19.7.17

La literatura argentina es el mal, por Alejandro Rubio



 Precisando: es el mal político. Precisando aún más: es el mal político en literatura.
 La literatura argentina está mal escrita. La literatura argentina procrea argumentos malos, personajes malos, imágenes malas, diálogos malos, ideas malas. Los héroes de novela hablan como cancheros de televisión. Los yóes líricos hablan como enamorados de televisión. Los caracteres teatrales hablan como pastores evangélicos de televisión. Las tramas de las ficciones argentinas parecen libretos que cajoneó Suar. La literatura argentina, sólo cabe concluir, es mala. Esto en un primer nivel, el más superficial, el que redunda de una visita con suficiente dinero a Yenny.
 Pasando al nivel siguiente: la ideología de la literatura argentina está mal porque toda obra literaria argentina, en primer lugar, es polémica, y las ideas polemizan con ideas dentro de ella. Se es borgeano o antiborgeano, neobarroco u objetivista, peronista o antiperonista, montonero o antimontonero. Lo primero que piensa un autor argentino cuando escribe es cómo demoler al adversario que eligió. Las banderías políticas y literarias se cruzan, se funden, se confunden, y crean el mal político/literario de la literatura argentina. En ese sentido, el boom de los best sellers periodísticos de la década menemista es el sinceramiento final del lector argentino: nuestra literatura lo acostumbró, después de todo, a buscar, en la ficción, eso. La literatura argentina no conoce la paz, sea ésta el agradable cultivo del jardín propio, sea el reconocimiento clásico de un campo y un canon de lo exclusivamente literario. La literatura argentina está en guerra con la literatura de los otros. En un primer corte, con la literatura de los connacionales, pero, afinando mejor la puntería, está en guerra con la literatura universal, con la inmoral pretensión de que hay algo inventado por gente que no es argentina que se llama literatura. La literatura argentina le disputa a la literatura universal el verdadero lugar de la palabra literaria en relación con el poder, la voluntad, la política. Pero, ¿hace falta este barroquismo de la argumentación? Más redondamente, la ideología de la literatura argentina está mal porque sus ideas son horribles. Decir que son políticamente incorrectas es poco, les da un aura de audacia que en general no tienen. “Civilización y barbarie” en Sarmiento, el batacazo como acto omnipotente, capaz de alterar de una vez todas las dimensiones del tiempo, en Arlt, la mitología del coraje en Borges, la irrealidad del mundo en Borges, la cultura general de Cortázar, los modales del bon vivant ya sea en su encarnación burguesa o pequeño burguesa en Bioy Casares, la crueldad en O. Lamborghini… ¿Vale la pena que siga? Es sencillamente horrible. ¿Podemos imaginarnos a un gran escritor de la literatura universal, un Tolstoi, un Balzac, un Mallarmé, un Dickens (podría seguir páginas y páginas,  la literatura universal es eso, un catálogo de nombres/marca) poniendo la vista un segundo sobre las páginas de la mejor literatura argentina sin apartar la cara de inmediato como abofeteado por un intenso olor excrementicio?
 La literatura argentina, entonces, trata de guerra (con su campo semántico: posiciones tomadas, ataque, contraataque, defensa, táctica, estrategia, persecución, saqueo, paranoia, cadena de mandos, aniquilación, victoria, derrota) y de mierda (con su campo semántico: bolsas cargadas de caca o semen, asados con sus correspondientes chinchulines, cultura pop, sadomasoquismo, pornografía, logorrea, piorrea, viejos desdentados en geriátricos clamando que les cambien los pañales para adultos). Todos los grandes escritores argentinos son Napoleones con una escupidera en la cabeza o por cabeza, es decir, son una mezcla de guerreros y coprófilos. Sin embargo, siguiendo a Weber, podemos establecer tipos ideales que representan un átomo u otro de la molécula literaria argentina.
 Sarmiento sería el tipo de escritor argentino bélico: en él la palabra es un ariete, contra la tiranía, contra la barbarie, contra el gaucho, contra el inmigrante, contra Alberdi, contra lo que sea. Sarmiento inventa el ideal de la victoria total de la literatura argentina: la cabeza del enemigo en una pica, la justificación de ese acto y la compensación de una maestra yanqui. El escritor argentino bélico está imbuido de santo furor, es un cruzado; ha sido elegido para limpiar la literatura y la política argentinas de sus males políticos y literarios y no se detendrá ni siquiera cuando sus compatriotas le imploren de rodillas que de su boca salga algo distinto de un anatema o una invectiva. El escritor argentino bélico es también un utopista: el resultado de la guerra total, nos promete al oído, será, luego de la infalible victoria, la mejor literatura del mundo, la mejor sociedad del mundo. Sarmiento se dedicó más a la sociedad y Borges, su mejor pupilo, a la literatura. Sarmiento auguraba una sociedad de trabajadores alfabetizados dedicados a leer revistas deportivas y del corazón. Borges propugnaba una literatura argentina inversa a la realmente existente, sin rastros de mierda o guerra: novelas policiales intrincadas y originales, poemas neoclásicos de temática filosófica o ciudadana o púdicamente sentimental. La utopía de Sarmiento, desafortunadamente, se realizó; la utopía de Borges, indiferentemente, no.
 El tipo de escritor argentino coprófilo sería, esto no sorprenderá a nadie, O. Lamborghini. La vieja mendiga comemierda de uno de sus poemas es un autorretrato. En él las volutas áureas del barroco que Perlongher, a pesar de lo que dijera, intentó restaurar, son bombardeadas con andanadas de bosta de vaca que cuelgan de las canaletas doradas oscureciéndolas con un pardo típicamente pampeano. Para Lamborghini, las ideas se hacen carne y la carne degenera, ineluctablemente, en caca. Ese es su proceso narrativo. Al lado de esto, hasta los desprendimientos fantasmales de la verborrea de buen tono, al estilo Bioy, pueden pasar por un trabajo del espíritu. El tajo que muestra el color blanquecino del hueso en una fosa barrosa… lo voladitos de la pollera de la niña violada manchados por el fango… el guacho pija desnudado hasta su armazón de alambre, madera y carne de segunda en una pieza donde el olor a sexo emborracha a unos cuantos que viven su desvarío… los huevos enharinados de un homosexual dentro de la boca de una mucama correntina que cita a Góngora… Naturalmente, esto no puede ser tomado en serio. Si lo tomáramos en serio, tendríamos que vomitar en el acto. Sin embargo, lo cierto es que gozamos. Por lo tanto, se trata de una metáfora o de una broma. O. Lamborghini detestaba, más que las metáforas en sí, el aura del sentido figurado, ese aire de solemnidad acartonada que uno toma al decir: “en realidad, esto significa…” y prosigue una analogía cualquiera, que transforma cualquier bobería carnosamente proferida en una declaración trascendental, pero reseca. Para Lamborghini, había dos maneras de tomar las frases: al derecho o al revés. Tomar algo al revés es tomarlo en broma. El humor que se desprende de estas imágenes reales o apócrifas de la prosa de Lamborghini es, pragmáticamente, idéntico al del chico que pedorrea con su aparato manducatorio-verbal desde el asiento del fondo ante una monserga de la maestra. El estilo cubre este acto como una decoración de repostería y lo hace pasar por otra cosa: subversión, malditismo, influencia lacaniana o deleuziana, vanguardia, posvanguardia, barroco. Estos son rasgos de la literatura universal; el sustrato netamente argentino, inmortal, es el pedorreo, y después cagarse encima cuando la maestra se adelanta amenazante con la regla en la mano. De paso, se aclara el secreto de nuestro goce: gozamos con el carácter fecal explícito de la literatura argentina del que, como lectores argentinos, somos cómplices, de la misma manera que sabaneamos con rotundo placer cuando nos tiramos un flato en nuestras camas. Por supuesto, Lamborghini era, en su vida personal un canalla y un impostor. La literatura argentina sólo puede ser auténticamente mala, malvada, canalla, si tiene una relación esencial con la impostura.
 Por eso Arlt es la piedra de toque para entender nuestro tema. Un tipo que escribía mal, con errores de ortografía, de gramática, de composición, es nuestro mejor novelista. Lógicamente, quería ser inventor: transmutar una imagen mental en un artefacto fungible. Pero fracasó y murió, y en lugar de sus inventos quedó su literatura: las imágenes mentales se transformaron en moneda falsa. De cualquier manera, la moneda falsa compra bienes materiales, auténticos inventos. Es enloquecedor y los autores argentinos están locos con la locura de Arlt. Todos los novelistas nacionales después de él sacan fotocopias de sus billetes truchos e intentan comprar el Nobel. La literatura argentina es falsificación, impostura, en definitiva, estafa. Su capital simbólico no tiene respaldo. Los argentinos, con respecto a su literatura, proceden como un hombre que, habiendo comprado el obelisco y habiendo sido anoticiado de su descuido, insistiera en decirse dueño del obelisco ante la aquiescencia general. De un lado, es estupidez colectiva, del otro, orgullo satánico: es porque yo digo que es. Los buenos escritores argentinos planifican sus carreras como golpes magistrales, inventan una nueva fioritura para la tradicional impostación, leen la literatura universal para mejor citarla, homenajearla, parodiarla, falsificarla. El lado bueno de todo esto es que, estando el espacio enteramente ocupado por la falsificación, no hay ningún lugar para la imitación. Todo intento de proponer como modelo de la literatura argentina cualquier corriente de la literatura universal es inmediatamente ridículo y como tal es objeto de mofa general. Es lo que pasó con la operación Planeta, en los 90, de importación del minimalismo norteamericano: el modelo era demasiado conocido hasta en sus mínimos detalles, era imposible falsificarlo. Las copias de buena fe fueron olvidadas antes de ser leídas. Piglia, en cambio, continúa indemne en su tarea de falsificación, casi se diría de usurpación, del “espíritu” de la literatura norteamericana en su totalidad. Después de todo, ¿quién ha estudiado la literatura norteamericana en profundidad? Las falsificaciones pueden llegar a ser tan buenas que cuando nos encontramos con el artículo original nos decepcionamos de él. Es lo que pasó con Saer y la escuela de la mirada francesa: Robbe-Grillet, tardíamente leído, parecía un imitador del hombre de Serodino. Es el triunfo final del estafador: el simulacro en el lugar de la idea.
  ¿Qué pasa con la literatura universal, es decir, con la literatura de Europa y de las élites tercermundistas cooptadas, después de haber vendido sin reservas su alma, por Europa? A grosso modo, lo que se observa es un predominio, una fe más profunda que las teorías posestructuralistas (el posestructuralismo puede ser entendido como un intento ingenuo de argentinizar la literatura universal), en el carácter representativo de la palabra. El escritor universal cree que hay algo que se llama signo que señala algo que se llama referente con respecto al cual todos estamos de acuerdo en que es real, sustantivo y, por decirlo así, inmutable: la palabra puede ajustarse peor o mejor a él, pero no puede cambiarlo. Suponiendo la situación ideal (sujetos inteligentes y cuerdos como productores y destinatarios, voluntad de entenderse por ambas partes, sinceridad del productor, disposición a entender bien al destinatario, conocimiento suficiente del referente, claridad del código) el resultado es una imagen adecuada, literariamente, del mundo. O una imagen de la lengua como homóloga a la estructura del mundo, lo mismo da. Especular, cinematográfica, pictórica, fotográfica, cartográfica: una imagen. El mundo de los referentes es una cantera inagotable de imágenes que cada generación de escritores universales explota, llevándose su trozo de roca al Tesoro de las Imágenes de la Literatura Universal. ¿Qué pasa con el escritor argentino? Simplemente, no es capaz de creer en la posibilidad ni la bondad de esa situación ideal. Para empezar, no cree en la buena fe, ni del productor ni del destinatario. El productor, ya lo sabemos, es un estafador, el destinatario es tan idiota como malintencionado. Su autoconciencia como lector o autor impide que el escritor argentino confíe por un segundo en la transparencia del acto comunicativo. La historia de su país le ha enseñado, por otra parte, que la estabilidad del mundo referencial o es cadavérica o es disparatada. El mundo referencial es ya una imagen, mudable, de otra cosa. ¿De qué? De la voluntad de dominio. Si hay algo en cuya realidad indisputable el escéptico escritor argentino cree a pies juntillas, es en la eficacia y la omnipresencia de la voluntad de dominio. No importa cuán progresista, liberal o libertario se piense un escritor argentino: la fe profunda que se deduce de sus prácticas efectivas es en un poder omnímodo. Por supuesto, esto es totalmente contradictorio con creer en la autoridad. La autoridad constituye jerarquías, protocolos, marcos jurídicos, que todos aceptan como naturales o tan remotos en su origen que se confunden con el estrato natural de la historia. El escritor argentino creyente en la voluntad de dominio ve toda esa armazón cuasinatural como máscara de la voluntad de dominio de los otros, que intenta coartar la suya propia. Recordemos que vive en guerra y en realidad vive en guerra a causa de esta creencia. ¿Pero en qué ayuda determinar las causas y las consecuencias en su estricto orden lógico? Siempre hemos vivido en guerra, la guerra no tiene principio y su fin es una propuesta de la misma guerra para ganar fuerzas en los momentos de debilidad y soñar con la paz, es decir, con la voluntad de dominio propia triunfante. La historia mitológica que el tráfago diario enseña al escritor argentino lo lleva a pensar que la nación es la consecuencia de una orden dada al caos. Pero el Génesis, en la mitología política argentina, es un acto que debe repetirse periódicamente, porque la nación tiene en su interior un vector de retorno al caos, dado que su creación fue el acto de un demiurgo menor: Sarmiento. Cada escritor argentino quiere ser el demiurgo menor de su generación: (“¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?”).
 La mierda entra aquí como táctica de dos estrategias compatibles pero distintas: como demostración del carácter ilegítimo de la voluntad de dominio ajena, en relación a los competidores connacionales, o, en un nivel más alto, como demostración del carácter ilusorio del mundo referencial, en el terreno de la disputa con la literatura universal. El uso de la cultura pop, últimamente, ha predominado como postulación de la mierdificación del mundo, y al mismo tiempo sirve para denunciar los restos de cultura alta (de borgismo o saerismo) en las políticas de algunos competidores con peso en algunas editoriales, algunos sectores de la academia y algunos medios. La conclusión final es que el elemento mierda en la literatura argentina se subordina al elemento guerra, a pesar de que ambos coexisten desde el principio en el escritor argentino. Esto es así porque la mierda admite gradaciones en su densidad odorífera, desde la conspicua mierda de perro, pasando por la bosta seca de caballo, la mierda de paloma, la caca de mosca, hasta llegar a la sintética mierda rosa. Podemos imaginar, tendencialmente, un estado de la literatura argentina casi desodorizado, aun conservando la esencia intestinal. Pero el estado de guerra es constante, prevaleciente, irrenunciable: sin la tensión bélica a flor de piel no existe motor para continuar produciendo literatura argentina.
Por supuesto, se puede objetar que he tomado sólo unos pocos ejemplos concretos de escritor argentino y que ni aun estos pocos han sido estudiados a fondo. A lo segundo, respondo que mi argumentación se basa tanto en la obra de los autores, que supongo suficientemente conocida, por más que seamos argentinos y por lo tanto casi no leamos, como en la atención crítica que estas obras han despertado; de ambos fundamentos me limito a sacar mis conclusiones, remitiendo al lector que quiere verificarlas o refutarlas a la biblioteca. A lo primero, contesto que es cierto, pero improcedente. Naturalmente, existen jóvenes serios, grillos de papel, escarabajos de oro, ornitorrincos, Ernesto Sabato, cortazarianos, posconcretistas, varias clases de neorrománticos. Y mujeres, muchas mujeres. Pero un escritor argentino del Bien no contradice la verdad de la literatura argentina del Mal: es sólo un mal escritor de la literatura universal.



Tomado de: Alejandro Rubio, La garchofa esmeralda, Mansalva, 2010.

12.7.17

Hay que llevar un cuaderno, por Emilio Jurado Naón



Una generación está formada, ente otras cosas, por aquellos que se reúnen en torno a un problema; esto lo dijo Gabriel Cortiñas en Cuaderno del poema.

Hay algo anacrónico en Cuaderno. Uno se pone a pensar, mientras lee las notas, muchas cosas (las notas buscan eso: hacer pensar) y entre esas cosas está la duda acerca de qué es lo anacrónico de Cuaderno: no es el tono, no es la prosa, son algunas palabras que se pone a desmigajar.

Anacrónico NO ES un término peyorativo. Esto hay que aclararlo. Anacrónico señala una dislocación del tiempo, de la época; una incorrespondencia. Una palabra anacrónica no corresponde a su época (viene de OTRA). Entonces, ¿por qué el término anacrónico suena peyorativo? ¿Qué pasó para que nos viéramos en la necesidad de dar explicaciones? Palabras que caen en desuso; palabras que nos obligan a un mal uso, al uso malo. No corresponden.

Antes de seguir tomando notas, vuelvo a leer la dedicatoria que me dejó Gabriel Cortiñas en el ejemplar de Cuaderno del poema. En manuscrita, iza un saludo. Y la data dice “2017”, sé que dice “2017”, no podría ser de otra manera. Pero lo que se lee –lo que la manuscrita hace leer– es, claramente, inopinablemente, trazado con precisión: “2012”. ¿Desde dónde (desde cuándo) me escribe Gabriel Cortiñas? ¿Qué estaba haciendo yo, en 2012?

El anacronismo de Cuaderno está en las palabras, en algunos términos: valor, verdad, estética, propaganda, conservador, revolucionario, Ho Chi Minh, Simulcop, Chernobyl. ¿Cuándo pasa a sonar vieja una palabra? ¿Cuándo empieza a no corresponder con la época?
La palabra política sonó anacrónica en una época y después rejuveneció. En este instante podría estar envejeciendo de vuelta. Lo sabremos en algunos años.
¿Caen? ¿O son arrojadas? Al desuso.

Cuaderno del poema es consciente del tiempo de los términos, así como de las correspondencias e incorrespondencias entre época y lenguaje. Hay una batalla silenciosa entre estas notas breves. Y con esa batalla que susurra de fondo, Cuaderno arrima los términos y condiciones, las palabras que le interesan corresponder o bien discutir.
¿Y si no fueran las palabras, sino la época, la que no está correspondiendo?

No es ingenuo: propone, sí, pero también impone. Impone un alfabeto para pensar el poema y, en el mismo movimiento, se acerca como una propuesta. “Mirá, yo pienso esto, ¿qué te parece?”

Se lee en Cuaderno del poema: “Lo importante al momento de enfrentarse a un poema es que en esa construcción de sentido por parte del lector ocurra eso llamado pensamiento. Y no está mal o 'de más' el verbo obligar, ya que a diferencia de la prosa mercantil perezosa de consumo, el poema obliga a una lectura activa; moviliza los mecanismos que todo sujeto tiene para construir en el campo opuesto de lo unívoco.”

De manera explícita, este proceso se puede leer en Cuaderno cuando se pregunta por la procedencia de las palabras: “¿De dónde viene la palabras tensión?”, “¿De dónde viene la palabra distracción?” Así se arma el acervo: preguntándose. Los términos de Cuaderno son utilizados con una voluntad; son palabras de uso común, pero al ser sometidas a la reflexión no se limitan al lenguaje al uso: se sigue preguntando acerca de las posibilidades de cada término, su potencia. Fronteras, pero en movimiento.

La manera en que Cuaderno ensaya pensamientos sobre el poema abre preguntas a las que volverá más tarde para ensayar respuestas. Se inquiere a sí mismo, pone en tela de juicio enunciados categóricos. Todo esto invita a pensar en modos de la crítica.
Pero lo importante, pienso, lo que destaca a Cuaderno de otros ensayos de y sobre la crítica literaria, es esto último (no es un detalle, es el punto): los enunciados categóricos. Entonces, habría que dar vuelta el pensamiento: el valor de Cuaderno es que asume posiciones fuertes, categóricas, acerca de lo que cree que es y debe ser el poema, lo que es y debe ser la crítica, y luego, después, en ritornello, los pone en duda, se cuestiona, corrige o bien reafirma.

Subtítulo de una nota: La analogía y Cortiñas.
No voy a explayarme acerca de su afición por las analogías, pero sí voy a destacar que un (buen) uso del recurso se ve en las páginas de Cuaderno. La analogía fuerza una relación entre dos elementos para mostrarlos desde otro ángulo: como cuando dice que el poema de entretenimiento suena bonito, o sea, un pez que no es atún y se puede encontrar entre las latas del supermercado.
Uno queda susceptible a las analogías de Cuaderno; en cualquier momento puede aparecer una (un duelo de inteligencias y velocidad entre lector y Cuaderno para ver quién detecta antes la oportunidad de poner en relación dos series de sentido). Así, entre una reflexión teórica de alta densidad y una crítica de los poemas, por ejemplo, de Sergio Raimondi, aparece algún fragmento más “vivencial”, si se quiere, “cotidiano”, “narrativo”, si se me permite, que parece dar aire al lector sesudo.

Se lee: “La primera impresión de La Habana fue el olor al combustible mal quemado de los autos. Ese olor me persiguió todo el día. Después me explicaron que era porque muchos de esos motores, en su origen nafteros, tuvieron que ser convertidos a diésel.”

La nota da para respirar un seg... Pero el lector sesudo no descansa –no puede descansar: Cuaderno lo volvió sesudo y suda. Ya está pensando en una analogía: que Cortiñas, su Cuaderno, quiere convertir el motor del poema de naftero a diésel y hacerlo carburar mal; que la nafta mal quemada persiga al lector sesudo durante todo el día (aunque no esté, por supuesto, en La Habana).

Subtítulo de otra nota: La ventriloquia de Cortiñas.
Hay citas que se dan cita en Cuaderno, con una trampa: una trampa de la escritura para garantizar el juego limpio de la lectura crítica. Se citan textos de otros sin comillas, pero con la aclaración al final del párrafo (“esto lo dijo... tal”). El efecto es de extrañeza, sorpresa, contrariedad. Porque se empieza leyendo una afirmación que uno atribuye a Cortiñas y, de repente, esa afirmación le corresponde a otro. “Si la puso Cortiñas, Cortiñas está de acuerdo”, supone uno. Pero el golpe de extrañeza queda sonando. Como si Cuaderno quisiera poner de manifiesto el peso del preconcepto con el que carga todo lector (malintencionado por definición): frases de Keneth Goldsmith, de Carlos Mugica, de Raúl Zaffaroni. Uno no las hubiera pensado ahí, uno no las hubiera pensado en boca de esos nombres tampoco. Después del volantazo y la sorpresa, la argumentación de Cuaderno vuelve al carril e incorpora, a las disquisiciones sobre el poema, el tono y el enunciado de aquellas voces visitantes.

¿Cuaderno es un ensayo? ¿Una teoría?
Se lee: “La autorreflexión no como un mero decir acerca de lo que se hace sino como un hacer de otra manera eso que habitualmente se hace. Entonces, lo que hace falta es la misma práctica estética. Podríamos llegar a estar en un momento en que escasea la praxis. Lo estético es un proceso vincular, ¿cuál es la ley del movimiento del poema?”

Entonces, entre poner en práctica un poema y poner a andar la reflexión sobre el poema no habría distancia. Pienso que, si bien se puede decir que son pocos los ensayos que se conciben como una escritura poética, son aún menos los poemas que se conciben como un ensayo de la lengua.

Tomar notas sobre literatura es una manera de no dar el valor por sentado. No es obvio que Juan L. Ortiz es un gran poema (digo, poeta), parece decir Cuaderno. Y elabora una breve nota sobre Juanele. No es obvio que hay que leer literatura contemporánea, parece decir Cuaderno. Y elabora una breve nota sobre María Salgado.
El encuentro, en Cuaderno, de poemas canónicos y poemas contemporáneos, poemas de acá y poemas de allá, de España, Chile, El Salvador, obedecen a un doble propósito: señalar valor en esos textos y detectar qué movimientos en ellos habilitan a seguir pensando el poema. Dos propósitos que son el mismo.

Me gusta cómo Cuaderno de repente se pone pragmático: se para, mira y como si dijera ¿pero cuáles son los textos qué hacen esto, aquello? Los que más valen. Y enumera varios títulos de los últimos diez años que pueden ser considerados, según la estética que desarrolla, poemas.
Hay ahí una sinceridad y una necesidad de ser consigo sincero: ¿en qué poemas pienso cuando pienso en el poema? Y la sinceridad se extiende a una generosidad, la de nombrar con nombre propio tanto a los textos como a sus escritores.
No pienso esto como quien dice “hay que ser generoso con los colegas”; pienso más bien en los colegas como lectores (y, a la inversa, todos los lectores como colegas), las personas que nos acercamos a leer lo que hay en Cuaderno y encontramos ahí, no sólo definiciones, dudas, reflexiones y apuestas, sino también un índice de obras contemporáneas, nuevas herramientas con las que seguir trabajando.

¿A quién le habla Gabriel Cortiñas?”, podría preguntarse algún lector exigente. ¿De dónde sale esa pregunta? Una respuesta fácil sería: el Cuaderno del poema habla consigo mismo, son preguntas al interior de la reflexión poética por parte de su escriba (lector y escritor de poemas). Pero, no, hoy el Cuaderno se publica, se hace público. Entonces, a pesar de la conversación íntima que un cuaderno de notas puede aparentar, hay una intención fuerte hacia lo público. Exponer preguntas y convicciones estéticas constituye un gesto jugado sí, pero también (en este caso al menos), ese jugarse se juega para replantear el juego.

La única operación política de un texto es introducir en el tejido textual del tiempo por medio de la literatura aquello que le interesa; esto lo dijo Monique Wittig” en Cuaderno del poema. La operación de Cuaderno, uno malicia, quiere introducir en el tiempo literario eso que le interesa. Y quiere, él mismo, interesar, claro, porque sin quienes se interesen en la discusión de ciertos problemas, sin quienes se prendan a pensar en la disputa, no hay operación que rinda ni hay literatura que siga viva ni hay ni hay política.

Se podría decir que Cuaderno quiere una sociedad distinta y ejecuta una práctica prefigurativa (ese término hermoso) con la idea en la frente. ¿Qué clase de sociedad quiere Cuaderno? ¿Distinta en qué? Dice y hace; se lee: “una sociedad más abierta o propensa a la pregunta (y, por ende, una sociedad que le otorga más espacio a lo nuevo)”.

Hay que llevar un cuaderno para leer Cuaderno del poema



08/07/2017 – La Sede, Villa Crespo.

4.7.17

La respuesta, por Luciana Cattaneo




Yamila estaba cansada de esperar. De esperar que todo se solucione, como  decía el cura. De esperar y tener paciencia, como decía su mamá. Todos los días se levantaba pensando que hay que confiar en que las cosas se van a solucionar, esperar a que Roberto ya no reaccionara de esa manera, a que deje de ser tan violento, a que la medicación que le dio el doctor haga efectos. Para poder dejar de llorar en la cocina, en la ducha del baño, dejar de esconder su angustia, su rabia. Esperar y respirar algo que entre tanto ahogo ya no podía hacer.
   Yamila no tenía días de tranquilidad, sentía que vivía en una pesadilla y eso la mantenía con un mínimo de esperanzas. En algún momento despertaría del sueño y le devolverían todas las ganas robadas. Ya no encontraba razones para ponerse bonita, hacía mucho tiempo que no sonreía y se encerraba en su habitación cuando Roberto no estaba a escribir versos o recuerdos,  que eran como un exorcismo de todos sus males. Había aprendido a olvidar, ya no conocía al hombre del que se había enamorado aquella tarde en un pueblito esperando el tren, y los recuerdos más hermosos los tenía enterrados en baldíos. Sabía que los dos habían sido inseparables. Él la abrazaba fuerte cuando dormían la siestas prometiéndole nunca dejar de ser como el verano, ofreciéndole infinitas libertades y llenando el cuarto de olor caliente y risas de juventud. Pero ahora, no había más verano. El invierno triste y despiadado la invadía cuando Roberto llegaba del trabajo. La casa se llenaba de sombras y quedaban pocas imágenes recortadas de los dos. Yamila no hablaba, estaba cada vez más callada ante él, que entraba y le acariciaba el pelo, y le pedía inmediatamente algo de comer, se quitaba la ropa sucia del trabajo, exigiendo que Yamila la lave, le gritaba por no haber cocinado algo sabroso, por no haber comprado la comida del perro, por negarse a tener sexo con él, por estar cansada, por tener dolores de cabeza, por sentirse enferma. A la noche exigía sus cervezas frías mientras veía la televisión. Se reía y burlaba de Yamila cuando ella opinaba de fútbol, o si la encontraba leyendo. Roberto se enojaba cada vez más y más con ella, y todo terminaba en golpes y patadas.
   Instituciones, médicos, psicólogos, abrazos de él y promesas, nada corregía la conducta de Roberto. Yamila rezaba en la soledad de su cuarto, pidiéndole a los santos que su esposo mejore, que nunca más le ponga una mano encima, que todo pueda ser como antes.
   Una tarde, de esas en que Yamila se quedaba sola, tocaron el timbre de su casa. Tenía miedo en responder, porque Roberto no la dejaba hablar con nadie que él no conociera. Espiando por la cerradura, preguntó:
   –¿Quién es?
   –Somos de la Iglesia. Necesitamos hablar con vos, Yamila. Nos manda el padre José.
   Eran dos mujeres jóvenes. Yamila dudó, pero abrió la puerta con miedo, y las dejó pasar. Charlaron un buen rato. Yamila preparó unos mates, y las mujeres contaron que necesitaban que Yamila vuelva a la iglesia para estar unidas y así juntas terminar con la maldad que había en el mundo. Hablaban muy rápido y confundían a Yamila, que hacía mucho no tenía contacto con el afuera. La invitaron a ir más seguido a la iglesia, a cantarle al Señor. Yamila respiraba profundo y asentía con la cabeza, tragaba el humo de sus cigarrillos que empezaban a marearla. Una de las mujeres le pidió su teléfono, ella le dijo que no tenían hacía años en la casa, que no usaba el celular porque su marido decía que esos aparatos tecnológicos eran para las chicas tontas. Las mujeres se miraron, y una de ellas se percató de un golpe que Yamila tenía en el brazo. Era como que las piezas comenzaban a encajar. Yamila las echó. Dijo que tenía que trabajar, que estaban atrasando sus tareas domésticas. No podía perder más tiempo.  Las mujeres insistieron y Yamila rompió en llanto por primera vez frente a totales desconocidas, contó su historia con Roberto. Se sentía harta, ahogada, corrió a su habitación y les mostró sus escritos, cada uno de ellos. Sentía la furiosa convulsión de su cuerpo, el espasmo del habla, el alivio a tanta pena. Las mujeres prometieron ayudarla si ella volvía a la iglesia, la abrazaron con fuerza. La consolaron diciéndole que tuviese fe en el Señor, que él iba a responder a sus súplicas. Y que no se alejara nunca más de la iglesia.
   Cuando las mujeres se fueron, Yamila quedó destrozada. Apagó las luces, encendió un cigarrillo y se sirvió un whisky de los que les gustaba tomar a Roberto. Se quedó, sentada en su sillón mirando el vaso, pensando: ¿De qué sirve seguir escribiendo? ¿De qué sirve seguir amando sola, si los soles y el verano ya se fueron y ahora siempre es invierno y hace frío? ¿Por qué seguir diciendo padre nuestro de cada día, todos los días, si solo eran palabras vacías a un dios que nunca aparecía? ¿Por qué había dejado en el camino tantos sueños y los estudios en la maestría de Arte y el aborto que se hizo cuando él le negó un hijo y la trató de puta? ¿Por qué perdió tantas tardes de cervezas, tantas noches de café en las esquinas? ¿Por qué escribir le había salvado la vida tanto tiempo?
   Cuando volvió Roberto la encontró en el mismo lugar, muy pálida, como muerta. La situación lo sorprendió, pero solo le importó que Yamila se había bebido todo su whisky. Roberto se enojó y comenzó a gritarle para llamar su atención, al escuchar su voz, ella levantó levemente la cabeza pero no respondió. Roberto la agarró de los pelos y le pidió a los gritos que responda por qué se había terminado todo su whisky.  Como no contestaba, la empujó de su sillón, tirándola al suelo. Y dejándola allí le pidió algo de comer, dijo que tenía que ver su programa favorito, que por su culpa se lo estaba perdiendo.  Yamila se levantó del piso. Estaba ebria, no sentía sus manos, ni su piel, tampoco sentía ya su corazón. Se dirigió a la cocina y abrió la heladera, sacó poco a poco la comida para preparar un sandwich de carne. Tomó un plató y untó la mayonesa en el pan. Estaba confundida, y veía cómo se reía Roberto con su programa de TV, se rascaba las pelotas, y le gritaba para que se apure. 
   Yamila, ese día estaba llena de nuevos deseos. Se dejó llevar para cumplir su propósito, no quería vengarse, necesitaba una nueva vida lejos de él. Su luna borracha le dio la fuerza. Se acercó a él poco a poco por detrás, y sin decirle palabras  lo ahorcó con un cinto. Disfrutó verlo sufrir, ahogarse tanto como él la había ahogado por tanto tiempo. Ese hombre sin cerebro pensó, con cuerpo y mente enferma, y manos violentas. Hay que deshacerse de todo lo que está mal, hay que terminar con todo lo malo que hay en este mundo, como le dijeron esa tarde aquellas mujeres, pero hay que vencerlos con actos, con no- palabras y con sueños. La muerte la hizo libre. Todos vamos a morir, pensó. Y de mí que sea lo que Dios quiera.