26.10.13

Algunas imágenes perdidas, por Jorge Quiroga






(Sobre Unos domingos de Milton Rodríguez)


Algunas palabras sin decir, otras imágenes perdidas o extraviadas, lacónicamente superpuestas en un transcurso que las aísla no les da salida. La voz del miedo rodea un silencio donde se cae en un vacío en el que hay una música que se deshace y despuebla los recuerdos cercanos o las sombras miserables. La casa es un sitio inhallable, y el alma apenada pide un tiempo que lentamente se escapa. En la penuria de un insomnio que cubre la vida, se respira, se evita y se susurra, minando señas que no tienen otro fin que perderse.

Soledad de la ciudad apagada, hostil, deplorable, la elíptica sin razón que bordea la locura y se apacigua, únicamente las grietas de un ser que deshilvana sus sueños. La muerte escribe los pasos necesarios, en el encanto de otro que busca la forma, la pretensión de desdecir temblando ante las imágenes predecibles y quietas.

Como las palabras no bastan, esa condición de soledad tendrá que entrar en contacto para purificar el mundo, en una relación insostenible con el tiempo que horada implacablemente, los huecos posibles de la memoria.

Pueblos anegados, devastaciones que someten la locura y el suicidio a la amistad y los olores de un paso provisorio, que se rememora desfigurándose hasta disolverse en la nada del fracaso.

Los pájaros viven de la mano del dolor y de la calle, alimentándose, atontados, sobre su propia sombra, el tiempo los recupera, cuando surcando el espacio que no podrá separarse de la incertidumbre del sueño escrito e interminable.

¿Cómo desprenderse de esos sollozos débiles que se iluminan en la oscuridad? ¿De aquel tiempo real que está sobre nosotros?

En la vida diaria, aquello que se mira como un espectador que participa en la brevedad de la curiosidad de los vecinos asombrados, se rinde a las palabras que guardan un secreto.

Lo que se ausenta en esa vida es la verdad de sufrir, conmovido por los sucesos insospechados.

No hay una sola respuesta en el pasado intermitente, en el latido de las horas que se juntan, y despedazan abrumadas en la desolación.

La ciudad reúne restos de esa experiencia insostenible, la muerte se quema y el recuerdo se entrelaza y pronto se despide.

Todo se debe ver, encerrado en el destierro del departamento, observando con atención los detalles de los cuerpos desalentados. Los itinerarios son siempre los mismos, los encuentros se repiten y esta misteriosa escritura es una forma de juntar frases que evocan una cadencia.  

Los poemas mantienen su margen de espera, se cierran en sí mismos, en lo que ocultan abreva el sentido de su silencio, presentan una palabra justa, irremediable, que no puede despedirse. Milton Rodriguez en este recorrido, de manera simple, nos habla de su lugar y de su ensoñación.



* * *



VEREDA


Una tarde,
un eco,

Verde que ilumina

el tacto.



ERA


Y qué te estoy diciendo
cuando tiro la mirada.
Cuando te persigue
a lo largo del pasillo
y se disuelve en la curva
alejada de cualquier contacto.



TIEMPISTA


Tanto tiempo
recurrente y atávico
Una luna sellada

La metáfora del agua en movimiento.



VECINDAD


Miro a través


de la persiana,
en la que
una rotura

deja pasar luz.


Desde el departamento

de una mujer sola;
descabellada.

Luces
Hasta las 3 de la mañana.


Fácil sería deducir
que es una compañía
melancólica.


Pasa,


Hasta seguir

destiñendo.


De: Unos domingos, Editorial La Yunta, 2013.

21.10.13

La anda acompañando, por Ariel Liendo


(Acerca de Convoy de Esteban Bertola)

‘Y todo lo que es inexplicable se derrama.’

La escritura de Bertola, la escritura que uno enfrenta, que en frente tiene en la lectura de Convoy de Esteban Bertola, es un ir y venir (que va que viene, que viene y que va), baile traqueteo o partida de regreso sabido (o enterado al efectuarse el viaje, perdón, digo el baile- enterado porque Bertola no sabe nada cuando a andar se dedica escribiendo –¿diario de viaje?– Convoy es un diario de viajes, pero no un diario de un viajero, pero no un diario de un sujeto que se apresta a un viaje y anota –azorado asombrado desencantado movido al fin por deseo alguno (el viandante aquí no se encuentra), no es una anotación de un viajero que desea viajar –Convoy diario de viaje de un viajero de profesión (DICE: ‘cada línea que une esos puntos y cada uno de esos viajes se pegan en los platos y parecen pelos’) (cuando dice viajes dice viajes en plural-son muchos), que trabaja de ello, Bertola usa bitácora de viaje como un contador un libro de cuentas, y esto por andar de viajante en tren de acompañar, en tren de escolta-guarda (figura del transporte de pasajeros, el guarda acompaña protege, y el guarda abunda en Convoy), y eso que Bertola no importa bailar, pero en alta de compadrear él se dice que acompaña, no que baila… (a Bertola, ¿le habrá vez alguna tocado bailar con la más fea?) no le quedo otra que bailar, ergo que laburar y hacerle el séquito –digámoslo de una vez para frenar el delirio que ya prejuicia al oyente, al lector de esto: CONVOY: (fr. Convoi) Escolta o guardia que protege alguna cosa, ya por mar ya por tierra (si es tren lo casual le cae mejor a la escritura que Bertola quiere contar). Conjunto de cosas escoltadas. Fig. Acompañamiento, séquito-  y el séquito lo efectúa para convoyar el cuento… convoyar es conseguir una cosa con falsos halagos, confabularse, conchabarse… Bertola conchaba una narración conspirando con un recurso que se acaba y se hace tierra en sus bolsillos (polvo…). Para conchabarse hay que entenderse, tramar en fin, entender separar las diferencias de la lana, hacer el hilo, elegirlo…

No es una novela (joder con la novela!!), son textos seleccionados, anotados, conchabados entendidos y conspirados por el baile-viaje de Bertola que en convoy de tren lo sostiene. La crítica se asombra de la aparición de convoy diciendo que se sale de los cánones de la época, que es un milagro: NO NO NO, equivocación consistente en que la critica lee todo lo que sale, y la escritura de Bertola es una escritura muy de época diría yo (una escritura que no sale), porque es él el que escribe y él, señores críticos, es humano: el error consiste en: primero buscar esencias (Savino) y en segundo término (error este derivado de la equivocación primera), creer que una escritura es producto de una época en vez de considerar aquello de que una época (: paréntesis) (y en este parentizar se produce un corte, se encuentran parientes, digo paréntesis, digo esencias) es producto de la escritura que la escribe…

En definitiva Bertola asume un CONVOY sólo como excusa a mano para rodear el cuento, para andar la narrada, pero Bertola no narra, Bertola escribe, y baila y baila  -y se sube a un tren como milico de incognito protegiendo un tesoro que él nunca sabe (así de profesional es este botón), de ida no sabe, pero cuando vuelve, en busca de más ‘cosas’ por guardar, ahí se entera, y lo escribe, lo anota, para contarle a alguien en la que anda, la que anduvo y seguro volverá a andar…

Que va que viene, que viene y que va, el tun tun, baila baila y se safa, y ante el espanto de zafarrancho, manotea una bitácora (ponele cuaderno, Esteban ¡¡ponele cuaderno!!, como Néstor por Manhattan)

Yo no tengo idea la genealógica de esta escritura que hoy aquí se me presenta,  -y ante lector salteado (que soy) lo que salta es la tramoya que la lengua de Bertola me anda proponiendo para embaucarme y como viejo limón bancarle la parada…

‘el piso de retiro, que tiene como mica, alumbra el paso que va metiendo la pata. La aventura de la caravana se descubre con lo que la neblina oculta y confunde, hecha también de humo echado. En convoy a Tucumán, antes de preguntarme, con el rigor del que lo pierde, cualquier cosa con motivo que me pique….’

No quiero preguntarme acerca del conjunto de cosas, (recuerden: CONVOY: conjunto de cosas escoltadas) sino que me pregunto acerca de la voluntad de alguien –de cualquiera-, del ejercicio de la voluntad de cualquiera –de alguien—en este caso de Esteban para andar por la vida escoltando algo: la imagen es esta: Esteban-convoy: el sólo es el séquito (le hace el sequito decía mi abuela, la anda acompañando contestaba mi tía), el conjunto de seres que acompaña que alardea de proteger un conjunto de cosas: y vaya qué conjunto anda contando y protegiendo,  que se anda protegiendo en este libro: si, es un libro,  ‘pero no es tan así’

El hecho ensayístico-lectual-escritural-lectual de utilizar la definición indiferente el diccionario por ahora de lo que Convoy significa para la lengua que hablamos, que es la materna -¿la misma madre para mí que para Esteban? ¿nostalgia quizás del procedimiento aquel que hace de algo particular la general -el ‘para todos’- para decir o al decir la general decirlos todos? Uno –yo no porto ya tales procederes (mi vieja no es la de Bertola) abro corchetes, ya no me alcanzan los paréntesis –los parientes? digo lo que quiero decir: el desmadre de la lengua de Bertola es tal, que el haber nacido se torna un milagro... (ahora sí Mariano, ahora sí)

Me  dejo decir bien: si utilizo la definición del título en nuestra lengua, no es un procedimiento,  una forma de ensayar, es una forma de pensar dado que considero que leer se lee desde el principio si se lee, además de ello ejecutarlo (el análisis del significado del título que a sandeces me puede llevar) por la convicción aquella de que yo nada decir puedo acerca de la escritura de otro, por ello, intento una lectura, si bien la escribo, es una lectura, no una escritura que vendría a definir lo que Esteban anduvo escribiendo vayan todos a saber en qué trasuntos en que climas en que polvos en que abrazos en que deberes en que horarios en que subtes en que tangos en cuales barrios en que amigaciones: pienso en el título, lo veo a Esteban  : TANGO TIMBA TUMBA …

CONVOY se lee sin garantía de comprensión alguna, quien quiera comprender leyendo, quien quiera enterarse de algo, que lea a la Bonelli, no a Bertola; aquí, en Bertola, cualquier intento de hilado lectual se desbarata a renglón seguido; grata forma de la lectura que escritura propone: abismal: jamás se intuye algo aquí, la intuición es otra cosa, poco que hacer tiene con Bertola escribiendo…

CONVOY desata una escritura al traspasar su lectura…, ello es suficiente para que este texto se instale como marca iniciática de una trama: convoyado entender que se escribe: CONVOY.



Córdoba.15-08-2013.

15.10.13

Rosas rojas, por Gonzalo Salesky







En la puerta del hospital de urgencias, donde estacionan las ambulancias, había una pelea entre dos hombres. Me llamó la atención porque solamente uno de los dos golpeaba al otro, que no caía al piso a pesar de los tremendos puñetazos que le aplicaban en el rostro.
Habían comenzado dentro de un taxi y bajado de él a los tumbos. Quien recibía los golpes ni siquiera sacaba las manos de sus bolsillos, como si en ellos estuviera protegiendo algo valioso. No ofrecía ningún tipo de resistencia, sólo buscaba evitar los impactos. Pero no lograba hacerlo del todo, y el que golpeaba de manera feroz que por su ropa parecía ser el taxista le asestó varias trompadas más hasta que el agredido, al fin, se decidió a correr.
Me pareció extraño que no hubiera intentado defenderse o al menos, alejarse cuanto antes.
Perdí de vista a los dos hombres y seguí caminando. Entré al hospital por una de las puertas laterales. Venía bastante apurado, como siempre. Iba a visitar a un pariente internado y sólo llevaba un ramo de rosas rojas en mi mano derecha.


Unos segundos después, sentí que me empujaban desde atrás. Trastabillé y casi caigo al suelo. En una de las galerías, cerca de la terapia intensiva, el mismo hombre que había recibido los golpes me tomó del brazo y con un arma pequeña apuntó a mi pecho.
Haciendo ademanes, me obligó a acompañarlo. No dudé un segundo. Estaba muy lastimado y de su ojo izquierdo parecía caer sangre. Su camisa blanca, llena de pequeñas manchas de color oscuro. Y sus dientes...
Corrimos un largo trecho. La gente se horrorizaba al ver su cara destrozada y el revólver que llevaba en su mano derecha. Parecía algo grotesco, un hombre desequilibrado corriendo al lado de otro que seguía sosteniendo, como si fuera un trofeo, un ramo de flores. No entiendo por qué en ese momento no pude soltarlo.
Entramos a un pequeño ascensor. Allí bajó su arma y me miró a los ojos por primera vez. Sacó de su bolsillo una pequeña caja de color blanco, cerrada con cinta adhesiva, y me la entregó sin decir nada.
Al detenernos en el segundo piso, volvió a tomarme del brazo y así corrimos hasta el borde de un balcón que se encontraba unos pasos delante de nosotros.
Abajo, la gente había empezado a congregarse. Extrañamente, a pesar de todo, yo me encontraba tranquilo y seguro de que no iba a lastimarme. Algo en su mirada lo decía. Pero aún no llegaba a entender por qué me había dado la caja.
No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.
Habló como si estuviera leyendo mi mente.
No tuve tiempo de preguntarle nada. Acercó la punta del revólver a su garganta, debajo de la nuez de Adán, y disparó.
Se desplomó sobre mí. Y la sangre... ¡por Dios! Tanta sangre a borbotones sobre mi ropa, mis zapatos y el ramo de flores.
Me lo saqué de encima. Sentía vergüenza de pensar más en el asco que me producía ensuciarme que en la locura y el drama de ese pobre hombre.
En pocos minutos llegó la policía. Tarde, como en las películas. Sólo atiné a quedarme sentado, apoyado contra la pequeña pared que nos rodeaba.
Guardé la caja en el bolsillo. Tuve la tentación de dejarla tirada o de esconderla en el pantalón del suicida, pero preferí respetar su último deseo. Cuando todos se fueran, la abriría.


Ya en mi departamento, cerca de las cinco, aún no había podido almorzar. Seguía asqueado por la horrible sensación de la sangre caliente sobre mi cuerpo. Volvía a verla, manando con violencia, mojando mis manos y mis pies.
Me senté en el living. Acababa de llamar la policía para pedir algunos datos y ver si podía aportar algo más. De paso, me avisaron que el psicópata no había muerto todavía. Estaba muy grave, internado en el mismo hospital de esta mañana. Era prácticamente imposible que sanara o despertara, según el comisario a cargo de la investigación.
Sin embargo, algo me impulsó a ir a verlo. Para saber más de él o de su vida. Además, me tentaba la idea de dejar la cajita blanca de bordes plateados entre sus pertenencias.
Pero no iba a poder hacerlo.


Unos minutos más tarde estaba camino del hospital, por segunda vez en pocas horas.
Llegué a la sala de terapia intensiva pero dos oficiales me impidieron el paso. Estaban parados al lado de la puerta, uno de cada lado.
Me preguntaron si tenía relación con él, si era familiar o pariente. No quise decirles mi nombre, sólo contesté que lo había conocido hace poco tiempo. El más joven me dio el pésame por anticipado y me informó que podía quedarme por allí, para esperar el obvio desenlace.
Les agradecí. Di media vuelta y busqué la salida. Había sido un día bastante largo.


Después de subir a un taxi para volver a casa, tomé la caja y me decidí a abrirla. De una vez por todas.
Nunca hubiera podido imaginarme lo que contenía.


Tenía que entregársela a alguien. Pero no a cualquiera. Alguien que fuera capaz de llevar a cabo lo que la caja pedía.
Vi por el espejo retrovisor que el taxista había observado lo mismo que yo. Y supe que comenzó a desearla, con todas sus fuerzas.
Estacionó a los pocos metros, cerca del sector de entrada y salida de ambulancias, y giró hacia mí. Me exigió la caja y no quise dársela. Por eso mismo comenzó a golpearme. En el rostro, en los oídos, en el estómago… pero no la solté. La guardé en mi bolsillo, a salvo de todo.
Tratando de esquivar sus trompadas, bajé del auto. Sin saber hacia dónde iba, empecé a buscar al próximo destinatario.
Advertí que desde lejos nos estaban mirando. Era un hombre calvo, como yo, que parecía llevar algo pesado en sus manos.
Lo seguí. Enceguecido por el impulso de compartir con alguien especial el contenido de la caja, fui hacia la galería donde se encontraba. Aún sin saber cómo iba a convencerlo de que aceptara.
Se me ocurrió quitarle el arma a un guardia del hospital. Lo hice y corrí con todas mis fuerzas por uno de los pasillos. Mi corazón latía cada vez más rápido. La sangre ensuciaba mi camisa. Tenía el ojo izquierdo semicerrado y mis dientes…
Encontré al calvo y lo tomé del brazo. Con la pistola apunté a su pecho y lo obligué a correr junto a mí, para alejarnos de todo.
Nos refugiamos en un ascensor. Cuando bajamos en el segundo piso, casi sin aliento, le di la caja y le indiqué:
No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.
No tuvo tiempo de preguntarme nada. Allí mismo, cerca del balcón, acerqué la punta del pequeño revólver a mi garganta y disparé.
Caí sobre él. Y mi sangre... por Dios, tanta sangre a borbotones sobre su ropa, sus zapatos y el ramo de rosas rojas que él seguía sosteniendo entre sus manos, como si fuera un maldito trofeo.