24.10.22

Silencio, por José A. García

 

 

―Más o menos eso fue lo que sucedió ―dijo apoyando el pocillo de café vacío sobre el diminuto plato de loza mientras sonreía.

Por momentos los ruidos de la cafetería resultaban un tanto ensordecedores y molestos cuando no eran reemplazados por un breve instante de silencio que rápidamente volvía a ser roto por los mismos ruidos, en una secuencia que se repetía como si formara parte de un bucle, como algo de lo que por más que se lo intente no puede escaparse.

―¿Qué cosa? ―preguntó ella un tanto sorprendida por la respuesta que acababa de recibir.

―Para lo que me preguntaste, esa fue mi explicación.

―No es cierto.

―¿Cómo que no? ―esta vez él era el sorprendido.

―Te quedaste en silencio por casi veinte minutos mirando el contenido del pocillo. No dijiste nada. Al principio pensé que no sabías cómo responder o qué decirme. Luego pensé que te sería difícil encontrar las palabras adecuadas, como solías decir. A los diez minutos de silencio pensé que tal vez no tenías una respuesta para darme, porque no sabías qué decir o porque no habías comprendido la pregunta y no tenías el valor para reconocerlo. Llegaba a la conclusión de que no te importaba y que esta no era más que otra de tus formas de tomarme el pelo cuando te escuché decir: “Más o menos eso fue lo que sucedió”. Pero no has dicho nada.

―Eso es imposible ―respondió él―. Te di una respuesta, no una simple justificación sin más, sino una explicación para mis motivaciones, mis razones y lo que pretendía lograr con mis actos. Te lo expliqué todo haciendo énfasis en que no pretendía lastimarte en modo alguno aunque tal vez hubiera sucedido como consecuencia de mis acciones u omisiones. No me quedé en silencio, hice todo esto.

―Tal vez pensabas que lo hacías ―dijo ella―, pero tus labios estaban sellados. Nada salió de tu boca.

Se miraron en silencio. Él hizo una seña y el mozo reemplazó los pocillos vacíos por otros llenos luego de repasar la mesa y dejar más sobres de azúcar a la mano.

―¿Y bien? ―dijo ella luego de probar su café.

―¿Qué?

―¿Necesitas que repita mi pregunta?

―No hace falta ―respondió él removiendo el café al que acababa de agregarle más azúcar―. Te escuché la primera vez.

―¿Me darás una respuesta entonces?

―Claro ―respondió él una vez más levantando lentamente el pocillo antes de mirar al vacío más allá de la mesa que ocupaban, más allá de todos esos ruidos interrumpidos por momentos por el frágil y tenso silencio, más allá de la cafetería, más allá de las palabras.

Él seguía mirando mientras ella se levantaba, tomaba su abrigo y su cartera y se alejaba sin volver la mirada, dejándolo solo, hundido en sus pensamientos, buscando la clave para salvar aquello que sabían que entre ellos dos ya no existía.