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16.1.14

La música de los libros, por Bettina Bonifatti



Capítulo: Defecto peculiar del periodismo según Chesterton

Escribir sin letras con el texto al lado es muy extraño. Es una suspensión temporal de la letra. Alguien se habrá sentido raro alguna vez tallando signos sobre una tabla de arcilla. Me siento prehistórica.
Mientras extraigo las letras pienso: deberían existir letras que se escriban en voz baja, no solo que se lean en voz baja. Mis pensamientos irrumpen como animales; pasan y se van o llego a enlazarlos en mi cabeza. La gente habla del cuerpo y la cabeza. Yo cuando digo cuerpo incluyo la cabeza.
Me gusta inventar. La hechura de las palabras, el tiempo,  la constancia, el paulatino avance, la búsqueda, el hallazgo, la continuidad. Solo con viajes pude suplir un poco en mi vida la curiosidad observadora. Pero para anotar frases. La observación de los datos de la realidad no es mi fuerte. Pueden llevarse un mueble grande de mi casa y no darme cuenta por dos semanas. La palabra me gana igual; la palabra me gana siempre, desde que aprendí a dibujar la letra f —no sé por qué—; y de todas estas idas y vueltas, es al final la letra la que intento suspender, como un ejercicio matemático, para delinear un modo que extraiga la voz de los libros, sin palabras. Extraer la puntuación se mantuvo. Empecé a buscar si la idea ya existía, ¡con miedo a los muertos plagiarios!, los que ya han pensado lo que uno piensa por primera vez. Tengo un amigo que cada vez que piensa algo Sebreli lo dice por televisión. Del mismo modo temí encontrarla ya formulada. Busqué; y al no hallar vestigios me decidí a escribir casi apurada, antes de encontrar que otro ya lo haya hecho. Después de todo, si ya existe no es algo malo, debe tener otro rostro, nacido de otra manera y yo precisaré la mía.
Las ideas también se introducen cuando uno lee (eso se sabe), y una idea entró imprecisa primero en una lectura inolvidable de G. K. Chesterton: se trata de un defecto peculiar del periodismo. Dice que la innovación moderna que sustituyó con el periodismo a la historia ha logrado que todos podamos oír únicamente el final de cada historia. Que lo tratan todo como cosa reciente. Dice: Nos enteramos de que alguien cayó muerto y esa es la primera indicación que tenemos de que haya nacido. Oímos hablar de la disolución de los monasterios y no sabemos casi nada de su creación. Que lo mismo hace con las ideas. Por estas páginas me dije: si tengo que escribir sobre esta idea, no puedo cometer el error del periodismo; saltear la curiosidad que desvela, los reflejos de los pensamientos y atreverme a precisar cómo surgió, de qué divisiones; porque a veces el pensamiento en sus estratos funciona igual que la Tierra. Uno no ve los desplazamientos que terminan hundiendo un milímetro imperceptible o el despertar de un volcán. Yo siempre asocié los volcanes a la lectura, y me decía: bajar a los volcanes a leer, como si leer fuese un acto subterráneo o geológico. Pensar también tiene algo de la tectónica de placas, o el mar de limitaciones que tiene la libertad de pensar y anotar lo que uno quiera. El alto precio de decir lo que a uno se le antoja puede terminar mal; entonces uno se atiene a reglas rigurosas. Como un cerebro aparte con antena que detecta y rechaza, en medio de la enorme libertad de decir.
Las partituras surgieron. Ya estaban sobre la mesa y eran cada vez más. No pondré la cola por delante, sólo presentar la idea y rastrear destellos, dado que con los hilos del pensamiento nunca me llevé bien, porque: ¿Por dónde vino el hilo? Como los ciegos vamos tocando el hilo, pero el pensamiento, como la luz, si bien se propaga en línea recta, se refracta. Cómo se llega de un lugar a otro del pensamiento no es ya un problema de espacio. ¿Será un problema de luz? No le puedo preguntar a Rembrandt, su conquistador, que con la luz mostró lo nunca visto del espacio. La naturaleza de uno, de eso se habla, de la naturaleza de uno. La mía es no perderme cuando me voy por las ramas. Si escribo, a veces me orienta la geometría, desde que un pintor me dijo el concepto de Cézanne (que todo en el mundo eran esferas, cilindros y conos). Me hizo dibujar un círculo, un rectángulo y un triángulo, luego darles volumen y así los vi. A partir de ese día vi los cilindros de las venas, de las latas de bebida, de los árboles, o los conos de las narices, las esferas de los ojos. En una época estudié escultura y vi otra vez: dos cilindros, dos esferas y otro cilindro grande y la base del torso ya estaba estructurada. También veo geometría al escribir, porque en el lenguaje la hay como en la pintura; y me digo: ¿por qué la consideran fría? La geometría es algo caliente. Un día intenté definirla cuando pintaba: los que consideran fría a la geometría o creen que es reproducir figuras geométricas no ven nada. Geometría es desde un dedo hasta un hueco pasando por el planeta Venus y regresando por la oscuridad hasta la vida.
Los pintores también son veloces. Parece que pintan deliberadamente pero no es así. Una vez reprodujeron en cámara lenta una escena filmada de Matisse pintando ¡la técnica para investigar el arte! y fue notable ver el cálculo y el pensamiento en cada pincelada. Al reproducirlo a la velocidad normal daba la impresión de que ni sabía lo que hacía. Es la velocidad de una razón que se maneja en otro tiempo y no en el que conocemos. El tiempo del ojo no está en el ojo, claro: ¿está en el cerebro, en la mano, en el trayecto, en el conjunto? Lo sabrán los científicos: los artistas lo viven. La pintura tiene esa velocidad también, parecida a la música y a ver todo a la vez, lo simultáneo. Por esto mismo es que vi que había algo de lentitud imperante en las letras.
(…)
Siempre prosa. Elegí a Mansilla porque lo amo y a Sarmiento porque lo admiro. Anoté en mi diario: Mientras escribo las partituras (así las nombro por ahora), siento un enorme esfuerzo mental al transcribir, aunque sepa hacerlo ya de manera que se podría decir mecánica, lo que voy extrayendo no sé qué es. No es la palabra, y recuerdo una frase: La letra que nos cubre nos descubre.
Extraer es una operación asombrosa, con la sensación de algo absolutamente nuevo, un surco que marcara mi cerebro, una línea que por la mente se abriera paso, no exactamente como una herida sino abrir una superficie nunca trazada, huella que llega a doler en la cabeza y da posterior y gran cansancio. Contrariamente a esta sensación de maniobra, es posible ir escribiendo los signos de puntuación y el código de sílabas con su acentuación.
Todavía no vislumbro los distintos usos que podría tener. Me gustaría que otros lectores apasionados se lo apropiaran para usarlo con felicidad y no lo considero un sistema para que sesudos intelectuales (como han hecho con otras obras) quisieran hacer un estudio que espante a los lectores. Porque hay libros que la gente no lee por desmedido respeto, o por ser famosos. Tanto miedo se ha metido con obras que pareciera que si uno lee después tiene que hacer comentarios, ser evaluado a ver si entendió, o distintas maneras de la crítica. No es así. Hay que hacerse amigo, agarrar La divina comedia y que no te importe lo que piense el vecino.

(…)
Concluyo que la lentitud es la que ha hecho inadvertida la música de los libros. Los lectores asiduos la escuchan, la sienten y la conocen. El sonido de los libros es negativo, pero se oye cuando el tiempo de la lectura sobrepasa cierto límite. Así como uno necesita entrenamiento y concentración para cualquier actividad, deportiva o artística; y así como las horas de ver hacen al ojo que ve cuadros, la música de los libros suena en los oídos en los que todo el cuerpo se convierte cuando leer es parte importante de nuestra vida. Y, como en todas las cosas, prima la subjetividad. Hay personas que tienen oído para los libros —y no depende de la cantidad de textos que hayan leído— y otros que escuchan a cada autor y le conocen la voz con ese sentido sin nombre, audible pero no sonoro, que percibe la lectura.
Defensa de lectura. Leo y subrayo, leo y vivo, y si como dice Papini todo libro es en cierto modo un enemigo, un invasor, que quiere sustituir otros pensamientos a los tuyos, me gusta cómo describe su defensa: propone leer a mano armada. Cuántas veces, armarse con un lápiz de color y leer en la cama y herir los márgenes con trazos largos, violentos, con despiadados puntos de exclamación, con insidiosos interrogantes, con flechas de franca desaprobación. No todos los libros, claro está, merecen este trato guerrillero.
Mis armas suelen anotar en la última página palabras clave y número de página, como un mapa para volver. Y en esa música está uno cuando subraya, marca, se defiende o recibe. ¿Qué es leer? Movimiento lento, ojos necesarios para la voz.
En estos días encontré un texto de H. A. Murena titulado Lecturas que sí da respuesta a mi pregunta: ¿Qué es leer? Comienza diciendo —lo cito de memoria— que el oído es el sentido primordial y la última facultad que el agonizante pierde. Afirma que lo creado tiene raíz de música. Y por fin aclara: Leer es experiencia muy distinta, la palabra aparece arrancada del medio sonoro. Leer. Operación previa: desencarnarse. Dice que abrir un libro es abrir la puerta de la soberbia. En la escritura podemos sentirnos soberanos. Luego se refiere al riesgo que ello implica.
Lo no oído o inaudible al borrarse también se hace voz. Acaso la música tenga origen en pérdidas de lo nunca escuchado.
(…)
Y si nunca se puede extraer la música de los libros (acaso sea tarea imposible), tal vez mejor. Pero que sepan que se oye. Entonces el oído podrá pensarse más seriamente en sus dimensiones sin sonido. El oído de la lectura no es un tema común. Si las personas pudiesen sentir la música de los libros, aunque no lean conocerían nuestro sentido del oído ancestral, prehistórico de silencios que no conocimos. Un silencio prestado por los animales. Porque la escritura está conectada con un silencio prehistórico; donde antes de hablar, los seres humanos leían el mundo con los ojos. Leían en silencio a veces todo. De ese salto entre el silencio y la voz, está hecha la escritura. Como un raspar en piedras. Pero con la voz, la vorágine del ritmo y del oír. Todos quieren hablar. Todos hablamos de más. Pero: ir al silencio y bajar, descender como quien baja a un sótano o túnel subterráneo (bajar decía yo, —no por nada— a los volcanes a leer). Leer es para mí descender. ¿A dónde? Una vez lo comparé con el museo. Y ahora desperté con esta idea. Prendí mi lámpara de piedras y lo pensé. Ese silencio (cero) y luego el descenso, tiene el efecto de transportarnos al tiempo en que no había lenguaje, y los ojos de los homínidos leían el mundo. Luego, ya no lo sabemos. Qué ruidos, qué músicas, qué sílabas latieron guturales como corazones. Pero antes sí, hubo lectura silenciosa, esa que se sabe que será inexpresable y que uno va a perder si lo quiere decir.
Leer es descender, usar los ojos. Leer es estar, como cuando se regresa un pez que ya moría asfixiado y revive; es volver de alguna manera al punto animal anterior al lenguaje en la actitud, no en la acción. En la disposición. ¿Por qué pienso esto? Porque imagino que como yo leo una página (en ese silencio pacífico o violento), de ese modo y con ese silencio sintió y supo el hombre antes de poder expresarse. Es lo más antiguo —el silencio separando lo nuevo— el lenguaje. Pero el silencio tiene el peso de su tiempo, es como usar un silencio prestado, sabiendo que uno debe devolverlo y volver al mundo presente y parlante. Leer no es parlante. Lo absurdo salva, dijo Pessoa. Véase a los escritores con sus gatos silenciosos como lectores y no parlantes como perros domesticados. Leer es salvaje.
Pensar el silencio como lo inexpresado que es más que lo expresado.
Cuando leo, siento que lo hago con el silencio prestado por los animales que no pueden hablar y cuando escribo lo hago con el júbilo de haber podido hacerlo.


3.11.12

La mañana sol de limón (VI), por Hugo Savino





Harán todo para que no escribas estas notas. La nota, la impresión rápida es lo censurado.

Mejorar el garabato, sólo eso. No tener miedo de la repetición. Ese miedo esconde pereza, miedo a seguir. Muchos toques porteños. Es importante saber elegir las compañías mientras uno escribe una novela.

No acompaña, está ahí como conciencia crítica, por favor, detestables las conciencias críticas.

La fuerza en la palabra composición.

Todavía me zumba en los oídos el piojo que habló y habló. Piojo a jugo de zanahoria.

Traducciones para llegar a poner unos pesos en el bolsillo, mostrar una cara social. Mis feroces amigos de la generación no perdonan el fracaso social. No me olvido que casi todos escriben para un público. Chamuyan para un público. Llenan sus bolsillos con chamuyo de manual. Y menos perdonan mis borradores dopados. O acelerados. ¡Mierda! a la palabra generación. ¿Qué hace ese yuta en nuestra mesa? ¿Por qué pierdo tiempo con ese mitómano filosófico? Taimado. O turrito. A ese tipo sólo le interesa alguien del otro lado de la mesa. ¿Qué hago perdiendo el tiempo con mi generación? ¿Con estos maestros ciruelas? Tipos correctos. Que leen libros por la mitad. A mí me interesa la resaca, la soledad, el silencio, los amigos discretos, el secreto.

Hay que ir a más soledad, hacia lo desconocido. Inspirarse de los que exploraron esa caricatura que es el mundo real de una generación. Esos tipos que metieron el lenguaje debajo de la alfombra. Los relatos argentinos de Eduardo Wilde.


Los claros de luna. Poner muchos claros de luna.

Desertar de qué, de dónde. Es difícil saberlo. Es un impulso. Pero desertar. Y lo primero que se me ocurre es: ¿por qué discuto con ese ignorante acerca de un escritor al que nunca leyó? Usa la palabra desacato. ¿Qué sabe del desacato? Desertar de las ideas generales, en  principio. ¿Me asusta ir a un vivir invisiblemente? Conozco a algunas personas así. Invisibles amigos. Amigos secretos que no presento. Hay que merecer amigos impresentables. Nos vemos  cada tanto. Vivir de manera invisible es una posibilidad.

Tener presente que esto es trabajo: componer. No perder de vista ese verbo.

Espero saber qué debo.

Quiero que la mañana se coma el día.

Reducir a nada la vida social. Apenas un gesto. Cara social. Siempre todo bien. Apenas un gesto para calmar los celos.

También: desertar de la gente que no tiene pudor, que nos meten en sus historias de bombachitas. Caranchos de la amistad.

Escribir en cada libro mis memorias. Dioses de la Memoria: por orden de aparición: Cardenal de Retz,  Duque de Saint-Simon, el general Lucio V. Mansilla, Carlo Emilio Gadda, Jack Kerouac.

No ceder a los que piden narración. Que la escriban ellos. Que la lean ellos. No escuchar a nadie en materia de literatura.

Trenes de carga. Vagabundos viajeros. Linyera porteño.

Sí: carajo de carajo de carajo: que esto se vuelva imposible. Oscuro. Sonido. Desconocido como el desconocido de esa esquina de acá que me saluda: ¿hablaremos alguna vez?

No me decido a comprar una gorra inglesa: me miro al espejo. Me sobresale la nariz.

Hay cosas que no deben filtrarse, hay frases que no pueden caer en manos de cualquiera.


Lola, después de tomar sorbitos de té: ¿amor? un clavo saca otro clavo. Y lo miró ojos acabo de dejarte. Solo se escucha el perro de Amanda.

Libreta de notas en el bolsillo. Anoto los gestos de Lola, los esbozo, los agarro en el aire, me los llevo a un aguantadero secreto, los miro, los escucho hablar. Lola escucha la visión, yo transpongo, ella se reacomoda en la silla, ni se baja la pollera, no se toma el trabajo, qué miren para otro lado o no. Tengo que escribir cinco libros a la vez. Y veré las ensoñaciones. El perro de Amanda ladra en el traspatio.

No frecuentar a las “hormiguitas de la palabra”.

Evitar los nombres y alusiones a ex-amigos. ¿Por qué? Nombres: es obvio. Pero: alusiones, ¿por qué no? No: evitarlo. ¿O no?

Autoestima: baja. ¿La literatura como oficio? Oficio galgueante. En tres años apenas si gané para pagar la luz. No mostrar mucho el fracaso social. Insisto. Envenenar el concepto de amistad. No existe. Es un sentimiento insípido. Las grandes sentimentales y su maldad.

No haré más: leer lo que no me interesa, escuchar música con la etiqueta: moderna, escuchar monsergas políticas, no tomaré mucho vino, detesto el culto al vino, descartaré la carne poco hecha, no comeré riñoncitos, me dan asco, como la polenta, no leeré diarios. No escucharé más: a los que participan en polémicas, no  hocicaré frente a escritores de renombre, me cago en el concepto escritor de renombre, no curtiré con escritores que me hacen el numerito de la pobreza, de la vida interior, no perderé un minuto con los que predican “el kitsch soviético de la pobreza” como dice Lorenzo García Vega, no refrendaré la mitomanía, no comeré con filósofos baratos que no saben quién es el Cardenal de Retz, más rápido, no me sentaré a tomar ni un café con un filósofo.

Siempre detesté la escuela. Desde el primer día. No era para mí, para bien de la escuela, que nunca me reclamó.

Desolación: ¿cómo poner esa palabra en una frase? ¿Cómo no dar risa?

¿Dosis de desconexión? Máxima. ¿Mundo exterior?: para mí: imposible.

Única ciudad.

Acepto la queja de la investigadora: acá no pasa nada, y la queja de la profesora: me repito. Agrego: la ubicación es indeterminada, apenas personas que se cruzan. Todo sale de la nada. Acepto: acá no pasa nada.

Baño en tacho en la piecita del fondo. Una vez a la semana. Tal vez ese rasgo conventillo hace que mis casas abandonadas se llenen de polvo. Acepto.

La mirada de Lola: hace lo que quiere con sus ojos, mata o resucita o te hace nacer y te mata o te abre el infinito o te descarta.

Desalojo del año 46. Ahí veo toco psicologista en puerta. Es la tentación. Mejor es éxodo. Lista de nombres, infinitamente infinitamente. La dirección es salida difícil, complicada, repeticiones, letanía, mucha letanía, medio éxodo, medio encantamiento, ningún avance, morderse la cola. O acaso ¿no es nuestra historia de mudanzas?: salidas complicadas, juicio incluido, desalojo, a los tumbos. El toco sentimental está ahí, al alcance de la mano: niño que nace unos meses antes de la partida,  a las 3 de la mañana, llueve, la familia y los vecinos están en el patio, debajo de la galería. Tal vez hubo truenos. Primavera. Llega sin pan, la familia no pedirá mudanza, salen empujados por un de oficial justicia de la fábrica Alpargatas, argentina. Nace en tierra de desalojo. Está todo listo para novelón de premio. ¿Qué otra cosa haría falta? No tengo a mano ningún novelista de trama. Pero esta mudanza no durará tres días, por la Avenida Montes de Oca, cruzando el puente, por Avda. Belgrano, por Lavalle a la derecha, por Paláa a la izquierda, y paramos en la mitad de cuadra. También otro día, el camioncito, con lo que quedaba en la calle Olavarría, tomará Patricios hasta California y saldrá a Montes de Oca. Un solo día de los tres.

Malestar: imposible de aplacar. Consuelo, menos. Y el último y tardío aprendizaje: escribir sin esperanza. Limar el resentimiento de la soledad, las púas del resentimiento de la marca en el orillo, “hasta el resentimiento”, siempre el mismo ritornello: obvio y sí, y variado. Esto no tiene nada que ver con la claridad, con las ramas de lo claro y no pienso pasarlo en claro. Ya no pienso pasar nada en claro. El carancherío quiere claridad, realismo y su yuta: la proporción, para qué, si no lee. No me voy a ir de la escena, no estuve nunca, así que no me tengo que ir. No se puede anudar ninguna amistad.

Sólo me gustaría sentarme y contar todo el dolor que tengo y que alguien escuche y no diga nada. Que no me diga que me va bien, que conozco alguna ciudad, que escribo como pocos –eso lo sé, de memoria, no, necesito alguien que escuche un poco, sin consejos, sin comprensión, odio la comprensión. Repetición, amo la repetición en todas sus variantes. Leo una novela y reviento de angustia. La angustia: dónde ponerla. Y me vuelvo supersticioso, inmóvil, me quedo ahí, atado al terror. Ataques de terror mudos. No digo nada. No se lo cuento a nadie. No puedo. No puedo contarle nada a nadie. Necesito estar con gente sobria, aguda, rápida, voy al bar y me junto con la banda. Vistean y no me dicen nada. Un café. Es todo. Sigue la ronda de la conversación. No hablo mucho. No sumo. Pero me alivia. – En la otra punta, Raúl escucha. Sabe algo, sacó la cabeza de la concha de la literatura y arrancó. Jerry dice que Raúl escribe caravanas de conversaciones en argentino sonoro, masas de sonido en expansión.  Registro sonoro volado. Por eso me tendió el cable, no pregunta nada, me llama y me ayuda. Cero comprensión. Un día fuimos a ver una ópera de Mussorgsky, era mi cumpleaños y Raúl sacó dos entradas, Boris Godunov, y pizza en Guerrín y empezó nuestra amistad. El único escritor callado que no pide permiso. Nunca habla de lo que escribe. Es un escritor demasiado bueno. No necesita recargar con paráfrasis tediosas lo que hace, no escucha el eco pelotudo de  las glosas, no anda con letanías de escritor quejoso. No necesita autoelogiarse. Todo lo pone ahí. El que quiera escuchar que escuche. Salón del fondo. Y sala de billar. A perderse. Horas ahí.


Camina contra el reflejo de luz de la mañana. Hijo de un llegado a la Boca, a los tres años, en el culo del tiempo, visiones de recorrido, y las ensoñaciones de la vida, ¿cuándo empezaron? ¿a qué edad? no hay respuestas, pero el reflejo encandila fuerte a eso de las once y entra en la luz de la ensoñación, o sea, en su ruina, obstinada y personal, social, porque nunca creyó que haya un horizonte insuperable de escritura, nunca lo creyó, siempre hay una voz, en algún lado, es verdad que uno dice ruina y alguna idiota escuchará algo filosófico, porque tiene el oído congelado en lo que le enseñaron, porque nunca pudo ir más allá, tratará de herir con su mala leche, y sólo puede dejar la marca de su odio, de mano atada, su mano de envidia que no tiene sonido, pero ya no importa, todo  eso, ahora él, ya a la mierda filósofo, poeta, escritor, ensoñado, camina hacia la mañana del olvido de todos los odios, hacia la soledad, unas papas en la olla, zapallo, apio, a esperar, notas en la libreta, copia frases de Ruth Klüger, asocial, que salvó su alma de los fanáticos – aprendo a blindarme leyéndola.

De padre de la ensoñación a hijo de la ensoñación a familia de la ensoñación. Pero estuvieron los años de miseria. ¿O pobreza? ¿Lo poético y la pobreza? ¿Permitido, no permitido? Eran cazadores de fragmentos de la eternidad, Irma aprendía a hablar escuchando a Ignacio Corsini, lo voy pensando mientras me voy a encontrar con la banda en el Santa Lucia, un bar de Florida. Planeo de paranoia, todo el miedo de la paranoia imposible de contar, la paranoia es mi alimento, cómica.

La ensoñación no es imitable. Machaca contra lo social. No hay escuelas de la ensoñación, como puede haber escuelas de otras cosas, escuelas filosóficas, cosas así, autoayuda disfrazada de sabiduría. Ensueño la caminata por Salta y Caseros en futuro de la perdición. Pierdo lo que pierdo. Y pierdo mucho en la ensoñación. Que no tiene que ver con la poesía, la poesía no es ensoñación, es una actividad para gente con los pies sobre la tierra, hijos de rentistas que son más o menos parásitos y les encontraron un lugar social: poetas. Ahora hay muchos hijos poeta. No sigamos. Hay gente que se enoja. Pero es un lugar social.

Aníbal escribe poemas incontables: sobre nada, nanookes reventados que van de un libro a otro, sin género, gente que trata de orientarse en la selva del lenguaje, tipos que están por nacer, que miran por los huecos, que murmuran insultos. Su novela: James Fenimore Cooper: secuencias desatadas en un paisaje de nieve.

La novela es una larga carta a un amigo (¿quién lo dijo?).

Mandelstam era un vagabundo. No lineal.

Los estigmas del nacimiento: el más doloroso: tampoco tuve juventud. El reputísimo trabajo a los dieciséis años. Todo se cagó ahí para siempre. Línea divisoria.

No necesito comprensión: o plata o nada. Sigan su camino.

Lo blando de los hermanos de clase, la mierda solidaridad de la clase. Dos categorías: los que trabajan a los 16 años y los que van al colegio. Nunca se encontrarán. O al final fatalísimo desencuentro.

No explicar nada: ¿me quedan amigos que fueron a trabajar, que encallaron  a taller o en la sedería? 
El único hilo, pero retorcido: laberinto, conventillo de chimentos, escándalo en la familia, es la mudanza.

Mantenerse en: plata o nada: seré pobre pero leí a Proust, y hay que ser muy pelotudo lector para después de siete tomos seguir creyendo en la amistad. O en sus derivas confesionales.

Paranoia, sí, se come todo, pero ahí está. Pide todo y más. Pero ahí está. Boletos a perdedor, en tandas o de un saque,  por derecha fondo sepia pizzería de La Boca, pasado perdido. ¿Y si todo empezó el 9 de mayo de 1906?

Madre de Roque Juan, madre italiana: ¿qué pensaba camino a Buenos Aires? Barco Minas. María Zimariello. 33 años, pelo en rodete. Vio la luz de la mañana entrando al puerto, la luz de la mañana de siempre, inmutable luz de la mañana de 1906 tornasolada como hoy o como cuando Gaboto bostezó en Barracas prisma de la esperanza acogotada en la esquina.

Poner la calle en movimiento, darle todo la sonoridad, la sonoridad de las vibraciones. María caminaba en el culo del tiempo. Alguno la miraba, como si fuera de Longone. Iba con alguna amiga, en murmullo de sueños, palabras rengas, entrecortadas, distraídas. Las miran caminar, pasa un carro, las llena de polvo, se agarran los sombreros, se sacuden los vestidos, siguen por la no Longone como chicas de Carlo Emilio Gadda. No es verano y no muestran los brazos.

Los nombres: cinco en tapete verde rascado. Trastienda de tabaquería. Escena a tiempo ido. Quilmes. Es el fondo del tiempo. Roque Juan viernes a la noche de todo el año. En ese cuartito más o menos preparado. Mesa ratona al costado – para whisky y vasos. Entra pibe Silva – y no pasa de largo. Se sienta atrás de Roque Juan. Y atrás de todos la cortina dorada que separa el cuartito de la tabaquería. Todo visto de frente. Jugador de la izquierda, un tipo desconocido, capote de carrero azul anegrado. Atrás de él, hombro izquierdo contra la pared, el padre de pibe Silva, traje gris a rayas,  cruzado de brazos, cigarrillo en la boca. Espera. Jugador de la izquierda, Américo, sombrero y sobretodo azul cruzado. Al lado de la cortina un cuadrito con foto del padre del padre pibe Silva. Más a la izquierda, repisa con jarrón vacío. Acá nada es transitorio. Acá se mata el tiempo para siempre: se juega, señores. Estos cinco están fondeados en el amarillo provincia de Buenos Aires. A un día del domingo. Pero la eternidad está acá. Todos nos vinimos a vivir aquí. A esta pieza del fondo. El pibe Silva está destinado a quiebre. Madre inglesa y padre con tabaquería entregada al tapete. Ruina. Sequía. Mira a estos tipos de día viernes. El futuro se le anuncia empleado de saco gris fábrica de Suárez y Herrera. Acá nadie ilumina a nadie. Es el juego a secas. Estamos de espalda. Al mundo. Para ninguno de estos tipos el dinero es un anzuelo de la infancia. No hubo infancia. Y menos un anhelo. Y menos un objetivo. Todo en las cartas. Llegarán se irán, se desarmará la mesa tapete verde, quedará ahí, quedaré inaudible, se irán la partida terminada, los bolsillos secos, uno solo saldrá alegre contenido, pudor en el gesto. No había promesas, no hubo promesas cumplidas. Un poco de desilusión. Apenas.

Victorino, saco gris de invierno, pantalón azul, sobretodo negro colgado en la percha está solo en Barracas. Es viernes, pero no fue a Quilmes. En la tartamudez del invierno julio.

Acá nadie saca la cabeza a flote. Nadie va más allá de lo que puede. Acá nadie puede mucho. Estos no fueron más allá de esa línea del rebusque a changa.

Veremos si acá se mantiene la esperanza, si alguien sale adelante. ¿Rechazos? Veremos. Hay y no hay.

Lugar es una palabra. Nada más.

La luz fría de junio está colgada de esos carteles en la Avda. Mitre, en el presente de este pasado ellos vienen de una casa de inquilinato de madera y van a otra casa de inquilinato de cemento, ¿un progreso?, la de ahora, luces modernas que tapan todo el pasado, los desalojan para siempre, sólo queda acá, y no sé. Pero el que te hostiga te vigila, remaldito ideólogo, quiere que lo escuchen. Salimos vigilados y no nos dieron nada, fuimos allá, cruzando el puente sala grande dividida por un tabique, cocina de chapa afuera, cocina de kerosén. ¿Queríamos irnos? No nos dejaron partir, nos echaron. No fue un camino de tres días. Todo el bagayo en camioncito y en un día. Nadie nos esperaba. Fue la primera vez que nadie esperaba nada. Nadie se acorazó, no daba ni para eso. Nos desparramamos. Rengos de pata y brazo. Ese día no vimos la cosa de cada día en su día. ¿Nos bañamos? ¿O estábamos algo olorosos? Paquetes entre la mañana y el cielo envueltos en papel de diario bultos de lona atados con sogas de los camiones de Barracas, prestadas, la lona y la soga. Mañana soleada de febrero.  ¿Quién dijo?: había que salir de allí. ¿Mateo? De debajo de esas chapas.  Estaban todos cansados, sordos de cansancio. ¿Cuántas familias? Veníamos de casas distintas. Todos en desalojo raquítico. Teníamos los labios sellados. Matasello orden de desalojo. Atrás no quedaba nada. Rescoldo. La pava quedó en el fogón.  El único olvido. Y no fueron tres días en el desierto. Fue camino de un día.

Nadie nos ayudó.  No quedó registrado.

¿Dónde leí: no miran las palabras mentirosas? Con esos dos no tendré sobreentendido.

¿Lola vuelve a su ciudad?  Dijo: no lo descarto.

Mejor hacer tomas, no en el sentido cine, no, en la vía jazz, aunque suene remanido, o repetitivo, como dice mi falso amigo: qué carajo me importa si es repetitivo. Los policías confunden repetición con lugar común, no pueden escribir y se ponen a limar las repeticiones, algo les mató el oído, se les ensordeció adentro, y viven de mañas teóricas.

¿Qué realidad? ¿La tuya? ¿O la mía?

En el comienzo, el remiendo: durante cinco meses cadete compañía de seguros –nombre griego–, llevaba correspondencia a los hoteles de la zona. Tipos de provincia o extranjeros en trajes impecables, que iban a los bares de Carlos Pellegrini o de Paraguay y Florida, a esos restaurantes cajetillas de Reconquista o Charcas. Cadete de oficina, último orejón del tarro. Por esas calles, horas haciendo trámites.

Los estigmas del nacimiento: ¿origen?, no, no me parece, por ahí no, los estigmas son las heridas, las puñaladas dostoievskianas de los jefes y compañeros, el salario de mierda. El único origen: a los 16 a la oficina, el origen es humo, chamuyo. Acá se trata de patio, de inquilinos, cuchara, sopa, culo en la silla. Trabajo. Lo siento. Plata, falta de plata. Trapo rejilla. En fin: se trata de filtrar el tiempo. Las heridas están en el bolsillo, como las citas, todo en el desierto. Pero en el desierto de Henri Meschonnic.

A rastrojero, años después – ¿color? – ¿El que estuvo por hundirse en Santa Teresita?

Desalojo – alquileres – inquilinos – zarpazos – Troilo: asesinado en homenajes, evocaciones. Asesinato repetido. Los rentistas del homenaje.

No olvidar: el relato borra el recitativo.

Tenía un título del que estaba enamorado – lo demolieron con saña. Veremos cómo me las arreglo con la saña. Por ahora me puede.

Carnaval de 1950: estoy parado en Paláa y Berutti, otra vez, unos meses después de la llegada, de atravesar el desierto, no el de los tres días. Un día de la mañana a la caída de la tarde. Todo en esas horas o se hace humo la mínima cacerola.

Lola saca libros de la biblioteca de la calle Berutti. Saca La mujer  de treinta años. Lola tiene treinta y dos. Lánguida treintañera algo atorranta que se come a los tipos.

¿Lola también?

Se va por la calle barranca abajo mira la marquesina de la esquina de reojo estrenan película de un seductor camina chueca y simple no la tendré la miraré será mi cleves infinita todavía no acepto la pérdida y hago mal en el arco del tiempo sigo entre los bagayos viajando a Avellaneda por Barracas saco la cabeza me escondo me destroza el alma ¿qué me pertenece? ni la pobreza  le invierto la pregunta a Lebris y Lola no se cansa de soñar.

Calles de Barracas. Nombres y recorridos. Puente a Constitución y a la Boca.

Amo a los escritores argentinos que supieron poner la palabra pava, que la inventaron. Un recitativo con pava, ropero y mate es lo maestro consumado. Es como poner taconeo o traqueteo. Saber hilarlo en una frase.

Me pierdo en paranoias. Me pierdo. Me pierdo. Quiero conocer a esos tipos que están ahí, sentados, en la vereda, con el pasado en el bolsillo, horas ahí, en la mesa del café, tengo que volver al café. Olvidarme de los tarados del reconocimiento.

Nacimiento: pieza de Olavarría. ¿Lo conté? No importa.

¿Qué pensaba Irma en 1945?

Nada funciona – nada, pero ella estaba parada ahí, a la luz del día – ¿qué hora precisa? – luz del día de 1945, a la espera de un nacimiento.

A la mierda los que dicen cómo se debe hacer el hacer. Hay que incrustar repeticiones.

La alegría está en lo miserable impúdico de un inquilinato, también está, te hace salto de mata y te ponés a reír, te olvidás del papel de pobre al que te condena,  y te la cobran.

La desilusión. Maldita. Qué es: los que te olvidan, no el odio, el olvido, cuando no llega ni el grito de un canario, mi voz a balbuceo por el bosque de las visiones, correrse de esa luz, muy visible.

Tarde tarde me enteré: que no podía ganar – es imperdonable ese error en la  cadena del tiempo, te deja frágil a punto cruel. Nadie te dice nunca: estás solo. Y estás solo. Puedo ganar o puedo perder: pero qué: tocos de reprobación en nombre de la poesía o de alguna añoranza sepia. Y nos vamos renegados de alguna profesión a la pieza del fondo: el misterio de los misterios siempre fue la pieza del fondo, ensoñación a la ventana del depósito de las bolsas de arroz apiladas, salto y ya del otro lado, lugar seco, entran los retazos de sol, camino por los pasillos de las pilas bolsa de arroz en esta mañana matizada mañana de la claridad viento del este dónde te metiste, no hay ningún maestro no lo hubo lejos de la zarpa le doy todas las vueltas posibles ya que hablamos de soledad y los desamores tal como los esperaba esperan a la vuelta de la esquina.

La gente efimerísima de mi infancia. Condenados de la soledad. En el pozo más pozo. Reventados de un pisotón, novela de arrinconados, de réprobos.

Ventanas, escenas de recuerdos, incrustaciones. Por la ventana del traspatio se va el depósito de las bolsas arroz o café – y ahí, a la espera.

La suspicacia.

Y la aflicción. Y la soledad. Y la sopa 10 de la noche. Y el diario La Razón. Y la oscuridad del patio. Y la estufa gas en el living. Y todos apretados. Y el café de la noche. Y antes, esos sándwiches de queso fundido con qué fiambre. Y algo de conversación. Y se hacían las doce. Y un día todo eso siguió sin Roque Juan. Putísima madre a la noche del tiempo a nadie. Y todo siguió rengo, tartamudo y desesperado.

El drama de esos años: la futilidad, la pérdida de tiempo en la amistad como sentimiento, eso es una futilidad – sí, pero ¿cómo escribirla? Todo a desplome.

Luces de la mañana de Octubre.

El putísimo trabajo. Boca de sapo predicante de laboriosidad. Putísima poesía sobre la clase trabajadora.

Horas de lectura: dos a la mañana – dos a la tarde. En el medio: yugo. Estudiar inglés.

Indiferencia es reaseguro.

Retrocedo hasta el momento en que percibí por primera vez a un poeta argentino – y fue la suma del sonido, no, sólo de su sonido, no, fue la liberación del sonido: vibraciones como diría Sunny Murray, y empecé a escuchar.

Es ida, es vuelta, es atravesar el riachuelo, es del lado de Avellaneda, del puente al club de Remo. Escribir fragmentos de vibraciones de sonidos chispas de taconeo Lola entrando en mi casa.

Ahí estábamos todos nosotros – metidos en el infinito – puntos perdidos en la luz de la mañana.

¿Qué ficción? Yo no escribo ficciones. ¿Es sordo ese tipo?

No me concentro en las comidas de conversación. ¿Falta de plata? No, eso es crónico. No me banco a los amigos con plata y situación. No me los banco. Hablan de cosas que no puedo comprar.


Como dice uno de mis santos predilectos: sólo libros contados a los amigos, los que se leen los que se escriben: ¿hay otros libros pregunta ese sordo? El mismo de las ficciones. No creo.

Mi costado Barracas ropa regalada, ¿qué origen? Había una lucarna en la casa de la calle España, empecemos por ahí y después vemos qué queda.

27.5.08

La postergación como procedimiento, por Exequiel Acordino








La vida se pasa sin sentir, ya lo he dicho. Pero ni todos los días, ni todas las noches son iguales. Si lo fuesen, el peor de los suplicios sería vivir. Felizmente en la existencia humana hay contrastes.
Lucio V. Mansilla. Una excursión a los indios ranqueles.


La necesidad de contrastes, la imposición de abarcar y definir lo nuevo, lo distinto, lo otro, en última instancia, la búsqueda de una identidad, son todas facetas que definen el marco en que se diagraman los primeros bocetos de la literatura argentina en la segunda mitad del siglo XIX. En el plano de esta pesquisa, Una excursión a los indios ranqueles se configura como la expresión de un proyecto que, incluyéndose precariamente en la perspectiva de la literatura de viajes bajo el audaz formato de literatura de folletín, supera ostensiblemente dicha categoría y se articula en una variedad de registros que, enriqueciéndolo, lo hacen partícipe directo en el debate ideológico y político de la generación del ochenta. Ante la pluralidad de matices estilísticos y narrativos que el texto enseña, estas notas se proponen como una modesta recensión de los mecanismos digresivos que operan bajo el modo de la postergación textual en el relato de la excursión que el Coronel Lucio Mansilla realizara en 1867 hacia las tolderías ranqueles. Estos mecanismos, conscientemente empleados por el autor, se convierten en la ampliación de un espacio discursivo que, partiendo de los rudimentos de la crónica de viaje, atentan contra la homogeneidad de la misma, logrando una eficacia de registros que abarcan consideraciones filosóficas, ideológicas, sociales y literarias. En estas ramificaciones del discurso, en constante tensión con el núcleo narrativo en el que se inscriben, puede entreverse, refractada en mil haces, la impronta de subjetividad del propio Mansilla que opera como un filtro coordinador de la pluralidad caótica a la que se somete el texto.

Considerando como eje central de la narración el recuento de acontecimientos que dan lugar al Coronel a visitar los toldos de Tierra Adentro y con el pretexto de afianzar un pacto de paz con los indios ranqueles, la primera forma de postergación ostensible de la secuencia narrativa aparece bajo la evocación de las historias de vida de ciertos personajes, que se revelan como macro-secuencias, en cuanto llegan a ocupar el espacio de capítulos enteros. Son éstas fuertes interrupciones que abren campos discursivos, los que tienden a autonomizarse, en tanto que son unidades de sentido en sí mismas. Ejemplos de este tipo de postergación encontramos, entre otras, en las historias del Cabo Gómez y en las de Miguelito. En el marco de una publicación folletinesca, semejante ruptura es subsidiaria de una tensión narrativa difícil de ignorar. Que dicha disociación del núcleo principal sea advertida directamente por el autor (“si estoy de humor mañana y no te vas fastidiando de las digresiones y no te urge llegar a Leubucó, te lo contare”), da cuenta de lo buscado e intencional del recurso y que sus efectos no son ajenos a la medida de quien escribe. El resultado es la ampliación del registro, ya sea dando la palabra al otro, ya abriendo el terreno a la expresión de ciertas observaciones sobre la realidad político-ideológica del país, ya afirmando máximas filosóficas o aforísticas.

En estos meandros de la narración, a través de la fachada de estos personajes expuestos, Mansilla consigue con cautelosa efectividad discutir ciertos postulados teóricos con la generación del ochenta y con el oficialismo sarmientista, llegando a revertir incluso las implicancias precarias de la fórmula civilización-barbarie. Tanto en la historia del cabo Gómez como en la de Miguelito, encontramos una seria crítica al alcance de las estructuras oficiales que administran justicia, y una revalorización ética de ciertos arquetipos que se presentan como subsidiarios del prejuicio. La necesidad de entender a los que exceden el marco oficialista porteño, es, en última instancia, la necesidad de incorporarlos en el proyecto de una nueva nación. De este modo, levemente alegórico, tanto los ranqueles como Miguelito tienen que ser redescubiertos, presentados bajo una nueva forma, nacionalizados. Media entre los arquetipos de la civilización y las eventualidades biográficas de estos personajes, la sensibilidad de Mansilla a la hora de interpretarlos, de conmoverse con ellos, de rescatar en sus eventualidades el temple que forja sentimientos sublimes y modelos de comportamiento. Su subjetividad es el núcleo que otorga significaciones y sentido, que sirve de bisagra para saldar la brecha del salto temático en la ruptura narrativa.

Tanto en el seno de estas desviaciones secuenciadas, como en el eje central de la narración, se generan además otro tipo de digresiones que rompen con lo estrictamente narrativo. A modo de reflexión, usualmente filosófica, surgen consideraciones generales sobre la naturaleza humana, el modo de vivir, la felicidad, las maneras de conocer, de viajar, etc. Los capítulos de Miguelito están casi todos poblados por desviaciones de este tipo (“teoría sobre el ideal”, “consideraciones sobre los hombres y las circunstancias de la vida”, “dónde se aprende el mundo”). En esta digresión dentro de la digresión, se hace aún mas patente la subjetividad de Mansilla (“Mi vademécum y sus méritos” apostrofa en el resumen del capítulo XXX). Estas pequeñas divagaciones, que no llegan por un mero criterio de espacio y duración a configurarse como macro-secuencias de sentido, comparten de todas formas con éstas últimas el mismo principio trasgresor que las impulsa. Postergando la narración de los hechos, llevan la reflexión a un terreno que, siendo tan ajeno al de la crónica de viajes, no puede sino constituir un núcleo más de tensión discursiva, un modo ulterior de expandir el registro, de ampliar la referencia: es para el autor abrir la posibilidad a mostrarse, a dejarse ver desde su interioridad, desde su bagaje cultural y su repertorio de experiencias. Este tipo de postergación del discurso es el más abundante, siendo casi imposible rastrearlo en su totalidad, ya que llega a manifestarse y reproducirse excesivamente, produciendo un texto aparte, que convive y dialoga con la expedición a las tolderías.

Estas micro-secuencias de ruptura se hacen evidentes en el uso de tiempos verbales que tienden irremediablemente a romper con el pasado narrativo en un presente casi atemporal. Se escabullen en la narración estas zonas de pasaje, de ampliación ilimitada, que suelen partir de estímulos perceptivos como la noche, las sombras, el espacio de fogón. La ausencia de luz es recurrente porque simpatiza con el entorno de interioridad que fomenta la dispersión. La reflexión de “las sombras tienen para mí un no se qué de solemne”, termina decantando en una digresión sobre la posibilidad del derecho a la felicidad. Otras veces, la reflexión parte simplemente de un acto cotidiano inserto en la eventualidad, como en la escena del espía del cacique Calfucurá alimentando a un perro famélico. “Noté aquello y me abismé en reflexiones morales sobre el carácter de la humanidad”. A veces, sin justificación alguna, solo como acto de instrucción hacia el lector, ya sea en el uso de términos, vocablos indígenas, como descripciones del gaucho y el paisano. Todas estas interrupciones de lo que constituye el mero objeto del relato, la recolección de los datos fácticos de la visita a los toldos, retrasan la acción en pos de abrir escenarios distintos en los que el autor se manifiesta y se concretiza: Mansilla consigue así darse a conocer como filosofo, como sociólogo, como hombre de tertulia. Forman parte de esta manifestación los diversos sueños que decoran las jornadas nocturnas, y que al ser referidos, comportan otro modo de obrar una postergación narrativa. La imagen del “Lucius Victorius Imperator”, no exenta de un supremo manejo del humor irónico, delata las tensiones internas que el mismo Mansilla padece en el seno del debate ideológico con la generación sarmientista. Ulteriormente mediada por su subjetividad psicológica, adquiere el correlato de todo un debate que supera las dimensiones de la obra y se ubica como una marca de época.

En última instancia, un principio de dispersión textual es rastreable no ya en micro-secuencias de sentido, sino en marcos del período narrativo: “Comimos, dormimos, y cuando... iba a decir gorjeaban las avecillas del monte… ¡Pero qué, si en la pampa no hay avecillas!”. La postergación en este caso, ínfima, casi imperceptible, es quizás la más fidedigna a la pulsión que genera las anteriores secuencias descriptas. Se nos muestra en este pasaje hasta dónde en la literatura de Mansilla puede capitular lo narrativo en aras de sustentar la subjetividad, la manifestación de su personalidad. El metalenguaje se presenta como el acto de referir aquello que se estuvo a punto de decir, que en principio no se iba a decir, que debía ser descartado. Manifiesta la necesidad de clarificar lo último de las opcionalidades discursivas: es el texto tal cual llega a la mente, es la potencialidad pura, sin filtro, volcada directamente, es el texto cobrando vida, tornándose algo vivo, caótico, indefinido.

Tomando en consideración lo previamente expuesto, se torna evidente que el uso reiterado de mecanismos de postergación se constituye, en el horizonte de creación del autor, como un mecanismo inherente a la naturaleza del texto mismo. Alentada por el propósito que mueve el núcleo narrativo, la expedición a los indios ranqueles, la digresión, en todas sus formas, se impone como un principio de tensión discursiva, principio que, frenando el texto, lo disipa, lo abre a nuevos espacios y posibilidades expresivas, lo enriquece de un modo compulsivo. El texto se vuelve auto-subversivo, tiende a la pulsión de romperse, de disiparse, tanto en estructuras mayores autónomas o en pasajes insertos como en la naturaleza intrínseca del período y del metalenguaje. Siguiendo una lógica de rizoma, tiende a ramificarse, a expandirse, a partir de símbolos, personajes, eventualidades, fenómenos perceptivos, tendiendo a corroer el núcleo de narración, anularlo, dispensarlo de la centralidad que ocuparía. Este descentramiento es, en parte, coherente con la lógica del formato periodístico, aunque en mayor medida con la imagen que Mansilla intenta asumir en el terreno literario, con todas las disciplinas que éste implica en el siglo XIX argentino. Consciente de la complejidad del ser humano, partiendo desde su propia subjetividad, realiza un experimento discursivo que le permite asumir las distintas facetas de la afirmación, buscando mediar entre las tensiones sin resolverlas, dejando abiertas contradicciones ideológicas, estilísticas, conceptuales. En ese collage indefinido de contrastes que se configura en Una excursión a los indios ranqueles, se encuentra una nueva concepción de la narrativa, disociada, descentrada. En los mecanismos de postergación encuentra el coronel Mansilla un modo de darse a ver fuera del rol mismo de soldado, fuera de la utilidad contingente de la narración del viaje.

Matizar es la consigna, buscar la proporción: así como las digresiones plantean problemáticas que dialogan con otros textos y autores y personajes de la época, también dialogan con el núcleo narrativo del relato. Mansilla, a través de ellas, aparece reflejado en muchas posturas, configurado en distintas facetas. Bien podría resultar la contracara del famoso experimento fotográfico de duplicación de imagen, en que dialoga con sí mismo. En última instancia, la recolección de estas digresiones que conforman el núcleo dialéctico de una obra efervescente, cambiante, podría ser leída como una precondición necesaria para aquel otro proyecto literario que conforman las Causeries de los jueves. Esta técnica de tensión narrativa, esta lógica rizomática de multiplicación, responde a la necesidad de trascender la forma narrativa autónoma, direccionada, fija, en pos de plasmar un texto con autoconciencia, con pliegues, con ramificaciones significativas, un texto vivo, un texto que represente la tensión irresoluble que la misma lógica de la vida encarna. En palabras de Mansilla: “Sin contrastes no hay existencia, no hay vida. Vivir es sufrir y gozar, aborrecer y amar, creer y dudar, cambiar de perspectiva física y moral