27.12.14

Perplejidades de traducción, por Philippe Grass





Zama versión italiana


C’est un des grands plaisirs de la traduction: devenir faussaire.
Christophe Claro

Mais une traduction qui est meilleure que l'original est mauvaise, et par définition la traduction sera toujours «inférieure» à l'original. C'est un paradoxe impossible à résoudre.
Bernard Hœpffner


Siempre vuelvo a la frase de Robert Frost: la poesía es lo que se pierde en la traducción.

Leo el comienzo de Zama (1956) de Antonio di Benedetto: “Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría.”

Pier Luca Nervi, su traductor al italiano en la versión todavía inédita que Giulio Einaudi Editore va a publicar en el 2015, escribe: “Uscii dalla città, andando solitario, lungo il corso del fiume, incontro al bastimento che aspettavo, senza sapere quando sarebbe venuto.”

Una traducción literal de la versión de Luca Nervi podría sonar así: “Salí de la ciudad, yendo solitario, siguiendo el camino del río, al encuentro del barco que aguardaba, sin saber cuándo llegaría.”

Primeras perplejidades: “andando solitario” = refleja la soledad en el sujeto; mientras que “al encuentro solitario” = refleja soledad en el contexto o situación.

Otra traducción posible al italiano sonaría así: “Uscii dalla città, riva in giú, all’incontro solitario del bastimento che aspettavo, senza sapere quando sarebbe venuto.”

El traductor amplía agregando sintagmas, probablemente para acomodar la prosa de Di Benedetto al oído y la cadencia de su sintaxis italiana.

La segunda oración de Zama dice así, en el castellano perfecto de Di Benedetto: “Llegué hasta el muelle viejo, esa construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron donde están, un cuarto de legua arriba.”

El traductor escribe la segunda oración de Zama de la siguiente manera: “Giunsi fino al molo vecchio, costruzione inesplicabile, giaché la città e il suo porto son sempre stati dove sono adesso, un quarto di lega più a monte.”

El traductor opta por elidir el adjetivo demostrativo (esa: quella), quizás para preservar la brevedad y el sonido. Acaso el traductor evite el demostrativo en italiano por tener más sílabas y una doble consonante, lo que le daría un peso sonoro más fuerte. Elide el quella quizás para no detener la lectura del texto en esa frase. El sentido permanece intacto. Donde Di Benedetto dice “arriba”, el traductor dibuja un ente que no está en la predicación e incluye “a monte” (un cuarto de legua más hacia el monte). Elige interpretar.

Tercera frase de Zama: “Entreverada entre sus palos, se manea la porción de agua del río que entre ellos recae.”

“Manear”, en el María Moliner, dice: (de “mano”) 1. tr. Poner maneas a un animal./ 2. Manejar.

Pero claro, los diccionarios iluminan en su estupidez.

¿Cómo escribe el traductor el tercer párrafo de Zama?: “Attorno ai suoi pali s’agita e rimescola quel tanto d’acqua di fume che vi entra.” “Entre sus palos se agita y se mezcla aquella parte de agua del río que entra”. Donde Di Benedetto pone “se menea”, el traductor usa dos verbos: “se agita y se vuelve a mezclar”. Donde Di Benedetto dice “que entre ellos recae”, el traductor anota: “del río que entra.”

Di Benedetto pinta un cuadro con imágenes en movimiento. Pinta el movimiento del río. El traductor resuelve, interpreta, escribe su Di Benedetto.  

Cuarto párrafo de Zama: “Con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos.”
Luca Nervi traduce: “Con la sua piccola onda e i suoi mulinelli, senza via d’uscita, andava e veniva, puntuale, una scimmia morta, intera ancora e non alterata. L’acqua, di fronte al bosco, era sempre stata un invito al viaggio, ch’essa non aveva intrapreso fino ad essere non scimmia ma cadavere di scimmia. L’acqua voleva portarsela via e la trascinava, ma le si era impigliata tra i pali del decrepito molo ed ora stava lì, tra l’andarsene e il restare, ora stavamo lì.”

Elecciones semánticas y elecciones estilísticas. “Entre el irse y el quedarse” no es lo mismo que “por irse y no”. Eso es el estilo de Di Benedetto. En castellano es un registro muy típico de la oralidad. Hay un estilo en esa búsqueda, en elidir el verbo: “entre irse y no (irse)”, entre irse y quedarse. Esa idea de vaivén que recupera la frase de Di Benedetto. “Quedarse”, da la idea de voluntad, mientras que “y  ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos” pone a Zama y al mono en un vaivén.

Quinto párrafo de Di Benedetto:  “Ahí  estábamos, por irnos y no.”

Pier Luca traduce: “Eravamo lì, tra andar via e rimanare.”

Las perplejidades podrían seguir hasta el absurdo.

¿Qué se considera mejor en una traducción?
¿En qué sentido puede ser efectiva una traducción?
En tanto y en cuanto muestre los recursos narrativos, motores discursivos y alusiones semánticas que la obra manifesta y tiene de suyo.
Entonces, quizás, la efectividad se mida con una vara que está en la misma obra.

22.12.14

La forma, por Sofía Gonzalez Bonorino



Aquella mañana, a punto de afeitarse, Marcos Bixio vio en el espejo algo raro sobre su mejilla izquierda.  No era un lunar. No. Acercó su cara y pasó el dedo índice por la pequeña protuberancia rosada. Cáncer, pensó.  La palma de su  mano derecha, llena de espuma de afeitar, quedó paralizada en el aire. El corazón aceleró sus latidos y se le subió a los ojos. Vio los objetos que lo rodeaban como si fueran de humo. Por un momento, Marcos sintió que flotaba en una nube, víctima del éxtasis doloroso de un condenado a muerte. Le pareció que habían pasado siglos hasta que sus ideas volvieron a ponerse en movimiento. Tomando una súbita determinación, salió del baño, se vistió de cualquier modo y, sin desayunar, como era su costumbre, bajó corriendo las escaleras, demasiado impaciente para esperar el ascensor.

En el taxi, consultó su agenda. A Riobamba y Córdoba, ordenó. Tocó el timbre. Una secretaria le abrió la puerta. El doctor Suárez miró el bulto con una lupa y no dijo nada. Luego, le sacó una radiografía. Cada vez más alarmado, Marcos esperó sentado en la camilla. El doctor estudió la lámina a través de un foco.

–Estoy desconcertado –habló por fin–.  Esto en realidad es… Nada.
Balbuceó unas palabras y se quedó en suspenso.  Ante el silencio de Marcos, aclaró:
–Piel por fuera, es cierto, pero por dentro, ejem…
Y luego, como si estuviera blasfemando, dijo con rapidez: 
–Por dentro hueco…  Me entiende?... Como un globo.
–Y ¿qué se puede hacer? –la voz se le quebró como si fuera a llorar–.  Es que, doctor, hay otro problema muy grave que tengo que decirle… ¡Crece!
Suárez puso cara de no entender.
–¡Crece! –repitió Marcos–. Esta mañana apenas sobresalía y ahora… Usted mismo puede verlo…
Dejó caer la cabeza entre las manos.
El doctor lo palmeó en la espalda.
–Vamos… No se desanime. Usemos el sentido común. Si esto es como un globo, tal vez, si lo pinchamos…
La cara de Marcos se iluminó:
–Sí, sí, ¡pinchémoslo!
El médico apretó con sus dedos una jeringa con una aguja muy larga.
Marcos cerró los ojos.
–¿Duele?
–No –murmuró.
–Probemos nuevamente: uno…dos… ¡Ya!
–¿Explotó? –preguntó Marcos esperanzado.
Tardó en responder:
–Se resiste.
Y luego, con resolución:
Mire, si esto apareció, por algo será.
Mientras hablaba, había acercado la lupa a su objeto de estudio.
–No está en su naturaleza desaparecer –sentenció–.  De apariencia anormal, tiene su propia lógica interna.
–¿De veras? –preguntó Marcos haciendo un esfuerzo por olvidar su angustia y tener una mirada un poco más analítica sobre el asunto.
–Yo le diría….
Marcos vio que dejaba la lupa sobre el escritorio y se sacaba los guantes quirúrgicos. Asunto concluido, alcanzó  a pensar con pánico.
–Yo le diría que vaya a su casa, se tome un tranquilizante, y comience a pensar que será necesario aprender a convivir con esto.  Posiblemente crecerá más. Pero a usted…  ¿Qué le importa? ¡Déjelo, déjelo que haga lo que quiera! –exclamó cobrando nuevas energías– porque de todos modos, nunca va a crecer lo suficiente como para anular sus verdaderos rasgos. Usted seguirá siendo quien  es… ¡Eso se lo aseguro!
Y lo miró de un modo tan penetrante que Marcos sintió oscuramente que debía darle las gracias por la buena noticia.  Esbozó una sonrisa de compromiso. Pero le temblaban los labios y dejó escapar unos débiles quejidos.
–Sobre todo –Suárez impartía las consignas– le recomiendo  que no ande lamentándose por ahí. Esto no existe.  Clínicamente es una ilusión óptica.  No debería estar donde está ni ser lo que es.
–¿Me comprende? De hecho –concluyó– lo que estoy viendo no es más que apariencia.
–¿Le parece?– Marcos se sintió culpable.
–¡Claro, hombre! –dijo el otro con jovialidad acompañándolo hasta la puerta.

Cuando regresó a su casa, su mujer todavía dormía.
–Sonia –la sacudió –Sonia.
Ella se incorporó sobresaltada.
–¿Qué pasa?
–Sonia, me voy. Te dejo.
Marcos abrió las cortinas y sacó una valija de abajo de la cama. Sonia lo miraba como atontada, sin pronunciar palabra.
–Y no quiero que me digas nada –decía Marcos exaltado– No intentes disuadirme porque mi decisión es inquebrantable.
–Pero ¿por qué?
Ella salto fuera de la cama y prendió un cigarrillo.
–No es por vos –dejó caer unas camisas al suelo– Sabés que te amo de verdad.
La abrazó. La empujó de repente. Levantó las camisas y las acomodó con torpeza dentro de la valija.
–Marcos, qué pasa –gritó Sonia aterrorizada.
–¡Esto, esto pasa!
Se palmeó furioso la mejilla. Qué, qué pasa, repetía su mujer como una autómata. Él la arrastró a la ventana y de cara a la luz le dijo:
–Aquí, mirá con atención.
Ella miró hacia el lugar que Marcos le indicaba y luego lo miró a los ojos.
–Marcos, ¿te volviste loco?
Parecía enojada.
–Pero ¿no lo ves?
Corrió hasta el espejo del baño. Sí, ahí estaba. Sonia, la llamó. Ella apareció en el marco de la puerta.
Él le tomó un dedo y se lo pasó por la mejilla. La mujer puso cara de curiosidad.
–Sí… un lunar.
–No. No es exactamente un lunar.
Sonia pareció perder interés.
–Bueno, una especie de lunar –dijo poniendo énfasis en la palabra especie. Y luego, con ironía:
–¿De veras te vas?
–Pero Sonia… ¿No te doy asco? ¿Acaso creés que voy a someterte a la tortura de tener que contemplar cada día esta cosa inmunda en mi cara?
–A mí no me importa –contestó ella con rapidez–. Claro… me preocuparía si fuera algo serio.
–Si es por eso, quedate tranquila.  Acabo de venir del médico.
“No te importa”, pensó con rencor, “Total… el que tiene la cosa soy yo”.
De golpe se sintió muy cansado y fue a sentarse en el borde de la cama.
–Esto es el fin, Sonia. Ya no soy el mismo. Y tengo la sensación de que nunca volveré a ser el de antes.
–Qué absurdo.
–Si seguimos juntos, dentro de muy poco, sin que te des cuenta, la conciencia que tengas de este engendro en mi cara se va a interponer entre tu mirada y yo.  Quedaré afuera –dijo en tono melancólico– o lo que es peor, reducido a un punto.  Al punto preciso que ocupa esta cosa en el espacio.
–Estás loco– Sonia se echó a reír.
Estuvieron callados largo rato.
–Así que creés que el amor que siento por vos depende de un estúpido grano en tu mejilla.
–No es un grano –dijo él, un poco resentido por el comentario.

Típico de ella, pensó. Esquivar, hábilmente, el simple hecho de que él sufría para transformar este sufrimiento en una cuestión mental. Marcos pensaba que este tipo de artimañas verbales tenía por único fin excluirlo. Sin embargo, cuando Sonia le dijo que no existía mujer en el mundo que lo pudiera amar como ella, él supo que no tendría fuerzas para abandonarla. Fue tiempo después cuando comprendió, con algo de vergüenza, que sólo deseaba un poco de compasión. ¿O acaso no se había vuelto de un día para el otro un hombre marcado? “En unas semanas cumpliré cuarenta”, se decía. “Supe ser uno más en la marea humana, dejando muchas veces mi cuerpo a la deriva, desentendiéndome de la adormecida conciencia de mis miembros, de actos tan rutinarios como abrir una puerta, entrar en un bar, sentarme a la mesa, llamar al mozo y pedir un café. Como si mi cuerpo, amarrado a lo cotidiano, realizara para mí las tareas más enojosas y me diera tiempo para descansar de la costumbre”. Ahora, todo era diferente. Ya no sería posible para él quedarse rezagado, bien al fondo de los pensamientos, confiado al cuerpo, como esos borrachos que después de la orgía se trepan al caballo y se abandonan al sueño, seguros de que el animal los va a saber llevar de nuevo a casa.

Sí, ahora su cuerpo le era ajeno, de pronto desconocido y como fuera de su control. Las caras de asco de los otros, porque, ya lo había comprobado, la cosa cambiaba constantemente, yendo desde el azul violáceo a través de toda una gama de colores hasta la tonalidad exacta de su piel. También variaba de tamaño. Días en que parecía dormido y era como si se encogiera. Días funestos en los que, lleno de vitalidad, crecía hasta ocuparle la mejilla entera. Momentos de verdadera agonía en que se inflamaba hasta el punto de parecer explotar. En fin, ahora para Marcos el simple hecho de abrir una puerta era como prepararse para la batalla, y el mundo se pobló de enemigos a los que enfrentaba a veces con verdadera temeridad pero en general, reconocía con desaliento, prefería andar entre ellos camuflado. Así, al ver que la barba no servía a sus propósitos, durante los primeros tiempos se envolvía con gorra y con bufanda mientras se dejaba crecer el pelo, y cuando llegó el verano, tenía una melena considerable que le resultaba muy eficaz, sobre todo si ponía en ejecución ciertos movimientos de cabeza que ya tenía estudiados después de horas y más horas frente al espejo.

Muchas veces había intentado hacer a Sonia partícipe de sus angustias. Pero ella lo miraba como si nada hubiera ocurrido. Y al sentir esa mirada ausente sobre él, Marcos veía morir todos sus impulsos de confidencia casi en el mismo instante en que se generaban. Cuando, a pesar de todo, él no podía evitar comenzar a hablar de su pena, al percibir ella en el tono de su voz cierta queja, preludio de una confesión desesperada, salía huyendo hacia zonas más seguras, zonas en las que sería importante pintar las paredes de la casa o pasar las vacaciones en el norte.

Marcos se enroscaba sobre sí mismo lleno de un dolor que, se había dado cuenta, era preferible disimular tras parloteos convencionales. Porque, lo supo bien pronto, en caso de seguir insistiendo y obligar a Sonia a escucharlo, ella se lo haría pagar con comentarios hirientes sobre su persona, “Qué espanto ese pelo” o “Estás hecho un monstruo”. Sin embargo, había ocasiones, contadísimas veces, en que ella se distendía y parecía dispuesta a escucharlo. Y cuando él –sintiéndose un criminal, un asesino de la felicidad de ella, que seguramente ponía esa cara plácida de escucha por puro sometimiento– cada vez que comenzaba: “Ya no lo soporto, no puedo trabajar, no puedo pensar en otra cosa que en esta deformidad, pero por otro lado, mi amor, esto de estar obligándote a escucharme”, ella, luchando por mantener los ojos abiertos y conteniendo un bostezo, le contestaba con suavidad: “No te preocupes por mí , querido, vos quejate,  quejate todo lo que quieras, te juro que no me importa”.

Mientras tanto, su vida se había convertido para él en una gigantesca bolsa de basura. La cargaba sobre sus hombros asqueado por el hedor de una existencia que se le antojaba en vías de descomposición. Tal vez por eso, le espantaba la compañía de los otros. Abandonó su trabajo en el estudio de arquitectura y comenzó a importar materiales de construcción, tarea muy afín con su nuevo estado, ya que para realizarla no había necesidad de salir de casa. Montó su oficina en el cuarto de huéspedes. Al fin libre, decía para darse ánimos. Esto es mucho mejor que soportar a un jefe.

Frente a su escritorio, un espejo oval estaba ubicado en el lugar exacto en que Marcos, al levantar los ojos, veía su cara reflejada. Y a pesar de que el teléfono no paraba de sonar, él siempre tenía tiempo para encontrarlo, allá, a unos pocos metros, sorprendiéndolo con sus variaciones de color o de tamaño. Y el asombro lo hacía exclamar en voz alta: Ese soy yo. Observaba con pena su cara manchada, porque así, de lejos, aquello parecía plano, y sólo al acercarse al espejo comenzaba a tomar volumen.

Una mañana, no habiéndole quedado más remedio que salir a la calle, vio en la vidriera de una joyería el reloj con que su mujer soñaba desde hacía meses. Cuando se encontraba pensando cosas así, Marcos se reprochaba su debilidad. Estaba harto de pagar tributo para ser escuchado.

La vendedora envolvió el reloj en papel de seda. Levantó la cara del paquete y le sonrió con amabilidad. Marcos sintió como un golpe en el pecho. Se tambaleó. Lo que veía no podía ser real. Ese bulto repugnante en la cara de la mujer… Esa cosa no debería estar ahí, pensó con desesperación. Como en cámara lenta, levantó la mano izquierda hacia su mejilla. Le pareció una eternidad el tiempo transcurrido hasta que dedos constataron que, efectivamente, allí no había nada. Nada.

–Señor, ¿se siente bien? –preguntó intranquila la vendedora.
Marcos le dio la espalda y salió a los tropezones del negocio.
Una vez en la calle, comenzó a correr. Cada tanto, volvía a tocarse la mejilla, y al encontrar que sus dedos se deslizaban suaves, en una superficie sin obstáculos, sentía una alegría tan inmensa, que detenía su carrera. Estaba eufórico. Gritaba, se reía solo, daba grandes saltos en el aire. Luego, como si un peligro lo amenazara, volvía la cabeza para asegurarse de que nadie lo seguía, y continuaba corriendo.

Ya en su casa, se encerró en el estudio. Estuvo en suspenso durante el resto de la tarde. Se sentía como un hombre que ha perdido la memoria y que no sabe nada, sólo que espera. Trataba de evitar el espejo. Habló largo rato por teléfono. Al final, se dio por vencido. Descolgó el tubo y acercó su silla a la pared. Sin poder apartar sus ojos de la imagen que tenía frente a él, fue dejando pasar el tiempo, inmerso en la conciencia de que eso ya no estaba más. Estoy limpio, se repetía, estoy limpio. Pero un sentimiento vago comenzaba a tomar forma dentro de él. ¿Acaso la terrible modificación que había transformado su vida era una ilusión, tal como dijo el médico?  Supo confusamente que se sentía estafado. Ojalá Sonia no se dé cuenta, se sorprendió pensando. Imaginó su cara burlona y el brillo de triunfo en sus ojos al decirle: “¿Te convenciste ahora? Tu problema es creer que tenés el monopolio del dolor. Pero ya ves… no era nada”. Trató de borrar esos pensamientos. Y para despejar su mente:
“Asquerosa prolongación de carne de textura parecida al buche de una gallina”.
“Protuberancia brillante como el ojo de un ciego”.
“Hinchazón de contornos caprichosos y suavidad artificial”.
Y así, frente al espejo, continuaba con sus definiciones, que nunca alcanzaban la imagen perfecta del ausente. Y por más que intentaba lo contrario, cada una de sus ideas convergía en aquello que había salido volando de su mejilla para posarse, como una mariposa, en la mejilla distraída de otra persona. De pronto, en medio de una intensa alegría, pensaba que ahora sí podría volver a su antigua vida de colegas y de viajes, pero esto, inevitablemente, le recordaba el doloroso pasado de renuncia, de encierro, y como si querer entabló un diálogo apasionado con el culpable de todo. Hablaba en voz alta levantando un dedo acusador hacia el espejo,  la mirada detenida en el páramo gris de su mejilla.

Esa noche, Sonia le preguntó qué le pasaba, por qué estaba tan silencioso.
–No me ves diferente –dijo él con timidez.
Ella lo miró a los ojos y contestó que no, que tal vez sí, que hoy estaba más buen mozo.
Al día siguiente, después de hacer una última llamada antes de almorzar, guiado por la costumbre, Marcos se miró mecánicamente en el espejo. Y vio que la cosa estaba de nuevo en su cara, más grande aún de lo que recordaba y de un color más brillante que el que guardaba su memoria. Entonces Marcos lloró como un chico, con la cara entre las manos. Y supo con horror que, más allá de su desesperación volvía a ser un hombre de certezas.
Lo de la vendedora fue el comienzo de una serie de pérdidas y, para desgracia de Marcos, de reencuentros cada vez más melancólicos con su forma deforme, como se acostumbró a llamar a esa masa compacta, porque “De hueca no tiene nada”, decía a quien quisiera escucharlo. “Nadie conoce como yo a esta flor de artificio”.
–¿No cree usted que se está pareciendo a una flor? –le preguntó una tarde a una chica en la parada del colectivo cuando se dio cuenta de que ella no le sacaba los ojos de encima. A Marcos le pareció muy atractiva con esa ropa que usaba: minifalda, plataformas de charol,  y pesadas cadenas alrededor de su cuello. Enseguida se sintió cercano a ella, tal vez por el colorido tatuaje que llevaba con orgullo en medio de su frente. La chica acercó su cara a la mejilla de Marcos y sin disimulo se puso a observar la forma de su deformidad.
–Sí –dijo con entusiasmo–. Se parece a una flor.
Y se miraron los dos. Ella, con expresión fascinada. El, adorándola mientras pensaba en medio de su confusión que tal vez esa mujer le daría una pista… Sí, ella sabía… A ella le gustaba su forma. ¿Podría él a través de sus ojos aceptarla también, aceptar incluso la posibilidad de un abandono definitivo? Porque lo cierto era que últimamente la cosa se iba con una frecuencia alarmante. Solía regresar pronto, pero ese lapso a Marcos se le hacía eterno. Su vida, tal como era, ¡dependía tanto de esa presencia en su cara! Porque si desaparecía- él solía imaginarlo en noches de insomnio- volvería a vivir como antes, a disfrutar de la vida, a…
–Adoro ese brillo como de otro mundo- decía la chica pasándole el dedo con suavidad-.  Ese brillo sólo lo otorga la naturaleza. Sería inútil tratar de imitar…
No… No debo ilusionarme. Tendré que soportar esta carga por el resto…
–¿Le parece que será posible la invención de tatuajes con relieve?- le preguntaba ella con gran interés.
No tomaron el colectivo. Tenían tanto para decirse que decidieron ir a un café.  Dijo que se llamaba Irene. Le habló de su terrible miedo a la muerte, él, que no soportaba el tema, ella toda compungida, él: “No, no me malinterpretes, viniendo de vos…”  A ella  se le ilumina la cara, él,  emocionado de haber revelado tan impulsivamente ese amor loco, como si la conociera desde siempre, pensó, qué linda es, y cuánta pasión pone en lo que dice, sobre todo cuando se refiere a mi forma deforme. Marcos sentía que ya no podrían separarse. Ella sentía lo mismo. Dijo:
–Esta noche voy a hablar con mi novio.
Y él:
–Hoy tendré una charla con Sonia.
Sonia escuchó impasible cuando Marcos le anunció que la dejaba. Su expresión no se alteró frente a los desbordes de amor de su marido por la desconocida. Lo único que pareció afectarla fue la edad de la chica.
–¿Tan joven es? –preguntó dando un gemido.


Marcos se entregó a un idilio desenfrenado. “Como en las novelas”, decía Irene. En el pequeño departamento que alquilaban, el amanecer los sorprendía después de una larga noche de conversación, de tomar ginebra, hacer el amor, y comer queso fresco.

Y de tanto hablar de lo mismo, él empezó a olvidarse poco a poco del  asunto que le preocupaba, como si al intentar nombrar de tantas y diversas maneras a esa cosa sin nombre, el objeto real perdiera consistencia. Ahora sí, cada vez más, pertenecía al campo del ensueño.

Hasta que cierta tarde, cuando iba a esperar a Irene a la salida de la facultad, un pordiosero se interpuso en su camino y le dijo en tono amenazante:
–¡Esos zapatos son míos! –y apuntó con el dedo los pies de Marcos.
Marcos hizo como que no había escuchado y trató de esquivarlo, pero el hombre se le puso enfrente, tan cerca que pudo sentir el olor a alcohol que despedía su boca.
–¡Son míos, míos! –gritaba como un demente al ver la resistencia de Marcos a sacarse los zapatos.
Marcos miró a su alrededor. Ningún policía. Algunos curiosos se habían detenido y observaban con diversión el forcejeo de los dos hombres.
–¡Que alguien me ayude a sacarme este loco de encima! –gritó Marcos, a quien la idea de golpear a un linyera le repugnaba.
–Loco serás vos –le dijo el otro llenándolo de saliva.
Un taxista se bajó del auto y logró separar al harapiento que se había prendido con los dientes a los cordones de los zapatos de Marcos.

Cuando llegó a la facultad, Irene corrió a su encuentro y al lanzarse a sus brazos, dio un alarido. El no necesitó preguntarle qué pasaba.  Supo al instante que el pordiosero se había llevado su forma.

Después, empezaron los días de angustiosa incertidumbre. “En cualquier momento vuelve”, se decía Marcos entre la felicidad y el pánico.

Irene, por su parte, se hundía sin remedio en el silencio.

Las noches se hicieron cortas. Apenas se metían en la cama, en el momento mismo en que Marcos estiraba la mano para la primera caricia, ella se daba vuelta y entre bostezos murmuraba hasta mañana. El veía la curva de su espalda y sentía el cuerpo de ella tibio contra su costado. Era época de lluvias. En medio de la oscuridad, boca arriba, Marcos, inmóvil, con los ojos abiertos miraba el techo, en donde como en una pantalla, las luces de algunos departamentos, allá afuera, proyectaban la sombra de la santa rita que crecía enroscada a las rejas de la ventana del cuarto. Y en la negrura chata, ese cuadrado luminoso en el que se plasmaba la imagen retorcida de los tallos y la fúnebre quietud de las hojas y los pétalos. De tanto en tanto, el trueno, y la respiración de ella que no se alteraba, se oía apenas, mezclada con el ruido fresco de la lluvia. Después, ese instante en que Marcos se encontraba pensando de nuevo en el ausente. Y aunque quería pensar en Irene, “Qué le pasará, ya ni siquiera me mira”, el recuerdo del pordiosero lo atormentaba de tal manera que él, que nunca pensaba en la muerte, se encontró en esas noches solitarias poseído por terrores que creía venidos del más allá, mensajes de algún demonio cuya clave estaría en el mendigo. Porque Marcos intuía que esta vez era diferente. Su forma no había regresado aún a casa. El enigma es el pordiosero, sostenía en esos diálogos interminables consigo mismo. A veces, un escalofrío lo sacudía. Y es que había creído ver, dibujados en el techo, los rasgos tenebrosos del linyera sin zapatos. ¿Quién era? ¿Cuál era su nombre? Lo había buscado sin descanso por la ciudad. Marcos supo que iba perdiendo las fuerzas en esas arduas caminatas que comenzaban al amanecer, cuando, muerto de frío, se acercaba a cada una de las sombrías figuras agazapadas bajo los portales de las iglesias. Como la de esos hombres, su piel también se pegó a los huesos,  y en su cara, fue tomando un tinte amarillento, para terminar hundiéndose después bajo los pómulos.
–Qué pena que no lo hayas visto vos también –le decía a Irene cuando se encontraban al terminar el día–.  Ya no sé bien a quién estoy buscando.
Y ante la indiferencia de ella, se reía nervioso.
–Hoy anduve por el sur…
–¿No trabajaste?
–¡Pero cómo querés que trabaje! Todo lo que me interesa es saber qué fue lo que pasó. Hace ya siete meses que…
Y se le quebraba la voz.
Parezco un cadáver, pensaba con tristeza mientras sumergía los pies llagados en  una palangana de agua tibia.
A ella también le daba pena. Eso creía Marcos cuando la veía fijar sus ojos en la cara de él. Y al sentir esa mirada marchita, se abría como un abismo en la nada de su mejilla izquierda. Entonces, él se prometía encontrar al pordiosero, para después vivir. Vivir en serio.
–Creo que ya no tenemos de qué hablar –le dijo Irene una mañana.
Y esa noche no volvió a dormir al departamento.  Al día siguiente, cuando Marcos regresó de la calle agotado de tanto caminar, encontró una nota: “Te quise mucho, pero ahora, no sé por qué, ya no te quiero”. Al poco rato, el dolor de Marcos se había transformado en  inquietud y momentos después, en una resignada nostalgia. Como sonámbulo, desplegó el mapa de la ciudad sobre la mesa y con un lápiz comenzó a dibujar el itinerario para el día siguiente, y para el otro, por las dudas, y el próximo también, quién sabe.

Lo importante era no claudicar. Mañana interrogaría a los vecinos de los barrios céntricos, describiendo la apariencia del prófugo, apariencia que, a esta altura –y esto lo mortificaba– tenía muy poco que ver con el modelo original, adornada como estaba, con todos los atributos del miedo.



Publicado inicialmente en Tokonoma 5, agosto de 1997.

15.12.14

Tiramisú, por Luis Thonis


¿Qué es un narrador? Alguien que te cuenta tu propia historia aunque no la hayas vivido ni sentido. Lancelot ese domingo había cumplido años. Es un día que pasa en cámara lenta y uno quiere que termine rápido. A la una de la mañana recibió un llamado, era una voz que por suerte pudo reconocer enseguida.

Se trataba de la señora de los gatos- se amontonan en la puerta y ella les da de comer- que lo trataba como si fuera su cómplice contando historias sórdidas que suceden en el edificio. Nunca lograba localizar a los protagonistas porque habla de la del octavo tantos, los del décimo tantos y así.

Arriba había una pelea interminable en un triángulo de un tipo y dos mujeres que se tiran de los pelos por él intercambiando convulsiones. Es gente que ronda los sesenta y todo lo que oyó era muy infantil, lejos de la posibilidad de un crimen.

Al principio le hacía caso a la señora de los gatos: ante la muerte de una mujer solitaria, una intrusa se metió de prepo en su depto y como parece que hay organizaciones que se encargan de usurpar de distintos modos este tipo de lugares abandonados- la mujer era vienesa, tenía su familia lejos- se interesó en el asunto. Lo primero que pensó es que para entrar alguien tenía que darle la llave de adentro.

Se la dan a las seis de la mañana, yo los vi, le dijo la señora, detectivesca, y Lancelot fue a hacer guardia a esa hora para descubrir el entuerto. No pasó nada. La historia terminó de manera abrupta.

La intrusa a veces esperaba que alguien entrara y amablemente le pedía pasar. Hizo eso con él y la primera vez le cedió paso. Finalmente la portera que es una tucumana dura y enérgica le aclaró que si se atrevía a entrar otra vez la estrujaba contra la puerta. Santo remedio. Usted es la amante del malevo Ferreyra le dijo Lance y se rió con esa manera provinciana y encantadora que tiene. Era la única persona que lo captaba inmediatamente en todo el edificio y ahora estaba de vacaciones. Las frases más elípticas o irónicas las caza al vuelo.  

Bien, ¿qué novedades traía esta vez la señora de los gatos?

Ante todo, lo saludó por el cumple, algo que lo desconcertó, no sabía cómo se había enterado. Le preguntó y dijo que cumplía el mismo día que su madre y ella tenía memoria, tal vez en algún otro aniversario dije hoy cumplo y lo asoció. A su vez agregó: ¿Viste los mensajitos que tenés?, hay alguien que está enamorada de vos. También quieren avisarle al administrador por los quilombos que hacés. De esto no entendí nada. Y finalmente quiso saber si había leído la página de ella. Un momento, fue hasta la puerta y vio dos papeles a medio entrar. El papel o expediente de ella ya se imaginé que era: casos y cosas que ocurren cotidianamente en el edificio y de los que no estaba enterado porque casi todo el día andaba afuera. Incluso no dormía ahí, especialmente en verano donde iba y venía del interior, haciendo negocios.  

La jerga paranoica desgasta, sofoca. El otro mensaje era una advertencia idiota: pedía que Lance dejara de hacer ruido o iban a llamar a la administración. Yo nunca hago ningún ruido, me confesó, la noche anterior hubo una especie de fiesta o reunión donde las voces entraban y salían como pancho en patio de su casa. Se lo comenté y me dijo que eran de un piso que olvidé. Ah, le dije, yo creía que eran del pub irish que está en la esquina y donde siempre celebran algo estilo Halloween pero los ruidos no alcanzan al edificio.

Amaba la cortada donde vivía frente a la Plaza que debe ser uno de los lugares más silenciosos de la ciudad. Es apto para leer y escribir. Al principio se sentía extraño en un barrio tan cheto pero se fue acostumbrando. No, son de tal piso, reveló la señora miau miau, habría que llamar a la policía en vez de la administración, anoche estuve a punto de hacerlo.

Esto sí estaba resuelto: lo habían confundido con estos vociferantes que eran de los peores porque gritaban, gritaban, gritaban para no escucharse.

Los neutralizó mediante la música. La señora de los gatos siguió hablando y la cortó diciéndole que estaba ocupado y muchas gracias como si ella me hubiera hecho un regalo. Entonces por curiosidad fue a abrir la puerta y encontró que en la manija estaba colgada una especie de salvavidas en forma de globo lleno de flores y una dedicatoria que decía: “Al poeta”.

La señora de los gatos -se dijo- leyó estas notas que no eran para ella. Qué chusma. No tenía la menor hipótesis de quién podía el envío. La cosa tenía algo de increíble: ni bien acababa de cumplir años. y recibía un presente de alguien desconocido en la primera hora.

En el edificio había dos clases de personas: las mayores que eran parte del mundo que la señora de los gatos tenía en la mira y del que prefería no enterarse de no haber razones de fuerza mayor. Hay que aligerarse de la pesada chismografía, conspira contra la creación. Los demás son los  jóvenes, entre los que hay chicas divinas que alquilan y se van luego de dos o tres meses. Aparte de eso, hay matrimonios casados y tipos que viven solos. Uno de ellos la tenía con él: le reprochó en una reunión de consorcio rayar con la bicicleta el ascensor pero después resultó que era porque no lo saludaba. Nunca lo había registrado.

Las mujeres se rieron en coro, lo tenían bien fichado: el siempre está en la luna, no saluda a nadie. Mentira, quiso defenderse. Una le dijo al oído: “ese gordo está caliente con vos”. Lo cierto que ahora saludaba al gordo y le daba vuelta la cara, como ofendido. “Tuve un ACV”, se quejó, y aquí a nadie le importa nada del otro, mirándome. La cara de un gordo triste es tristísima. Pobre, ese tipo de accidentes produce una muerte cada cuatro minutos, no sabía nada pero se lo veía bien. En adelante se empeñaría en saludarlo.

Quiso suponer que el presente no lo hizo el gordo, era como para arrojarse del décimo piso, vino de una mujer pero recorría los rostros y no encontraba alguien que tuviera frecuencia de onda con él. El único trato que tuvo con las mujeres jóvenes fue en el ascensor donde habrá dicho frases espontáneas que salen en el momento. Todas ofrecían su sonrisa y cuando viajaba en el ascensor esperaban algo de él y sus salidas eran en demasía barrocas.

Es más importante ser antibuenista que antiedípico, pensó Lancelot. Había visto demasiados posmos que actuaban de locos o esquizos pero luego eran los primeros en apoltronarse en el poder eran buenistas vergonzantes. Lo confirmó luego del encuentro con la Dama de los cuchillos. Habían sido apasionados amantes, no se mataron de milagro pero ahora eran buenos amigos.

Ella dominaba el arte de arrojarlo y la excitaba mucho el sexo con un cuchillo en la cama. Lance la desafiaba a que se lo clavara cuerpo a cuerpo- a distancia ella era letal- y terminaban muriéndose de risa. En otra época ella sedujo a Lance. Le dijo que había un grupo de tipos que la acosaba y que necesitaba ayuda. Sabía tocar las teclas que resuenan en el otro y puso el dedo en su fantasía de filiación medieval que hacía de él un ser extemporáneo. Ahí le mostró todo tipo de cuchillos. No, gracias, dijo Lance, un hacha o nada. Nadie apareció pero terminaron en la cama. Ella estaba loca por él y los amigos al verla enloquecieron por ella como sucede con toda mujer que no se deja manosear por el amo de turno. Lance la cedió a uno de ellos (que murió luego de tener una historia con ella, aunque no tuvo nada que ver) porque se sentía bajo secuestro.

Los tipos le escapaban ni bien la conocían porque no soportaban una lucidez que a Lance lo divertía. Le hicieron fama de exterminadora de hombres. Pavadas. Ahora le hacía un poco de madre y no le molestaba. Antes edípico que buenista, bromeaba. Se interesaba por las frases que decía, ella no quería publicarlas, no quería por nada del mundo que el mundo supiera de su existencia porque se encargaría de lastimarla. Lance a pesar de no estar de acuerdo la entendía. No era paranoia: las excepciones son desechadas de muchas maneras, tienen que pagar muy duro por su singularidad.

Se preservaba con sus cuchillos de la Sociedad o de algo que él desconocía. Tenía toda clase de ellos pero lo más afilado eran sus contundentes frases. La Dama de los cuchillos se refirió a una amiga que recién se había casado: “tiene la capacidad de encontrar sustitutos baratos”, dijo como si tal cosa con un trago de vodka. Los Martini que preparaba eran adictivos.

Al parecer se refería a una historia anterior: “tiene la capacidad”, dijo él, es una de los giros más tremendos que escuché en el contexto de esa frase. Es muy distinto que decir “se casó con un tipo cualquiera”, esa capacidad, así usada tiene olor a sangre coagulada. Estaba asombrado por la forma de una frase que en sí misma era un cuchillo, casi fascinado por la deslumbrante y bendita maldad que la volvía un ser único.

Algo le contó de esa historia, Lance no prestó mucha atención salvo cuando ella dio su conclusión final: “la mejor manera de denigrar a un ex amante es casarse con un tipo inferior”

Suficiente: ese día ella estaba inspirada y la cuota de antibuenismo se había excedido y no era bueno que se volviera adicción como sus vodkas o Martini. 

Antes los cumpleaños de Lancelot eran muy movidos, ardía Troya. No era cierto que Lance haya tenido tantas novias. Cuando son interesantes se toman por legión. Lo grave era que ninguna quería romper del todo. A veces se hacían amigas entre sí y funcionaban como una stasi ante una nueva relación. ¿Cómo hacía, preguntaban algunos amigos? No soy un mujeriego, respondía, las mujeres captan eso. El mujeriego no hace muchas diferencias, puede ser esta o la otra. No fue su caso: cada mujer es única, bastaba tocar una tecla que nadie había pulsado, hay que ser músico para eso y amar a las mujeres. Saber escucharlas. Como tenía tantas relaciones a medio terminar, las invitaba a todas a comer a un restaurante, bastaba que se vieran unas a otras para molestarse, le hacía un gesto apenas tierno a una y era hombre muerto para muchas de ellas.

A veces una caída de ojos o un giño que habla de un código secreto entre ex amantes que sigue funcionando causa más celos que la noche más orgiástica. Esta siempre fue su estrategia pero se fue calmando hacia el dos mil. Estaba madurando y bajó la demanda. Con estas palabras aludo al tema del cual me enteré a medias porque mi amigo me dio vagos detalles. Fue inútil que se lo rogara, era importante para escribir su biografía. Sucedió ese mismo día el año pasado donde inmóvil desde la vereda vio aterrizar sus libros, cuaderno, todos sus bártulos desde el tercer piso de un departamento del centro. Ese día llegaron a tocarse las cumbres del cielo y lo más profundo del infierno cuando una de las mujeres que más amó hizo una fiesta especial para él.Ella lo llamaba el hombre de hierro y Lancelot pensaba que no lo amaba. Así le ocurría con las mujeres que durmieron con él: no podían soportar el choque o el roce con sus piernas que eran como de hierro. “Nunca le pegué a una mujer, decía riendo, pero podría haber sido acusado de haberlas molido a patadas sin querer”. Pero las que lo habían amado y dormían abrazadas con él no acusaban noticia de eso. Después se dio cuenta que con ella apenas si durmió en las noches. Había sido su amante y apenas si había dormido una noche, el resto fue en hoteles y lugares de paso. Se acordó demasiado tarde de esto.

Antes ni bien la veía a una cuadra comenzaba a desearla con frenesí, se transformaba en otro para entrar en ella como en una selva sin principio ni fin. Pero era una mujer a la que nunca pudo entender, una X más que una ex en la vida que debía permanecer así. Volvió de Europa luego de varios años y volvieron a verse como amigos durante más de un año. Había incorporado a su vida el tango y lo invitó a bailar. Pasó un año y ya la consideraba una amiga más. Pero un día llamó, vino a su casa y nunca la vio tan radiante: la gama de sus sonrisas no estaba agotada y ofreció una inédita, especial para él. El tiempo la había vuelto más bella que cuando era una pendex que amaba el libro de Monelle. La recuerdo: su belleza era escandalosa, parecía haber salido de una película. Lance pensó que todo estaba terminado hasta que le acarició el cuello en el parque. Es increíble lo que puede lograr un breve tacto, pasó con días inolvidables, sin las turbulencias de otras épocas donde tenía que defenderla de brujas, acosadores y demás yerbas. Ahora no había moros en la costa, el horizonte estaba abierto.

Estuvo junto a ella cuando cubrió el nombramiento del Papa para la televisión francesa. Quiso que lo reporteara, le diera el micrófono y hacer el discurso de la Prostituta de Babilonia de Sade para demostrar que no era distinto del Papa de entonces y reparar en las diferencias. Aquél Papa no era precisamente buenista, podía ser tan bueno como la mujer babilónica. Todo para ponerle un poco de sal y comicidad a un hecho tan solemne.

No van a estar a gusto con tu francés, dijo ella. Bueno, lo digo en inglés, pero tengo algo mejor, declaro la guerra de los mundos, dijo Lance ante la posibilidad que todo occidente pudiera escucharlo. Soy todo oído, quiero escucharlo, respondió ella como buen compinche.

“La progresía disfruta de la matanza de inocentes y cuando éstos se defienden los llama genocidas”, sería la primera frase. Y luego: una patada a Obama, ataque sin dar explicaciones al Hezbollah libanés y a los jihadistas en Siria que asesinan y saquean las ciudades cristianas para comenzar el diálogo y que los enemigos de la libertad sepan de qué se trata.”

Lancelot le susurraba al oído como imitando un doble discurso: “La progresía mundial es indiferente a los crímenes de masa pero levanta la voz indignada ante la aparición del diablo yanqui aun si juega para el bando contrario como ahora, el flamante Papa pide paz como si se pudiera dialogar con ellos. Mi fórmula se impone: el diablo yanqui al frente, Israel en la retaguarda como última reserva ética de occidente y todo para que se pueda coger como Dios manda y poder seguir haciendo chistes, algo que será imposible si el mundo se convierte en un Templo madre. ¿Lo mío está a la altura de Sade?”

Ella lo cubrió de besos para censurarlo. La forma en que te besan es una prueba contundente para saber cómo te ama. También la forma de dormir abrazados. 

Se diría por estos signos que se estaban amando inconfesadamente. Lancelot podía dar la vida por una mujer pero huyó siempre que fue amado de veras. No es lo mismo amar que ser amado, afirmaba.

Un tiramisú, anunció temprano ella a propósito del cumple del año pasado con una de esas frases que parten en dos a la tarde, lo estoy haciendo porque quiero llegar al cielo con vos, le escribió horas antes.
Era una noche de celebración después de tantos malentendidos y desencuentros generados por mete púas.

Hay muchas variantes de ese postre, ella es para eso una artesana, no quiero imaginarme lo que podía haber sido esa delicia, nada de lo que ella toca es convencional. Lance creía que ya habían tocado el cielo más de una vez cuando fueron  amantes, creo que ahí comenzó a asustarse porque me di cuenta que Lance puede amar pero no puede soportar ser el amado.

Ella lo recibió con un montón de frascos con distintas clases de dulces preparados exclusivamente para él. Después ella le  hizo el mejor regalo que recibió en vida, no éste o aquel objeto sino ella misma…”yo tenía que haberme casado con vos”, le dijo y eso lo mató. Lo invitó a un restaurante a comer comida peruana. Yo leí la historia que escribió donde ella de entrada le decía que podía hacer lo que quisiera con ella salvo pronunciar la palabra amor. Doucement era una palabra mágica con la que indicaba cuándo debía detenerse. El se sintió siempre como un personaje secundario. Recordó sus súbitos abandonos y partidas, sus tentativas de explicarle que eso no podía ser, que ellos se amaban y la historia quedaría inconclusa y seguiría de la peor manera que fue lo que sucedió porque ella no pudo encontrar “sustitutos baratos” para citar a la Dama de los cuchillos que le había dicho: el narcisismo de la mujer es intocable.

Ahí pasó algo de lo que no pude enterarme pero que imagino: Lancelot no pudo soportar esas interminables pruebas de amor y habrá hecho uno de sus chistes negros y ella lo tomó como un desaire. Esta vez la estrategia del entumido fracasó: cuando una mujer se transforma en una tormenta no es adecuado responderle volviéndose un tornado. Le dijo que él sólo quería usarla como personaje para sus historias y cosas de ese calibre.

Cuando ella adopta una posición firme no hay con que darle, la posee un dogmatismo robesperriano y quiere cortar cabeza a lo Charlotte Corday. Se impone el repliegue cuando Francia se vuelve jacobina. Es cierto que le era imposible no verla desde una perspectiva literaria pero lo que sentía no era para nada falso- el sexo con ella lo acercaba a un silbido de lo divino- y por otra parte literatura es amor dijo un grande y en este caso vale más que cualquier otro.

De nada sirvió pedirle mil perdones y suplicarle a esa mujer que viniera y se fue de su vida sin pedir permiso, volvió y se fue como un relámpago oscuro. No sé si continuará esta historia. Contrariamente a todo lo que había creído reveló después de tantos años que lo amaba realmente. Se entregó totalmente en esa semana donde él recibió los mejores presentes de su vida y no quiso probar el tiramisú, el elixir donde le entregaba todos sus sabores.

Ella lo preparó con mucho amor y  en vez de llevarlo hacia al cielo lo dejó solo en una torre de babel que fueron construyendo dos que mucho se amaron y poco, muy poco se entendieron y para que la palabra doucement siga sonando para él como un trino en la niebla.