25.6.09

Correas traductor, por Javier Fernández Paupy






Leer Correas es volver a pensar sus maneras de nombrar el mundo y recobrar el valor de cada una de sus imágenes y acepciones. Vemos, del Correas traductor, que en la elección de sus autores y textos traducidos ya se desprende una concentración parcial o posible que expresa otro decir suyo y de su obra. Traducir, dar a conocer lo traducido, también es cruzarlo con la propia obra. La traducción de El diario del ladrón encuadra el mito de la homosexualidad como una reivindicación del Mal y de la disidencia. Vislumbra una literatura escandalosa y repudiada. La traducción de Genet es un medio del intérprete Chaneton-Correas para usar procedimientos de escritura análogos y pensar sus mismos temas.

Inferimos de los intereses existenciales que destaca en Kierkegaard las inclinaciones del mismo Correas, oímos su propia voz que resuena en la del danés. Propensiones que se manifiestan desde su trabajo como traductor y revelan, ya no la obra de tal o cual escritor, sino la suya propia. Su atención por desentrañarse, un minucioso registro de lo subjetivo. El reconocimiento voluntario de una perspectiva ganada.

Traducir, desde la autotraducción, es revelarse en cada párrafo, desdoblarse, volver contable la propia vida. “Mi pasado –escribe en Los reportajes de Felix Chaneton– es el material con el que estoy trabajando aquí”. Revelarse, evocar un pasado perdido. Y mostrar las filiaciones literarias, como quien saluda, se afirma o da a conocer en sus gustos, en sus influencias, en sus maestros. Un gesto que evidencia y descubre al autor en sus intereses, afectos y atenciones.

Volver perceptibles procedimientos y lecturas es una forma de advertir y prevenir al lector de algo. Lo contrario de lo que Benjamin sugiere en La tarea del traductor: “ningún poema está dedicado al lector, ningún cuadro a quien lo contempla, ni sinfonía alguna a quienes la escuchan”. Correas abre sus textos a los lectores. Nítida intención que tiene en cuenta al destinatario de sus obras. En sus textos abundan las apelaciones al lector. Los “y usted, lector…”, “mire usted, lector…”, “ni usted, lector, ni yo podemos saber…”, “por eso, usted, lector, habrá de desear conmigo…”, “es su turno, lector, de enfrentar…” o el celebrado e inevitablemente cómico: “gracias, lector, por haberme acompañado hasta aquí” que da fin a su exquisita crónica de los canales televisivos argentinos durante la década del noventa, dan cuenta de una ostensible reflexión sobre sus futuras recepciones.

Pretendo evitar el viejo debate en torno a la tarea del traductor. Es casi obvio que no es lo mismo traducir un libro de poemas que un vademécum de bolsillo. Todos aceptan que traducir un texto supone en cierto modo interpretarlo. Que otros se demoren en esa vetusta polémica interminable sobre la traducción como perpetua traición, problema político o mera imposibilidad. Se traduce, tal es el caso de Correas, para leer a los autores en su propia voz. Una exigencia y un rigor metodológico en materia de filosofía, una base sólida sobre la que fundamentar el repudio o el desinterés. Como él mismo dijo: “tal vez uno esté perdiendo el tiempo leyendo una traducción deficiente, que no entiende porque se equivoca el traductor” (El deseo en Hegel y Sartre). Y también: “si yo no entiendo al filósofo porque no me da la cabeza, soy yo; pero si no lo entiendo porque el traductor se equivocó, entonces es para ir a buscarlo y colgarlo de un árbol. Entonces, siempre he tratado de autorizarme y decir que yo conozco a un filósofo, si tengo, o si dispongo del original” (entrevista a Carlos Correas, El Ojo Mocho n° 7/8, otoño 1996).

Se traduce para apropiarse mejor de otras formas de leer y escribir. Como cuando, en el prólogo de Kafka y su padre, revela haber “hurtado” a una crítica de Sartre, no traducida al castellano hasta ese momento, su propia crítica de una obra de teatro de Murena. Ahí “hurtar” no es más que singularizar, resignificar. En esa reseña Correas ya preludia una condensación entre personajes y lectores. Apunta: “las aventuras y los proyectos de esos personajes son también las aventuras y los proyectos de los espectadores, que la angustia de ese otro es mi angustia, que si él se espera yo también me espero en él y que el tiempo con que él llena el hueco de su porvenir es el mismo tiempo que refluye en mi porvenir no hecho” (“H.A. Murena y la vida pecaminosa”, Contorno n° 2, mayo de 1954). En su ensayo sobre Arlt, propone que éste se inventa en sus libros al tiempo en que inventa a sus lectores, traduciéndolos, mostrándolos de la forma en que son. La interpretación de Arlt, es para Correas, una invención verdadera de sus destinatarios.

En “El escritor fracasado” de Arlt literato, puntualiza: “He comenzado a escribir por imitación”. Una repetición y prolongación de autores modélicos. Ejercicios de reescritura, particularizaciones, deseo y transcripción. Agrega: “no dejo de escribir desde mis maestros y de buscar producir en otros el mismo rescate que aquéllos me hacen sentir; leo y copio lo sublime”. Lectura, copia y traducción. Cada uno de esos escritores tempranamente imitados, constituyen materiales inseparables de la vida y de la literatura de Correas. Porque su obra, al igual que él consideró la de Arlt, “exige esa totalización de su literatura y de su vida” (“Conclusión: El inventor o sobre la densidad”, Arlt literato).

En su lectura de la obra de Kafka, el hombre Franz Kafka, eso que se le escapa a Borges, es el elemento central del análisis. En su escritura, en su arte, el sujeto se vuelve la obra. Entonces, desde la escenografía del teatro familiar, Correas traduce las relaciones de Franz con su padre Herrmann. Tampoco teme proyectar analogías o semejanzas entre Gregor Samsa y Kafka. No duda en sugerir parecidos entre su propio apellido y el del maestro del joven Chaneton, Carrera. En el texto sobre Oscar Masotta, la vida cotidiana del autor es inseparable del análisis de su obra. Ahí dice: “el sujeto real en tanto este ha de remitirnos al conjunto de relaciones objetivas constitutivas del estado cultural donde Masotta se hallaba ubicado y que ha determinado sus elecciones teóricas y prácticas”. Es la representación de la vida “en sus formas históricas actuales: el hambre, el suplicio, el deseo, la muerte, la miseria económica, la violencia, e igualmente la obra que los hombres van dejando tras de sí”. Experiencia y traducción en relato. Para decirlo con Sartre, en Las palabras: “la Naturaleza habla y la experiencia traduce”.

Quizás en la literatura de Correas todo es pretexto para el relato autobiográfico. Es posible que los escenarios de todas sus tramas sean en esencia la misma personificación del autor, que todos los itinerarios constituyan uno solo, el de su propia búsqueda. Se advierte la presencia de un escritor que, antes de inventar, transcribe. Se transcribe. En su obra impera una operación con lo autobiográfico, con la transmutación de la autobiografía en distintos géneros, una imposibilidad de separar la vida de la escritura. La representación de la propia existencia traspasa todo en su obra. Traducir es confundir voluntariamente el arte con la vida, reponer la leyenda singular de la propia existencia y efectuar mediante esa experiencia personal una transposición directa, la que identifica a la vida con un relato, uno propio, acaso mítico.

Dice Correas, en su ensayo que introduce las cartas de Kierkegaard a su novia Regina Olsen y su amigo Emil Bösen: “El género epistolar y amoroso deviene medio y elemento de personalización: aquí escribir es escribirse”. Escribir, escribirse, es una forma de traducir, de traducirse. Del mismo modo en que una caminata constituye una forma especial de traducir la ciudad, de conocerla caminando, de aprender a pensarla, a contarla, a convertirla en un sueño, conocer la ciudad y poder describirla, en su literatura, es un ejercicio que confiere salud y como la escritura misma, un asilo, una salvación. Sus personajes continuamente traducen los espacios que habitan, “revelan la ciudad” a cada paso, “minuto a minuto”. Minucioso detallismo de Correas que sugiere con la descripción material la atmósfera moral.

Firmes declaraciones del conocimiento y de las expectativas por su arte recorren su obra. Propone una lucha contra todo tipo de literatura deprimente o entristecedora. Aclara en La operación Masotta: “queríamos lectores felices, queríamos que nuestros libros hicieran lectores felices”. El deber intelectual de otorgar felicidad. Y una radiante expresión por el deseo de escribir. Un optimismo depositado en las letras, como una forma de amparo, a la vez que una cara exigencia: “No seremos libres (cuerdos) hasta que no escribamos buenos libros, y, recíprocamente, nuestros libros serán buenos si nos devuelven o nos conservan la salud mental”. Una gran confianza en el poder transformador de la palabra. Paradójicamente, esta jovialidad convive con sus recordadas y proféticas palabras de veinteañero: “una literatura de suicidas para suicidas” (“Desde la carne de Buenos Aires”, Las ciento y una n° 1, junio de 1953). O la idea que formula y prefigura su muerte, la del suicidio como un triste testimonio, como una desesperada botella que se tira al mar con la ilusión de que otros se encarguen de traducirla, descifrarla y justificarla, más allá del tiempo (“El juguete rabioso y mi suicidio”, Arlt literato).

En Los reportajes de Felix Chaneton se manifiesta resplandeciente la definición y el “compromiso” por escribirse, por ultimarse a través de la letra impresa. Porque la escritura cobra un significado personal en su obra. “Si escribir lo vivido (…) es un recurso para continuar en el mundo, la escritura es un modo de ultimarse” (“Teatro”, Arlt literato). La elección de escribir, de biografiar y de autobiografiarse, por toda medida. Tal vez por eso Correas pondera y reivindica el valor de la anécdota, en donde convergen “la universalidad del concepto y (…) la singularidad de la persona” (La operación Masotta) y encuentra, ahí mismo, un medio de individuación para afirmarse. La riqueza de lo anecdótico es una medida que pesa toda su obra. Abunda en sus notas al pie, en donde una y otra vez nos remite a elementos autobiográficos como parte del análisis. Quizás con mayor transparencia en sus ensayos, género que en nuestro autor cobra dimensiones inasibles. Su incertidumbre genérica, tensión entre el ensayo, la crónica, la ficción, la autobiografía como novela realista, el policial negro, etcétera, destila una mezcla de erudición maldita a la vez que aversión por los especialistas y los expertos que todo lo quieren explicar, los “opinantes revisteriles y editorialistas”, los pedagogos de la cultura y los policías de la gramática.

Si en su empresa intelectual sobresale un perfil denuncialista, mote usado para definir a un supuesto programa del que nuestro autor no forma parte exactamente, aunque la historia crítica los confunda, es porque su pluma, por momentos exasperada y combativa, no busca envanecer a nadie y no duda en denunciar, por ejemplo, la “delictuosidad intelectual” de la mayor parte de los traductores de Sartre, de quienes promulga su ignorancia filosófica y su impotencia con la lengua francesa. Traducciones que agravian por su incuria y estafan por su negligencia. Propone que dichas malas traducciones son responsables del desconocimiento de Sartre en Argentina. Una mala traducción de Genet por parte de Sebrelli, hecha de oído, una traducción “horripilante” de El Capital, o una versión castellana de La crítica de la razón dialéctica que es “una basura”.

Algunas de sus inquisiciones pueden parecer ultrajantes y está bien que lo sean. Como cuando declara que los miembros de la revista Contorno no eran mucho más que un grupo de personas “que se ignoraban y se escondían mutuamente sus ignorancias”. Correas hace del vilipendio una estética. “Cultivábamos el arte del reproche” acepta, a propósito de su relación con Masotta. El arte de la injuria fundamentada, una estilística del denuesto. Retórica y diatriba. Pero su lucidez nunca abandona el distanciamiento irónico. Escribe en el prólogo de La operación Masotta: “la parodia es un estímulo para la tarea esencialmente desconsolada y aun tenebrosa de escribir”.

En su ensayo biográfico montado sobre su propia autobiografía, analiza ciertos arribismos intelectuales de Masotta, provincianismos culturales o simplemente malas traducciones, descuartiza sus textos aparecidos en publicaciones periódicas de la época, a la vez que pone de manifiesto sus proposiciones, y así, las expone un poco al ridículo. Su cuadro retrospectivo atraviesa la historia argentina de tres décadas. Correas traduce ese tiempo compartido por él y por Masotta, al tiempo en que, expone los textos operados, las fuentes que estaban a su alcance.

Tanto la denuncia como el testimonio, proceden de la búsqueda del escritor como cronista de sí mismo y de su contemporaneidad, como traductor de un espacio, de un tiempo y de una época. Jorge Panesi, en “La traducción en la Argentina” (Críticas), sugiere que toda interpretación o reflexión sobre la cultura argentina lleva, implícita o explícita, una teoría de la traducción y de la cultura, “de la cultura como permanente proceso de traslaciones y traducciones”. Traducciones –arguye Panesi– que revelan “la importación de una cultura manufacturada”. Importaciones como las de Masotta con el último grito de la doctrina lacaniana, el furor por los hapennings o el pop-art.

Por último quiero referirme a un texto en el que la originalidad vuelve a ser la medida de su estilo: “Atisbos sobre Sartre: ligereza, inteligencia, aventurerismo” (Vidas filosóficas. Tomás Abraham, director). El texto, glosario de traducciones, es elogio de la tarea del crítico como traductor. Ahí Correas se limita, en once puntos, a ofrecer textos que revelan a Sartre. Nada preocupado en agregar una línea más a las consabidas didácticas o exégesis filosóficas, traduce fragmentos que nos devuelven a Sartre pero que indefectiblemente reponen al mismo Correas, entrevistas, anécdotas, retratos de entrevistadores, partes de conversaciones y de diarios. Los detallados regímenes de alcohol y pastillas que testimonian el proceso de escritura de La crítica de la razón pura y nos recuerdan las fusiones de anfetaminas que le proporcionaba Carrera al joven Chaneton, las declaraciones del propio Correas sobre su relación con esas drogas durante los años de su formación universitaria o las precisas mezclas de whisky y cerveza que ingiere el cansado doctor Claudio Manty. Este breve texto tardío condensa gran parte de sus obsesiones. Como cuando traduce: “No se puede escribir si no se piensa que la literatura es todo”.





Texto leído en la II Jornadas de Filosofía y Literatura de la Universidad Nacional de General Sarmiento. Decirlo todo: escritura y disolución en Carlos Correas.
21 y 22 de mayo 2009.

4.6.09

Platónov: alma que busca felicidad, por Pablo Moreno






En verdad, el arte es una especie de subterfugio. Pero gracias a Dios podemos ver, si lo deseamos, a través de la superficie de ese subterfugio. El arte lleva dos grandes funciones. En primer lugar una experiencia emotiva, y luego, si tenemos el coraje de cultivar nuestros propios sentimientos, llega a ser una mina de verdad práctica. Hemos tenido los sentimientos ad nauseam. Pero hemos tratado de extraer de ellos la verdad, que pude interesar o no a nuestros nietos.
D. H. Lawrence


Una experiencia emotiva y una verdad práctica. ¿Hay algo más importante qué pedirle a la literatura? Una afirmación de esa envergadura solo puede ser formulada por un escritor.

La crítica y la teoría literaria, en un formidable proceso de demolición, pulverizaron estas dos funciones cruciales e instalaron un teatro de operaciones en torno a lo formal. La búsqueda de la especificidad de la literatura (aquello que hace que un texto sea literario), excluyó la emotividad y la verdad. La crítica no permite la angustia, la felicidad, la claudicación ante una verdad irrefutable y la posibilidad de ver al mundo con otros ojos, luego de la experiencia de sumergirse en una obra literaria. En otras palabras, la crítica no se permite el riesgo de compartir las obsesiones de un artista que arroja su obra para ser contemplada. Será porque la crítica quiere ser superadora de la obra y no señalar el impacto de la misma. Será porqué la teoría literaria es una “ficción teórica” (Nicolás Rosa dixit).

No acusemos al formalismo ruso de este proceso. Basta leer el Maikovski de Sklovski para desmentirlo. Para Sklovski la formulación de una teoría literaria no va exenta de la carga emotiva. Es más, la literatura y la vida es una comunión en donde se formula la teoría literaria. Pero volvamos a la cuestión inicial y preguntémonos si una obra como Dzhan de Platónov puede ser desarticulada para luego buscar sus grietas y mostrar su andamiaje. Toda una operación realizada como un simple ejercicio formalista.

Lo primero que podemos decir de Dzhan es que es una obra noble, insobornable e incorruptible como la buena madera, ya que lo que transmite el relato es una experiencia. Parece ser que la totalidad de la obra de Platónov resiste el paso del tiempo. Su utopía no nos es ajena ni tampoco anacrónica. Su prosa posee frases justas y conserva frescura.

Es una literatura que cree antes que nada que una experiencia puede ser transmitida. Dzhan es el relato de la experiencia de Platónov como ingeniero agrónomo en el espacio desértico de Oriente. Un espacio en el que además de tratar de salvar a sus habitantes de las penurias de las sequías y las hambrunas es el lugar en donde se predicará un socialismo profundamente humano. Es en esa zona donde Dzhan se convierte en una novela (o nouvelle a la usanza francesa) de ideas. Y toda obra de ideas persigue una verdad que en consecuencia se transforma en una novela política.

Chagatayev, héroe de la novela, es rescatado del desierto (donde fuera abandonado por su madre) por el poder soviético. Es educado en Moscú y el Comité Central lo reenvía al desierto, al pueblo donde nació, un pueblo sin nombre:

“-No se llama de ninguna manera- contestó Chagateyev. Pero ellos mismos se han dado un nombre.
-¿Cómo es?
-Dzhan. Significa el alma o la vida feliz. El pueblo no tenía nada aparte del alma y la vida que les daban las mujeres-madres, porque les trajeron al mundo…”

Pero ¿qué hacer en ese pueblo?, ¿el socialismo? se pregunta Chagatayev. Es la pregunta utópica en un relato realista. Pero la espesura narrativa de Dzhan no son los lineamientos del “realismo socialista” de Stalin. Para socorrer a su pueblo, Chagatayev debe enseñarles el valor de la utopía, un sueño irrealizable por el que vale la pena luchar. Debe predicar en el desierto, lo cual implica una acción mística y a la vez religiosa. Predicar donde hay necesidades reales, materiales. Predicar es una acción no muy acorde a la línea del Partido. Es una palabra que no tiene la carga burocrática de la jerga del Partido.

El desierto es esa zona incómoda, inconmensurable, en donde Platónov despliega su universo sensorial, en la relación de los cuerpos con el desierto. Porque Dzhan es en otras aristas un relato acerca de los cuerpos: cuerpo grueso, lleno de virginidad tardía el de Vera, cuerpo adolescente en constante crecimiento el de Xenia, cuerpo abstraído en el mundo de la infancia el de la niña Aidim, cuerpo ingrávido y liviano el de la madre de Chagatayev. Cuerpos que necesitan abrazarse, palparse y reconocerse. Cuerpos que dan a la narración un dulce erotismo:

“-Cuando nos acostemos entraremos en calor-decía el marido. ¿Qué otra cosa se puede hacer con tanta miseria? Eres lo único que me queda, no tengo mas remedio que mirarte y quererte.
-Es verdad, no hay nada más -asentía la mujer- , tu y yo no tenemos nada, lo he pensado mucho y veo que te quiero…
-Estamos hecho una miseria -dijo la mujer- estás flaco, tienes poca fuerza, a mí se me secan los pechos, los huesos me duelen por dentro…
-Amaré tus restos- contestó el marido.”

Extraño movimiento pendular el que realiza Platónov. El que va desde la experiencia física del relato (en la naturaleza hostil que irradia el desierto, en los cuerpos que tratan de sobrevivir al mismo) hacia la utopía, al espacio de las ideas. Paradójicamente o no, el socialismo de Platónov no es un sueño colectivo. El socialismo en Dzhan es la búsqueda de la felicidad, y solo puede lograrse caminando libremente por la tierra:

“Chagatayev recorrió solo varios kilómetros; subió a la terraza más alta de donde se veía el mundo casi hasta sus extremos. Desde allí pudo ver a diez o doce hombres que se iban solitarios a todas las partes del mundo…
Chagatayev suspiró y sonrió: con su pequeño corazón, la mente estrecha y el entusiasmo había querido crear allí, por primera vez, una vida verdadera, en el extremo de Sarí-Kamish, el fondo infernal del antiguo mundo. Pero los hombres saben mejor que deben hacer. Bastaba con haberlos ayudado a quedar con vida; ellos mismos encontrarían la felicidad más allá del horizonte…”

En otro lugar de Rusia, y en otro espacio de la literatura, Maikovski (recordando a Serguei Esenin) corroboraba esa misma búsqueda:


Debemos arrancar,
la alegría,
a los días venideros.
En esta vida,
morir es cosa fácil.
Hacer vida,
es mucho más difícil.




Andréi Platónov (1899-1951): hijo de un trabajador metalúrgico empleado de los ferrocarriles rusos, es probablemente uno de los secretos mejor guardados de la lengua rusa (gran parte de su obra todavía no está traducida al castellano). Entre sus obras más destacadas se encuentran La excavación, La patria de la electricidad y otros relatos y una novela monumental titulada Chevengur. Sus obras nunca fueron publicadas por no estar en concordancia con las directivas del “realismo socialista” y por ser censurado por Stalin. Falleció en 1951, imposibilitado de seguir ganando la vida como escritor.