entrañas de gallareta cada tanto consigue un guión para su novela. A veces lo escribe él mismo. Es el cromo perfectísimo. Lean este libro y encontrarán toda la gama. No olviden que Y es un folleto de venta. Céline no deja nada afuera en materia de gama cromolitográfica. Esta cita para uno de los cromos argentinos más cotizados: el antilirismo subvencionado: “el ‘rendimiento emotivo’ es lírico… ¡nada menos lírico y emotivo que el ‘lector de excusado’!… el autor lírico, y yo soy uno de ellos, ¡se sacude de la espalda toda la masa, además de la élite!… la élite no tiene tiempo de ser lírica, camina, engulle, engorda el culo, se tira pedos, eructa… ¡vuelve a caminar!… también lee en el excusado, la élite, ella también comprende sólo el cromo… en definitiva la novela lírica no es rentable…”. Varios lugares comunes van quedando en el camino: Céline analiza en los rincones la alianza entre el matón antilírico y la élite, los retrata, los croniquea en ese floreo mutuo. Ellos refuerzan el cromo antilírico a puntazos de alianzas filosóficas. Y críticas. Donde hay crítica la lectura brilla por su ausencia. ¿Pero no será hora de recordarle a la reseña como cromo crítico que no existe, y a la crítica seria que tampoco existe, que sólo existe la lectura? La reseña tiene que volver a su lugar de promoción o destrucción del autor. Y al final en una línea, un pequeño tratado sobre la angustia del autor de cromos: “¡nunca nos releemos demasiado!”. Céline que hacía 80.000 hojas para una novela sabe que el autor de cromos es el angustiado por excelencia, un tipo de estilo previo, que odia releerse, no puede, se inhibe en el sentido más freudiano, se recuesta en el editing, pide un empleado que le maneje las palabras, se lo dan, todo termina en terapia de grupo, novela familiar del neurótico, porque el cromo sólo puede pensar en palabras, no sabe hacer frases, Céline es claro, sin ser impiadoso: para hacer frases hay que “releerse”.

21.12.11

Entrevista a Mariano Dupont, por Pablo Chacón

A raíz de la reciente publicación de Conversaciones con el profesor Y (Caja Negra, 2011)





¿Por qué este texto de Céline tardó tanto en traducirse? ¿Cuestiones políticas, alguna relación con Bagatelles pour un massacre?
No, ninguna relación con los panfletos antisemitas. Se tradujo por primera vez en los setenta, en España, Editorial Labor, si no me equivoco. Una traducción que no pude cotejar porque nunca logré conseguir el libro. No es un texto político. Al menos, no directamente.


En este libro, ¿su estilo es menos riguroso, más displicente? Porque –hasta donde he leído– se la considera una obra menor respecto de sus novelas.
No, para nada, para nada. Es una de las cumbres de la obra celiniana. Uno de sus mejores libros, sin dudas, un libro mayor a pesar de la brevedad. Y si me apurás, te digo que es el mejor Céline. Su arte poética lírico-cómica. Nada más y nada menos. Una pequeña obra maestra donde la comicidad es aún más explícita, más teatral, que en sus novelas y sus “crónicas”. Hay, sí, en la obra de Céline, algunos libros que, sin dejar de ser grandes libros, uno podría considerar “laterales”, como Semmelweis o Casse-pipe. Pero ése no es, a mi juicio, el caso de las Conversaciones con el profesor Y. Un panfleto cómico, ese género que inventó Céline, porque el panfleto, como se sabe, es fundamentalmente grave, serio, se apoya en la gravitas; en cambio el panfleto de Céline es cómico, Céline injuria riendo, ríe mientras insulta. “La comedia del furor”, como dijo Roger Nimier. En este sentido, Conversaciones es un libro que pasa la guadaña y en el que no queda nada en pie, pero con el que no podés parar de reírte. Es Céline jugando al bowling (a las carcajadas).


¿Alguna vez este hombre intenta agradar, pasar desapercibido, hacer carrera, volverse más sociable? ¿Se puede pensar en Conversaciones... como una represalia bienhechora al desprecio que el mismísimo colaboracionismo francés sentía por su literatura y su figura?

El caso Céline es hipercomplejo. No sólo por la cuestión del antisemitismo. Céline, lo sabe todo el mundo, fue un genio. Eso ya nadie lo discute. Un genio como Proust, o Joyce, pongamos. Un genio que, como todo genio, nunca intentó agradar o complacer. Más bien todo lo contrario. Quería que sus libros se vendieran, sí, pero no hacía nada para adular al lector. “Nada envilece más al hombre que la adulación”, decía. Es más: por momentos parece que se esforzara por expulsarlo. Lo dice en una entrevista: “No salgo a levantar clientes, no me paseo, no hago la calle, no revoleo la cartera”. En este sentido, Conversaciones –pero también muchos de sus otros libros, y no sólo los panfletos– es lo que en Francia llaman “literatura de combate”, un ajuste de cuentas, en este caso con el medio literario que, poco antes, había decretado que Céline estaba muerto como escritor, cuando en realidad todavía le faltaban escribir lo que a juicio de muchos son sus mejores libros, los de la trilogía alemana.


La “literatura del yo” o algo de ese estilo, ¿resistiría (resiste) el ataque de Céline a las acusaciones de narcisismo barato, megalomanía, etcétera?

Creo que no. El yo siempre debe estar recubierto de mierda, dice Céline. Y acá (cuando digo “acá” me refiero también a “allá”) eso no sucede. Es justamente al revés. Todos muestran su mejor perfil, como Mirtha Legrand. Se ponen la mejor camisa, se perfuman, se acicalan, se espolvorean la cara. Sobre todo los hombres. En Céline no hay ningún embellecimiento, ninguna elegancia. Céline dice: “Elegante como todas las bellas mierdas”. La comicidad de Céline, detrás de la cual está su genialidad, proviene, entre otras cosas, de ese yo recubierto de mierda.


Políticamente, ¿podría pensarse a Céline como una suerte de visionario afiebrado acerca del fracaso de las democracias burguesas europeas en la actualidad, si consideramos que su concepción del dinero es un poco la de la usura que Pound nombra en un poema a esta altura citado hasta por un poeta “progresista” como Juan Gelman?

Céline era un misántropo radical. No creía en el hombre, y por ende, tampoco en sus instituciones, en su democracia, en su política, etc. Céline no creía en nada. Según su testimonio, nunca votó. Amaba las bailarinas, eso sí. Las bailarinas y los animales. Sus gatos, sus perros, su loro. Y en cuanto a sus odios, una de sus bestias negras era el progresismo. En este sentido, es interesante leer el presente desde Céline. Es algo muy saludable. Céline te ayuda a ver todo de otra manera. Céline te abre los ojos. Lo blanco pasa a ser negro y viceversa. La máscara se cae y aparece el horror, la risa. Y la libertad. Un lamborghiniano avant la lettre, Céline. La cosa más ridícula para él era un hombre subido a una tarima, perorando. Decía que había que imaginárselo desnudo y todo se caía. Odiaba a los charlatanes, la política, los debates, las ideas, la filosofía. Céline es veneno para ratas.

2.7.11

Viñeta: Marcola, por Ignacio Delgado




Sobre Marcola, de Mariano Dupont, ediciones Cada Tanto, (2011)


Marcola cae justo en el momento en que el humanismo cree haber encontrado gobiernos que reflejan la sociedad de pelotudos y de sumisos con la que sueña hace mucho, ahora que se siente reflejado y feliz, que cree haber domeñado al pobre, al que asiste socialmente, Marcola llega en este presente planetario. Marcola llega al Imperio del Bien, vamos a decirlo con Philippe Muray, aprovecho que hay permiso para citarlo, se le levantó la censura. Marcola: un tipo que lee al Dante sin pedirle permiso a los dantistas, esos paralíticos del poema, ese es su mayor pecado, no la droga, no, su mayor pecado es leer por la libre, átomo suelto que se zampó tres mil libros sin pedir permiso. Me hace pensar en la sugerencia de Jean-Claude Milner cuando dice que si alguien quiere leer a Virgilio o a Ronsard es mejor que no vaya a la universidad, no, que estudie solo. Vaya donde vaya. Y Marcola estudia solo. Y no consulta revistas que hablan de poesía métricamente. Marcola no desdeña el anapesto, la métrica, esos tecnicismos, no, sólo que no los exhibe. Mariano Dupont hace poema con el oído, no con la métrica. En Marcola cantila hechos. Comprueba. Agarra una frase: la despliega: otro pecado. Les saca las palabras a los impostores, a los citadores profesionales, amables poetas de ideas diáfanas, toda esa miel de la poesía, y se las muestra en frases. Marcola pone su canto en frases. No jode con consignas. Les pone la palabra revolución en la mesa y les muestra de qué va la palabra vacía, no se hace gárgaras de saber, no, pone a Marx entre los bibelotes del humanismo, lo pone blanco sobre negro: pelotudeces. ¿De qué extrañarse? Marcola lee al Dante. Y leer no va sin releer: "y leo al Dante, ahora lo releo." "El humanismo mojigato", el único que hay, no aguanta que lo pongan en el rango de la gestión, no lo aguanta porque se cree por encima de los mortales, para él todos estamos acá para tomar clases con sus profesores. Nosotros, pobres boludos que sólo podemos tomar clases. Y aparece Marcola en forma de samizdat. El poema de Mariano Dupont desespera a esa idea altísima de la poesía, a la noble idea policíaca de la poesía. Marcola sabe de la Sociedad, sabe y le escapa, huye de lo que quieren enseñarle, no transmite nada, sólo canta y no se hace ilusiones. Es imperdonable para los gestores de lo social que uno no se haga ilusiones, que el poeta no sueñe, que abandone toda clase de esperanza, que sólo apueste a la fuerza de su canto, lenguaje. Un poeta sin ilusiones para un lector sin ilusiones: ocurre. Hubo un tiempo en que los escritores pensaban muy mal de los críticos: Gautier, sin ir más lejos, no se privaba de insultarlos: “Mirábamos, en ese tiempo, a los críticos como pedantes, monstruos, eunucos, hongos.” Ahora les llevamos los libros para aprobación. Marcola: poema que no pide aprobación. Que no tiene mensajes. Marcola es un poema de la revuelta. Lo leo y releo para respirar. Marcola es poema de solo a solo. No es poema de artista, es poema de hacer poema. Leer poemas que no saluden al artista: que no reflejen nada. Callarse, escribir, circular el poema. En forma de samizdat.