2.9.10

Harold Brodkey y la defensa de la obra, por Pablo Moreno




Y como una alteración del lenguaje: no puedo decir Te veré este verano.

Harold Brodkey.


Harold Brodkey fue y es un escritor incómodo para el “canon” norteamericano. Al igual que Henry James, su obra es el reflejo de la tensión que genera la confrontación del artista frente a la Institución literaria de América, es decir, no era norteamericano, ni europeo, un escritor sin patria. De escasa producción (dos libros de relatos, dos novelas, un par de obras editadas post mortem) su figura cayó en el olvido. Su prosa osciló entre la aceptación europea y la calificación reduccionista de “Proust americano” en su tierra, lo que demostró una cierta pereza de la crítica al tratar de ubicar su figura aun siendo reconocido por sus pares (tal es el caso de John Cheever).

En el año 1993, dos años después de publicar El alma fugitiva, su primera y fulgurante novela, los médicos le diagnostican sida. Brodkey anuncia su enfermedad a través de sendas columnas editadas en The New Yorker, lo cual le vale la acusación de narcisismo, mas allá del estigma del sida en la América que nunca ha dejado de ser puritana. Esta salvaje oscuridad:

“Como he dicho, morir de sida es morir fuera de una tradición, es una especie de silencio. Indirectamente, Barry se refirió al horror social de tener sida en América de un modo terminante, muy dramático, diciendo que desde luego, me aconsejaba mantenerlo en secreto”.

Respecto al “horror social” al cual refiere Brodkey. Sirven como documentos estas dos entradas del Diario de Andy Warhol:

Martes 19 de abril, 1983.
Nona Summer me llamó para invitarme otra vez a una cena que daba esa noche en el Regine´s. Una vez allí, se me acercó Laura y me contó que en Page Six preguntaban si yo estaba enfermo. Me impresionó. Le dije: “¡Diles que no! ¡Ya ves que no!” Sabía que se referían al SIDA y que me daba mucho miedo. Ella me dijo: “Ah, no, ellos se referían a la gripe”. Pero seguro que no era verdad. Estaba Marcia Trinder, que por fin se ha casado con Lenny Holzer y me dijo: “No te me acerques, acabo de tener un niño”. Y yo le contesté: “Marcia, ya sabes, yo…”

Viernes 23 de diciembre de 1983.
Fui en taxi a la oficina, a la fiesta de Interview para intentar imbuirme en el espiritu navideño. Y…estaba Robert Hayes con su novio Cisco, que se está muriendo de SIDA. Me puse paranoico, no podía soportarlo…

Esta salvaje oscuridad es el fiel reflejo de una literatura “fronteriza”, si entendemos por fronterizo el espacio en el que la literatura desdibuja sus límites de género. Una novela que pugna por ser Diario y que es consciente de su propia construcción. Si el Diario es el registro cotidiano del escritor de todo lo superfluo, lo importante o de todo lo que se omite, la novela entonces, se permite jugar con el material (la experiencia de escribir y la vida misma) al ampliar esos registros diarios, indudablemente por cuestiones narrativas y en consecuencia, formales. Es más exacto afirmar fronterizo que híbrido porque éste ya sería una forma acabada y resultante de un cruce.

Ahora bien, por qué novela y no Diario, por qué esa inestabilidad. Formalmente, en Brodkey es la manera viable de realizar la confesión de su enfermedad, el origen de la misma y la defensa de su obra. La lucha del escritor norteamericano contra las instituciones es un leit motiv presente a lo largo de toda la historia literaria norteamericana. Lo supo Henry James que ni con la edición crítica de sus obras en el siglo XX fueron ignoradas por público y crítica, una obra iniciada en el siglo XIX y que recién empieza a ser receptada en la segunda mitad del siglo XX. La “lost generation” produjo desde el exilio. La “beat generation” desde la fuga de América o desde la búsqueda de América a través de sus rutas. Son gestos que revelan la experiencia de la escritura como un acto de choque contra el orden establecido.

Lo cierto es que tanta defensa puede expresar la fatiga del cuerpo enfermo, o en todo caso los vaivenes de producirla o no son el resultado de lo que permite el cuerpo, en donde juegan las defensas del mismo y los esfuerzos que implica la escritura. Esta salvaje oscuridad:

“Para ser sincero, el esfuerzo de escribir, y la edad, la opresiva asfixia de la enfermedad misma, la triste convicción de la importante validez de mis ideas (de lo que supone mi obra) y la penosa defensa de esa obra me habían cansado tanto que la idea de la muerte era un alivio. Pero también quería hacer un gesto de desafió la sida. De modo que acabó imponiéndose lo contrario. La enfermedad y sus imposiciones (como todas las imposiciones) eran despreciables. Imaginé que más tarde establecería con ella una sumisa amistad mientras me mataba, pero todavía no.

Experiencia radical de literatura, el umbral de la muerte es el sismógrafo del escritor. La enfermedad impone la forma a construir. Se vive entre la pleamar y la bajamar de la medicación. Si la salud (o la energía) hacen la obra, la enfermedad derrota las ambiciones de la misma. Es decir, hay algo que derrota la experiencia de escribir y es la vida. La novela requiere aliento y se vive, se muere o se muere escribiendo. Sólo queda tomar decisiones:

“Necesitaba hacer unas correcciones en las últimas cien páginas de Amistad profana. También había empezado una novela sobre la muerte vista por un hombre joven y, bastante adelantada como estaba, quería estudiarla y ver si me llegaban las fuerzas para acabarla.
Ahora, un poco por los peligros, un poco por el relativo silencio, me pasaba la mayor parte de la noche quieto, boca arriba o sentado, con el tubo en la nariz, intentando pensar qué hacer o qué pensar.
Me encontraba sin inspiración, vulgar.” (Ob. cit.)

Considerando la progresividad del sida, una enfermedad del tiempo (Susan Sontag dixit) el pacto autobiográfico se constituye en el tiempo que resta, lo que queda por vivir. Escribir implica un gran riesgo físico, el verdadero escritor deja en ese acto la vida, sobre todo cuando nos referimos a escrituras del yo. Cuando la enfermedad avanza se escribe para desafiar a la muerte y la escritura es la afirmación de la existencia. A partir de ese pacto Brodkey compone su obra en el paso del tiempo. Las capítulos se dividen y titulan con fechas y estaciones del año. Es preferible abarcar mayores porciones de tiempo que imponer la tiranía del registro diario del deterioro del cuerpo. Probablemente la escritura pierda desesperación y salvajismo, pero gana en serenidad, estamos hablando del paso del tiempo a través de las estaciones. Implica que se absorbió y se vivió vastas porciones de tiempo y el milagro se produce. Emerge la vida:

“Y a veces al despertarme, siento el cuerpo como solía sentirlo estando despierto cuando era más joven, aquella rara capacidad de sentirse firme, de ser flexible, de tener los miembros ágiles, y todos los conductos de las sensaciones refulgían en una descarga silenciosa, y, en privado, uno se desplegaba en un alarde de seducción. Vuelve la vieja impresión de suerte, de pase-lo-que-pase-al-menos-tengo-esto, aunque el tiempo verbal ya no es el mismo. Me siento humo. Y cuando mi ojo capta parte de la parábola que describe un pájaro en su vuelo, me siento temblar y todo mi cuerpo es un revuelo.” (Ob. cit.)

Fulgores que se revelan en epifanías. La escritura de Brodkey hacia el fin de la vida se posa en ese tipo de instantáneas que no hacen otra cosa que recuperar la memoria de la juventud de un cuerpo que va perdiendo vitalidad y que esta siendo minado por la enfermedad. La escritura se hace urgente o mejor dicho, la defensa se hace urgente. En el medio norteamericano (y estamos hablando de fines del siglo XX) la homosexualidad fue enviada al gueto. Edificar la defensa de una obra involucra la cronología de una vida y el origen de la humillación:

“Ya no tengo miedo.
Puedo describir sin histeria el meneo anal que probablemente condujo a la transmisión del virus y a mi muerte: me acosté con hombres, innominados, no famosos, hombre que no podían pedirme nada ni echarme la culpa de algo ni esperar de mi una revelación. Puedo ofrecer una lista de los hombres que he tenido (o de las mujeres que he tenido). Pero la auténtica verdad es que este país todavía no considera el sexo un hecho que forma parte de la vida.” (Ob. cit.)

Y a partir de esa confesión, pública, descarnada, se defiende la obra:

“No puedo cambiar el pasado, y no creo que lo hiciera. No espero ser comprendido. Me gusta lo que he escrito, los cuentos y las dos novelas. Si me ofrecieran verme libre de esta enfermedad a cambio de mi obra, no lo aceptaría.” (Ob. cit.)

Harold Brodkey falleció un 26 de enero de 1996. Se fue sin estridencias, y el escándalo cedió al olvido.