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6.4.20

Encuentro con Néstor Sánchez, por Luis Thonis



El presente diálogo con Néstor Sánchez tuvo como punto de partida la publicación de su libro de relatos La condición efímera, Sudamericana, 1988. Me fue solicitado por un suplemento literario pero luego por motivos varios no llegó a publicarse. Data de febrero de 1989.
Ni Néstor Sánchez quería un reportaje convencional ni yo sabía cómo hacerlo. Ambos estábamos de acuerdo en que es un arte donde no debe evitarse el conflicto, que éste era preferible a la fusión adormecedora. La convención fue monástica: si uno podía escuchar mínimamente a otro, habría leña para el fuego. Este encuentro surgió de abdicar de la formalidad maniatada, sin abandonar por eso el orden retórico de los tópicos, para que un diálogo tenga lugar.
Cabe al lector adaptar las coordenadas temporales, el registro de las señas del mapa cultural del momento, inferir si estas voces que a veces intercambian sus lugares, permiten que pase algo de la obra diversa de alguien que desde su primera línea trazó –encontró– una frontera, un límite desde el cual atravesar esa “maldición escolar” a la que refiere: guardiana de mil caras de un malestar vencido una y otra vez en su escrito que se transforma en sinónimo y causa de un malentendido acérrimo para la “voluntad de consenso”.
L. T.

Luis Thonis: Néstor Sánchez, tengo cierta hipótesis sobre su escritura. Pienso que hay una velocidad en sus frases donde reside la dificultad, el desafío de leerlo. No es que vaya rápido, en el sentido de correr. Es más bien lo contrario: la velocidad es la interrupción de un circuito, donde todo circula dócilmente. Ante todo, el de la lengua. Si el lector no capta el ritmo, el no reconocer los códigos habituales, puede dejar de leer. Habría que empezar por la música. En Siberia blues está el jazz, y el tango. Son, por decirlo así, ataques diferentes.
Néstor Sánchez: En Siberia blues  trato de la memoria del cuerpo en relación a las mitologías populares: el jazz, el tango, la poesía, el baile, el turf. Las extiendo sobre una mesa de disección, como juegos de lenguaje. En mi último libro, La condición efímera, en el relato “Adagio para Viola de Amore” menciono a Telemann. En Siberia blues hay una celebración y un homenaje al jazz en tanto improvisación profunda sobre un tema dado. Estas mitologías han sido condenadas a la ley de la entropía. Por eso en “Adagio” hablo de la historia invertida de una creencia.

L.T.: En la revista Innombrable en el 86 se publicó un ensayo de Liliana Guaragno que indagaba el motivo –más que el tema– del doble en su literatura. Lo vincula con la música, dice que cada vez que hay un cuarteto se produce la irrupción de un quinteto.
N.S.: Eso está muy bien. Pero no tuve ninguna intencionalidad. Si hay dobles en los Orsinis tienen que ver con la recurrencia.
L.T.: Por ejemplo, Heriberto Orsini encuentra, o recurre ¿en Donald Gleason?
N.S.: Sí, hay líneas de vida. Un intelectual tiene un espejo en otro, un gánster en otro gánster, un músico en un músico…
L.T.: Pero se cruzan: Heriberto es un intelectual y un gánster. Hay que estar muy atento y seguir en qué líneas deriva la ruptura de la identidad.
N.S.: Hay líneas indefectibles, definidas, del orden. Pero están las que responden a la fatalidad. En las líneas definidas es lo mismo ser cajero que albañil, o corredor. Son las otras las que aluden al drama de la individualidad.
L.T.: La fatalidad suena un poco al azar en las experiencias no definidas…
N.S.: Son líneas que responden a lo clandestino.
L.T.: En su caso, Néstor Sánchez, lo clandestino es algo fiel a sí mismo porque hay una estética. Pero puede ser el oficio más unilateral cuando se trata de determinar la marginalidad cultural, no hablo de la social. Hay cierto, mucha vanguardia que declama estar “fuera” cuando es notorio que está perfectamente ubicada como el cortesano en el ala del palacio. Recuerda la paradoja del barbero que no puede afeitarse a sí mismo. Abundan los “anti”, tanto que “cultura oficial” ha llegado a ser una expresión sin significado… con la chata jerga que cultivan no pueden estar en contra de nada… de la literatura tal vez sí.
N.S.: La antiliteratura es eterna. Por eso mi libro se llama La condición efímera. A diferencia de otros libros míos se escribe en torno a disyuntivas éticas.
L.T.: Yo voy a hacer un poco de historia, entrar en el terreno más prohibido de una franja de vanguardia. Aclarando primero que en sus años de ausencia en el país –de 1969 al 86– se aseguraba que estaba muerto. Alguna vez en una de esas reuniones de escritores para romper el conmovedor aburrimiento –todos, qué maravilla, estaban de acuerdo en todo lo que mencioné: casi todos dieron vuelta la cara, buscaban un apuntador ausente para preguntar quién es ese Sánchez, tal vez el padre de una precoz narradora. Bueno, yo también soy un malo por excelencia en esta vieja película, siempre la misma. Sigo con la historia. Su nombre a partir de los Orsinis pudo sonar junto a otros escritores latinoamericanos de lo que se llamó el “boom”.
Algunos publicaban en Seix Barral, estaban los elogios de Cortázar, dijo que Cómico de la lengua era un milagro, incluso que usted había ido más lejos que todos ellos. Una palabra de peso, generosa y cierta. Pero usted da un giro: se dedica al estudio del sánscrito. En más de diez años lo único que llegó fue el reportaje de Héctor Bianchotti en la Quinzaine Littéraire, que publicamos después en Innombrable. Creíamos que estaba muerto: lo hicimos como homenaje. Me disculpo por eso… quiero señalar qué clase de clandestinidad se trata en su excepcional caso. Yo hablaría más bien de un anonimato que sucedió al amontonamiento publicitario del “boom”.
N.S.: No entiendo cómo pudieron meterme con los escritores del “boom” en las antologías. A mí Vargas Llosa me parece peor que Pérez Galdós. Dije entonces que los escritores del compromiso eran los más irresponsables.
L.T.: Ese tipo de opiniones fue otra contribución a la omisión total. Se puede o no compartirla, pero basta leer especialmente Cómico de la lengua para comprobar que se trata de otra estética, inimaginable entonces, de otra respiración de la lengua.
N.S.: Estos escritores para mí representaban el momento más bajo de una lengua por su falta de relación con la poesía. Julio pensaba lo mismo. Lea lo que escribió en La vuelta al día en ochenta mundos. Y por otra parte, que yo piense así ¿es algo tan grave?
L.T.: En esa época para el medio, sí. Y hoy también. Hubo alguien que se llamó Taine. Hoy está refutado, no lo mencionan por desconocimiento o vergüenza, pero reaparece siempre, hasta posmodernizado. Para él el medio lo explica todo y el sujeto refleja su ambiente. Un paso más y nos hallamos ante el positivismo descarnado: la supervivencia de la lucha por la vida donde triunfa el más apto, es decir, el que mejor se adapta, el que mejor hace deberes para el “eterno” dictum de turno. Por otra parte, usted no hace concesiones: parece que en esta época no se salva literariamente nadie.
N.S.: Rescato las primeras cincuenta páginas de Cien años de soledad. Ahí cuando se señala con el dedo hay cierto efecto de Génesis. Pero no hay llegada del lenguaje, quiero decir, a Márquez le falta una sensibilidad refinada para dar con el ritmo que esto exige. Se queda flotando, se ahoga, abandona la “soledad”, nos condena a otro siglo de novelas por encargo, entramos en la demagogia, la sensiblería, el fascismo…
L.T.: Sánchez… ese último epíteto es de tono muy subido. Suena a invectiva y hoy carecemos de un arte de la injuria. Va a ganarse nuevos enemigos, esto está bien, pero no van a decir nada, sólo añadir un San Benito más a los otros, tantos que pesan sobre su obra.
N.S.: No es un insulto. Lo que ocurre es que hay fascistas tímidos. Devotos de arquetipos. El que sepa leerme entenderá qué estoy diciendo.
L.T.: A mí la palabra fascismo no me escandaliza. Pero me parece vago aplicarla a la literatura, incluso a la que se detesta. Pasolini decía que bajo diversas expresiones el fascismo era la religión de nuestro tiempo. Pienso que quien sepa leerlo interpretará –algo muy distinto a comprender– que hay cierto “fascismo” en el mercado. En el sentido que se está perdiendo, extinguiendo una forma específica de novela argentina que es posible leer en Arlt, en Cortázar, hasta en el mismo Viñas, además de lo hecho por las vanguardias del 70. Está siendo aplastada por las burbujas estereotipadas, enchapadas en el policial norteamericano y el cine correlativo: leemos pésimas traducciones en un tipo de novela que ha perdido el diálogo, el temblor del estilo, el conflicto, y en ese aspecto podría considerarse letal al ejercicio.
N.S.: En el fascismo la bestia en el poder es peor que un anarquista. Ya se sabe qué queda después de un anarquista… un poco de tierra para cultivar. Después de un fascista, en cambio, queda su cuenta de banco, la que decía no tener. No digo que sean “ogros”, eso es “filosofía”, mala literatura, lo son por sus buenas intenciones. Cuando éstas entran en conexión con una política cultural las consecuencias son aberrantes. Si esa palabra molesta, recordaré que más de una vez afirmé que la Argentina sufría una maldición escolar, esa gente refuerza eso…
L.T.: Quieren reeducar absolutamente todo sin…
N.S.: Quieren ganar plata como sea, nada más.
L.T.: En Cortázar yo admiro la primera parte de su obra. Pero están sus llamadas veleidades. Él cayó en una de esas redes donde la necesidad de coherencia política puede llegar hasta diluir la ética.
N.S.: Julio fue leal, siempre. Tenía mucho miedo a la muerte y eso lo llevó a asumir la política como un adolescente.
L.T.: Usted le reclama a la novela una relación con la poesía ¿Tuvo en su obra en cuenta a algún poeta argentino?
N.S.: A Francisco Madariaga. En Siberia blues le hago un pequeño homenaje.
L.T.: En su cuento “Ley de tres” hay un hombre entre dos mujeres. Al leerlo pensé que se puede estar –iba a decir “tener”– con una, ninguna o mil, pero estar así entre dos, bueno, es el principio del fin de la aventura…
N.S.: Depende de la inteligencia de las mujeres. La mujer no inteligente es la mujer madre. En “Ley de tres” lo que podría suceder queda en suspenso. Concedo que el dos es un número muy burdo. El tres en cambio es un número sagrado… la Santísima trinidad. Yo tengo la preocupación que la tecnología en avance va a tirar por tierra lo que queda de las religiones. Hablo de las computadoras, de los bancos de datos que están en Rusia y en los Estados Unidos. El marxismo siempre fue una teoría económica.
L.T.: Se postuló como filosofía dividida, creo, entre materialismo histórico y dialéctico. Habrá que pensar por qué derivó en una religión a veces alucinante, por ejemplo, Marx redujo al pueblo judío a una clase histórica, el pueblo-clase lo llamaba, o sea era sólo una categoría económica…
N.S.: Pero qué bueno es eso de Marx…
L.T.: Fue una reducción pero no hay nada en sus escritos –¿cómo escribe, no? – que justifique lo que el estalinismo llevó a cabo, me refiero a las masacres. Habría que indagar –aunque interese poco ya que no es temático, es un tópico, un lugar de discusión– si en los nudos de las vanguardias no prosiguen las llamadas guerras de religión aunque por otros medios. Piense en el lugar que la Trinidad tiene en la obra de Joyce, o cómo Kafka toma la ley del Antiguo Testamento, en el sentido literal de “edicto”… en cuanto a la cuestión judía…
N.S.: Nosotros los argentinos también somos judíos. Y los peruanos, los uruguayos, todos nosotros estamos listos. Somos un eco de lo que la física llama el quark. El testigo obligado del fenómeno.
L.T.: Quarks es un término que Gell Mann tomó de Finnegans Wake para denominar, no sin humor joyceano, a unas partículas que acaecen en millonésimas fracciones de segundo. En Joyce, quark, es un personaje no visto ni oído por nadie. Yo me acuerdo de otra palabra: “quaks”, uno de sus sentidos es “embaucadores”. Si testigo significa etimológicamente “mártir”: ¿no habrá martirios embaucadores? No creo que la satelización del mundo sea algo terrible, apocalíptico. La prueba de fuego es cómo las culturas van a evitar ser americanizadas totalmente, o caso de la Unión Soviética, rusificadas, como Polonia. Pero a su vez no caer en “fascismos”. Porque ante la a veces brutal modernización en ascenso recrudecen los fundamentalismos, intentos desesperados de recuperar una identidad perdida. En ellos la palabra suele coincidir con el código: sentencia a muerte a todo lo diferente.
N.S.: ¿Y China? A mí me interesa todo lo chino, incluso Mao. No deje afuera a los chinos que son muchos y enormemente correctos.
L.T.: En su literatura hay más de un toque de arte clásico chino. También está, creo, lo hindú. En su antológico –para mí– relato “Diario en Manhattan” de La condición efímera el narrador toma verbalmente la isla desde una posición “zen”, como si la escritura pulsara el temple del arco en esa ciudad eco, doble, “sostén” de Nueva York. Imperceptiblemente se oye la impostura sexual que trabaja la vida americana, la ausencia de estilo en primer término, es decir, la brutalidad, la liberación del boy-scout, la militancia homosexual, la voz del matriarcado, la segregación, los mass media que “llegan a producir el deber instantáneo de aullar”, todo el furor egoísta que no es incompatible con la tenacidad comunitaria, según escribe. Y se nota que no tiene nada en contra: atraviesa la isla desde lo singular…
N.S.: Sí, es el mito de la Isla contra mis propios mitos. El primero de ellos es el de la condición lumpen: ”Y si un imbécil se ríe es porque es el Tao”.
L.T.: Se detiene en las fruterías, abiertas día y noche. ¿Lo asombra que estén en manos de chinos?
N.S.: Los chinos conforman una isla en medio de la Isla. Un descanso de la usura, de los sacerdotes gigantes que rezan al dios Dólar, los altoparlantes. Los chinos son “reductos a contraimagen”, cito, el narrador aprende de ellos.
L.T.: Y transmite… se ocupa en detalle de los movimientos del cuerpo, a derecha, izquierda, descriptos con minuciosidad, son como acordes, una música que va separándose de cuanto acontece, sin influir ese continuo plebiscito.
N.S.: Son ritos, oraciones, contra la mecanicidad del cuerpo. Propongo ahí la conducta como oración cotidiana, es una disyuntiva ética. Eso es lo lumpen: sé que esta palabra suena peyorativa, pero para mí es santa.
L.T.: Muchos escritores “antiimperialistas” caen de rodillas cuando pisan yanquilandia. Algunos hasta predican desde allá, a buen resguardo, la revolución. Otros transcriben la última película que llegó acá. Sarmiento en su Viaje descubrió algo que sería decisivo en su obra: que ser pobre allá no era un mérito. Usted habla del “lumpen”, alguien que no se explica para nada por la necesidad, tiene, en todo caso mucho más que ver con la libertad que esas figuras macizas, que parecen salidas de un pandemónium conductista. Creo que pocos escritores actuales norteamericanos hayan ido más lejos que usted en eso, salvo Thomas Pynchon, quien establece nuevas conexiones entre el dinero, la mierda y la Bomba. Es otro ilegible, en el “Diario…”, por otra parte la cosa no tiene que ver con ideas, sino con ciertos circuitos, esos relámpagos interrumpidos de sus frases…
N.S.: A mí me interesó por un tiempo la literatura beatnik. Ginsberg escribió “Kaddish”, una oración fúnebre judía, que es uno de los mejores poemas en lengua inglesa.
L.T.: En otro relato de La condición efímera, “Las grandes maniobras”, la mujer dice que la desdicha es “un viejo asunto calumniante”…
N.S.: Eso no es distinto de algo que afirmó Nietzsche: que sólo quienes atraviesan un gran dolor tienen la posibilidad de la risa. Una escritura sin humor no tiene posibilidad, pero sin sufrimiento, cómo inventar el humor. Ahora dígame, usted, Luis Thonis, ¿cuántos universos hay?
L.T.: No sé. Giordano Bruno habló de infinitos mundos, lo quemó un tribunal véneto. Sé que la teoría del Big Bang trata de un estallido que sucedió… ¿hace 18.000 millones de años, no? Una detonación irreconstruible para la conciencia. Casi como el pecado original, tal vez más tenue…
N.S.: Eso suena antropomórfico.
L.T.: Dije el pecado original. No hay que confundirlo con otra clase de actos…
N.S.: Explíquese.
L.T.: En el pecado original Adán imita a Dios bajo dictado femenino. Ahí está la falta, irrepetible. Los que imitan a Adán, hablan del nuevo Hombre, etcétera, son adamitas. Jesús dijo que el hombre justo peca por lo menos siete veces por día, imagínese uno… por eso hay teólogos que hablan de la libertad de pecar; San Agustín dice que no hay que tener miedo de equivocarse, la lujuria para él no es algo tan grave como puede serlo la soberbia con la fanfarronería de los dioses cotidianos…
N.S.: No cambie de tema ni se alegre demasiado. El drama del Big Bang es que tiende a la entropía. Y la entropía significa el fin de las religiones, por ingenuas.
L.T.: Pero para que eso ocurra tienen que pasar miles de millones de trillones de años. Y, entonces, seremos ¿inocentes?, ¿otra vez?, ¿no habrá antes otra detonación, en otro agujero, esta vez, blanco?
N.S.: El hombre del futuro va a ser menos ingenuo. Se va a establecer el fin de todas las religiones, por geocéntricas. Ha de haber miles de millones de sistemas solares…
L.T.: Pienso que las religiones son diferentes y por eso no pueden terminar de la misma manera, como por decreto. También está la ética, ahí tampoco puede haber demasiado “progreso”.
Por ejemplo, quienes hoy éticamente se pronuncian contra la condena a muerte de un escritor dictada por el imán chiita aún si son ateos adhieren implícitamente a posturas éticas que se fundan en los mandamientos.
N.S.: A veces no queda sino atarse a una roca. Como decía Eliot: en una playa distante y a riesgo, agrego, que la roca se tome revancha.
L.T.: Otro relato de La condición efímera se llama “Job”. El Job bíblico vive más de ciento cincuenta años, el suyo está en el trigésimo año de su existencia.
N.S.: Desenvuelve un poema de Dylan Thomas, “En memoria de Anne Jones”, que fue su ama de leche.
L.T.: Pienso que en Job hay un reproche hacia el lenguaje. El purismo invertido se manifiesta cuando pregunta cómo de mujer puede nacer algo puro. En el fondo quiere ser inmortal, usted retoma eso, o es su arte el que me hace atribuírselo.
N.S.: Es que el hombre debería poder vivir trescientos mil años, sin escoria.
L.T.: Admiro su apego a la vida. Sé que lo que dice no es potencialmente imposible. Sé que morimos de desinformación: el ADN, que parece es imperecedero, no puede, como sistema recibir el mensaje de las células para que se regeneren, dividiéndose. O sea que se ha descubierto algo inmortal. Pero hasta ahora sólo se ha conseguido doblar, creo, la vida de ratones.
N.S.: Lo que dice es extraordinario. Los ratones, además, son los lúmpenes por excelencia.
L.T.: En todo caso le digo que la cifra hiperbólica que propone postula la inmortalidad de contrabando.
N.S.: Nada de eso. Yo ayer salí del vientre de mi madre. Esa cantidad de años es poca considerada en términos científicos.
L.T.: Usted, para recordar lo dicho por Cortázar, encuentra caminos nuevos, casi desconocidos en literatura. A propósito de eso me acuerdo de una frase casi proverbial, que quien se asoma a lo desconocido no puede ignorar. A ver qué le parece: “Los tontos toman los caminos que suelen evitar los ángeles”.
N.S.: ¡Qué hermosa es! Si me dice quién la escribió la pongo de epígrafe en mi próximo libro.
L.T.: La cita es de Burke, en sus Reflexiones sobre la revolución en Francia, no me acuerdo de quién es, seguro no es jacobina. La vanidad es otro tema importante en su obra, su último libro se abre con una cita del Eclesiastés. ¿Qué le sugiere lo que dice un arrogante personaje de Jane Austen: “But vanity, not love, has been my folly?”
N.S.: Que suena bien, pero que no es así. La vanidad engendra vanidad, nada más. Y el amor locura. En toda experiencia amorosa profunda –y no sólo con mujeres– el organismo comienza a producir anfetaminas. El amor vuelve loco y si no es loco se vuelve loco. La monogamia es un criterio ético ante eso. El odio es inconcebible. Se necesita una enorme pobreza para odiar.
L.T.: No creo que se necesite mucho para eso. Una enorme pobreza ya habla de amor si recuerdo a Ignacio de Loyola. Hoy, además, no hay tiempo para odios personales, lo más abominado suscita tan sólo una etiqueta, o una bomba. Es una época de odio programado donde el otro no llega a tener un rostro. ¿Y los celos, están a medio camino? Me acuerdo de un personaje de Calderón que dice que ella no es sino “toda celos” y que Proust escribe cómo los celos suelen ser mucho más intensos que el amor.
N.S.: También está quien tiene celos de quien está celoso porque no siente siquiera eso… el odio programado es el más destructivo. Yo escribí el “amhor”, con h, porque sé que es imposible. Si querés algo mal te embrutecés. En La condición efímera digo que estamos realmente solos en medio de lo que amamos.
L.T.: Y con un uso de la imagen que cambia constantemente de plano y me ha hecho pensar en el cine mudo.
N.S.: La imagen, así, no miente. La palabra, en cambio, sí. La imagen nos condena a ser lo que somos.
L.T.: Hoy la imagen predomina sobre la palabra. Creo que ya no necesita mentir. Funciona a fuerza de electro-shocks. Pienso que en su escritura la condena se levanta cuando hay un encuentro en esas imágenes de cine mudo y su palabra, esto tiene que ver con los planos, con un arte de escuchar musicalmente el pasado desde otro tiempo irreductible de lectura. Además, esto es lo único que hoy permite subvertir el poder aplastante de unas imágenes que no quisieran interrupción alguna: dividiéndolas, he ahí el efecto mudo, que desconcierta el relato lineal, he ahí la línea auditiva, múltiple, son movimientos que lo dejan a uno sin reflejo donde protegerse, reproducirse. Ahí es donde comienza la lectura.
N.S.: Mi próximo libro trata de todo eso. Se llamará Redención por la delicadeza. Y ahora para terminar quiero me permita un pequeño exabrupto: ya que el amor es imposible –digo–, ¿por qué no cerrar las puertas con cuidado?
L.T.: Hay en esa frase un cierto tono… ¿profético?
N.S.: Espero que no. Los profetas eran enfermos graves. Es cierto que mucho más sanos que los que hoy quieren salvarnos.

Publicado en la revista Pierre Menard n° 1, año 1992.

15.9.13

Néstor Sánchez: Racconto a partir de un solo de flauta


Entrevista hecha por Mariani




ALGUNAS COSAS DE ESPALDAS A LOS SOCIÓLOGOS SIN EMPLEO

Néstor Sánchez, un libro de cuentos del que no quiere oír hablar, dos novelas (Nosotros dos y Siberia blues, 1966 y 1967, respectivamente), difícilmente olvidables, “El libro negro del humor de antología” (1968 en colaboración  con Dolores Sierra), es un novelista nato y un ser humano con una permanente expresión de sorpresa impresa en el rostro. Una expresión que consigue reflejar toda la enorme capacidad de asombro que Sánchez lleva en su interioridad, y que le permite, de pronto, romper la bolsa de sus silencios y derramar su contenido de enormes risotadas enronquecidas, en medio de la devota lectura de un poema de Cendrars, mientras estalla en un “!Qué bárbaro!  ¡Qué bárbaro!” o en uno de sus prolongados “¡Qué maravilla!” ante un solo de los de Coltrane.

Néstor Sánchez, tras desaparecer por nueve meses: (“Estaba escribiendo una novelita”), abre la puerta, entre sorprendido y avergonzado por el olvido de la cita y por un interrumpido ensayo de flauta, amante a la que ahora dedica toda su pasión. Entretanto vigila algo que se fríe en la cocina.

-¿Es que el novelista Sánchez no escribe más, acaso? ¿O se está proponiendo una nueva relación entre las palabras y las notas?

-Es una pregunta que hace dar ganas de tragarse la flauta y pedir perdón. Por ahora no paso de Mozart y algunos diletantes, sobre todo anónimos; sin embargo pienso seriamente en la música como actividad que no quiero abandonar más. Algo así como el festejo interminable de una ley. Y entonces la mayor parte de la literatura que leo me parece condenada a Descartes, me suena a declamación, mentira, etcétera.

-Supimos que está escribiendo una nueva novela. 

-Sí. Hace unos veinte días que terminé mi tercera novela que esta vez es larga como las novelas. Entonces me dedico a corregirla: la cuido de día y de noche y la sobo mientras descanso.

-¿Tiene alguna relación con sus libros anteriores?

-Sin haber escrito Nosotros dos y Siberia blues, especialmente esta última, no podría haber escrito éste. Pero la relación casi obsesiva central sigue aproximándose a la búsqueda de lo antiliterario. Quiero decir: procuro escribir a partir de aquello que rechazo como lector interesado, a partir de aquella única cosa que un escritor debe ir aprendiendo y que es lo que no debe hacerse. Claro, además está la necesidad de encontrar un ritmo total en el aliento, una especie de respiración poemática. Pero eso lleva toda la vida.

-¿Qué entiende específicamente por antiliterario?

-Entonces le contesto por la otra punta: toda literatura literaria, todo gesto culterano o pretendidamente ideológico, se nos transforma poco a poco en mentira, en convicción espantosa, en cháchara orgullosa. La literatura literaria, en este sentido, parece no tener límites, tal vez porque cualquiera puede sentarse y escribir de acuerdo con lo que leyó mal, al sentimiento que cree inaugurar, a la pólvora que cree descubrir. Cualquier otra actividad artística  requiere una unidad y dedicación que la literatura, por tratarse de palabras, parece obviar. De ahí que todavía se puede asegurar lo que él pensó y lo que ella sentía. Si el acto de la escritura es un acto esencialmente ético, de posible verdad consigo mismo, entonces toda vieja convicción literaria se hace dinosáurica por sí misma, se hace cada día menos soportable.

-¿Cree que lo antiliterario es una tendencia que se está generalizando?

-No sé. Tal vez. Depende del hambre de verdad interior que cada uno encuentra cada día en su Remington. Pero lo que por otra parte sí se está generalizando es la improvisación a toda costa, la gran megalomanía confesional. Declaro aburrirme mucho con casi todo lo que aparece en mi Buenos Aires querido. Mi tío Ismael, uno de los personajes de mi libro, escribió durante casi veinte años sin pensar en publicar; claro, él era un poco masoquista, pero…

-¿Entonces sólo son válidas las experiencias solitarias, y desesperanzadas, como las del tío Ismael?

-¡No tanto! Creo que hay gente, sobre todo gente joven que trabaja con alguna cautela y que pretende partir de lo que ya no debe hacerse. El elemento desencadenante de la gran baratura  que amenaza sepultarnos en papel, es ese lector multitudinario que inventaron los sociólogos sin empleo. 

-¿Y qué hay del mentado “boom” de la literatura latinoamericana?

-Es ese otro invento donde parece que se terminaron los adjetivos de la crítica semi-especializada que tenemos. Por ejemplo, ahora están buscando transformar a Rulfo, un cuentista que nos aburría bastante hace diez años, en la contrapartida de los grandes promocionados. Sin embargo no hay grandes diferencias; lo que sí hay es una enorme vejez europea y, como ha sido siempre, confusionistas y personas inteligentes. En general el “boom” no ofrece un solo encuentro estético (ni siquiera hablar de una poética) de dos escritores que marchen hacia respirar un aire menos conocido. Siguen sobreviviendo sin molestarse mucho todos los esquemas trasnochados, desde el novelón sociológico hasta el destrabalenguas, lo modernoso y lo densísimo. 

-¿De lo que se desprendería que la mayor parte de lo que aparece editado carecería de valor?

-¿Qué quiere decir valor? Convengamos que el valor en sí, el culterano, lo dan los profesores y periodistas de todas las edades. Yo hablo como un tipo apasionado por lo que hace y por lo tanto arbitrario. Cuando uno quiere algo, conocer y convencerme a través de la escritura, cuando lo quiere todo el tiempo, no pide ni da cuartel; y tampoco lo merece. Yo quiero encontrar casi todos los días el libro, la voz de un hombre, que me convoque, que me desubique los esquemas, que me pida cosas, que me obligue a participar, a confundirme, a cumplir un ciclo en su lectura. Por lo general encuentro nada más que historias, mujeres que hablan, idiotas que hablan, paralíticos que hablan, cañeros que hablan, bobos que hablan, monólogos interiores de oficinistas, historias ajenas, historias chismosas, niñitos que hablan, papel, tinta.

-¿Qué opina el novelista Sánchez del último libro del novelista Cortázar?

-Después de aquellas cien páginas de “Rayuela”, donde por primera vez un prosista argentino parecía relacionarse con la poesía, sigo esperando con el corazón en la boca y me resisto a aceptar que sus tres últimos libros tengan que ver con Morelli. “62” es un enorme silencio. 

-¿Es cierto que prepara su partida?

-Tan cierto como la flauta.

-¿Tiene que ver con una beca?

-Sí. Pero sin beca igual me mandaría mudar. Una ciudad es un lugar con humo más o menos negro habitado por gente que camina y camina. Ni viene otra agua ni el río ni nada cambia. A lo sumo, cuando dicha ciudad envejece del todo en uno es porque ha llegado el momento de no reprocharle nada a nadie y pisar las valijas.

-¿Quiere decir que esta vez no hay regreso?

-Eso. De Estados Unidos me voy a Londres por algunos años, como para cumplir con una vieja aspiración libresca de mi tío Ismael que casi va a allá por unos tres meses antes de su suicidio.

-¿Algo más?

-Sí, que ahora han empezado a manosear a los poquísimos viejos entrañables que nos quedan, como por ejemplo Juan L. Ortiz, cosa que me parece absolutamente pornográfica.



ARTiempo nº 5. Revista mensual de arte y espectáculos. Buenos Aires, marzo 1969.

11.5.13

Música Sánchez, por Pablo Ingberg





El camino más alto y más desierto

Néstor Sánchez era Messi: jugaba a otra cosa. Tengo para mí que, cuando ya nadie sepa quién era Messi, va a seguir habiendo uno que otro lector extasiado de Sánchez.
Messi duerme exquisito un pelotazo y arranca electrizado a pura gambeta indescifrable. ¿Qué quiere decir esa sintaxis de gambetas?
John Coltrane agarra una melodía, la desarma, la frota meticulosamente, le saca brillos deslumbrantes y hace aparecer al genio. ¿Qué quiere decir ese fraseo incandescente?
Nadie se hace esas preguntas. Nadie se plantea entender esas cosas, el placer estético que le causan un ritmo o una música.
Desde que empecé a regalar ejemplares de Siberia blues, El amhor, los orsinis y la muerte y Cómico de la lengua comprados entre saldos de Seix Barral en una librería de calle, creo, Talcahuano entre Corrientes y Lavalle a fines de los ochenta, no cesan de sorprenderme cada tanto confesiones de incomprensión, declaraciones de oscuridad y hermetismo. ¿Qué hay que entender?
Tengo un amigo traductor al que no le gusta el jazz por lo que no tiene de melodía. Otro amigo escritor al que no le gusta por lo que no tiene de estructura formal. Simplifico, pero algo de eso hay. En ambos casos, no les gusta por lo que no es, no por lo que es. No les gustan las peras porque no brotan del olmo.
Tengo otro amigo, estadounidense (quiso conocerme por mi traducción de Gatsby), al que le gusta y frecuenta mucho el jazz. Tiene oído finísimo para la literatura de su agrado, pero rechaza prácticamente en bloque lo que en inglés se llama modernismo, lo que trajeron las vanguardias desde principios del siglo XX; por ejemplo, James Joyce o Virginia Woolf, por citar a dos autores a los que estuve traduciendo mientras intercambiaba con él sobre el asunto. No cesa de asombrarme, le digo hasta el cansancio como a la pared, su oído cerrado en literatura a lo mismo que aplaude a rabiar en el jazz.
“... Siberia blues... no era un libro sobre el jazz, sino lo más parecido que ha existido nunca al jazz”, dice Enrique Vila-Matas, un tipo con oreja. Una autoridad. Un tipo de renombre. Extranjero. Internacional. Hay que escucharlo. Y ahí termina todo viso de ironía, no dirigido a él, en cualquier caso. Al contrario. Es del palo. Y dice que empezó a escribir después de leer a Sánchez. Todo un principio.
Cuando a mediados de los noventa propuse en un par de editoriales grandes que publicaran Cómico, hasta ese entonces nunca publicada en Argentina, sólo conseguí que en una de ellas le dieran a Néstor la changuita de escribir unos informes de lectura.
¿Qué es lo jazz de Siberia? Néstor se preparaba pacientemente, amorosamente. Leía poesía en voz alta con amistades poéticas a principios de los sesenta. La poesía no me ha sido dada, solía decir después en cierta vena. Arrancó por la narrativa, entonces. Pero con espíritu poeta. Las historias se cuentan por teléfono.
(Circulaba, parece, entre amigos y afines sesentistas. Mi tía de esa de-generación me invita en los ochenta a un almuerzo de reencuentro con gente de su juventud, entre ellos el poeta José Peroni, a quien había encontrado taxista. Otro de los presentes, antiguo marido de mi tía, cuenta anécdota. En un bar, Peroni le pregunta a algún secuaz, demasiado locuaz, por qué escribía poemas. Por ejemplo, cuando quiero decirle a una chica que la quiero... Pero eso podés decírselo por teléfono, irrumpió Peroni, dice el ex marido. Así vuelan las anécdotas de protagonista en protagonista.)
Para Néstor las historias son el opio de los lectores. Su entrega en la escritura es absoluta. Quiere idéntica entrega del lector. La historia es pasatiempo, él quiere alma. Literatura religiosa, a su manera. Comunión. Elevación del espíritu. Penetración en lo profundo del espíritu.
Coleccionaba notas, coleccionaba palabras. Ésa era siempre su recomendación: cuaderno de notas. Como coleccionaba un Charlie Parker melodías. Escuchadas por ahí, imaginadas por allá. Melodías porteñas en Néstor. De la Siberia infanto-juvenil, de los poemas leídos en voz alta, de los bailes en tango, del hipódromo. Epifanías Joyce en clave Sánchez. Llegado el momento, preparaba el “estado de gracia” (lo cito), el estado de escritura. Ceremonias, ritos. El mate, cierta música en el wincofón (alguna vez me sugirió el Stabat mater de Pergolesi). Entonces se sentaba ante la máquina de escribir como sus referentes Charlie Parker o John Coltrane se colgaban el saxo. Y se dejaba fluir, como ellos por las suyas, por esas melodías cultivadas amorosamente. Se terminó la historia. Es música. “Lo más parecido que ha existido nunca al jazz”. Nada más que entender.
No es, claro, que no haya ninguna historia. Si hay narración, y eso creo que nadie se pondría a discutirlo, no puede no haber ninguna historia. Lo que no hay es historia como hilo conductor. Un nace-crece-se desarrolla-muere, o introducción-nudo-desenlace. El cuentito. No. No hay historia protagonista. Hay otras conexiones y encadenamientos no explicables por teléfono. Un hecho estético en sí mismo. No se puede silbar todo un Coltrane. Hay que entregarse a escuchar.
Néstor lo llamaba novela poemática. No sé por qué pero nunca me sonó muy de mi gusto esa palabra, poemática. En alguien que inventó tantas palabras orgásmicas. Entiendo que se entiende más o menos y no había mucha opción. Novela poética está gastada hasta el cansancio. Si había que ponerle otro nombre, ahí está. Da idea. Mientras no sirva para comodidades académicas de etiqueta y archivo. No lecturas.
Cuando Cortázar, otro tipo con oreja y jazz, le dice, me cuenta Néstor (hace años lo conté en una entrevista y circula), le dice, caminando quizá por los Jardines de Luxemburgo, “vos llegaste más lejos”, le dice eso: Néstor llegó a música. La cumbre de la lengua porteña.

“Demencia: / el camino más alto y más desierto”. Así empieza el primer poema del primer libro de Jacobo Fijman. Curioso título, dicho sea de paso, el de ese primer poema: “Canto del cisne”. Anuncio de un silencio final cuando apenas se empieza a decir algo. Pero cantando. Cantando como el cisne, que canta solamente en ese mito del momento que precede a la muerte.
Néstor tomó desde principio a fin el camino más alto y más desierto. Ahí no puede haber demencia estricta: la demencia a la corta o a la larga no articula, se desarticula. Él tal vez haya sido siempre fronterizo. Tal vez no haya podido nunca articular esa muerte del padre cuando él era apenas púber.
Eres el sótano oscuro
con piso de tierra
donde ha entrado una vez
descalzo el niño
y lo recuerda siempre.
Estrofita de Pavese que le escuché citar más de una vez así, traducción suya, supongo, de memoria (hay una mezcla de él en el primer verso, pone “oscuro” de la estrofa siguiente: Sei la camera buia, en vez de “cerrado” que va ahí: Sei la cantina chiusa).
Lo conocí en sus últimos arrebatos de furor, regados de cerveza y ginebra encendedoras de mejillas y ojos y algún resto de pasión. Principios del ’88; principios de marzo, creo. Me invitó Liliana Heer (nunca dejaré de agradecérselo) al bar de Diagonal Norte, al lado del cine Arte (no sé si funcionaba en esa época). Todo ese año los miércoles; aunque en mi recuerdo se prolonga en duración. En medio del camino nos mudamos a la vereda de enfrente; o acaso ahí prolongamos con irregularidad otro año, otros años. Presidía emérito Juan Jacobo Bajarlía, a metros de su estudio de abogado, en cuyo sillón, me mostró alguna vez, había tenido encuentros cercanos con la joven Alejandra Pizarnik, hasta que ella se le apareció con valija de mudarse y la mandó a mudar. Comoquiera que haya sido, el Bajarlía abogado patrocinó al Néstor sin un mango en el reclamo a Sudamericana de derechos de autor nunca percibidos por Orsinis (aparecido con Néstor en Iowa y nunca más volvió, hasta ese momento). Terminó en acuerdo de no pago a cambio de publicar La condición efímera, lanzada ese año ’88 a la calle sin apoyo de prensa y con las puertas editoriales cerradas a perpetuidad para el autor y su abogado poeta y ensayista de vanguardia (dicho esto último luego por este último). Oh dios dólar. Me resuena una reseña lamentable de Jorge Masciangioli en La Nación, rebosante de rencor y sordera (meses después de morir Néstor, Masciangioli fue a reunirse con él en la Chacarita, ironías del destino tan temido). Cosa ajena a mis usos y costumbres, intenté hacer lobby para que le dieran ese año el Premio Boris Vian. Liliana Heer estaba en el jurado (la había conocido el año anterior cuando se lo entregaron a Néstor Perlongher por Alambres) y era un voto bien dispuesto, calculo. Bajarlía me figuro que también. Tal vez alguno de ellos fuera cómplice en mi intento. Visité a Nicolás Rosa, otro jurado. Me recibió cortés en calzoncillos con aire de pantalones cortos, en tiempos en que todo el mundo usaba slip. No recuerdo gran cosa de la charla. El premio se lo dieron a Tununa Mercado por Canon de alcoba. No puedo opinar al respecto porque no lo leí. Muchos años después leí otro de ella y me gustó.
Otros miembros de la mesa, a quienes conocía previamente de nombre. Luis Thonis. De él había oído hablar, con simpatía por sus singularidades, a Enrique Blanchard en su taller literario, al que asistí un par de años a mediados de los ochenta. Carlos Riccardo. Por historia de sus búsquedas personales, el de oído más curioso a la experiencia Gurdjieff. Gracias a eso tenemos para agradecerle el libro de conversaciones que grabó con Néstor. A veces veíamos un rato también a Hugo Savino, a quien sobre todo Luis Thonis mencionaba a menudo. Hugo venía a encontrarse antes con Néstor, que aprovechaba el largo viaje desde Villa Pueyrredón para hacer doblete de encuentros céntricos: un rato con Hugo y después nosotros.
Antes de conocer a Néstor yo sólo había leído Nosotros dos. Un compañero del taller Blanchard, Alejandro Palermo, por entonces estudiante de Letras, contó algo así como que Beatriz Sarlo lo había dado o mencionado en la facultad. Acaso mi memoria no sea del todo fidedigna, pero algo de eso hubo. Poco después, allá por el ’86, de recorrida por librerías de Corrientes, encontré y compré un Nosotros dos en edición de Seix Barral con elogio de Cortázar en la contratapa. Lo leí en enero del ’87 recostado contra alguna conífera del Parque Nacional Los Alerces. Tenía veintiséis años y medio. Me pareció un Cortázar mejorado. Menos historieta y demagogia, más escritura. Eso está desde el principio, más allá de que fuera después quintaesenciándose. (No sé decir del libro de cuentos inicial que él prefirió esconder debajo de la alfombra por “demasiado pavesiano” y jamás leí ni vi.) Precisamente eso que está desde el principio y después se quintaesencia es lo que había reconocido, según me contaría después Néstor, el propio Cortázar con oreja generosa: no abundan esos ejemplos de grandeza.
Un año después lo conocí en persona, por generosidad de Liliana Heer. Ese mismo año todos en la mesa nos pasábamos datos de hallazgos de sus libros, que rebuscábamos por la zona. Un amigo mío de esos tiempos que trabajaba en la librería El Lorraine de avenida Corrientes, Gustavo Romero Borri, me avisó que habían encontrado en el sótano y depósito de la librería ejemplares de Orsinis en edición príncipe de Sudamericana. Los compramos todos, poco a poco. Durante ese año ’88 leí entonces, en orden cronológico, Siberia, Orsinis, Cómico y el recién aparecido La condición efímera. Nosotros dos era jazz sobre melodías de tango. Siberia, jazz lanzado a melodías barriales menos reconocibles, quizá más personales. La apuesta subía.
Mi experiencia más fuerte de lectura, en ese paso entre mis veintisiete y veintiocho años, fue Orsinis. Era como un electroshock, no podía soportar mucha lectura de corrido. A las dos o tres páginas debía suspender, bajar a tierra, tomar aire, no podía sostener la intensidad. Como buen joven, me fascinó lo más radical de la experiencia literaria Sánchez. Lo más experimental, diría la etiqueta, hoy quizá condenatoria. Porque la sociedad entre mercado y facultad y prensa, necesitada de masividad, impone historia hace rato. Otra “dictadura del gusto” (Raschella en Innombrable, 1986). Un escritor y editor que confesaba inveterada admiración por Sánchez me dijo alguna vez que el tiempo lo había derrotado, que sus exploraciones eran cosa de otra época. No le falta razón. Hoy parece interesar mucho más la historia Sánchez que la escritura Sánchez desatenta a las historias. Tenía que morirse, hay tantos casos.
Después de Orsinis, Cómico me pareció en aquel entonces retroceso, un camino de vuelta hacia cierta legibilidad. En cierto modo, prenunciaba fin. Claro, todos somos profetas del pasado. Pero Néstor había hecho cumbre, no tenía camino más arriba y era demasiado grande de alma para aceptarse en el descenso o la repetición, que vienen a ser lo mismo. La condición efímera es diversa, despareja. Hay para gustos. Yo me quedé con, según el propio Néstor, la evocación de Juanele en “Adagio...”. Pero tiene su peso el “Diario de Manhattan”, de lo más masticable que haya escrito Néstor (digerirlo es otra cosa). Los que no puedan soportar no historias, pueden ir ahí y salir diciendo que leyeron su Sánchez. No es cuentito, pero está impregnado de varias realidades del entorno y el interno.

La especie humana no soporta demasiada realidad, escribió el tío Tom Eliot; en los Cuatro cuartetos, de donde viene también el all is always now o todo es siempre ahora de Orsinis. “Prufrock”, novela poemática a su modo, poema novelesco, era una obra de cabecera para Néstor, que abominaba joven aquellos poemas rimados de Borges recurrentes en el suplemento La Nación. Curioso poema “Prufrock”, de un jovencito que se proyecta viejo. En el ’99 traduje un “Prufrock” sin rima, como el que él manejaba. Pero con los años cambié de parecer: la rima cumple ahí una función nada menor; acometí una nueva traducción rimada. Me gustaría hablar de eso con Néstor. Quizás admitiría mi planteo: no se trata de rima sonsonete, mecánica, sino de rima irónica y caprichosa, “experimental”.
Acabo de caer en una cuenta que me mueve la silla debajo del culo (con perdón de Néstor: nos dijo alguna vez en el bar de Chacarita que hay que escribir como se habla con la psicoanalista, esto es, según él, sin palabras indecorosas, digamos; pero yo, contesté, le digo a mi analista pija, paja, y él se quedó mirando patitieso): cuando lo conocí, a principios del ’88, Néstor acababa de cumplir cincuenta y tres (el 7 de febrero), los mismos que estoy cerca de cumplir cuando escribo esto, fines de abril de 2013. Atenuante: él me llevaba veinticinco pirulos y a cualquier jovencito de diecipico o veintipico un tipo de cincuenta y tantos le pinta medio a viejo. Pero incluso con esa salvedad, cuánto mayor parecía Néstor, qué castigado de trajín su cuerpo. Como aumentado por una lente Prufrock.

Desde su regreso, vivió en la casa de la infancia y de la muerte. “Cabezón 2915”, como tituló Mariano Fiszman su extraordinaria historia Néstor, a la larga confluyente con la mía. Vivía con la madre, de la jubilación de la madre, que rondaba los ochenta años cuando lo conocí.
Buscaba trabajo. Un escritor inmenso que ya no escribe, ya no puede escribir. Que muchos años antes había decidido no escribir ya más, además. Cuántos intentos de inútiles impulsos. Liliana incluso acometió un a cuatro manos con él. Pero un albatros Baudelaire, desvalido ante el más sencillo trámite.
Ilustro. Fue a pedirle trabajo a Tomás Eloy Martínez, con quien en los sesenta había trabajado en Primera plana. Revista de la que fue tapa Néstor Sánchez como fue tapa García Márquez (prendió por historia, ¿no?) y otros que asomaban por ahí. Tomás Eloy le dijo que se presentara a beca Guggenheim. Lo instruyó a apadrinarse para el caso. Y fueron: Enrique Pezzoni (a quien conocía de Sudamericana), Augusto Roa Bastos (Néstor trajo a un encuentro de bar la copia de la carta padrina que le había enviado el propio Roa: que, si bien nunca lo había leído, por las referencias recibidas antaño de Cortázar se sentía humildemente honrado de ser él quien apadrinara a tan gran escritor) y Silvia Molloy (a quien conociera en tiempos de París). Ese año ganó Alberto Laiseca. (Según don google, fue en el ’93. ¿Hasta tan lejos se prolongaron encuentros esporádicos en bar Diagonal? ¿Tendré imágenes mezcladas?) Pero iba al trámite. Había que mandar paquete con papeles y ejemplares a Nueva York por correo privado. Lo acompañé de secretario o cadete, porque daba ternura verlo tan desvalido para ese acto común de vida práctica. Años más tarde Mariano le consiguió una computadora. Intentó en vano enseñarle a usarla. Una tarde en Cabezón lo intenté yo: imposible hacerlo aceptar que la máquina pasara por sí sola al renglón siguiente sin un golpe de inexistente palanca.
Qué impotencia ante su busca de trabajo. Cuento sin gran detalle sólo algunas de estas minucias –que siempre los amigos hemos preferido mantener en reserva en honor a la inmensa dignidad de Néstor aun desde el fondo del barro– porque de pronto no me parece tan mal recordarle al mundo cómo trata a algunos de sus habitantes de excepción mientras viven y con qué facilidad los mitifica cuando ya muertos no pueden demasiado perturbar. Nada que nadie sepa, claro. Van Gogh habría vivido toda una vida sin carencias materiales si hubiera vendido un solo cuadro al uno por ciento de lo que lo pagan hoy. Lugar común. Pero dan ganas de testimoniarlo cuando uno lo ha vivido tan de cerca. En aquel momento, Liliana tenía una respuesta muy simpática a esos pedidos nestorianos: si yo fuera Evita, vos serías director del casino. Y a él se le encendían de sonrisa los ojos de perro cansado. (Ya no estás debajo de la mesa, citaba alguna vez, agregando en mi recuerdo ese “ya” a un verso de Juanele sobre su perro muerto.)
Jean-Jacques, como llamábamos a Bajarlía, seguramente le habrá conseguido algún centavo de Sudamericana por La condición. Liliana le consiguió jurado de concurso (Messi de alcanzapelotas). Lo imagino leyendo en diagonal y rechazando todos, como contó que había hecho con cuanto libro de narrativa latinoamericana le dieron a informar en Gallimard durante su temporada en el París. Germán García le había dado espacio para un taller literario. Tengo vaga idea de que no pudo sostenerlo. Yo temerario venía coordinando uno en la Asociación Bancaria. Trabajaba en el Banco Central y creí ver ahí una posible salida laboral más afín: doble error, en mi caso. Mi mayor mérito como tallerero fue sin duda pasarle a Néstor la posta de los últimos cuatro o cinco sobrevivientes, más un par de amigas de otros pozos. A una de ellas, Mónica Volonteri, recuerdo que le dije una noche mientras caminábamos por la arbolada Pedro Goyena a la salida de Puán, donde éramos compañeros de griego antiguo: no te va a alcanzar la vida para agradecérmelo. En la casa de la otra, Victoria Morana, se hacían las reuniones, primero cerca del Hospital Tornú, después al costado de la Chacarita, desde donde mira ahora lo que reste de cuerpo nestoriano. Por relaciones tales supe cuáles textos leían con él: “Prufrock”, el joven viejo; Giacomo Joyce, un solicitante descolocado, hombre mayor de jovencita; “Kadish”, largo aullido de Ginsberg por la madre muerta. Todas narraciones poemáticas o poemas narrativos relacionados con la vejez o la muerte, dos caras que se miran de cerca. De casi todo ese grupo de taller hay testimonios en visiones de néstor sánchez, el blog que armó Mariano cuando nos cansamos de convocar a libro.

En aquel mismo año ’88 conocí a Quique Fogwill. Mi tía sesentista, Marta Ingberg, lo veía en la Facultad de Psicología, donde ambos daban clases, y quiso llevarle un ejemplar de un libro mío recién aparecido. Él, fiel a su estilo, lo bajó de un plumazo sin abrirlo. Después abrió, leyó un poco, se acercó y le dijo: che, no está mal, decíle que me llame. Yo no había leído nada de él, pero tenía un vago eco de que había armado algún escandalete con un premio Coca-Cola después de ganarlo, y sabía que había publicado poesía de los dos Lamborghini y Austria-Hungría de Perlongher. A partir de ahí leí varios de sus primeros libros, incluso uno de los dos de poemas que publicó en el mismo sello que los Lamborghini y Perlongher y que me regaló a regañadientes, porque los sabía olvidables. En cambio entre los cuentos y novelas cortas de Ejércitos imaginarios, Música japonesa y Pájaros de la cabeza encontré algunos bastante buenos. Quique era un tipo inteligentísimo y filosísimo. Siempre me pareció que su inteligencia era superior a su talento, y que él lo sabía. Tal vez de ahí viniera ese ejercicio constante del filo en los otros. Había que aguantarlo. Eso justamente me estimulaba de algún modo. Lo visitaba cada veinte o treinta días en su departamento de Arenales, medio en ruinas, como él, todavía con resabios de cárcel, bastante recluido. Con el tiempo fueron agotándose los filos de la charla y espaciándose los encuentros hasta la extinción. Poco después él fue empezando a retomar protagonismo público, un terreno donde no me siento cómodo, sobre todo cuando viene del afán de ocupar espacio antes que del efecto de una obra. No desconozco que él tenía obra, pero tampoco que esa obra no habría atraído sobre él tanta atención de no haber sido por sus talentos desarrollados en el ejercicio de la publicidad. Puedo equivocarme, porque no leí nada de lo que él escribió y publicó después de aquellos tiempos de claustro, pero por lo que he oído me parece que no. Como toda una vida no alcanza para leer ni el uno por ciento de lo que uno querría, los prejuicios cumplen una función selectiva necesaria. En cualquier caso, celebro el perfil alto en una obra, como en Néstor, no en el salir a cuchillazos públicos para pelearle la quintita a otro, por ejemplo. Vidas paralelas: mientras Néstor vagaba en el limbo de la inanición en descenso hacia el infierno, Quique subía a las marquesinas. Hace años que no leo casi suplementos. Mayormente me aburren. Me resultan más ocupaciones de espacios que sustancia para llenarlos. Soy un retirado de ese terreno. Sólo de tanto en tanto ojeo alguno. Rara vez me dan ganas de leer algo entero. El mayor interés que les encuentro se parece al de escuchar informativos radiales o ver los títulos de canales de noticias: tener una vaga idea de los asuntos que circulan por los primeros planos de las ocupaciones de espacios, un recorte de algunas cosas que por uno u otro motivo adquieren notoriedad más o menos pasajera (la literatura es noticia que permanece noticia, decía el tío Ezra Pound). En alguna de esas ojeadas pesqué hace un tiempo que alguien joven, cuyo nombre no sabía ni recuerdo, extrañaba al cuchillero Fogwill. No extrañaba su obra, su escritura, sino su filo cuchillero. No sin cierta razón: al menos él sabía sacudir un poco el tedio del vacío reparto de espacios vacíos. Ahora bien, mientras Quique ascendía así en protagonismo, un escritor tan superior a él como Néstor languidecía en la relegación. Con el tiempo, imagino, sin embargo, quedarán en el olvido los floreos cuchilleros periodísticos de Quique y las obras de uno y otro ocuparán el espacio que les corresponda por su propio peso. En fin, toda esta digresión, no tan ajena al meollo del asunto, nació porque quería contar que en mis tiempos de encuentros quiquenses le presté las novelas de Néstor, porque le había despertado interés con mis loas y entusiasmos, y él me las devolvió diciendo: no es para mí.

En aquella época Diagonal, había en Néstor, dije, todavía ciertos arrebatos de furor: en latín, furor, pasión, entusiasmo, delirio, inspiración, locura. Ahora, loco de encerrar jamás me tocó verlo. Todo lo contrario. El mundo entero a su alrededor parecía más digno de encierro y él afuera. A veces, sí, en aquellas nochecitas de cerveza y ginebra (él las dos mezcladas), hablaba de tercera dentición (se acomodaba incómodo postiza dentadura), hablaba de vivir trescientos años, como esperanzas todavía con visos de reales. Habló incluso de una “mesa de los diez”, que en su idea podíamos acaso llegar a conformar (y nunca supe muy bien a qué apuntaba). Algo de eso se trasluce en el cuerpo de su dedicatoria a mi ejemplar de condición efímera: “Para Pablo, como si la palabra destino –en la carne tan transitoria– fuese eficaz”. Algo de eso hay en el episodio evocado o invocado en el solo testimonio que pude vomitar, más que articular, en su momento para el visiones de néstor sánchez.
Necesaria una mínima digresión a mí. Judío nacido en pueblo chico sin judíos además, entre idas y vueltas he sido casi siempre mezcla rara de agnosceta y de ni-ni. Idea de algo complejisimisimísimo (sufijación superlativa Néstor: ¿en qué otra lengua puede hacerse?, decía picaresco) que excede para siempre nuestra posible comprensión. Inútil intentar cruzar esa frontera, aunque comprensible intento humano de cruzarla. Algo de eso hay en religiones y prácticas afines, exotéricas y esotéricas. Algo de eso hay, también, en la literatura. En alguna, al menos, de la que no me siento separado por un límite infranqueable, como el que sí siento a la corta o a la larga con exoterismos y esoterismos. Da para largo, el resumen corta brazos, alas, pelos, vuelos. Valga de atisbo. En muchacho de veintisiete a veintiocho.
Por supuesto surgía el nombre Gurdjieff. A mí me despertaba un interés como todo saber y aventurarse humanos. También cierto interés literario: había libros. Pero tanto no habrá sido el interés porque no leí ninguno. Había algo de ese límite infranqueable. Hay algo interno, visceral en mí que no puede tragar ni mucho menos digerir al Gurdjieff general y al Gurdjieff Néstor. No pude entonces ni puedo ahora conectarme bien. Una incapacidad, si se quiere. Ahora, ¿fue Gurdjieff demencia en Néstor? Se me ocurre que demencia no se contagia ni se inocula. Fronterizo era Néstor, seguramente antes y después de Gurdjieff, sensibilidad en carne viva. A la larga ahogada en pastillas. Pero eso es otro capítulo. Gurdjieff participó sin duda del escribir y del dejar de escribir en Néstor. Sea como haya sido o sea o fuere, en definitiva no lo siento demasiado relevante para mí en lo personal, ni como amigo en lealtad ajena a explicaciones ni, más perdurable y exotérica aunque íntimamente, como lector.

Otra breve digresión a mí. En el ’89 empecé cuaderno de notas. Venía de separación y frutilla de torta con una historieta pasional intensa y destructora. Lo empecé dándole incluso un nombre: Diario de un misógino. Qué buen título, dijo Néstor (lo veo decirlo en bar de Diagonal enfrente). Y así se llamó, con una carga autoirónica que pasó bastante inadvertida en el mundo literal, la quizá novela que escribí en ’95 y salió en ’99. Un Héctor Suárez por ahí toma prestado de él.

Interregno entre bares. Cuando se diluyó el bar Diagonal y hasta mediados de los noventa, lo llamaba por teléfono una o dos veces al mes y cada tanto había un encuentro. Cierro los ojos y lo veo esperarme en placita diagonal cercana a Cabezón cuando bajo del 111 ex 90 hoy 168 ex ex. Veo otra vez a la madre abrir la puerta en Cabezón y llamar: Néstooor, llegó Pablo. Nos veo caminar hasta el bar de avenida Mosconi y a él tomarse a media tarde un vaso o dos martona grande (así se los llamaba al menos en mi pueblo de niñez) de tinto común, acaso con un chorro de soda, saludado por los parroquianos. Lo veo una tarde en el bar de Forest y Lacroze en que me escribe en un papel: “Stabat mater: Pergolesi”. En el mismo papel en que acababa de escribirme, porque nos molestaba en el charlar la música curiosamente llamada funcional (¿funcional a qué?), en tiempos en que todavía los bares no tenían todos uno o más televisores: “Para Pablo; escrito en un cuaderno leve, en la ciudad de Los Ángeles, en un coffee-shop con musiquita funcional ininteligible, pero por momentos conminatoria en bobo rojo: ‘Suena, suena y no dejes de sonar, vieja musiquita. Algún día voy a hincarte el diente en todas las viejas musiquitas, vieja musiquita’”. (Bobo rojo era en su jerga personal el corazón.) Encontré ese papelito hace poco, buscando viejas cartas de Leónidas Lamborghini exiliado en México. A lápiz de mi puño y letra leo en el reverso: ¿1989? Pensaría que fue más adelante, pero más adelante es difícil imaginarlo en ese arranque locuaz. Desde que yo lo conocí, lo sentí siempre en cierto modo piedra Sísifo: necesidad de uno de poner el hombro y empujar, pero, mera ilusión, vuelve a caer. Poco a poco fue haciéndose (eso es de él: pronombre enclítico a su puesto final, decía; no “se fue haciendo”), poco a poco fue haciéndose más ilevantable la piedra. Un error, seguramente, de mi parte, pero que arroje la primera piedra el que no tenga dentro ese pequeño redentor iluso.
Néstor era siempre tan discreto, tan digno. Jamás lo vi en una agachada. Miseria del bolsillo sí, del alma nunca. Un noble, en todos los sentidos de la palabra. Sabía en secreto que había hecho cumbre y no necesitaba pelearle la quintita a nadie. No sé decir muy bien en otra época. Anécdotas lo pintan bravo, de piñas y cachetadas dar incluso. Pero no lo imagino peleando por quintitas, ni mucho menos con miseria humana y malas artes, sino más bien gritando su camino más alto y más desierto.
En sus días de Barcelona, nos contó alguna vez en algún bar, cuando se debatía si él entraba o no en el boom... Momento, ¿Néstor boom? Verdad que hay bibliografía de esa época donde lo ubican entre lo más destacado de lo nuevo latinoamericano. Junto con un Sarduy, cada vez menos recordado. O con un Puig. Pero Puig, como García Márquez, Vargas Llosa, nunca se salieron del carril de la historia. El carril que se quedó con el mercado. Como sea, en Barcelona invitan a Néstor a una charla o algo así de Vargas Llosa, que, oh tiempos, proclama y declama la idea del escritor comprometido... Hay que reconocerle el buen olfato al tipo: por ese entonces dominaba el mercado una ola izquierdosa. Hoy una ola derechosa. Por lo tanto, él siempre siguió fiel al compromiso. El que cambió de izquierda a derecha fue el mercado. En fin, allá le piden opinión a Néstor, el joven que asoma la cabeza en las alturas. Y él dice que son paparruchadas. Y queda excluido automáticamente del mercado boom. Creo, de todas maneras, que su exigencia de un lector comprometido, entregado en cuerpo y alma a la lectura sin bastones ni cochecitos ni andadores de historia y olas a la izquierda o la derecha según orientaciones de mercado o de partido (que en ocasiones miran para el mismo lado), todo eso lo excluía del boom desde el vamos, hacía de veras estallar el boom. En cualquier caso, no dijo aquello para pelearle al Vargas la quintita o la quintota; dijo lo que pensaba desde hacía rato y por lo que peleaba hacía rato y desde dentro de sí, y hasta lo habría puesto a piñas desde siempre que se diera la ocasión; dijo en resumidas cuentas (conector de su colección) lo que necesitaba decir desde el fondo de sus convicciones, y eso no sólo no le ganó ningún espacio sino que se lo quitó, si no para siempre, al menos para siempre en vida suya.
A mí no me ha gustado nunca mucho preguntar. Me parece la espada y la pared. Me encanta, en cambio, que me cuenten porque gané confianza. Ésa es mi inclinación general y no fue Néstor excepción. El asunto es que a su discreción constitutiva en cuanto a intimidades y miserias fue sumándose el silencio apastillado. No sé muy bien cuándo empezó a tratarse de pastilla firme. Seguramente así salió de los pozos más profundos y no hubo más colinas de furores momentáneos. Un encefalograma que tiende a línea recta. Hablaba así cada vez menos. Sísifo ya ni empujaba la piedra, se quedaba sentado todo el día. Por teléfono o en persona, uno tendía a hablar nervioso para ocupar silencio.

De suicidio hablaba a veces como anhelo posible y no valor de ejecutarlo. No era nueva inquietud (en alguien tan marcado de movida por Pavese). Corazón del primer párrafo de Nosotros dos:
Me asomé, tuve el mismo miedo de siempre a la altura, el mismo desasosiego ante la posibilidad y tentarme.
Y en el otro extremo de la obra, “Diario de Manhattan”, Pavese todavía presente, maestro de sinceridad irremisible y fin suicida:
De modo que decía el pobre Cesare durante aquellos años del bochorno premonitorio: esta muerte que nos acompaña de la mañana a la noche, inquieta, insomne, como un viejo remordimiento a un vicio absurdo.
De aquellos tiempos me ha contado Mónica Volonteri (hay que leer su testimonio en visiones de néstor sánchez) encuentros en un bar chacaritense, imagino el de Forest y Lacroze. Variaciones sobre diversos métodos para suicidarse. Pero fue después el padre de ella el que se puso la escopeta en la boca. Había que sostener esa piedra.

En el ’93 ó ’94 me había llevado Luis Thonis a otro bar, un bar de sábado a la tarde, y ahí poco a poco fui quedándome años largos hasta la disolución. Mesa que debió mudarse por reformas o cierre bar a bar y ya ninguno existe: El foro, El estaño, Premier. Todos en esquinas de Corrientes, en esa zona entre Callao y Obelisco que de pebete yo solía bautizar mi república: librerías, cines, teatros, bares, pizzerías, restaurantes en las transversales. Entre tantos otros que fueron y vinieron por aquellos lares bares de los sábados, siempre estuvieron de base Hugo Savino y Roberto Raschella. Con Hugo hablábamos seguido del Néstor con que nos encontrábamos los dos por separado. Sentíamos fuerte ese peso del silencio de la piedra sentada sobre Sísifo. Allá por el ’96 ó ’97 decidimos unir fuerzas. Roberto, que no había tratado a Néstor antes en persona, tuvo ganas de ser de la partida. Una vez al mes, a media tarde del sábado, partíamos del bar del centro a la Santa María de Corrientes y Olleros, Chacarita. Enseguida se unió Mariano Fiszman, que estaba en las mismas que Hugo y yo, sosteniendo con dificultad el a solas. Alguna que otra vez vino también Liliana Guaragno, que por su parte había hecho de las suyas por impulsar lectura Sánchez. Esos encuentros continuaron hasta que Néstor fue a parar al otro lado de Corrientes, el cementerio de la Chacarita. Nunca más volví a la Santa María hasta que no hace mucho con familia terminé entre idas y vueltas recalando a pizza ahí. Tristeza cementérica. Las sillas y las mesas me temblaban. La pizza parecía llorar.
Aquellos años de la Santa María los cuenta Mariano tan bien en “Cabezón 2915” que me considero escrito ahí y no siento necesario agregar nada.
Tan sólo otro vil avatar monetario ilustrativo acaso. En el ’97 por empuje de Raschella empecé a traducir para Losada. El director editorial, Jorge Tula, era asesor del diputado Alfredo Bravo. Por una dura historia familiar relacionada con entorno de otra vez mi tía Marta, yo sabía de pensiones graciables que podía otorgar un diputado. Tula gestionó, Bravo aprobó, Néstor tuvo la suya. Tiempo después murió la madre. A Néstor le tocó por eso otra pensión. Dos pensiones que sumadas no excedían en aquel momento la línea de pobreza. Pero normas burocráticas o quizás algún ajuste económico no las permitieron dobles. Le sacaron la graciable. La pensión para escritores que por ley llegó tarde para él años después se inspiró entre otros en su caso. No será lo único que le llegue tarde.

La muerte me toma la sopa, decía Néstor. Días atrás, releyendo Quasimodo después de un par de décadas, encontré esto (traduzco):
No me preparo a la muerte,
sé el principio de las cosas,
el fin es una superficie donde viaja
el invasor de mi sombra.
Yo no conozco las sombras.
Cierta trágica serenidad imposible en Néstor sobre la materia. Pero tomar la sopa e invadir la sombra son imágenes afines. Así se me aparece a veces Néstor Sánchez, en la sopa y en la sombra.
Soy despadrado y desmadrado desde el fin de la niñez. Destiado de Marta desde abril el más cruel del ’95. Desnestorado desde abril del 2003, hace en este momento diez años y apenas ahora puedo balbucear estas cosas. Uno se rejunta sustitutos de a pedazos por ahí y los amontona en un rompecabezas imposible. Otra juntidad espeluznante. Mi viejo me dejó una vara alta para medirme en ética. Pocos con tendencia a casi nadie la sostuvieron a esa altura como Néstor.
Se me aparece a veces en el tenista Gaël Monfils o el futbolista Mario Balotelli (con perdón de Néstor: que yo sepa, el único deporte que le interesó fue el turf en la juventud tanguera). Veo en ellos algo de su aspecto y espíritu: negros (algo de negritud lejana habría, pues, en los rasgos de Néstor así como en su jazz) más o menos altos (Néstor andaría por el metro ochenta y cinco) con un talento inmenso que no pueden gobernar y en los ataques de furor se les vuelve en contra. Como a Maradona a su manera.
La escritura de Néstor es como el gol de Diego a los ingleses en una versión Hueso Houseman: evitando él mismo su propio gol sobre la línea y eludiendo de vuelta a todos los contrarios en sentido inverso y otra vez y así sin parar hasta que termina el partido. ¿Qué importa el resultado? È una festa la vita (Siberia al final).
Lo que me pasó leyendo sus novelas, en aquel momento sobre todo con Orsinis, hoy tal vez sería más con Siberia o Cómico, ese estado de orgasmo electrochocado insoportable mucho rato de corrido, me atravesó una sola vez más en toda la literatura argentina que hasta ahora leí: con Diálogos en los patios rojos de Roberto Raschella, novela en absoluto menos “oscura” o misteriosa o enigmática que cualquiera de Néstor. Peras sin olmo. Pero con alma. Hay que leer lo que hay ahí, inmenso iluminado, en vez de oscurecerlo de lo que no es. Sánchez es Coltrane, Raschella es Mahler (no sé tanto de música como me gustaría, guitarreo sobre cierta base); Sánchez es el blues de Siberia Villa Pueyrredón, Raschella el sur porteño marcado de italiano. Más allá de las infinitas diferencias (hay individuo, hay personalidad), las operaciones son afines: los dos van a poema antes que a historia; a voz y ritmo en mitificación; a un lenguaje que vale por sí mismo, por su propio espesor, antes que por lo que cuente. No porque se niegue a contar, sino porque lo que cuenta encarna en ritmo.
Leo el principio de Nosotros dos:
La tarde en que me asomé definitivamente a esta ventana una mujer sola con una malla roja tomaba sol entre las sábanas recién tendidas; lo supuse porque había aire y no se movían en la soga.
Hay que asomarse a esa ventana. Leer, incluso salteado si a uno le da la gana. Visitar y revisitar. Degustar cada frase, cada ritmo.
Leo el final del primer párrafo de Siberia:
... todo esfuerzo embrutece, toda tentativa para incorporarse a la caravana del sudor se relaciona con el resto de la ciudad marmota, inminente, sacudida por el hollín y los despertadores.
Zeugma muy Borges esa conjunción de “el hollín y los despertadores”.
Visito un párrafo de mi recuerdo en Orsinis, la muchacha que hace hoguera de sus obras manuscritas:
... Batsheva con un palo viejo que conservaba restos de caca de gallina: removía y remueve los papeles ahumados y las primeras cenizas de papeles que, empelotados y siempre volátiles, se desdramatizaban entre las llamas.
No cito acá por demasiado extenso el largo párrafo final de Cómico, uno de mis preferidos y siempre recordados. El personaje asciende los ciento ochenta y siete escalones de piedra de la catedral de Notre Dame y, en “una veleidad aérea repentina o en todo caso (...) cierta manía secreta pacientemente alimentada y al fin de cuentas realizable”, se lanza al vacío y acaba estrellado contra el piso, “a tan pocos pasos de la única vidriera abarrotada de un negocio oscuro y hasta si se quiere apacible de souvenirs”. Lo último en novela escrito en Néstor: un suicidio magistral y lo demás es silencio.

Néstor Sánchez inventó su propio género y lo llevó a la perfección. Novela poemática o como quieran llamarlo. Es Néstor Sánchez y el molde se rompió. Es poema, es música, es novela pero no introducción-nudo-desenlace. Como la anécdota Berón que recuerda Hugo Savino en su necesario Néstor: el tipo cantaba, hacía música, y si alguien se quejaba de que no entendía la letra, lo mandaba a leerla en la revista El alma que canta. Como canta el alma de Néstor.
Es perfectamente admisible y hasta deseable que a alguien no le guste. A unos cuantos incluso. John Coltrane seguramente no habría llenado River diez noches seguidas. Pero sus degustadores tienen el derecho de escucharlo.
Tal vez haya sido error nuestro buscar editoriales grandes. Personalmente me dejé quizá tentar por cierto acceso más o menos allanado como autor a una y como lector informante a otra. Uno en babia tiende a pensar que a escritores grandes, editoriales grandes. Pero las editoriales grandes son editoriales grandes porque hacen negocios grandes. Una editorial con autores grandes y ventas chicas es una editorial chica. Si coinciden, como raramente, ventas grandes con autores grandes, tanto mejor. Pero si no, ya sabemos a qué lado se inclina la balanza. That’s capitalism, como dice mi amigo americano.
Fue decisiva la insistencia y persistencia de Claudio, el hijo de Néstor. Ahí fueron abriéndose al fin las puertas de editoriales chicas que tomaron la posta y lo pusieron otra vez en librerías. Ahora hay que leerlo, como siempre. Menos mito y vida rara y más lectura. De corrido, de a ratos, salteado, para siempre. A como dé lugar.