23.8.23

Un lugar, por Javier Fernández Paupy

 

Siempre vuelvo en la memoria a los lugares en los que viví y repaso mentalmente los espacios cerrados en los que el tiempo se detuvo. En el barrio de Munro, al borde de la autopista, vivió durante unos años un amigo muy querido, Pablo Moreno, en un PH al que ni él ni yo vamos a volver. Pablo era un cronista genial. Alguna vez escribió algo sobre el tiempo interno que nos llevan las cosas. Hablaba ahí de un tiempo por fuera del tiempo. En cada una de sus mudanzas desmanteló su vida metiéndola en cajas de cartón. Trabajó durante muchos años en un video club, en Caballito, en la esquina de una calle que lleva al Parque Centenario. Ahora hay una ferretería ahí. Entraban seguido a robar al local. Hasta lo culetearon en la cabeza para llevarse unos pocos pesos. Ese espacio fue una sensación en mi vida, con su olor a plástico y humo de cigarrillos. Ahí nos juntábamos a fumar y hablar de libros. El baño era minúsculo, estaba lleno de afiches de películas, no tenía luz, había que entrar agachado y dejar la puerta abierta. Nunca conocí a nadie que disfrutara tanto el cine como Pablo. Le gustaba sentarse en las butacas altas del América. Pasaba tardes enteras durante los festivales de cine independiente. Decía que no existía otro director que filmara desnudos como Bertolucci.  

Murió a los 53 años, la misma edad que tenía su padre cuando se suicidó. Pablo es un lugar que cambió para siempre. Un lugar que nunca más va a estar ahí cuando quiera volver. Cuando alguien muy querido muere, también muere una parte muy profunda de nosotros. Eso es obvio. Una personalidad que solo se realiza en el suicidio, le dijo una tarde un profesor universitario, citando a Lacan, en una de esas clases en las que nos conocimos. En ese lugar que alguna vez había sido una fábrica de cigarrillos y con el tiempo se convirtió en una escuela refinada de argumentación. Todo alrededor nuestro cambiaba. Dicen que la muerte no existe. Quizás sea cierto y Pablo esté viajando hacia la luz. Con su última mente y con la primera. Para mí que nada de lo que nos pasó fue casual y hubo un doble propósito escondido en cada cosa que hicimos. Éramos ruedas que giraban sin conciencia de su propio movimiento. Es posible que cuando Pablo murió de manera sorpresiva haya dejado un atisbo sobre la vida. ¿Cuál? No sé. Pero es fácil entender que todo es impermanente, transitoriedad y cambio constante. La rasposa hamburguesería y panchería 24 hs. de la calle Esteban Echeverría se convirtió en un Drugstore impersonal. La digresión que sugería el graffiti del quiosco de revistas cambió su enigmático mensaje. Se arratonó el borde blanco de un cartel de altura máxima 2 metros 70 y, aunque las palomas parecían ser siempre las mismas, algo dejaba de ser todo el tiempo lo que era. Donde antes había un acuario que vendía peces tropicales ahora hay una barbería. Cerraron la fábrica de colchones de la avenida Mitre que cada semana se volvía un poco más oscura. Cerró la tienda de cajas de cartón que ofertaba artículos de embalaje y la farmacia que anunciaba envíos a domicilio. Solo parecían permanecer iguales los talleres mecánicos de la avenida, las casas de lotería de la provincia y algunas carnicerías. Es posible que el mundo nunca vuelva a ser como alguna vez pensamos que era. Hay algo de inexplicable en la ilusión de permanencia que proyecta la YPF de la calle Manuel Ugarte. Nada persiste en el paisaje. Pintaron de verde las paredes del centro odontológico Paula Harris. Hay algo misterioso en la gracia mutante de las cosas. Si se mantuviera idéntico el panorama, la geometría y la música, ay, sería más difícil de asimilar la progresiva ajenidad que nos rodea. Cada vez las cosas nos pertenecen un poco menos y cada cambio es el primero de una cadena indefinida. Pero en el efecto de linealidad del tiempo hay sucesos significativos. En esas mismas escuelas desangeladas que sigo frecuentando y donde él también trabajó y se hizo querer por chicos y chicas largando un perfume raro de interés en la posible sobrevida que hay en la contemplación artística. Un profe pelado con pantalones chupines, anillos y remera negra de Talking Heads. Le gustaba dar clases. Una vez un estudiante le preguntó por wsp: Profesor, ¿qué es para usted la literatura? Para mí, contestó Pablo, es el aire, la forma más perfecta de tener sensibilidad, la mejor manera de expresarme y exorcizar mis demonios a través de la escritura. El día anterior a morir repartió bolsones de comida a estudiantes de una escuela de la villa de Rosetti, cerca de Pelliza y Panamericana.

La última vez que nos vimos Pablo me prestó una novela sobre fantasmas y una secta de espíritus que hacía que murieran jóvenes las estrellas de rock. Aunque juré que nunca iba a desprenderme de ese libro, lo vendí por dos pesos en una de las purgas periódicas que hice en mis bibliotecas. Antes del confinamiento se había vuelto a separar y, otra vez, a mudar. Estaba contento. Recibí la noticia de su muerte por teléfono. Una amiga que ya no frecuento me llamó para decírmelo. Esa noche cuando me miré en el espejo no me vi. Pensé que Boulogne era un barrio distinguido para morir. San Martín murió en Boulogne-Sur-Mer. Pablo también. Una casa grande. Quizás la casa más grande en la que había vivido en toda su vida. Decía que podía andar en bicicleta por el comedor. Estaba escribiendo y viendo mucho cine. Siempre estaba volviendo a empezar. Dejando atrás muchas cosas. Ya no voy a escucharlo nunca más hablar sobre Guy Debord, Bret Easton Ellis, Frank Zappa, Osvaldo Lamborghini, Norman Mailer. Amaba a Mailer, hablaba mucho de Los ejércitos de la noche y de sus textos sobre boxeo.
Tenía una colección de revistas de cine El amante. Cuando se separó y fue a vivir unas semanas conmigo a Martínez, a la casa donde yo vivía en esa época detrás de la Panamericana, llevó en cajas esas revistas que guardé durante muchos años hasta que se las devolví, cuando se mudó al PH desde donde se veían las palmeras de la autopista. Munro dejó de ser para mí Munrock, como la llamaba mi amigo Pablo, y pasó a ser otro enclave inane del partido de Vicente López.

 

Tomado de: Revista Segunda Época N°6, noviembre 2021.-