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8.8.25

Usos del grabador, por Javier Fernández Paupy

Al pasar, en un cuento de Bernardo Jobson aparece esta frase: «Con un grabador y una filmadora uno podría, en diez minutos, escribir los diez tomos del Testut». Humorada que, hipérbole mediante, solapa una verdad sobre los usos del grabador. Son muchos los libros escritos a partir de las ventajas de la tecnología. Pienso en Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis; Memorial de los infiernos, de Julio Ardiles Gray o Magnetizado, de Carlos Busqued. Libros en los que la oralidad está trabajada explícitamente. Libros que salen de un grabador, como El fin del «homo sovieticus», de Svetlana Aleksiévich. Libros que parecen reportajes novelados y se leen como novelas hipnóticas. Pero ¡Oh, nuestra maestra de canto! Una biografía de Lucía Maranca  (Mansalva, 2022), de Pablo Dacal, se inscribe en otra saga que posiblemente haya inaugurado Jean Stein en colaboración con George Plimpton, con su Edie, an American biography (1982). Me refiero a las memorias corales. En ese sentido, Del infinito al bife. Una biografía coral de Federico Manuel Peralta Ramos, de Esteban Feune de Colombi (Caja negra, 2019) o Fogwill, una memoria coral, de Patricio Zunini (Mansalva, 2014) revelan, en parte como punto discutible, la mitificación del artista y la apología del personaje por encima de la persona que hizo posible una obra. Pero más allá de la perspectiva encontrada y el recorte de sentido, en toda biografía coral la aglutinación de diferentes voces hace que el relato avance sin pausa. Sea Edith Sedwick, Billie Holiday, Luca Prodan o Fabián Poloseski, los  relatos de vida que recuperan testimonios suponen puntos de vista y subjetividades intercaladas. ¿A Lucía Maranca le gustaba cómo cantaba Frank Sinatra o prefería el registro de Tony Bennet? Es lo de menos. Si hay testimonios que se contradicen lo que ratifican es otra cosa.


El libro está dividido en capítulos que son las letras vocales de nuestro abecedario. También recupera la voz de Lucía Maranca, maestra de canto: «Hay que tirar para atrás y hacerse a un costado para que salga el Aparecido. Hacerse a un costado del ego con humildad, sin falsa modestia, para que un enano picarón corte los hilitos que tenemos en la quijada y la boca se abra completamente. La mandíbula entonces se suelta, como sucede a los idiotas, hasta que vuelve a subir. Se abre hacia abajo, blanda, y el Aparecido sale a ocupar el espacio. Lejos de nuestro cuerpo. Nosotros no somos necesarios y mucho menos nuestra buena voluntad, que solo interrumpe su presencia. (…) No abrimos la boca para llenarla de a sino que la abrimos porque decimos una a» (…)  «Tengo que decir, para ser honesta, que yo me replegué mucho, en mí misma y ya no formo parte del mundo funcionante. Pero estoy en contacto con la radio, con la televisión, y me da la impresión que es un mundo más rápido, más superficial y más arribista» (…) «Entonces, si vos me contás lo que sentís mientras revolvés el azúcar en la taza de café… No, hay que encontrar una forma más sublimada y poética de contar lo que a uno le pasa, suponiendo que al otro le interesa». (…) «A lo mejor el deber de alguna gente anciana, digámoslo así, es el de conservar cierto mundo que yo no existe sin plegarse al mundo nuevo. Yo, que también soy joven, conservo ciertas cosas, incluso ciertos ritos, que la gente ya no tiene» (…) «La masa popular rehúye de la música culta porque no la entiende y los que pueden entenderla se aburren. ¿Quién nos escuchará?» (…) «Hablé de cultura. Una de las formas de adquirirla es leer, leer, leer, conocer lo desconocido. Escuchar lo que hacen otros: no cómo cantan, si no lo que cantan».

¡Oh, nuestra maestra de canto! es un elogio de la música, de la disciplina, de la entrega a la enseñanza, de la transmisión, del trabajo. «Estaba deseosa porque todos seamos libres», recuerda Daniela Aphalo. El libro, de manera oblicua, habla de la importancia del arte. Pretende a un músico médium, en oposición a toda persona que pida ilusiones a la altura de su ego. El periplo vital de Lucía Maranca evocado en el libro, de Italia a la Argentina, repone buena parte de las búsquedas vanguardistas musicales del siglo XX, el dodecafonismo, la técnica del “parlar cantando”, la técnica Brugnoli y un método personal en el que la postura corporal, la relajación y el peso de los brazos ocupan un lugar central.  Portadora de la clave para descifrar el  secreto de la interpretación de los  nuevos sistemas armónicos y tímbricos, Maranca, según sus propias palabras: «cantaba todo y lograba que la gente que no entendía nada dijera: “no entendí nada, pero me encantó». Según la maestra de canto: «Cantar es mover el mundo. Decir con verdad». Como si se diseccionara a la maestra, el libro revela secretos o un legado, como cuando Maranca afirma: «Las alturas, en la música, no existen. El  que afina es El Otro. No hay notas altas ni bajas: hay notas más o menos exigidas». Apunta Pablo Dacal: «La música, para ella, dejó de ser una carrera profesional para transformarse en la práctica diaria de un ejercicio espiritual». Lucía Maranca: «Pienso que, al hacer algo, el primero que tiene que estar emocionado es uno. Y en la emoción van unidos el talento, pero también lo que llamamos alma, corazón, estudio. (…) Mi función es muy clara: se trata de enseñar lo que yo sé y lo que he aprendido. (…) ¡Un maestro tiene que ser implacable! Yo no lo  soy suficiente, porque aguanto que un montón de mis alumnos no estudien, pero hay que pedir cada vez más. La dulzura queda en último plano y lo importante es no dormirse nunca, como maestro». Consejos prácticos de una maestra de canto: «No cantamos con el aire: cantamos hablando y para eso hay que hablar bien relajado, dando importancia a la pronunciación y a la modulación. Para cantar tenemos que recuperar la belleza en el hablar cotidiano». Como si en Lucía Maranca se actualizara esa divisa de Nietszche: «El que nació para maestro, no toma las cosas en serio sino en cuanto se refieren a sus discípulos; ni aun se toma en serio a sí mismo».

El libro también despliega un repertorio que inspiró o formó a Lucía Maranca y propone una introducción a la música clásica tanto como contemporánea y de vanguardia. Es posible armar una lista de autores y composiciones a partir de la lectura de ¡Oh, nuestra maestra de canto! Música popular florentina, música renacentista, música del medioevo, música barroca, Falú, Cuchi Leguizamón, Atahualpa Yupanqui, Troilo, Gardel, Mozart, Bach, Schubert, Schumann, Debussy, Chopin, Ravel, Eric Satie, Haendel, Monteverdi, Mahler, Berlioz, Stravinski, Schönberg, John Cage, Charles Ives, Luigi Dallapiccola, Anton Webern, Luciano Berio, Alban Berg.

A través de testimonios de quienes la conocieron, el libro propone una práctica de la memoria como ejercicio colectivo y construcción coral. Todo retrato plural supone la operación de narrar una vida particular –o escenas en las que una vida singular adquiere cierta trascendencia– desde un punto de vista múltiple. ¡Oh, nuestra maestra de canto! sugiere, incluso sin pretenderlo, una reflexión sobre la escritura biográfica y testimonial.

23.3.14

La neutralización preventiva, por Luis Thonis



(Sobre la lectura de Quintín sobre Arno Schmidt de Mariano Dupont)


La trascendencia, la metapolítica y los mercados cautivos

Un nuevo ataque de Quintín a Mariano Dupont: ya no se sabe si se trata de su novela Arno Schmidt, del autor o qué. Quintín “pasa un rato” leyéndolo como si no leyera, no sea que pueda perderse en la lectura. Disfruta de las primeras páginas y luego comienza a amargarse. Hay que imaginarlo abandonando el libro antes de que lo atrape y dando vueltas como turco en la neblina: ¿qué es lo que me está pasando? El título de sus notas lo dice todo: “Intrascendencias”.

Quintín ya tenía esta idea fija sobre Dupont y quiso reconocerla, la novela lo atrapa y ya deja de leer. No dice qué es lo trascendente para él; aparentemente, las novelas que tienen un “mensaje profundo” y que estarían fuera del mercado: “El desprecio de Dupont a quienes desprecian el mercado es una tontería porque el mercado es despreciable aunque eventualmente haga ricos o prestigiosos (el prestigio también es una variable del mercado) a algunos cuya obra merece leerse. La maniobra de Dupont suena a ponerse del lado de los ganadores para no quedar como un mal perdedor.”

No hace mucho achacaba a Dupont escribir para los amigos. Esto en un sinsentido en sí mismo. Se puede escribir a una desconocida y hacer una gran obra, se puede escribirle a Dios y decir sandeces. Quintín desconoce olímpicamente algo elemental: que nadie escribe  para los amigos (o los enemigos) cuando trabaja en los límites del lenguaje, sino para un Lector hipotético.

A veces, como Beckett, tarda años en conseguir un editor que abra un mercado hasta entonces inexistente. Después, como señala el narrador de Arno Schmidt, Beckett es Beckett, diga lo que diga. Quintín abandonó a las pocas páginas y no llegó a ese pasaje. Parece que cree que la literatura es equivalente a un aviso o a una nota periodística. Si un estilo logra constituir ese lugar hipotético que no es de nadie, después –subrayo– surgen los amigos, los lectores, los enemigos que pueden transformarse unos en otros. El gordo Lezama aparece en sueños y recuerda que el mulo sigue su paso hacia el abismo. Pero Quintín siempre es igual a sí mismo, una tautología viviente. Pero ahora resulta que Dupont abandonó a los amigos para entregar su alma al mercado, que no es otra cosa que un conjunto de informaciones sobre los precios y no está afuera: somos nosotros mismos en tanto sujetos de oferta y demanda. Si Dupont hubiera publicado la misma novela en una edición de autor o en una de las cuatrocientas editoriales independientes, no habría habido tantos aspavientos.

Al hacerlo en un sello internacional, escapó sin aviso de los controles de los mercados cautivos y sus perros guardianes. Quintín, como tantos otros, es un idólatra del mercado, y al mismo tiempo, un iconoclasta de sus espejismos. No me propongo defender la novela o proponer mi lectura en este contexto, sino señalar algunos efectos de neutralización preventiva sobre el fondo de las imposturas de la tribu cultural.

Quintín se refiere al mercado como se lo hacía en los setenta: era el lugar del Mal en vez de un conjunto de informaciones. Esto no era tan grave como el Bien que se traían tras su supresión: un campamento militar como es Cuba hoy. ¿No nació la literatura moderna al mismo tiempo que el mercado que fue liberándose de las amarras del feudalismo? En las sociedades sin mercado –Zimbawe, Corea del Norte, Bielorrusia–, la literatura no existe y el precario mercado cubano está vigilado por la Seguridad del Estado.

La Argentina es un mercadito insignificante, necesita como el pan un mercado de capitales y salir de la bomba de tiempo de los “precios justos”, pero esto es chino básico para los que quedaron atrapados en los clichés marxos de los setenta. Para Quintín, la trascendencia no es otra cosa que la ideología argentina –la Quinta– y sus mercados cautivos: aquí sí la economía se encuentra con la literatura.

Los mercados cautivos no sólo refieren a la burguesía prebendaria y parasitaria, cáncer argentino, sino a los mercados cautivos ideológicos literarios que son su complemento fetiche. No tienen la menor exigencia literaria, sólo piden que la obra se ajuste a su bienpensante cautividad. Que sea una prebenda más entre un Estado mafioso y sus intérpretes encubridores.

Si Dupont hubiera querido entrar en la familia, ya lo habría hecho hace rato, escribiendo una nota elogiosa sobre alguno de los escritores reverenciados. “Fogwill, la irreverencia fundadora”, por ejemplo, este trabajo lo hubiera catapultado. Dupont no era un advenedizo, ganó sin palanca el premio Emecé con su novela Aún, y luego publicó en Santiago Arcos la novela Ruidos (que primero rechazó Emecé) y el extenso poema –vía Ascasubi– Pampa Trunca, además de otros libros de poemas en su sello artesanal Ediciones cada tanto. Digamos que venía más que bien, pero a la Familia no le gustan ciertas bromas, y mucho menos los “ruidos”. También escribió la serie de reescrituras de Figuras (que nadie quiso publicar y terminó subiendo a un blog), inventando un género nuevo: el diálogo con la filosofía a través de la parodia y la risa. Por último, tradujo y difundió autores que son ilegibles para el minimiserabilismo reinante. No es una vedette literaria sino un laburante: no miente cuando dice que es un obrero de la sintaxis.

Quintín ni por un momento imagina que Dupont, en vez de incorporarse a la Familia –que bien puede ser representada por los enanos de Ruidos–, quiso hacer rancho aparte donde mete presión la intemperie. No es tan difícil inferir que no desea lo mismo que los estafadores de la masividad. Nada que ver con la metapolítica, que esencializa a la literatura desde una supuesta política. Quintín no advierte que el mejor modo de entrar en el mercado es pagarle un peaje a la Familia, una corporación que, lejos de ser ajeno a él, lo sobredetermina a través del complejo medios-universidad para convertirlo en cautivo. No hacerlo es herejía.

Imagina un “Círculo rojo”, parafraseando a la Reina Batata, sin tener en cuenta el peso de esas palabras. Ve una conspiración simplemente porque hay libros que no reflejan esa ideología (que no es sino idolatría). Esos libros lo intranquilizan. Dupont sería uno de los conspiradores, hay otros sospechosos, ya es un mal perdedor antes de entrar en combate, pero al revés de Simone Weil –otra que no midió el peso de sus palabras al decir  que “la justicia huye del campo de los vencedores”–, se pasa al campo de los ganadores.

Mussolini y Hitler fueron vencidos, ¿la justicia se refugiaría en ellos, según Weil y Quintín?

Hay que decir que en la Argentina los perdedores son los ganadores para la perdición de todos. Mussolini no ha sido vencido del todo, vive en las leyes sindicales y el fascismo ha adoptado la lengua mongo de la izquierda progre y Hitler reaparece mediante los naziislamitas que los diversos Gelman victimizan.

Las crisis argentinas se deben a los perdedores, a los industriales parasitarios que no pueden competir y que son financiados por las megadevaluaciones de un Estado mafioso que expropia simultáneamente a los sectores productivos y a las mayorías sustrayéndoles el salario mediante el impuesto de la inflación. No por eso dejan de ser multimillonarios. Al contrario. Quiebran luego de enviar la mitad de lo que reciben a cuentas del exterior, son licuados con la plata del laburante que se levanta a las seis para trabajar y tiene además que escuchar que Capitanich le diga que el ahorro promueve la avaricia –uno de los máximos insultos que recibió el soberano–, mientras que los vanguardistas oficiales lo llaman tendero y hasta facho.

Esto, por cierto, no puede trasladarse a la literatura, pero en ella los ganadores, los que reciben premios y prebendas, son precisamente los lameculos del Estado.

El ataque preventivo a un libro es un hábito de la ideología argentina a través de sus  comentaristas mediáticos para los cuales pensar es ser hablados previamente por el espectáculo: una inmensa residencia Arno-Averno experimental donde se intenta dar a luz a un zombi definitivo. Sólo cuando Israel se defiende, Tartufo se vuelve humanitario y firma manifiestos (como ayer las vedettes de Fidel Castro); los demás tienen vía libre para asesinar poblaciones enteras.

Ahí está el trasfondo del mercado cautivo de la ideología argentina –una Quinta custodiada por un ejército de perros guardianes– donde nadie habla sino es formateado por el Espectáculo de la metapolítica que sólo tolera enunciados sin riesgo, en diferido y seguros. Por eso, luego de medio siglo, todavía algunos balbucean en reconocer a Cuba como una dictadura y se emocionan con el chavismo.

La llanura de los chistes está en la Quinta de Quintín, y ni bien llega, ya se instala en la residencia Arno Schmidt. Dupont está en otra frontera, no fue uno de los lameculos de los farsantes de este sistema que se presenta como antisistema.

Los escritores de la Arno Schmidt son engranajes de la maquinaria literatura-espectáculo, reciben todas las vivas y están insatisfechos: quieren más y más y más espectáculo, tanto como lo que abdicaron del deseo. Erika es una aliada implícita en la novela: cada vez que aparece hay un cambio climático. A Dupont no le doblaron el brazo para imponerle una temperatura entrópica, qué se le va a hacer, no todo bicho va a parar al asador del incesto colectivo. Como karateka, trata de disuadir la llegada de Tokuro, y como budista, situarse como extranjero a lo irreal mundano. No pertenece a la orden de las señoras comunistas –hombres y mujeres–, que funcionan hace décadas como un sistema de delación en los medios, esperando a un Castro más que a un Moisés o a un Godot.

Basta leer lo que escribió sobre mí Alejandro Rubio para ver que este sistema que viene de los ochenta sigue todavía aceitado: “Luis Thonis, un disidente radical de la cultura de izquierda argentina”. ¿Y si esta cultura fuera fascista, como afirmó prematuramente Pasolini de Fidel Castro? Los máximos impostores fueron dotados de no sé qué superioridad moral, aunque nunca asumieron un solo acto o enunciado como responsables. Disidente es un término que se aplica en las dictaduras como Cuba, donde no hay derecha ni centro y la “izquierda” es una nomenklatura criminal. Disidente radical: no se escuchan hablar.

Rubio la emprendió conmigo preventivamente ni bien salió Milagro infame, novela que pone en escena la guerra misma de los mundos, donde el nihilismo va ganando por robo: no importa el libro, la crítica preventiva funciona como un alerta rojo para denunciar al hereje. Rubio desde los noventa me sigue los pasos, tiene, como dijo alguien, un “romance patológico conmigo”. Quiere la literatura atestada de los zartistas de la cultura puñetera que describe el libro. Cuando aparece un libro no esperado, comienza una campaña en contra, decía Flaubert. Lo mismo pasa con la novela de Dupont: del mismo modo que se me atribuían las ideas de un solo personaje y de un solo texto, algunos confunden la “intrascendencia” –los estereotipos progres y vanguardistas– de algunos personajes con el autor.

Quintín no se cansa de anticiparse preventivamente a la lectura que pudieran hacer Fulano o Mengano. A diferencia de Rubio conmigo, Quintín no odia a Dupont, tiene una relación de odioenamoramiento y no deja de confesarlo. Alerta verde. Pero su ataque preventivo es mala leche: el odio es más profundo que el amor, dijo Freud. No es un estalinista radical como Rubio, ha quedado a medio camino de los traumas argentinos; aturdido por los escribas de la masividad, se refugia en su quinta y vive en el conjuro a la sombra de los neomatriarcados.

Dupont, como Rabelais con los sabelotodos, se ríe de lo que no hay que reírse: he aquí lo que le amarga el placer a Quintín. Su acto político es no hacer metapolítica, escribe para no incluirse en ella.

Si a Quintín la novela le resulta una calamidad, está en su derecho decirlo y punto. Pero ha quedado atrapado en el laberinto de la novela y sus espejismos. Dupont exportó la llanura de los chistes a una zona que podríamos llamar consistente y cuyo símbolo es el témpano, con temperaturas que llegan a sesenta grados bajo cero y que escarchan la misma lengua.

El pampero da besitos en comparación con las guampas de un ventisquero. Aparentemente, ahí resulta más difícil hablar estupideces cargadas de nacionalismo –¡Argentina, Argentina, Argentina!– que al acumularse lentamente producen una catástrofe en la llanura: a largo plazo, un plazo que suele acortarse súbitamente. Me refiero a La causa justa de Osvaldo Lamborghini, el punto narrativo de la inflexión: chistes que no son tales en términos freudianos porque no hay un Tercero que los sancione. La llanura de los chistes no responde a un lugar geográfico, éste es uno de sus espejismos, está aquí y ahora, en el mismo discurso, el de la ideología argentina, que entre chistes que no son chistes, cabalga hacia un imperativo de terror que la sobredetermina.

Dupont trabaja su frontera y no veo que sus sarcasmos  tengan que ver con el infantilismo lúdico de Libertella, que en 2002 actualizó y adaptó a los que escribían en Literal con pasamontañas de piqueteros en tiempos de la megadevaluación de Duhalde que dejó como resto a los ladrones santacruceños que la metapolítica presentó como ex combatientes.

La vanguardia, de tanto aturdirse con Cage o Barinsky, no caza una: sin brazo militar queda reducida a un jardín de infantes. Desesperada porque la letra y el lugar coincidan, no oye ni ve nada. Ni ganadores ni perdedores: ahí se trata de salir de la repetición compulsiva de la ideología argentina y el imperativo de terror que la sustenta.

Mientras la carne argentina está fuera del freezer, del frigorífico ante la política suicida del Estado que perdió millones de cabezas –pronto no habrá asado ni para escupir–, las neuronas de Quintín, atornilladas a la llanura como los chajás a los pajonales, se van congelando en el ártico para que la letra y el lugar finalmente coincidan en un silencio soberano.  

Quintín debe pensar que la literatura se agota en la Familia y el “mercado” está fuera de ella. Supone, negando las posiciones, las lecturas y las traducciones de Dupont, que éste quiere entrar en ella, y más que un investigador como  Sherlock Holmes, se transforma en el mastín de los Baskerville.

La Familia está completa aunque sean un montón de sujetos gagás que tratan a duras penas de levantar fetiches oxidados. Piglia postulando a Guevara como “lector” es una confesión indirecta de que esta cultura agoniza; tal es así que Piglia se emociona con el chavismo y se convierte en un poeta cortesano que suspira por la Reina Batata. No son ajenos al mercado sino gestores de un mercado cautivo que, a través de las décadas, apunta a imbecilizar a los sujetos.

Lo contrario de lo que hace Dupont, que gasta vena satírica contra los buzones y espejitos de colores. Como los fetiches ya no fascinan y se venden cada vez menos porque se están oxidando, la voz de Dupont se nota en demasía y puede ser deseada por nuevos lectores y darle un golpe letal a los precios justos y cuidados de un mercadito. No hay que condenar a Dupont por estar en él como tantos hijos de vecino, hay que elogiarlo por su tentativa involuntaria de abrir uno nuevo, ajeno a la servidumbre voluntaria.

Ahí está el motivo de que algo amargo empañe las amables tertulias e Quintín. Los escritores para él deben ser los que militan en los medios para el rebelócrata o el zartista consumidor.

Su ideal literario son las ex flacas masseristas reconvertidas en gordas cristinistas, pitonisas si las hay de la servidumbre voluntaria. Otra vez: el antisistema que es el sistema. La Gorda –muñeca inflable de la ideología argentina– y su metapolítica, que actualiza sin elaborar temas de hace medio siglo.

Ni noticia de que algo se escribió en la Argentina. No pasó por el Sueño de la Razón de Murena y transforma a Savino en un gurú. ¿Qué hizo usted en la guerra del lenguaje, Don Quintín, salvo aliarse a las neomatriarcas del populismo?

Savino es uno de los pocos que no se ha arrodillado ni orado –para citar a Joyce– en el templo de la santísima simplicidad de la Santa Sordera. Uno de los pocos que pensó y escribió algo: “El comunista le puso la grampa a Marina Tsvetáieva en el sentido de Cézanne y después le puso el gancho en la pared para que se colgara. El burgués ahora se hizo comunista, le pasa ayudas al poeta, subvenciones. Le da una limosna en nombre de la poesía.”

Lo que Hugo Savino escribió en Salto de Mata vale por todo lo que en su vida dijeron los clowns posmodernos. No estamos hablando de la literatura como placer –la literatura y un helado son lo mismo–, sino en torno a lo que se enuncia en los límites del lenguaje. De la integridad de unos pocos sujetos en un contexto donde nadie resiste el menor archivo, de algo que no tiene que ver con la solemnidad ni con la trascendencia sino con una ética abrahámica de la vida que no excluye el humor y se niega a entrar en una Familia de muertos vivientes o participar del suicidio colectivo.

La irrupción de una voz disuelve por un instante la corporación, muestra que en ella las diferencias están digitadas y que, tras un conjuro preventivo, siempre vuelve a fusionarse con fingida pasión. Todo lo que no es Familia colectiva, es decir, incesto, para Quintín es mercancía, y a cada una su etiqueta. Un vaciamiento del sujeto, del lenguaje, de la historia y la política. Alienado a la metapolítica: la búsqueda de la trascendencia va de la mano de la esencialización.

Se nota en el déficit de su humor: comparar a Dupont con Sábato no llega a ser una injuria ni un chiste. Es un mal chiste del que no se ríe nadie, ni en la Antártida ni en Santos Lugares. Ni sabe de lo que se trata, patalea para no enterarse.

Rettung der Vergangenheit es la expresión que utiliza Walter Benjamin para hablar de la salvación del pasado, de sus usos, de la redención por el  recuerdo. Esta tempestad que sopla desde el paraíso, este futuro que irrumpe desde el pasado, no trae necesariamente la promesa de un futuro feliz como creen algunos que se empeñan en ignorar que el estalinismo no está en el pasado, sino en el presente y amenazante en el futuro. Lo mismo sucede con el montaje para una segunda Shoá por el que trabajan laboriosamente las universidades y gran parte de los escritores de los que Dupont no cesa de burlarse.

Quintín necesita un tratamiento acelerado, urgentes lecturas de Meschonnic, de Simon Leys, de Jean-Claude Milner, los tres tomos de Nadezhda Mandelstam, para no volverse Romain Rolland… No, me parece que ya es demasiado tarde: una inmensa serpiente blanca vino desde la Antártida, irrumpió sin permiso en la Quinta, y por lo que se lee, congeló las pocas neuronas que quedaban.

Para leer Arno Schmidt hay que perderse en su encanto narrativo: no hay detalle que el narrador no capte en un contexto separado de lo cotidiano donde prevalecen la literatura y el arte sobre el fondo de una naturaleza loca. Su mejor metáfora no es la rata en el laberinto en que ya algunos se han extraviado, sino el lápiz quebrado en un vaso de agua que hace al montaje de las voces en un contexto donde ya todo está escrito para los becados para escribir. La actitud del narrador no es precisamente la de un creyente. Entra en conflicto con los cultos de los escritores que concurren a la residencia experimental: “¿John Cage? Tengo que decirlo, nunca me tragué su falsa sabiduría, su cerebralismo, sus ‘provocaciones’ vanguardistas. Y su música aleatoria es inescuchable, dejémonos de joder.”

Así ocurre con otros bluff de culto. El narrador es una voz solitaria: el antifetichismo es su política y su arma el oído. Que el personaje se llame como el autor es otro cazabobos: podría llamarse Juan Pérez. Hay que olvidarse de Dupont-Dupont y entregarle los oídos a esa voz que se resiste a hablar la lengua de los clichés y los guiños de culto legitimados, a los que se sustrae con un humor sutil. La novela te lleva de la mano con una abundante paleta de recursos y prodigalidad verbal. Hay escenas desopilantes, como el discurso del director Picot a propósito de la muerte de Cy Adams y otras tantas revelaciones. Hay que olvidar todo lo que previamente se dijo del autor y de la novela y entregarse a la lectura en un mundo de ilusiones y espejismos para captar la longitud de onda. El estilo es la luz que atraviesa las distintas capas de temperatura y se refracta sobre la más cruda realidad, de la cual cultores y estetas no quieren saber nada.

11.5.13

Música Sánchez, por Pablo Ingberg





El camino más alto y más desierto

Néstor Sánchez era Messi: jugaba a otra cosa. Tengo para mí que, cuando ya nadie sepa quién era Messi, va a seguir habiendo uno que otro lector extasiado de Sánchez.
Messi duerme exquisito un pelotazo y arranca electrizado a pura gambeta indescifrable. ¿Qué quiere decir esa sintaxis de gambetas?
John Coltrane agarra una melodía, la desarma, la frota meticulosamente, le saca brillos deslumbrantes y hace aparecer al genio. ¿Qué quiere decir ese fraseo incandescente?
Nadie se hace esas preguntas. Nadie se plantea entender esas cosas, el placer estético que le causan un ritmo o una música.
Desde que empecé a regalar ejemplares de Siberia blues, El amhor, los orsinis y la muerte y Cómico de la lengua comprados entre saldos de Seix Barral en una librería de calle, creo, Talcahuano entre Corrientes y Lavalle a fines de los ochenta, no cesan de sorprenderme cada tanto confesiones de incomprensión, declaraciones de oscuridad y hermetismo. ¿Qué hay que entender?
Tengo un amigo traductor al que no le gusta el jazz por lo que no tiene de melodía. Otro amigo escritor al que no le gusta por lo que no tiene de estructura formal. Simplifico, pero algo de eso hay. En ambos casos, no les gusta por lo que no es, no por lo que es. No les gustan las peras porque no brotan del olmo.
Tengo otro amigo, estadounidense (quiso conocerme por mi traducción de Gatsby), al que le gusta y frecuenta mucho el jazz. Tiene oído finísimo para la literatura de su agrado, pero rechaza prácticamente en bloque lo que en inglés se llama modernismo, lo que trajeron las vanguardias desde principios del siglo XX; por ejemplo, James Joyce o Virginia Woolf, por citar a dos autores a los que estuve traduciendo mientras intercambiaba con él sobre el asunto. No cesa de asombrarme, le digo hasta el cansancio como a la pared, su oído cerrado en literatura a lo mismo que aplaude a rabiar en el jazz.
“... Siberia blues... no era un libro sobre el jazz, sino lo más parecido que ha existido nunca al jazz”, dice Enrique Vila-Matas, un tipo con oreja. Una autoridad. Un tipo de renombre. Extranjero. Internacional. Hay que escucharlo. Y ahí termina todo viso de ironía, no dirigido a él, en cualquier caso. Al contrario. Es del palo. Y dice que empezó a escribir después de leer a Sánchez. Todo un principio.
Cuando a mediados de los noventa propuse en un par de editoriales grandes que publicaran Cómico, hasta ese entonces nunca publicada en Argentina, sólo conseguí que en una de ellas le dieran a Néstor la changuita de escribir unos informes de lectura.
¿Qué es lo jazz de Siberia? Néstor se preparaba pacientemente, amorosamente. Leía poesía en voz alta con amistades poéticas a principios de los sesenta. La poesía no me ha sido dada, solía decir después en cierta vena. Arrancó por la narrativa, entonces. Pero con espíritu poeta. Las historias se cuentan por teléfono.
(Circulaba, parece, entre amigos y afines sesentistas. Mi tía de esa de-generación me invita en los ochenta a un almuerzo de reencuentro con gente de su juventud, entre ellos el poeta José Peroni, a quien había encontrado taxista. Otro de los presentes, antiguo marido de mi tía, cuenta anécdota. En un bar, Peroni le pregunta a algún secuaz, demasiado locuaz, por qué escribía poemas. Por ejemplo, cuando quiero decirle a una chica que la quiero... Pero eso podés decírselo por teléfono, irrumpió Peroni, dice el ex marido. Así vuelan las anécdotas de protagonista en protagonista.)
Para Néstor las historias son el opio de los lectores. Su entrega en la escritura es absoluta. Quiere idéntica entrega del lector. La historia es pasatiempo, él quiere alma. Literatura religiosa, a su manera. Comunión. Elevación del espíritu. Penetración en lo profundo del espíritu.
Coleccionaba notas, coleccionaba palabras. Ésa era siempre su recomendación: cuaderno de notas. Como coleccionaba un Charlie Parker melodías. Escuchadas por ahí, imaginadas por allá. Melodías porteñas en Néstor. De la Siberia infanto-juvenil, de los poemas leídos en voz alta, de los bailes en tango, del hipódromo. Epifanías Joyce en clave Sánchez. Llegado el momento, preparaba el “estado de gracia” (lo cito), el estado de escritura. Ceremonias, ritos. El mate, cierta música en el wincofón (alguna vez me sugirió el Stabat mater de Pergolesi). Entonces se sentaba ante la máquina de escribir como sus referentes Charlie Parker o John Coltrane se colgaban el saxo. Y se dejaba fluir, como ellos por las suyas, por esas melodías cultivadas amorosamente. Se terminó la historia. Es música. “Lo más parecido que ha existido nunca al jazz”. Nada más que entender.
No es, claro, que no haya ninguna historia. Si hay narración, y eso creo que nadie se pondría a discutirlo, no puede no haber ninguna historia. Lo que no hay es historia como hilo conductor. Un nace-crece-se desarrolla-muere, o introducción-nudo-desenlace. El cuentito. No. No hay historia protagonista. Hay otras conexiones y encadenamientos no explicables por teléfono. Un hecho estético en sí mismo. No se puede silbar todo un Coltrane. Hay que entregarse a escuchar.
Néstor lo llamaba novela poemática. No sé por qué pero nunca me sonó muy de mi gusto esa palabra, poemática. En alguien que inventó tantas palabras orgásmicas. Entiendo que se entiende más o menos y no había mucha opción. Novela poética está gastada hasta el cansancio. Si había que ponerle otro nombre, ahí está. Da idea. Mientras no sirva para comodidades académicas de etiqueta y archivo. No lecturas.
Cuando Cortázar, otro tipo con oreja y jazz, le dice, me cuenta Néstor (hace años lo conté en una entrevista y circula), le dice, caminando quizá por los Jardines de Luxemburgo, “vos llegaste más lejos”, le dice eso: Néstor llegó a música. La cumbre de la lengua porteña.

“Demencia: / el camino más alto y más desierto”. Así empieza el primer poema del primer libro de Jacobo Fijman. Curioso título, dicho sea de paso, el de ese primer poema: “Canto del cisne”. Anuncio de un silencio final cuando apenas se empieza a decir algo. Pero cantando. Cantando como el cisne, que canta solamente en ese mito del momento que precede a la muerte.
Néstor tomó desde principio a fin el camino más alto y más desierto. Ahí no puede haber demencia estricta: la demencia a la corta o a la larga no articula, se desarticula. Él tal vez haya sido siempre fronterizo. Tal vez no haya podido nunca articular esa muerte del padre cuando él era apenas púber.
Eres el sótano oscuro
con piso de tierra
donde ha entrado una vez
descalzo el niño
y lo recuerda siempre.
Estrofita de Pavese que le escuché citar más de una vez así, traducción suya, supongo, de memoria (hay una mezcla de él en el primer verso, pone “oscuro” de la estrofa siguiente: Sei la camera buia, en vez de “cerrado” que va ahí: Sei la cantina chiusa).
Lo conocí en sus últimos arrebatos de furor, regados de cerveza y ginebra encendedoras de mejillas y ojos y algún resto de pasión. Principios del ’88; principios de marzo, creo. Me invitó Liliana Heer (nunca dejaré de agradecérselo) al bar de Diagonal Norte, al lado del cine Arte (no sé si funcionaba en esa época). Todo ese año los miércoles; aunque en mi recuerdo se prolonga en duración. En medio del camino nos mudamos a la vereda de enfrente; o acaso ahí prolongamos con irregularidad otro año, otros años. Presidía emérito Juan Jacobo Bajarlía, a metros de su estudio de abogado, en cuyo sillón, me mostró alguna vez, había tenido encuentros cercanos con la joven Alejandra Pizarnik, hasta que ella se le apareció con valija de mudarse y la mandó a mudar. Comoquiera que haya sido, el Bajarlía abogado patrocinó al Néstor sin un mango en el reclamo a Sudamericana de derechos de autor nunca percibidos por Orsinis (aparecido con Néstor en Iowa y nunca más volvió, hasta ese momento). Terminó en acuerdo de no pago a cambio de publicar La condición efímera, lanzada ese año ’88 a la calle sin apoyo de prensa y con las puertas editoriales cerradas a perpetuidad para el autor y su abogado poeta y ensayista de vanguardia (dicho esto último luego por este último). Oh dios dólar. Me resuena una reseña lamentable de Jorge Masciangioli en La Nación, rebosante de rencor y sordera (meses después de morir Néstor, Masciangioli fue a reunirse con él en la Chacarita, ironías del destino tan temido). Cosa ajena a mis usos y costumbres, intenté hacer lobby para que le dieran ese año el Premio Boris Vian. Liliana Heer estaba en el jurado (la había conocido el año anterior cuando se lo entregaron a Néstor Perlongher por Alambres) y era un voto bien dispuesto, calculo. Bajarlía me figuro que también. Tal vez alguno de ellos fuera cómplice en mi intento. Visité a Nicolás Rosa, otro jurado. Me recibió cortés en calzoncillos con aire de pantalones cortos, en tiempos en que todo el mundo usaba slip. No recuerdo gran cosa de la charla. El premio se lo dieron a Tununa Mercado por Canon de alcoba. No puedo opinar al respecto porque no lo leí. Muchos años después leí otro de ella y me gustó.
Otros miembros de la mesa, a quienes conocía previamente de nombre. Luis Thonis. De él había oído hablar, con simpatía por sus singularidades, a Enrique Blanchard en su taller literario, al que asistí un par de años a mediados de los ochenta. Carlos Riccardo. Por historia de sus búsquedas personales, el de oído más curioso a la experiencia Gurdjieff. Gracias a eso tenemos para agradecerle el libro de conversaciones que grabó con Néstor. A veces veíamos un rato también a Hugo Savino, a quien sobre todo Luis Thonis mencionaba a menudo. Hugo venía a encontrarse antes con Néstor, que aprovechaba el largo viaje desde Villa Pueyrredón para hacer doblete de encuentros céntricos: un rato con Hugo y después nosotros.
Antes de conocer a Néstor yo sólo había leído Nosotros dos. Un compañero del taller Blanchard, Alejandro Palermo, por entonces estudiante de Letras, contó algo así como que Beatriz Sarlo lo había dado o mencionado en la facultad. Acaso mi memoria no sea del todo fidedigna, pero algo de eso hubo. Poco después, allá por el ’86, de recorrida por librerías de Corrientes, encontré y compré un Nosotros dos en edición de Seix Barral con elogio de Cortázar en la contratapa. Lo leí en enero del ’87 recostado contra alguna conífera del Parque Nacional Los Alerces. Tenía veintiséis años y medio. Me pareció un Cortázar mejorado. Menos historieta y demagogia, más escritura. Eso está desde el principio, más allá de que fuera después quintaesenciándose. (No sé decir del libro de cuentos inicial que él prefirió esconder debajo de la alfombra por “demasiado pavesiano” y jamás leí ni vi.) Precisamente eso que está desde el principio y después se quintaesencia es lo que había reconocido, según me contaría después Néstor, el propio Cortázar con oreja generosa: no abundan esos ejemplos de grandeza.
Un año después lo conocí en persona, por generosidad de Liliana Heer. Ese mismo año todos en la mesa nos pasábamos datos de hallazgos de sus libros, que rebuscábamos por la zona. Un amigo mío de esos tiempos que trabajaba en la librería El Lorraine de avenida Corrientes, Gustavo Romero Borri, me avisó que habían encontrado en el sótano y depósito de la librería ejemplares de Orsinis en edición príncipe de Sudamericana. Los compramos todos, poco a poco. Durante ese año ’88 leí entonces, en orden cronológico, Siberia, Orsinis, Cómico y el recién aparecido La condición efímera. Nosotros dos era jazz sobre melodías de tango. Siberia, jazz lanzado a melodías barriales menos reconocibles, quizá más personales. La apuesta subía.
Mi experiencia más fuerte de lectura, en ese paso entre mis veintisiete y veintiocho años, fue Orsinis. Era como un electroshock, no podía soportar mucha lectura de corrido. A las dos o tres páginas debía suspender, bajar a tierra, tomar aire, no podía sostener la intensidad. Como buen joven, me fascinó lo más radical de la experiencia literaria Sánchez. Lo más experimental, diría la etiqueta, hoy quizá condenatoria. Porque la sociedad entre mercado y facultad y prensa, necesitada de masividad, impone historia hace rato. Otra “dictadura del gusto” (Raschella en Innombrable, 1986). Un escritor y editor que confesaba inveterada admiración por Sánchez me dijo alguna vez que el tiempo lo había derrotado, que sus exploraciones eran cosa de otra época. No le falta razón. Hoy parece interesar mucho más la historia Sánchez que la escritura Sánchez desatenta a las historias. Tenía que morirse, hay tantos casos.
Después de Orsinis, Cómico me pareció en aquel entonces retroceso, un camino de vuelta hacia cierta legibilidad. En cierto modo, prenunciaba fin. Claro, todos somos profetas del pasado. Pero Néstor había hecho cumbre, no tenía camino más arriba y era demasiado grande de alma para aceptarse en el descenso o la repetición, que vienen a ser lo mismo. La condición efímera es diversa, despareja. Hay para gustos. Yo me quedé con, según el propio Néstor, la evocación de Juanele en “Adagio...”. Pero tiene su peso el “Diario de Manhattan”, de lo más masticable que haya escrito Néstor (digerirlo es otra cosa). Los que no puedan soportar no historias, pueden ir ahí y salir diciendo que leyeron su Sánchez. No es cuentito, pero está impregnado de varias realidades del entorno y el interno.

La especie humana no soporta demasiada realidad, escribió el tío Tom Eliot; en los Cuatro cuartetos, de donde viene también el all is always now o todo es siempre ahora de Orsinis. “Prufrock”, novela poemática a su modo, poema novelesco, era una obra de cabecera para Néstor, que abominaba joven aquellos poemas rimados de Borges recurrentes en el suplemento La Nación. Curioso poema “Prufrock”, de un jovencito que se proyecta viejo. En el ’99 traduje un “Prufrock” sin rima, como el que él manejaba. Pero con los años cambié de parecer: la rima cumple ahí una función nada menor; acometí una nueva traducción rimada. Me gustaría hablar de eso con Néstor. Quizás admitiría mi planteo: no se trata de rima sonsonete, mecánica, sino de rima irónica y caprichosa, “experimental”.
Acabo de caer en una cuenta que me mueve la silla debajo del culo (con perdón de Néstor: nos dijo alguna vez en el bar de Chacarita que hay que escribir como se habla con la psicoanalista, esto es, según él, sin palabras indecorosas, digamos; pero yo, contesté, le digo a mi analista pija, paja, y él se quedó mirando patitieso): cuando lo conocí, a principios del ’88, Néstor acababa de cumplir cincuenta y tres (el 7 de febrero), los mismos que estoy cerca de cumplir cuando escribo esto, fines de abril de 2013. Atenuante: él me llevaba veinticinco pirulos y a cualquier jovencito de diecipico o veintipico un tipo de cincuenta y tantos le pinta medio a viejo. Pero incluso con esa salvedad, cuánto mayor parecía Néstor, qué castigado de trajín su cuerpo. Como aumentado por una lente Prufrock.

Desde su regreso, vivió en la casa de la infancia y de la muerte. “Cabezón 2915”, como tituló Mariano Fiszman su extraordinaria historia Néstor, a la larga confluyente con la mía. Vivía con la madre, de la jubilación de la madre, que rondaba los ochenta años cuando lo conocí.
Buscaba trabajo. Un escritor inmenso que ya no escribe, ya no puede escribir. Que muchos años antes había decidido no escribir ya más, además. Cuántos intentos de inútiles impulsos. Liliana incluso acometió un a cuatro manos con él. Pero un albatros Baudelaire, desvalido ante el más sencillo trámite.
Ilustro. Fue a pedirle trabajo a Tomás Eloy Martínez, con quien en los sesenta había trabajado en Primera plana. Revista de la que fue tapa Néstor Sánchez como fue tapa García Márquez (prendió por historia, ¿no?) y otros que asomaban por ahí. Tomás Eloy le dijo que se presentara a beca Guggenheim. Lo instruyó a apadrinarse para el caso. Y fueron: Enrique Pezzoni (a quien conocía de Sudamericana), Augusto Roa Bastos (Néstor trajo a un encuentro de bar la copia de la carta padrina que le había enviado el propio Roa: que, si bien nunca lo había leído, por las referencias recibidas antaño de Cortázar se sentía humildemente honrado de ser él quien apadrinara a tan gran escritor) y Silvia Molloy (a quien conociera en tiempos de París). Ese año ganó Alberto Laiseca. (Según don google, fue en el ’93. ¿Hasta tan lejos se prolongaron encuentros esporádicos en bar Diagonal? ¿Tendré imágenes mezcladas?) Pero iba al trámite. Había que mandar paquete con papeles y ejemplares a Nueva York por correo privado. Lo acompañé de secretario o cadete, porque daba ternura verlo tan desvalido para ese acto común de vida práctica. Años más tarde Mariano le consiguió una computadora. Intentó en vano enseñarle a usarla. Una tarde en Cabezón lo intenté yo: imposible hacerlo aceptar que la máquina pasara por sí sola al renglón siguiente sin un golpe de inexistente palanca.
Qué impotencia ante su busca de trabajo. Cuento sin gran detalle sólo algunas de estas minucias –que siempre los amigos hemos preferido mantener en reserva en honor a la inmensa dignidad de Néstor aun desde el fondo del barro– porque de pronto no me parece tan mal recordarle al mundo cómo trata a algunos de sus habitantes de excepción mientras viven y con qué facilidad los mitifica cuando ya muertos no pueden demasiado perturbar. Nada que nadie sepa, claro. Van Gogh habría vivido toda una vida sin carencias materiales si hubiera vendido un solo cuadro al uno por ciento de lo que lo pagan hoy. Lugar común. Pero dan ganas de testimoniarlo cuando uno lo ha vivido tan de cerca. En aquel momento, Liliana tenía una respuesta muy simpática a esos pedidos nestorianos: si yo fuera Evita, vos serías director del casino. Y a él se le encendían de sonrisa los ojos de perro cansado. (Ya no estás debajo de la mesa, citaba alguna vez, agregando en mi recuerdo ese “ya” a un verso de Juanele sobre su perro muerto.)
Jean-Jacques, como llamábamos a Bajarlía, seguramente le habrá conseguido algún centavo de Sudamericana por La condición. Liliana le consiguió jurado de concurso (Messi de alcanzapelotas). Lo imagino leyendo en diagonal y rechazando todos, como contó que había hecho con cuanto libro de narrativa latinoamericana le dieron a informar en Gallimard durante su temporada en el París. Germán García le había dado espacio para un taller literario. Tengo vaga idea de que no pudo sostenerlo. Yo temerario venía coordinando uno en la Asociación Bancaria. Trabajaba en el Banco Central y creí ver ahí una posible salida laboral más afín: doble error, en mi caso. Mi mayor mérito como tallerero fue sin duda pasarle a Néstor la posta de los últimos cuatro o cinco sobrevivientes, más un par de amigas de otros pozos. A una de ellas, Mónica Volonteri, recuerdo que le dije una noche mientras caminábamos por la arbolada Pedro Goyena a la salida de Puán, donde éramos compañeros de griego antiguo: no te va a alcanzar la vida para agradecérmelo. En la casa de la otra, Victoria Morana, se hacían las reuniones, primero cerca del Hospital Tornú, después al costado de la Chacarita, desde donde mira ahora lo que reste de cuerpo nestoriano. Por relaciones tales supe cuáles textos leían con él: “Prufrock”, el joven viejo; Giacomo Joyce, un solicitante descolocado, hombre mayor de jovencita; “Kadish”, largo aullido de Ginsberg por la madre muerta. Todas narraciones poemáticas o poemas narrativos relacionados con la vejez o la muerte, dos caras que se miran de cerca. De casi todo ese grupo de taller hay testimonios en visiones de néstor sánchez, el blog que armó Mariano cuando nos cansamos de convocar a libro.

En aquel mismo año ’88 conocí a Quique Fogwill. Mi tía sesentista, Marta Ingberg, lo veía en la Facultad de Psicología, donde ambos daban clases, y quiso llevarle un ejemplar de un libro mío recién aparecido. Él, fiel a su estilo, lo bajó de un plumazo sin abrirlo. Después abrió, leyó un poco, se acercó y le dijo: che, no está mal, decíle que me llame. Yo no había leído nada de él, pero tenía un vago eco de que había armado algún escandalete con un premio Coca-Cola después de ganarlo, y sabía que había publicado poesía de los dos Lamborghini y Austria-Hungría de Perlongher. A partir de ahí leí varios de sus primeros libros, incluso uno de los dos de poemas que publicó en el mismo sello que los Lamborghini y Perlongher y que me regaló a regañadientes, porque los sabía olvidables. En cambio entre los cuentos y novelas cortas de Ejércitos imaginarios, Música japonesa y Pájaros de la cabeza encontré algunos bastante buenos. Quique era un tipo inteligentísimo y filosísimo. Siempre me pareció que su inteligencia era superior a su talento, y que él lo sabía. Tal vez de ahí viniera ese ejercicio constante del filo en los otros. Había que aguantarlo. Eso justamente me estimulaba de algún modo. Lo visitaba cada veinte o treinta días en su departamento de Arenales, medio en ruinas, como él, todavía con resabios de cárcel, bastante recluido. Con el tiempo fueron agotándose los filos de la charla y espaciándose los encuentros hasta la extinción. Poco después él fue empezando a retomar protagonismo público, un terreno donde no me siento cómodo, sobre todo cuando viene del afán de ocupar espacio antes que del efecto de una obra. No desconozco que él tenía obra, pero tampoco que esa obra no habría atraído sobre él tanta atención de no haber sido por sus talentos desarrollados en el ejercicio de la publicidad. Puedo equivocarme, porque no leí nada de lo que él escribió y publicó después de aquellos tiempos de claustro, pero por lo que he oído me parece que no. Como toda una vida no alcanza para leer ni el uno por ciento de lo que uno querría, los prejuicios cumplen una función selectiva necesaria. En cualquier caso, celebro el perfil alto en una obra, como en Néstor, no en el salir a cuchillazos públicos para pelearle la quintita a otro, por ejemplo. Vidas paralelas: mientras Néstor vagaba en el limbo de la inanición en descenso hacia el infierno, Quique subía a las marquesinas. Hace años que no leo casi suplementos. Mayormente me aburren. Me resultan más ocupaciones de espacios que sustancia para llenarlos. Soy un retirado de ese terreno. Sólo de tanto en tanto ojeo alguno. Rara vez me dan ganas de leer algo entero. El mayor interés que les encuentro se parece al de escuchar informativos radiales o ver los títulos de canales de noticias: tener una vaga idea de los asuntos que circulan por los primeros planos de las ocupaciones de espacios, un recorte de algunas cosas que por uno u otro motivo adquieren notoriedad más o menos pasajera (la literatura es noticia que permanece noticia, decía el tío Ezra Pound). En alguna de esas ojeadas pesqué hace un tiempo que alguien joven, cuyo nombre no sabía ni recuerdo, extrañaba al cuchillero Fogwill. No extrañaba su obra, su escritura, sino su filo cuchillero. No sin cierta razón: al menos él sabía sacudir un poco el tedio del vacío reparto de espacios vacíos. Ahora bien, mientras Quique ascendía así en protagonismo, un escritor tan superior a él como Néstor languidecía en la relegación. Con el tiempo, imagino, sin embargo, quedarán en el olvido los floreos cuchilleros periodísticos de Quique y las obras de uno y otro ocuparán el espacio que les corresponda por su propio peso. En fin, toda esta digresión, no tan ajena al meollo del asunto, nació porque quería contar que en mis tiempos de encuentros quiquenses le presté las novelas de Néstor, porque le había despertado interés con mis loas y entusiasmos, y él me las devolvió diciendo: no es para mí.

En aquella época Diagonal, había en Néstor, dije, todavía ciertos arrebatos de furor: en latín, furor, pasión, entusiasmo, delirio, inspiración, locura. Ahora, loco de encerrar jamás me tocó verlo. Todo lo contrario. El mundo entero a su alrededor parecía más digno de encierro y él afuera. A veces, sí, en aquellas nochecitas de cerveza y ginebra (él las dos mezcladas), hablaba de tercera dentición (se acomodaba incómodo postiza dentadura), hablaba de vivir trescientos años, como esperanzas todavía con visos de reales. Habló incluso de una “mesa de los diez”, que en su idea podíamos acaso llegar a conformar (y nunca supe muy bien a qué apuntaba). Algo de eso se trasluce en el cuerpo de su dedicatoria a mi ejemplar de condición efímera: “Para Pablo, como si la palabra destino –en la carne tan transitoria– fuese eficaz”. Algo de eso hay en el episodio evocado o invocado en el solo testimonio que pude vomitar, más que articular, en su momento para el visiones de néstor sánchez.
Necesaria una mínima digresión a mí. Judío nacido en pueblo chico sin judíos además, entre idas y vueltas he sido casi siempre mezcla rara de agnosceta y de ni-ni. Idea de algo complejisimisimísimo (sufijación superlativa Néstor: ¿en qué otra lengua puede hacerse?, decía picaresco) que excede para siempre nuestra posible comprensión. Inútil intentar cruzar esa frontera, aunque comprensible intento humano de cruzarla. Algo de eso hay en religiones y prácticas afines, exotéricas y esotéricas. Algo de eso hay, también, en la literatura. En alguna, al menos, de la que no me siento separado por un límite infranqueable, como el que sí siento a la corta o a la larga con exoterismos y esoterismos. Da para largo, el resumen corta brazos, alas, pelos, vuelos. Valga de atisbo. En muchacho de veintisiete a veintiocho.
Por supuesto surgía el nombre Gurdjieff. A mí me despertaba un interés como todo saber y aventurarse humanos. También cierto interés literario: había libros. Pero tanto no habrá sido el interés porque no leí ninguno. Había algo de ese límite infranqueable. Hay algo interno, visceral en mí que no puede tragar ni mucho menos digerir al Gurdjieff general y al Gurdjieff Néstor. No pude entonces ni puedo ahora conectarme bien. Una incapacidad, si se quiere. Ahora, ¿fue Gurdjieff demencia en Néstor? Se me ocurre que demencia no se contagia ni se inocula. Fronterizo era Néstor, seguramente antes y después de Gurdjieff, sensibilidad en carne viva. A la larga ahogada en pastillas. Pero eso es otro capítulo. Gurdjieff participó sin duda del escribir y del dejar de escribir en Néstor. Sea como haya sido o sea o fuere, en definitiva no lo siento demasiado relevante para mí en lo personal, ni como amigo en lealtad ajena a explicaciones ni, más perdurable y exotérica aunque íntimamente, como lector.

Otra breve digresión a mí. En el ’89 empecé cuaderno de notas. Venía de separación y frutilla de torta con una historieta pasional intensa y destructora. Lo empecé dándole incluso un nombre: Diario de un misógino. Qué buen título, dijo Néstor (lo veo decirlo en bar de Diagonal enfrente). Y así se llamó, con una carga autoirónica que pasó bastante inadvertida en el mundo literal, la quizá novela que escribí en ’95 y salió en ’99. Un Héctor Suárez por ahí toma prestado de él.

Interregno entre bares. Cuando se diluyó el bar Diagonal y hasta mediados de los noventa, lo llamaba por teléfono una o dos veces al mes y cada tanto había un encuentro. Cierro los ojos y lo veo esperarme en placita diagonal cercana a Cabezón cuando bajo del 111 ex 90 hoy 168 ex ex. Veo otra vez a la madre abrir la puerta en Cabezón y llamar: Néstooor, llegó Pablo. Nos veo caminar hasta el bar de avenida Mosconi y a él tomarse a media tarde un vaso o dos martona grande (así se los llamaba al menos en mi pueblo de niñez) de tinto común, acaso con un chorro de soda, saludado por los parroquianos. Lo veo una tarde en el bar de Forest y Lacroze en que me escribe en un papel: “Stabat mater: Pergolesi”. En el mismo papel en que acababa de escribirme, porque nos molestaba en el charlar la música curiosamente llamada funcional (¿funcional a qué?), en tiempos en que todavía los bares no tenían todos uno o más televisores: “Para Pablo; escrito en un cuaderno leve, en la ciudad de Los Ángeles, en un coffee-shop con musiquita funcional ininteligible, pero por momentos conminatoria en bobo rojo: ‘Suena, suena y no dejes de sonar, vieja musiquita. Algún día voy a hincarte el diente en todas las viejas musiquitas, vieja musiquita’”. (Bobo rojo era en su jerga personal el corazón.) Encontré ese papelito hace poco, buscando viejas cartas de Leónidas Lamborghini exiliado en México. A lápiz de mi puño y letra leo en el reverso: ¿1989? Pensaría que fue más adelante, pero más adelante es difícil imaginarlo en ese arranque locuaz. Desde que yo lo conocí, lo sentí siempre en cierto modo piedra Sísifo: necesidad de uno de poner el hombro y empujar, pero, mera ilusión, vuelve a caer. Poco a poco fue haciéndose (eso es de él: pronombre enclítico a su puesto final, decía; no “se fue haciendo”), poco a poco fue haciéndose más ilevantable la piedra. Un error, seguramente, de mi parte, pero que arroje la primera piedra el que no tenga dentro ese pequeño redentor iluso.
Néstor era siempre tan discreto, tan digno. Jamás lo vi en una agachada. Miseria del bolsillo sí, del alma nunca. Un noble, en todos los sentidos de la palabra. Sabía en secreto que había hecho cumbre y no necesitaba pelearle la quintita a nadie. No sé decir muy bien en otra época. Anécdotas lo pintan bravo, de piñas y cachetadas dar incluso. Pero no lo imagino peleando por quintitas, ni mucho menos con miseria humana y malas artes, sino más bien gritando su camino más alto y más desierto.
En sus días de Barcelona, nos contó alguna vez en algún bar, cuando se debatía si él entraba o no en el boom... Momento, ¿Néstor boom? Verdad que hay bibliografía de esa época donde lo ubican entre lo más destacado de lo nuevo latinoamericano. Junto con un Sarduy, cada vez menos recordado. O con un Puig. Pero Puig, como García Márquez, Vargas Llosa, nunca se salieron del carril de la historia. El carril que se quedó con el mercado. Como sea, en Barcelona invitan a Néstor a una charla o algo así de Vargas Llosa, que, oh tiempos, proclama y declama la idea del escritor comprometido... Hay que reconocerle el buen olfato al tipo: por ese entonces dominaba el mercado una ola izquierdosa. Hoy una ola derechosa. Por lo tanto, él siempre siguió fiel al compromiso. El que cambió de izquierda a derecha fue el mercado. En fin, allá le piden opinión a Néstor, el joven que asoma la cabeza en las alturas. Y él dice que son paparruchadas. Y queda excluido automáticamente del mercado boom. Creo, de todas maneras, que su exigencia de un lector comprometido, entregado en cuerpo y alma a la lectura sin bastones ni cochecitos ni andadores de historia y olas a la izquierda o la derecha según orientaciones de mercado o de partido (que en ocasiones miran para el mismo lado), todo eso lo excluía del boom desde el vamos, hacía de veras estallar el boom. En cualquier caso, no dijo aquello para pelearle al Vargas la quintita o la quintota; dijo lo que pensaba desde hacía rato y por lo que peleaba hacía rato y desde dentro de sí, y hasta lo habría puesto a piñas desde siempre que se diera la ocasión; dijo en resumidas cuentas (conector de su colección) lo que necesitaba decir desde el fondo de sus convicciones, y eso no sólo no le ganó ningún espacio sino que se lo quitó, si no para siempre, al menos para siempre en vida suya.
A mí no me ha gustado nunca mucho preguntar. Me parece la espada y la pared. Me encanta, en cambio, que me cuenten porque gané confianza. Ésa es mi inclinación general y no fue Néstor excepción. El asunto es que a su discreción constitutiva en cuanto a intimidades y miserias fue sumándose el silencio apastillado. No sé muy bien cuándo empezó a tratarse de pastilla firme. Seguramente así salió de los pozos más profundos y no hubo más colinas de furores momentáneos. Un encefalograma que tiende a línea recta. Hablaba así cada vez menos. Sísifo ya ni empujaba la piedra, se quedaba sentado todo el día. Por teléfono o en persona, uno tendía a hablar nervioso para ocupar silencio.

De suicidio hablaba a veces como anhelo posible y no valor de ejecutarlo. No era nueva inquietud (en alguien tan marcado de movida por Pavese). Corazón del primer párrafo de Nosotros dos:
Me asomé, tuve el mismo miedo de siempre a la altura, el mismo desasosiego ante la posibilidad y tentarme.
Y en el otro extremo de la obra, “Diario de Manhattan”, Pavese todavía presente, maestro de sinceridad irremisible y fin suicida:
De modo que decía el pobre Cesare durante aquellos años del bochorno premonitorio: esta muerte que nos acompaña de la mañana a la noche, inquieta, insomne, como un viejo remordimiento a un vicio absurdo.
De aquellos tiempos me ha contado Mónica Volonteri (hay que leer su testimonio en visiones de néstor sánchez) encuentros en un bar chacaritense, imagino el de Forest y Lacroze. Variaciones sobre diversos métodos para suicidarse. Pero fue después el padre de ella el que se puso la escopeta en la boca. Había que sostener esa piedra.

En el ’93 ó ’94 me había llevado Luis Thonis a otro bar, un bar de sábado a la tarde, y ahí poco a poco fui quedándome años largos hasta la disolución. Mesa que debió mudarse por reformas o cierre bar a bar y ya ninguno existe: El foro, El estaño, Premier. Todos en esquinas de Corrientes, en esa zona entre Callao y Obelisco que de pebete yo solía bautizar mi república: librerías, cines, teatros, bares, pizzerías, restaurantes en las transversales. Entre tantos otros que fueron y vinieron por aquellos lares bares de los sábados, siempre estuvieron de base Hugo Savino y Roberto Raschella. Con Hugo hablábamos seguido del Néstor con que nos encontrábamos los dos por separado. Sentíamos fuerte ese peso del silencio de la piedra sentada sobre Sísifo. Allá por el ’96 ó ’97 decidimos unir fuerzas. Roberto, que no había tratado a Néstor antes en persona, tuvo ganas de ser de la partida. Una vez al mes, a media tarde del sábado, partíamos del bar del centro a la Santa María de Corrientes y Olleros, Chacarita. Enseguida se unió Mariano Fiszman, que estaba en las mismas que Hugo y yo, sosteniendo con dificultad el a solas. Alguna que otra vez vino también Liliana Guaragno, que por su parte había hecho de las suyas por impulsar lectura Sánchez. Esos encuentros continuaron hasta que Néstor fue a parar al otro lado de Corrientes, el cementerio de la Chacarita. Nunca más volví a la Santa María hasta que no hace mucho con familia terminé entre idas y vueltas recalando a pizza ahí. Tristeza cementérica. Las sillas y las mesas me temblaban. La pizza parecía llorar.
Aquellos años de la Santa María los cuenta Mariano tan bien en “Cabezón 2915” que me considero escrito ahí y no siento necesario agregar nada.
Tan sólo otro vil avatar monetario ilustrativo acaso. En el ’97 por empuje de Raschella empecé a traducir para Losada. El director editorial, Jorge Tula, era asesor del diputado Alfredo Bravo. Por una dura historia familiar relacionada con entorno de otra vez mi tía Marta, yo sabía de pensiones graciables que podía otorgar un diputado. Tula gestionó, Bravo aprobó, Néstor tuvo la suya. Tiempo después murió la madre. A Néstor le tocó por eso otra pensión. Dos pensiones que sumadas no excedían en aquel momento la línea de pobreza. Pero normas burocráticas o quizás algún ajuste económico no las permitieron dobles. Le sacaron la graciable. La pensión para escritores que por ley llegó tarde para él años después se inspiró entre otros en su caso. No será lo único que le llegue tarde.

La muerte me toma la sopa, decía Néstor. Días atrás, releyendo Quasimodo después de un par de décadas, encontré esto (traduzco):
No me preparo a la muerte,
sé el principio de las cosas,
el fin es una superficie donde viaja
el invasor de mi sombra.
Yo no conozco las sombras.
Cierta trágica serenidad imposible en Néstor sobre la materia. Pero tomar la sopa e invadir la sombra son imágenes afines. Así se me aparece a veces Néstor Sánchez, en la sopa y en la sombra.
Soy despadrado y desmadrado desde el fin de la niñez. Destiado de Marta desde abril el más cruel del ’95. Desnestorado desde abril del 2003, hace en este momento diez años y apenas ahora puedo balbucear estas cosas. Uno se rejunta sustitutos de a pedazos por ahí y los amontona en un rompecabezas imposible. Otra juntidad espeluznante. Mi viejo me dejó una vara alta para medirme en ética. Pocos con tendencia a casi nadie la sostuvieron a esa altura como Néstor.
Se me aparece a veces en el tenista Gaël Monfils o el futbolista Mario Balotelli (con perdón de Néstor: que yo sepa, el único deporte que le interesó fue el turf en la juventud tanguera). Veo en ellos algo de su aspecto y espíritu: negros (algo de negritud lejana habría, pues, en los rasgos de Néstor así como en su jazz) más o menos altos (Néstor andaría por el metro ochenta y cinco) con un talento inmenso que no pueden gobernar y en los ataques de furor se les vuelve en contra. Como a Maradona a su manera.
La escritura de Néstor es como el gol de Diego a los ingleses en una versión Hueso Houseman: evitando él mismo su propio gol sobre la línea y eludiendo de vuelta a todos los contrarios en sentido inverso y otra vez y así sin parar hasta que termina el partido. ¿Qué importa el resultado? È una festa la vita (Siberia al final).
Lo que me pasó leyendo sus novelas, en aquel momento sobre todo con Orsinis, hoy tal vez sería más con Siberia o Cómico, ese estado de orgasmo electrochocado insoportable mucho rato de corrido, me atravesó una sola vez más en toda la literatura argentina que hasta ahora leí: con Diálogos en los patios rojos de Roberto Raschella, novela en absoluto menos “oscura” o misteriosa o enigmática que cualquiera de Néstor. Peras sin olmo. Pero con alma. Hay que leer lo que hay ahí, inmenso iluminado, en vez de oscurecerlo de lo que no es. Sánchez es Coltrane, Raschella es Mahler (no sé tanto de música como me gustaría, guitarreo sobre cierta base); Sánchez es el blues de Siberia Villa Pueyrredón, Raschella el sur porteño marcado de italiano. Más allá de las infinitas diferencias (hay individuo, hay personalidad), las operaciones son afines: los dos van a poema antes que a historia; a voz y ritmo en mitificación; a un lenguaje que vale por sí mismo, por su propio espesor, antes que por lo que cuente. No porque se niegue a contar, sino porque lo que cuenta encarna en ritmo.
Leo el principio de Nosotros dos:
La tarde en que me asomé definitivamente a esta ventana una mujer sola con una malla roja tomaba sol entre las sábanas recién tendidas; lo supuse porque había aire y no se movían en la soga.
Hay que asomarse a esa ventana. Leer, incluso salteado si a uno le da la gana. Visitar y revisitar. Degustar cada frase, cada ritmo.
Leo el final del primer párrafo de Siberia:
... todo esfuerzo embrutece, toda tentativa para incorporarse a la caravana del sudor se relaciona con el resto de la ciudad marmota, inminente, sacudida por el hollín y los despertadores.
Zeugma muy Borges esa conjunción de “el hollín y los despertadores”.
Visito un párrafo de mi recuerdo en Orsinis, la muchacha que hace hoguera de sus obras manuscritas:
... Batsheva con un palo viejo que conservaba restos de caca de gallina: removía y remueve los papeles ahumados y las primeras cenizas de papeles que, empelotados y siempre volátiles, se desdramatizaban entre las llamas.
No cito acá por demasiado extenso el largo párrafo final de Cómico, uno de mis preferidos y siempre recordados. El personaje asciende los ciento ochenta y siete escalones de piedra de la catedral de Notre Dame y, en “una veleidad aérea repentina o en todo caso (...) cierta manía secreta pacientemente alimentada y al fin de cuentas realizable”, se lanza al vacío y acaba estrellado contra el piso, “a tan pocos pasos de la única vidriera abarrotada de un negocio oscuro y hasta si se quiere apacible de souvenirs”. Lo último en novela escrito en Néstor: un suicidio magistral y lo demás es silencio.

Néstor Sánchez inventó su propio género y lo llevó a la perfección. Novela poemática o como quieran llamarlo. Es Néstor Sánchez y el molde se rompió. Es poema, es música, es novela pero no introducción-nudo-desenlace. Como la anécdota Berón que recuerda Hugo Savino en su necesario Néstor: el tipo cantaba, hacía música, y si alguien se quejaba de que no entendía la letra, lo mandaba a leerla en la revista El alma que canta. Como canta el alma de Néstor.
Es perfectamente admisible y hasta deseable que a alguien no le guste. A unos cuantos incluso. John Coltrane seguramente no habría llenado River diez noches seguidas. Pero sus degustadores tienen el derecho de escucharlo.
Tal vez haya sido error nuestro buscar editoriales grandes. Personalmente me dejé quizá tentar por cierto acceso más o menos allanado como autor a una y como lector informante a otra. Uno en babia tiende a pensar que a escritores grandes, editoriales grandes. Pero las editoriales grandes son editoriales grandes porque hacen negocios grandes. Una editorial con autores grandes y ventas chicas es una editorial chica. Si coinciden, como raramente, ventas grandes con autores grandes, tanto mejor. Pero si no, ya sabemos a qué lado se inclina la balanza. That’s capitalism, como dice mi amigo americano.
Fue decisiva la insistencia y persistencia de Claudio, el hijo de Néstor. Ahí fueron abriéndose al fin las puertas de editoriales chicas que tomaron la posta y lo pusieron otra vez en librerías. Ahora hay que leerlo, como siempre. Menos mito y vida rara y más lectura. De corrido, de a ratos, salteado, para siempre. A como dé lugar.