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18.11.18

Luis Thonis, un teatro de guerra, por Laura Estrin



 “Teatro de guerra”: “Una porción de espacio tal en la que prevalece la guerra y tiene sus límites protegidos, de modo que posee un tipo de independencia. Esta protección puede consistir en una fortaleza, o en importantes obstáculos naturales presentados por el país, o incluso en la distancia que lo separa del resto del espacio comprometido en la guerra, si esta es importante. Una porción tal no es solo una mera parte de la totalidad, sino una pequeña totalidad completa en sí misma.” (Clausewitz).
“Luchamos como ‘salvajes’, no como organizados, contra un viejo poder organizado”
(Franz Marc en “Los salvajes de Alemania”).

 Luis Thonis no era un profesional de la escritura, en el sentido en que Muray dice que hay vanguardistas profesionales, polemistas profesionales, intelectuales, discutidores profesionales, profesores y escritores profesionales. Profesional es lo contrario de guerrero, es lo opuesto a un cuerpo. Luis era un guerrero, había elegido muy explícitamente esa figura.

 Luis leía, arremetía y escribía. Un hombre excesivo para estos tiempos. Nacido en un mundo que fue asordinando las discusiones reales, su grito en el desierto ofuscaba[1]. Luis no tenía miedo cuando hoy se dice temer a la violencia que en realidad es diferencia, distancia, ética incluso; la no correspondencia que un tipo como Luis Thonis recibía se debía al recelo, a la limitación de los espacios y de los críticos, a la falta de lectura. Y cuando vivimos con el miedo a la marginalidad inevitable del escritor la voz que dice y discute es doblemente condenada y mal vista. Hugo Savino alguna vez afirmó que “intervenir es un arte de la delicadeza”, Luis lo sabía y escribió: “Parece un lujo carecer de identidad en una ciudad en la que no estoy expulsado, soy considerado una suerte de cómplice de un estafador, o, peor, un idiota útil. Me empeño vanamente en el trabajo de volverme anónimo. Es imposible. El vecino me niega ese derecho radical…”

  Luis hacía sus propias revistas de un solo número. Luis escribió poesía y prosa múltiple. Luis pasó muchas épocas en Argentina –si no confundo él contaba de una noche en que la policía de los 70 persiguió alternativamente a Osvaldo Lamborghini, a Perlongher y a él, siempre su presencia y su obra confirmarán que “la crítica (verdadera) es incómoda por naturaleza y tiende a producir incomodidad” –como dice Panesi, quien alguna vez pensó como ensayos enloquecidos a los de Luis Thonis[2].

   Lo primero que admiré de Thonis fueron sus “sonetos a Shakespeare”, escritos geniales de su primer libro que me capturaron para siempre porque encontré que él podía ir y venir por las formas como si fueran aire propio. Mucho después su ensayo sobre Giacometti/Genet, la increíble lectura que es “La vigilia de las estatuas”, me devolvió esa gran perfección que tenía. Luis Thonis tuvo sus géneros, sus formas, sus ademanes y sus postulaciones, su enorme y rápida inteligencia le permitía nombrar sin atenerse a lo esperado, a lo remanido, al campo arado –como suelo decir[3].
   Era extremadamente riguroso y reconocía de lejos a los sofistas que nos rodean. Mientras casi todos cantan una pajera y tenaz melodía, él inventaba, seguía pensando en literatura e historia como guerras, revolviendo verdades y mitos entre los enemigos que hoy borrosos, ubicuos, omnipresentes y casi inasibles nos rodean. Luis era imprevisible y seguidor como perro de sulky –hubieran dicho mis abuelos, no controlaba pero siempre armaba un litigio en este mundo dormido, de zombis o pelotudos atómicos–como lo llamaba, según el registro que teníamos en los 80. En Cuerpos inéditos escribió: “Quien haya pasado los cuarenta años no debería escribir más. Ese supuesto apogeo, descubierto por timoratos, nos ha parecido mortífero, especialmente en su caso ya que en los escritores la sensibilidad, que no sabe andar en puntas de pies, suele rastrear siempre lo mismo, hablamos aquí más como amigos del Autor que como lectores o críticos de la misma obra que somos, haciendo cuerpo con ella, en un final que es comienzo”. Afirmación que desenvuelve sujetos o cuerpos ocultos, inéditos, contrasentidos, biografía y desveladas ironías en un registro que se acerca al modo dramático de El pueblo está más seguro que hoy presentamos[4]. Un autor siempre es autor de una sola obra.

     No soy yo, justamente, la mejor lectora de la obra de Thonis pero sí soy lectora de otra literatura –como llamé a fines de los 90 a su obra[5], otra literatura: la que cree que la literatura es guerra. Esa otra literatura es un animado golpe en esta sociedad literaria profesional, vacuna, que en la espuma de los días rumia solo una escritura banal de cuento para dormir la siesta perpetua mientras otra serie literaria, arrumbada, inédita, fue y vino muchas veces dejando la vida en eso.

     Esta otra literatura, esa otra tradición, atrozmente lúcida, donde los nombres de la historia argentina no se olvidan al mismo tiempo que también –como escribió Luis- “leer la propia letra genera incertidumbre, pero es arduamente ilegible reconocerse en ella”.
  
     Luis Thonis pertenece a una tradición letrada y, a la vez, oral, perorante, la de Macedonio a quien él alguna vez definió como “está en contra del autor porque es autor de un personaje, que se revela comediante de su propio ideal” y separó apropiadamente del rapaz Borges. Una tradición de escritura también lírica que como en “Santidades”, poema de Cuerpos inéditos, en su imperturbable conciencia trágica, define así: “Se puede tener en cuenta / cierto estado de excepción / que tiende a ser permanente / y ante la inminencia de la carnicería / hablar y escribir / de modo que los cuerpos / no hagan caso omiso / de la división que los trabaja / sean solamente cuerpos / y emprendan con plena suficiencia / su reeditada marcha / a los nuevos mataderos”. En Luis Thonis hay una extrema conciencia de esa tradición literaria.

     En “Aquiles a las cuatro” irrumpe escribiendo: “Demasiado sé que los mortales hablan / y los dioses ya callaron... es casi imposible / hablarle de amor a quien se ama” o ”con esos recursos de poeta / pierdo la línea / me es en mucho necesario / que el razonamiento tenga cuerpo de teorema / hábito mediante ellos/ no se cansan de repetirme / que soy ficción...” o “me han dicho que orinar mucho / es signo de gran lucidez mental / hago mi chorreante tributo / a una omnipresente diosa de Rencor”. Última línea que recuerda un retazo de La gran salina de Ricardo Zelarayán, otro gritón perorante.

    Pero mi memoria guarda tenaz de Cuerpos inéditos “A tres sonetos de Shakespeare”, relato o ensayo donde el camino que hace la escritura es un encuentro luminoso, un caerse perfecto porque no se ve el salto. Thonis en toda su obra unirá motivos y sentidos sin término alguno: historia y lengua, relato como narración de las acciones y escritura, novela y ensayo o alucinación y existencia poética armando un difícil continuo. Difícil para este mundo que perdió literatura. Así es “Terminal”: largos pasajes entre Shakespeare-mujer amada aunados en frases crueles, justas y hermosas porque –dice allí- “no hay un antes ni un después cronológico en su universal intersección”.
   Manera analítica feroz que fermenta y desequilibra toda lectura que se proponga y detenga en algún punto aislado de ese recorrido instantáneo. Filosofía o saber o conciencia vertical del decir en la totalidad de su letra porque cada sintagma, cada fraseo aloja, veloz y en primer plano, la sabiduría literaria de todo lo que leyó y recuerda.

   Así puede permitirse crónicas de serpenteante cronología, como “Fábulas vedadas” donde afirma: “la de las emanaciones de un continente que conoce a la crónica como un modo de apaciguar la extensión” y de ese modo desanda el desierto americano tan mal escrito hoy con inauditos y extravagantes pero verosímiles personajes como ¡el piojo y la chinche! Thonis sabe de enhebrarse en la gran literatura argentina, en alguna primitiva versión de “Viento agrio”, relato que alguna vez pensó dentro de la serie El vuelo del narrador, un enfermo Mansilla, residente ya en Europa, recuerda, no importa si por escrito o no, su empañada hazaña con los indios. El atildado pero decaído prócer literario es ese buen realista que entre malón estatal y excursión de autor parece ya saber la teoría invertida del desierto helado de Aira diciendo: “Estoy seguro de que mi enfermedad no es la tuberculosis sino la contracara de una salud pampeana donde mi rostro era abofeteado por el viento: no soy baqueano ni científico para poder explicar esa erosión de vida que nos hacía mejores en estos lugares”. Thonis, siempre, con desaforados personajes-escribas, tiende un precioso puente con autores abandonados como Holmberg y si puedo pensarlo, además, en la serie de Martínez Estrada y Murena es porque ley y creencia, saber bíblico (los recurrentes vasos rotos o la vasija en pedazos, el poema “Baruch persevera” de su primer libro), fábulas cristianas y los clásicos se combinan sin tregua en un presente catastrófico y campean en su obra de modo hoy desacostumbrado[6]: hoy lo desacostumbrado es la literatura.
  
    Su escritura es por momentos aforística, incrustante de singulares e intempestivos “tu”, donde algunos comienzos dicen teorías[7] y sus motivos pueden componer fórmulas últimas: el desastre del mundo, la santidad, la conquista de América, la mujer largamente perseguida, la historia política argentina; son “los dogmas rígidos en su frescura” -como justo los nombra en Cuerpos inéditos en el constante y cruel retorcimiento de su excesiva conciencia.

    Luis iba por aires libres, su pensamiento tenía el piso de sus lecturas pero el donaire de su intrépida cabeza, de su seguro pensamiento. Luis apisonaba saber sobre saber como en “Mosaico para una reedición inédita” aunque dirá también que lo que hay es “la soberbia en la falsa y recelosa humildad” (“A tres sonetos de Shakespeare”).

    Su obra deja oír una risa aún encantada porque en ella se entiende cierto humor, se percibe algo de parodia, Luis pudo anotar en Cuerpos inéditos que “algunas órdenes pescan con redes, otras con cañas” y que “la cronología no entra en la escuela, rebota contra el convento”. Y, encima de eso, aparece en su escritura una amasada gota biográfica que conmueve su cielo y hace de sus libros prismas exasperados con Irlandas y Orientes (“Anales de Sei Shonagon” y “Conjetura irlandesa” entre sus poesías): diría que son los libros barrocos de un singular Lezama que escribe en Buenos Aires –como pensé hace más de 20 años. Y todo esto replica, tintinea nuevamente, en la obra que hoy presentamos.
   
    Luis Thonis, interlocutor de Osvaldo Lamborghini, de Perlongher, de Savino, siempre irá mezclando, como en el último poema que da nombre a todo ese primer libro, “modos de mentar lo nuevo / dejando todo cuerpo inédito / para lavativa en reclusión” porque su obra vuelve al encuentro de amor y fantasía, de historia y política, de literatura que retorna al enigma y al rito de escribir siempre explícitos. Retazos de ella son: “no seas familiar, estrella, no seré vehemente” o “Se puede tropezar con algo peor / con enterados que imitaron su plétora” o “Conozco la mentalidad / de aquellos que hablan bien de lo que detestan / y critican lo que les gusta / por eso lamento que hayan leído mi libro” o “las únicas gracias que damos... es cuando no hallamos el modo de expresarlas”.

  Hoy presentamos El pueblo está más seguro (Ascasubi, 2018), una pieza del mejor realista, allí escribe: “Tengo una navaja con la cual me corto los callos que me salen de mis hábitos de paseante sin bulevares. Sin esa melancolía no puede haber poesía”.

  El pueblo está más seguro sabe que es farsa, tramoya social, intelectual, risa y verdad. Un personaje, Plácido, dice: “Tengo mis dudas. Simpatizo con una elite medianamente civilizada, que imaginé en el mangrullo de mi infancia, entre dos palmeras erguidas. A mi poeta predilecto le gustaba echar pestes contra la lámpara de gas pero no usaba velas. Me aburren los progresistas esquemáticos (…) que quieren igualarlo todo. Creo que cada pueblo tiene el comisario que se merece y en éste las reses se asan a un fuego demasiado lento. En el fondo, soy un aristócrata. Norma Regules (se toma la cabeza, escandalizada, pero al mirarlo le gana la emoción): Qué hombre maravilloso. Esas provocaciones tan sutiles me excitan más que los discursos revolucionarios”.

  Luis Thonis-dandi guerrero, como quiso pensarse, igual que su personaje Plácido, sabe que sus únicas armas son sus libros y también como Bataglia, otro personaje de esta plaqueta, entiende que sus “dichos encantan damas” aunque rápido retruca el autor: “Bataglia espanta ánimas”.

  No soy la mejor lectora de la obra de Luis Thonis, tampoco me gusta el teatro salvo alguno, donde rumbo a peor la cosa parece hablar de nosotros. Eso pasa en el de Beckett, en el de Jane Bowles, en el de Copi, en el de Milita Molina.  El pueblo está más seguro pertenece a la rara tradición contemporánea argentina de Los Sospechados de Milita Molina, en la devastadora escena de una sociedad de máscaras donde la escoria cultural compone el pensamiento oficial. En estos libros todo está dicho pero pocos quieren leerlo, con Savino pensamos a veces que nadie quiere reconocerse y en ellos ¡estamos casi todos!

  Luis Thonis retrata progresismos que matan, monos con navaja que sufrimos muchos, pueblos que aman a sus dictadores, filósofos portátiles -para decirlo con el libro de Milita, poetas que se ganan la vida como policías. Y, a la manera de Kafka, la acción está en “El pueblo más cercano”, el de los cielitos patrióticos –escribe Luis mezclándolo todo pero siendo más claro que el agua.

  Luis retrata lo que tenemos al lado, escritores conciliadores, políticas económicas mortíferas, teorías salvíficas, mujeres que quieren ser encantadas mientras hacen negocios literarios, la repetida historia argentina de denuncias, coimas, buenas intenciones y escritores profesionales o funcionarios.

  LuisThonis-guerrero es uno de esos genios insoportables que siguen hablando cuando todos acuerdan que lo mejor es callar. Luis seguía leyendo y pensando, y el que sigue fuera del rebaño nunca es bien visto. Secreto claro, valga la imagen que me lleva a Murena, a ese realismo inesperado, fatal y abierto que puede incluso con la risa que esos mismos devaneos traen. 

  La literatura-otra, realista, de Luis Thonis, ajustada, anacrónica a la berreta que hoy circula que debiera llamarse cualquier cosa –como dice Christian Ferrer, es una obra casi desatinada, plegada y entendida en subjetividades muy fuertes y únicas; literatura extraña, brillante, sabia, que marcó que la vanguardia era un negocio[8] y que la historia literaria una guerra de sensibilidades.
 Literatura como guerra de amor es la obra de Luis Thonis porque como él bien dijo: “Los grandes escritores no son sentimentales: son hipersensibles”.

  Thonis supo que el compromiso, la moral que adoptó en general nuestra crítica y nuestra literatura triunfante, a la que luego siguió la vacua forma posmoderna que no termina, eran cosas muertas y no la verdadera ética, la verdadera guerra que él fue el primero en ver en nuestra pampa como el Gulag. Eso es imperdonable, lo sé bien.

  Luis leyó y gritó la genialidad de Néstor Sánchez, de Di Benedetto, de Arenas.

  Luis escribió que “Clausewitz no sin un toque de ironía enseña que el que declara la guerra no es el que la inicia sino el que decide repeler la agresión”. Y voy a repetir lo que dije en el retrato que escribí para su homenaje a comienzos de este año, voy a repetir lo que Luis Thonis dijo de Osvaldo Lamborghini: “Carecía, hay que decirlo, de los celos de la peor especie: los que le envidian a uno su relación con la verdad.”





[1] En “El pueblo está más seguro” dice un personaje-escritor: “Charlie: Es que vos siempre discutís todo. No hay que ponerse en contra de la corriente. Si no dejás títere con cabeza no podés quejarte. Yo busco la conciliación”.
 
[2] Dirá Luis Thonis, en alguna versión de su libro sobre O. Lamborghini inédito, que Jorge Panesi, en un reportaje donde le preguntan sobre la lectura, defiende la crítica del valor que se abre con la literatura de Borges y lo cita como un lector excéntrico: Tal vez la única crítica que yo recuerde como enloquecida es la de Luis Thonis, una crítica que resulta muchas veces deslumbrante, arriesgada en sus gustos, en sus falacias ideológicas.” Y Luis Thonis comenta que “habla de falacias ideológicas de mi parte porque tiene en cuenta la reacción de un público cautivo por décadas de cultura castrotercermunista que son obstáculos insalvables para pensar algo... Las falacias ideológicasde las que habla Jorge Panesi tienen que ver con que no soy ni populista y nunca adherí al marxismo leninismo castrotercermundista, desde los ochenta quise que mis contemporáneos leyeran a Carlos Franqui y Reynaldo Arenas. La condición para que sucediera algo nuevo en el país era un corte crítico con el utopismo de los sesenta y setenta que reproducen la estructura de un duelo crónico.” Luego continúa: “El único que sintonizaba conmigo era Hugo Savino: era el único que había leído a Simon Leys que mostraba la lecturaque Barthes podía tener de la China maoísta, hecha a la medida de los consumidores contestatarios (…). Savino por mucho tiempo fue intratable para la vanguardia tercermundista, maoísta, sartreana que hoy ha culminando en la producción de vergüenza ajena, terminó siendo kirchnerista y chavista (…) Osvaldo optó por el disfraz: se decía “marxista” cuando era anticomunista y se llamó “homosexual” cuando era inequívocamente un puritano impuro de tan duro…”

[3] En Cuerpos inéditos (1995) leemos: ”Había cosas que no toleraban nombre”, como el amor, como el error de escribir... donde a la vez que se supone dicha imposibilidad, se da comienzo a un trabajado enigma nominal que recorre todos los ensayos y condensados relatos de este libro.

[4] Donde escribe: “Es la primera vez que me entrevistan como poeta. Sabía que este día iba a llegar. Cuando era chico le tenía miedo a la oscuridad... alguna vez alguien dijo que si el miedo del niño se debe a la oscuridad o a los cuentos de las niñeras. Bueno, yo no tenía niñera. Era un chico solitario que miraba el cielo... de ahí debe venir mi pasión, bien nacional por otra parte, por los cielitos. Usted tiene que entenderme porque vestida de celeste y blanco…”
[5] Laura Estrin, “Literatura argentina, otra literatura” (Acerca de Cuerpos inéditos y otros textos de Luis Thonis), Rev. Universidad Austral, “Semiosis Ilimitada” N°1- “El otro”, 2002.-
                
[6] Dice Thonis: “Murena resultaba ilegible: hería los mitos argentinos, no era marxista leninista, populista ni adhería a los liberales que justificaban dictaduras. Sus lecturas de la religión lo alejaban de las vanguardias en su mayoría alienadas, a excepción del dadaísmo, a la Kultur y en contra de la civilización…” (Versión inédita de Un guante para O. Lamborghini).

[7] Diversos aunque extremos, algunos de sus cuentos como “Exculpación del museo” o “Xirden” son Kafka y un poco Deleuze, por su intensa inmovilidad –el primer caso pertenece a Cuerpos inéditos y el segundo a una versión perdida de El vuelo del narrador en la perspectiva de entrar en una ciudad muerta, única para el que espera pero a la que se llega siempre a destiempo. Además, es, ya por el elaborado género policial, ya por la denunciante retórica, un poco borgeano. Igualmente, en “Hombres del nido” (Cuerpos inéditos) un enigma como una lucha, es un perfil-Borges que podemos entrever en, por ejemplo: “Los hombres del Nido... no eran sino una de las expresiones encarnadas de aquello mismo que combatían y fue de mucha ayuda la presencia de ese intruso, ahora llamado huésped... sus hombres decidieron tácitamente hacer silencio por siempre en esa noche que fue su mayor proeza”.
  
[8]A poco de conocida, la vanguardia comenzaba a aburrirme. Nadie quería pelear en serio, era un mundo distinto al que había conocido en los años de plomo. No hay cosa peor que dejar los combates a medio terminar: la literatura estaba en otra parte y prematuramente yo había escrito sobre Murena, Néstor Sánchez, Cerretani y Di Benedetto demostrando que con las teorías de Ricardo Piglia era imposible leerlos” (Thonis en una versión del inédito sobre Osvaldo Lamborghini).


12.12.15

Apuntes sobre un silencio atroz, por Emiliano Scaricaciottoli


El violento oficio de la crítica literaria en la Argentina
Conseguite un trabajo honesto. (Pappo a DJ Deró, Sábado Bus, 2000)

“Yo escribo, no hago papers”

Uno tiene que remontarse muy atrás en la historia mayúscula (aquella que queda documentada, la que se estudia y se repite) para observar un evento, un horizonte de eventos que desplieguen discusiones reales (y públicas) en y entre la crítica literaria en nuestro país. Aunque el “nuestro país” siempre suena inconmensurable-caracterización que de tan cierta se hace siniestra, pensando en Sarmiento- y mentiroso. Hay una bondad en la esfera pública de la crítica que todos-ocupemos el espacio que ocupemos en el engranaje de hacer y decir literatura- compartimos: hace tiempo que no pasa nada.

En ese remontar azaroso y arbitrario uno recuerda un diálogo de sordos que disparó Ludmer en su artículo
“Las literaturas postautónomas” (2007), mismo año en el que El Interpretador tuvo un digno espacio de intervención en la orilla virtual de la arena  de la crítica literaria-joven, generacionalmente joven, por cierto, al haber sobrevivido la sequía de los noventas, de Los Años 90- y mismo año en el cual se publicó Montserrat, obra jodida de Daniel Link. Jodida por las entradas: pueden ser múltiples, ya no monádicas sino poliplánicas. Si bien, el recorrido se hace más tentador horizontal y subterráneamente, la entrada al barrio convencional es una entrada de estructura, económica y sin demasiadas inflexiones de la imaginación pop. Corroída por la blogósfera, el excesivo (¿?) paisaje post industrial del ferrocarril Roca en, pienso en voz alta y rápido, Washington Cucurto, la estallada sintaxis que había dejado el 19 y 20 de diciembre, algún muerto-seguramente para ella, que no es Ella- en Puente Pueyrredón, en fin, esta pobreza de la experiencia literaria que para Ludmer se volvía ilegible y postautónoma: “Estas escrituras  no admiten lecturas literarias; esto quiere decir que no se sabe o no importa si son o no son literatura. Y tampoco se sabe o no importa si son realidad o ficción. Se instalan localmente y en una realidad cotidiana para ‘fabricar presente’ y ése es precisamente su sentido (…) porque aplican a ‘la literatura’ una drástica operación de vaciamiento”.  Selci e Iglesias en El Interpretador le cantan un retruco que nunca vuelve y que explica el recambio generacional que aun hoy no se quiere admitir en los claustros de profesores y de graduados en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, al menos el caso que conozco y del cual puedo hablar. El retruco que le cantan queda obliterado por una payada de sordos, porque jamás una Señora va a responderles a un grupúsculo de escritores que encima osan hacer crítica literaria a espaldas de la universidad-aunque su comité de redacción ya estaba en ella, que insisto: no es Ella-y a espaldas de la Comunidad del Anillo, de cierta rancia y obsoleta mecánica de provocar lecturas y unidades (contenidos) dentro de los programas de la carrera. Inventar un problema donde  no lo hay y luego, a duras penas, renegar por los imberbes que trabajan sobre ese problema que uno creó. Ese afán sectario de la crítica en la Argentina es producto de una confusión, o mejor aún una co-fusión entre crítica y docencia que liquidó o cooptó a una buena parte del underground de la primavera kirchnerista. El Interpretador fue, en sí, una expresión de esa primavera para toda una generación de estudiantes de Letras-entre los cuales me enlisto- que pensó no solo otras plataformas de debate e intervención, sino también otro circuito de circulación de ese saber (por ejemplo, los ENEL) (1). Entiéndase, sostienen Selci e Iglesias: “Ludmer no se equivoca al decir que ya no hay literatura autónoma; se equivoca cuando pretende que existió alguna vez fuera del recortado marco de su metodología.   Una cosa es “usar el blog y hablar de arquitectura de Buenos Aires” (lo que hace Link), otra muy distinta “usar el blog y pedir la renuncia de Julio Grondona como titular de la AFA, remanente calamitoso de una generación en retirada” (lo que Link no hace). Montserrat no alude a los medios comunicativos y a lo “realficticio”, sino a la imposibilidad de una crítica sin proyecto, sin un para qué que logre movernos hacia alguna cosa”. Lo inabarcable poliplánico en el sentido semántico y en el topológico de la obra de Link suele generar esa imposibilidad totalizante y decimonónica. Lo que está fuera de recorte y sistematización en los realismo(s) que lee Ludmer es, justamente, la base programática, de una escritura que incorpora a la serie de lo real-la determinación económica y social de las prácticas del lenguaje-, como dice Ludmer (y en ese sentido acertadamente), lo virtual, lo potencial, lo mágico y lo fantasmático. Indefectiblemente esta incorporación no sistemática, oblicua en términos de Lezama Lima, es muy típica del neobarroco por su referente estallado, pero a decir verdad, no es novedosa en la historia de la literatura de los últimos 60 años, de Cortázar hacia aquí.

El problema en sí no es Link ni la potencial imposibilidad de Ludmer ante esos textos sino el diálogo vacío por una operación de la crítica. De repente, nos encontramos haciendo crítica con las mismas armas que se nos prohíben dentro de la carrera de Letras: el ensayo, la crónica, la coda, la narrativa. No es tampoco un problema paradigmático: no hay relevamiento ni supresión de una comunidad científica. Cuando me referí a la Comunidad del Anillo no lo hice por freak. Si uno recuerda cómo se conforma dicha comunidad en la obra de Tolkien es porque tenemos un problema y no sabemos cómo resolverlo. Quizás, el miedo a la extinción es el problema. Quizás, la extinción sea natural. No lo sé, ni me importa, pero en término de operaciones de la crítica, docencia y escritura confabularon para marcar un cerco, una propiedad privada de quién abre y quién cierra los problemas, las discusiones. Allí donde Ludmer encontró una imposibilidad-de lectura y de escritura-, El Interpretador encontró un evento. De pronto, algo pasa, diría Vitico en  “No pasa nada en esta ciudad “(Macadam 3…2…1…0, 1981): “No pasa nada en esta ciudad/es tan difícil decir la verdad, / nadie responde, todo se esconde…”. La falta de respuesta, sin embargo, fue proclive a una proto comunidad de aquellos que habían estudiado con Ludmer y decidieron abrir el camino yuppie de la post autonomía. Vieron por dónde pasaba el negocio de lo que ella-que, repito, no es Ella- no podía leer. Graciela Speranza dio un hermoso seminario  en 2010 sobre eso que ella llamaba “Nuevas estéticas urbanas…” y el título seguía (suponiendo que lo “nuevo” era realmente nuevo, sorpresivo, sublime en términos románticos) “Ficciones y arte argentinos en la ciudad informe”. Lo “informe” de la ciudad quedó entre Jitrik, Rama y Aliata, y siempre es interesante de leer. Al problema Speranza lo redujo con “Ficciones y arte…”. Seamos buenos entre nosotros, como decía Nicolás Rosa y luego Horacio Pagani, y observemos que mientras El Interpretador quiere hablar de literatura, o de escritura (y aquí empieza la milonga), Speranza lo marida con ese vicio paranoico de pervertir a la literatura con alguna obra permanente o itinerante del
MALBA. Los programas de la crítica, y aquí valdría la interrogación,  terminan siendo los programas de los seminarios y las materias que no intentan pensar si hay o no crítica literaria en la Argentina. Porque si la respuesta es “sí”, evidentemente todo lo que se propone desde la academia es un complejo de estrategias en el cual uno desaprende y olvida, por necesidad, toda posibilidad de sentarse a escribir. Si todo termina en una “monografía” miserable que reponga un estado de la cuestión (es decir, un problema que observó la comunidad científica y que en todo caso el alumno repone) o en una codificación perfecta de lo que se discute, allá afuera y hace tiempo, la escritura pasa a un segundo plano. Ni crítica, ni escritura, ni teoría, ni nada. Ahora, si la respuesta es “no”-“dime que no y me tendrás pensando todo el día en ti”, algo que Arjona y la comunidad científica de la crítica y la docencia en la carrera de Letras tienen muy en claro- les cabe el gorro frigio de los calvos que muchos llaman “estudios literarios”. Entonces el problema de lectura que tiene Ludmer encaja muy bien con esta imposibilidad de pensar la literatura argentina por fuera de lo que se enseña. No es enseñable, no se puede trasmitir o le ponemos “arte” para que todo cierre.

Ni una cosa ni la otra. Aun, esa asociación institucional entre docencia y crítica sigue debatiéndose subterráneamente-aunque la topografía de lo que se lee como crítica sea lo que se enseña y luego se copia y se pega en un libro que solo la Comunidad del Anillo hace circular- y no se ha saldado. Si un grado de especificidad se ha perdido con la desolación de Smaug (el estructuralismo) y una necesaria reclusión en los estudios culturales o en cuanto post marxista (que se presenta como originario, como nativo pero con un programa social democrático y lacaniano, como
Žižek) aparezca, delimitan el territorio nostálgico de la teoría literaria y su primera persona a la hora de escribir es porque se ha creado una ilusión de cientificidad que poluciona en las nocturnidades con eso que llamábamos poesía, ensayo o novela. Que llamábamos: acción pretérita y finalizada en el pasado, puesto que la post autonomía borró las fronteras de lo legible. Me pregunto qué sucede entonces con la escritura, ya no con la lectura sino con la escritura. Prefiero, monstruosamente, volver sobre aquella entrevista que Nicolás Rosa brindó en julio de 1998, con motivo de su visita a la Universidad Nacional de Tucumán  para un programa local malísimo conducido por María Blanca Neri llamado “Los juegos de la cultura”. Si usted lo youtubea, lo encuentra. La pregunta de Neri es muy sencilla y yo la reformulo: ¿Por qué a usted no lo llaman “escritor” o, en todo caso, escribirá usted, Doctor Nicolás Rosa, como crítico o como escritor? Parece una broma pero aun hoy, insisto esquizofrénicamente, en el plano de nuestra carrera todavía corre la vulgata y  la máxima ideológica del “decidor”: si usted viene a la carrera de Letras para aprender a escribir, no es este el lugar. El “decidor” es muy respetado, hasta por quien escribe este texto, pero ha sido muy sectario a la hora de abrir la puerta de la Comunidad porque él mismo la conforma y la protege de El Interpretador o de quien sea-aunque él mismo haya publicado allí- que no entienda que los que escriben son unos pocos, los que hacen crítica solo aquellos que enseñan, y los que estudian, los que se presentan a becas. En fin, la respuesta de Nicolás es mucho más lapidaria: “Yo no hago papers, yo escribo. ¿Por qué la gente no me llama escritor?”. Sin duda alguna me he formado en una escuela o en una tradición, para que Trotsky no se enoje, que priorizó la escritura por sobre las posibilidades de la crítica, aun por sobre las posibilidades de hacer teoría literaria. Sigo siendo estudiante-puesto que ese fue el espíritu de los ENEL que rápidamente se perdió: los docentes no dejamos de estudiar y de investigar y seguimos siendo unos alumnos crónicos incurables- y le canto retruco a la falacia del “decidor” puesto que antes que ser un hacedor de textitos masturbatorios bajo el título de ‘informe monográfico’, prefiero claudicar en la marea de los que no expulsamos a los alumnos de la carrera y proponemos pensar la escritura de y desde un espacio institucional. Ya no pasa, como me decía Oscar Blanco cuando me llevó a laburar con él en el interminable Las Letras de Rock en Argentina…, sentirme parte del under, del Umbral (sic) al lado de Boquitas, al lado del comedor, al borde del subsuelo, no, claro que no. Yo escribo, pese-vuelvo a Nicolás- a la academia (2). ¿Por qué la escritura se ha marchitado en la lectura de los padres? ¿Qué deseo tan macabro de solemnidad puede conmover a cierto sector del alumnado de la carrera que siente el trabajo de la crítica como el deseo del Otro, como la voz del ausente, como una mutilación peneana angustiosa, como una herejía innombrable? ¿Por qué Puán se ha convertido en Hogwarts? ¿Qué misterios guarda la cámara secreta en la que la Comunidad evalúa el placer moquiento y adicto de cientificidad radicado en el cadáver de la escritura? ¿Qué simulacro de honestidad debe rehabilitarse en el relevamiento frenético de lo que se ha escrito? ¿Qué afán de totalidad se ha comido la gruesa y mota infamia de la filiación institucional como reina legitimadora de discursos, de mi discurso, de este? Si todo esto es la crítica, estoy en un despacho forense esperando la autopsia.

Fractura del silencio, íncipit crítica

La imputación de Pappo a
DJ Deró en aquel programa de la noche, fría noche de sábado que orquestaba el marido de Florencia Raggi, se debía a la necesidad de un regreso paranoico a lo artesanal. Trabajo versus lumpenismo. Aquel que se reconoce en la pulsión de una práctica y aquel que la economiza, es decir, el ilusionista. La imputación es, en definitiva, capital para pensar el problema de escribir en y para la academia. Ese sudor que implica la escritura ha migrado al sudor de rastrear mitos de origen. O peor aún, de reproducirlos. Cuando pensamos en hacer crítica la imagen acústica te reenvía-y en este sentido es muy alegórica y benjaminiana, al mismo tiempo- a un lugar difuso: ¿qué pretende usted de mí? ¿Escribir sobre otro es dejar de escribir? ¿Pensar la escritura del otro es sacrificar el carácter ficcional de mi propia escritura? La tecnificación ridícula de cierto sector de esta comunidad-que solo puede pensarse desde adentro y cuantitativamente puesto que quien más escribe es quien más enseña, o al menos gana un lugar reificado de enseñanza dentro de la carrera por su sed de acumulación tasada en papers- ha devaluado el peso de la escritura dentro de esa operación ya difusa que llamamos crítica literaria. Ahora, hablemos de signaturas. No vale preguntarse qué es la crítica, sino cómo es la crítica. Los índices de modalidad son las texturas, los detalles, ese afano amoroso que le hacemos a la narrativa cuando ya no sabemos si estamos escribiendo sobre otro objeto-supongamos, sobre Borges, que viene bien además para pensarlo como un “coso” que de tan institucionalizado y canónico uno no sabe de qué o quién está hablando-  o si estamos escribiendo sobre nosotros mismos a partir de ese otro objeto. Esa distancia acrítica, justamente, es la que requiere la comunidad y que yo no estoy dispuesto a hacer puesto que aún me queda un algo de dignidad. Es como cuando un NN, cualquiera, te pide que bajes la voz. Si ni a los propios padres biológicos uno ha respetado a la hora de dosificar silencios y gritos, cómo pudimos retroceder tantos casilleros y merecer el olvido de la escritura. En efecto, la crítica es una operación de violencia sobre ese otro objeto y sobre la fundación de ese objeto en los colchones institucionales. Hay una cierta cordialidad, un estado de bienestar entre los afiliados a la comunidad que el silencio no pudo edificarse sino atroz.

El display de hermandad es parcialmente violado en un diálogo interesante que Nicolás Vilela y Florencia Minici mantienen en “Crítica y despolitización” (Mancilla, 07-08, 2011) y que tendríamos que reactualizar. Porque las preguntas que se hacen, angustiosas preguntas, implican problemáticas del presente continuo, del estado paupérrimo en el cual la carrera de Letras se piensa a sí misma como una máquina expendedora de boletos o avales. Y me interpelan porque homologan crítica y escritura sobre la raíz de tres problemáticas muy concretas: 1) ¿Qué lugar ocupa la teoría dentro de la escritura crítica? Siempre, claro está, suponiendo que la crítica infiera una operación de la teoría; 2)  ¿Qué efectos del subsidio a la investigación académica recepcionamos luego de diez años ininterrumpidos de becarios proliferantes y precarizaciones rizomáticas? ¿Ha contribuido esta política a la escritura o a la cientificidad de la misma?; 3) ¿Podemos pensar una crítica argentina, luego de Viñas, luego de Ludmer, luego de Piglia? Decía Link y ellos reformulan: ¿cómo leer, después?

En relación a la primera problemática, quisiera irme a otro número de Mancilla, a un texto polémico y silencioso (no silenciado, guarda) de Fermín Rodríguez titulado “Los usos de la crítica” (Mancilla, 09, 2014). La interrogación sobre la crítica es, para Rodríguez, reconocer la “Tensión por un lado con la palabra desapasionada de la academia, guardiana del patrimonio y del pasado nacional…” (Rodríguez, 2014: 90). Efectivamente, reconocer ese lugar de enunciación es reconocer la patología dentro de la cual uno funciona. Porque Fermín Rodríguez no podría decirlo por fuera de la propia academia. Sirve, en todo caso como trabajo crítico, si uno se instala y se ubica dentro de una serie de producción. Y acá está el problema: en la carrera de Letras la poiesis es una fantochada aristotélica. No se discuten poéticas (con las minúsculas que le placen a las literaturas comparadas, es decir micropoéticas) sino lecturas sobre esas poéticas, que casualmente claudican en problemas de género (con las mayúsculas que también le placen a las mismas…). Y nunca ese género es la crítica, puesto que pensarlo como tal sería sublimar el peso de la narrativa rectora, de la ficción proletaria, del falocentrismo que impone la novela. Si la crítica ocupa un lugar en las librerías, un lugar físico, ¿cómo no va a ocuparlo dentro de los planes de estudio? ¿Cómo pensar la literatura por fuera de la crítica? O peor aún, ¿cómo no discutir si el bostezo de la academia frente a la literatura es, efectivamente, una operación crítica? Suelo inclinarme, como Fermín, por las relecturas. Cuando él levanta El país de la guerra de Martín Kohan está levantando un movimiento de reescritura mal visto en un parcial domiciliario. Curiosamente, no es Kohan el que lo censura. Él puede moverse con total libertad dentro de esa jerarquización de la escritura por sobre los relevamientos inocuos de los moderadores de tesis, los doctorandos, los topos. El problema no es Kohan, ni Rodríguez, el problema se haya en esa consigna de comprobación de lectura  que todo alumno de la carrera padece. Y acá no nos importa si hacemos teoría, historia o crítica literarias, porque en definitiva hay una discusión mucho más grave que es el lugar de la escritura. Desde un estertor locativo podríamos decir que Kohan hace crítica porque se permite la reescritura y fulanito aprende con Kohan a hacer monografías porque tiene que citar a Benjamin. Es un ejemplo, un simple ejemplo de lo que sucede.

Miguel Vitagliano en Perspectivas actuales de la investigación literaria (2011) (3) pone en cuestión el simulacro de cientificidad con la que muchos de su generación tuvieron que estudiar. Revive una anécdota que involucra el concepto de “estudios literarios” que sostiene Mignolo al homologar teoría literaria, poética y teoría de la literatura dentro de un campo de prácticas científicas. Una literaturología. Hasta acá aguanto-banco, defiendo, levanto- las argumentaciones de Vitagliano para destruir esa pretensión metodológica de Mignolo y resignificar una frase nominal tan amplia como “crítica literaria”. Coincido además con Vitagliano-que no es más que coincidir con toda una tradición, con un linaje, con una genealogía que abre Nicolás Rosa en nuestro país, y que seguro no fue el único aunque sí el más estridente de todos los traductores y lectores de Crítica y Verdad en la humedad pampeana- en violar el mito de origen, desinstalar a los padres e inaugurar un tragema: “…podríamos cambiar el mito de origen: esto también es una posibilidad. Al fin de cuentas es lo que hace el investigador, cambiar de lugar o disolver lo que hasta ese momento era tomado como origen o principio.” (Vitagliano, 2011: 175). Lo corrijo: no es la tarea del investigador, en la tarea del crítico. Es la violencia de la escritura, en su inflexión crítica, la que permite hallar belleza en esa violación nunca vista. Pero nos gusta Viñas, hemos aprendido a mentir muy bien. ¿Por qué negarlo? Lo negamos, casi siempre, como a un Cristo cualquiera, porque tenemos que ganar becas o porque hay una confabulación de cortesía para sostener a la comunidad. Un humanismo extemporáneo. La regla de permanencia implica el gesto halagador que no es homenaje, porque si lo fuera lo destruiría. Eso se llama: re-se-ñar. Aprendemos a re-se-ñar el deseo del otro.  Lo hizo Panesi con Jitrik en su Historia Crítica de la Literatura Argentina (artículo publicado en la revista Espacio n° 26, octubre-noviembre 2000); lo hizo María Pía López con Walsh (en esta misma revista, El Matadero, n° 1, 1998); lo hizo Nora Domínguez con la Biblioteca Crítica Hachette (Espacios, n° 4/5, noviembre-diciembre, 1986). Y puedo seguir.

Como decía Barthes, el crítico es creador de otra obra pero no necesitada; no es un bombero voluntario. Es un asesino, y serial. Perturba la cohesión de la comunidad porque intenta instalar otro mito de origen o, en su defecto y osadía, dinamitarlo todo. Vaciarlo, vaciarnos.

El segundo problema que instalan Vilela y Minici se refiere a un desborde del lugar que Vitagliano, justamente, le otorgaba al crítico: el investigador. La “hiperespecialización” y el viaducto neobarroso de las becas ha producido un miserabilismo muy poco digno de Castelnuovo. Un retorno eterno a un oro sin linaje, un ethos romano en palabras de Nicolás Rosa. La ficción de las becas creó un nuevo claustro, un nuevo actor, totalmente escindido de esa tarea tan “baja” que es dar clase de Lengua y Literatura en un colegio secundario. ¿Cómo un ingresante de la carrera de Letras podría rebajar su devenir a tan insignificante tarea en el mesianismo prometedor de la investigación científica? Es cierto, no podemos esconderlo debajo de la alfombra: la precarización con la que se levanta el becario en Callao y Corrientes, en su barricada con crema post solar (¿post autónoma?) en el reclamo de sus aportes y un “sueldo digno”, es un espejo de la precarización de su escritura. Resulta, en este sentido, bastante desafortunado el ejemplo de Minici y Vilela para pensar escrituras o aportes contemporáneos que puedan “desinfectar” (es este el verboide, es de ellos, no mío) a la teoría literaria de todo estudio cultural. Disiento. No es un problema de esencialismos, o de los fulgores del simulacro de Jena,  ni mucho menos de si la teoría literaria arrastra o no arquitecturas epistemológicas de otros campos. No es, como sostienen los autores, la revista Luthor el mejor ejemplo para pensar una jugada higiénica. Ars higiénica según Luthor: mezclar 200 mg.  de Bajtín, 1 cucharada de un titular concursado vivo, agitar y servir. El soberbio bancado por el Estado para re-se-ñar es mucho más peligroso que el soberbio infeliz que escribe para publicar por Clara Beter un ensayo sobre la influencia del heavy metal en la Argentina en los últimos treinta años.

La investigación rentada y la escritura están fuertemente divorciadas. Hay, si se quiere, en ese binomio, un grado institucional del cumplimiento, un disciplinamiento. Una ética burocrática. Una cuestión administrativa. No hay cópula, ni encuentro. Por eso, sostenía al comienzo que la docencia universitaria ha dañado la imaginación de más de uno. En un número de Espacios Piglia y Saer hacen que discuten (teatralidad que nos gusta por chusmas) o intercambian, a razón de una pregunta más que válida de Ibarlucía acerca de la relación entre la crítica y la docencia. Piglia responde: “Yo leía el otro día una frase de Don De Lillo, un novelista norteamericano que me interesa mucho, y él decía: ‘la enseñanza arruinó más escritores norteamericanos que el alcohol’”. Muy aplicable al muchacho criado en Adrogué y que todos reconocemos como crítico literario porque hasta Wikipedia lo dice. Entonces debe ser así; pero lo irrefutable acá es cómo se han distribuido los lugares de saber y los lugares de producción dentro de la academia y fuera de ella. Lamento la lectura de trabajos de tesis doctorales que publicándose no hacen más que servirme de “ayuda memoria”, puesto que no registran su registro-y no es un juego de palabras-, confinado a la enciclopedia de un saber específico, ni registran lo que sucede en el cuadrilátero del aula o de la cátedra, donde el auditorio se asemeja a los minions de Mi Villano Favorito. Esclavos de un submundo (como los puercos de Mad Max Beyond Thunderdome), pero que ahora le llaman adscriptos.

El tercer punto que señalan Vilela y Minici ya es una ilustración de ignorancia interna, puesto que realizan una oposición nac&pop, muy epocal, entre las producciones de la crítica que importamos y aquella nacional que, según los autores, elidimos. La dicotomía es falsa y me basta con recorrer las lecturas que rigen la organización del discurso académico actual para observar una focalización implícita en los padres territoriales. Por otro lado, pensar que lo “nacional” es “más y mejor” me espanta, contemplando el cuadro crítico-la epicrisis- de la crítica que hasta acá  vengo señalando. Me espanta aún más pensar que hay que actualizar las lecturas de Borges, que los críticos hacen de Borges, para “exportarlo mejor” (pueden chequear esta barbaridad en la página 151 del número de Mancilla que cito arriba). Pero si creían que esto era poco se equivocan. Vilela y Minici recurren repensar el canon con… ¡Autores del canon! Los ejemplos que ofrecen no ilustran, opacan: Lamborghini, Zelarrayán, Walsh. ¿Acaso no son canon? Actualizar una lectura del canon sería, primero, rediseñarlo. Correr ese mito de origen. Y ese desplazamiento es un costo político que nadie está dispuesto a correr. En todo caso, matar a Borges y poner a Boedo en la tapa del diario, nota central. No conozco a muchos que se hayan animado, pero basta saber que a Viñas y a Rosa no les costaba bancarse el costo político de excomulgar a los padres. Al menos por un rato.

En la tranquera de afirmaciones gratuitas y sedantes de los autores, se hace un reclamo insólito: la carrera de Letras no avanza curricularmente sobre el feminismo, los estudios postcoloniales, etc. No solo avanza: los ha quemado, reventado, implosionado. Quizás Vilela y Minici desconozcan el enorme trabajo de Silvia Tieffemberg, Susana Cella, Nora Domínguez y Laura Arnés, es muy probable. Para este caso, existe la fotocopiadora del Cefyl. Allí se consiguen los programas de los seminarios y de las materias.

El reclamo, de este lado, se ubica en una prótesis de la escritura que no tiene que ver con los objetos. Recientemente, sin ir más lejos, el seminario que llevamos adelante con Oscar Blanco sobre las letras de rock como material ontológico y literario, o los seminarios de Armando Capalbo, Cristian Palacios y Elsa Drucaroff, reivindicando objetos no convencionales, para la pacatería académica, sobre los cuales la escritura se piensa y se hace, indican que no estamos carentes de novedad en cuanto a los tópicos o recorridos de investigación que la docencia universitaria propone. Por el contrario, es el déficit de la escritura, vedette maldita, el que nos acongoja y molesta a un conjunto de renegados que insistimos en conformar grupos de escritura en función del deseo y no del subsidio. El gusto de los PRIG es el sabor de poder conformar equipos. Y en un medio tan individualista y hermético como el que se respira en Puán, es innegable el avance de estos programas de investigación y extensión universitarias para ganar un espacio bajo el violento oficio de escribir crítica, narrativa, en fin, de escribir. Que es lo que se extraña por el barrio.







(1) Encuentro de Estudiantes de Letras. Traducción que quizás aún hoy siga siendo necesaria para, justamente, aquellos profesores que han firmado avales en pos de la legitimación del mismo y no lo recuerden.
(2) “La función de la escritura es leer lo negado por la misma literatura-literatura es censura…”, Rosa, Nicolás. El arte del olvido y tres ensayos sobre mujeres, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2004, p. 13.
(3) Ciordia, Martín… [et al.], Perspectivas actuales de la investigación literaria, Buenos Aires, Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 2011.

16.6.08

Traducción y poesía, por Juan Leotta







Deformaciones y cuerpos en Ariel, de Sylvia Plath


Auschwitz, Herr Doktor, Dachau, Belsen, Meinkampf, Panzer-man, Stolz… leemos, como palabras que cortan, en la poesía de Sylvia Plath. (Sylvia Plath; Ariel, Italia, Faber and Faber, 1985). Leit-motiv destacado en la crítica de su obra, los estallidos del idioma alemán han sido usualmente planteados como el núcleo de la presencia de dicha lengua en el cuerpo de su poesía. Como excepción a dicho modo de abordaje, y cuya resonancia es ciertamente latente en nuestro trabajo, encontramos la lectura de Delfina Muschietti relativa a los modos de significación de la poesía de Plath a partir de la disposición y espacialidad del cuerpo. (Ref: Muschietti, Delfina; “Cuerpo vertical ⁄ cuerpo horizontal: traduciendo a Sylvia Plath”, Ǽrea, Anuario Hispanoamericano de Poesía, Año VII, Nº 7, Santiago de Chile-Buenos Aires, 2004).

No obstante, cabría ampliar esa vinculación a partir de un juego no léxico sino morfemático, focalizado principal aunque no exclusivamente en los sustantivos. Un juego, anticipemos, ubicado dentro del borde de la corrección gramatical del idioma inglés, aunque investido con el atributo de la extrañeza a partir de su repetición en la escritura. Se trata, en primer lugar, del sufijo de nominalización “ness”, que actúa en la derivación de adjetivos a sustantivos, pero también del sufijo “less” que interviene en la derivación de sustantivos a adjetivos. En la sospecha de la violencia de las enumeraciones: “Such coldness, forgetfulness.” en “The night dances”, “Their redness talk to my wounds, it corresponds” en “Tulips”, “Stasis in darkness” en el poema que da título al libro; “How I world like to relieve in tenderness”, “Their hands and faces stiff with holiness” y ”And the message of the yew tree is blackness – blackness” en “The Moon and the Yew Tree”, ”But greenness, darkness so pure” en “Years”; y, por otra parte, “Starless and fatherless, a dark water” en “Sheep in Fog”, “Nevertheless, nevertheless” y “Dead and moneyless” en “Medusa” , “Then the substanceless blue” en “Ariel”, “It stretches into the distance. It will be eaten nevertheless. / Its running is u useless.” en “Totem”, y, finalmente, “But colourless.Colourless” en “Poppies in July”.El caso de “Voicelessness”, en el aquí traducido “The Munich Mannequins” (“Voicelessness. The snow has no voice.”), donde coinciden ambos sufijos en una forma gramatical tan correcta como distanciada del uso, acaso constituya una instancia de consolidación de este rastreo.

A partir de esas formas, del extrañamiento ­–digamos– por repetición de esa forma, Plath aloja en su inglés un elemento asimilable a la lengua de su padre. Nos referimos a la Komposita del idioma alemán. Y, al respecto, no deja de ser significativo que en una de esas apropiaciones esté señalada justamente la ausencia de la padre: “They threaten / To let me through to a heaven / Starless and fatherless, a dark water” (“Sheep in Fog”). Abocados a traducir ese poema, debemos encontrar como traductores la actitud que nos permita no ya simplemente efectuar una traducción del inglés al español, sino también dar cuenta de la explosión del alemán en el inglés de la obra partida.

Ese (esperable) efecto de extrañeza puede ser recreado a nuestro parecer, mediante el acoplamiento de la preposición “sin” a los elementos finales del poema, haciendo resonar así esa armadura característica de la morfemática alemana. Por otra parte, además, dentro del mismo rasgo de estilo consideramos el artículo “the” en el sintagma “Horse the colour of rust”, que así agregado anómalamente rompe una estructura de atribución y propicia una acumulación de elementos nominales: en vez de “Caballo color de óxido”, por consiguiente, será pertinente traducir “Caballo el color del óxido”. Y finalmente, hemos desechado traducir “My bones hold a stillness(…)” utilizando la opción del régimen preposicional del verbo mantenerse (a saber: “Mis huesos se mantienen en quietud(…)”); en cambio, hemos preferido otorgar a “quietud” la funcionalidad sintáctica de un objeto directo, buscando acentuar la objetivación mayor que implica esa estructura nominal: “Mis huesos mantienen una quietud(…)”.

A esta altura de nuestro recorrido de lectura/traducción a lectura/crítica, y de lectura/crítica a traducción/escritura, ya se dejan adivinar los problemas a enfrentar a propósito de estos poemas de Plath. Y se deja adivinar, también, el espíritu de las respuestas. Porque es preciso decir que dentro del dominio de la traducción literaria hay ciertos protocolos consolidados. Que en su prólogo-artículo “Traducción: literatura y literalidad” Octavio Paz enarbole una abierta defensa de la posibilidad de traducir poesía en base a una argumentación implícitamente sostenida en un Benjamin jamás nombrado no deja de revelar cierto estado de la cuestión en las legitimaciones de las traducibilidades. A la deontología programática del Benjamin de La tarea del traductor, Paz se permite agregar, eso sí, categorías provenientes de la lingüística estructural rusa. Más concretamente, propone concebir el vínculo entre el original y la traducción bajo la esfera de los procedimientos metonímicos-metafóricos trabajados por Roman Jakobson. “El texto original”, dice Paz, “jamás reaparece (sería imposible) en la otra lengua; no obstante, está presente siempre porque la traducción, sin decirlo, lo menciona constantemente o lo convierte en un objeto verbal que, aunque distinto, lo reproduce: metonimia o metáfora”. (Ref: Octavio Paz, “Traducción: literatura y literalidad”, Barcelona, Tusquets, 1990).

Así como para Borges (quien entendía que la antinomia libertad versus fidelidad escondía la antinomia clasicismo versus romanticismo) ya en nuestros tiempos no quedaba ningún romántico, en una exageración sólo parcial cabría postular análogamente para el dominio de la traducción un alineamiento, una direccionalidad a partir de Benjamin. De hecho: “El más comentado artículo sobre traducción que contemporáneamente ha ejercido enorme influencia…” dice Panesi en conferencia para definir “La tarea del traductor”, nombrando el artículo, dicho sea de paso, sólo entre paréntesis. (Ref: Jorge Panesi, “La traducción en Argentina”, Críticas, Buenos Aires, Norma, 2000).

Fidelidad versus libertad: la antinomia siempre irreductible en la tradición de debates sobre la traducción –cuyo eco se reconoce más allá de la proliferación terminológica: forma versus sentido, sintaxis versus paráfrasis, literalidad versus inteligibilidad… Así como en La tarea del traductor (1923) Benjamim entiende a dicha antinomia como producto de la concepción dominante del lenguaje como instrumento comunicativo, para el joven Borges –anclado, por cierto, en una cultura forzada a las traducciones constantes- las posiciones respectivas responden a dos “ideologías” de la traducción. El texto borgeano en cuestión, titulado “Las dos maneras de traducir”, y no incluido por el autor en sus libros de ensayos de la década del 20, asimila la traducción libre al clasicismo y la traducción literal al romanticismo. Mientras que a éste le importa la singularidad de los hombres y de las formas, el otro cree en la existencia impersonal y paradójicamente trascendente de los mismos. (Ref: Pastormello, Sergio; “Borges y la traducción”. Borges Studies on Line. On line. J. L. Borges Center for Studies & Documentation. Internet, 14/04/01, en: http://www.hum.au.dk/romansk/borges/bsol/pastorm1.htm).

5.5.08

Poesía y traducción, por Juan Leotta







Es demasiado evidente que una traducción, por más buena que sea, no puede significar nunca alguna cosa respecto al original. Y sin embargo ella está en íntima relación con el original según su traducibilidad.
Walter Benajmin, Angelus Novus.

Deformaciones y cuerpos en Ariel, de Sylvia Plath


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Ni el dogma de la falta de evidencias sobre el arte moderno podría impedirnos advertir de entrada, como dificultad máxima del trabajo de traducción, la centralidad del estilo. Punto éste de resistencias múltiples en nuestro estado de la prosa crítica: bajo la desestimación por resabio irrisorio de un romanticismo superado a fuerza de modernidad y crítica, el estilo persiste como el paso inicial en un terreno de apreciaciones donde despunta el traspaso del concepto, el salto de la racionalidad, el corte consecuente del intercambio y del diálogo reglado. El comienzo del goce, diríamos, una vez más, también nosotros.

Ronda sin duda en estas marcas cierta tensión con los ordenamientos y las sistematizaciones que, por las buenas y viejas razones propias del conflicto de las facultades, penden más allá de las buenas voluntades sobre el devenir de nuestros quehaceres. Pero la pregunta por situar disciplinariamente a esa teoría del estilo sólo podría tener respuesta desde unas coordenadas fijadas en el exterior de su campo de formulación. Reacios a esos cortes y clasificaciones, al estilo de esos cortes y clasificaciones, avanzamos sin reconocer entonces las pertinencias de dominio. A la espera, por supuesto, de las hospitalidades recíprocas en la transposición de los límites de la construcción del saber.

Adscribimos así, con este señalamiento a una de las coordenadas de la escritura, a la tradición de contaminación, de mezclas y de transposiciones en la cual se inscriben las obras de algunos de los autores que pesan en esta convocatoria: Walter Benjamin y Jacques Derrida, principalmente, pero también Gilles Deleuze.

Como eco figurado de una actitud que sin desestimar lo simbólico equipara la teoría a la praxis, la mezcla de los lenguajes teóricos se construye nada azarosamente sobre una sensatez que incluye también los cruces de las lenguas corrientes –lenguas ya nacionales, o ya regionales, o ya locales: lenguas sujetas siempre, en todos los casos, a las idas y vueltas de los poderes y de las colonizaciones. La reflexión sobre la traducción empieza así en la traducción perpetua de toda lengua con respecto a sí misma. Incluso con diferencias considerables entre los autores –determinadas en parte, simplificamos, por la acentuación en la diacronía o sincronía de la perspectiva- hay una preocupación y una duda constante sobre la estabilidad de la lengua.

Por una de tales diferencias, el planteo lingüístico que Benjamin esboza en Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres (1916) y continúa en La tarea del traductor (1923), aún cuando consigna una imperfección repetidamente insalvable en las lenguas humanas, pierde ciertas líneas de comunicación con abordajes ulteriores de la filosofía del lenguaje a partir de la puesta en extremo y consecuente caída de esa categoría –dada metodológicamente, cabría decir- que era la lengua. De esa imperfección, de esa inferioridad del lenguaje humano frente al lenguaje divino, incapaz de dar a la cosa un nombre que se funda con el resto del verbo divino en ella depositado, se abre para Benjamin la grieta babélica de proliferación de lenguas. He ahí el fundamento de la multiplicidad de lenguas. "La palabra muda de las cosas", leemos en el texto, “es tan infinitamente inferior a la palabra denominante del conocimiento del hombre como ésta lo es, a su vez, a la palabra creadora de Dios: esto constituye el fundamento de la pluralidad de las lenguas humanas”.

Es que ni las imperfecciones de las lenguas humanas ni sus aspiraciones de aunarse en la lengua pura obstan en Benjamin para la demarcación implícita de los límites necesarios. La célebre empresa de la negación de la instrumentalidad en pos de la sacralidad de la lengua implica, curiosamente, un alejamiento de la materialidad del lenguaje, que no es diferente por cierto al alejamiento de la historia. La particularidad señalada reviste un grado de explicitud en la letra del texto benjaminiano. Dice en La tarea del traductor: “Dejando de lado lo histórico ¿dónde debe buscarse el parentesco entre dos idiomas? En todo caso, ni en la semejanza de las literaturas ni en la analogía que pueda existir en la estructura de las frases. Todo el parentesco suprahistórico de dos idiomas se funda más bien en el hecho de que ninguno de ellos por separado, sin la totalidad de ambos, puede satisfacer recíprocamente sus intenciones, es decir el propósito de llegar al lenguaje puro”. Como sea, la ausencia de límites entre las lenguas se da en Benjamin, en última instancia, en la forma velada de las palabras ajenas. Esta allí la cita de Crisis de la cultura europea, de Rudolf Pannwitz, donde se permite hacer vacilar, o al menos complejizarse el castigo divino del estado babélico: “[El traductor] ha de ampliar y profundizar su idioma con el extranjero, y no tenemos la menor idea de la medida en que ello sea posible y hasta qué grado puede transformarse, ya que una lengua apenas se distingue de otra, como un dialecto se distingo poco de otro”.

Sin duda es mucho más intensa en las proyecciones de tal irreverencia la obra de Derrida. Para una traducción de ida y vuelta entre las obras y los lenguajes de Benjamin y Derrida: Jorge Panesi, Walter Benjamin y la deconstrucción, en Críticas, Buenos Aires, Norma, 2000. Posicionamientos fuertes, drásticos y hasta místicos con respecto al lenguaje -tanto oral como escrito, y por momentos sobre todo escrito- son hallados por Panesi como el borde de armonía entre ambos autores. Desde algo parecido a la sorpresa (síntoma indescifrable en la niebla de la didáctica de la crítica y de la producción de catalogaciones como uno de sus efectos), la posición de Derrida en El monolingüismo del otro no deja de resultarnos más empírica al negar la entelequia mantenida desde los esfuerzos de los lingüistas clásicos. Jacques Derrida, El monolingüismo del otro, Buenos Aires, Manantial, 1997. En detrimento de la aceptación de un ideal, asume el objeto empírico “lengua” como inabordable. “Por supuesto, para el lingüista clásico –precisa Derrida- cada lengua es un sistema cuya unidad siempre se reconstituye. Pero esta unidad no se compara con ninguna otra. Es susceptible al injerto más radical, a las deformaciones, a las transformaciones, a la expropiación, a cierta a-nomia, a la anomalía, a la desregulación”. Desde esta concepción, el parentesco de las lenguas no es idealmente prospectivo, como en Benjamin, sino históricamente presente –se da, ya, de hecho, en el sujeto. Y más allá del significado atribuible a dicha historicidad, ese parentesco es al mismo tiempo ideal en virtud (según habrá podido preverse) de la estructura del lenguaje como constitutiva del sujeto.

En el análisis (de la idealidad) de esa estructura, hay para Derrida una alienación originaria en el lenguaje humano. La lengua que uno habla e intenta repetidamente apropiarse es una lengua venida del otro –impuesta, mejor dicho, por el otro. Aunque también presente en Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres de Benjamin, la creencia en la pasividad del lenguaje humano tiene una configuración diferente. El principio que constituye por traducción al lenguaje humano determina para el mismo un “fundamento pasivo”. El lenguaje humano no nombra libremente a la cosa, sino que rescata de ella el resabio del verbo divino. En cierta medida, en tanto el ser humano renombra un lenguaje al cual responde, su propio lenguaje es así dado, recibido, impuesto. Ahora bien, la relación de ese otro con la lengua es, a su vez, un simulacro de propiedad. Porque ¿quién puede ser propietario de una lengua? Y de consensuarse que dar una lengua es dar nada menos que aquello que a nadie pertenece, habría que aceptar en consecuencia que es imposible hacerlo. Para decirlo sin más vueltas: entre esas vueltas el esquema trazado por Derrida queda definido como un simulacro de apropiación que se retrotrae indefinidamente.

Perpetuamente impropia, la lengua no puede ser más que un descentramiento, un punto de inestabilidad constante y sin solución. Por eso mismo, a propósito de ella, en el texto derrideano reaparece una y otra vez, como figura de partida y de llegada, la aporía. "Nadie habla más de una lengua; nadie habla nunca una sola lengua…. No hay posibilidad de metalenguaje; nada es sino metalenguaje... Nada es traducible; todo es traducible…" ¿Entonces? Sin duda que ese conjunto de aporías expuestas –ofrenda, acaso paradójica, de Derrida- adquieren su fundamentación en un postulado subyacente: la lengua es el lugar de la locura, la casa de la locura. Hay que quitar entonces todo viso de predicación en pos de la performatividad: no hay aporía sobre la lengua, previsiblemente, sino aporía en la lengua.
Si algún grado de particularización alcanza lo recreado anteriormente en la escritura de Derrida es a propósito de las declaraciones en las que Hanna Arendt se refiere a su experiencia de apego a su alemán materno –a la par, es necesario agregar, de esas experiencias otras de pérdida total o parcial a partir del corte nombrado Auschwitz. “Arendt, como se sabe, menciona en ese momento a Auschwitz como el corte, el lugar tajante, el tajo de la represión: ´Sí, muy a menudo. Frente a ciertas personas lo experimenté de una manera completamente trastornadora. Vea, lo decisivo fue el día que escuchamos hablar de Auschwitz´. Otro modo de reconocer y dar crédito”, advierte Derrida, “a una evidencia: un suceso tal, que “Auschwitz”, o el nombre mismo que nombra ese suceso, puede responder a las represiones”. Pero situar esa cuestión en los términos de la filosofía moderna supone (una vez más) trascender un límite de una tópica del ego y de la conciencia subjetiva que Derrida reconoce y enuncia pero no trasciende, y que si traemos a la luz aquí es en tanto allí mismo los protocolos de una filología a ser fundamentada también en el lenguaje poético contarían con más de un punto de identificación.