3.12.19

Una complicidad provisoria, por Emilio Jurado Naón


Sobre Paranoia Club: Notas urgentes, de Nadia Gómez (27 Pulqui, 2019)

1. Tenía la tentación de leer unas notas para la presentación de Paranoia Club: Notas urgentes, pero hace poco ya había usado ese recurso (casi un chiste interno conmigo mismo) cuando llevé un cuaderno de lectura para hablar de Cuaderno del poema, de Gabriel Cortiñas. Repetir la mímica del recurso (un cuaderno para Cuaderno, unas notas para Notas) podría haberse entendido como un acto de vagancia de mi parte o un “síndrome”.

La escritura de Nadia tiene una manera de usar las palabras apenas ladeada, que le otorga un plus estrábico de sentido a los términos, como cuando dice del “síndrome” lo siguiente:

“7/ Ver un punto y hacer de eso, que para otros es un aspecto positivo, el carozo de un problema insoportable. Convertir ese punto en el motivo de una desdicha. Ése es tu síndrome, el síndrome de provocar en el otro el punto que lo desestabiliza”

Pero lo peor de repetir el ademán mimético de escribir unas notas para presentar otras notas no hubiera sido ni la vagancia ni el síndrome de repetir, repetirme, sino el riesgo de hablar de la publicación de un libro omitiendo el contexto del que forma parte, el diálogo constitutivo del que las presentaciones de libros como esta son un apéndice más.

Que la primera vez que leí la escritura de Nadia fue por recomendación de Gabriel Cortiñas; que algunos de estos textos, tal vez en una versión embrionaria, fueron publicados en la revista cubana La Noria, y otros los leyó Nadia el año pasado en la presentación del tercer número de Revista Rapallo; que el primer libro de Nadia salió en Palabras Amarillas, que edita Javier Fernández Paupy, con quien también intercambiamos lecturas y libros, son datos de la realidad y nombres propios que no tendrían por qué ser conocidos ni darse a conocer y cuya mención alguien podría entender como fuera de lugar, como impropia de la presentación de un libro, casi una mención embarazosa; porque los nombres propios suelen constituir la antesala de la escritura, la lectura, conversación y discusión de textos, la publicación y difusión de libros.

Hilos:
Dicen las notas urgentes: “Para mí el arte son todos los hilos que ya no se ven como hilos, susurra Diego”. Poner de relieve los hilos, tanto del texto como de su contexto de producción y circulación, es asumir una parte real y efectiva del derrotero de un libro, pero también consiste en defender ese diálogo constitutivo como instancia importantísima de la cadena de producción artística: que es una instancia colectiva. Los hilos ya no se ven como hilos no por estar ocultos o naturalizados, sino porque se vuelven parte apreciable del arte. “Para mí el arte son todos los hilos que ya no se ven como hilos, susurra Diego”.

Recuerdo también que, en la contratapa de Bichos raros, el primer libro de Nadia, se avisaba que eran relatos que emulaban la práctica del taxidermista pero dejando a la vista las costuras. Hilos y costuras del texto, entonces, del quehacer de la escritura, podrían ser un rasgo a anotar de la textualidad de Nadia Gómez. Cabe sumar a la familia de palabras al piolín, que, si se tensa y clava a un vaso de plástico en cada extremo, funciona como medio de comunicación y de juego.


2. El diálogo también es parte sustancial de la confección de Paranoia Club, pero ya no se trata del diálogo como contexto de producción de un libro, sino de uno o varios diálogos interrumpidos, entrecortados y sustraídos de su contexto original.

Interrupción:

“Le preguntan qué la interpela de la música. Hace gárgaras dulces. Dice preferir la libertad del jazz. Esos no eran maestros, eran gremialistas disfrazados con guardapolvo. Desde luego que me alegra mucho que los hayan cagado a palos, ¿qué te parece? Tiene que haber un límite. Pero vos escuchame una cosa es una mentira con lo que cobran por antigüedad ni un oficinista que tiene el culo roto. ¿Y la ley? No me vengas, a mí no me vengas”

Hay algo del método de escritura de Ricardo Zelarayán en estos pasajes, pero distinto. Zelarayán anotaba, también, “frases fuera de contexto” que rompían, para él, con “la vida lineal y alienada”; frases de aquellos “hablados por la poesía” que le interceptaban la oreja parabólica y daban pie a la escritura. Eran arranques de texto, en general: frases pedernal que daban mecha a la pólvora de sus textos. Entre las notas que organiza Nadia hay varias que son parlamentos, frases habladas de los hablados por la poesía (si seguimos el decir de Zelarayán), pero el arranque es aprovechado en su energía inicial, no en su dirección; no se usa la frase de arranque como el puntapié para un relato, sino que se aprovecha el envión y se lo multiplica. Nadia colecciona arranques dispersos que, por acumulación, van construyendo un nuevo contexto de habla deliberadamente caótico.

Pienso la frase fuera de contexto como unidad mínima de Notas urgentes. La frase, ya sea copiada de lo que se oyó, lo que se subrayó en un libro, lo que se vio en un aula o lo que se transmitió por la tele, apretujado y empaquetado por Nadia en la unidad mínima de la oración. Un trabajo poético que se interesa por maximizar el sentido de la frase (su valor intrínseco y unitario) y también por lo que hace la frase (su funcionamiento) en la totalidad del texto, en relación a lo precedente y a lo siguiente. Es un doble movimiento de condensación e interrupción: condensación del sentido en la frase e interrupción de la linealidad del texto mediante la frase.

En Paranoia Club no interesa tanto la referencia a personajes (ni siquiera la identidad o caracterización de la narradora o el narrador parece importar), ni la construcción de escenas, acciones, trama. Podríamos pensar en frases, parlamentos, imágenes, pensamientos, recortes sacados de su contexto original y vueltos a pegar, en collage, para la construcción artificial de un contexto nuevo y provisorio.

Paranoia:

La alusión a una paranoia seguro tenga que ver con esa suspensión de las referencias y los sujetos. Cuando no se sabe del todo quién habla, quién dice qué, cuándo y acerca de qué, las atribuciones se vuelven múltiples y ambiguas. “Ese texto es una forma de parafrasear la paranoia, decís”, dice el texto, pero no se sabe quién lo dijo. ¿Quién es ese “vos”, esa voz?

Así, las referencias y el contexto original de cada cosa anotada se pierde en beneficio de la frase como unidad mínima del tejido. Pero esa pérdida sigue latiendo, suena como un bajo constante, un fantasma del sentido. Frase independiente en detrimento de su contexto original de aparición; imposible de apreciar, sin embargo, fuera de esa interrupción del contexto.


3. Las continuidades entre Paranoia Club y Bichos raros son muchas: están los mismos temas (el aula, la injusticia social, la divulgación científica, la anatomía de los freaks, la mitología circense, la abyección natural y bella de los cuerpos), está el mismo tono y está la misma voluntad de romper con las estructuras (de la sintaxis, del relato realista, del perfil, de los géneros y registros de la lengua).

Bajo la máscara artera del boceto (porque, si somos paranoicxs de verdad, tenemos que desconfiar también, o por sobre todo, del título que se nos ofrece: Notas urgentes), esta segunda publicación de Nadia, aparecida el mismo año que la primera, podría haberse leído, si la serie hubiese sido inversa, como una preparación para.

Notas que son poemas como preparación para capítulos que son relatos.

Pero no somos tan ingenuxs. En realidad, Paranoia Club: Notas urgentes tiene el carácter de boceto en el sentido de los esbozos de Tarsila do Amaral [ver Abaporu]: que eran síntesis (posteriores) en línea negra y continua de sus pinturas al óleo. Rompiendo la lógica temporal y causal del esbozo, tanto los bocetos de Tarsila como las notas de Nadia apuntan a la condensación de la imagen a través del trazo simple o del fraseo continuo, respectivamente.

Consolidación de un estilo o antes bien de un dispositivo de escritura; constituyen un aprendizaje en el manejo de la lengua como materia prima (para el relato, para el poema, para el texto). En ese sentido Paranoia Club: Notas urgentes es una superación de Bichos raros. Una continuación de las exploraciones de la escritura, en la misma dirección, pero ya en un estadío superior: una apuesta más arriesgada pero también un producto mejor consolidado.

Desafío:

La pregunta que podría aparecer, maliciosamente, es ¿qué viene después?

Si quisiéramos ser esquemáticos, podría asumirse el camino de un libro a otro bajo la fórmula siguiente:

Bichos raros – estructura narrativa = Paranoia Club

Esta ecuación parecería dar por sentado que no hay narración en Paranoia Club  (o que Bichos raros es menos poema que este nuevo libro). Las dos afirmaciones serían erróneas porque el interés no va tanto por enclaustrar  definiciones de géneros literarios sino más bien por tratar de definir las intenciones de un texto. La intención de Paranoia Club, leído en la serie de la escritura y publicación de Nadia Gómez, parecería ser la de condensar la escritura. La estructura del relato, el realismo y el naturalismo, el trabajo con el registro de diversos géneros discursivos (todos elementos presentes en Bichos raros) quedan atrás, datados en aquel otro libro; mientras que, en Paranoia Club, la protagonista pasa a ser esta tan nombrada unidad mínima del discurso: la frase.

La lengua como objeto:

“24/ El significado denotativo de concha es almeja, el significado connotativo de estoy hecho polvo es abrumado, el significado denotativo de perra es mamífero cuadrúpedo que puede ladrar, el significado denotativo de animal es ser vivo. Anublar significa que anochece sobre el campo. Yo no quiero estudiar porque voy a ser policía, dice Cassinotti. Se puede estudiar la lengua como objeto. ¿Qué es la soledad? Una hormiga sin casa. Una aguja sin hilo. Lo más lindo que existe.”

La consecuencia inevitable de jugarse todo por la frase es la carencia de estructuras perdurables. La lectura se vuelve una sucesión de momentos autónomos que pueden arrastrar impresiones previas, guedejas del pasado inmediato de un texto que se preocupa sólo por seguir avanzando (anotando). De ahí que el atributo de “urgentes” le venga bien a estas notas. En la lectura urgente, nosotrxs podemos suponer que compartimos, con quien escribe, una misma inclinación hacia las frases, que nos lleva a buscar, como dice el texto, “entre las estatuas de los santos una complicidad provisoria”.

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Leído el 22 de noviembre de 2019 en la librería Luz Artificial.

28.11.19

El precio del amor es su fin, por Sebastián Schillaci




El médico jefe de terapia intensiva le explica a mi mamá la situación de mi padre internado. Usa un montón de tecnicismos y palabras difíciles. Ella lo escucha con las manos juntas y los dedos entrelazados. Le falta el rosario. El doctor habla unos minutos frente a los ojos de huevo duro de mi mamá que trata de encontrar la idea escondida entre las palabras de que mi papá se va a salvar. Busca, tal vez piensa que el médico no sabe explicar bien el procedimiento que van a hacer ahora para que mi papá no se muera en dos días. Termina de hablar. Hay un silencio. Mi mamá mira a mi tía que le indica telepáticamente lo obvio. Se va a morir y pronto, muy pronto. Yo me siento anestesiado por la noticia. Pasamos cada dos o tres horas a verlo. Entramos y lloramos desconsolados mi mamá y yo durante unos quince minutos. Mi papá ya está enchufado a varias máquinas que lo mantienen vivo. Si es cierto que reencarnamos después de morir, y que nuestra última mente es la primer mente de la siguiente vida, pienso que mi papa va a renacer en una nave espacial o en un locutorio. Nos indican amablemente que salgamos que terminó el rato de llorar. Salimos. Fumamos. Fumamos. Fumamos. Nos avisan cada tanto que viene otro round de lágrimas, y pasamos al locutorio y lloramos y lloramos. Mi mamá me dice que me vaya, se van a quedar ellas. Las chicas. Mi mamá y mi tía. Hermanas. Que me vaya descansar y vuelva mañana. Por supuesto es una posibilidad que muera en esas horas y yo no esté. Acepto. Me voy a casa. Fumo porro. Me duermo. Me llama mi tía. Se murió. Es de noche, son las 11 creo. Me levanto y subo al auto, me doy cuenta que estoy yendo rápido. ¿A dónde voy apurado? Ya se murió. ¿Para qué voy a cien por hora? Me relajo, empiezo a sentirme bien, recuerdo que tengo un tucón en el auto y lo prendo. Llego sintiéndome muy bien. Estoy listo. Entramos mi mamá y yo y hacemos un round de lágrimas más, pero uno muy especial. La habitación está sin una sola de las máquinas y mi papá está sin cables ni tubos ni nada. Recostado prolijamente boca arriba, con las manos pegaditas al cuerpo. Parece como si acabara de terminar una clase de yoga. Todo muy blanco. Me doy cuenta que extraño que haya máquinas. Eran cálidas y ruidosas y acompañaban. Con el cuerpo todavía tibio, le decimos cosas dramáticas. Alguien nos indica, con rudeza, que terminó el momento de llorar. Salimos. Fumamos a morir en la puerta del sanatorio. Ahora hay con nosotros bastantes familiares de esos que uno no ve nunca. Fumamos. Me doy cuenta que tengo que hacer un montón de cosas para la muerte de papá. Lo primero es conseguir el cajón y dónde velarlo, esa será el trabajo de la noche, a la mañana tengo que ir al sanatorio a reconocer el cuerpo y firmar papeles. Por lo general te venden las dos cosas, cajón y servicio, pero yo conseguí mejor precio comprando el cajón en un lugar y velándolo en otro. Me hago una pasada por casa y busco toda la plata que tenía. Esto me va  a fundir. Mi viejo muere mal de guita y yo no estaba precisamente dedicándome a una profesión muy redituable. El lugar que tiene el cajón más barato está en Juan B. Justo y algo. Mis tíos que nunca veo me acompañan. José se parece a mi papá y me da impresión. El otro parece directamente un militar fuera de servicio. Hay un pequeño regateo entre el tipo del local de cajones y yo. Acordamos un precio. El más barato es un robo pero hay que tener cajón, no voy a ponerme a hacerlo ahora. Pago. Mis tíos no me ayudan con un mango. Es obvio que lo necesito. Hablan de cosas como el país y la guita con el de los cajones. Mientras busco la plata y la cuento, estos tres se empiezan a entender y la pasan bien. La casa velatoria la consigo a la vuelta, en Juan B. Justo y Aguirre, creo. Son las 4 a.m. Me tengo que ir a dormir ya porque mañana es todo el baile. Voy a casafumoporromeduermomelevanto. A la mañana temprano llego al sanatorio para reconocer el cuerpo. Me dicen que ya lo están bajando por el ascensor al subsuelo de donde sale el vehículo para la sala velatoria. Bajo rápido. El subsuelo está lleno de objetos desordenados. Es un lugar grande y en el centro está el ascensor. Es muy grande. Bajando la escalera veo que la puerta del ascensor se trabó y dos tipos bien grandotes forcejean tratatando de pasar una camilla con alguien adentro en una bolsa negra. Se dan maña para pasarlo poniendo de costado la camilla. El cuerpo no se cae porque está bien agarrado. Uno de los tipos me ve. Me dice: Pibe, ¿vos tenés que reconocerlo? Y con la camilla con una mitad adentro del ascensor y la otra afuera, atorada y de costado contra la puerta del ascensor que se trabó, abre la bolsa en la punta y veo la cabeza de mi viejo, más blanca y fría que ayer. ¿Y, está bien?, me dice el tipo. Creo que dije: ssss.. El grandote que estaba todavía adentro del ascensor da un empujón final y salen. Me voy a la sala velatoria. Lo velamos. Cuando veo a mi viejo ya colocado en el cajón mas económico en medio de la habitación donde la gente toma café, me doy cuenta porqué me preguntaron a la noche tardísimo si era cristiano. Está vestido como un monaguillo. Con una ropita blanca con transparencias y un moñito con dos lazos blancos y una cruz diminuta adornando su pecho. Le pusieron las manos juntas. Parece que anoche respondí que sí, que era cristiano, y los visten así. Me doy cuenta que hubiese estado bien representar un poco su vida y vestirlo de tenista amateur. Ya es tarde, es un monaguillo. Tomamos café y fumamos unas horas ahí. Luego la caravana a Chacarita. Voy con mi primo en el Volskwagen 1500 de mi abuelo que se va a morir en unos meses. Fumamos las tucas del auto y hablamos alegremente. El día está cristalino, límpido, un poco frío, despejado y soleado. Llegamos a Chacarita. Mientras lo bajamos del auto empiezo a apuntar hacia el lugar donde iba a ser colocado, cuando un cura me agarra y me dice que hay que pasar por la capilla antes. ¿Cómo lo vas a poner bajo tierra así nomás sin la bendición y las palabras correspondientes? Hay un pequeño forcejeo, ni mi mamá ni yo queremos pero estamos cansados y vulnerables. El cura se gana su momento de fama. Entramos a la capilla, nos ponemos alrededor del cajón económico y el cura dice unas palabras vacías. Lloramos. Salimos y nos dirijimos al lugar donde va a quedar el cajón. No es bajo tierra. Es en una parte del cementerio que hay como una especie de gran biblioteca, donde cada libro es una puertita que se abre y guarda un cajón. El de mi papá está muy alto. Usamos una escalera. El momento de cerrar para siempre es emotivo. El cura no nos acompañó hasta acá. Lloramos. Veo que escribieron bien el apellido. Eso me tranquiliza. Pienso que el lugar es ideal para venir a fumar. Finalmente podemos dispersarnos. Había mucha gente cuando puedo observar mejor la situación. Muchos amigos míos. Qué hermosos. Vinieron muchos y son muy hermosos. Nos vamos a lo de mi amigo Juaco. Me despido de mi vieja, pienso que no voy a querer verla mucho en el futuro. Juaco vive a dos cuadras de Chacarita, siempre andábamos ahí tocando y fumando. Es un PH típico. Mientras recorro el pasillo y pienso que terminó todo suena el teléfono. Es Yolanda. Una bruja amiga que me guiaba en ocasiones por aquellos tiempos. Me dice qué pasó Sebastián? Me doy cuenta que ya sabe y pienso que siempre me sorprende esta mujer. Le digo que se murió mi papá. Me explica que ahora mi papá ya no es más mi papá, que me olvide de eso. Que ahora es como una luz. Lloro muchísimo y le agradezco. Me explica unas cosas más y colgamos. Ahora sí va terminando. Recorro lo que queda de pasillo. Adentro ya hay música, huelo porro y escucho risas. El día está hermoso y el sol pega sobre el pasillo y los patios del PH. Me siento en el patio y me pasan varios porros. Pienso que amo a mis amigos y que amo a la gente y que amar más a uno que a otro no tiene sentido. Pienso que mi papá tendría que haber cambiado su vida cuando se enteró que tenía cáncer. Tendría que haber ido hondo en verdad.  No hacer el tratamiento. Pienso en algo que me dijeron, que más gente vive del cáncer de la que muere por él. Pienso que nos estafaron y nos mataron los putos de los políticos y los médicos y la tele. Juaco me dice qué pensás, man? Nada. Dale, qué pensás? Que me voy a casa a dormir, no doy más. No, pará, juguemos unos Konamis. Bueno, dale. Jugamos unos partidos. Pienso que mi amigo es verdadero, y que todos los que son verdaderos pero están heridos suelen ser gordos. Elijo al Barça. No porque quiera usar al mejor equipo sino porque a mi viejo le gustaba. Pierdo un partido y gano el otro. Me parece bien. Además estoy desconcentrado, voy a perder si jugamos uno más. Jugamos uno más. Pierdo. Me voy vieja, gracias. Aguante, pasate estos días. Sí, de una, gracias. Me voy a casa, vivo a unas cuadras de ahí. El día está hermoso. En casa fumo porro y me acuesto. Deben ser las 11 o las 12 del mediodía. Pienso que no le dejé plata a Juaco para que me compre faso cuando pase el Negro. Esto me deprime un poco. Me duermo.


Tomado de: Sebastián Schillaci, Lo que más me gusta de mí es la i, Ascasubi, 2016.-

4.11.19

Sí, por Margarita Roncarolo



En la intimidad del taxi, bien entrada la noche, la abuela le dijo al nieto.
habían estado jugando toda la tarde con unos libros y el abuelo corría
con un títere.
era hora de devolverlo. el nieto había empezado a morirse de sueño
como se mueren de sueño los niños pequeños. de repente detienen la
carrera se ponen a mirar la pared y uno les escucha el bostezo.
ahí los abuelos pidieron un taxi. Era la hora. dijeron: ya es tarde, debes
volver.
el nieto, apenas arrancó el taxi, se tendió en el asiento cuan mínimo era.
la abuela le miró la cabecita
y
en la intimidad del taxi, bien entrada la noche, la abuela le dijo al nieto:
acordate siempre que te quiero mucho.

Pocas palabras habla el nieto: mamá papá agua upa
sin embargo, a la hora de devolverlo
una comprensión profunda tan oscura como el agua como el fondo del
agua de los océanos
la voz amable de un pececito
el hocico suave de un conejo
la palma pequeña untada de miel
el nieto
recordó
una palabra nueva
(tan verterá como el ideograma chino: el hombre, de espaldas al sol que está
saliendo
y
que dice sí a pesar de todo. No lo veo, pero sé que sí)
acordate siempre que te quiero mucho
me dice sí
está diciendo que sí.



Tomado de: Margarita Roncarolo, Rosa o muerte, Buenos Aires, Santos Locos, 2019.- 

1.11.19

Encontramos lo inusual donde estamos siempre, por Cristhian Monti




Pienso en eso mientras veo caer
el sol desde un colectivo,
asiento 23 ventanilla.
Al toque la noche deshoja los árboles
y transforma las ramas en rayos opacos.
La ruta está poco transitada, creo que
sólo nosotros la rodamos.
El niño de la fila de adelante
descubre un foquito en medio del campo
y festeja su descubrimiento: ¡una luz!
Ve una estación de servicio:
¡otra luz! Y a medida que el colectivo
se acerca, se multiplican
así que el niño inicia
un conteo en voz alta
¡otra luz!, ¡otra luz!,  ¡otra luuz!, ¡otra luz!
y cambia su tono como la intensidad de las luces.

Aquella vez las luces caían sobre la pista.
Me gustaría darle gracias a La Luna.
A través de mi ventanilla,
la veo en su pose funcional
y le hago cruzar por el pasillo
hasta los ojos del niño.
A él le cuesta pero finalmente la descubre:
¡otra luz!




Tomado de: Cristhian Monti, El camino de la liebre seguido de otros poemas, Rosario, Iván Rosado, 2014.-

31.10.19

Sid Vicious, por Pablo Petkovsek


Sid Vicious amaba a ABBA.
Joe Strummer amaba a ABBA.
Pete Townshend realmente amaba a ABBA.
Yo con ocho años
en el asiento trasero de pana marrón
del Toyota Crecida,
justo detrás de la ubicación de papá,
amaba ABBA.
Nunca tuve amigos que escucharan ABBA
y me daba vergüenza decirles.
Cuando tenía 14 o 15
conocí  una chica en el club esloveno de Lanús,
se llamaba Natalia y era mendocina.
Como me salía horrible el amor
le mandé I have a dream (I believe in angels) de ABBA,
tuve que escucharla muchas veces en mi centro musical Sony
en el living de casa
que tenía un techo de tirantes de madera
separados cada 3 cm.
Dos meses después me respondió
que no podía seguir esa relación
que no teníamos
que me extrañaba mucho.
Esa tarde fui al colegio con los ojos llorosos,
como me daba vergüenza decir la verdad
dije que se había muerto alguien cercano.


Tomado de: Pablo Petkovsek, Qué hizo la civilización con el cemento, Socios Fundadores, 2018.-

14.10.19

¿Por qué Francia?, por César Aira




¿Por qué Francia? ¿Por qué no? ¿A qué otro sitio podría haber ido? Lo que importa en los desplazamientos es sostener la fijeza circumpolar de creerse esto o aquello: escritor, no escritor… Casi todos mis escritores favoritos son franceses. Siempre (por épocas) alguno de ellos ha sido mi programa personal para seguir escribiendo y para dejar de escribir (para que la diferencia entre las dos actividades se anule). Lo francés de los escritores es una eficacia, una elegancia de precisión, en la técnica combinada del abandono y la persistencia. Francia para mí fantasía personal es el país de Duchamp, el país donde el inventor se las arregló para inventar su propia desaparición fecunda.

Todos mis viajes, consiguientemente, han sido a Francia. Pero soy mal viajero: me aburro, me deprimo, no entiendo el idioma (ningún idioma), y, lo que es más, he llegado a convencerme de que todos los lugares  se equivalen más o menos. Por su lejanía misma, el extranjero es la sede de una eficacia elegante, a la que yo acudo, de mala gana, con una torpeza, una vacilación (¿para qué seguir escribiendo?). No me adapto, no me oculto, y eso hará que tarde o temprano deje de viajar. Estoy cansado de pasear la cara por el mundo Francia: mi cara demasiado pálida, tensa como un metal, fija en una mueca de cortesía idiota que no engaña a nadie. Si alguna vez creí que escribiendo se me revelarían los secretos del know-how fisiognómico, ya es hora de empezar a resignarme; sería más razonable manipular mi cara como un souvenir, un ready-made ya no  modificable, firmarlo y olvidarme. Los sueños de la naturalidad han quedado atrás. Una vez, hace años, me hice sacar una foto junto al Balzac de Rodin en el Carrefour Vavin, y de vuelta en Buenos Aires se la llevé a alguien que tenía una de esas costosas computadoras para trabajos gráficos: “¿No podrías”, le dije, “poner la cara de este tipo en mi cabeza, y mi cara en la suya?”


Tomado de: La ciudad de las palabras. Daniel Mordzinski.-

10.10.19

Mandarina, por Denise Koziura



Pulposa, fresca y dulce. Casi obscena. Su olor lo invade todo. Es uno que prima y lo hace feliz. Contiene el jugo en las comisuras con ayuda de las manos. Caníbal. Y se nutre de la soledad que es su refugio. Besa y sorbe. Se deleita. Cuando acaba corre a limpiarlo todo. Como queriendo borrar el aroma del placer.

3.10.19

Un largo poema fotográfico, por Nadia Gómez



(Sobre El biógrafo, de Marco Castagna, Palabras amarillas, 2019)


En varios puntos, los relatos que componen El biógrafo arman un collage sobre las emociones, un repertorio de gente que no sabemos si existió de verdad o no pero que en la aventura vital de la voz que narra, compone una foto existencial. “Tomé la decisión de infiltrarme en la clase media como un espía para poder atacar desde una posición ventajosa", escribió Cheever en sus Diarios. La misma frase, pero sin resentimiento ni voluntad correctiva, podría aplicársele a El biógrafo, porque las vidas comunes de los personajes retratados, incluso en lo que tienen de patético y fallido son narradas con una lente optimista, relajada y sobre todo sensible pero sin golpes bajos.

Las piernas peludas de un padre y la conversación silenciosa de las acciones compartidas, un chico con un perro al que hay que darle clase de apoyo, la épica lumpen de un encargado de edificio, Raulito y su banda antimeritocrática, el mambo de los flippers y la primera cerveza, una colección de vivencias que en el acto reminiscente de hacerlas hablar, cobran un valor colectivo sin llegar a ser alegórico porque son singulares. El libro de Marco Castagna se puede empezar en cualquier parte pero se tiene que recorrer completo porque eso ocurre con los puzles que quedan a medio armar, son definitivamente tristes.

Las frases son versos que prosificados no narran grandes acciones sino más bien hilvanan un largo poema fotográfico. Hay acciones, claro, ocurren algunas cosas, pero lo que importa es la mirada afectiva de un narrador que delinea perfiles, que necesita anotar un gesto o un detalle de indumentaria para que el recuerdo no se pierda para siempre. Por eso, el que escribe recupera fragmentos de la infancia o de la adultez que cifran situaciones de pasaje, ritos de iniciación en los que se aprende algo, tal vez la vacuidad del amor, el costado lindo de la rutina, la diferencia histórica entre ricos y pobres, la impotencia del que se sabe perdido pero resiste

Los relatos que componen El biógrafo son estampas breves, sugerentes, mordidas. El lector se mete como por una ventana para mirar una escena nomás, un pedazo de la vida de alguien. Un poco a la manera de ese monumental proyecto de Perec en Vida instrucciones de uso, el narrador organiza en escenarios móviles el rompecabezas narrativo de sus seres queridos, una familia extendida que son el encargado del primer departamento de soltero, novias ocasionales, pequeños rufianes rifando los últimos momentos de la inocencia en unas máquinas de juego, una perra y un niño haciéndose amigos a la sombra de un árbol.

Retratar escenas anodinas de gente de barrio, pero no con el ritmo de un narrador de ciudad sino con el tiempo del que tarda mucho en llegar al centro y es capaz de contar desde esa distancia, o desde ese asombro. Lo que para el que pertenece al centro sería irrelevante y hasta casi naif para el que llega desde otra parte, desde un pueblo de provincia, por caso, tiene la dimensión del descubrimiento. Lo que arde en el retrato grupal no es ni el infierno ni la hipocresía de la vida sino el aplomo de un narrador que no juzga, un narrador que se enternece de la insignificancia e inclusive es capaz de celebrarla. A la manera de Paterson, el colectivero que filma Jim Jarmusch cuya rutina es levantarse bien temprano, hacer el recorrido en su unidad, parar a anotar breves haikus objetivistas en una libreta y regresar al hogar con su chica bonita o  de la película Cigarros en la que, Augui, el dueño de la tabaquería celebra frente al escritor la proeza de haber fotografiado durante 20 años la misma esquina, en los relatos de El biógrafo hay que sopesar la ansiedad.

Ese es el consejo de Augui en Cigarros cuando su amigo no comprende el sentido de su proyecto. Son todas la misma foto, dice socarronamente el escritor en la escena más famosa de la película, y es cierto, son 4000 fotografías de la misma esquina sobre la Quinta Avenida. Son 4000 fotografías en el mismo punto y a la misma hora sin embargo, en la fijeza del punto de vista aparece la variación, solo se trata de pasar con menos velocidad el álbum y aprender a mirar los cambios de luz entre otoño y primavera. Esa esquina es una porción del mundo de Augui y tiene sentido porque allí suceden cosas que no se entenderían si no se va más despacio. Y si tiene sentido el proyecto de Augui, lo tiene como un archivo personal de su lugar en el mundo. Si bien El biógrafo no tiene la pretensión de ser un documento social, la esperanza y la angustia de la gente común se trafican en decenas de imágenes como estas: “a esa hora un camión de basura parecía el motor de la ciudad”, dice el narrador en “Flippers” para sintetizar la otra cara de la ley, y en “La tarde que fumé por primera vez”: “Me quedaba callado al teléfono y de fondo se oían pájaros tejiendo algo gris, ininteligible. El tiempo se escurría y yo no podía notarlo. ¿Qué fue lo que hizo que todos dejáramos de vernos?”. Modesto, intuitivo, luminoso el libro de Marco Castagna acaso sea unas ganas de resistir al costado cínico y desgraciado de las situaciones cotidianas.

No se trata de explorar en el escándalo argumental ni en la ruptura estilística, lo que ocurre en la forma y en el contenido de estas historias, creo, es la belleza en lo incidental, el fraseo afable de una conversación.

15.9.19

Una poética distorsiva, por Jimena Schere



(sobre Sanmierto, de Emilio Jurado Naón, Leteo, 2019)


La literatura cómica tiene un potencial disruptivo, transgresor, corrosivo de los códigos y lugares comunes establecidos o relativamente estables, que la tradición literaria y las literaturas nacionales construyen a lo largo de su historia. El arte paródico imita recreando, reescribe críticamente y profana los textos-modelo, modélicos y consagrados, de ese acervo literario compartido. El arte satírico, por su parte, traspasa de manera directa los límites de la ficción y embiste contra personajes extraficcionales, contemporáneos o históricos, reconocidos y reconocibles en una comunidad. Cuando operan conjuntamente, sátira y parodia se convierten en un potente artefacto poético capaz de reinventar y cuestionar los textos y las figuras que conforman el eje canónico de un imaginario cultural.

El Sanmierto de Emilio Jurado Naón es un libro atípico, paródico y satírico, que reescribe la obra y caricaturiza la figura histórica de uno de los personajes clave de nuestra historia política y literaria, canonizado por el pensamiento liberal.

Ingresemos en el mundo corrosivo del Sanmierto por su título. El nombre del prócer, celebrado por la tradición liberal y escolar, y objeto privilegiado del género hímnico, se transforma mediante la metátesis, el intercambio de sonidos de la palabra, en un santo fallido, en un San Mierto, que ingresa al santoral al mismo tiempo que es expulsado. El padre del aula resulta así rebautizado por nuestro parodista, con evidente cacofonía, para convertirse en el narrador de una serie de reescrituras burlescas que potencian la violencia original del prócer civilizador y ajusticiador de bárbaros.

La poética distorsiva del Sanmierto disloca primero el nombre para seguir avanzando con sus imágenes. La portada nos ofrece un auténtico collage de la época con la imagen de un Sarmiento travestido en dama antigua, espejo deformante del retrato escolar infaltable del hombre que nunca faltó a la escuela, alumno ejemplar y, por eso mismo, modelo opresivo para todos los niños. Esta estampa inaugura la serie de fotos y caricaturas, que retoman la vena satírica de El mosquito.

Trasfigurado el nombre y la figura del prócer, el parodista va por sus textos, un   legado persistente de nuestra tradición literaria. La serie de parodias se inicia con “Visita al calabozo”, que recrea un relato de Recuerdos de provincia en el que un grupo de alumnas sanjuaninas visita al maestro, que se lamenta de su condición de preso político y de su inminente exilio a Chile, y escucha orgulloso las lecciones de sus discípulas. El original comienza con ese estilo sarmientino grandilocuente y severo: “Fue solemne y tierna nuestra despedida”. El Sanmierto de Emilio se inicia en espejo con esa misma frase, pero avanza luego hacia su metamorfosis paródica mediante una añadidura del parodista: “Fue solemne y tierna nuestras despedida, solemne como el mármol de la tumba de Facundo, que resiste todavía los embates de la historia y del viento indolente de la Recoleta”. La escritura del original se transforma, con ánimo revisionista, para dar aparición a uno de los blancos centrales de Sarmiento, el denostado Facundo, que perfora el texto y se revela contra los estigmas de la historia de cuño liberal, contada, trasmitida, novelada por los Sarmiento, por los Mitre, que han construido su propia galería de santos y demonios para las generaciones venideras. El nuevo relato amalgama así fragmentos del modelo con escritura apócrifa en un movimiento distorsivo creciente que pronto pierde su seria grandilocuencia y transmuta la inocente visita de esas jóvenes “cándidas y suaves como los lirios blancos” en una grotesca escena de abuso sexual. La prosa siempre belicosa, exaltada, hiper-expresiva de Sarmiento, que vocifera contra su condición de perseguido político, se retoma en la parodia como una pluma boomerang, que se vuelve y se revuelve contra su propio autor.

El arte paródico tiene la duplicidad bifronte de evocar, rendir cierto homenaje ambiguo y al mismo tiempo destrozar al blanco de burla. La prosa de Sarmiento es un terreno fértil para esa duplicidad paródica: genera en el lector advertido la ambivalencia de encontrarse frente a una escritura vigorosa y cautivante y, a la vez, plagada de brutales inequidades y estigmatizaciones contra sus blancos de furia. Los relatos del Sanmierto se nutren de esa escritura intensa y redoblan su vigor destructivo al mismo tiempo que la corroen. En “Visita al calabozo” se alimentan de ese mundo ejemplar de altos ideales educativos para desidealizarlos y desidealizar al ideólogo.

La figura de Sarmiento, como su obra escrita, es sin duda un Jano de dos cabezas para nuestra historia: fundador de escuelas, impulsor de la educación pública, gratuita y obligatoria y, por otra parte, creador de la “zoncera madre” de todas las zonceras, como la bautizó Jauretche, la zoncera que las parió a todas: “civilización y barbarie”. En su primera Zoncera, Jauretche resume la visión dicotómica de Sarmiento, su esquema de comprensión binario elaborado sobre una serie articulada de oposiciones maniqueas: “Todo lo propio, por serlo, era bárbaro, y todo hecho ajeno, importado, por serlo, era civilizado (…). El espacio geográfico era un obstáculo, y luego (…) también el hombre que lo ocupa –español, criollo, mestizo o indígena– y de ahí la autodenigración”. Así como Jauretche pone en el centro de la zoncera la figura de Sarmiento, clave para comprender nuestra historia, sus lugares comunes y sus resignificaciones del presente, la parodia de Emilio Jurado Naón, por la vía poética, desdibuja las dicotomías ancestrales del prócer, ilumina sus contradicciones de civilizador salvaje, amplificando los rasgos propios del texto parodiado y de la figura satirizada. El primer relato, precisamente, apunta con acierto en el blanco directo de esa cultura escolar liberal, y su versión Billiken de la historia, en la que Sarmiento es el modelo de pedagogo, de asistencia perfecta a clase, del que los niños cobrábamos venganza deformando los himnos en su honor, ese género paródico de la literatura de homenaje, con vida propia en el mundo escolar, que también resuena en el libro de Jurado Naón.

La escritura del Sanmierto nunca pierde su contundencia poética, su potencia expresiva, su audacia experimental; rítmica, arrolladora, desquiciada por momentos, al estilo de la propia escritura sarmientina. El relato “Episodio con Chile” retoma un original de Recuerdos de provincia en el que Sarmiento se autoexculpa de una diatriba escrita contra Chile y recuerda “las muchas palabras descorteses y ofensivas que debieron escaparse de mi pluma, joven, ardiente en la lucha”. El propio Sarmiento describe su estado de desmesura: “Un día la exasperación tocó en el delirio; estaba frenético, demente y concebí la idea sublime de desacierto, de castigar a Chile entero, de declararlo ingrato, vil, infame”. El espejo deformante de Emilio lleva el exabrupto al paroxismo cómico y multiplica los desbordes de la pluma virulenta del modelo parodiado para beneficio del propio texto paródico. Nuevamente, la fuerza de ataque del original se convierte en blanco de sus propias armas. El parodista se vuelve así discípulo y adversario del maestro.

El texto se abre así camino a “pluma y espada” sobre la obra del laudado escritor hasta su relato final “Anécdota sobre el comandante Sandes”, el personaje sanguinario designado por Sarmiento para combatir al Chacho. La sátira reenvía a la doctrina genocida de Sarmiento, que quedó bien plasmada en las cartas que dirigió a Bartolomé Mitre. En ellas recomienda no “
economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos”. En 1863 le escribe otra carta en la que justifica la crueldad del comandante Sandes: “Sandes ha marchado a San Luis. Está saltando por llegar a La Rioja y darle una buena tunda al Chacho. ¿Qué regla seguir en esta emergencia? Si Sandes va déjelo ir. Si mata gente cállese la boca. Son animales bípedos de tal perversa condición que no sé qué se obtenga con tratarlos mejor”. El satirista exacerba los rasgos físicos y psicológicos de Sandes, que alcanza un semblante monstruoso, y no hace más que dejar expuestos los rasgos de por sí brutales del original. La auténtica foto del personaje nos muestra la imagen de Sandes que ostenta con orgullo su torso desnudo lleno de cicatrices. El relato del Sanmierto describe su llegada “arrastrando desde el sur un enchastre de sangre”. De esta forma invierte el típico retrato sarmientino del enemigo sanguinario, el caudillo bárbaro, el tirano federal, que domina en su obra. El episodio de Sandes disloca la crónica realista del pócer y adopta un carácter fantástico relatando una operación salvaje practicada sobre el cuerpo cocido de cicatrices del comandante. La eficacia ficcionalizadora del texto paródico desenmascara la propia vena ficcionalizadora del original, su apariencia de realismo, siempre tendencioso y distorsivo.

El Sanmierto, en definitiva, reescribe y retuerce la obra del escritor paradigmático del pensamiento liberal decimonónico e ilumina por la vía cómica y ficcional sus contradicciones y dicotomías maniqueas. Así revive y remata su prosa y su ideario con una escritura musical e intensa, sarcástica, plena de fuerza poética antilírica y de una imaginación prolífica, que construye un bestiario caricaturesco y expone por amplificación el costado grotesco del prócer y sus aliados.

Se inscribe así en nuestra amplia tradición de literatura política y la revisa, la discute y ofrece una nueva literatura política, recreada desde una creatividad transformadora y desidealizante. Clava así su dardo en la historia viva de nuestro país, la historia liberal que sigue operando como forjadora de estigmas contra el campo popular, visiones maniqueas, discriminaciones y demonizaciones que reviven y se resignifican bajo nuevas formas en cada periodo en nuestro imaginario político,  social y cultural.



Leído en la presentación de Sanmierto6 de septiembre de 2019, en Acunia, Ciudad de Buenos Aires.-

9.9.19

Kafka, por Alfredo Novelli


¿A quién llamamos Kafka? ¿Al doctor Kafka? ¿A sus escritos? ¿A la lectura de sus escritos? La última pregunta se aproxima a la respuesta. Pero ¿a qué lectura de sus escritos? A nuestras lecturas. Por esa razón somos nosotros que nos llamamos Kafka.


Tomado de: Alfredo Novelli, Un ejemplar de prueba, Buenos Aires, Mansalva, 2019.

1.9.19

Más cerca, por Mauro Haddad




II

No podría explicarlo,
pero lo miro
y pienso así:
este mar es anterior a la naturaleza.


VI

Cinco chicos saltan desde el puente al agua.
Son felices: hacen lo que temían hacer.


XIII

La arena que había imaginado
es esta.

Escupo sobre ella la sal del mar.


XXI

El silencio de las calles
es igual al sol
o al viento.

Ninguno es en realidad
necesario para mí.


XXIV

Vi a Dios:
abrazaba a una mujer
en una fotografía en México,
en la década de mil novecientos y veinte.

Ella vestía de blanco.


XXV

Media hora limpia para estar sentado
y escribir.

Intento ver:
las líneas de mi mano,
dos personas a lo lejos.

No hay nada por encima de lo que hay.


XXVIII

Recuerdo todo lo que hice hoy:
caminé,
tomé agua,
comí y nadé en el mar.

No fumé,
no hablé con nadie.


XXIX

La luna en el cielo:
ella me usa para conocerse.


XXXI

Barrio de Santa Teresa,
veintidós y treinta horas:
escucho más de lo que hablo.


XXXV

El rumor de la vida profunda.

Lo escucho.


XXXVI

Dilapido mis energías pensando.


XXXVII

Leer en este idioma es lo más parecido a olvidarme de mí.


XXXVIII

La confirmación del estereotipo de una lengua erótica.
El calor de una mujer a la que ayudé sin pérdida de momento.
La sonrisa de un hombre al que no escuché en vano.

Y muchas cosas más
(pequeñas dosis de riesgo imaginado)
muchas cosas menos.


XXXIX

Río de Janeiro era en definitiva
lo que había venido a buscar:

un lugar desconocido
                    más allá del placer
y la ilusión de la libertad absoluta
al caminar por las calles.








11.8.19

Postal de navidad de un puto en Merlo*, por Ioshua


Che, Emanuel, estoy rehabilitado y viviendo en la calle nueve junto al negocio de libros porno en la avenida del centro. Sí, paré con la falopa y dejé de tomar whisky y mi tipo toca la guitarra y trabaja manejando una camioneta. Dice que me quiere y me regaló un anillo que era de su madre y me lleva a recitales cada sábado a la noche y che, Emanuel, siempre pienso en vos cuando paso por la estación Once y paso por la esquina del departamento de ese tipo con el que solías vivir y yo todavía tengo ese disco de los Redonditos de ricota pero alguien me robó el tocadiscos, qué te parece eso?
Che, Emanuel, casi me vuelvo loco cuando atraparon a Rodri así que volví al Tigre a vivir con los míos pero todos aquellos que conocía estaban muertos o presos así que volví a Merlo y creo que esta vez me voy a quedar.
Che, Emanuel, creo que estoy feliz por primera vez desde mi "accidente" y desearía tener toda la guita que solía gastar en falopa. Compraría una tienda de discos usados y no tendría que vender ninguno, tan sólo escucharía un disco distintos cada día dependiendo de cómo me sintiera.
Che, Emanuel, por amor de Dios ¿querés saber la verdad? No tengo un marido, él no toca la guitarra y necesito dinero prestado para pagarle al dealer y che, Emanuel, voy a estar libre este sábado a la noche, por favor vení a verme.




* Adaptación del poema POSTAL DE NAVIDAD DE UNA PUTA EN MINNEAPOLIS de Tom Waits

Tomado de: Ioshua, Guarda bien este secreto, Subpoesía, 2015.-

5.8.19

Tierra sin mal (fragmento), por Agustina Quintana




Tadeo empezó a dormir en un sillón de la casa de Pablo y Esther, aunque durante el día no estaba casi nunca y algunas noches tampoco. Era una casita con fotos familiares cuyos escasos metros cuadrados no causaban tensiones sino una sensación de calidez, algo que él nunca había experimentado. Esther llamaba a su hijo “mi vida”, Pablo contestaba con “mami” y él se sentía fuera de lugar, por lo que trataba de no pasar demasiado tiempo ahí.
Evidentemente no había mucho que compartiera con su supuesto gran amigo. El mayor hobby de él además de jugar al fútbol era ir a bailar, pero ¿qué podía tener de divertido encerrarse en un espacio oscuro y lleno de gente? Conocer chicas, decía Pablo, pero a él el sexo le resultaba incomprensible.
A la única persona que visitaba con asiduidad era al Viejo, pero solo porque era viejo y le hablaba de asuntos para él muy lejanos: política, sobre todo. El problema era que el Viejo, entusiasmado de más por las conversaciones, a veces le ofrecía asistir a las reuniones de la Junta Vecinal, aunque fuera para ser testigo de la dinámica del grupo y ponerse al día con los temas concernientes al barrio. Él se negaba, a riesgo de parecer un ingrato, porque no creía tener nada que aportar.
Lo que más necesitaba era encontrar un trabajo. Su experiencia laboral era nula: solo había pasado por una cantina, donde Pablo imaginó que estaría cómodo porque el negocio era manejado por paraguayos, y no duró más de una semana batiendo sangría en un lavarropas. Es que tan poco sentido tenían el vino, la fruta y el hielo en una máquina centrífuga desvencijada como lo tenían los partidos de fútbol con bolsas de basura en canchitas improvisadas y sin embargo ahí, cruzando la Avenida Rawson, todo sentido parecía perderse.
Caminando por el centro, en el subsuelo de una galería, encontró un cartel con una búsqueda laboral. El local era una santería y se llamaba Santa Rita. Estatuillas de la virgen se rozaban con las del Gauchito Gil mientras que en otros estantes se vendían libros de autoayuda, de religión oriental o de autores con nombres como Blavatsky o Gurdjieff. Nada atraía a tantos curiosos, sin embargo, como las letras de acrílico en la vidriera donde se promocionaban servicios de «Control mental», «Oraciones milagrosas» y «Conjuros a distancia». Todo lo religioso le causaba rechazo pero el dueño del local aceptó emplearlo, quizás por el bajo sueldo que él pretendía, y se incorporó al día siguiente.
Con el pasar de las horas se fue dando cuenta de que no había tantos clientes. La gente paseaba por la galería pero para comprar celulares, lencería barata o sacar documentos clandestinos. No tenía nada para hacer y tampoco podía salir, por lo que cuando se cansaba de barrer y sacar las telarañas hojeaba un poco los libros. Mientras tanto por un ventanal que daba a la calle podía ver a los árboles sacudirse como a través de la ventana del instituto, indicando que la realidad no era más que una apariencia.
Cansado de sentirse una carga para Pablo y su familia, juntó el dinero necesario para mudarse a la pensión «Five Star», justo enfrente de la plaza principal. Acomodaba sus pocas cosas en el cuarto cuando entraron dos chicos que tiraron sus mochilas en el piso.
–¡Es una malcogida esa profesora! Eso es lo que le pasa...
–Che, ¿qué tal? – dijo el otro – Yo soy Julián.
–Yo Ricardo.
–Un gusto – mintió él.
Los estudiantes se desplomaron sobre sus camas para estudiar en voz alta. A él no le molestó, lo superaba el alivio de no estar de prestado en ninguna parte. Aun así no le interesaba interactuar con esos individuos y tampoco era agradable ver a las ratas pasear, por lo que agradeció tener un trabajo que le permitiese estar afuera casi todo el día.
Con las semanas se fue instalando la rutina: se levantaba a las seis de la mañana, con suerte pasaba por la ducha compartida, tomaba unas líneas de cocaína en el baño y salía para esperar el colectivo. Entonces el cielo estaba oscuro y la plaza casi desierta excepto por algún vagabundo que dormía y por los folletos y las bolsas que daban vueltas con el aire matinal. Él no corría la mirada del suelo hasta que el vehículo arrancaba su marcha y entonces los kilómetros empezaban a sucederse a través del vidrio, la más delgada de las transparencias que lo separaban de la vida.
Cuando volvía a la plaza al final de la jornada el panorama era distinto. Por lo general había pastores con o sin megáfonos. Alguna que otra vez se quedaba a escucharlos para hacer tiempo, más del que ya había hecho en el trabajo, pero nunca consideró que hubiera verdad en sus palabras; pensaba que debían ser estafadores aunque más mentirosa era su propia rutina, una repetición maquinal de fragmentos que ni siquiera eran fragmentos sino pedazos rotos de un despedazamiento original e imposible de arreglar.
–Dame velas – le dijo un cliente una tarde.
–A ver si quedaron.
–Dale, rápido, que no tengo todo el día.
Él abrió un paquete de velas aromáticas y sacó un encendedor de su bolsillo para prender una. Después dejó, sin expresión alguna, que las gotas de cebo rojo cayeran sobre su brazo sin importarle el dolor que le causaban. El cliente no le quitaba los ojos de encima, y él sonrió de satisfacción.
–Loco de mierda – dijo el hombre, y salió indignado del local.
Esa noche subió por la escalera de la pensión y se detuvo ante un cuarto cualquiera porque un libro que había hojeado en la santería le había despertado una leve esperanza de que algunas cosas fuesen por algo, de que marcando un número aleatorio pudiera darse con alguien importante en la vida de uno, de que todavía hubiera sorpresas. Entonces se apoyó sobre la puerta con todo el peso de su cuerpo y se imaginó del otro lado a todas las cosas buenas que pudieran existir, no solo a sus escasos recuerdos felices sino también a los futuros que imaginaba de niño, tan brillantes como los cielos que los atestiguaban.
–No hay nadie ahí – dijo alguien al pasar.
Él no se sorprendió y volvió a la habitación, donde trató de dormir a pesar de la luz blanca de tungsteno que iluminaba desde el techo.
Se despertó de un entresueño absurdo, en el que se deslizaban por su mente conjuntos de palabras e imágenes sin sentido ni coherencia, por un golpeteo en su hombro.
–Abajo preguntan por vos.
–¿Quién?
–Pablo, dice que es tu amigo – le dijo Julián.
Es que Pablo a veces pasaba por la pensión para saludarlo cuando estaba por ir a un boliche que quedaba a pocas cuadras de ahí. Por supuesto, siempre lo invitaba y él siempre decía que no. Esta vez aceptó por primera vez la propuesta porque no se le ocurría ninguna excusa; al fin y al cabo tampoco podía rechazar con tanta vehemencia algo que no había experimentado.
En la puerta del baile Pablo se reencontró con sus amigos. Esperando su turno con el patovica los jóvenes empezaron a fumar, a reír y a hablar sobre asuntos comprensibles solo para ellos. Él apoyó su peso contra la pared, sintiendo un vértigo extraño que lo paralizó. Pensó en irse pero los hicieron pasar y por inercia siguió a los demás.
–Hoy tocan Los Palmeras – le dijo Pablo.
Él no le contestó, ni siquiera reaccionó, y dejó caer su cuerpo contra la barra. Su amigo se alejó entusiasmado mientras que él se entretuvo por una pelea entre dos borrachos que se había suscitado al lado de las escaleras. A él nunca le había gustado el alcohol, pero necesitaba algo para sacarse esa horrible sensación que lo envolvía, como de mierda recorriéndole las venas.
Subió al baño, tomó unas rayas en un cubículo, miró su cara en el espejo y la sintió como la de alguien más. Su piel estaba entre blanca y amarilla mientras que sus ojos negros expresaban una mirada distinta, como encendida y apagada alternativamente. No se parecía demasiado a su madre; debía parecerse a su progenitor desconocido, lo cual no significaba demasiado. Como le decían en la calle: debe estar bueno robar con vos porque tu cara es muy común.
Bajó con la intención de irse cuando se topó con un hombre al que encontró familiar, y cuyos rasgos eran mucho más distinguibles que los de él.
–Yolanda, te lo dije mil veces, yo con vos no salgo más.
La chica miró a su amigo abrirse paso entre la gente y atinó a seguirlo con un pequeño movimiento de las manos, pero finalmente no lo hizo. Todo en ella era vistoso y colorido: los labios fucsias, la sombra celeste, el pelo rubio oxigenado que caía sobre la remera plateada. Como se le quedó mirando, ella le dijo:
–¿Pasa algo?
–Perdón, le veía cara conocida.
–¿Qué? ¿A mí?
–No, a tu amigo – dijo él, y es que no se discernían muy bien las palabras por el volumen de la música.
–Capaz le compraste en la verdulería.
Entonces él se acordó.
–Lucas, ¿no?
–Claro.
–Le molesta que otros chabones me hablen, ¿podés creer? Es buen pibe, pero viste, es muy celoso. ¡Somos amigos, con qué derecho! En fin, ahora me quedé sola. ¿Cómo te llamás?
–Tadeo, ¿vos?
–A mí me pusieron Flavia Yolanda, pero me dicen Yolanda. ¡Flavia no me gusta!
Él se disculpó para ir al baño, donde tomó otra línea de cocaína: era lo mínimo que necesitaba para poder seguir con la conversación. Cuando volvió ella seguía ahí contra todo pronóstico, y él se dispuso a tomar sus palabras como un reconfortante, aunque en parte incomprensible, ruido de fondo.
–¡O sea que sos de escorpio! Son de carácter fuerte, saben lo que quieren.
–Mirá vos – dijo él, que no se reconocía con ninguna de esas características.
La acompañó a tomar el colectivo porque ella decía que le daba miedo esperar sola, que siempre lo esperaba con Lucas.
Empezaba a amanecer y las franjas rosadas desplazaban a la oscuridad de la madrugada. Él se detuvo a mirar los edificios, pegados al cielo como cartulinas blancas, y sintió otra vez ese vértigo que parecía desprender halos de los objetos, de su propia cabeza, como una fiebre que no era fiebre. El corazón le latía fuerte y no en el buen sentido.
–Es divertido ser peluquera, te hacés amigos, sos un poco psicóloga también. ¿Vos qué hacés?
–Atiendo una santería.
–Qué interesante. Yo hace mucho no le doy bola a Dios... Lo dejé un poco de lado, es que no entiendo cómo permite tantas cosas feas.
–¿Qué cosas?
–No sé, maldades. Por ejemplo, tengo un vecino que es un psicópata, mezcla vidrio con carne picada y lo deja en la calle para matar a los animalitos. ¿Podés creer?
–Qué feo – dijo él.
–¿Tenés mascotas?
–No.
–¡Ah! Yo tengo a Charly, mi gordito divino. Es un gatito siamés. Me hace mucha compañía.
En ese momento llegó el colectivo. Yolanda no se despidió, mas bien subió y lo miró como invitándolo a hacer lo mismo.
Bajaron en la estación de trenes, el final del recorrido. Empezaba a salir el sol con más fuerza pero sin borrar la evidencia de la noche, el olor a alcohol y el olor a cigarrillos. Ella dijo que tenía hambre y le compró unos churros a un vendedor ambulante; él no aceptó ninguno. Después caminaron unas cuadras hasta llegar a un barrio arbolado, en apariencia tranquilo. En efecto, enfrente de la casa de ella estaba el cartel de «Lucas».
–Bueno, gracias por acompañarme hasta acá.
–De nada – dijo él, que nunca había hablado tanto con una mujer.
En el frente de la casa de Yolanda había un jardín que era pura maleza, y las paredes estaban cubiertas de musgo. Ella hurgó en un bolsillo, buscando las llaves, y se alivió cuando las encontró. Una vez atrás del portón lo invitó a pasar, él supuso que por compromiso.
–No, gracias.
–Dale, vení, tomamos unos mates.
En la sala los sillones estaban rajados, las persianas rotas, el piso levemente sucio. Se sentaron en un sillón y ella pidió perdón por el estado de la casa; es que estaba viviendo sola por primera vez, y no sabía manejarlo. Lo más triste del mundo era pasar sola las fiestas, los cumpleaños, o invitar a cualquier desconocido después de ir al baile con el solo propósito de no dormir sola.
Entonces le cayeron unas lágrimas por las mejillas. Él no supo qué hacer ni cómo reaccionar, y solo atinó a buscar un rollo de cocina que estaba sobre la mesa. Ella se secó las lágrimas y se sonó la nariz.
–Disculpame, seguro buscabas otra cosa.
–No, la verdad es que no.
Y es que era verdad: realmente la había acompañado a su casa con la única intención de acompañarla. En el barrio todos hablaban continuamente de “buscar minitas” y eso le daba urticaria, sobre todo considerando el que había sido el oficio de su madre.
Un rato más tarde ella le había contado toda su historia de vida, bastante normal y sin sobresaltos, sin preguntarle nada a cambio. A él le gustó, le pareció reconfortante poder hundirse en los problemas de otra persona, dejar de pensar en él mismo y así, tal vez, soportar un poco más.