Hace años mi hijo se me acercó y me dijo:
Papá, los caballos no tiene cuernos.
De esta manera un niño descubre la vida.
Viktor Sklovski. Maiakovski
A lo largo de The Big Red One (1980, Fuller) hay testigos que significan lo absurdo de toda contienda bélica: los niños. Una niña ve comer al sargento en una playa de Túnez, ante la incomodidad que ésta le provoca el sargento le cederá su lata de ración. Al mismo tiempo otro niño comercia intercambio de bebidas o mujeres por cigarrillos. En otra escena otra niña juega con el casco del sargento, luego decorará con flores el casco a cambio de un beso. Ese gesto de ternura lo pagará con su vida: el casco es muy llamativo para el enemigo. Otra escena: un niño lleva en un carruaje el cadáver en descomposición de su madre, dará información de dónde se halla el cañón enemigo a cambio de un entierro digno para su madre. Niños que buscan padres, huérfanos que son empujados a la adultez sin ningún paso previo. La infancia en Fuller es ese testigo molesto que no se desea ver, pero que siempre está ahí, vitalidades incómodas que surgen de las ruinas de la guerra. No se puede señalar una sola escena, son varias porque lo primero que mata la guerra es la inocencia.
Fuller aparece en el film con su cámara de 16 mm filmando niños alemanes, fanáticos y aún así, inocentes. Otro niño nazi es francotirador, cuando el sargento le ofrece a cada uno de su grupo que lo ejecute, nadie puede hacerlo, unos cachetazos correctivos transmutarán el grito de Hitler de parte del niño por el llanto pidiendo por su padre, una manera de hacerlo volver a su infancia, donde los padres son los que señalan los límites de aquello que es incorrecto.
El Iván de Tarkovski tiene una profesión de adulto: es espía, prefigura la acción de otro personaje futuro del realizador ruso: “stalkear” (tomo el concepto de Serge Daney empleado en su artículo sobre Stalker en Cine, arte del presente), cruza el umbral para adentrarse en el bosque, es decir, deja de ser niño porque se adentra en el miedo al deambular por la filas enemigas para recoger información. Iván ya no es niño (el título del film no deja de ser paradójico porque la imagen lo desmiente), es un soldado consumado al cual se le encomiendan misiones peligrosas. Sólo puede acceder a la infancia a través de la materia onírica, que la vez constituye la memoria de aquello que le fue arrebatado (su madre, su familia ¿cómo era?, no lo sabemos). A la memoria le gusta escudriñar las tinieblas dice el poeta Ossip Mandelshtam y la vigía del sueño siempre será rota por el presente de la guerra.
Así como la crítica italiana le reprochaba a Tarkovski cuestiones formales respecto a las representaciones oníricas porque de esa manera ya no se filmaba en Europa, en la URSS Tarkovski siempre fue criticado por “formalista”. Pero como bien señala Sartre, la cultura de Tarkovski es “necesaria y esencialmente soviética” y en La infancia de Iván (1961) lo onírico es la vía formal posible para señalar que el personaje principal ha perdido su niñez. Al respecto dice Deleuze: Ello explica que el cine europeo haya recogido muy tempranamente un conjunto de fenómenos: amnesia, hipnosis, alucinación, delirio, visión de los moribundos y sobre todo pesadilla y sueño. Este fue un aspecto importante del cine soviético y de sus variables alianzas con el futurismo, el constructivismo, el formalismo, el expresionismo alemán y sus variables alianzas con la psiquiatría yo el psicoanálisis… el cine europeo encontraba así un medio para romper con los límites “americanos” de la imagen-acción, y también para alcanzar un misterio del tiempo… “Del recuerdo a los sueños” en La imagen-tiempo.
El niño no tiene pequeñas virtudes ni pequeñas debilidades: es radicalmente lo que la historia ha hecho de él. Proyectado a su pesar en la guerra, la guerra no lo ha hecho enteramente. Pero si asusta a los soldados que lo rodean, es porque no podrá vivir nunca en paz, señala Sartre (“Discusión sobre La infancia de Iván” en Revista de Occidente Nº 175, diciembre de 1995). Es por eso que los oficiales lo abrazan, le dan afecto y lo quieren enviar a la escuela. Pero no pueden ver que la imagen del niño no es precisamente lo que florece de su interior. El odio y la venganza es el motor que mantiene vivo a Iván porque su niñez ha sido extirpada. A fuerza de ver tanto horror lo único que le queda es su causa. Y es por eso que ya no quiere mantener ningún lazo afectivo con los adultos y decide volver con los partisanos.
Luego que Iván va a su última misión, volviendo al territorio inhóspito del bosque, al film se le insertan partes documentales que dan cuenta de la liberación de Berlín por parte de las tropas soviéticas. Nuevamente la infancia hace su aparición de modo perturbador: los hijos envenenados de Goebbels puestos en fila en el piso, otros niños asesinados en otra habitación, la violenta capitulación de los nazis empezó con la ejecución de sus hijos. Posteriormente, cuando las tropas soviéticas revisan las salas de ejecuciones y los archivos (con sus respectivas fotos) de los prisioneros ejecutados la foto de uno de esos expedientes devolverá la última imagen con vida de Iván: un rostro que estremece no sólo por ser aquel que había sido enviado a esa misión suicida, sino porque también devuelve una mirada de odio. Una mirada que no parece de niño.
Fuller también culmina su film con una liberación: la del campo de concentración de Falkenau. Nuevamente, lo que la imagen nos devuelve en primera instancia son miradas, ojos asustados. El sargento intentará alimentar y apartar del horror a un niño que ya ni come y que luego morirá en sus hombros. Habría sido sentimental si la escena hubiera estado aislada de la totalidad del film, pero anteriormente habíamos señalado la presencia opresiva de los niños como testigos del desastre. En esto quizás reside la diferencia con el film de Tarkovski. Iván resigna su infancia en el mundo “real” (no en el mundo onírico), ha perdido todos sus afectos y por ende se ha convertido en un “hombre” de acción, consciente de su destino trágico. Los niños en el film de Fuller aún conservan una mirada inocente (no dejan de ser miradas de niños) a pesar del horror.
Tanto Fuller como Tarkovski coinciden en una misma idea: el espacio trágico de la guerra es el de la niñez robada.