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17.8.20

La Sensación de Pobreza, por Luciano García

  

A mi izquierda, estaba la pared

(Eróstrato)


No se puede ser “de izquierda” y elegir el mal. El que elige el mal que se la banque. Nace vive y muere solo. Sin embargo el mal es la única izquierda verdadera. ¿El pueblo es irrepresentable o impresentable? Soñábamos con un proletariado impopular, y el sueño se hizo realidad o más bien pesadilla. El pueblo siempre se equivoca. La élite también.
Al pueblo si no lo engañás te arma una revolución en menos de una semana. Si no lo engañás se ofende. El pan siempre fue y será circense. Al pueblo hay que darle siempre la razón –total están locos. (Supongo que es esa la Razón Populista.) Exportar para ser feliz. Se acabó la fiesta, y nos dimos cuenta de que era una fiesta. En este país si no sos peronista o antiperonista sólo te queda la anomia. El argentino promedio quiere reducir el universo entero a una lucha entre peronismo y antiperonismo. Me recuerda a la frase de Baudelaire a la puta: Tu mettrais l'univers entier dans ta ruelle Todos los que tenemos aspiraciones de ser artistas escritores o intelectuales, es decir a seguir trabajando de por vida de ociosos remunerados aunque más no fuere con reconocimiento y autoridad, ya que no en efectivo, tenemos siempre a mano la coartada de la “izquierda”, de posar en el fondo –“en última instancia”– de almas bellas. No nos cree nadie, salvo los colegas. Lógica de campo –se llama. ¿La izquierda es enunciación o enunciado? En este país hasta Borges se creía anarquista. Después de todo está bien: el solipsismo es el único anarquismo viable. Osvaldo Bayer se fue al Cielo. La Argentina es el único país en el que gobierna el anarquismo. Al poder se lo reparten en toma y daca entre el anarco-conservadurismo que llamamos liberal y el anarco-fascismo que llamamos populista. Entre Borges y Perón, sin ir más lejos. Son mamá y papá para nosotros. No está tan mal después de todo, hay peores familias. Peronista no sé si soy pero sí anarco-fascista, que al fin y al cabo es más o menos lo mismo. (Aunque yo soy anarco por parte de padre y fascista por parte de madre.) Si el peronismo es mujer, la izquierda es histérica. La izquierda no es boluda, como cree el peronismo. La izquierda también es chanta, como los peronistas. Sólo que no quiere mojar; pide saber. Yo soy peronista, y soy de izquierda; pero lo que nunca seré es peronista de izquierda. No hay peronismo de izquierda, ni hay izquierda nietzscheana. No sé si soy peronista de Perón ¡pero sí soy nietzscheano de Nietzsche! En este país hay mucho deleuziano de Deleuze y mucho lacaniano de Lacan, pero pocos aceptan ser platonistas de Platón –prefieren serlo de Badiou o de Marx mismo. De todos modos, nunca seré vandorista, o nunca seré badiuísta. Al Sein zum Tode argentino lo formuló Evita: “seguir a Perón hasta la Muerte”; es decir la vida por Perón. Pero el peronismo de Perón es al revés: ¡Perón por la vida! En la lengua el peronismo es un chiste; en el saber un agujero, un olvido. El peronismo no es un sistema, señora. Es un misterio. Forster y Horacio González sólo fueron figurines testimoniales, blanqueadores morales y parlamentantes retóricos; el filósofo del kirchnerismo fue Capusotto. El macrismo no es un pensamiento; el macrismo “medita”: no piensa. Simulacro de orientalismo: no piensa (deja pasar, deja hacer –como mucho). Como dijo Macri, la democracia es un abuso de la estadista. El izquierdismo es un folclore. Un folclore antipopular y de derecha. Mi ética del hambre, al contrario, es puro derroche, y de feo gusto. Diógenes no era de izquierda. Antes la izquierda combatía a la burguesía. Estaban equivocados con razón de ser. Ahora se estetizó, se volvió libresca. Chapotea en el corralito del campo literario. No combate más a la burguesía; su enemigo ahora es César Aira. En toda insurgencia, detrás de todo acontecimiento, en la Argentina, siempre hay un nene de papá alfa despuntando su nuevo falito. Ser un señorito y un Che Guevara a la vez, el ideal realizado del Alfa izquierdero nacional. ¿Con la ideología se coje? Entonces me meto el instinto en el culo. Liberal es el ojete. ¿Entre Batman y el Che Guevara con quién me quedo? Para superhéroe sin dudas con Omar Viñole. La izquierda es libertaria o no es izquierda. Hegel y Platón son de derecha les des las vueltas que les des. Y para ser de derecha hay que tener cojones y ser de derecha en serio, como “yo”, que soy nazi-fascista. Al fin y al cabo nací y tengo una facha. La izquierda es Nietzsche, no Marx. Marx es la derecha. El estalinismo es arborescente. El fascismo es rizomático. La naturaleza es un asco. Lo más parecido al menemismo que vi. Pero el Cielo es el peor lugar que existe. El Cielo en la Tierra no existe por suerte, porque sería aún peor. El resentimiento es el más grande guionista de la historia, firma con tinta limón todas las obras. La izquierda lanzó otro escupitajo en la cara de la vida: ¿la debilidad debe reinar? Denme un Cielo y un arma nuclear. Salvo los pelotudos de los intelectuales, o algún que otro, la mayoría de las personas vivimos en la clandestinidad, aunque estos giles no lo puedan creer. La izquierda vive de sacar rédito atacando el discurso exotérico de la derecha, que no es más que un discurso falso y de mierda para engatusar al populacho y la clase media, quienes sólo necesitan ese tipo de “razones”. Pero esa no es la verdad de la derecha. Aplicando el método del “y si” de Zizek: ¿Y si el fundamento del discurso de la derecha fuera “ponerse en el lugar de los que sufren”, fuera “hablar por los que sufren”? ¿Y si la izquierda no fuera más que el mutismo “de los que sufren”? La izquierda no son los que responden por los que sufren. La izquierda es el sufrimiento. Buenismo, victimismo y el correr por izquierda, tres elementos fundamentales del fascismo actual. Esta tendencia se llama con un oxímoron: totalitarismo feminista. ¿Cuál fue el día en que la izquierda sustituyó al proletariado por la histérica como sujeto universal y revolucionario? El poder es de izquierda: me pide que hable y que viva, que grite, que me queje, que goce todo lo que pueda y que agote mis fuerzas; que vaya a todas las fiestas, que tenga un millón de amigos, que coja, que apoye a todas las minorías, nos pide a todos que seamos víctimas y todos somos víctimas. Cuando oigo la palabra “izquierda” saco el revólver. (Soy zurdo.) Aborrezco a la izquierda porque la izquierda es una forma de la derecha que no se banca su realidad. Es una derecha todavía más falsa que la derecha. La guerra entre la izquierda y la derecha se dirime siempre al interior de la clase dominante. “Te conviene que yo con mi capital simbólico sea tu amo a que sea tu amo este señor con su otro capital.” Cualquier idiota o persona pobre de la clase dominada entiende perfectamente esta frase aun cuando no fue formulada así y por supuesto elige coherentemente. ¡Cuando esta situación sea superada ocurrirá la verdad de la izquierda! Cada cual defiende su interés. Muchos se equivocan en cuál es su interés. Pero de derecha somos todos. Pregúntenle a Lenin qué opinaba de “la izquierda”. La izquierda en todas sus formas ¿no será nomás la idiota útil del imperio, del capital, del judeo-protestantismo que gobierna el mundo? ¿Antimperialista no será sinónimo de narcisista? Los gritos de la izquierda son los ladridos del caniche del liberalismo. Izquierda y derecha deberían medirse por el grado de hipocresía. En eso soy jipi. Izquierda: tenderos y mercachifles que compran y venden productos y servicios culturales. Su casta dominante se encarga de fijar precios y tazas. El verdadero fascismo actual es la izquierda cultural progresista. Y esos soretes se dejan financiar igualmente por populistas y liberales. Son mercenarios. Privilegiados de este país que se creen inteligentes y son de izquierda. Ni son inteligentes, ni hay ninguna izquierda. Son privilegiados, eso apenas. Un careta contracultural enmascarado en su barba de nene de papá me llama cheto. No sé si los “estúpidos imberbes” eran o no estúpidos, pero la mayoría eran barbudos. Tener un cuerpo de derecha está bien. Mi consejo es que se afeiten se peinen y vayan al gimnasio como Aira y Platón (aunque el trolo éste sí se dejaba la barba, para disimular). Fascista es tener onda. La onda es fascista. Es más, si me apurás, me quedo con la lucha de clases. El cerebro y el músculo son los enemigos de la onda. Fuera de convertirse en nazi o convertirse en puto muchas más alternativas no quedan. Prefiero la que tiene menos prensa. Aunque sea por eso mismo. Desde que el fascismo se volvió progresista no cambié una coma. Al menos no la como. Qué diferencia entre la iluminación y la beatitud que da la verdad y el borrego y cabizbajo prestigio que otorga el éxito en la comunidad de los eunucos los nerds las histéricas verdes y los machito-alfa barbados. ¡Esto sí que es vida! Quieren escribir literatura y gobernar. Mejor ni lo uno ni lo otro. Se está bien así. Mi sueño es contar un cuentito de hadas que deje 15.000.000 de muertos. ¡Cómo gozo con mi fascio imaginario! El Matrimonio entre la Izquierda y la Derecha tuvo sólo dos hijos bobos: somos los santos y los fascistas. Pero por suerte fuimos expulsados de la familia. Tuvimos suerte porque el aborto aún no era obligatorio. El fascismo nunca fue solemne: ¡Viva el fascismo! ¿Por qué cambiar de Amo? ¿El culto moderno por la novedad lo justifica? Para tener un amo hay que tener uno que sepa mandar. He ahí el problema de la izquierda, por qué la gente no la quiere. En vez de poder, quieren el poder. Y no lo saben conseguir. Porque lo desprecian. Aman lo que desprecian. La izquierda se convirtió en un recurso de la burguesía para correr a las clases medias. Gadget de las segundas líneas de la burguesía, la burguesía pobre –esto es: la burguesía ilustrada–, floja de capital dinerario pero empachada de capital simbólico y pletórica de capital social. Izquierda: derecha diferida. Nadie se banca ser de derecha en este país y sin embargo… todos lo son. El marxista piensa con la cabeza pero no con el cerebro sino con la barba. No son neuronas lo que se mueve sino pyogenes. Ante la alternativa de tener que fusilarlo sodomizarlo o afeitarlo el marxista excluirá siempre la última. Yo soy de izquierda. Yo soy bueno. Yo soy lindo. Bueno y valiente. Yo, Platón, soy la verdad. (Un Platón que se come Freud.) Si le pidiéramos a cada argentino que hiciese un listado anónimo y exhaustivo de a quiénes habría que matar: ¿cuántos quedarían? Arroje un guarismo probable. Mejor vives mejor te quejas. El folclore sin pueblo es la pose. La pose izquierdista. Qué linda que está la Revolución-Espectáculo. (Preferiría no hacerla.) Amo a mi pueblo de energúmenos. Dios existe y es marxista (confirmado). Cuando la izquierda y el liberalismo se tiran un pedo químico y dan de baja a 100.000 bípedos desplumados, le atribuyen los lauros a un Hitler. Son doctrinas de grande modestia. Cuando matemos a todos los fascistas perpetraremos el más grande genocidio de la historia. Cuanto más emancipados, más alienados. No quieren la lucha de todos contra todos, quieren que los débiles le ganen al fuerte. Esa revolución permanente por supuesto que no es nueva, tiene localía en el planeta hace 3.800.000.000 de años. No hay burrito serrano que no esté debidamente esclarecido. El despotismo ilustrado monta en jumento. Para despotismo estábamos mejor con Dios. No quiero participar de la partusa de la izquierda. Si uno no es de derecha, debe al menos disimularlo. Se creen inteligentes y enemigos de la clase dominante. Son idiotas y de la clase dominante. Aprendan a ser idiotas, imbéciles. En la Torre de Marfil izquierdista. Críticos marxistas o matones que no matan a una mosca. Una vez más Epistemón el Marxista me invitó a su Orgía. Una vez más no asistiré. ¿La izquierda? ¿Lxs amigues de lx policíe? Pronto los marxistas se dejarán bigotito y corte a la americana, y los subcomisarios y agentes te incorporarán a la jaula de la seccional amiga luciendo frondosas barbas. Vamos bien. La revolución cultural no produce otra cosa que la que hay ahora a la vista: una cultura de izquierda bajo una economía de derecha. Hardware de derecha, software de izquierda. La hipocresía organizada, el ideal empíreo para el chapoteo de la burguesía izquierdista que vive del negocio cultural. Cuando oigo la palabra cultura saco el revólver y cuando oigo la palabra revólver saco la cultura. Perspectiva alto-fascista. Publicación semanal: El Bolche Posmoderno –sociales barbones. Pronto: Boletín Argentino La Inmundicia Cultural. La clase dominante es neomarxista y quiere anécdotas. Anécdotas certificadas por un esclarecido victimista. Los idiotas de familia me acusan de idiota; me parece que lo que me dicen es que no pertenezco a la familia. Ahora los fascistas se ofenden por cualquier cosa. Son hipersensibles. La poesía Sarah Kay de los hijos del ERP. El vernissage sustituyó a la revolución pero la barba sigue. En el campo cultural la clase dominante es marxista o por lo menos barbuda. Con dos neuronas y una barba en la cultura argentina se obtienen innumerables dividendos. ¿A qué más? No sólo la tierra, el saber y las letras tienen dueños en la Argentina. Que tengan barba, concha, o vivan en un monoambiente en Balvanera, no los exime de ser los terratenientes del capital simbólico. Ni barbudo ni nerd ni puto. Si a la nada que queda le llaman fascista llámenme como quieran. El cerebro y el músculo son los enemigos de la onda. En el campo de las letras, que es el mundo del revés, son los nerds y los maricas los que hacen bulling. La crítica barbuda del Almacenero de Libros me la anota en la libreta. ¡Se cayó de su barba! Él es ágrafo ¡su barba no! Bulto Ecuestre de David Viñas montado a su Aparato Crítico. La Inteligencia del Intelectual Argentino Radicaría en su Barba. Estetas políticos: no ven literatura sin politiquismo ni política sin esteticismo. Él era compositor de anécdotas y Licenciado en Ideología. Yo en cambio odio los libros buenos, porque siempre parecen hechos por otro. Alcohol, tabaco, cocaína, y populismo. ¡Y a vivir la vida! Historia Extraoficial de la República Separatista de Mí Mismo. Escribir en un estado de trance fascista. El ejercicio de dejar de ser un ángel debería ser impenitente, a riesgo de pasar por bestia, pero con el probable resultado interior contrario. Intelectual Orgánico Imaginario versus Budista Facho (mi organismo es una logia y todo cuerpo es contubernio). Rechazado por una runfla de barbudos balas histéricas incojibles y nerds que componen el campo cultural argentino, cuando termine de escribir retomaré el Tao. Me retiré del Seleccionado de la Facultad de Humanidades y Artes cuando al equipo le quisieron poner “Tesis 11”. Prefiero esta vida a entrar a vivir a un monasterio marxista y pensar y cojer a reglamento. Prefiero incluso no cojer y no pensar… UNR: Locademia de Policías. Lobistas somos todos, a muchos nos cuesta descifrar para quién trabajamos. La claridad también es un terrorismo. Enunciarse de izquierda es obsceno. Prueba al contrario ser de derecha. ¿Ser una pasión inútil o un útil pasional? Si no se puede disparar a la multitud, disparar, al menos, de la multitud. Frenético activista del no hacer nada. Huye, que el poder huye contigo. La mejor forma de ser de izquierda es no decirse de izquierda ni creerse de izquierda. Dijo Macedonio: los signos matan a las cosas. Para todo entrista encular es un sueño eterno. El resentimiento es una dictadura eterna, la emancipación es un entretenimiento eterno. Para los ebrios de virtud necesitamos también un control de alcoholemia. Orga La Fraternal-Terrorista. ¿Qué hubiese pasado si Hitler hubiera triunfado en la epistemología? Con mi Sistema destruiremos el Capitalismo. Y construiremos algo peor. ¿Quieren ser revolucionarios? Fracasen. Hay que partir de dos preceptos base: Dios existe y es antimarxista. Me considero anarcopapista. «El día que León Gieco conoció a Dios.» Che Guevara esquina George Soros. Con la frialdad de una iguana macrista anhelo un glacial consenso de geriátrico. A este señor le duele el miembro fantasma de Adam Smith. El dinero es algo tan poco útil que incluso le llegué a tomar un poco de cariño. Dejar al Capitalismo tal y como está. No tocar al Mundo ni con la punta de los dedos. De los que luchamos por un mundo peor no se acuerda nunca nadie. Nunca nadie mereció ser anarquista; pero tarde o temprano cualquiera merece el olvido. La dominación es un sueño eterno. Ladra un perro anónimo. Cruje una supernova. De onda, lo digo de mentirita.

12.12.15

Apuntes sobre un silencio atroz, por Emiliano Scaricaciottoli


El violento oficio de la crítica literaria en la Argentina
Conseguite un trabajo honesto. (Pappo a DJ Deró, Sábado Bus, 2000)

“Yo escribo, no hago papers”

Uno tiene que remontarse muy atrás en la historia mayúscula (aquella que queda documentada, la que se estudia y se repite) para observar un evento, un horizonte de eventos que desplieguen discusiones reales (y públicas) en y entre la crítica literaria en nuestro país. Aunque el “nuestro país” siempre suena inconmensurable-caracterización que de tan cierta se hace siniestra, pensando en Sarmiento- y mentiroso. Hay una bondad en la esfera pública de la crítica que todos-ocupemos el espacio que ocupemos en el engranaje de hacer y decir literatura- compartimos: hace tiempo que no pasa nada.

En ese remontar azaroso y arbitrario uno recuerda un diálogo de sordos que disparó Ludmer en su artículo
“Las literaturas postautónomas” (2007), mismo año en el que El Interpretador tuvo un digno espacio de intervención en la orilla virtual de la arena  de la crítica literaria-joven, generacionalmente joven, por cierto, al haber sobrevivido la sequía de los noventas, de Los Años 90- y mismo año en el cual se publicó Montserrat, obra jodida de Daniel Link. Jodida por las entradas: pueden ser múltiples, ya no monádicas sino poliplánicas. Si bien, el recorrido se hace más tentador horizontal y subterráneamente, la entrada al barrio convencional es una entrada de estructura, económica y sin demasiadas inflexiones de la imaginación pop. Corroída por la blogósfera, el excesivo (¿?) paisaje post industrial del ferrocarril Roca en, pienso en voz alta y rápido, Washington Cucurto, la estallada sintaxis que había dejado el 19 y 20 de diciembre, algún muerto-seguramente para ella, que no es Ella- en Puente Pueyrredón, en fin, esta pobreza de la experiencia literaria que para Ludmer se volvía ilegible y postautónoma: “Estas escrituras  no admiten lecturas literarias; esto quiere decir que no se sabe o no importa si son o no son literatura. Y tampoco se sabe o no importa si son realidad o ficción. Se instalan localmente y en una realidad cotidiana para ‘fabricar presente’ y ése es precisamente su sentido (…) porque aplican a ‘la literatura’ una drástica operación de vaciamiento”.  Selci e Iglesias en El Interpretador le cantan un retruco que nunca vuelve y que explica el recambio generacional que aun hoy no se quiere admitir en los claustros de profesores y de graduados en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, al menos el caso que conozco y del cual puedo hablar. El retruco que le cantan queda obliterado por una payada de sordos, porque jamás una Señora va a responderles a un grupúsculo de escritores que encima osan hacer crítica literaria a espaldas de la universidad-aunque su comité de redacción ya estaba en ella, que insisto: no es Ella-y a espaldas de la Comunidad del Anillo, de cierta rancia y obsoleta mecánica de provocar lecturas y unidades (contenidos) dentro de los programas de la carrera. Inventar un problema donde  no lo hay y luego, a duras penas, renegar por los imberbes que trabajan sobre ese problema que uno creó. Ese afán sectario de la crítica en la Argentina es producto de una confusión, o mejor aún una co-fusión entre crítica y docencia que liquidó o cooptó a una buena parte del underground de la primavera kirchnerista. El Interpretador fue, en sí, una expresión de esa primavera para toda una generación de estudiantes de Letras-entre los cuales me enlisto- que pensó no solo otras plataformas de debate e intervención, sino también otro circuito de circulación de ese saber (por ejemplo, los ENEL) (1). Entiéndase, sostienen Selci e Iglesias: “Ludmer no se equivoca al decir que ya no hay literatura autónoma; se equivoca cuando pretende que existió alguna vez fuera del recortado marco de su metodología.   Una cosa es “usar el blog y hablar de arquitectura de Buenos Aires” (lo que hace Link), otra muy distinta “usar el blog y pedir la renuncia de Julio Grondona como titular de la AFA, remanente calamitoso de una generación en retirada” (lo que Link no hace). Montserrat no alude a los medios comunicativos y a lo “realficticio”, sino a la imposibilidad de una crítica sin proyecto, sin un para qué que logre movernos hacia alguna cosa”. Lo inabarcable poliplánico en el sentido semántico y en el topológico de la obra de Link suele generar esa imposibilidad totalizante y decimonónica. Lo que está fuera de recorte y sistematización en los realismo(s) que lee Ludmer es, justamente, la base programática, de una escritura que incorpora a la serie de lo real-la determinación económica y social de las prácticas del lenguaje-, como dice Ludmer (y en ese sentido acertadamente), lo virtual, lo potencial, lo mágico y lo fantasmático. Indefectiblemente esta incorporación no sistemática, oblicua en términos de Lezama Lima, es muy típica del neobarroco por su referente estallado, pero a decir verdad, no es novedosa en la historia de la literatura de los últimos 60 años, de Cortázar hacia aquí.

El problema en sí no es Link ni la potencial imposibilidad de Ludmer ante esos textos sino el diálogo vacío por una operación de la crítica. De repente, nos encontramos haciendo crítica con las mismas armas que se nos prohíben dentro de la carrera de Letras: el ensayo, la crónica, la coda, la narrativa. No es tampoco un problema paradigmático: no hay relevamiento ni supresión de una comunidad científica. Cuando me referí a la Comunidad del Anillo no lo hice por freak. Si uno recuerda cómo se conforma dicha comunidad en la obra de Tolkien es porque tenemos un problema y no sabemos cómo resolverlo. Quizás, el miedo a la extinción es el problema. Quizás, la extinción sea natural. No lo sé, ni me importa, pero en término de operaciones de la crítica, docencia y escritura confabularon para marcar un cerco, una propiedad privada de quién abre y quién cierra los problemas, las discusiones. Allí donde Ludmer encontró una imposibilidad-de lectura y de escritura-, El Interpretador encontró un evento. De pronto, algo pasa, diría Vitico en  “No pasa nada en esta ciudad “(Macadam 3…2…1…0, 1981): “No pasa nada en esta ciudad/es tan difícil decir la verdad, / nadie responde, todo se esconde…”. La falta de respuesta, sin embargo, fue proclive a una proto comunidad de aquellos que habían estudiado con Ludmer y decidieron abrir el camino yuppie de la post autonomía. Vieron por dónde pasaba el negocio de lo que ella-que, repito, no es Ella- no podía leer. Graciela Speranza dio un hermoso seminario  en 2010 sobre eso que ella llamaba “Nuevas estéticas urbanas…” y el título seguía (suponiendo que lo “nuevo” era realmente nuevo, sorpresivo, sublime en términos románticos) “Ficciones y arte argentinos en la ciudad informe”. Lo “informe” de la ciudad quedó entre Jitrik, Rama y Aliata, y siempre es interesante de leer. Al problema Speranza lo redujo con “Ficciones y arte…”. Seamos buenos entre nosotros, como decía Nicolás Rosa y luego Horacio Pagani, y observemos que mientras El Interpretador quiere hablar de literatura, o de escritura (y aquí empieza la milonga), Speranza lo marida con ese vicio paranoico de pervertir a la literatura con alguna obra permanente o itinerante del
MALBA. Los programas de la crítica, y aquí valdría la interrogación,  terminan siendo los programas de los seminarios y las materias que no intentan pensar si hay o no crítica literaria en la Argentina. Porque si la respuesta es “sí”, evidentemente todo lo que se propone desde la academia es un complejo de estrategias en el cual uno desaprende y olvida, por necesidad, toda posibilidad de sentarse a escribir. Si todo termina en una “monografía” miserable que reponga un estado de la cuestión (es decir, un problema que observó la comunidad científica y que en todo caso el alumno repone) o en una codificación perfecta de lo que se discute, allá afuera y hace tiempo, la escritura pasa a un segundo plano. Ni crítica, ni escritura, ni teoría, ni nada. Ahora, si la respuesta es “no”-“dime que no y me tendrás pensando todo el día en ti”, algo que Arjona y la comunidad científica de la crítica y la docencia en la carrera de Letras tienen muy en claro- les cabe el gorro frigio de los calvos que muchos llaman “estudios literarios”. Entonces el problema de lectura que tiene Ludmer encaja muy bien con esta imposibilidad de pensar la literatura argentina por fuera de lo que se enseña. No es enseñable, no se puede trasmitir o le ponemos “arte” para que todo cierre.

Ni una cosa ni la otra. Aun, esa asociación institucional entre docencia y crítica sigue debatiéndose subterráneamente-aunque la topografía de lo que se lee como crítica sea lo que se enseña y luego se copia y se pega en un libro que solo la Comunidad del Anillo hace circular- y no se ha saldado. Si un grado de especificidad se ha perdido con la desolación de Smaug (el estructuralismo) y una necesaria reclusión en los estudios culturales o en cuanto post marxista (que se presenta como originario, como nativo pero con un programa social democrático y lacaniano, como
Žižek) aparezca, delimitan el territorio nostálgico de la teoría literaria y su primera persona a la hora de escribir es porque se ha creado una ilusión de cientificidad que poluciona en las nocturnidades con eso que llamábamos poesía, ensayo o novela. Que llamábamos: acción pretérita y finalizada en el pasado, puesto que la post autonomía borró las fronteras de lo legible. Me pregunto qué sucede entonces con la escritura, ya no con la lectura sino con la escritura. Prefiero, monstruosamente, volver sobre aquella entrevista que Nicolás Rosa brindó en julio de 1998, con motivo de su visita a la Universidad Nacional de Tucumán  para un programa local malísimo conducido por María Blanca Neri llamado “Los juegos de la cultura”. Si usted lo youtubea, lo encuentra. La pregunta de Neri es muy sencilla y yo la reformulo: ¿Por qué a usted no lo llaman “escritor” o, en todo caso, escribirá usted, Doctor Nicolás Rosa, como crítico o como escritor? Parece una broma pero aun hoy, insisto esquizofrénicamente, en el plano de nuestra carrera todavía corre la vulgata y  la máxima ideológica del “decidor”: si usted viene a la carrera de Letras para aprender a escribir, no es este el lugar. El “decidor” es muy respetado, hasta por quien escribe este texto, pero ha sido muy sectario a la hora de abrir la puerta de la Comunidad porque él mismo la conforma y la protege de El Interpretador o de quien sea-aunque él mismo haya publicado allí- que no entienda que los que escriben son unos pocos, los que hacen crítica solo aquellos que enseñan, y los que estudian, los que se presentan a becas. En fin, la respuesta de Nicolás es mucho más lapidaria: “Yo no hago papers, yo escribo. ¿Por qué la gente no me llama escritor?”. Sin duda alguna me he formado en una escuela o en una tradición, para que Trotsky no se enoje, que priorizó la escritura por sobre las posibilidades de la crítica, aun por sobre las posibilidades de hacer teoría literaria. Sigo siendo estudiante-puesto que ese fue el espíritu de los ENEL que rápidamente se perdió: los docentes no dejamos de estudiar y de investigar y seguimos siendo unos alumnos crónicos incurables- y le canto retruco a la falacia del “decidor” puesto que antes que ser un hacedor de textitos masturbatorios bajo el título de ‘informe monográfico’, prefiero claudicar en la marea de los que no expulsamos a los alumnos de la carrera y proponemos pensar la escritura de y desde un espacio institucional. Ya no pasa, como me decía Oscar Blanco cuando me llevó a laburar con él en el interminable Las Letras de Rock en Argentina…, sentirme parte del under, del Umbral (sic) al lado de Boquitas, al lado del comedor, al borde del subsuelo, no, claro que no. Yo escribo, pese-vuelvo a Nicolás- a la academia (2). ¿Por qué la escritura se ha marchitado en la lectura de los padres? ¿Qué deseo tan macabro de solemnidad puede conmover a cierto sector del alumnado de la carrera que siente el trabajo de la crítica como el deseo del Otro, como la voz del ausente, como una mutilación peneana angustiosa, como una herejía innombrable? ¿Por qué Puán se ha convertido en Hogwarts? ¿Qué misterios guarda la cámara secreta en la que la Comunidad evalúa el placer moquiento y adicto de cientificidad radicado en el cadáver de la escritura? ¿Qué simulacro de honestidad debe rehabilitarse en el relevamiento frenético de lo que se ha escrito? ¿Qué afán de totalidad se ha comido la gruesa y mota infamia de la filiación institucional como reina legitimadora de discursos, de mi discurso, de este? Si todo esto es la crítica, estoy en un despacho forense esperando la autopsia.

Fractura del silencio, íncipit crítica

La imputación de Pappo a
DJ Deró en aquel programa de la noche, fría noche de sábado que orquestaba el marido de Florencia Raggi, se debía a la necesidad de un regreso paranoico a lo artesanal. Trabajo versus lumpenismo. Aquel que se reconoce en la pulsión de una práctica y aquel que la economiza, es decir, el ilusionista. La imputación es, en definitiva, capital para pensar el problema de escribir en y para la academia. Ese sudor que implica la escritura ha migrado al sudor de rastrear mitos de origen. O peor aún, de reproducirlos. Cuando pensamos en hacer crítica la imagen acústica te reenvía-y en este sentido es muy alegórica y benjaminiana, al mismo tiempo- a un lugar difuso: ¿qué pretende usted de mí? ¿Escribir sobre otro es dejar de escribir? ¿Pensar la escritura del otro es sacrificar el carácter ficcional de mi propia escritura? La tecnificación ridícula de cierto sector de esta comunidad-que solo puede pensarse desde adentro y cuantitativamente puesto que quien más escribe es quien más enseña, o al menos gana un lugar reificado de enseñanza dentro de la carrera por su sed de acumulación tasada en papers- ha devaluado el peso de la escritura dentro de esa operación ya difusa que llamamos crítica literaria. Ahora, hablemos de signaturas. No vale preguntarse qué es la crítica, sino cómo es la crítica. Los índices de modalidad son las texturas, los detalles, ese afano amoroso que le hacemos a la narrativa cuando ya no sabemos si estamos escribiendo sobre otro objeto-supongamos, sobre Borges, que viene bien además para pensarlo como un “coso” que de tan institucionalizado y canónico uno no sabe de qué o quién está hablando-  o si estamos escribiendo sobre nosotros mismos a partir de ese otro objeto. Esa distancia acrítica, justamente, es la que requiere la comunidad y que yo no estoy dispuesto a hacer puesto que aún me queda un algo de dignidad. Es como cuando un NN, cualquiera, te pide que bajes la voz. Si ni a los propios padres biológicos uno ha respetado a la hora de dosificar silencios y gritos, cómo pudimos retroceder tantos casilleros y merecer el olvido de la escritura. En efecto, la crítica es una operación de violencia sobre ese otro objeto y sobre la fundación de ese objeto en los colchones institucionales. Hay una cierta cordialidad, un estado de bienestar entre los afiliados a la comunidad que el silencio no pudo edificarse sino atroz.

El display de hermandad es parcialmente violado en un diálogo interesante que Nicolás Vilela y Florencia Minici mantienen en “Crítica y despolitización” (Mancilla, 07-08, 2011) y que tendríamos que reactualizar. Porque las preguntas que se hacen, angustiosas preguntas, implican problemáticas del presente continuo, del estado paupérrimo en el cual la carrera de Letras se piensa a sí misma como una máquina expendedora de boletos o avales. Y me interpelan porque homologan crítica y escritura sobre la raíz de tres problemáticas muy concretas: 1) ¿Qué lugar ocupa la teoría dentro de la escritura crítica? Siempre, claro está, suponiendo que la crítica infiera una operación de la teoría; 2)  ¿Qué efectos del subsidio a la investigación académica recepcionamos luego de diez años ininterrumpidos de becarios proliferantes y precarizaciones rizomáticas? ¿Ha contribuido esta política a la escritura o a la cientificidad de la misma?; 3) ¿Podemos pensar una crítica argentina, luego de Viñas, luego de Ludmer, luego de Piglia? Decía Link y ellos reformulan: ¿cómo leer, después?

En relación a la primera problemática, quisiera irme a otro número de Mancilla, a un texto polémico y silencioso (no silenciado, guarda) de Fermín Rodríguez titulado “Los usos de la crítica” (Mancilla, 09, 2014). La interrogación sobre la crítica es, para Rodríguez, reconocer la “Tensión por un lado con la palabra desapasionada de la academia, guardiana del patrimonio y del pasado nacional…” (Rodríguez, 2014: 90). Efectivamente, reconocer ese lugar de enunciación es reconocer la patología dentro de la cual uno funciona. Porque Fermín Rodríguez no podría decirlo por fuera de la propia academia. Sirve, en todo caso como trabajo crítico, si uno se instala y se ubica dentro de una serie de producción. Y acá está el problema: en la carrera de Letras la poiesis es una fantochada aristotélica. No se discuten poéticas (con las minúsculas que le placen a las literaturas comparadas, es decir micropoéticas) sino lecturas sobre esas poéticas, que casualmente claudican en problemas de género (con las mayúsculas que también le placen a las mismas…). Y nunca ese género es la crítica, puesto que pensarlo como tal sería sublimar el peso de la narrativa rectora, de la ficción proletaria, del falocentrismo que impone la novela. Si la crítica ocupa un lugar en las librerías, un lugar físico, ¿cómo no va a ocuparlo dentro de los planes de estudio? ¿Cómo pensar la literatura por fuera de la crítica? O peor aún, ¿cómo no discutir si el bostezo de la academia frente a la literatura es, efectivamente, una operación crítica? Suelo inclinarme, como Fermín, por las relecturas. Cuando él levanta El país de la guerra de Martín Kohan está levantando un movimiento de reescritura mal visto en un parcial domiciliario. Curiosamente, no es Kohan el que lo censura. Él puede moverse con total libertad dentro de esa jerarquización de la escritura por sobre los relevamientos inocuos de los moderadores de tesis, los doctorandos, los topos. El problema no es Kohan, ni Rodríguez, el problema se haya en esa consigna de comprobación de lectura  que todo alumno de la carrera padece. Y acá no nos importa si hacemos teoría, historia o crítica literarias, porque en definitiva hay una discusión mucho más grave que es el lugar de la escritura. Desde un estertor locativo podríamos decir que Kohan hace crítica porque se permite la reescritura y fulanito aprende con Kohan a hacer monografías porque tiene que citar a Benjamin. Es un ejemplo, un simple ejemplo de lo que sucede.

Miguel Vitagliano en Perspectivas actuales de la investigación literaria (2011) (3) pone en cuestión el simulacro de cientificidad con la que muchos de su generación tuvieron que estudiar. Revive una anécdota que involucra el concepto de “estudios literarios” que sostiene Mignolo al homologar teoría literaria, poética y teoría de la literatura dentro de un campo de prácticas científicas. Una literaturología. Hasta acá aguanto-banco, defiendo, levanto- las argumentaciones de Vitagliano para destruir esa pretensión metodológica de Mignolo y resignificar una frase nominal tan amplia como “crítica literaria”. Coincido además con Vitagliano-que no es más que coincidir con toda una tradición, con un linaje, con una genealogía que abre Nicolás Rosa en nuestro país, y que seguro no fue el único aunque sí el más estridente de todos los traductores y lectores de Crítica y Verdad en la humedad pampeana- en violar el mito de origen, desinstalar a los padres e inaugurar un tragema: “…podríamos cambiar el mito de origen: esto también es una posibilidad. Al fin de cuentas es lo que hace el investigador, cambiar de lugar o disolver lo que hasta ese momento era tomado como origen o principio.” (Vitagliano, 2011: 175). Lo corrijo: no es la tarea del investigador, en la tarea del crítico. Es la violencia de la escritura, en su inflexión crítica, la que permite hallar belleza en esa violación nunca vista. Pero nos gusta Viñas, hemos aprendido a mentir muy bien. ¿Por qué negarlo? Lo negamos, casi siempre, como a un Cristo cualquiera, porque tenemos que ganar becas o porque hay una confabulación de cortesía para sostener a la comunidad. Un humanismo extemporáneo. La regla de permanencia implica el gesto halagador que no es homenaje, porque si lo fuera lo destruiría. Eso se llama: re-se-ñar. Aprendemos a re-se-ñar el deseo del otro.  Lo hizo Panesi con Jitrik en su Historia Crítica de la Literatura Argentina (artículo publicado en la revista Espacio n° 26, octubre-noviembre 2000); lo hizo María Pía López con Walsh (en esta misma revista, El Matadero, n° 1, 1998); lo hizo Nora Domínguez con la Biblioteca Crítica Hachette (Espacios, n° 4/5, noviembre-diciembre, 1986). Y puedo seguir.

Como decía Barthes, el crítico es creador de otra obra pero no necesitada; no es un bombero voluntario. Es un asesino, y serial. Perturba la cohesión de la comunidad porque intenta instalar otro mito de origen o, en su defecto y osadía, dinamitarlo todo. Vaciarlo, vaciarnos.

El segundo problema que instalan Vilela y Minici se refiere a un desborde del lugar que Vitagliano, justamente, le otorgaba al crítico: el investigador. La “hiperespecialización” y el viaducto neobarroso de las becas ha producido un miserabilismo muy poco digno de Castelnuovo. Un retorno eterno a un oro sin linaje, un ethos romano en palabras de Nicolás Rosa. La ficción de las becas creó un nuevo claustro, un nuevo actor, totalmente escindido de esa tarea tan “baja” que es dar clase de Lengua y Literatura en un colegio secundario. ¿Cómo un ingresante de la carrera de Letras podría rebajar su devenir a tan insignificante tarea en el mesianismo prometedor de la investigación científica? Es cierto, no podemos esconderlo debajo de la alfombra: la precarización con la que se levanta el becario en Callao y Corrientes, en su barricada con crema post solar (¿post autónoma?) en el reclamo de sus aportes y un “sueldo digno”, es un espejo de la precarización de su escritura. Resulta, en este sentido, bastante desafortunado el ejemplo de Minici y Vilela para pensar escrituras o aportes contemporáneos que puedan “desinfectar” (es este el verboide, es de ellos, no mío) a la teoría literaria de todo estudio cultural. Disiento. No es un problema de esencialismos, o de los fulgores del simulacro de Jena,  ni mucho menos de si la teoría literaria arrastra o no arquitecturas epistemológicas de otros campos. No es, como sostienen los autores, la revista Luthor el mejor ejemplo para pensar una jugada higiénica. Ars higiénica según Luthor: mezclar 200 mg.  de Bajtín, 1 cucharada de un titular concursado vivo, agitar y servir. El soberbio bancado por el Estado para re-se-ñar es mucho más peligroso que el soberbio infeliz que escribe para publicar por Clara Beter un ensayo sobre la influencia del heavy metal en la Argentina en los últimos treinta años.

La investigación rentada y la escritura están fuertemente divorciadas. Hay, si se quiere, en ese binomio, un grado institucional del cumplimiento, un disciplinamiento. Una ética burocrática. Una cuestión administrativa. No hay cópula, ni encuentro. Por eso, sostenía al comienzo que la docencia universitaria ha dañado la imaginación de más de uno. En un número de Espacios Piglia y Saer hacen que discuten (teatralidad que nos gusta por chusmas) o intercambian, a razón de una pregunta más que válida de Ibarlucía acerca de la relación entre la crítica y la docencia. Piglia responde: “Yo leía el otro día una frase de Don De Lillo, un novelista norteamericano que me interesa mucho, y él decía: ‘la enseñanza arruinó más escritores norteamericanos que el alcohol’”. Muy aplicable al muchacho criado en Adrogué y que todos reconocemos como crítico literario porque hasta Wikipedia lo dice. Entonces debe ser así; pero lo irrefutable acá es cómo se han distribuido los lugares de saber y los lugares de producción dentro de la academia y fuera de ella. Lamento la lectura de trabajos de tesis doctorales que publicándose no hacen más que servirme de “ayuda memoria”, puesto que no registran su registro-y no es un juego de palabras-, confinado a la enciclopedia de un saber específico, ni registran lo que sucede en el cuadrilátero del aula o de la cátedra, donde el auditorio se asemeja a los minions de Mi Villano Favorito. Esclavos de un submundo (como los puercos de Mad Max Beyond Thunderdome), pero que ahora le llaman adscriptos.

El tercer punto que señalan Vilela y Minici ya es una ilustración de ignorancia interna, puesto que realizan una oposición nac&pop, muy epocal, entre las producciones de la crítica que importamos y aquella nacional que, según los autores, elidimos. La dicotomía es falsa y me basta con recorrer las lecturas que rigen la organización del discurso académico actual para observar una focalización implícita en los padres territoriales. Por otro lado, pensar que lo “nacional” es “más y mejor” me espanta, contemplando el cuadro crítico-la epicrisis- de la crítica que hasta acá  vengo señalando. Me espanta aún más pensar que hay que actualizar las lecturas de Borges, que los críticos hacen de Borges, para “exportarlo mejor” (pueden chequear esta barbaridad en la página 151 del número de Mancilla que cito arriba). Pero si creían que esto era poco se equivocan. Vilela y Minici recurren repensar el canon con… ¡Autores del canon! Los ejemplos que ofrecen no ilustran, opacan: Lamborghini, Zelarrayán, Walsh. ¿Acaso no son canon? Actualizar una lectura del canon sería, primero, rediseñarlo. Correr ese mito de origen. Y ese desplazamiento es un costo político que nadie está dispuesto a correr. En todo caso, matar a Borges y poner a Boedo en la tapa del diario, nota central. No conozco a muchos que se hayan animado, pero basta saber que a Viñas y a Rosa no les costaba bancarse el costo político de excomulgar a los padres. Al menos por un rato.

En la tranquera de afirmaciones gratuitas y sedantes de los autores, se hace un reclamo insólito: la carrera de Letras no avanza curricularmente sobre el feminismo, los estudios postcoloniales, etc. No solo avanza: los ha quemado, reventado, implosionado. Quizás Vilela y Minici desconozcan el enorme trabajo de Silvia Tieffemberg, Susana Cella, Nora Domínguez y Laura Arnés, es muy probable. Para este caso, existe la fotocopiadora del Cefyl. Allí se consiguen los programas de los seminarios y de las materias.

El reclamo, de este lado, se ubica en una prótesis de la escritura que no tiene que ver con los objetos. Recientemente, sin ir más lejos, el seminario que llevamos adelante con Oscar Blanco sobre las letras de rock como material ontológico y literario, o los seminarios de Armando Capalbo, Cristian Palacios y Elsa Drucaroff, reivindicando objetos no convencionales, para la pacatería académica, sobre los cuales la escritura se piensa y se hace, indican que no estamos carentes de novedad en cuanto a los tópicos o recorridos de investigación que la docencia universitaria propone. Por el contrario, es el déficit de la escritura, vedette maldita, el que nos acongoja y molesta a un conjunto de renegados que insistimos en conformar grupos de escritura en función del deseo y no del subsidio. El gusto de los PRIG es el sabor de poder conformar equipos. Y en un medio tan individualista y hermético como el que se respira en Puán, es innegable el avance de estos programas de investigación y extensión universitarias para ganar un espacio bajo el violento oficio de escribir crítica, narrativa, en fin, de escribir. Que es lo que se extraña por el barrio.







(1) Encuentro de Estudiantes de Letras. Traducción que quizás aún hoy siga siendo necesaria para, justamente, aquellos profesores que han firmado avales en pos de la legitimación del mismo y no lo recuerden.
(2) “La función de la escritura es leer lo negado por la misma literatura-literatura es censura…”, Rosa, Nicolás. El arte del olvido y tres ensayos sobre mujeres, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2004, p. 13.
(3) Ciordia, Martín… [et al.], Perspectivas actuales de la investigación literaria, Buenos Aires, Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 2011.

22.4.11

Reportaje a Carlos Correas

por Jorge Quiroga





Usted tuvo un comienzo aproximadamente escandaloso en la literatura. ¿Podría dar detalles?
Con mi cuento La narración de la historia aparecido en la revista Centro en diciembre de 1959 hubo más de un escándalo. Era un cuento con tópico y hechos homosexuales. Primero un escándalo doméstico, por ejemplo que Germán Rozenmacher, en la época compañero de estudios, me dijera que él y un grupo de amigos encontraban aceptable mi cuento, excepto el que dos tipos se besaran en la boca. Me quedé en blanco. Pero la réplica debió haber sido que no eran simplemente dos tipos, sino una marica besando a un chongo o a la recíproca. Segundo, el escándalo judicial, el proceso, la condena por “publicaciones obscenas”, el secuestro y prohibición de Centro. En el juzgado, el fiscal, Dr. Guillermo de la Riestra le pidió al juez que me preguntara qué juicio me merecía a mí la masturbación, “el acto más abominable que podía cometer un hombre”. En el despacho del juez estábamos entre varones solos; también estaba el abogado defensor, función de la que muy generosamente se había hecho cargo Ismael Viñas. El juez, sabiamente, declinó formularme esa pregunta. El cuento que me valió asimismo el editorial Confusión y extravío del diario La Nación del 17/5/1969, que decía que mi cuento, no por estar escrito podía considerarse dentro de la literatura, ya que caía más bien en el campo de lo patológico. Me alcanzaba uno de los tantos ecos de la altísima moralidad y del sano poder de policía doctrinaria desde los que habla La Nación. Yo quedé debidamente, ya que no excesivamente, reprimido.

¿Podríamos hablar de su procedencia generacional, de sus experiencias, de su participación en la revista Contorno, de su encuentro con David Viñas, con Oscar Masotta?
A la revista Contorno llegué por intermedio de Juan José Sebreli. Mi participación escrita fue muy escasa: un cuento con tópico también homosexual y una crítica a El juez de H. A. Murena, y mi participación programática fue nula o del todo periférica. Contorno fue para mí una experiencia íntima; he aquí la experiencia: el hallazgo de nuevas relaciones humanas. Con Sebreli éramos compinches tunantes de tiempo atrás. Y David Viñas, con su, en mi caso, entrega masiva, adherente, me brindó, creo que el primero de mi vida, respeto, en una época en que yo no me sentía respetable y en que tal vez no lo era. He aquí otra experiencia, una de mí mismo: yo era indiscriminadamente ignorante, rabioso, callejero, y aspiraba, sin mucha buena suerte, a la desolación, a la promiscuidad, al clandestinaje, a la fortísima desenvoltura de la perversidad. Era naturalmente patético, lo que me ponía más rabioso todavía. Y con Oscar Masotta descubrí la pura amistad. No nos preocupábamos tanto del contenido de nuestra obra futura, sino del éxito literario y de nuestra futura manera de ser. Sebreli, Masotta y yo formábamos un grupo aparte. Éramos tres primitivos indefinidos, vivíamos en círculos viciosos, y con la ambición de ser firmemente agraviantes y depredadores. Teníamos 22 años. Oscar Masotta decía: “Si no podemos producir obras que sean ‘hitos fundamentales’, entonces como última salida para ser famosos escribimos una novela pornográfica y sanseacabó”. Y también: “Debemos fijarnos un plazo. Este será nuestro proyecto cultural: a los cuarenta años ya tenemos que haber llegado a ser inteligentísimos, bellísimos, cancherísimos y crudelísimos”. Yo agregaba: “Y putísimos”, Oscar reía.

¿Qué influencia pudo haber tenido Sartre en su formación literaria y en su generación?
Pienso que Sartre se convirtió en ejemplar para nosotros porque por su intermedio nos uníamos o escapábamos a la angustia de la soledad. Personalmente descubrí a Sartre en 1951. Yo tenía 20 años y venía de Émile Zola. Leí La náusea. Fue una revelación fulminante. Estuve tres noches sin dormir. Tenía un motor marchando en la cabeza. No debe ser sencillo dejar atrás esta rotunda y dichosa violación. Me pasé de Medicina a Filosofía y Letras. Pero esa unión ocurrió porque en Sartre encontrábamos los más eficaces medios para luchar contra los enemigos literarios internos de la época. Así, la idea del arte como fundación humana del mundo, contra los majaderos surrealistas; la idea de la escritura como imaginería corrosiva de lo real, contra los comunistas, faltos de la malignidad necesaria para el valor estético. Y Sartre era también nuestra arma en común para vencernos entre nosotros, los contornistas, la unión en el combate para decidir quién resultaría el único que sería nuevo y daría la pauta. Pero era obvio que los contornistas no estudiábamos L’être el le néant. El estudio de la filosofía requiere soledad, y nosotros, por nuestra edad y, quizás, nacionalidad argentina, necesitábamos agruparnos, militar en conjunto, vanguardizarnos, buscarnos cada uno en cada otro, y esto porque cada uno no conocía todavía sus posibilidades ni sus límites. Así, Masotta, Sebreli y yo éramos, en esa época (de 1953 a 1956), un conjunto esencialmente fraudulento. Para escribir robábamos, recortábamos y copiábamos. Textos franceses aún no traducidos al castellano; y, además de Sartre, Merleau-Ponty y Hegel. Claro que a la vez obligadamente debíamos tomarnos en broma a nosotros mismos. Y esto no podía durar. Los caminos fueron diferentes. En Sebreli la fraudulencia no desapareció; al contrario se le ha metido en los huesos y se parasitan mutuamente, pero a la vez esa fraudulencia en él empezó a tomarse en serio a sí misma y por esto Sebreli ha desembocado en la mentira abyecta y en la fatuidad. En Masotta la imposibilidad intelectual de seguir a la par de Sartre, sobre todo después de la aparición de la Critique de la raison dialectique, fue un determinante de su locura. Luego de la terapia Oscar trasbordó de la fraudulencia y el pastiche a la “honestidad básica” y a la “legitimidad”, de Sartre a Lacan, y encontró y blandió un inencontrable de aire: “el pensamiento contemporáneo”. La soledad amarga en que lo encontró la muerte en el extranjero y su desilusión final frente a la tontería imperante en el mundo, precisamente luego de haber estado en Buenos Aires entre estructuralistas, semiólogos, freudianos y lacanianos, esto es, la en ese momento “gente más inteligentísima y cancherísima” con la que Oscar siempre soñaba alternar en su veintena, le habrán revelado que los “inteligentísimos y cancherísimos” son siempre otros y que aquellos ya eran y son corrupción o nadería. Todavía no puede leer sin congoja, sin fastidio, su queja en 1970 por la “falta de maestros” en la Argentina y esos blandos, pueriles, enrarecidos, humildes hasta el desfallecimiento, lastimeros “como nos enseña Lacan”, “viene a enseñarnos Lacan”, “nos dice Lacan”. Una compungida santurronería de acción de gracias: “ ‘Nosotros’ y ‘Lacan’: no estamos solos; hay un alguien, Lacan, que se dirige a nosotros, que nos vuelve ‘nosotros’ ”. Pero en verdad siempre estuvimos solos. Para nadie dijo y enseñó Lacan. Tras la decepción inmunda de los “inteligentísimos y cancherísimos”, la soledad sorda y callada, retornó para Masotta y fue a la muerte.

¿Puede hablar acerca de su silencio literario desde su cuento penado hasta la aparición de su novela Los reportajes de Félix Chaneton?

Mi silencio literario a partir del cuento y de su proceso obedece seguramente a diversas razones. De las que mejor percibo puedo indicar primero el miedo que me sobrevino luego de mi propia sorpresa por la relación de los demás, no de todos, claro, sino de quienes llamaríamos “autoridades” o “poderes”. Yo era “asqueante”, el “extremo de la degradación” y desde mí parecían emanar la “perturbación tendenciosa y contumaz”, la “disolución de las instituciones republicanas”, etc. En una segunda razón podemos incluir cómodamente todas las formas de la impotencia literaria: el no saber qué decir o cómo decirlo, la repugnancia por mí mismo como escritor, el sentirme alternativamente por encima o por debajo de mis propios escritos, etc. Y una tercera razón, quizá la más poderosa, es que yo también, como Masotta, busqué abandonar la fraudulencia y pasar a la “seriedad”. Intimidado, traté de merituarme para lograr alguna institucionalidad y licitud. Me enclaustré para estudiar filosofía y terminar la carrera, pues yo debía recibirme y ser profesor. Este debía ser el lado oficial de mi vida, por el que me haría perdonar aquella “aberración”, aunque yo, astutamente, me reservaría un lado “destructivo”, no por la bobería de helarle la sangre a burgués alguno, sino para sacar de este último lado una máxima fuerza literaria. Me recibí e inicié mi carrera docente en la misma Facultad de Filosofía y Letras junto con mi mujer y compañera Marta Brarda. Y esto era también estadísticamente normal e incluso decoroso. Hasta que en setiembre de 1974 fui dejado cesante por razones políticas. Entonces volví a hacer literatura, con, entre otras, dos obras largas: una novela autobiográfica y un ensayo filosófico sobre Roberto Arlt.

¿Cuál es el lugar específico que ocupa Roberto Arlt en sus preocupaciones?

Sigo buscando un modo de hurgar en o construir el sentido de su cultura –no diré “escritura” ni “literatura”– de la violencia y la prepotencia. Desde y por Arlt sabemos que hasta ahora no hay cultura argentina posible si no comienza ejerciéndose en el elemento de la violencia opresiva y la prepotencia. Y que toda respuesta a esa situación deberá fundar y practicar la cultura a través de la contraviolencia y la contraprepotencia. Contra los cultos que necesariamente nos violentan y los violentos que necesariamente nos cultivan, no seremos cultos de otro modo ni haremos otra cultura si no violentamos y prepotenciamos a nuestra vez. El dolorismo cósmico y el buen truco de tomar sobre sí los crímenes del hombre son el rezago que la violencia en forma de miseria tomó en Arlt y lo convirtieron en un hombre imposible y simultáneamente real, un hombre con quien no podríamos convivir un instante; y no solo un hombre imposible, sino el que debía cargar conscientemente (envenenadamente) con su imposibilidad. Puesto que mi novela Los reportajes de Félix Chaneton sería una muestra cualquiera de “cultura argentina”, debí acudir a Arlt, a quien nos divulgó que el secreto de la cultura yace en la violencia. Partiendo de Arlt busqué a Arlt mediante mi novela. Pero no se erige en Maestro a Arlt. Se aprende de él, sí, pero, además de esta receptividad, sólo se puede intentar ser Arlt, y aguantarse en el asco y frente a la muerte. Y para ser Arlt empecé por ser yo y a la vez otro que yo, otro yo que es un personaje de mi novela y a quien llamé Carrera. Porque Carrera soy yo; incluso dejé, en una ilusión de ser estudiado (atendido) por futuros descifradores, el muy fácil recíproco eco Carrera-Correas. Aunque igualmente Carrera es el yo peor que ya no podré ser, así como Chaneton –señorito que debía ser inicialmente repulsivo para terminar siendo no amado por vos, oyente o lector, sino aquel a quien habrías de acudir en tu momento de la desazón y la angustia– es el yo mejor que pude inventarme.

¿En su novela está nítidamente expresada una actitud ante la literatura. ¿En qué consistiría esa actitud y qué significa una literatura destructiva, como a través del prólogo se anuncia?
Por lo pronto le diré que mi novela, en cuanto la vi publicada, me dejó y me siguió dejando una impresión de anacronismo en todos los aspectos que se me ocurran. Y aunque no me detengo en mis impresiones, razono que ese anacronismo respondería a una demora o laboriosa o remolona meditación filosófica. Si el ateísmo es “una empresa cruel y de largo aliento”, según Sartre, no menos cruel y larga es la de volverse materialista; creo que recién me he iniciado en ella. Una actitud materialista antes la literatura pone en primer lugar la literatura como lucha violenta: contra las costras y podredumbres del idealismo inculcado en uno mismo y en los demás. Es justo la literatura destructiva: el escritor que busca hacer cultura, y no meramente defenderla o pillarla o enmendarla, sabe que no ha hecho buena literatura si su libro no alcanza a destruirlo en su más fina e intensa adaptación al mundo establecido. Sólo si pasa esa prueba, el escritor podrá aspirar a una destrucción análoga en el lector, y podrá alegremente pontificar con plena seguridad y derecho. Muy buenas revulsiones, disolvencias, provocaciones pertinentes, carcomas, terrores, agresiones correspondidas ya con el silencio, ya con la burla, ferocidades, virulencias e interrogantes sobre modos de degradación o de aniquilación atroz pueden hallarse en Arlt. Este hombre no abomina de su época menos que de sí mismo, ni su época no fue menos ruinmente guerrera y genocida que la nuestra ni nosotros somos más mugrientamente bárbaros. Sólo que una cultura no se hace si no se hace enemigos. Esto, que lo saben ya nuestros enemigos, es lección necesaria para devenir los enemigos que debemos ser. Los procedimientos de opresión y humillación no son “alternativas propuestas”: son realidades sociales prácticas que constituyen la sociedad argentina misma y que se ejercen de hecho desde y por la institución de la (digamos la palabras tan vieja y tan presente como el objeto designado por ella) burguesía como clase dominante que se sabe y se corrobora “ama de la historia”. Y nuestra época, aderezada por la última “dictadura militar”, es también de un retrasado estado de descomposición intelectual, que, deberá admitirse, es de inmediato político. Por ello estamos obligados a concluir que la política militar ha triunfado –internamente– y que este triunfo es el “espíritu oficial” y el gobierno presente. En efecto, nuestros militares han conseguido hacer creer a sus enemigos y adversarios naturales, ex intelectuales críticos de la sociedad pero ahora oficialistas, que han estado locos o han delirado y hacerlos confesar que el castigo que han recibido era merecido; o bien que la izquierda incurre paupérrimamente en “maximalismo”, término intelectual rastrero para lo que nuestros brutales militares y editorialistas asnales llaman, más dignamente “extremismo”. Son los efectos del adormecimientos de este depresivo período de seudopaz en la también pseudopostguerra. El actual partido gobernante, sus candidatos vencedores y los provisoriamente postergados, los intelectuales “autorresponsabilizados” que los apoyan o se resignan a ellos, su fraseología… son a lo sumo aplastantes. Son ya del todo ubicuos. Son la miseria de la cultura. Exitosamente se hacen o se dejan encontrar y depositan por doquiera viscosidad y pesadez: combinan la profundidad del hedor de quién está demasiado fatigado y demasiado lastimado para ser peligroso y una impávida apariencia de necedad, verdaderos huevos duros de quince minutos de cocción, de miradas vacías, de obras menores, quizás monstruosos, pero de solo interés local. Jamás en la historia de los argentinos, debe de haber marcado tanta fuerza de presencia el enmerdamiento que ha sobrevenido. También aquí nos asiste Roberto Arlt y su muestrario de basuras y basurales de nuestra sociedad. El basurero Roberto Arlt se encarnó asimismo en una basura modelo para hacernos comprender a una soledad a través de sus desechos específicos. Claro que habrá que rechazar siempre todo “miserabilismo”, la “mera mortalidad o infortunio”. Arlt no es en absoluto un escritor miserabilista.

Su libro sobre Arlt, ¿qué significaría respecto de la crítica que se escribió sobre este escritor?

Hay un vasto Arlt inédito y, por tanto, no hay un Arlt completo. Mi trabajo filosófico sobre Arlt pretende sistematizar parte de su obra. Sostengo que no hay Arlt si no es todo Arlt. Pero aún no hay un todo Arlt. Sólo formalmente mi libro se asemeja al de Larra en cuanto a que estudio a Arlt en sus novelas, cuentos, teatro, las Aguafuertes, y también en sus colaboraciones en la revista humorística Don Goyo, en algunas de sus crónicas últimas en El Mundo y en varios de sus cuentos de El Hogar y no recogidos en libros. Pero me aparto, sin interés, de las bonachonas intenciones de Larra y su estilo dominical subsecuente a la lectura u ojeada del suplemento infantil los diarios. Diana Guerrero y Masotta consideraron a Arlt sólo en algunos aspectos de la narrativa. Es incompartible la tesis de la primera sobre el discurso ideológico pequeñoburgués subyacente en la obra de Arlt, simplemente porque Guerrero no investigó la obra de Arlt, por lo que la tesis carece de prueba. Detrás del libro de Masotta está el Saint Genet de Sartre, además de la “prosa de tonos” de Merleau-Ponty. Es un ensayo expresivo, pero algo embrollado y sobremanera exiguo y apenas difunde lo que Masotta alcanzó a entender de una salteada y conjetural lectura de sólo una tercera parte del Saint Genet, lo cual me consta pues yo le presté el libro en francés. (Era, sí, un retoño de la fraudulencia, aunque ahora pienso si no quedará como uno de los productos más válidos para los lectores.) Entonces, mi libro sobre Arlt pretende significar, a paso forzado, una reflexión materialista totalitaria (es decir, aquí, filosófica) sobre la parte de la obra de Arlt. Estimo que avanzo sobre el conjunto de la crítica precedente, y, del todo separadamente, construyo a un nuevo Arlt por el que somos Astier, Erdosain o Balder. Este “ser” he tratado de mostrar en mi ensayo. Somos aquel traidor; ese ladrón, masturbador, fraudulento, asesino, suicida y terrorista onírico; este ingeniero burgués repugnado de sí mismo y que busca huir de la condición burguesa mediante la chochera erótica y la sumisión perruna a las mujeres; o bien nos alcanza la sagrada esterilidad del “escritor fracasado”, o también somos alguna de “las fieras”, que es el mito más bello y potente creado por Arlt.

¿Qué nuevos trabajos está preparando?

Preparo una serie de cuatro breves nouvelles, en la que me preocupa mucho la forma. Y para esto debo distorsionarme aunque sin desinteresarme por mí mismo ni por mi trabajo. El lector, por supuesto, es nuestro patrón; todo se hace para él, o, mejor, por él es posible que haya algo así como un todo. Pero quizás, y esto es ya el trabajo conjunto de la distorsión y el interés, más que buscar nuevas formas, habría que inventar e imponer otro sentido de “forma”, o destruir y deslegitimar cualesquiera temas acerca de la “forma” o el que la forma sea el contenido de nuestras reflexiones. O “forma” debería adquirir un sentido más hondo, pero que finalmente no sería sino el sentido de la existencia. Lo obvio es que es decisivo preguntarse ¿cómo escribir?, pero no más obvio ni más inevitable que preguntarse ¿cómo ser? o ¿cómo vivir? Pero el añadido fatal es ¿cómo escribir para ser leído y buscado y perseguido por el lector? Por lo demás espero urdir situaciones o episodios literarios que estén a la altura de la actoral inhumanidad argentina. Me bastaría con un lector o con los lectores que se persuadieran que es innecesario seguir argentinizando la inhumanidad. Y además estoy escribiendo un ensayo polémico contra un fantasmón escritor argentino especializado en suministrar el más influyente doctrinarismo al servicio de la guerra antisubversiva. Por ahora no conviene nombrarlo. Y también trabajo en mi tratado de filosofía. No seré libre hasta que no lo termine.




Este reportaje fue realizado en 1985 y publicado en la revista El juguete rabioso, año 1, nº 1, noviembre 1990.