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20.9.24

El ritmo de lo que pasa, por Javier Fernández Paupy

 

[Sobre: Jack Kerouac en el bosque de Arden, Hugo Savino, Madrid, Arena Libros, 2023.]

 

Tramado entre citas y con la libertad inaudita que caracteriza cada uno de sus libros, Hugo Savino vivisecciona la obra de Kerouac según sus propios parámetros y lecturas, sin nada de jerga escolástica ni endogamia académica o karaoke sociologizante. En Jack Kerouac en el bosque de Arden Savino aclara: «No hago biografía de Kerouac. No se trata de su vida. Son sus libros leídos en el sugerir y no en el nombrar. Leo la escritura de su vida. No describo nada, no narro nada. (…) Solo mis impresiones. Mis puntos de vista. Responder Jack Kerouac. No me interesa la hagiografía beat. Y menos que menos la contracultura. Ese invento burgués para ser eterna y publicitariamente joven».)

Tomo esta idea de Savino: «¿Y si una crónica sobre un libro solo estuviera hecha de citas? ¿Y si uno se atreviera definitivamente a soltar el saber chamuyo y solo anotara?»

Hay algo en el gesto provocador de Savino que interpela, arenga, discute, ridiculiza, agravia, se planta delante del muro del saber institucional y a la sombra de ese paredón vitupera. Savino inventa un lugar único de marginalidad para escribir, como en los bordes de toda tradición o como fundador de una nueva tradición crítica por demás leída pero sin ninguna gola académica.

Hugo Savino arma una trama de filiaciones. Kerouac con Thoreau, con Robert Burton, con Arno Schmidt, con Meschonnic, con Néstor Sánchez, con Baudelaire, con Balzac, con Proust, con Joyce, con Ricardo Zelarayán, con John Cassavetes, con Victor Hugo, con Shakespeare, con Céline, con Carlo Emilio Gadda, con Horacio Salgán, con Willem de Kooning, con Cézanne, con Pascal, con Thelonius Monk, con Macedonio Fernández, con Simon Leys, con Paul Claudel, con Nadezdha Mandelstam, con Rembrandt, con Bernard Hoepffner, con Marina Tsviteàieva, con Scott Fitzgerald, con Kafka, con Malcolm Lowry, con Alfred Jarry, con Lorenzo García Vega, con Louis Chevalier, con Jack London, con Yeats.

Savino insiste en sacar a Kerouac de los clichés y del estereotipo del escritor beatnik, mochilero y trasnochado.

Savino: «Maldita lectura. No es bueno leer. Es mejor una siesta de filosofía, ahí siempre hay momentos tranquilos asegurados».

Keroauc, según Savino: «Desobedecía con cada libro y aceptaba el desorden de su épica»

«Jack Kerouac escribía en el desierto y su enemigo era “la ética burguesa de los editores de su época”. Más la de sus amigos que trataban de encarrilarlo: Ginsberg intenta “reorientarlo hacia una novela de trama más convencional» (Nicosia) Jack Kerouac estaba “harto, enfermo, de la oración inglesa convencional” pero los editores, no. Pedían más de lo mismo. Nada cambió. Los editores siguen ahí, pidiendo oraciones convencionales, sujeto verbo predicado, con soporte de tramas legibles»

Savino sugiere que las historias no lineales que libro a libro va engarzando Kerouac en su proyecto de obra están más cerca del poema que de la trama realista convencional. Apunta Savino: «Escribir mal o escribir sintaxis enredada son algunos de los reproches dirigidos a Jack Kerouac. Es el reproche del decoro literario a la invención» Según Savino: «Hay que leer “Shakespeare y el outsider”. Así no siguen con el Kerouac beat. O a contracultura. O el Kerouac a madre. Eso se lo pueden dejar a sus envidiosos amigos. Que tocaron solo lo que conocían. Y de paso, Kerouac nunca separó prosa de poesía. (…) La única banda que Kerouac acepta es la del café, el vagabundeo, la conversación y la errancia».

Hugo Savino las llama impregnaciones. Anota: «Joyce no como influencia, no, como impregnación. Céline como impregnación»

Savino aclara: «Toda la vida de Jack Kerouac está en sus libros, que no son ficción, ni autobiografía, son una escritura de la vida. Epifanías, escenas del sentido de su vida» (87:2023). Biografía y época. «“Todos mis libros son 100% historias verdaderas solo que con los nombres cambiados” (Jack Kerouac, carta a Bernice Lemire, una estudiante de Boston College, originaria de Lowell, 15 de julio de 1961)»

La síntesis de Savino sobre Kerouac: «Toda su vida se transforma en una epopeya que pasa por su voz, por su manera de decir» Como si Hugo Savino hablara de su propia época al evocar los tiempos en los que Kerouac bregó por su obra: «El mundo incestuoso de la literatura, con sus cretinadas, y agachadas, sus chupaculos, sus pequeños poderes, y los menesterosos de alguna fama que buscan unas líneas en suplementos irá apareciendo de a poco» Anota Savino: «¿Cuándo se entenderá que los únicos contemporáneos de un escritor son los libros que lee?»

¿Y si una crónica sobre un libro solo estuviera hecha de citas?

«Jack Keruac es el cronista de su vida. Su Leyenda insiste en no dejársela contar a nadie. En no dejarse robar la voz»

«Un Diario se escribe para ir situándose, para saber de lo político y de la política. Y de los pequeños poderes institucionales que defienden el mantenimiento del orden. Para defender lo que uno escribe de la rapiña filosófica.»

«Sí, un cierto desorden se impone en lo que se cuenta, de lo contrario todo queda ceñido a decir las palabras del amor. Kerouac detectó la novela tallerística en 1949. Estaba situado.»

«Siempre habrá un académico que querrá denigrar a Kerouac. Eso tampoco tiene arreglo. Para bien de Kerouac»

Sobre lo que Savino llama «la chifladura megalómana del escritor» y de la que él queda indemne, santificado en su forma acéfala de leer, letrado por fuera de todo rictus académico acartonado, sanchístico, desfachatado, moderno, cada texto de Savino es una lección aún en el gesto de su autor que pareciera querer desmarcarse de toda generación, de todo nicho. Hay una hostilidad y un resentimiento finamente trabajado en Hugo Savino. Inimitable. Su manera de leer y escribir sus lecturas.

En Hugo Savino se actualiza esta idea de Roberto Arlt: «Si usted se dedica a la literatura y lee mucho, en cuanto toma un libro y lee dos renglones se encuentra inmediatamente en situación de decir: Este libro es una porquería, o este libro es bueno. Y no se equivoca nunca.» (El Mundo, 12 de diciembre de 1929)

Savino anota: «Kerouac escribe. Parece algo obvio, pero no lo es tanto. Casi ningún escritor escribe. Cosen tramas dedicadas a representar».

Savino muestra al Kerouac retratista, autorretratista, cuadernista, egotista, al escritor de visiones, de epifanías, de esbozos, de écfrasis. «Kerouac es un Rembrandt con cuaderno de notas. Camina y retrata. Retrata patios traseros silenciosos, edificios de ladrillos rojos, a un hombre que lee el diario, a una vieja en el metro, a otras dos viejitas con cara de perdidas en Nueva York, los baños del metro aéreo, el caminar de los transeúntes, un edificio que le evoca la eternidad, a W.C. Fields, se hace un autorretrato pensando en Cody, pinta a una mujer que tiene la ropa, en un rincón del cuaderno anota la «irritación soñadora» de ella mientras cuelga las sábanas y a su marido que llega de esa injusticia llamada trabajo. Kerouac no hace alegatos realistas, escribe no-ficción, en Visiones de Cody hace poema en prosa»

Hugo Savino muestra el gesto anacrónico de escribir sobre Jack Kerouac cuando nadie parece tenerlo en la agenda cultural.

«Kerouac estuvo ahí, es el cronista de lo que vivió. Estuvo ahí y sucedió eso que vio. Lo que fue seguirá siendo. Hace dedo en 1960 y ve los coches con la familia, los trajes colgados en perchas en la parte trasera y descubre la mutación a consumo inevitable, y la desaparición del vagabundo solitario». Hugo Savino arma una trama que cruza a Kerouac con su propia biografía. Paralelismos en las ensoñaciones. Así, Keroauc ve pasar a Miles Davis y Savino evoca una visión personal, cuando vio pasar a Aníbal Troilo caminando por la calle Talcahuano.

En el generoso Jack Kerouac en el bosque de Arden sobresale un elogio a las libretas de apuntes, una defensa de la libertad de escritura por fuera de las censuras y del control de la orgía social del mefítico ambiente literario.

 

14.4.20

Conversación con Manuel Alemian

(Javier Fernández Paupy)



JFP: ¿Qué recuerdos tenés de tu infancia?

MA: Tengo recuerdos nítidos, como si no hubiera pasado casi el tiempo, otros de los que apenas me acuerdo de algo (una imagen, una sensación), y recuerdos que me parece que inconscientemente reconstruyo y “edito” con ficción. Recuerdo más hechos felices que tristes. Eso seguramente se debe a que desde hace varios años trato de no recordar aquello que me entristece, entonces me voy olvidando. Y solo quedan sensaciones: el malestar general en el departamento de la calle French, por ejemplo. En cambio recuerdo innumerables anécdotas de los veranos en la quinta familiar, en las afueras del Suburbio. Las recuerdo casi como aventuras, porque casi lo fueron.

JFP: ¿Cuáles fueron tus primeras lecturas?

MA: No me acuerdo… Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez.

JFP: ¿Por qué te gusta tanto Balzac?

MA: Porque es el escritor que muestra el mundo más contundente, y a la vez, el más dinámico y movedizo posible. Se mete dentro del ente y escribe. Me parece.

JFP: ¿Te gusta el tango?

MA: No escucho tango salvo que esté en un lugar donde se escuche tango, que no es habitual en mí. Me aburre que todos los tangos sean parecidos, exceptuando a las letras, claro. Pero a las letras no les doy mucha bolilla, no me atraen, se quedaron en el tiempo, como el fileteado porteño. Lo único que me une al tango es un sentimiento de argentinidad, sentimiento nacionalista que ideológicamente combato. Si hablamos de Astor Piazzolla, es otra cosa. Me gusta su música, pero él es un compositor de música, no de género.

JFP: ¿Por qué no te gustan las letras de las canciones del rock nacional? ¿Hay excepciones?
 

MA: Por ahí me preguntás sobre el rock nacional porque las letras son en castellano. Como las entiendo, muchas no me gustan. De las canciones en inglés u otro idioma (sé solo castellano), no me doy cuenta de las boludeces que dicen. Me gustan letras de Virus, Los Redondos,  Paula Trama, Moris, Charly y de muchos otros compositores y compositoras. De cualquier forma, soy de tararear estrofas más que de recordar o tomarme el trabajo de leer canciones de rock.

JFP: ¿Qué lugar ocupa el humor en tu escritura? ¿Es algo premeditado o surge de manera espontánea?

MA: ¡Ojalá tuviera el timming para escibir humor! Quizás vos estás pensando en esa especie de ingenuidad que se puede notar en mi escritura, que choca con algún pasaje o nudo muy racional y por eso no se sabe bien qué onda el texto. Puede ser que aparezca en algún punto el humor, pero busco en realidad novedades que surjan del choque de los opuestos, (Heráclito y Parménides nos dieron a Platón). A veces la salida inesperada de un razonamiento duro es considerada chiste. “Cuando el coche frena/nos vamos para adelante,/y eso que sabíamos”.  

JFP: ¿Cuál es tu lugar para escribir? ¿Y tu momento?

MA: Como norma: siempre y donde sea que tenga ganas. Mayoritariamente escribo en mi computadora, en mi escritorio, que está en mi habitación. Y siempre llevo conmigo una libreta y una birome.

JFP: En tu poema “Escribo para que avance el tiempo”, hiciste una larga enumeración de razones por las que escribís. ¿Por qué razones no escribirías?

MA: Cuando no tengo ganas no escribo.

JFP: Alguna vez dijiste: «Siempre voy a preferir un irregular poema indagatorio a otro “prolijo poema” redondo.» ¿Seguís pensando así? ¿Podrías desplegar un poco esa idea de lo “interrogatorio” en oposición a lo “redondo”?

MA: Siempre la ficción tiene cabos sueltos. Quien me quiera convencer de que su ficción logra un acabado total me está chamuyando. Solamente en la naturaleza todo está relacionado con todo. En la ficción nosotros tenemos que escribir las relaciones que queramos, más las que nos salen sin darnos cuenta. Y tenemos que saber que el lector hará en su lectura nuevas relaciones. Recién ahí un texto está terminado, a partir de esa red imposible de análisis.
Yo escribo impulsado por algo e impulsando algo, no me fijo tanto en el resultado.

JFP: Mientras que en libros como Fumo o La confusión, incluso en 84 horas de Nürburgring, me parece encontrar un ensueño de totalidad o de precisión, quizás, la posibilidad de contarlo todo, en tus poemas creo que hay algo que nunca está del todo dicho, algo como voluntariamente recortado o mostrado a medias, algo insinuado o apenas esbozado. Claro que libros como El ducaner ultante, Zapping o Espantajo de cañamal son libros de poemas escritos en prosa. Pero, ¿vos ves así esta diferencia que yo encuentro entre tus libros de prosa no poética, por decirlo así, y tus libros de poemas? ¿Qué diferencias encontrás, si es que ves alguna, entre tus libros de poemas y tus libros escritos en prosa?

MA: Me parece que mejor que buscar diferencias entre prosa y verso, podríamos hablar de singularidades de lo escrito. Y como cada texto que escribo intento que sea singular, me desentiendo de pensar si es novela o poema u otra cosa. Tampoco escribo siguiendo normas de versificación, de desarrollos narrativos, de nada.

JFP: ¿Qué te importa hoy cuando leés a un autor contemporáneo?

MA: Tiene que ser un descubrimiento, si no no me importa.

JFP: ¿Qué tiene que tener un libro de poemas para que te interese?

MA: Que me impacte, claro.

JFP: ¿Te releés?

MA: A veces algunas cosas releo. Trato de escribir lo que me gustaría leer. Entonces si ese intento se aproxima en algo a lo que me gustaría, es normal que quiera leerme. Otros textos los leo para seguir pensando en algo determinado.

JFP: ¿Cómo definís lo raro?

MA: Lo raro en un texto es como las ruedas en un auto, o como el despegue del cohete. Después hay que ver cómo resiste el tiempo.

JFP: ¿Qué te llevó a experimentar con la escultura?

MA: La casualidad: viví un tiempo, en 1996, en un enorme taller industrial semiabandonado. Al mismo tiempo estaba realizando experimentos con alambre y cinta scotch. Se me ocurrió una idea mecánica que concreté finalmente con hierros y máquinas del taller.

JFP: ¿Cómo fue el proceso de composición de la música de La tiranía del ritmo?

MA: Empezó hace 28 años, con Los argentinos a la caza del cerdo mayor, una banda que tuve durante más de 10 años con un amigo, Carlos Sibilla. Éramos dos guitarras y dos voces, pasadas las cuatro por un distorsionador nacional viejo y roto, y saturado. Alguien dijo que nuestra música era post-industrial. Carlos sabía tocar la guitarra, así que alguna “armonía” tirábamos, pero casi no se notaba. La única nota que sabía (y sé) tocar en la guitarra es el MI. Y voy corriendo de trastes la misma posición de los dedos. La cuestión está mayormente enfocada en la mano derecha, que rasga las cuerdas de infinitas maneras.
Vengo tocando el “MI deslizándose” desde entonces. Hace alrededor de cinco años empecé a componer canciones de esa manera, a las que llamo La tiranía del ritmo. Recientemente edité el primer EP de La tiranía, que suma sonido nasal.

JFP: ¿Cuándo dibujás?

MA: Casi nunca. Dibujo bocetos de estructuras de madera, planos rústicos y algún queotro garabato, normalmente. Pero dibujar, lo hago poco.

JFP: ¿Qué te escandaliza de la coyuntura social?

MA: No soy de escandalizarme. Estoy al tanto, pienso y me llega la realidad social, de diferentes maneras. La gente que siempre quiere tener la razón me parece insoportable. Porque además, cuando tiene poder, impone sus razones sin importarle nada. Trato de no estar con ese tipo de personas.

JFP: ¿Qué gritarías en un acantilado para que hiciera eco?

MA: Tocaría la guitarra, una criolla.

JFP: ¿Cuáles son esos discos o esos artistas que a lo largo de los años siempre volviste a escuchar?

MA: A todas y todos. Cada tanto vuelvo a escuchar un tema, un disco, algo en vivo…

JFP: ¿Tenés buena memoria? 

MA: No sé si eso se puede medir; ¿buena o mala memoria? Los vivos tienen buena o mala memoria según su conveniencia.

JFP: ¿Qué es lo que más te gusta del verano?

MA: Las vacaciones. Es cuando me puedo ir a Mina Clavero o a San Clemente o a cualquier otro lugar. A los dos primeros los repito porque son donde mejor me siento. La ciudad agobia un poco. Mi ideal sería 9 meses en la ciudad, trabajando, 2 meses en Mina Clavero caminando por las sierras y metiéndome en los ríos, y 1 mes en San Clemente fuera de temporada, en una habitación de hotel frente al mar.

JFP: ¿Qué lugar ocupa la amistad en tu vida?

MA: Muy importante.

JFP: ¿Te considerás una persona ansiosa?

MA: Sí, sin dudas. Aunque nunca tomé ansiolíticos. Pero no puedo dejar de fumar.

JFP: ¿Qué proyectos literarios tenés?

MA: Hoy ninguno.

19.7.17

La literatura argentina es el mal, por Alejandro Rubio



 Precisando: es el mal político. Precisando aún más: es el mal político en literatura.
 La literatura argentina está mal escrita. La literatura argentina procrea argumentos malos, personajes malos, imágenes malas, diálogos malos, ideas malas. Los héroes de novela hablan como cancheros de televisión. Los yóes líricos hablan como enamorados de televisión. Los caracteres teatrales hablan como pastores evangélicos de televisión. Las tramas de las ficciones argentinas parecen libretos que cajoneó Suar. La literatura argentina, sólo cabe concluir, es mala. Esto en un primer nivel, el más superficial, el que redunda de una visita con suficiente dinero a Yenny.
 Pasando al nivel siguiente: la ideología de la literatura argentina está mal porque toda obra literaria argentina, en primer lugar, es polémica, y las ideas polemizan con ideas dentro de ella. Se es borgeano o antiborgeano, neobarroco u objetivista, peronista o antiperonista, montonero o antimontonero. Lo primero que piensa un autor argentino cuando escribe es cómo demoler al adversario que eligió. Las banderías políticas y literarias se cruzan, se funden, se confunden, y crean el mal político/literario de la literatura argentina. En ese sentido, el boom de los best sellers periodísticos de la década menemista es el sinceramiento final del lector argentino: nuestra literatura lo acostumbró, después de todo, a buscar, en la ficción, eso. La literatura argentina no conoce la paz, sea ésta el agradable cultivo del jardín propio, sea el reconocimiento clásico de un campo y un canon de lo exclusivamente literario. La literatura argentina está en guerra con la literatura de los otros. En un primer corte, con la literatura de los connacionales, pero, afinando mejor la puntería, está en guerra con la literatura universal, con la inmoral pretensión de que hay algo inventado por gente que no es argentina que se llama literatura. La literatura argentina le disputa a la literatura universal el verdadero lugar de la palabra literaria en relación con el poder, la voluntad, la política. Pero, ¿hace falta este barroquismo de la argumentación? Más redondamente, la ideología de la literatura argentina está mal porque sus ideas son horribles. Decir que son políticamente incorrectas es poco, les da un aura de audacia que en general no tienen. “Civilización y barbarie” en Sarmiento, el batacazo como acto omnipotente, capaz de alterar de una vez todas las dimensiones del tiempo, en Arlt, la mitología del coraje en Borges, la irrealidad del mundo en Borges, la cultura general de Cortázar, los modales del bon vivant ya sea en su encarnación burguesa o pequeño burguesa en Bioy Casares, la crueldad en O. Lamborghini… ¿Vale la pena que siga? Es sencillamente horrible. ¿Podemos imaginarnos a un gran escritor de la literatura universal, un Tolstoi, un Balzac, un Mallarmé, un Dickens (podría seguir páginas y páginas,  la literatura universal es eso, un catálogo de nombres/marca) poniendo la vista un segundo sobre las páginas de la mejor literatura argentina sin apartar la cara de inmediato como abofeteado por un intenso olor excrementicio?
 La literatura argentina, entonces, trata de guerra (con su campo semántico: posiciones tomadas, ataque, contraataque, defensa, táctica, estrategia, persecución, saqueo, paranoia, cadena de mandos, aniquilación, victoria, derrota) y de mierda (con su campo semántico: bolsas cargadas de caca o semen, asados con sus correspondientes chinchulines, cultura pop, sadomasoquismo, pornografía, logorrea, piorrea, viejos desdentados en geriátricos clamando que les cambien los pañales para adultos). Todos los grandes escritores argentinos son Napoleones con una escupidera en la cabeza o por cabeza, es decir, son una mezcla de guerreros y coprófilos. Sin embargo, siguiendo a Weber, podemos establecer tipos ideales que representan un átomo u otro de la molécula literaria argentina.
 Sarmiento sería el tipo de escritor argentino bélico: en él la palabra es un ariete, contra la tiranía, contra la barbarie, contra el gaucho, contra el inmigrante, contra Alberdi, contra lo que sea. Sarmiento inventa el ideal de la victoria total de la literatura argentina: la cabeza del enemigo en una pica, la justificación de ese acto y la compensación de una maestra yanqui. El escritor argentino bélico está imbuido de santo furor, es un cruzado; ha sido elegido para limpiar la literatura y la política argentinas de sus males políticos y literarios y no se detendrá ni siquiera cuando sus compatriotas le imploren de rodillas que de su boca salga algo distinto de un anatema o una invectiva. El escritor argentino bélico es también un utopista: el resultado de la guerra total, nos promete al oído, será, luego de la infalible victoria, la mejor literatura del mundo, la mejor sociedad del mundo. Sarmiento se dedicó más a la sociedad y Borges, su mejor pupilo, a la literatura. Sarmiento auguraba una sociedad de trabajadores alfabetizados dedicados a leer revistas deportivas y del corazón. Borges propugnaba una literatura argentina inversa a la realmente existente, sin rastros de mierda o guerra: novelas policiales intrincadas y originales, poemas neoclásicos de temática filosófica o ciudadana o púdicamente sentimental. La utopía de Sarmiento, desafortunadamente, se realizó; la utopía de Borges, indiferentemente, no.
 El tipo de escritor argentino coprófilo sería, esto no sorprenderá a nadie, O. Lamborghini. La vieja mendiga comemierda de uno de sus poemas es un autorretrato. En él las volutas áureas del barroco que Perlongher, a pesar de lo que dijera, intentó restaurar, son bombardeadas con andanadas de bosta de vaca que cuelgan de las canaletas doradas oscureciéndolas con un pardo típicamente pampeano. Para Lamborghini, las ideas se hacen carne y la carne degenera, ineluctablemente, en caca. Ese es su proceso narrativo. Al lado de esto, hasta los desprendimientos fantasmales de la verborrea de buen tono, al estilo Bioy, pueden pasar por un trabajo del espíritu. El tajo que muestra el color blanquecino del hueso en una fosa barrosa… lo voladitos de la pollera de la niña violada manchados por el fango… el guacho pija desnudado hasta su armazón de alambre, madera y carne de segunda en una pieza donde el olor a sexo emborracha a unos cuantos que viven su desvarío… los huevos enharinados de un homosexual dentro de la boca de una mucama correntina que cita a Góngora… Naturalmente, esto no puede ser tomado en serio. Si lo tomáramos en serio, tendríamos que vomitar en el acto. Sin embargo, lo cierto es que gozamos. Por lo tanto, se trata de una metáfora o de una broma. O. Lamborghini detestaba, más que las metáforas en sí, el aura del sentido figurado, ese aire de solemnidad acartonada que uno toma al decir: “en realidad, esto significa…” y prosigue una analogía cualquiera, que transforma cualquier bobería carnosamente proferida en una declaración trascendental, pero reseca. Para Lamborghini, había dos maneras de tomar las frases: al derecho o al revés. Tomar algo al revés es tomarlo en broma. El humor que se desprende de estas imágenes reales o apócrifas de la prosa de Lamborghini es, pragmáticamente, idéntico al del chico que pedorrea con su aparato manducatorio-verbal desde el asiento del fondo ante una monserga de la maestra. El estilo cubre este acto como una decoración de repostería y lo hace pasar por otra cosa: subversión, malditismo, influencia lacaniana o deleuziana, vanguardia, posvanguardia, barroco. Estos son rasgos de la literatura universal; el sustrato netamente argentino, inmortal, es el pedorreo, y después cagarse encima cuando la maestra se adelanta amenazante con la regla en la mano. De paso, se aclara el secreto de nuestro goce: gozamos con el carácter fecal explícito de la literatura argentina del que, como lectores argentinos, somos cómplices, de la misma manera que sabaneamos con rotundo placer cuando nos tiramos un flato en nuestras camas. Por supuesto, Lamborghini era, en su vida personal un canalla y un impostor. La literatura argentina sólo puede ser auténticamente mala, malvada, canalla, si tiene una relación esencial con la impostura.
 Por eso Arlt es la piedra de toque para entender nuestro tema. Un tipo que escribía mal, con errores de ortografía, de gramática, de composición, es nuestro mejor novelista. Lógicamente, quería ser inventor: transmutar una imagen mental en un artefacto fungible. Pero fracasó y murió, y en lugar de sus inventos quedó su literatura: las imágenes mentales se transformaron en moneda falsa. De cualquier manera, la moneda falsa compra bienes materiales, auténticos inventos. Es enloquecedor y los autores argentinos están locos con la locura de Arlt. Todos los novelistas nacionales después de él sacan fotocopias de sus billetes truchos e intentan comprar el Nobel. La literatura argentina es falsificación, impostura, en definitiva, estafa. Su capital simbólico no tiene respaldo. Los argentinos, con respecto a su literatura, proceden como un hombre que, habiendo comprado el obelisco y habiendo sido anoticiado de su descuido, insistiera en decirse dueño del obelisco ante la aquiescencia general. De un lado, es estupidez colectiva, del otro, orgullo satánico: es porque yo digo que es. Los buenos escritores argentinos planifican sus carreras como golpes magistrales, inventan una nueva fioritura para la tradicional impostación, leen la literatura universal para mejor citarla, homenajearla, parodiarla, falsificarla. El lado bueno de todo esto es que, estando el espacio enteramente ocupado por la falsificación, no hay ningún lugar para la imitación. Todo intento de proponer como modelo de la literatura argentina cualquier corriente de la literatura universal es inmediatamente ridículo y como tal es objeto de mofa general. Es lo que pasó con la operación Planeta, en los 90, de importación del minimalismo norteamericano: el modelo era demasiado conocido hasta en sus mínimos detalles, era imposible falsificarlo. Las copias de buena fe fueron olvidadas antes de ser leídas. Piglia, en cambio, continúa indemne en su tarea de falsificación, casi se diría de usurpación, del “espíritu” de la literatura norteamericana en su totalidad. Después de todo, ¿quién ha estudiado la literatura norteamericana en profundidad? Las falsificaciones pueden llegar a ser tan buenas que cuando nos encontramos con el artículo original nos decepcionamos de él. Es lo que pasó con Saer y la escuela de la mirada francesa: Robbe-Grillet, tardíamente leído, parecía un imitador del hombre de Serodino. Es el triunfo final del estafador: el simulacro en el lugar de la idea.
  ¿Qué pasa con la literatura universal, es decir, con la literatura de Europa y de las élites tercermundistas cooptadas, después de haber vendido sin reservas su alma, por Europa? A grosso modo, lo que se observa es un predominio, una fe más profunda que las teorías posestructuralistas (el posestructuralismo puede ser entendido como un intento ingenuo de argentinizar la literatura universal), en el carácter representativo de la palabra. El escritor universal cree que hay algo que se llama signo que señala algo que se llama referente con respecto al cual todos estamos de acuerdo en que es real, sustantivo y, por decirlo así, inmutable: la palabra puede ajustarse peor o mejor a él, pero no puede cambiarlo. Suponiendo la situación ideal (sujetos inteligentes y cuerdos como productores y destinatarios, voluntad de entenderse por ambas partes, sinceridad del productor, disposición a entender bien al destinatario, conocimiento suficiente del referente, claridad del código) el resultado es una imagen adecuada, literariamente, del mundo. O una imagen de la lengua como homóloga a la estructura del mundo, lo mismo da. Especular, cinematográfica, pictórica, fotográfica, cartográfica: una imagen. El mundo de los referentes es una cantera inagotable de imágenes que cada generación de escritores universales explota, llevándose su trozo de roca al Tesoro de las Imágenes de la Literatura Universal. ¿Qué pasa con el escritor argentino? Simplemente, no es capaz de creer en la posibilidad ni la bondad de esa situación ideal. Para empezar, no cree en la buena fe, ni del productor ni del destinatario. El productor, ya lo sabemos, es un estafador, el destinatario es tan idiota como malintencionado. Su autoconciencia como lector o autor impide que el escritor argentino confíe por un segundo en la transparencia del acto comunicativo. La historia de su país le ha enseñado, por otra parte, que la estabilidad del mundo referencial o es cadavérica o es disparatada. El mundo referencial es ya una imagen, mudable, de otra cosa. ¿De qué? De la voluntad de dominio. Si hay algo en cuya realidad indisputable el escéptico escritor argentino cree a pies juntillas, es en la eficacia y la omnipresencia de la voluntad de dominio. No importa cuán progresista, liberal o libertario se piense un escritor argentino: la fe profunda que se deduce de sus prácticas efectivas es en un poder omnímodo. Por supuesto, esto es totalmente contradictorio con creer en la autoridad. La autoridad constituye jerarquías, protocolos, marcos jurídicos, que todos aceptan como naturales o tan remotos en su origen que se confunden con el estrato natural de la historia. El escritor argentino creyente en la voluntad de dominio ve toda esa armazón cuasinatural como máscara de la voluntad de dominio de los otros, que intenta coartar la suya propia. Recordemos que vive en guerra y en realidad vive en guerra a causa de esta creencia. ¿Pero en qué ayuda determinar las causas y las consecuencias en su estricto orden lógico? Siempre hemos vivido en guerra, la guerra no tiene principio y su fin es una propuesta de la misma guerra para ganar fuerzas en los momentos de debilidad y soñar con la paz, es decir, con la voluntad de dominio propia triunfante. La historia mitológica que el tráfago diario enseña al escritor argentino lo lleva a pensar que la nación es la consecuencia de una orden dada al caos. Pero el Génesis, en la mitología política argentina, es un acto que debe repetirse periódicamente, porque la nación tiene en su interior un vector de retorno al caos, dado que su creación fue el acto de un demiurgo menor: Sarmiento. Cada escritor argentino quiere ser el demiurgo menor de su generación: (“¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?”).
 La mierda entra aquí como táctica de dos estrategias compatibles pero distintas: como demostración del carácter ilegítimo de la voluntad de dominio ajena, en relación a los competidores connacionales, o, en un nivel más alto, como demostración del carácter ilusorio del mundo referencial, en el terreno de la disputa con la literatura universal. El uso de la cultura pop, últimamente, ha predominado como postulación de la mierdificación del mundo, y al mismo tiempo sirve para denunciar los restos de cultura alta (de borgismo o saerismo) en las políticas de algunos competidores con peso en algunas editoriales, algunos sectores de la academia y algunos medios. La conclusión final es que el elemento mierda en la literatura argentina se subordina al elemento guerra, a pesar de que ambos coexisten desde el principio en el escritor argentino. Esto es así porque la mierda admite gradaciones en su densidad odorífera, desde la conspicua mierda de perro, pasando por la bosta seca de caballo, la mierda de paloma, la caca de mosca, hasta llegar a la sintética mierda rosa. Podemos imaginar, tendencialmente, un estado de la literatura argentina casi desodorizado, aun conservando la esencia intestinal. Pero el estado de guerra es constante, prevaleciente, irrenunciable: sin la tensión bélica a flor de piel no existe motor para continuar produciendo literatura argentina.
Por supuesto, se puede objetar que he tomado sólo unos pocos ejemplos concretos de escritor argentino y que ni aun estos pocos han sido estudiados a fondo. A lo segundo, respondo que mi argumentación se basa tanto en la obra de los autores, que supongo suficientemente conocida, por más que seamos argentinos y por lo tanto casi no leamos, como en la atención crítica que estas obras han despertado; de ambos fundamentos me limito a sacar mis conclusiones, remitiendo al lector que quiere verificarlas o refutarlas a la biblioteca. A lo primero, contesto que es cierto, pero improcedente. Naturalmente, existen jóvenes serios, grillos de papel, escarabajos de oro, ornitorrincos, Ernesto Sabato, cortazarianos, posconcretistas, varias clases de neorrománticos. Y mujeres, muchas mujeres. Pero un escritor argentino del Bien no contradice la verdad de la literatura argentina del Mal: es sólo un mal escritor de la literatura universal.



Tomado de: Alejandro Rubio, La garchofa esmeralda, Mansalva, 2010.

23.11.15

Gráfica y plástica, por Javier Fernández Paupy


(Sobre La historieta en el (Faulduo) mundo moderno,  Tren en Movimiento, 2015.)


Como si de tanta cantata crítica en torno a la ilegibilidad y el sentido este colectivo de artistas, Un Faulduo, se hubiera cansado y arremetido a componer un relato con requechos de su propia estética recogiendo el guante del relato. En este caso, las glosas de un ensayo. Una experiencia con la sensibilidad de la historieta y el dibujo. Una secuencia rítmica de imágenes que despliegan una exposición ordenada en su propio caos. ¿Hay que leer a Oscar Masotta para entender La historieta en el (Faulduo) mundo moderno? No hay nada que entender para apreciar esta versión, apropiación y manifiesto en formato libro. Si no fuera por los hiatos en el sentido que proponen, su relato no sería el que es. La apuesta de este grupo de prolijos delirantes alrededor del campo de la historieta es otra. La historieta en el (Faulduo) mundo moderno, por todo mandato estético, propone ambigüedad y un camino a deshacer de sentidos relacionados.

¿Es arte abstracto? No. Hay proliferación de sentidos y una red de asociaciones libres hilvanadas con imágenes y dibujos intervenidos. Todas las formas del pastiche, del collage, del palimpsesto atraviesan el libro de manera intensa. Gráfica y plástica. Operaciones con la parodia que van del homenaje a la apropiación, la cita y la malversación. El libro recuerda esa idea de Guy Debord: “La malversación es lo contrario de la cita, de la autoridad teórica siempre falsificada por el solo hecho de haber devenido cita; fragmentos arrancados de su contexto, de su movimiento, de su época, como referencia global de la opinión precisa que estaba en el interior de esa referencia, exactamente reconocida o errónea. La malversación es el lenguaje fluido de la antiideología.” (La sociedad del espectáculo). En Debord resuena la frase de Lautréamont: “El plagio es necesario. El progreso lo implica.” Una diáspora de sentidos puestos en cada página, una atmósfera onírica y un trabajo sutil con la ambigüedad de las imágenes. Mafalda con Lawrence Alloway con Dick Tracy con Art Spiegleman con Tarzán con Carlos Correas con Batman con Lichtenstein con Hulk con Balzac con Krazy Kat con Apollinaire con Popeye con Flash Gordon con Godard con Schulz con Crumb con Daniluk con Ezequiel García con Nicolás Moguilevsky con Nicolás Zukerfeld con Tintin con Alfred Jarry con Borges con Büchner con Mickey Mouse con Flaubert con Mort Cinder con Duchamp con Stendhal con Grimmelshausen con Richard Hamilton.  

Historias sin número de página sobre lo moderno en la historieta: “Y no nos ocupamos de historietas porque pretendamos ser modernos: es que la historieta es moderna.” Un Faulduo muestra esa consigna en cada una de sus páginas. Un Faulduo, “un lector sin edad, aunque adulto” que sueña con literatura dibujada. El libro reflexiona de manera oblicua sobre la relación de los barrios bajos y de las clases altas con el consumo de historietas. Aunque en su lectura resuena la frase de Nabokov: “Un autor no tiene que entregar un mensaje porque no es un cartero”, Un Faulduo indaga sobre el misterio de lo popular en el arte. Poemas y una vertiente delirante para “arquitectos bailarines de la viñeta”. Un libro sobre la historia de los estilos en la historieta moderna que teatraliza esos cambios desde raptos de inspiración, donde leemos: “La novela necesitaba gráfica, o la gráfica, novela”. Y todo se vuelve relato visual, “en páginas al corte” con yuxtaposición de esbozos y relatos. ¿Qué quiere comunicar este libro de Un Faulduo? Una sociología de la historieta moderna, en apretada síntesis visual y, lo que es mejor, sin jerga alguna.

Robert Crumb: “Los mejores comics combinan una imagen potente con un relato de peso. La mayoría de los profesionales dominan una u otra facultad. Muchos artistas técnicamente capaces son buenos creadores de imágenes, ilustradores, básicamente. Otros cuentan con un talento artístico reducido, pero son buenos contadores de historias, conocedores de la estructura de una trama, el desarrollo de los personajes y la dinámica del diálogo. Es raro encontrar ambos elementos equilibradamente con la debida fuerza en un único artista” (Recuerdos y opiniones, 2005) ¿Es Un Faulduo ese artista plural y exigente, en estado de desacato creativo, que aúna en cada pliego el relato de nivel con la imagen lograda? Literatura de dibujos y esbozos como un libro de viñetas sueltas.

Analizando la obra en viñetas de Copi, César Aira dice que “el comic nos hace ver el tiempo”. Otra pregunta que surge después de leer, en una placentera desconexión de los hemisferios, La historieta en el (Faulduo) mundo moderno es qué tiempo espacializa este libro. ¿Espacializa el debate de Massotta sobre la historieta? ¿Espacializa un clima intelectual y discursivo sesentoso? ¿No espacializa ningún tiempo? ¿Espacializa, en sordina, la actualidad actual del año 2015? Puede que como su título avizora, espacialice, entre muchas otras cosas, a la historieta en el Faulduo mundo.



8.4.14

Jack Kerouac: Viajero solitario, por Hugo Savino





A
Marta Bilbao, Nuria Carriedo,
Dardo Cocetta y Daniel Merro 



Viajero solitario arranca en la voz. Como todos los libros de Jack Kerouac. Con una ficha introducción del propio Kerouac. Es el año 1960: está obligado a leerse – está solo – sus amigos duermen. Literariamente hablando. Queda la visión de alguna Mardou tejida en el flirt del mal. Alguna Joyce Johnson que lo sabrá leer cuarenta años después. Las mujeres saben leer muy bien a Jack Kerouac. El motivo de este libro es el viaje – solitario. Los trenes, las personas, el misticismo, la soledad hasta el solipsismo, la indigencia, la auto-educación. Los recovecos para ocultarse en la noche industrial norteamericana. La lectura tramada a la vida. La evocación de los libros amados. “Su alcance y su propósito son sencillamente la poesía, o la descripción natural”.

“De lo que habla la escritura de Jack Kerouac es de captar todo lo que está pasando incluso cuando nada parece estar pasando. No habla de un argumento (plot) o de una acción; con pocas excepciones, no habla siquiera de personajes. Habla sobre la percepción. Habla sobre la conciencia, y la mortalidad, y la compasión. Es una meditación sobre la vida.” (Helen Weaver – trad. Mariano Dupont).

Vale la pena repetirlo, para nada: lo que nunca se perdonó, lo que no se perdona, lo que no se perdonará – es la escritura sin argumento, el desacato a esa vaca sagrada llamada plot. Usan la palabra en inglés los cronistas de suplemento que creen que el súmmum del plot son las series de televisión. Kerouac logró novelas que no se pueden contar por teléfono. Sin argumentos. No se pueden filmar. O sólo John Cassavettes puede hacer algo. Kerouac medita en sus novelas como Monk medita en el piano. Pascal era uno de sus héroes. Y si empezamos a pensar seriamente en que el inglés era su segunda lengua, que dejó una nouvelle escrita en francocanadiense llamada La nuit est ma femme, en la que estaba trabajando un mes antes de escribir En el camino (Joyce Johnson), podemos seguir el impulso a Pascal. Y la palabra meditación usada por Kerouac se convierte en una larga frase de muchos libros. Línea francesa: Pascal-Balzac-Proust-Céline.  ¿Mucho? Los angustiados que quieren leer toda la literatura en unos meses dirán que es mucho. Jack Kerouac no retrocede frente a sus visiones alucinadas, les pone voz. Las ve con el oído. Kerouac anota. Todas las novelas de Kerouac salen de su sistema de notas. Escritor de cuadernos y libretas. “Miro mi libretita – y me concentro en las palabras de la  Biblia” – (Viajero solitario). La Biblia, que leyó en francés. Mientras mira a los vagabundos que duermen en “sus lechos de la eternidad”. Hay una eternidad Kerouac, y hay una eternidad Macedonio Fernández. No son la misma eternidad. Inventores de eternidad.

“Leí y estudié solo toda mi vida. En Columbia batí el record de inasistencia a las clases para quedarme en mi cuarto. Escribía una pieza teatral diaria y leía a, digamos, Louis-Ferdinand Céline en lugar de los “clásicos” del curso.” (Viajero solitario).

Y  de repente, se da cuenta de que los compañeros de las complicidades duermen. Como le pasó a Macedonio Fernández. Que se fue a tomar mate solo. Con sus cuadernos. Macedonio Fernández y Jack Kerouac: escritores del exorcismo: “La escritura infinita de Macedonio, todos sus libros, sus cartas, su obra entera, tiene algo de exorcismo por el cual un hombre escribe sin parar un interminable texto porque teme que, si deja de hacerlo se le escapará la Eterna, como se le escapó Elena al amante esposo Macedonio una noche de 1920 o se irá Consuelo a la que ahora tiene” (Álvaro Abos, Macedonio Fernández, la biografía imposible). Como se le escapó Mardou. Y Kerouac pone a sus Mardou en su escritura infinita. (Y las eternizó.) A sus vagabundos, a sus trenes, a esos ferroviarios que pasan. Va ligero como un fantasma por las colinas de San Francisco. Mira un zaguán y lo inventa Dickens: “el zaguán moteado de polvo en el viejo Lowell Dickens de ladrillo de 1830.” Anota los silencios del día. Los silencios del lenguaje. Todo Jack Kerouac es una larga rememoración de lo viajado, de lo Mardou amado bajando por la “curva de la eternidad”, por esa calle, ¿hacia el tren?, o escribir para no habitar “nunca en la farsa que es la vida real de este mundo lleno de ruido”.

Pierre Guglielmina (el gran lector de Kerouac junto a Joyce Johnson) anota: que en las librerías norteamericanas los libros de Kerouac hay que pedirlos en el mostrador, son, junto a los de Nabokov, los más robados. Kerouac es un escritor que conquistó lectores extremos que desacatan la censura que decretó la república de los profesores. Que no tolera a los escritores que se auto-educan. Que insisten en escribir libros no permitidos. Literatura privada. De lector a lector. Sin intermediarios. Jack Kerouac escribe los motivos del lenguaje. Anotó la ilusión que surge de la visión, y de la ensoñación, en todos sus infinitos matices. En todos sus detalles. Anotó el motivo borracho pensativo que “encuentra su lazo de amor en la silla giratoria de los bares solitarios – todo ilusión.” (Viajero solitario) Escribió adentro de ese “todo ilusión”. Y lo desplegó en el tiempo. La decisión Jack Kerouac de andar solo está fechada: 1953 – “Porque sabe que se aclaró a sí mismo, que puede leerse y leer todo, decirse y decir todo. Salir del tiempo” (Pierre Guglielmina). Escribir como ejercicio de actividad, no para gustar, conocer y vivir y escribir y leer, juntos, no dejarse comer por el tiempo de los contemporáneos: “¡Escribo La leyenda de Dulouz no para que me alaben, ni para que me censuren! Únicamente por la sencilla razón de que me comprometí a hacer el trabajo de la piedad (en la medida en que ningún otro sabe cómo hacerlo) antes de mi Nirvana. --- Es una enorme construcción no solicitada de una Catedral que empezó a construir un enamorado del mundo que enseña el fin de todas las cosas.”  Lo no solicitado incomoda a los censores. Kerouac está frente al vacío de la eternidad: es el primer ladrillo de una Catedral. Si uno se anima. O catedral o plot. No hay medias tintas. Viajero solitario es, también,  el viaje de un pinche de cocina que pela papas en el vértigo del lenguaje. Es la prueba de un escritor que sabe leer y leerse. El pinche de cocina Jack Kerouac sigue en la anotación, no la suelta, todo su arte está ahí: los motivos: “El piloto vuelve del desayuno; conversa amablemente conmigo; va a ser capitán de un barco, se siente bien. – Le hago un comentario acerca de las anotaciones sobre las estrellas que encontré en su cesto. – “Suba a la sala donde están los mapas de navegación”, dice, “en los cestos de papeles va a encontrar cantidad de anotaciones interesantes.” Kerouac contradice la leyenda berreta del escritor que arroja los papeles al cesto. Y alguien los rescata. Al contrario, reafirma un épica: la de un Kerouac que escribe para un tipo llamado Kerouac que está en la otra punta de la mesa. Y guarda el papelito más insignificante, ese justamente, perdido. Toda la visión en una nota. Una nota que te salva del infierno. Y que servirá para los viajes que se escribirán. Registros para la eternidad. Kerouac va a buscar las notas al lugar donde van a parar todos los libros. Conciencia aguda del destino de la lectura y de la publicación. Y tampoco es para tanto: del cesto de papeles a la música: un paso más y “Encontré en el jukebox varios discos buenos de Gerry Mulligan y los puse.”   

Un libro de Kerouac es un frotamiento a todos los libros de Kerouac.

Pesa lo que dice, por eso ni alabanza ni censura, porque no es un hombre de estilo: los eternos perezosos del presente, piensan que Jack Kerouac creó un estilo, que tiene un estilo: “¿El estilo, esa comodidad que se instala e instala el mundo, sería el hombre? ¿Esta adquisición sospechosa con la que, al escritor que se regocija, se le hacen cumplidos? Su pretendido don se le va pegar a él, esclerosándolo sordamente. Estilo: signo (malo) de la distancia incambiada (pero que hubiera podido, hubiera debido cambiar), la distancia donde equivocadamente permanece y se mantiene respecto a su ser y a las cosas y a las personas. ¡Bloqueado! Se había precipitado en su estilo (o lo había buscado laboriosamente). Por una vida ficticia, abandonó su totalidad, su posibilidad de cambio, de mutación. Nada de lo que estar orgulloso. Estilo que se convertirá en falta de coraje, falta de apertura, de reapertura: en suma una incapacidad. / Trata de salir de ahí. Camina lo suficientemente lejos en ti mismo para que tu estilo no pueda seguirte.” – (Henri Michaux)  

Tiene lo suyo para poner ahí, en el acartonado y psicoanalítico debate sobre el estilo: lo pone entre paréntesis, como un agregado, un remate: “(Y Dios es el único crítico que se preocupó poco por el estilo.) ¿Eh?”.

Kerouac no se dejó seguir ni atrapar por el estilo. No fue abanderado de su generación. Dio ese paso de radicalidad absoluta: se puso en huelga frente a su generación. Y carga con la “irresponsabilidad” de no haber tomado las banderas de la revolución cultural. Más respetabilidad que el estilo revolución cultural: imposible pedir. La vio en 1949 a Madre respetabilidad. Empezó a sentir sus manotazos. El gancho cézanne del que lo querían colgar. Y no era justamente Gabrielle la que quería maternizarlo: “La escritura que surge de esta experiencia corresponde a los dos frentes en los cuales Kerouac tiene que luchar. Clandestinidad en la casa e invisibilidad angélica afuera. Presencia en la ausencia de presencia.” (Pierre Guglielmina). Es hora de terminar con lo Kerouac atado a su madre. Kerouac no escribía en lengua materna. Fue terminante: “Permítanme decirlo con más precisión, en francés traducido al inglés.”

El descubrimiento de que en Balzac hay un sonido: “¿Cuál es el sonido de Balzac? Lo adivinaré más tarde. Quizás sea “¡Hup! ¡Hup!” (Diarios. Trad. Martín Abadía).     


William T. Vollmann tiene una imagen kerouac que me sirve: “Para decirlo de otra manera, cuando uno apuesta a un tren carguero, eso es algo que se parece mucho a la vida (Badger una vez más: “Sé dónde subir y dónde descender, pero no tengo nada de un experto)”. Se me ocurre que Kerouac subía y  bajaba así de sus libros. Nunca escribió una de sus novelas como un experto de la narración. Se deseducó desde muy joven. Se iba a casa a leer, para renovarse: y “Pasaba los siguientes pocos días consumiendo libro tras libro que podían alimentar su escritura. Leía los sermones de John Donne y La montaña de los siete círculos de Thomas Merton y revisaba Ulises, los discursos de Ahab en Moby Dick, leía Muerte a Crédito de Céline. Después estudiaba Hamlet línea por línea, empezaba a pensar en Red Moultrie (y posiblemente en él mismo) como un Hamlet auto-estopista, pobre y místico.” (La voz es todo, Joyce Johnson). Todos hicieron la confusión clásica: creyeron conocer al escritor Jack Kerouac y apenas conocieron a Jack. Es inútil: los profesores no leen el Contra Sainte-Beuve. Peligra el trabajo. Casi ninguno de sus contemporáneos entendió su capacidad de lectura: “Estos son los frutos de la lectura… tendría que leer más.”  Pierre Guglielmina hace esta pregunta: “¿Hay una relación entre la declinación de la lectura y la falsificación de la historia del siglo XX? Sí. Y Kerouac es a la vez uno de sus primeros testigos y una de sus primeras víctimas”. Casi ninguno de sus contemporáneos pudo seguir “la diversidad infinita de sus lecturas” (Guglielmina). Esa diversidad es una condena a soledad. Es tan fatal como escribir por afuera del plot. El plot es la enorme mitología de respuestas que se da una generación. Entonces: o plot o huelga ante la generación.   

Y ahora que todos vuelven a las leyes de la narrativa, que aparece los clowns que predican la tercera persona como obligatoria – el triunfo de la comunicación – debemos suponer que Jack Kerouac entra en alguna opacidad, cae del lado de los libros no permitidos.  

Jack Kerouac: "Acepto el desamparo para siempre." Y escribe de mil manera posibles el vacío y el infinito  de una eternidad: “Y vuelvo a mi cuarto ínfimo, gris, con la luz borrosa de la madrugada del domingo; se extinguió ya el frenesí de la calle y de la noche anterior, los vagabundos duermen, alguno que otro estará desparramado en la acera, la botella vacía en el alféizar de una ventana – mis pensamientos giran con el vértigo de la vida.” (Viajero solitario)   


Jack Kerouac es uno de los tantos Finn MacCools del Tiempo que se sienta en la barra de un bar. Y ahí espera el motivo. Entiende que hay que dejar que Earwicker hable hasta el final.

Jack Kerouac: “Aquí mismo en Lowell me siento y observo el panorama.” 


En el año 2011 se publicó la traducción del libro de Bruce Cook: La generación beat: Crónica del movimiento que agitó la cultura y el arte contemporáneo. Un libro publicado en 1971. Casi contemporáneo de lo que Cook llama movimiento. Cook sólo puede pensar en términos de movimiento. O sea: no puede leer a Jack Kerouac. Y es un libro contra Jack Kerouac, de una ignorancia literaria monumental, un acta de acusación al viajero solitario que nunca aceptó ser el papa de la capilla beat. Un acta de acusación al jazz y una defensa del rock como música del porvenir, de la paz, de la armonía universal. Una salsa de estupidez cósmica donde Allen Ginsberg, ese inagotable charlatán como dice Jan Zabrana lleva la voz  cantante. El otro dormido es William Burroughs, y un poco más que Ginsberg –cree que Kerouac se asustó “de lo que él mismo inició.” Burroughs no entiende nada del salto Kerouac afuera del tiempo de la generación. Ni sospecha que Kerouac no inició nada. Que tampoco se asustó de nada. No sabe que la obra de Jack Kerouac es un continuo. Que no forma parte de ningún movimiento cultural.

En el mar de las puerilidades de la tercera persona, esa tía gorda que limpia la caca de paloma, Pierre Guglielmina va por otro lado, sigue la señal de Viejo Ángel de medianoche: Kerouac se habla a sí mismo, ¿cómo hablarle a dos dormidos literarios? Kerouac siguió leyendo y los otros pasaron a la declamación, a dar clases, pandereta en el escenario de los rockeros, en suma: a mimar un público: en Viejo Ángel de Medianoche Kerouac lo anota en el canto 4: “& Burroughs y Ginsberg estaban dormidos & tú estabas acostado en la banqueta  en ese momento fuera del tiempo bajo la luz de la lamparita roja del bus & veías las cortinas de la eternidad apartarse para que tu mano empiece y para que puedas ser el afectador – & el efector – de la media vuelta completa & del profundo resurgimiento del vestido piruetante de la literatura mundial hasta que se convierta en algo sobre lo cual un hombre pueda poner sus ojos & leer en continuidad por el placer de leer & el placer de su lengua en la boca & no simplemente esas insípidas historias de una insípida aridez & de una paranoia floreciente…” Es la constatación de su soledad y la percepción de que ser parte de un movimiento implica escribir historias insípidas de aridez insípida. De una inseguridad alquilada a consultorio psy. En lugar de una paranoia activa. Tedio mayúsculo de la tercera. Ginsberg que tiene más lucidez que Burroughs en cuanto a Kerouac  entiende algo fundamental: “Parece que le horrorizaba el estado policial que veía formarse a nuestro alrededor y decidió permanecer tan alejado de él como le era posible. ¡Prácticamente se fue a la clandestinidad! Así que, en cierta forma, Kerouac se tomó las cosas más en serio que nosotros.”  Kerouac olfateó varias policías, la que no deja vagabundear: “Son tiempos difíciles para el vagabundeo del vagabundo americano. Aumentó la vigilancia policial de las rutas y autopistas, de las estaciones de tren, de las cosas, cuencas de ríos, muelles y de los mil y un escondites de la noche industrial.” (Viajero solitario) Pero también la policía del consenso: carta a Fernanda Pivano: “Ahora que llegamos a la madurez, puedo ver que no son más que provocadores histéricos frustrados que tratan desesperadamente de llamar la atención y que en la cabeza sólo tienen rencor hacia América y hacia la idea de la gente común. Nunca escribieron con el menor amor sobre la gente común, como ya usted lo pudo notar. Sigo admirándolos, desde luego, por su excelencia técnica como poetas, así como admiro a Genet y a Burroughs por su excelencia técnica de prosadores, pero los cuatro pertenecen al departamento “no quiero que me pongan en ese marco” y de ahora en más quiero que sea así. […] Genet y Burroughs no hieren tanto, porque metafísicamente no tienen esperanza; pero Ginsberg y Corso son lo bastante ignorantes como para ser metafísicamente sanos y quieren hacer del arte un racket.” Por algo lee a Balzac, que sabe que la policía es lo único que permanece, cualquiera sea la forma de gobierno. “Caminé 65 cuadras a las 5 A.M. Leí 40 páginas de Cesar Birotteau [también conocido como Balzac.] Durante años he estado devanándome los sesos con la idea de “En el Camino”, pero cuando Balzac me advierte “no confundas la fermentación de una cabeza vacía con la germinación de una idea,” siento que se refiere a alguien como yo.” (Diarios. Trad. Martín Abadía) Ya está escrita, la separación que viene de lejos.  Pasó a carta. Fernanda Pivano es la confidente, otra mujer kerouac que leía a Pavese. ¿Quién hizo algún panegírico de las mujeres que leen? La clandestinidad viajero para escribir ese toco que ninguno de sus compañeros de movimiento sospechaba. Burroughs, incluso, apoya el punto de vista de universitario americano de Bruce Cook que se escandaliza que Jack Kerouac, un hijo de obrero escriba y encima se ponga en la herencia de Proust y Balzac. Ni Cook ni Burroughs pueden escuchar la fuerza de esa utopía y el humor que hay ahí. Y tampoco la declaración de que el inglés era la segunda lengua de Kerouac:  

Bruce Cook: ¿No le parece asombroso, un escritor que haya salido de un ambiente como ése?
William Burroughs: Sí –admitió, un poco sombríamente–. Es asombroso. No puedo explicármelo. – Se interrumpió para pensar– ¿Le gustaría otro trago?”


La escena está cerrada. Se llama envidia literaria: “el juego mundano de la poesía, del poeta oficial y del poeta de corte en lo lúdico contemporáneo que hace de la poesía un juego de sociedad” (Henri Meschonnic).  


Kerouac domina el arte del retrato. Por eso pasa por el francés. Por Proust. Lo que lo sacó del viejo truco naturalista al que volvieron casi todos los novelistas – incluso los que se declaran enemigos del mercado. Pero ¿a quién le importa este melodrama barato de filósofos de instituto? Kerouac hace y deshace la visión en el cruce de los viajes a los libros y de los cuadernos y libretas a lo vivido y, otra vez, todo mezclado: (Marsella)  “– sentí el recuerdo imposible de haber vivido antes en esta ciudad, de haber tenido allí familia y de haber visto estos árboles que la primavera hacía reverdecer. – Qué vieja parecía mi vieja vida de Francia, mi origen francés – los nombres de los negocios, épicerie, boucherie, como los nombres que leía en el hogar franco-canadiense de mi infancia, como un domingo en Lowell, Massachusetts. – Quelle différence? Era muy feliz.” (Viajero solitario)

La literatura de Kerouac cometió algunas infracciones gravísimas: lista: reventó la Idea, le opuso el frotamiento, no aceptó la mitología de las respuestas, caminó hacia la desposesión, y a más pregunta, no sólo se movió en el vacío, caminó por el silencio del lenguaje, mientras viajaba hizo nudos de ensoñaciones en el aire, sin miedo,  no se quedó remando en las discusiones inútiles, no aceptó la dualidad, tampoco el género, su estrategia fue el pronombre yo. Tenía la firme convicción de que todas las mentiras se dicen en tercera persona.

Ver cézanne: “Me senté en la vereda de un café y tomé un par de vermouths y contemplé los árboles de Cézanne y el alegre domingo francés: un hombre que pasaba con tortas y dos panes larguísimos y, en el confín del horizonte, los tejados rojos y las lejanas colinas azules que atestiguaban la perfecta reproducción de Cézanne del color provenzal  un rojo que usaba incluso en las naturalezas muertas de sus manzanas, un rojo ocre, y un fondo azul ahumado.” (Viajero solitario)

Kerouac camina las calles de Avignon, entra en la Edad Media y desde una talla en madera Judas lo mira fijo, se aleja despacito, sigue caminando por el polvo del mistral anotando detalles. En los detalles ve por qué los franceses inventaron y perfeccionaron la guillotina: un francés muy bien vestido recoge un guante que se le cae a una anciana que baja del tren y en vez de correrla y dárselo, lo deja en un pilar. Solo un no abanderado puede descubrir el horror en esa pequeña escena. Y no se defiende de la posibilidad del “atisbo de una vasta promesa, calles sin fin, calles, mujeres, lugares, sentidos, y entendí por qué muchos estadounidenses deciden quedarse aquí, a veces para toda la  vida. –“ (Viajero solitario)

Va al Louvre: pasaje de Brueghel a Céline: “No me sorprende que Céline lo amara tanto.” Y después llega a Rembrandt – cómo no llegar a Rembrandt – Leónidas Lamborghini se escribió autorretratos inspirados en Rembrandt – Kerouac escribe exactamente cómo ve - y llega a Renoir: y escribe también  los cuadros de Renoir: “”Renoir, cuya pintura de una tarde de domingo  estaba maravillosamente coloreada con los sueños de nuestra infancia – rosas, púrpuras, rojos, hamacas, bailarinas mesas, mejillas rosadas y risas.” Sí, son los sonidos de Renoir. Vistos con el oído.


Kerouac escribe en el hueco del tiempo, en el que pone algo de él en cada frase. Eso es una escritura – esa palabra tan cacareada. Poner algo de uno ahí donde el tiempo hace hueco. Kerouac anota esta expresión de Gisnberg: “Loco por el vacío”. Y acelera: “Hay un ruido en el vacío que oigo: hay una visión del vacío; hay una queja en el abismo — hay un llanto en el aire lóbrego: el reino está encantado.” (Diarios. Trad. Martín Abadía.)

Jack Kerouac es un viajero que irrealiza toda ilusión de colectivo: “Yo no habité nunca en la oscura y furiosa farsa que es la vida real de este ruidoso y laborioso mundo, wuau.”

Kerouac escribe visiones en el oído.

El vagabundo de los recovecos de la noche industrial norteamericana tiene su canto: Jack Kerouac escribe su extinción. En 1955 escucha la confesión definitiva de un viejo: “Ya no quieren ratas aquí, aunque hayan fundado California.” Se terminó. Fin del vagabundo. La policía de 1960 los buscará con sus faros y los sacará de esos recovecos. Se terminó hace mucho, como el lumpen Sánchez. O el croto Zelarayán. La policía y la respetabilidad sociológica rascaron hasta el fondo del bolsillo y acabaron con la pata suelta de langosta. Kerouac vio – como Balzac – la función policía: “los héroes de televisión son policías.” (Viajero solitario) – que sobrepasa al policía.  Al vagabundo lo busca la policía. Al escritor que frasea lo fichan como indeseable. No quiero asimilar el vagabundo al escritor que frasea, hay mucha distancia, es un problema de estándares (como los estándares literarios que separan a Kerouac de su generación – machaco), el vagabundo no tiene esas míseras ganas de no quedarse solo, así que no comparo, pero Kerouac sigue a Céline: “El vagabundo americano se extingue por la acción de los sheriffs que, como dijo Louis Ferdinand Céline, consiste en “una parte de crimen y nueve de tedio”.  ¿Entonces por qué no seguir la señal Céline? Persiguen todo lo que se mueve. Kerouac renunció a vagabundeo en 1956. Auge de la televisión. Kerouac renunció después de esta respuesta a la policía que le pedía explicaciones por su manera de vagabundeo: “estudio para recibirme de vagabundo.” La crítica nunca termina de pedirle que explique Visiones de Cody.

“Los bosques están llenos de guardabosques.”

No hay respuestas.



(Viajero solitario. La caja negra, 2013. Traducción de Pablo Gianera)