26.3.14

El escribir entrecortado-Maiztegui, por Sergio Rienzi




(Sobre Boyando, de Alberto Rodríguez Maiztegui, Caballo Negro Editora, 2012)


Principio de entropía

“Después sacó una tuba y comenzó a tocar. El sonido de una tuba hace que te estremezcas; no se puede entender que el aire salga del pulmón y se transforme en ese grito lastimero y grave. Después el asistente señaló con el reflector a una persona que estaba al costado del escenario con los pies en el agua. Un flaco con el pelo largo, barba larga, pantalones blancos y remera blanca, una mezcla de Jesús y de Siddharta, sonreía con calma oriental y las manos en la espalda. Todos lo aplaudían, el Dj le regalaba el sonido de su tuba como si fuera una ofrenda” (Boyando, Alberto Rodríguez Maiztegui)

Un plano geométrico es un ejemplo de espacio bidimensional plano, cuyas geodésicas son rectas. La superficie de la tierra es un espacio curvo bidimensional, cuyas geodésicas son lo que llamamos círculos máximos. El Ecuador es un círculo máximo.” (Brevísima historia del tiempo, Hawkings)

La Geodésica es el camino más corto entre dos aeropuertos, es la ruta elegida por los navegadores de las aerolíneas que le indican qué ruta deben seguir a sus pilotos para volar de un destino a otro.

Alberto Rodríguez Maiztegui, un día, decide viajar a Quito. Viaja a Quito, Ecuador. Viaja desde Córdoba porque es cordobés. No sigue una geodésica porque Rodríguez Maiztegui es un escritor que no le gustan los atajos, al parecer. Maiztegui busca perderse. No se esfuerza demasiado en ocultarlo. Viaja, para perderse. El dice que viaja hacia allá para buscar escribir su novela. Pero lo cierto es que escribió este libro para perderse. Fue y viajó al Ecuador, a Quito, a Montañita, a Vilcabamba (donde los habitantes de ese pueblo llegan a vivir casi 100 años) a Baños, a Santa Cecilia, estuvo perdido y recorriendo cada lugar y cada laberinto, para escribir esta novela, llamada Boyando.

No hay ningún camino más corto entre dos puntos para Maiztegui. No quiere atajos. Le dejará los atajos para los escritores de novelas de verano. Paradójicamente o rotundamente no a la paradoja, producto de esta búsqueda y de esta perdición que llevó a cabo allá, surgió la consecuencia irrevocable: la gran consecuencia que calculo lo llevó al título de la novela. Todo fue muy literal, cruelmente literal, cuando de tan literal se te hace carne y deja marca en el cuerpo. Deshojándote. Cartografiando con los ojos con los dedos y con la escucha del oído. Cartografiando sin querer cartografiar, trazando líneas en mapas imaginarios, descubriendo fronteras inexploradas, territorios inhóspitos, sin querer hacerlo, sin ninguna intención. Nada de Geodésicas para Maiztegui, nada de rutas de navegación ya transitadas por otro. Rutas por hacerse, rutas por trazarse. Boyando es un libro de rutas, un diario de viajes y de caminos, pero es un libro de rutas por hacerse. Libros de anotaciones de viaje, bitácora de una escritura entrecortada que se va escribiendo sobre los márgenes de otros libros, como uno de Auster, que lleva en la mochila, no se sabe si para leerlo, o si para escribirlo encima, o tal vez las dos cosas, un poco y un poco.

La escritura entrecortada por los itinerarios fugaces, pasajeros, coyunturales, efímeros. Es decir, itinerarios entrecortados.


El escribir entrecortado 

VIAJE A QUITO. Escribir diario de viajes, de rutas. Escribirlos tiene un costo altísimo. Estas malas costumbres de algunos escritores de hacer cartografía con diarios. Algo que celebro. Es una mala educación. El estilo On the Road sin On the Road. Kerouac era un buen muchacho. Pero Maiztegui es de otra calaña.

¿Qué es esto de viajar? Boyando. Este boyando es un estar a la deriva, es un viajar con rumbo pero sin tenerlo, con un rumbo por hacerse.

Entonces primera parada, Quito. Está a la búsqueda de la mitad del mundo. Como si hubiera una línea real que pudiera tocarse en el Ecuador, que marcara la diferencia entre el norte y el sur, entre un mundo y otro.  La Línea del Ecuador, el Meridiano de Greenvich, la Línea Maginot,  son líneas, límites, pero no dejan de ser parte de una cartografía imaginaria y real a la vez.

Cuando un escritor viaja a estos puntos cardinales, el viaje se hace real, por más imaginario que sea. Ignoro si Maiztegui viajó a Quito. Lo interesante, es que al leerlo, viajó a Quito.

No hay viajes imaginarios, no existen. Hay viajes rotundos. Maiztegui viaja a Ecuador, porque tiene un cometido por delante: busca escribir la novela Boyando en una playita desolada y desértica de un pueblito de Ecuador. Diarios de ruta de profecías autocumplidas.

Pero en Quito hace frío en ese momento. Hay alerta de Tsunami y de Terremotos. Cataclismos en puerta. El toma su libreta de notas, su libro de Auster, que lo acompaña a todos lados, porque escribe sus notas al margen de ese libro de Auster. Un diario que se fue haciendo sobre los márgenes en blanco de un libro ajeno.

“Caminé al centro histórico con desgano, las piernas todavía me temblaban. El sol ya estaba detrás de la montaña, cubriendo la ciudad de un color gris triste y opaco. Iglesias y más iglesias, casitas pintorescas, caos de tránsito.” Boyando, Rodríguez Maiztegui.

Diario de ruta, de viajes, cuando en el viaje uno puede quedar varado, por un volcán en erupción, por un Tsunami o por alerta de terremoto. Actividad volcánica. Uno puede quedarse varado en el espacio-tiempo de esta vida. El escribir-entrecortado-Maiztegui es producto de un diario escrito como una bitácora, de a ratos, interrumpido, capturado, tomado de rehén. La bitácora es la anti-novela.

El escribir-entrecortado trabajoso, como subir una escalera caracol, es escarpado, es cifrado. Es como una conversación en un teléfono donde uno de los dos empieza a decirle al otro “se escucha entrecortado”.
Casualmente así es. Escribe entrecortado el que escucha entrecortado.

El escribir-entrecortado no es para cualquier diapasón: es propio de una escritura de viaje que denota cierto apuro, ciertas urgencias primordiales, una especie de ritmo que no se puede pausar pero que tampoco llega a ser melódico. La ruta es sucia, en la ruta se levanta una especie de polvareda. El diario de rutas no podía ser de otra manera, si está bien hecho. Si suena bien.

Viajes rotundos, marcapasos del tiempo, globos terráqueos deformes de cartografiar, por parte del escritor cordobés. Se escucha entrecortado resulta de una derivada casi matemática, topológica: se escribe entrecortado también y se vive entrecortado.

Es un itinerario efímero, de alguien que escribe estando por llegar o estando por irse. Un presente continuo de algo que nunca termina de pasar.

“Nora se fue a la habitación a bañar a Emanuelle y Joao insistía en saber a dónde había ido y a dónde pensaba irme, algo que daba por sentado porque si estás en Quito o recién llegas o te estás por ir.” Boyando, Rodríguez Maiztegui.


Sobre movimientos sísmicos

Rodríguez Maiztegui viaja a Quito en busca de movimientos sísmicos que lo restituyan a otro estado. Claro que los encuentra allá. Pero eso es sólo una metáfora que hace huella en lo real. Todo escritor que se digne de serlo necesita encontrarse o producir estos movimientos sísmicos, estos giros violentos, sino la tinta se marchita, se seca.

“Se presentó solemne como Ernest Jones, el marine Ernest Jones, también me presenté  comencé a recorrer la librería todos libros en inglés distribuidos en lo que parecía un living: algunos sillones debajo de lámparas de pie, veladores que se enganchaban en la madera de los estantes y fotos, muchas fotos.” Boyando, Rodríguez Maiztegui.

Insisto. Maiztegui se mueve en escenario y escenas de viaje y de ruta, donde va armando sus movimientos sísmicos, sus itinerarios personales, sus cataclismos. Razón más que suficiente para lanzarse a leerlo.

“Táca- Táca: Robert Frost en Mountain Interval  y el poema the sound of tres. El primer verso I wonder about the trees. Y el ultimo: but I shall be gone. Roberto Escarcha bajo mi brazo, pagué y saludé a Jones mintiéndole que volveré antes de irme.” Boyando, Rodríguez Maiztegui.

La hemorragia interna de Rodríguez Maiztegui. Boyando: libro de anotaciones en los márgenes de otros libros, como el que lleva de Auster, ya no sé si para leer o para anotarle cosas arriba, en los bordes, en los costados. Boyando es un libro para leer y perderse en sus rutas y en sus viajes. Boyando es un grandísimo libro para hacerle anotaciones en los bordes, en los costados, en las hojas blancas, porque las cosas buenas quedan impregnadas.

“La otra escena, casi al final del documental era la siguiente: el sol  lentamente se  posaba sobre el horizonte, la red estaba lista y se subían al bote para entrar al mar, pasar las olas y tirar la red sin saber qué iban a sacar, qué es lo que se iba a enganchar.” Boyando, Rodríguez Maiztegui.

“La cámara se queda con la hilera de boyas naranjas, que se mueven al ritmo de la marea, quieta, ahí, casi cinco minutos, como si señalara el lugar, y el movimiento que realiza por el bamboleo del agua es adormecedor: un movimiento lento y preciso que, sin darte cuenta, hace que te pesen los párpados y te lleva sin poder percibir que te está llevando. La cámara se aleja filmando la línea de boyas a la espera del enganche.” Boyando, Rodríguez Maiztegui.

La línea de las boyas, la línea desfigurada del tiempo, ese movimiento pacífico y manso de las boyas en el mar, como si estuvieran en una posición de espera, la línea centrífuga del horizonte en la línea del Ecuador, el diario de viajes, la bitácora de una libreta de notas de alta y de baja mar, de rutas; esa bitácora, es una especie de estar boyando quieto o en movimiento, de cierta manera es una posición frente a la vida.


23.3.14

La neutralización preventiva, por Luis Thonis



(Sobre la lectura de Quintín sobre Arno Schmidt de Mariano Dupont)


La trascendencia, la metapolítica y los mercados cautivos

Un nuevo ataque de Quintín a Mariano Dupont: ya no se sabe si se trata de su novela Arno Schmidt, del autor o qué. Quintín “pasa un rato” leyéndolo como si no leyera, no sea que pueda perderse en la lectura. Disfruta de las primeras páginas y luego comienza a amargarse. Hay que imaginarlo abandonando el libro antes de que lo atrape y dando vueltas como turco en la neblina: ¿qué es lo que me está pasando? El título de sus notas lo dice todo: “Intrascendencias”.

Quintín ya tenía esta idea fija sobre Dupont y quiso reconocerla, la novela lo atrapa y ya deja de leer. No dice qué es lo trascendente para él; aparentemente, las novelas que tienen un “mensaje profundo” y que estarían fuera del mercado: “El desprecio de Dupont a quienes desprecian el mercado es una tontería porque el mercado es despreciable aunque eventualmente haga ricos o prestigiosos (el prestigio también es una variable del mercado) a algunos cuya obra merece leerse. La maniobra de Dupont suena a ponerse del lado de los ganadores para no quedar como un mal perdedor.”

No hace mucho achacaba a Dupont escribir para los amigos. Esto en un sinsentido en sí mismo. Se puede escribir a una desconocida y hacer una gran obra, se puede escribirle a Dios y decir sandeces. Quintín desconoce olímpicamente algo elemental: que nadie escribe  para los amigos (o los enemigos) cuando trabaja en los límites del lenguaje, sino para un Lector hipotético.

A veces, como Beckett, tarda años en conseguir un editor que abra un mercado hasta entonces inexistente. Después, como señala el narrador de Arno Schmidt, Beckett es Beckett, diga lo que diga. Quintín abandonó a las pocas páginas y no llegó a ese pasaje. Parece que cree que la literatura es equivalente a un aviso o a una nota periodística. Si un estilo logra constituir ese lugar hipotético que no es de nadie, después –subrayo– surgen los amigos, los lectores, los enemigos que pueden transformarse unos en otros. El gordo Lezama aparece en sueños y recuerda que el mulo sigue su paso hacia el abismo. Pero Quintín siempre es igual a sí mismo, una tautología viviente. Pero ahora resulta que Dupont abandonó a los amigos para entregar su alma al mercado, que no es otra cosa que un conjunto de informaciones sobre los precios y no está afuera: somos nosotros mismos en tanto sujetos de oferta y demanda. Si Dupont hubiera publicado la misma novela en una edición de autor o en una de las cuatrocientas editoriales independientes, no habría habido tantos aspavientos.

Al hacerlo en un sello internacional, escapó sin aviso de los controles de los mercados cautivos y sus perros guardianes. Quintín, como tantos otros, es un idólatra del mercado, y al mismo tiempo, un iconoclasta de sus espejismos. No me propongo defender la novela o proponer mi lectura en este contexto, sino señalar algunos efectos de neutralización preventiva sobre el fondo de las imposturas de la tribu cultural.

Quintín se refiere al mercado como se lo hacía en los setenta: era el lugar del Mal en vez de un conjunto de informaciones. Esto no era tan grave como el Bien que se traían tras su supresión: un campamento militar como es Cuba hoy. ¿No nació la literatura moderna al mismo tiempo que el mercado que fue liberándose de las amarras del feudalismo? En las sociedades sin mercado –Zimbawe, Corea del Norte, Bielorrusia–, la literatura no existe y el precario mercado cubano está vigilado por la Seguridad del Estado.

La Argentina es un mercadito insignificante, necesita como el pan un mercado de capitales y salir de la bomba de tiempo de los “precios justos”, pero esto es chino básico para los que quedaron atrapados en los clichés marxos de los setenta. Para Quintín, la trascendencia no es otra cosa que la ideología argentina –la Quinta– y sus mercados cautivos: aquí sí la economía se encuentra con la literatura.

Los mercados cautivos no sólo refieren a la burguesía prebendaria y parasitaria, cáncer argentino, sino a los mercados cautivos ideológicos literarios que son su complemento fetiche. No tienen la menor exigencia literaria, sólo piden que la obra se ajuste a su bienpensante cautividad. Que sea una prebenda más entre un Estado mafioso y sus intérpretes encubridores.

Si Dupont hubiera querido entrar en la familia, ya lo habría hecho hace rato, escribiendo una nota elogiosa sobre alguno de los escritores reverenciados. “Fogwill, la irreverencia fundadora”, por ejemplo, este trabajo lo hubiera catapultado. Dupont no era un advenedizo, ganó sin palanca el premio Emecé con su novela Aún, y luego publicó en Santiago Arcos la novela Ruidos (que primero rechazó Emecé) y el extenso poema –vía Ascasubi– Pampa Trunca, además de otros libros de poemas en su sello artesanal Ediciones cada tanto. Digamos que venía más que bien, pero a la Familia no le gustan ciertas bromas, y mucho menos los “ruidos”. También escribió la serie de reescrituras de Figuras (que nadie quiso publicar y terminó subiendo a un blog), inventando un género nuevo: el diálogo con la filosofía a través de la parodia y la risa. Por último, tradujo y difundió autores que son ilegibles para el minimiserabilismo reinante. No es una vedette literaria sino un laburante: no miente cuando dice que es un obrero de la sintaxis.

Quintín ni por un momento imagina que Dupont, en vez de incorporarse a la Familia –que bien puede ser representada por los enanos de Ruidos–, quiso hacer rancho aparte donde mete presión la intemperie. No es tan difícil inferir que no desea lo mismo que los estafadores de la masividad. Nada que ver con la metapolítica, que esencializa a la literatura desde una supuesta política. Quintín no advierte que el mejor modo de entrar en el mercado es pagarle un peaje a la Familia, una corporación que, lejos de ser ajeno a él, lo sobredetermina a través del complejo medios-universidad para convertirlo en cautivo. No hacerlo es herejía.

Imagina un “Círculo rojo”, parafraseando a la Reina Batata, sin tener en cuenta el peso de esas palabras. Ve una conspiración simplemente porque hay libros que no reflejan esa ideología (que no es sino idolatría). Esos libros lo intranquilizan. Dupont sería uno de los conspiradores, hay otros sospechosos, ya es un mal perdedor antes de entrar en combate, pero al revés de Simone Weil –otra que no midió el peso de sus palabras al decir  que “la justicia huye del campo de los vencedores”–, se pasa al campo de los ganadores.

Mussolini y Hitler fueron vencidos, ¿la justicia se refugiaría en ellos, según Weil y Quintín?

Hay que decir que en la Argentina los perdedores son los ganadores para la perdición de todos. Mussolini no ha sido vencido del todo, vive en las leyes sindicales y el fascismo ha adoptado la lengua mongo de la izquierda progre y Hitler reaparece mediante los naziislamitas que los diversos Gelman victimizan.

Las crisis argentinas se deben a los perdedores, a los industriales parasitarios que no pueden competir y que son financiados por las megadevaluaciones de un Estado mafioso que expropia simultáneamente a los sectores productivos y a las mayorías sustrayéndoles el salario mediante el impuesto de la inflación. No por eso dejan de ser multimillonarios. Al contrario. Quiebran luego de enviar la mitad de lo que reciben a cuentas del exterior, son licuados con la plata del laburante que se levanta a las seis para trabajar y tiene además que escuchar que Capitanich le diga que el ahorro promueve la avaricia –uno de los máximos insultos que recibió el soberano–, mientras que los vanguardistas oficiales lo llaman tendero y hasta facho.

Esto, por cierto, no puede trasladarse a la literatura, pero en ella los ganadores, los que reciben premios y prebendas, son precisamente los lameculos del Estado.

El ataque preventivo a un libro es un hábito de la ideología argentina a través de sus  comentaristas mediáticos para los cuales pensar es ser hablados previamente por el espectáculo: una inmensa residencia Arno-Averno experimental donde se intenta dar a luz a un zombi definitivo. Sólo cuando Israel se defiende, Tartufo se vuelve humanitario y firma manifiestos (como ayer las vedettes de Fidel Castro); los demás tienen vía libre para asesinar poblaciones enteras.

Ahí está el trasfondo del mercado cautivo de la ideología argentina –una Quinta custodiada por un ejército de perros guardianes– donde nadie habla sino es formateado por el Espectáculo de la metapolítica que sólo tolera enunciados sin riesgo, en diferido y seguros. Por eso, luego de medio siglo, todavía algunos balbucean en reconocer a Cuba como una dictadura y se emocionan con el chavismo.

La llanura de los chistes está en la Quinta de Quintín, y ni bien llega, ya se instala en la residencia Arno Schmidt. Dupont está en otra frontera, no fue uno de los lameculos de los farsantes de este sistema que se presenta como antisistema.

Los escritores de la Arno Schmidt son engranajes de la maquinaria literatura-espectáculo, reciben todas las vivas y están insatisfechos: quieren más y más y más espectáculo, tanto como lo que abdicaron del deseo. Erika es una aliada implícita en la novela: cada vez que aparece hay un cambio climático. A Dupont no le doblaron el brazo para imponerle una temperatura entrópica, qué se le va a hacer, no todo bicho va a parar al asador del incesto colectivo. Como karateka, trata de disuadir la llegada de Tokuro, y como budista, situarse como extranjero a lo irreal mundano. No pertenece a la orden de las señoras comunistas –hombres y mujeres–, que funcionan hace décadas como un sistema de delación en los medios, esperando a un Castro más que a un Moisés o a un Godot.

Basta leer lo que escribió sobre mí Alejandro Rubio para ver que este sistema que viene de los ochenta sigue todavía aceitado: “Luis Thonis, un disidente radical de la cultura de izquierda argentina”. ¿Y si esta cultura fuera fascista, como afirmó prematuramente Pasolini de Fidel Castro? Los máximos impostores fueron dotados de no sé qué superioridad moral, aunque nunca asumieron un solo acto o enunciado como responsables. Disidente es un término que se aplica en las dictaduras como Cuba, donde no hay derecha ni centro y la “izquierda” es una nomenklatura criminal. Disidente radical: no se escuchan hablar.

Rubio la emprendió conmigo preventivamente ni bien salió Milagro infame, novela que pone en escena la guerra misma de los mundos, donde el nihilismo va ganando por robo: no importa el libro, la crítica preventiva funciona como un alerta rojo para denunciar al hereje. Rubio desde los noventa me sigue los pasos, tiene, como dijo alguien, un “romance patológico conmigo”. Quiere la literatura atestada de los zartistas de la cultura puñetera que describe el libro. Cuando aparece un libro no esperado, comienza una campaña en contra, decía Flaubert. Lo mismo pasa con la novela de Dupont: del mismo modo que se me atribuían las ideas de un solo personaje y de un solo texto, algunos confunden la “intrascendencia” –los estereotipos progres y vanguardistas– de algunos personajes con el autor.

Quintín no se cansa de anticiparse preventivamente a la lectura que pudieran hacer Fulano o Mengano. A diferencia de Rubio conmigo, Quintín no odia a Dupont, tiene una relación de odioenamoramiento y no deja de confesarlo. Alerta verde. Pero su ataque preventivo es mala leche: el odio es más profundo que el amor, dijo Freud. No es un estalinista radical como Rubio, ha quedado a medio camino de los traumas argentinos; aturdido por los escribas de la masividad, se refugia en su quinta y vive en el conjuro a la sombra de los neomatriarcados.

Dupont, como Rabelais con los sabelotodos, se ríe de lo que no hay que reírse: he aquí lo que le amarga el placer a Quintín. Su acto político es no hacer metapolítica, escribe para no incluirse en ella.

Si a Quintín la novela le resulta una calamidad, está en su derecho decirlo y punto. Pero ha quedado atrapado en el laberinto de la novela y sus espejismos. Dupont exportó la llanura de los chistes a una zona que podríamos llamar consistente y cuyo símbolo es el témpano, con temperaturas que llegan a sesenta grados bajo cero y que escarchan la misma lengua.

El pampero da besitos en comparación con las guampas de un ventisquero. Aparentemente, ahí resulta más difícil hablar estupideces cargadas de nacionalismo –¡Argentina, Argentina, Argentina!– que al acumularse lentamente producen una catástrofe en la llanura: a largo plazo, un plazo que suele acortarse súbitamente. Me refiero a La causa justa de Osvaldo Lamborghini, el punto narrativo de la inflexión: chistes que no son tales en términos freudianos porque no hay un Tercero que los sancione. La llanura de los chistes no responde a un lugar geográfico, éste es uno de sus espejismos, está aquí y ahora, en el mismo discurso, el de la ideología argentina, que entre chistes que no son chistes, cabalga hacia un imperativo de terror que la sobredetermina.

Dupont trabaja su frontera y no veo que sus sarcasmos  tengan que ver con el infantilismo lúdico de Libertella, que en 2002 actualizó y adaptó a los que escribían en Literal con pasamontañas de piqueteros en tiempos de la megadevaluación de Duhalde que dejó como resto a los ladrones santacruceños que la metapolítica presentó como ex combatientes.

La vanguardia, de tanto aturdirse con Cage o Barinsky, no caza una: sin brazo militar queda reducida a un jardín de infantes. Desesperada porque la letra y el lugar coincidan, no oye ni ve nada. Ni ganadores ni perdedores: ahí se trata de salir de la repetición compulsiva de la ideología argentina y el imperativo de terror que la sustenta.

Mientras la carne argentina está fuera del freezer, del frigorífico ante la política suicida del Estado que perdió millones de cabezas –pronto no habrá asado ni para escupir–, las neuronas de Quintín, atornilladas a la llanura como los chajás a los pajonales, se van congelando en el ártico para que la letra y el lugar finalmente coincidan en un silencio soberano.  

Quintín debe pensar que la literatura se agota en la Familia y el “mercado” está fuera de ella. Supone, negando las posiciones, las lecturas y las traducciones de Dupont, que éste quiere entrar en ella, y más que un investigador como  Sherlock Holmes, se transforma en el mastín de los Baskerville.

La Familia está completa aunque sean un montón de sujetos gagás que tratan a duras penas de levantar fetiches oxidados. Piglia postulando a Guevara como “lector” es una confesión indirecta de que esta cultura agoniza; tal es así que Piglia se emociona con el chavismo y se convierte en un poeta cortesano que suspira por la Reina Batata. No son ajenos al mercado sino gestores de un mercado cautivo que, a través de las décadas, apunta a imbecilizar a los sujetos.

Lo contrario de lo que hace Dupont, que gasta vena satírica contra los buzones y espejitos de colores. Como los fetiches ya no fascinan y se venden cada vez menos porque se están oxidando, la voz de Dupont se nota en demasía y puede ser deseada por nuevos lectores y darle un golpe letal a los precios justos y cuidados de un mercadito. No hay que condenar a Dupont por estar en él como tantos hijos de vecino, hay que elogiarlo por su tentativa involuntaria de abrir uno nuevo, ajeno a la servidumbre voluntaria.

Ahí está el motivo de que algo amargo empañe las amables tertulias e Quintín. Los escritores para él deben ser los que militan en los medios para el rebelócrata o el zartista consumidor.

Su ideal literario son las ex flacas masseristas reconvertidas en gordas cristinistas, pitonisas si las hay de la servidumbre voluntaria. Otra vez: el antisistema que es el sistema. La Gorda –muñeca inflable de la ideología argentina– y su metapolítica, que actualiza sin elaborar temas de hace medio siglo.

Ni noticia de que algo se escribió en la Argentina. No pasó por el Sueño de la Razón de Murena y transforma a Savino en un gurú. ¿Qué hizo usted en la guerra del lenguaje, Don Quintín, salvo aliarse a las neomatriarcas del populismo?

Savino es uno de los pocos que no se ha arrodillado ni orado –para citar a Joyce– en el templo de la santísima simplicidad de la Santa Sordera. Uno de los pocos que pensó y escribió algo: “El comunista le puso la grampa a Marina Tsvetáieva en el sentido de Cézanne y después le puso el gancho en la pared para que se colgara. El burgués ahora se hizo comunista, le pasa ayudas al poeta, subvenciones. Le da una limosna en nombre de la poesía.”

Lo que Hugo Savino escribió en Salto de Mata vale por todo lo que en su vida dijeron los clowns posmodernos. No estamos hablando de la literatura como placer –la literatura y un helado son lo mismo–, sino en torno a lo que se enuncia en los límites del lenguaje. De la integridad de unos pocos sujetos en un contexto donde nadie resiste el menor archivo, de algo que no tiene que ver con la solemnidad ni con la trascendencia sino con una ética abrahámica de la vida que no excluye el humor y se niega a entrar en una Familia de muertos vivientes o participar del suicidio colectivo.

La irrupción de una voz disuelve por un instante la corporación, muestra que en ella las diferencias están digitadas y que, tras un conjuro preventivo, siempre vuelve a fusionarse con fingida pasión. Todo lo que no es Familia colectiva, es decir, incesto, para Quintín es mercancía, y a cada una su etiqueta. Un vaciamiento del sujeto, del lenguaje, de la historia y la política. Alienado a la metapolítica: la búsqueda de la trascendencia va de la mano de la esencialización.

Se nota en el déficit de su humor: comparar a Dupont con Sábato no llega a ser una injuria ni un chiste. Es un mal chiste del que no se ríe nadie, ni en la Antártida ni en Santos Lugares. Ni sabe de lo que se trata, patalea para no enterarse.

Rettung der Vergangenheit es la expresión que utiliza Walter Benjamin para hablar de la salvación del pasado, de sus usos, de la redención por el  recuerdo. Esta tempestad que sopla desde el paraíso, este futuro que irrumpe desde el pasado, no trae necesariamente la promesa de un futuro feliz como creen algunos que se empeñan en ignorar que el estalinismo no está en el pasado, sino en el presente y amenazante en el futuro. Lo mismo sucede con el montaje para una segunda Shoá por el que trabajan laboriosamente las universidades y gran parte de los escritores de los que Dupont no cesa de burlarse.

Quintín necesita un tratamiento acelerado, urgentes lecturas de Meschonnic, de Simon Leys, de Jean-Claude Milner, los tres tomos de Nadezhda Mandelstam, para no volverse Romain Rolland… No, me parece que ya es demasiado tarde: una inmensa serpiente blanca vino desde la Antártida, irrumpió sin permiso en la Quinta, y por lo que se lee, congeló las pocas neuronas que quedaban.

Para leer Arno Schmidt hay que perderse en su encanto narrativo: no hay detalle que el narrador no capte en un contexto separado de lo cotidiano donde prevalecen la literatura y el arte sobre el fondo de una naturaleza loca. Su mejor metáfora no es la rata en el laberinto en que ya algunos se han extraviado, sino el lápiz quebrado en un vaso de agua que hace al montaje de las voces en un contexto donde ya todo está escrito para los becados para escribir. La actitud del narrador no es precisamente la de un creyente. Entra en conflicto con los cultos de los escritores que concurren a la residencia experimental: “¿John Cage? Tengo que decirlo, nunca me tragué su falsa sabiduría, su cerebralismo, sus ‘provocaciones’ vanguardistas. Y su música aleatoria es inescuchable, dejémonos de joder.”

Así ocurre con otros bluff de culto. El narrador es una voz solitaria: el antifetichismo es su política y su arma el oído. Que el personaje se llame como el autor es otro cazabobos: podría llamarse Juan Pérez. Hay que olvidarse de Dupont-Dupont y entregarle los oídos a esa voz que se resiste a hablar la lengua de los clichés y los guiños de culto legitimados, a los que se sustrae con un humor sutil. La novela te lleva de la mano con una abundante paleta de recursos y prodigalidad verbal. Hay escenas desopilantes, como el discurso del director Picot a propósito de la muerte de Cy Adams y otras tantas revelaciones. Hay que olvidar todo lo que previamente se dijo del autor y de la novela y entregarse a la lectura en un mundo de ilusiones y espejismos para captar la longitud de onda. El estilo es la luz que atraviesa las distintas capas de temperatura y se refracta sobre la más cruda realidad, de la cual cultores y estetas no quieren saber nada.