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1.12.21

La máquina pluvial del peronismo, por Guillermo Saavedra

  

(A propósito de La resistencia ordena de Facundo Ruiz, Ascasubi, 2021)

 

Escribir, entendido como acto creativo, implica poner en relación cosas que, hasta el momento de la escritura, no estaban vinculadas entre sí. Supone propiciar la feliz vecindad de palabras oriundas de diversos barrios semánticos y el convivio provechoso de hechos aparentemente inconciliables. Hacer consonar, en suma, modos de lo real y de lo imaginario que, antes del gesto inaugural de la escritura, contribuían por separado al runrún del mundo ignorándose unos a otros.

 

Escribir, creativa, intencionadamente, es proponer una sintaxis nueva, una forma inédita de articulación que obligue a respirar de otra manera, a cambiar el paso, a ejercer la voluntad de decir como una natación a ciegas.

 

Escribir, como auténtico acto de poesía, consiste siempre –antes y después de Lautréamont– en el necesario arte de zurcir el paraguas a la mesa de disección; o, para ser fieles a la tradición cultural en la que se inscribe este nuevo libro de Facundo Ruiz, en el drástico e imprescindible oficio de atar la Biblia al discepoliano calefón.

 

Quien escribe, en definitiva, busca saltar la zanja que se abre entre el mundo y las palabras que, al nombrarlo, firman su acta de defunción. Y, al mismo tiempo, intenta mitigar fugazmente la herida del yo, siempre extraviado entre la tiendita del horror de la Historia y el húmedo desván de su propia miseria.

 

Escribir poesía es, para acercarnos aún más al objeto de estas palabras, hacer llover, desde el cielo de la página a su suelo siempre arenoso, las coreografías inestables de aquellas suturas, cuya intención solo se va revelando a medida que se rebelan contra el sentido común.

 

La resistencia ordena pone a trabajar juntas dos realidades históricas reconocibles, aparentemente disímiles e incluso divorciadas pero que, en virtud del feliz concubinato que les impone el autor, van poniendo de manifiesto sus íntimas, solapadas equivalencias. Me refiero a la épica colectiva de la llamada Resistencia peronista y a la empresa solitaria de Juan Baigorri Velar, un hombre que tuvo períodos breves pero ciertos de celebridad gracias a una misteriosa máquina de su invención que era, según él, capaz de hacer llover en zonas agobiadas por la sequía.

 

Atento a las múltiples resonancias de las palabras y al modo sesgado que tienen las cosas para ser y estar en el mundo sembrando incertidumbre, Facundo Ruiz investigó ambas realidades: la gesta popular del peronismo proscripto y perseguido, fusilado y difamado, y la aventura singular del hombre que creyó haber inventado una máquina detectora de minerales valiosos y terminó proclamando con orgullo la invención de un artefacto capaz de la improbable alquimia que convoca las agujas del cielo, en el decir de Juanele Ortiz o, para nombrarlo como González Tuñón, que hace sonar  todos los violines de la lluvia.

 

Hijo de las vanguardias pero ajeno a su optimismo utópico, heredero de las astucias e ironías de la gauchesca y también de las aventuras musicales de la lírica modernista, poeta concreto por necesidad pluvial y no por un disecado exhibicionismo tipográfico, ecléctico pero nunca posmoderno, Facundo Ruiz ha elaborado un objeto que es al mismo tiempo oral y escrito. Un dispositivo que pide ser leído con la vista y recitado de viva voz, haciéndolo actuar simultáneamente en el cuerpo que lo declama y en el que lo asimila, como un suero, a través de la lectura silenciosa, convirtiendo así, a su receptor, en una especie de San Agustín en el preciso e improbable momento de descubrir el pasaje de un tipo a otro de lectura.

 

Con astillas de la historia clandestina, aquella de los militantes peronistas obligados por los agentes de la revolución fusiladora a la escansión sottovoce de la gran lírica del movimiento popular; y, con esquirlas de la biografía de un inventor bígamo, mitómano y escurridizo que afirmaba haber contribuido, parafraseando a Cooke, al chaparrón maldito del clima burgués, Ruiz construyó esta aventura lírica atonal, que pide ser leída, más que de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, como quien ve llover; o, mejor dicho, como un japonés leyendo una lengua que aprende a llover.

 

“¿Llover?” Más bien “yover”. Yover, yover, yover, yovía… Yo ver que yo veía, se dice a sí misma la voz cantante de este texto, como el Tarzán interpretado por César Llanos en aquellas tardes de Radio Splendid de los años 50, auspiciadas por un popular cacao en polvo. Y es que de las percepciones del yo se trata, también, en este libro. De lo que se intuye o se sospecha entrecerrando los ojos para hacer foco en esos deslices de la lengua oral y escrita en los que las homofonías, los retruécanos, los calambures, los caligramas, los esbozos de guion cinematográfico y hasta los caudalosos versos en patrióticos decasílabos, infrecuentes tridecasílabos o solemnes hexadecasílabos son estaciones o andenes donde la palabra poética recrea una historia, la de la militancia reprimida y el inventor réprobo volanteando su verdad, proclamando sus consignas y sus fórmulas para subvertir el orden seco, mortuorio, de un gorilismo hipócrita a través de una metafórica de doble valencia: el peronismo como una máquina capaz de hacer llover el amor y la igualdad en el desierto roquista; Juan Baigorri Velar como un Perón que logra poner en ridículo la meteorología oligárquica.

 

Obra en progreso del progreso de una obra, la del peronismo entendido como aluvión pluvial, ya que no zoológico, y la del inventor filoperonista con su máquina de llover a cántaros, La resistencia ordena es un canto y es al mismo tiempo la partitura de ese canto: el de la lengua siempre mestiza, siempre resistente al orden que intenta ordeñarla, como si fuera una vaca en el latifundio ubérrimo de Lugones, cuando en verdad es una chúcara inquietud sembrada, vuelta nube y, finalmente, inevitable, irrefrenable, innumerable y resistente lluvia.

2.6.20

Cabezón 2915, por Mariano Fiszman




                                                               “…no rescato nunca hechos significativos…”
                                                                                                                             N. S.

Estoy por tocar el timbre de la casa de Néstor Sánchez por primera vez. Es el año 92 o principios del 93, lo que me acuerdo bien es la hora por su manera de decir “a las doce” en el teléfono haciendo sonar todas las consonantes a fondo y la o profunda, un poco a lo Riverito. La casa, baja, la primera desde la esquina, tiene un frente de mármol claro, puerta de chapa con un rectángulo vertical de vidrio oscuro en el centro y dos ventanas a los costados, las celosías cerradas siempre. El timbre suena fuerte, se enciende una luz a través del vidrio, el cuerpo atrás de la puerta lo oscurece, abre. Néstor es alto y corpulento, usa la ropa de los viejos del barrio, alpargatas con suela de goma, pantalón de tela liviana con elástico y camisa. Nos damos la mano, me hace pasar, nos sentamos alrededor de una mesa baja, carpeta tejida, en los sillones del juego de madera oscura, de estilo, duros, con apoyabrazos, cada uno ocupa el lugar que va a mantener después durante años, yo a la izquierda de la puerta, frente a la pared descascarada y el cuadro que le regaló Gorriarena y él a mi derecha, enfrente de una biblioteca también de madera oscura con tres puertas de vidrio y cortinitas que no dejan ver adentro, él a mitad de camino entre la puerta de entrada y otra, la que esconde el resto de la casa sin terminar de filtrar las voces de mujeres, los tangos de radio, el olor del bife o las milanesas cocinándose. A sus espaldas enmarcada la foto infantil. Hablamos de literatura, del barrio y sus personajes, que conozco bien porque viví casi toda la vida en esta misma manzana, justo a la vuelta, sin saber que esta era la casa de Néstor Sánchez, al lado de la pescadería que para nosotros sigue siendo la farmacia aunque cerró hace quince años, y cuando más adelante me presente a su madre la voy a conocer de haberla visto barrer la vereda. Pero si en la charla hay entusiasmo es mío, y es mudo. Néstor se sienta erguido y saca cigarros del bolsillo de la camisa, Particulares 30, fuma en silencio. Su cara es redonda y grande, como sus ojos, y la boca ancha. Tiene una sonrisa enorme, contagiosa, se ríe con toda la cara, asintiendo, y los ojos le brillan intensamente. Otras veces la mirada se opaca, apagada, el contraste es grande. Me veo obligado a llevar adelante la conversación, no es mi juego y lo hago torpe, pregunto por ejemplo si esa foto que se ve es de la nieta y me dice que no, que es el hijo, o pregunto fechas, tratando de situar su viaje en el tiempo, y me dice ah, no sé, yo de años no sé nada, meneando la cabeza con los ojos cerrados, como si lamentara no poder ayudarme. Le pregunto qué lee. Casi nada, dice, con la misma desolación, Joyce, “Estoy preso en esta escena ardiente”, cita y se le ilumina la cara. De Claude Simon hay un libro que está bien, El viento, una edición de Fabril, de tapas duras. No lo conozco. En el silencio, se pasa las palmas por los muslos, cruza los brazos, mira fijo la biblioteca, respira pausado y de pronto hondo y suelta todo el aire con un soplido fuerte. Tiene el mismo pelo con el que aparece en las fotos de joven, sin canas, ondulado, bien peinado, y un gesto repetido de alisárselo con la palma, no a los costados, no por coquetería, sino la parte de arriba, unas palmadas, como achatándolo. En cambio la dentadura es postiza, parece que le molesta, todo el tiempo la acomoda y corrige con la yema del pulgar. Cuando su reloj de malla negra y agujas sobre un fondo blanco marca una menos cuarto me dice que se tiene que ir a comer. Llamame, dice. Nos volvemos a dar la mano y salgo.
Ese esquema de visitas se repite un par de años, siempre día de semana, siempre a las doce y hasta la una menos cuarto. Néstor no ve a casi nadie, no lo llaman. Dice que es traductor de inglés, italiano y francés pero que no le dan trabajo, es una mafia. ¿Escribe? Ya no. Estoy seco, dice, sin expresión, sólo confirmando el hecho. No escribe porque no tiene una épica. Antes tenía una épica, una épica de vida, y esa vida se volcaba en la literatura. ¿Ahora de qué voy a escribir, de la vejez? Le dejo una copia de algún cuento que estoy escribiendo, él la hojea y la guarda en esa biblioteca que me empieza a intrigar con sus cortinas. Lee y llama enseguida, no es complaciente ni jodido, ninguna pretensión. Hablando de un cuento que le pasé, dice que le pareció parte de una novela, y yo a partir de ahí arranco mi primera novela, como si me hubiera dado permiso o hecho creer que estaba en condiciones. Como estoy por irme a Francia por un tiempo, le pregunto si hay alguien a quien pueda ir a ver. No. Estaba Beckett, lástima que murió. Después no pasa nada, y repite el gesto desolado.
Cuando nos volvemos a ver nos reímos de los parisinos y del clima, de París no. En la biblioteca del Pompidour encontré sus libros traducidos y editados por Gallimard en los setenta. Estaba Cómico de la lengua pero prefiero esperar a leerlo en castellano. No tengo ninguno, dice Néstor, se perdió todo. Sí leí El viento y también encontré, medio de casualidad, a un lingüista argentino con el que cenamos un par de veces en la rue Dunois, fuimos a bares y a la presentación de un libro de poesía en idisch en una librería del boulevard Saint-Michel con buen vino y comida y un borracho gritón con su perro al que nadie se animaba a echar, y cuando el lingüista me pregunta a quién leo le digo, para desalentarlo, Néstor Sánchez, entonces el tipo se ahoga con el bordeaux y dice que Néstor lo inició en la literatura a los quince años, era novio de la hermana de uno de sus amigos, educó a toda la barra, nunca más lo vio, me pregunta o me dice, como se dicen esas cosas, si no estaba internado. Esa noche somos dos personajes de Néstor Sánchez buscando a nuestro autor.
En Cabezón y Nazca, a las doce, cada uno vuelve a su silloncito. Un día aparece recién levantado, en pijama celeste de pantalones cortos y camisa con botones blancos, solapas y un bolsillo para los Particulares, y chancletas con dos tiras de cuero en equis, como otros vecinos de esta cuadra no hace tanto, a lo Siberia. Las novelas las escribió en un año, catorce meses cada una, no más. Era como un ciclo. El tiempo siempre presente, la fecha de escritura de la novela al final, su rúbrica. Escribía ocho horas diarias todos los días. Cuando se escribe la novela es todo el día y toda la noche, hasta en los sueños. Antes que los personajes envejezcan, dice. El tiempo y la muerte. Cuando le pregunto por el barrio, dice muchos muertos. ¿Ruido? ¿El 90 que pasa por la puerta? No, muertos, se está muriendo mucha gente. Pregunta por Martini Real, de qué murió. Me avisa que murieron Burroughs y Ginsberg, dudo si es reciente o pasó hace mucho y me olvidé o si ya me lo dijo. Sigo dejándole mis textos. Aparece en La ballena blanca un viejo artículo suyo sobre la novela y le pregunto, buscando las palabras, por algo que él dice ahí, si entonces ya contemplaba la posibilidad de dejar de escribir. Sí, asiente con la cabeza, ya la contemplaba, y me queda mirando. Ahora había empezado una novela pero la abandonó. Setenta páginas. No le gustaba. Me muestra una antología de Perfil en la que aparece Adagio. Están Macedonio, Lamborghini, Gusmán. Al día siguiente le dan 300 pesos, le da risa, es lo que se paga en las antologías. Leo la reseña, el libro de cuentos es del 88, ¿tanto? Yo también pensé que era menos, dice con la mano derecha sobre el pelo y ojos muy abiertos. ¿El personaje de Adagio es su padre? No, es Juan L. Ortiz. Es el relato de una visita a Juan L. Ortiz, aunque no pasó nada de lo que se cuenta, sonríe. Iban a verlo a Paraná con Hugo Gola. Su poesía le gustaba, pero hablaba mucho, tenía logorrea. Tomaba mate todo el día y anfetaminas. Vivía con un montón de animales, no se acuerda si perros o gatos. Era alto y flaco, y las plumas que usaba para escribir y la bombilla del mate y su boquilla, todo era fino y alargado. Voy rearmando su itinerario. Perú, ya metido en Gurdjieff, Venezuela, Monte Ávila, la traducción de Muerte a Crédito, con eso se pagó los pasajes a Europa, Italia, España, en esa época andaba bien, llegué a tener auto y todo, después París siete años y Estados Unidos ocho, en total veinte años afuera. Lo invito a cenar alguna vez a mi casa. Queda en pensarlo. Al centro no voy, dice. A todo lo que está más allá de Chacarita, en Villa Pueyrredón se le dice el centro.
Empiezo a verlo afuera, en un café de esa frontera que es Chacarita, adonde se reúne los sábados, a las cinco de la tarde, con Raschella, Hugo Savino y Pablo Ingberg. Hasta acá Néstor viene de zapatos y jeans, y ahora nos saludamos con ese abrazo porteño con choque de mejillas. Entre otros recupero un poco mi silencio, se habla de tango y de jazz, de escritores que no conocía, José Agustín, El oro, de Cendrars, Kerouac, “Y yo me vuelvo a casa, habiendo perdido su amor. Y escribo este libro”, cita Néstor y le brillan los ojos, cuenta cuando fue a Big Sur ilusionado, creyendo que lo iba a recibir una colonia de artistas pero no había dónde quedarse ni cómo volver, un desastre, se entusiasma con Molina, “Bañándome en el río Túmbez un cholo me enseñó a lavar la ropa”, si alguien nombra a Saramago él pregunta quién es, de Borges le gustan Historia universal de la infamia, El Aleph y Otras inquisiciones, lo entrevistó en la Biblioteca antes de irse, la secretaria tres veces interrumpe “Borges, teléfono”, y el viejo “Le dije que aparentara que era un hombre ocupado pero creo que está exagerando”, y el sábado que estaba en la cama antes de ir al bar y se le apareció un recuerdo olvidado de esa entrevista, un flash, él dale con Gurdjieff y con Ouspensky hasta que Borges lo interrumpe “¿Usted es teósofo?”, la risa de Néstor nos hace felices, escritura en estado de gracia, como cuando escribía, a veces estaba escribiendo un capítulo y se le armaban los seis siguientes, anotaba, después del seis al doce, la novela se iba armando sobre la marcha, un esqueleto después la escritura, para los personajes nombres de jugadores de primera C, Orsinis se iba a llamar La juntidad espeluznante, Cómico por los cómicos de la legua, trashumantes que recorrían América, además en esa época como una manera socarrona de dirigirse, “qué hacés, cómico”, o “éste es un cómico”, escrito en Barcelona algunas partes que salían directas a máquina otras a mano, anotaciones en papeles sueltos, con letra grande, a veces escribía “con trago”, de noche, en un bar vacío, el dueño un fantasma, de mañana las pasaba a máquina, Chicago vista un sólo día, el viaje en auto ida y vuelta desde el aburrimiento profundo de la residencia para escritores de Iowa, la gente que escribe “temas” y la imposibilidad de escribir una novela con personajes que no tengan nada que ver con uno, como un militar, qué se yo cómo es un militar, para eso hay que ser novelista (peyorativo).
Cuando muere la madre queda solo, la casa se me abre, de la sala pasamos al comedor que corresponde a la otra celosía que da a la calle, juego de mesa y sillas tapizadas y vajillero, la cama de Néstor, pastillas sobre la cómoda, atados de Particulares, monedas, páginas de cuaderno llenas de su letra cursiva, de ahí a la pieza que era de la madre adonde están el teléfono y el televisor y un diploma que imita un pergamino con caligrafía cuidada y muchas firmas. Los muebles, artefactos, cuadros, adornos, todo es de hace treinta años, todo mantiene su lugar. Lo desperté. Se peina y tomamos mate en la cocina oscura, uno a cada lado de la mesa, yo de espaldas a la heladera, él cerca de la hornalla encendida a mínimo, un reloj cuadrado de fórmica imitación madera clara y la inscripción Aconcagua nos vigila. Néstor es muy puntual. Se acuesta temprano, se levanta tarde, duerme siesta. Me aburro, como no escribo me aburro. Sin dientes se parece un poco a Benedetti. Querían meterme en el boom y yo me fui a la mierda. Se ríe de Vargas Llosa, “la luz entró en el cuarto como un cuchillo en la carne”, de Carlos Fuentes codeándose con presidentes y embajadores. ¿Hoy pasa el basurero? Tiene que sacar ramas a la calle, a la mañana estuvo el jardinero. También la chica que limpia. Se nota, ¿no? Igual vos sos ordenado. Si, soy ordenado. La cocina da al jardín por una puerta de alambre tejido. Salimos. El contraste con la casa golpea. El jardín es una isla de claridad. El pasto, las enredaderas sobre las paredes, muchas variedades de plantas y flores, a un costado hasta un banco de madera, todo crece fuerte, cuidado, alegre, mágico.
Aparece lo de la computadora, dice que sí y en el café nos ilusionamos, ¿y si empieza a escribir de vuelta? Un sábado al mediodía llego a Villa Pueyrredón en remise y me está esperando en la puerta de su casa. Bajamos la máquina del baúl y dejamos todo sobre la mesa del comedor. Preparó bifes y una ensalada de lechuga bien condimentada, hay pan lactal, fruta, tomamos cervezas hablando de Alberto el almacenero, de Fanego, salimos a buscar una ferretería abierta por el barrio para comprar una zapatilla, el nombre del artefacto lo hace reír, caminamos por Cuenca abajo del sol, le gusta caminar, las calles están vacías, mantiene la espalda recta, el paso un poco rígido pero elegante. Empezó a escribir de chico, en el colegio, tenía aptitud. Redacciones, cartas. A los dieciocho años un maestro le dijo que escribiera. ¿Un maestro de escuela? No, un maestro, un tipo. No había terminado la secundaria, a los dieciséis años estudiaba en el Normal Mariano Acosta cuando murió el padre, dejó la escuela y fue a trabajar. Al ferrocarril. Retiro. El padre y el tío eran ferroviarios. Tiene un hermano ocho años menor que vive en Italia y también escribe. El padre parece que escribía también, era muy lector, a Néstor le quería poner Florencio, Florencio Sánchez, se ríe, por suerte después lo convencieron. Primero escribía poesía, después dejó. No se me da la poesía, me pongo filosófico, me voy por las ramas. En cambio, creó esta escritura que llama poemática. Pero sus relaciones siempre fueron con poetas, no con narradores. Era amigo de Aguirre, Bayley, Madariaga, Molina, Ortiz, Gola, Alonso. Le gusta mucho Molina, más que Girondo. Es más denso, Girondo no es un gran poeta. Cuando él lo conoció, a través de Madariaga, Girondo andaba en silla de ruedas, lo había atropellado una moto por Florida. Era muy mujeriego, hacía grandes fiestas. De Bayley dice que necesitaba la murga, y que él se fue, no lo soportó. Fueron los primeros lectores de Nosotros dos, a la novela no le dieron el premio en el concurso de Primera Plana porque dijeron que tenía influencia de Cortazar. A Cortazar no lo conocía, le había enviado la novela a Paris y él escribió una carta fuerte de recomendación para Sudamericana, y discutiendo lo de su influencia. Así entró a publicar. ¿Cortazar? Le había pegado mucho Rayuela. También Marechal, Adán, pero más todavía El banquete.
Cada dos o tres sábados en el café, con Pablo, Hugo y Roberto, ahora algunos asados, otra noche en una pizzería brindando por los libros que aparecen y la perspectiva de que por primera vez se va a editar Cómico de la lengua en Argentina, ese fin de año todos juntos en la casa de María Teresa, pero al mismo tiempo en el comedor oscuro clases de computación que los dos queremos que terminen rápido para ir al bar de Mosconi, a cinco cuadras, adonde va todas las tardes. Entrando, levanta el brazo derecho y muestra la palma de la mano junto a su cara y cabecea apenas. Alfredo, el mozo, le trae un sifón y dos vasos, uno lo llena hasta el borde de vino Toro que Néstor va estirando, cuando se le termina el mozo se acerca y le vuelve a servir. La reacción rápida, sin necesidad de palabras, la precisión de cada gesto. Pregunto por las drogas. En esa época en Buenos Aires había droga por todas partes, estaba a la orden del día. Tomó eso que estaba dando vueltas para Orsinis, pero él no la usaba. Una sola vez fumó y le hizo mal, se separó en cinco, no sabía donde estaba. El verbo como en inglés, usar marihuana, usar cocaína. En el televisor pasan un amistoso Holanda-Brasil, le causa gracia que conozca los nombres de los jugadores. Desprecia el fútbol a favor del turf, aristocrático, aunque es de River y los domingos en la casa escucha los partidos por radio. Le divierte mucho el apodo Muñeco, de Gallardo, por la cara que tiene. Atrás de las mesas juegan al billar. Jugaba de chico, de prohibido, después ya no. Lo que sí le gustaban eran las carreras, y la quiniela. Ahora es imposible, hay carreras todos los días, y sorteos, lotería, quini, loto, raspadita, provincia, nacional, uf, sopla a través de los dientes. Para jugar a las carreras hay que estudiar, hay que leerse la revista. Una tarde en el café de Chacarita, hablando de las carreras, dice ese fue mí vía crucis. Y que en París trabajaba de mañana en Gallimard y a la tarde iba a las carreras. ¡Tres mil quinientos dólares en Boulogne! Además estaban Saint-Cloud, Auteuil, que era de vallas. Y también el póker, con Mariani y Juan Carlos Martelli. O en vez de ir al bar de Mosconi compró dos botellas de cerveza y yo traje una de whisky y cuando salgo de su casa es de noche, es invierno, necesito mucho caminar, las frases se agolpan, ¿un Gorriarena puede valer 40 pesos?, meo en los pastos de una vía por Monroe, en Triunvirato y Olazábal subo a un 127 y me despierto en Boedo e Independencia, salto al viento frío, a un taxi, cuando se lo cuente va a sonreír con la punta de la lengua entre los dientes y los ojos muy abiertos brillándole.
La casa es alquilada de toda la vida, ahora por el hijo del antiguo dueño. Solo, le queda grande, y piensa buscarse otra más chica o una pieza. Le da vueltas al asunto. Una de las últimas tardes que voy me dice que si se muda va a tener que desprenderse de los muebles, también de la biblioteca, y que elija qué libros me quiero llevar. Abre las puertas. Veo uno o dos estantes con libros. El único que quiere conservar, además de los suyos, es la antología del surrealismo creo que de Pelegrini, un volumen gordo de Fabril, por el poema de Daumal Hechos memorables. Me lo hace leer, “Acuérdate de tu guardián”. El texto está marcado con algunos puntos negros al margen, tiene correcciones a la traducción, algunos yo tachados. Resaltan tres Cómicos, y un Nous deux del 74 que le mandó a la madre desde Paris, con una dedicatoria cariñosa de tono tanguero. Son los únicos ejemplares que tengo. Después, el resto, libros de conocidos, curiosidades, un Alambres dedicado con devoción por Perlongher. Abochornado, al final elijo El conocimiento silencioso, de Castaneda. Hablamos de Castaneda, le pregunto por Gurdjieff, dice que es muy complicado, que no quiere saber nada con eso. A mí me llevó a la locura. Un mal camino. Sí, asiente, un mal camino.
Lo seguimos encontrando cada mes en el café de Chacarita. El cinco de abril lo vemos ahí, en algún momento de la charla pide si alguien le puede conseguir un almanaque grande, que se vean bien los números. Dos semanas más tarde me estiro hasta Villa Pueyrredón por última vez, es un lindo domingo de otoño, bajo del 90 por adelante y las piernas me llevan solas, paran frente a la puerta de chapa pintada de beige, acá quisiera que me dejen, al sol, con un pie sobre el umbral de mármol y a punto de apretar el botón de bronce mudo, mirando la chapa 2915 blanca, su borde de óxido que avanza, detenerme antes de ir al kiosco de a la vuelta, antes que salga la mujer se ponga una mano sobre la boca y diga que era tan correcto, un señor, que a los vecinos les extrañó no verlo, uno notó que la llave estaba puesta, habrán entrado, más tarde voy a entrar yo a una estación de servicio y voy a hacer los llamados, mañana en la comisaría 47, en Judiciales, el sargento primero Méndez, todas son escenas y nombres de una novela cómica escrita por él, pero ahora, en este instante, lo que yo quiero es parar el tiempo, que nada de esto pase, quiero tocar el timbre y que suene, que la luz no esté desconectada, que no haya este silencio, se abra la puerta y aparezca Néstor Sánchez.






Este texto apareció publicado por primera vez en el nro. 1 de la revista Zélema, Buenos Aires, 2010. Forma parte de Visiones de Sánchez, recopilación de testimonios de escritores que conocieron a Néstor Sánchez. Pertenece al libro inédito Tres encuentros.


20.1.15

Oliverio, el más allá literario, por Jorge Quiroga




En 1957 Oliverio Girondo  publicó un libro de poemas absolutamente extremo, en términos de propuesta de lenguaje poético, por su calidad y rigor, libro que aún no ha sido suficientemente medido en la historia de nuestra poesía y en los efectos que provoca y provocará pensándolo como investigación y proyecto.
Girondo es un poeta de neto corte experimental, lo que quiere  decir que trabajó, en última instancia, con materiales que le sugerían el diálogo interior, con un fondo o una masa de lenguaje, a la que llegaba a través de una búsqueda signada por la incertidumbre.
En la Masmédula es el resultado provisorio de esa interrogación, que trasciende la expresión habitual y corriente, para encarar el desmembramiento de los vocablos y su recomposición, hasta llegar a la médula  de lo hablado, pensado, escrito, y sentido, en un verdadero estado de conmoción.
La obra poética de Oliverio Girondo accede a ese desenlace de su producción, primero determinada  por  la  Vanguardia  histórica del 20/30 , y luego envuelta en las consecuencias de la neovanguardia de mediados del Siglo XX  que hace su eclosión en la década del 60, y que se extiende hasta la virulencia estética del 70.
En este sentido, es precursora de lo que vendrá, en términos de investigación que indaga, con sus propios recursos, una situación, en  su  caso de existencia, límite y de intensa crisis espiritual.
Por esos años, Rodolfo Walsh arma un juego aparentemente diferente en confluencia con la hiperpolitización de la época, y descubre con Operación masacre un nuevo territorio textual, que conlleva la transformación de acuerdo con la experiencia misma de la escritura.
Esta va modificándose, en la medida que se modifica, al propio escritor, colocándose al borde de su particular búsqueda.
¿En qué se parecen, y en que se separan estas dos obras fundamentales de la literatura argentina?
En las dos, se configura un imaginario que se sumerge en las densidades de la experiencia que se va viviendo. En el libro de Oliverio es la presencia insistente de la orfandad, y de la muerte acaso cercana, en el de Walsh la mirada acuciante de los otros, el peligro y la incógnita  misma de la imagen de esos fusilados.
Los dos encierran una  pasión  por el lenguaje, el uso extremo de procedimientos de escritura, que niegan la acostumbrada ficción, en procura de aventuras inéditas.
El libro de Girondo es impensable en relación a lo escrito hasta allí, inclusive por Oliverio, por las características de una lengua imprevista, pero de ninguna manera frívola ni arbitraria. Formada por palabras inventadas, residuos y yuxtaposiciones, nuevas maneras de fusión que tiende a una significación entrevista, que quiere ser un grito de estremecimiento. Es indudablemente producto de una circunstancia límite más acá y más allá de lo literario.


El libro de Walsh  inaugura un nuevo género, difícilmente  clasificable. Ya  que el autor escribe como trasponiendo el umbral de lo previsible. Tiene que ver con la ética y por lo tanto excede el marco de lo meramente verosímil, para rozar y ahondar la verdad, transformada en circunstancia política.
Un texto y otro utilizan elementos puestos en circulación y de alguna manera irrepetibles. Para la poesía argentina, el modo particular del último Girondo, encontrará aciertos y desmesuras que  parecen ser adecuados a la extrema estética de su escritura.
Operación  masacre inicia una literatura  hiperpolitizada, que lo vinculará estrechamente y de forma indeleble, con las preocupaciones y la sensibilidad de un tiempo histórico.
El libro de poemas de Girondo aparece también en un momento especial de nuestra historia social y política, la primera entrega es de1954, luego en 1956, y otra edición ampliada en 1963, es decir en los finales  del  gobierno de Perón, después  en  el llamado período postperonista, que tanta importancia tuvo en la configuración  de  un contexto de crisis.
Por lo que se puede afirmar que surge en una coyuntura cultural, que estaba de alguna manera condicionada por el estado estético del retorno de la vanguardia que aquí estaba construyendo su  actitud de descubrimiento del lenguaje con su propia lógica que irrumpía a través de una lengua muy particular.
La voluntad artística con que se escriben estos poemas consiste en entablar un diálogo interior, interpelación que trata de buscar un idioma singular que va traduciendo vivencias llenas de quiebras y aristas.
Es un libro desafiante, un modo de intervenir con un soliloquio en el campo cultural de la época, que era pequeño, quizás provinciano, aislado, como  correspondiendo a un país periférico, pero también cruzado con líneas artísticas de avanzada en la plástica, en la literatura. En el teatro, y que explicarán las expresiones posteriores del Instituto Di Tella.
Claro que como sabemos estas tendrán  unas especial relación con la suma politización del 60, producto de las encrucijadas sociopolíticas.
El  cosmopoliticismo de Buenos Aires es un ingrediente que determina estas realizaciones de la vanguardia, que en el caso de Girondo se presentan en su obra, como receptoras de una circunstancia límite, la angustia y la desesperación llegan juntos de una indagación extrema Algunos poemas son vertidos casi evitando la lectura, porque ella solo será posible si se aceptan los procedimientos de esa poética girondiana que se muestra interesada en fijar sobre todo sus inquietantes significaciones.
Girondo escribiendo  un libro como este, que publica muchos años después de la  moderada propuesta del Martinfierrismo, del cual el poeta fue propulsor y protagonista, cuando la mayoría de los escritores que procedían de esta corriente, ya había  entrado en otros caminos estéticos, al  insistir en la frescura de su búsqueda, plena de actitud de ruptura, reivindica así ese pasado y el ejercicio de una escritura poética que lo obligaba  a ser riguroso.
Trabajó entonces incansablemente, rodeado de libros  y diccionarios en el silencio de su escritorio, eligiendo palabra por palabra, sentido por sentido, uniendo y deshaciendo, operando y manipulando el lenguaje.
Su vanguardia consistía en un gesto desmesurado que se explica por su voluntad de culminar su obra, en un momento crucial de su vida.
El libro no era resultante, inevitable de la poesía que se venía escribiendo, por lo tanto se constituye como algo no aguardado y que indirectamente expresaba estados de conciencia, que se fragmentaban en sentidos y significaciones inéditas.
Producto de preguntas vitales de carácter individual, encerraba una posición aristocrática, pero que clamaba por una comunicación renovada. Incluía por un lado, un estremecimiento existencial, una evidente verdad, puesta en  estado de ebullición. Se centraba en la obtención de climas que ya dejaban de ser frívolos y que iban presagiando un destino inexorable.
De alguna forma podía leerse como un trance trágico, una especie de exorcismo y que mediante una detallada elección de vocablos, y el movimiento creador de nuevas palabras, iba en procura de la expresión exacta y el desprendimiento.
Dice Daniel Freidenberg: “Desde Veinte poemas  para ser leídos en un tranvía (1922) a  En  la masmédula ( 1956 ) Oliverio Girondo llevó a cabo una de las mayores aventuras de la lengua castellana. El juego  con la imagen brillante  y la irreverencia  en un principio, un desolado rastreo en la incertidumbre más tarde y finalmente la reelaboración  bullente y desquiciada de las posibilidades de la lengua son los principales rasgos de una obra que, a más de un cuarto de siglo  de la muerte de su autor, vuelve a nacer ante los ojos de quien quiera leerlo” (1)
La aventura, en este sentido la palabra mencionada es muy significativa tratándose de una época que localizó lo heroico de la aventura humana como riesgo y mirada hacia los otros, como acto cargado de significado activo, Girondo, auscultándose de todos modos, realizando una entrega personal.
El mecanismo esencial empleado primero es la negación, la mezcla, el autosondeo  hacia lo incierto de la vida y la muerte, como dos polos fascinantes y aterradores. Indagando en  el ser, con la marca y la alimentación de la nada, asimilando imágenes contradictorias y graves.
El movimiento tiende a la dispersión y al ensamblado de partículas que cobran nuevas direcciones, mitologías intransferibles volcadas en un  lenguaje cifrado pero que es transparente y que con claridad dice su intención. Esto significa explorar hacia dentro y desdoblarse para ser otro. Encontrar quiebras, grietas, erosiones que muestran lo indefenso del ser, su condición de búsqueda.
El tiempo se despedaza en tropos, las palabras se unen, formando secuencias y líneas interminables. Es el darse sin límites, como si la escritura poética consistiese en estar alerta a un llamado incierto que nos conmociona, rodando entre estertores de la muerte.

Se sigue un más allá del lenguaje, entonces las ausencias no son tales, en la intensidad del olvido.
La inmovilidad ante esas formas que no cambian, el exilio más urgente, dejan extender el pensamiento hasta el vacío más inminente, amenaza el buceo en el mismo yo, el lenguaje interno, cercano al grito y a la angustia, lindando con el llanto, fuera del tiempo, en un espacio flotante.
La atmósfera y  la poesía se encuentran  relacionados con la pesadilla y un espacio existencial  de intemperie vinculado, con una sensación de profundo miedo. Son anotaciones de un viaje interno que astilla a las imágenes.

  
Hay un registro minucioso de situaciones de vértigo, que se trasladan al poema extraviando su  turbio angustiante bagaje. El tiempo se difunde en los huecos, porque lo que se desea es capturar el íntimo secreto de las cosas, hechos y  planos de la orfandad extrema.
Es un destino errante en el cual todo está distorsionado y tenso y tiene que ver con la entrega total. Se vaga por un mundo erosionado desgastado, desprovisto. Evidentemente, en el marco de una crisis existencial, cuando rige la nada, el destiempo, el yo minimizado, ante la inmensidad de lo incierto.
Alguien vive todavía en un déficit de asombro y se encuentra dispuesto a trasponer los umbrales del sueño o la pesadilla. Girondo se enfrenta en su último libro con un universo contradictorio, horrendo y hostil a veces, dulce otras, del que sólo podrá salir con la intensidad del fondo de una cerrada noche, utilizando capas de insomnio.
Siendo fiel a su búsqueda peligrosa, escribe una poesía hundida en interrogaciones y hallazgos de lenguaje, que lo hacen renacer y reencontrarse en la ausencia.
Testigo de su propio naufragio de vida, este viaje hacia la nada atisbando el más allá, es uno de los documentos más inquietantes de la poesía argentina contemporánea.
La época no explica esa aventura poética, pero nos ayuda a intentar interpretarla, el desgarramiento y la ruptura eran partes esenciales del sentimiento de esos años, por un lado, de alguna manera eso tiene que ver con la crisis y el cuestionamiento individual, cercano a la muerte, la extrema politización es otro signo, trágico en sus efectos y quizás necesario, de un clima de encerrona, de encrucijada y de avance popular. Los vientos de la Historia, empujaban, según la famosa frase de Walsh, así como la lógica de la ruptura que propiciaba la neovanguardia de mediados del Siglo XX, estaba preanunciada, o por lo menos hacía posible el desborde del legado último de la poesía de Oliverio Girondo.
Acercar estas realidades. no solamente significa  constatar una coincidencia de época, el mismo Paco Urondo, resaltaba en un libro de esos años (2), que Girondo había sido el poeta del 22, más consecuente con una estética que tiene sus raíces en el Martinfierrismo, y que supo ser fiel a la ruptura como estética, sin hacer concesiones, y  con una fulgurante coherencia.
También  en ese tiempo una revista, Zona de la poesía, se encargó de exaltar la figura de Oliverio Girondo, dedicándole un número y  exhibiendo su fotografía como homenaje en la tapa. Es decir que debemos enmarcar esta obra de Oliverio, como un encuentro de ciertas  preocupaciones, que sobre todo están en el clima de esos poemas. Ellos son atravesados y tienen cruces con otros textos con los cuales en algo dialogan, y se acercan en puntos, convergencias y divergencias, que conforman un haz de posibilidades inscriptas en un determinado lapso de tiempo y una literatura.
Transcurridos años de la muerte de Oliverio Girondo es pertinente tratar de reflexionar como su poesía se constituye en un punto de referencia inevitable, si queremos pensar el sentido de  una obra experimental que nos sigue convocando, y que se seguirá releyendo una y otra vez.
Oliverio Girondo es un poeta que de alguna manera arriesga bastante en este su último libro porque él tenía ya un prestigio que provenía  de su trayectoria intransigente, pero con estos poemas se colocaba en una posición radical que lo alejaba bastante de lo que fueron sus compañeros generacionales y  planteaba una escritura poética sumamente extrema.

Habría que pensar este  trabajo poético de Girondo, contextuándolo, a pesar que la escritura de En la masmédula se resiste, porque su intento es el resultado de una crisis existencial que se transfiere a una intensa búsqueda de lenguaje.

Claro que la pasional circunstancia que vivía la llamada generación del 60,  debe incluir al 70, formando una unidad porque allí está el núcleo de una transformación de las expresiones artísticas que debe ligar y  cruzar estos órdenes, que en apariencia están polarizados pero que necesita encontrar vínculos, porque al mismo tiempo que se cuestiona una política, se comienza a gestar una propuesta integral.
Es por eso que los poetas y narradores más conscientes de esa  época, se dan cuenta y  pensaron  a su obra, que es de indagación y de literatura, cuya característica es dejar que la realidad tenga lugar en ella, y además sean permeables  a la investigación y a la problematización estética. 
Rodolfo Walsh es un ejemplo, siempre se mostró atento a las manifestaciones renovadoras de nuestro Arte, Francisco Urondo como vimos pensaba Girondo constituyendo un precursor y un antecedente que formaba parte de una verdadera tradición rupturista que había que recuperar (junto con Macedonio Fernández, Raúl González  Tuñón, Juan L. Ortiz, Roberto Arlt, Nicolás Olivari, los Discépolo, etc.), la  poesía de Juan Gelman está traspasada en muchos poemas de elementos  residuales productos de la neovanguardia, hasta inclusive un poeta como Luis Luchi aparentemente reacio a toda, tesitura escribe algunos textos que únicamente pueden ser  leídos en esa óptica.
La figura del escritor anti-oficial era dominante, y convocaba a la escritura, Girondo  fue tomado como el ejemplo que invitaba con su conducta, a  continuar el camino de su intransigencia, su carácter transgresor lo colocaba en una situación privilegiada. Pero lo que hay que remarcar es que la trayectoria de Oliverio Girondo excede el marco de la mera Literatura para convertirse  en una figura muy emparentada con una sensibilidad poética de cambio. El que lee sus poemas, comprende en esta actualidad  que no necesita continuadores de su poesía, sino más bien comprender su actitud de cambio, de cuestionamiento  y de incesante crítica, una especie de más allá literario, que en realidad es la asunción de una ética.


(1) Daniel Freidenberg: en “Imágenes en vuelo” ( Poemas Inéditos ) Ed. Losada – Nobel Fotografías Eduardo Longoni. Bs. As. / Oviedo 2004

(2) Francisco Urondo: “Cuarenta años de poesía argentina” (1920- 1960) Editorial Galerna, Buenos Aires 1964.



*


EN LA MASMÉDULA - Oiverio Girondo


El pentotal a qué


Lo no moroso al toque

el consonar a qué la sexta nota
los hubieron posesos
los sofocos del bis a bis acoplo de sorbentes subósculos
los erosismos dérmicos
los espiribuceos
el ir a qué con meta
los refrotes fortuitos del gravitar a qué con cuanta larva
      en tedio languilate en los cubos del miasma
los tantos otros otros
la sed a qué
las equis
las instancias del vértigo
el gusto a qué desnudo
los tententedio tercos del infierneo en familia
las idóneas exnúbiles
el darse a dar a qué
el re la mi sin fin
los complejos velados
el decomiso aseto
los tejidos tejidos en el diario presidio de la sangre
los necropiensos con ancestros de polvo
el “to be” a qué
o el “not to be ” a qué
la suma lenta merma
la recontra
los avernitos íntimos
el ascopez paqué
cualquier a qué cualquiera
el pluriaqué
a qué
el pentotal a qué
a qué                          
                       a qué
                                           a qué
                                                                      y sin embargo


La mezcla


No sólo

el fofo fondo
los ebrios lechos légamos telúricos entre fanales senos
y sus líquenes
no sólo el solicroo
las prefugas
lo impar ido
el ahonde
el tacto incauto solo
los acordes abismos de los órganos sacros del orgasmo
el gusto al riesgo en brote
al rito negro al alba con su esperezo lleno de gorriones
ni tampoco el regosto
los suspiritos sólo
ni el fortuito dial sino
o los autosondeos en pleno plexo trópico
ni las exellas menos ni el endédalo
sino la viva mezcla
la total mezcla plena
la pura impura mezcla que me merma los machimbres el
        almamasa tensa las tercas hembras tuercas
la mezcla
la mezcla con que adhrerí mis puentes


Arindandantemente


Sigo
solo
me sigo
y en otro absorto otro beodo lodo baldío
por neuroyertos rumbos horas opio desfondes
me persigo
junto a tan tantas otras bellas concas corolas erolocas
entre fugaces muertes sin memoria
y a tantos otros grasos ceros costrudos que me opan
mientras sigo y me sigo
y me recontrasigo
de un extremo a otro estero
arindandantemente
sin estar ya conmigo ni ser un otro otro

 

 

Destino


Y para acá o allá

y desde aquí otra vez
y vuelta a ir de vuelta y sin aliento
y del principio o término del precipicio íntimo
hasta el extremo o medio o resurrecto resto de éste o
      aquello o de lo opuesto
y rueda que te roe hasta el encuentro
y aquí tampoco está
y desde arriba abajo y desde abajoarriba ávido asqueado
por vivir entre huesos
o del perpetuo estéril desencuentro
a lo demás
de más
o al recomienzo espeso de cerdos contratiempos y destiempos
cuando no al burdo sino de algún complejo herniado en
       pleno vuelo
cálido o helado
y vuelta y vuelta
a tanta terca tuerca
para entregarse entero o de tres cuartos
harto ya de mitades
y decuartos
al entrevero exausto de los lechos deshechos
a darse noche y día sin descanso contra todos los nervios del
    misterio
del más allá
de acá
mientras se rota quedo ante el fugaz aspecto sempiterno
       de lo apasrente a lo supuesto
y vuelta y vuelta hundido hasta el pescuezo
con todos los sentidos sin sentido
en el sofocatedio
con uñas y con piensos y pellejo
y porque sí nomás