Robert me consiguió un pase para ver a los Doors.
Janet y yo habíamos devorado su primer álbum y casi me sentía culpable de ir
sin ella. Pero tuve una reacción extraña cuando vi a Jim Morrison. Todas las personas
que me rodeaban parecían paralizadas pero yo observé todos sus movimientos con
atenta frialdad. Recuerdo aquella sensación con mucha más claridad que el
concierto. Mientras lo observaba, sentí que era capaz de hacer lo mismo. No
sé decir por qué lo pensé. No había nada
en mi experiencia que me indujera a creer que aquello podía ser posible, pero
abrigaba esa vanidosa presunción. Percibí su vergüenza además de su honda
seguridad. Exudaba una mezcla de belleza y odio hacia sí mismo, y dolor
místico, como un san Sebastián de la costa Oeste.
Patti Smith. Éramos unos niños.
Patti Smith. Éramos unos niños.
La
vitalidad perfomática. Patti Smith ancla su mirada en eso porque es la
condición de un poeta observando a otro. Es el cómo recitar esos versos, cómo
atestar en la auditorio el linaje de poetas malditos salpicado por la
inevitable carretera beatnik. The Doors eran demasiado “arty” para el panorama
el rock de la costa oeste de los 60’s. Ni la metáfora tan transparente de los Byrds en
“Eight miles high”, ni la mística tripera de los Dead, ni la descarriada lucha
de egos de los Buffalo Springfield, ni el ensueño canadiense de Joni Mitchell,
ni la diatriba política de los Jefferson Airplane, ni el sueño hippie rumbo a
la colisión de la pesadilla americana de Neil Young, ni la solitaria
deconstrucción política del rock de un Frank Zappa.
La poesía y, sobre todo, la voz de Morrison era una premeditada conjunción del lenguaje visual heredado de la UCLA, el viaje chamánico, Huxley, Blake, Brecht materializado en un Rimbaud de bares de mala muerte. La banda seguía la literatura propuesta por el barítono. En los momentos felices los Doors podían pergeñar un álbum exquisito como Strange Days. Cómo no quedar embriagado por esa diatriba pletórica de deseos resumida en We want the world and we want it now! Y en eso radicaba la elegancia porque carecía del carácter efímero de un slogan político. Demasiado inteligente para la horizontalidad californiana. Ni un ápice de la nostalgia residual de los Beach Boys porque jamás narraron sobre la juventud perdida. En los momentos soporíferos descarrilaban sin red de contención como en “The Celebration of the Lizard”: poesía mala nacida para crispar los nervios. Cuando el barítono se ausentaba componían un experimento innecesario como The soft parade (la absurda megalomanía de Manzarek). El incesante bombardeo etílico de Morrison lo trajo nuevamente al estudio de grabación. En L.A. Woman Morrison pierde la sofisticación de antaño. Ha visto la ciudad, se ha sumergido en ella y de esa experiencia surgen imágenes imperecederas. La poética de aquel que observa. Ahí está la belleza sobrecogedora de “Cars his by my window”, un auténtico tratado sobre la mirada.
La costa oeste nunca pudo edificar una teoría de la imagen. La UCLA fundamentalmente era (y es) una institución de la fosilización (la historia del cine). La industria del cine está dos pasos, fabrica sueños, no elabora teorías. La fuerza teórica siempre surgió de la costa este. Nueva York cobijó a Mekas, a Warhol (con o sin los Velvet, con o sin la cámara), Cage, a Sontag a la vanguardia que luego perteneció la propia Patti Smith. Las Notas sobre la visión (Mansalva, 2017) de Morrison escritas en el año 1964 y luego editadas en 1969 conforman un híbrido de anotaciones personales, diario, poemas y apuntes teóricos sobre la mirada, pero particularmente sobre el cine. El recorrido se inicia en la ciudad, establece una genealogía de las películas anclando en un principio mitológico. Despliega el más allá del cine en el happening y el multimedia. Teoriza sobre la cámara y el espectador. Describe a los Dioses que nos sumergen en el poder totalizador de las imágenes: Los dioses nos apaciguan con las imágenes. Nos dan libros, conciertos, galerías, espectáculos, cines. A través del arte, nos confunden y nos ciegan hasta esclavizarnos. Debord denominó a los dioses como “espectáculo”. Hoy vulgarmente se lo denomina como corporaciones.
Simple y llanamente (una prosa poética contundente para un estudiante de cine) estipula dos formas de evolución del cine: el espectáculo (creación de un mundo sustituto totalmente sensorial) y el espectáculo voyeurístico (observación erótica y observación de la vida real). Algo que Serge Daney describió como” lo visual” (nuestra manera de decodificar las imágenes/verificación óptica de un procedimiento de poder) en contraposición a la “imagen” (que se apoya sobre una experiencia de la visión).
Este entramado de escritos sobre el cine constituye la última obra escrita editada por Morrison (paradójicamente los escritos de juventud). Es a la vez la escritura fundacional de una poética ligada al rock. La lírica necesitaba de un mito fundacional que reclama un horizonte final: la ciudad. Luego Morrison va al otro lado del Atlántico, a París, la ciudad de las teorías del cine. En este sentido, la obra de Morrison se estructura en un diseño que narra una vida. El mito que nos cuenta las historias de la ciudad angelina y que terminaron siendo una oda a la misma.
La poesía y, sobre todo, la voz de Morrison era una premeditada conjunción del lenguaje visual heredado de la UCLA, el viaje chamánico, Huxley, Blake, Brecht materializado en un Rimbaud de bares de mala muerte. La banda seguía la literatura propuesta por el barítono. En los momentos felices los Doors podían pergeñar un álbum exquisito como Strange Days. Cómo no quedar embriagado por esa diatriba pletórica de deseos resumida en We want the world and we want it now! Y en eso radicaba la elegancia porque carecía del carácter efímero de un slogan político. Demasiado inteligente para la horizontalidad californiana. Ni un ápice de la nostalgia residual de los Beach Boys porque jamás narraron sobre la juventud perdida. En los momentos soporíferos descarrilaban sin red de contención como en “The Celebration of the Lizard”: poesía mala nacida para crispar los nervios. Cuando el barítono se ausentaba componían un experimento innecesario como The soft parade (la absurda megalomanía de Manzarek). El incesante bombardeo etílico de Morrison lo trajo nuevamente al estudio de grabación. En L.A. Woman Morrison pierde la sofisticación de antaño. Ha visto la ciudad, se ha sumergido en ella y de esa experiencia surgen imágenes imperecederas. La poética de aquel que observa. Ahí está la belleza sobrecogedora de “Cars his by my window”, un auténtico tratado sobre la mirada.
La costa oeste nunca pudo edificar una teoría de la imagen. La UCLA fundamentalmente era (y es) una institución de la fosilización (la historia del cine). La industria del cine está dos pasos, fabrica sueños, no elabora teorías. La fuerza teórica siempre surgió de la costa este. Nueva York cobijó a Mekas, a Warhol (con o sin los Velvet, con o sin la cámara), Cage, a Sontag a la vanguardia que luego perteneció la propia Patti Smith. Las Notas sobre la visión (Mansalva, 2017) de Morrison escritas en el año 1964 y luego editadas en 1969 conforman un híbrido de anotaciones personales, diario, poemas y apuntes teóricos sobre la mirada, pero particularmente sobre el cine. El recorrido se inicia en la ciudad, establece una genealogía de las películas anclando en un principio mitológico. Despliega el más allá del cine en el happening y el multimedia. Teoriza sobre la cámara y el espectador. Describe a los Dioses que nos sumergen en el poder totalizador de las imágenes: Los dioses nos apaciguan con las imágenes. Nos dan libros, conciertos, galerías, espectáculos, cines. A través del arte, nos confunden y nos ciegan hasta esclavizarnos. Debord denominó a los dioses como “espectáculo”. Hoy vulgarmente se lo denomina como corporaciones.
Simple y llanamente (una prosa poética contundente para un estudiante de cine) estipula dos formas de evolución del cine: el espectáculo (creación de un mundo sustituto totalmente sensorial) y el espectáculo voyeurístico (observación erótica y observación de la vida real). Algo que Serge Daney describió como” lo visual” (nuestra manera de decodificar las imágenes/verificación óptica de un procedimiento de poder) en contraposición a la “imagen” (que se apoya sobre una experiencia de la visión).
Este entramado de escritos sobre el cine constituye la última obra escrita editada por Morrison (paradójicamente los escritos de juventud). Es a la vez la escritura fundacional de una poética ligada al rock. La lírica necesitaba de un mito fundacional que reclama un horizonte final: la ciudad. Luego Morrison va al otro lado del Atlántico, a París, la ciudad de las teorías del cine. En este sentido, la obra de Morrison se estructura en un diseño que narra una vida. El mito que nos cuenta las historias de la ciudad angelina y que terminaron siendo una oda a la misma.