13.6.07

El ejercicio de la tragedia, por Juan Leotta y Javier Fernández Paupy







Tú, crítico literario, hombrecito endeble y de gafas, doctorado en gramática pero aplazado en rebelión y virilidad; tú maestro en letras y prisionero de la palabra, esclavo del acento; tú, incapaz de crear o destruir el sonido o la forma; tú, lacayo de la Academia y maricón de las comas; tú, incapaz de emitir una idea que no esté supeditada a la regla, tú con alma de santurrona y meretriz. Yo sé por lo que se te puede comprar y con cuánto placer te vendes.
Por ello, no te adquiero
.
Raúl Barón Biza.


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Indiferente a los pudores de la autoedición(1), incluso en la extemporaneidad del ejercicio de la escritura como esgrima del gentleman, Raúl Barón Biza se gratificó en la resistente ciudad señorial de su persona con una edición de lujo de su novela El derecho de matar (1933), para la cual no escatimó tapas de plata con el fin de engañar la falsa austeridad de un lector de lujo como el Papa(2), ni hubo mesura en el conteo de páginas que lo privara de incluir el alegato de su defensa y el posterior fallo judicial en el cual atendiendo a “la evolución del concepto ético literario” el Juez Dr. R. B Nicholson había de absolver al autor de toda culpa y cargo en el proceso en su contra –al precio de reducirlo, eso sí, a un mero “enrolado en la ya decadente escuela naturalista que iniciara Zola”.

Para Barón Biza, adivinamos, la recepción de esos gestos –como tantos otros- era todo y era nada. Ya que a la hora de concebir estrategias de figuración jamás dudaría en elegir la forma de la negación absoluta de una literatura asumida como institución, como así también, por supuesto, la negación de una institución literaria concebida en términos nacionales –aun cuando poco antes su vida pública, más allá de figurársenos aislada de otras equiparables por abismos de sentidos irreconciliables, ciertamente contara entre sus marcas con la experiencia de la acción insurreccional detrás de una clara idea de nación.



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Verdad que la historia de las prescripciones de El derecho de matar y de la persecución policial contra Barón Biza se advierte en toda su intensidad en un vastísimo vocabulario condenatorio de contra-invectivas higienísticas, aparecidas en diarios y documentos varios, y consignadas con parsimonioso deleite en la biografía escrita por Cristian Ferrer que en la ocasión saludamos. Hay que decir, no obstante, que los avatares de esas pseudo peripecias tenían que ver menos con la política de la literatura que con la política de los partidos. Es que sin el fichaje contra el autor -declarado a partir de su acople a las asonadas radicales- resulta difícil imaginar que El derecho de matar hubiera destacado riesgosamente por infamia entre el espectro folletinesco de la época, sobre todo cuando en vistas panorámicas el tenebrismo de la reflexión le gana páginas con mucha frecuencia al voltaje erótico de las descripciones.

Postergadas las valoraciones estéticas, digamos que no es en la nominación pornográfica sino precisamente en esos largos excursos reflexivos donde la novela hace eco de una fuente genérica situada históricamente en el nacimiento de la literatura moderna a partir de la transgresión profanatoria de las bellas letras: en palabras de Diego Tatián, la obra se halla “inscripta en la mejor tradición libertina, donde el relato literario coexiste con una dimensión política, filosófica y moral explícita, teórica, no literaria”, y al respecto cabe recordar “los monólogos de Dolmancé en La filosofía del tocador”, como así también, ya en la contemporaneidad de las primeras décadas del siglo XX, “el vuelo especulativo en las nouvelles eróticas de Georges Bataille”(3).
Pero el provincianismo de Barón Biza –un provincianismo que no puede dejar de ser excentricidad- hace pensar de igual modo más allá de los límites de París. Y en ese sentido la referencia insoslayable, sobre todo por la escena de la cópula arriba del sarcófago, vendría a ser el dramaturgo y novelista Vilemy D´Etienne –alias el Bardo de Grenoble, alias Michel D. Presi, alias Michel Dumainais, alias August Dates, alias August Rivot, autor sin el cual, enigma de los thòpos mediante, sería inconcebible la celebración de los graffittis eróticos en el auge de la ultra urbana fotonovela punk de la caliente banlieu parisina de nuestros días (4).


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La estructura de El derecho de matar es simple: hay cinco narremas que se abren, cierran y suceden linealmente: el amor prohibido, el exilio, el regreso triunfal, la traición del aliado y el desquiciamiento. La articulación de los mismos se plasma en el texto o bien por la ordenación de los capítulos, o bien por condensaciones explícitas de tiempo: en ambos casos, el resultado es la estridencia de lo abrupto: sin duda allí se cifra, desde un contacto desprevenido, la principal de las falencias sentidas, hoy, en la lectura de la novela.

Si la novela no fracasa del todo es porque en al menos en módica proyección algo asimilable a la tensión o la intriga narrativa logra subsistir a partir de la repetición de la figura de la deuda, capaz de generar, por su propia disposición actancial, un esquema de conflicto ciertamente fuerte -no se trata ya de un deseo, aclaremos la obviedad, sino de una necesidad. A lo largo de casi 100 páginas, así, el relato deja leerse a partir de múltiples cruces de deberes y derechos (las dos caras de la deuda), entramado en el cual la novela se nombra así misma en la instancia en que el protagonista Jorge Morganti, puesto contra el abismo de la miseria, halla el derecho de matar después de haber superado el deber de matarse(5).

El resto -para nosotros- vendría a ser la utópica falacia lingüística de traducir el texto en mensaje, o la simplicidad de reducir complejidades intratables a una mera inculpación de clase, o la incertidumbre de escrutar la última letra para señalar allí las raíces anarquistas de un pensamiento… En cualquier opción posible persistirá la tragedia pura como desierto inabordable, ante el cual se pierde cualquier esfuerzo.



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Pero no se trata aquí de subestimar los anticuerpos de la crítica. No es difícil imaginar que el aparataje academicista, desde el ecológico abrigo de medianía para las vidas de lectura becadas, pueda acaso destinarle a El derecho de matar alguno de los consabidos encorsetamientos de producción discursiva: feminismo, literatura argentina y realidad política, historia de géneros textuales… El valor o el resguardo de la pertinencia, por otra parte, seguramente vuelva a anular esta vez toda relación desautomatizada: de hecho, las primeras y últimas categorías utilizadas en los incipientes abordajes críticos de El desierto y su semilla, la novela de Jorge Barón Biza, el hijo de Raúl, son –confirmemos, nomás- las de novela familiar y ficción biográfica, ordenamiento según cuyos vectores la obra del padre no es atendida más que como satélite extravagante de la obra del hijo. Como latencia, tal vez cierta lectura desatenta del espacio editorial en que se inscribe nuestra misma acometida no deje de ser ejemplificadoramente sintomática.



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Los amantes, en huida, llegan a destino:

Río de Janeiro.

Su bahía se hunde como un enorme mordisco que diera el mar con la fuerza impetuosa de sus oleajes, en los senos exuberantes, fecundos, de la tierra brasileña…

Entramos en la colmena blanca de las abejas negras… Hombres de ébano con alma de betún, que luchan por la eliminación del calor ancestral, por borrar el pigmento que viene desde la alquimia de infinitas generaciones y que, anhelantes de realizar el milagro triunfal de la ansiada coloración, ofrecen camino abierto a la trashumante inmigración artífice de rostros blancos y ojos azules.

Llegarán tal vez a borrar todo lo que les recuerde su origen de esclavos y de reyes-esclavos, de negreros y portugueses románticos. Derrotarán al “glóbulo negro”, pero no habrán de eliminarlo porque éste se ha abroquelado en el cerebro, dejará de ser materia para ser espíritu, cuerpo astral, que habrá de brindar a la humanidad una nueva especie: la del “blanco negro”.



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Entre violencias, excentricidades y rarezas como las previas, más de una vez se ha ido nuestra atención mientras nos dábamos a esta escritura. Y si no hemos resistido esas fugas ha sido a sabiendas de la imposibilidad de solazarnos con ellas en el facilismo del consuelo de una pseudo praxis de alguna índole a través de la función crítica.

Por las dudas: mantendríamos la misma empecinación aún cuando no hubiéramos asumido, como ahora, desde un primer momento, que el juego no se compartiría más allá de la lectura azarosa, la fotocopia fetichista y la piratería digital.

Quizás toda respuesta ya esté antes cifrada, pero aún así: ¿por qué escribir lo escrito, entonces? ¿Para intentar negar la experiencia de la pura pérdida? ¿Por una apelación, nomás, a la escritura en compañía y a las lecturas amigas? Digamos: si alguien llegara a entrever en la más nimia irreverencia una estrategia vital frente a la tragedia, nos haría olvidar, al menos por un instante, a la literatura como territorio minado de soledad e incomunicación.



NOTAS


1 Bijou fue el nombre elegido por Barón Biza para la fantasmagórica casa editorial que sacaría a la luz su obra. Igual de sarcástico -aún en la petición de ternura-, Nicolás Olivari se decidió el mismo año por el anagramático nombre de Bolsillol Demidedogapa.
2 “Y para que tus porteros lo dejen pasar,” le dice el autor a S. S. el Papa Pío XI en carta introductoria, “para poder atraer tu atención, para que él sea una nota relevante de brillo en el salón entristecido de tu biblioteca obscura; he revestido de plata su portada.”
3 El paralelismo entre Barón Biza y Bataille adquiere firme sustento en un leit-motiv fundamental que Tatián, curiosamente, no consigna: la vista. Más precisamente, la supra sensibilidad de los ojos del protagonista de El derecho de matar, Jorge Morganti, se proyecta en un entrelazamiento entre el comercio y la sensualidad, el cual encuentra más de una veta de reflejo en los raccontos de Simonne, la personeje de la Historia del ojo, publicada por el francés dos años después. Por lo demás, singularísima en un catálogo de singularidades, la reflexión del viajado narrador de Barón Biza acerca de los efectos de las supuestas maravillas técnicas de la capital francesa sobre la vista humana: “Cada rayo de luz establece un cono de saber, en cuyo diámetro la mirada se enrosca. Y en toda ciudad se escenifica un combate indeciso por dirigir la atención de la mirada y para orientarla hacia ciertas tecnologías y hacia cierto imaginario lumínico. Es ésta una contienda de astros en nuestro siglo de las luces”.
4 Para el detalle: Claudio Iglesias, El espejo de Vautrin en los adoquines del 11ème Arrondissement, en Éxito, Marzo, 2005, http://www.hacemellegar.com.ar/
5 En las casualidades de la miseria de Río de Janeiro, el hombre a quien Jorge le pide limosna resulta ser un antiguo compañero de club nocturno. La respuesta es contundente: “Tú -le dice el impiadoso- has caído, has rodado y no has tenido siquiera la valentía de imponerte en tu caída; entonces tu deber como inútil átomo humano, es el de estrellarte: ¡estréllate y muere!”. Dado vuelta, ese deber es para Jorge el derecho, inversión que le permitirá su reingreso en la sociedad.





Este artículo fue publicado en marzo del 2007, en el número 30 de El interpretador

8.6.07

¿Cómo acabar de una vez por todas con Homero?, por The Cantina Project






"La invariabilidad de los adjetivos homéricos ha sido lamentada por muchos. Es cansador que a la tierra la declaren siempre sustentadora y que no se olvide nunca Patroclo de ser divino y que toda sangre sea negra. Alejandro Pope (que tradujo a lo plateresco la Ilíada) opina que esos tesoneros epítetos aplicados por Homero a dioses y semidioses eran de carácter litúrgico y que hubiera parecido impío el variarlos. No puedo ni justificar ni refutar esa afirmación, pero es manifiestamente incompleta, puesto que sólo se aplica a los personajes, nunca a las cosas. Remy de Gourmont, en su discurso sobre el estilo, escribe que los adjetivos homéricos fueron encantadores tal vez, pero que ya dejaron de serlo. Ninguna de esa ilustres conjeturas me satisface. Prefiero sospechar que los epítetos de ese anteayer eran lo que todavía son las preposiciones personales e insignificantes partículas que la costumbre pone en ciertas palabras y sobre las que no es dable ejercer originalidad. Sabemos que debe decirse andar a pie y no por pie. Los griegos sabían que debía adjetivarse onda amarga. En ningún caso hay una intención de belleza".
(Jorge Luis Borges. "La adjetivación", El tamaño de mi esperanza.)

"Homero (...) no tiene necesidad de copiar la verdad histórica, pues su realidad es lo bastante fuerte para envolvernos y captarnos por entero"
(Erich Auerbach. "La cicatriz de Ulises", Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental.)


1.


"Él" héroe por antonomasia, Aquiles, cansado de asesinar gente, en un momento de la obra expresa su deseo de retirarse de la vida heroica y convertirse en un miserable y anónimo labriego, junto a la cautiva que ha robado en alguna de sus correrías.
Obviamente se impone su pathos vengativo y vuelve a la guerra, a morir, a cumplir con la moira, es decir, con el destino que los dioses tienen para él. Su lectura, es imprescindible, sencillamente, muy a pesar de sus partes absolutamente aburridas.

Quien quiera entender a Sófocles o a cualquier dramaturgo de relevancia, debe antes pasar por el presente perpetuo y sin perspectiva de Homero.