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6.3.22

En el bar de la juventud perdida, por Jorge Quiroga

 I

 

La casa junto al río

Que pasa dejando un fragor

Atenuado por la oscuridad.

Desde la habitación

Y desde la cocina por sus ventanas

Se pueden ver las hojas de los árboles

Y las malezas que los rodean

Con un haz de luz del reflector,

Y el pasto húmedo

Cerca del pasillo

El viento cierra las puertas

Y el aire es raro.

 

 

 

II

 

La brisa y el viento

Cruzan el mar

Sentada a las mesas de los cafés

Una muchedumbre ociosa,

Al borde del mediodía

Bebe en vasos rojizos.

Las nubes se asientan

Llovizna y sale el sol

Al mismo tiempo volvemos.

 

 

 

III

 

Camino lentamente

Por la galería

Hasta llegar al frente

Donde está el alambrado

Me aguarda y pone su palma

En mi hombro

El sol se esconde

En el horizonte

Una imagen

O una fotografía.

 

 

 

IV

 

Comienza el aguacero

A morder los umbrales

Constantes y fuertes.

Nos refugiamos

Bajo la pared de enredaderas

Hasta que pase el temporal.

Después corrimos

Con la ropa muy mojada

Y las costuras empapadas.

En los rostros había

Un signo de incredulidad

Se extiende para que

Aquellas voces

No se interrumpan

Nos acostamos temprano

Las gotas se arremolinan

Sin que se lo advierta.

Es la última vez

 

 

 

V

 

Los días felices

Sobre la mesa

Las migas de la cena.

Se abandonan a los pensamientos

Unos y otros.

Se queda en silencio

 

El ropero de caoba

Tiene una muesca,

Un golpe.

Siempre rozando

Veo esa presencia en la noche

 

 

 

VI

 

En el bar de la juventud

Perdida nos arrimamos pensando

En los días pasados

 

En la ventana que da a la calle,

Todo se escapa

Por la avenida transitan

Pasajeros

El tiempo se alejó

En la vereda.

6.11.21

Al filo del tiempo, por José Fraguas

(Sobre El pasado irreal de Jorge Quiroga)


De nada puedo hablar o pensar si no es existencia, estado, y no es existencia lo que nunca estuvo en mi sensibilidad como imagen o afección.

Macedonio Fernández


¿En qué consiste la irrealidad del pasado a la que hace referencia el título del último poemario de Jorge Quiroga? ¿Es irreal porque es construido y por eso inventado y quizás literario? ¿Será real entonces el presente? O se tratará más bien de un tiempo verbal nuevo, un pretérito que no es perfecto ni imperfecto sino irreal. Quiroga no da una respuesta o da muchas y logra que la poesía hable como ella sabe de cosas como el tiempo, el espacio y la memoria.

Para Quiroga el pasado es un conjunto de fragmentos que como los trozos del vidrio roto de la ventana de la cocina que aparece en uno de sus poemas: “se mantienen en un equilibrio inestable / pueden lastimar / o quedarse inmóviles”. Y su poesía explora con sobriedad porteña los bordes dentados del fragmento: “Los restos tienen una fuerte atracción”, la recurrencia de lo que no está y sin embargo persiste negado con inquietante intensidad: “Teresa está en algún lado de la casa / y ya no dirá lo sabido / porque no espera en la puerta / como siempre”.

La percepción tiene sus tiempos.  Al mirar involuntariamente, poco antes de dormir o medio ya sumergiéndose en el sueño, se capta algo, de súbito y tan solo un instante: “Hay un momento/ que esa presencia / asoma prendida / por alguien / que entorna una puerta / estremecida y solitaria”. También en la  morosidad del recién despierto aparece una mirada nueva que se detiene en la actitud de los muebles o el modo en que entra la luz a la habitación de siempre.

Soñadores, insomnes, locos, videntes y alucinados  pueblan la poesía de Quiroga. “Qué ve que nosotros no vemos”, es el primer verso de uno de los poemas.  En lo no dicho, lo presentido, lo sospechado, lo silenciado parece haber algo más significativo que cualquier afirmación directa pero esa huidiza verdad solo permite ser entrevista, rodeada.

 

El pasado irreal efectúa también un asedio poético de los espacios, privados y públicos, íntimos y compartidos así como de las fronteras más o menos borrosas que los separan. Hay una exploración recurrente de los lugares, la ciudad, las calles, la casa, la habitación. Desplazarse por la vereda es como pensar, hablar o escribir. A veces se camina sin sentido como quien divaga pero también se toma contacto con el afuera, con los otros a los que se observa y registra. En algunos textos las individualidades se diluyen en un conjunto de siluetas: “se aglomeran en la calle estrecha/ todo tipo de vagos”.  Pero de vez en cuando alguien recibe una luz cenital que lo vuelve personaje, una nena que juega sola, un anciano que se protege del sol. Hay algo de Van Gogh en el modo en que son retratados esos seres, por las pinceladas espesas pero también por la capacidad de entrever y mostrar su pulso interior. Alcanzan dos palabras para definir a un personaje, “maestro insólito”, por ejemplo.

 

Hace siglos un poeta español afirmó que ante la fugacidad del tiempo, si juzgamos sabiamente, “daremos lo no venido por pasado”. La poesía de Quiroga lejos de ver pasado en el futuro, encuentra en lo vivido, a través de los diferentes modos del recuerdo y del olvido pero también en la rica diversidad de miradas posibles, desde el registro objetivo al delirio, un material que relampaguea iluminando lo sentido, lo vivido y lo posible.

 

Tomado de: Escritos en las mangas

 


12.8.21

Literatura del escándalo, por Javier Fernández Paupy

 

Todas las noches escribo algo (Mansalva, 2021), libro póstumo de Carlos Correas, se lee como una autobiografía o, por lo menos, da cuenta minuciosa de la vida de un autor inigualable. En este tomo están los elementos para descifrar su obra con más perspectiva. La época en la que vivió, sus lecturas, su derrotero en el universo revisteril de su tiempo, la aventura y el conocimiento de un querer citadino, su soledad, su sexualidad, su afición al diario como un registro y trabajo sobre sí mismo, la práctica de la autobiografía novelada, su amistad con Masotta, sus lecturas de Sartre, Arlt y Borges, sus traducciones de Kafka, Kant, Kierkegaard. Es un contrapunto único para entender la obra de Correas. Compilado por Jorge Quiroga y Federico Barea, el libro está divido en seis apartados. Asistimos a una disección temática de la obra de Carlos Correas.

La literatura de Correas apunta en contra del aburguesamiento. «La literatura agoniza por exceso de críticos» anotaba a sus veintidós años, cuando reseñaba una novela de Valentín Fernando para la revista de Héctor Murena, Las ciento y una. En esa nota que hoy se lee como un manifiesto, el joven Correas proponía su programa de escritura en contra de una literatura anodina: «
Nuestra tarea de escritores debe abarcar la totalidad sintéticamente. Nuestras obras deben asustar, crear dolores de cabeza, preocupar, ponerlo todo en cuestión. Es, por supuesto, una literatura del escándalo. Una literatura de suicidas para suicidas. Podríamos decir, que la nuestra tiene que ser una literatura homeopática, es decir, que cure los males con los males mismos. Y debemos hacerla con todo rigor, inflexiblemente, sin pedir ni dar tregua ya que no tenemos otra manera de amar a nuestro público y este es nuestra única esperanza».

En este libro vemos la transformación de la mirada de un autor. Desde esos textos tempranos y belicosos, al aplomo minucioso y mordaz con el que desacredita malas traducciones, hace exégesis de distintas versiones de traducciones de Marx, elogia casos aislados como la traducción incompleta de El idiota de la familia que hizo Patricio Canto.
Correas se burla de traductores a los que define de “garruleros y botarates”. Con gracejo destruye la impericia de las malas traducciones y de los divulgadores de mala estofa. Así, anota: «La traducción de Manuel Lamana, en 1963, de la Critique de la raison dialectique (edición francesa de 1960), para Editorial Losada, es execrable y sólo puede llevar al lector a la idiotez». También dice con desacato: «De Ruggiero sufre de pereza mental y confusionismo y ramplonería y se desliza al inevitable parasitismo que brota “como hongos” en todo movimiento filosófico que cobra influjo espiritual». Agresión, ironía, burla, sentido profundo, talento.

Para mí, Correas es el heredero absoluto de Roberto Arlt. Carlos Correas es un escritor del futuro. Y las generaciones venideras lo van a seguir descubriendo. Van a encontrar la fuerza y la precisión de su escritura para dar cuenta y reponer las condiciones materiales de una época y su mirada singular de la vida. En una entrevista con Jorge Quiroga, Correas dice sobre Arlt:
«Desde y por Arlt sabemos que hasta ahora no hay cultura argentina posible si no comienza ejerciéndose en el elemento de la violencia opresiva y la prepotencia. Y que toda respuesta a esa situación deberá fundar y practicar la cultura a través de la contraviolencia y la contraprepotencia. Contra los cultos que necesariamente nos violentan y los violentos que necesariamente nos cultivan, no seremos cultos de otro modo ni haremos otra cultura si no violentamos y prepotenciamos a nuestra vez». Correas entiende que «Arlt, (…) nos divulgó que el secreto de la cultura yace en la violencia». La tragicidad de su obra y de su vida aparecen en sus personajes pero también se desliza en sus comentarios críticos. La presencia de la muerte como un reconocimiento ineludible. La posibilidad del suicidio como una voluntad soberana.

Correas, lector de Kafka, analiza la obra del checo desde categorías singulares: detalle, amor, deseo, clarividencia, alienación, soledad, prostitución, el mundo. Correas afirma que «habría que vivir 300 años para leer todo lo que hay que leer». Y en esa entrevista publicada hace más de veinte años en El ojo mocho muestra sus intereses como lector y sus relecturas. Casi nada de “novedades” y la insistencia de unos pocos autores.
Se podría pensar que el característico y minucioso detallismo de Correas que sugiere con la descripción material la atmósfera moral muestra en sus crónicas de la televisión argentina la decadencia de nuestra civilización. Mariano Grondona, Mario Pergollini son los títeres de turno para mostrar la idiotez de nuestro Gran Guiñol espectacular y sin vida de la decadencia local. Me parece que el lenguaje claro y limpio de Correas, su registro variado y preciso, su tono reconocible, ese es su estilo y lo llevó a todas partes. Hay algo que me parece absolutamente extraordinario en Correas y es su capacidad de decirlo todo en un lenguaje llano no exento de profundidad. Haber dejado por escrito, en clave autobiográfica, lo que cualquier otra persona que aspira a la decencia burguesa se cuidaría en ocultar.

Es un lugar común pero no por eso menos cierto decir que hay editoriales que publican libros para un público que existe, mientras que  hay otras que arriesgan capital económico y también simbólico para un lector que quizás todavía no existe. Habría que decir que los textos que estaban dispersos de Carlos Correas, ahora reunidos en un libro editado por Mansalva, me lleva a pensar en esos lectores y esas lectoras que todavía no existen. Como en su momento fue un hallazgo de la editorial la publicación de Los jóvenes (2012). Estaba faltando este libro que ahora existe con el título de Todas las noches escribo algo. A la vez ya existía pero no en forma de libro sino como una suma de textos dispersos que un grupo reducido de lectores apasionados ya conocía. Es un libro fundamental para nuestro presente y también para las futuras generaciones.

3.6.21

Retrato de Germán García, por Jorge Quiroga


Cuando nos encontrábamos en el edificio de la esquina de Billinghurst y Tucumán siempre nuestros recuerdos nos llevaban a tiempos lejanos de la juventud y a circunstancias que vivimos en común. Fuimos cambiando: hijos, exilios, aventuras, distancias, pero en el fondo éramos los mismos.
Germán mantuvo inalterable una forma peculiar e irrepetible de humor entre incisivo y ocurrente, se reía de los demás, de todos, y lentamente conducía la situación, la lógica, lo vivido, inventando un absurdo desopilante con la cual intentaba el hecho que se debía pensar todo de nuevo, y poner en discusión lo que parecía evidente.
Claro que el objetivo estaba dirigido al ocasional interlocutor, lo que producía un mareo que él sorteaba con una sonrisa cómplice como si estuviese razonando, y fuera el otro y no él el involucrado. Todo terminaba en mutua aceptación.
Leer y escribir literatura fue su pasión desde la adolescencia. El lector voraz en que se convirtió lo transformó en un buscador de sentidos. Por lo que pronto transformó su imagen de rebelde en un intelectual en entender al mundo convulsionado que le tocó vivir, con una forma de ver peculiar e irreverente. Fue de esa manera, por decisión propia, y se hizo así de una manera de una voluntad incontrolable. El camino que tomó fue muy suyo y nadie lo podía prever.
Su novela inicial, Nanina, que escribió dos o tres veces en distintas versiones, fue autobiográfica y de ruptura, traía una forma nueva que podemos enunciar LITERAL.
Ahí se decían cosas no dichas, que inauguraban una forma de concebir a nuestra literatura y que tuvo en Germán un propulsor y un teórico de su propio gesto literario. Este se postulaba como una interrogación.
Germán publicó Nanina a los veintitrés años, y se puede decir que rápidamente pasó a ser otra persona.
Recuerdo el tiempo y la vida en aquellos años.
Germán deambulaba por la ciudad, escribía continuamente y leía sus relatos y fragmentos de la novela, ante incrédulos parroquianos, sorprendidos por su efusividad.
El texto se iba escribiendo, las cartillas se pasaban a máquina en una vieja casa en donde anclábamos en la calle Gorriti.
La pensión (Uruguay y Corrientes) y la librería “Faustito” y los cafés consistían en espacios donde se debatía la contundencia que debía tener la literatura.
Después vinieron hechos sociales y políticos que conmovieron el país. Años de lucha contra el autoritarismo.
Germán a partir de su experiencia e inteligencia leyó a esos acontecimientos en soledad, pero con enormes angustias.
De alguna manera interpretaba con humor todo eso, en parte tenía razón y comprendía el significado de ellos convulsivamente.
Su perspectiva era satírica y en esos momentos eufóricos de nuestra historia social y política (que tenían tantos altibajos)  la mirada de Germán siendo muy crítica apuntó a la farsa que se estaba desarrollando conservando una distancia provocativa y divertida.
Esa dimensión preveía el humor y remarcaba su polémica con la época histórica que le tocó vivir.
Como si fuera un exilado que miraba lejos ante las estridencias de una verdadera pesadilla. Ese humor punzante lo mantuvo despierto y no se dejó engañar respecto  de la significación de lo que estaba ocurriendo. Su inteligencia se ponía a prueba ante el fragor de los hechos, que no eran tan reales sino míticos. La idea de la revista Literal la pensó como un proyecto de largo alcance que de alguna manera tenía mucho sentido. Una voz disonante, risueña, que recogía toda una tradición oculta (Macedonio, Gombrowicz) lo no dicho, la exaltación. Lo onírico de la situación, la lingüística, la escritura dislocada y fragmentaria, el barroco, todas las formas posibles.
La literatura como oposición  y estilo personal.
Germán dictaminaba en los bares y cafés de la calle Corrientes, donde se escribía y se debatía  los misterios indebidos e insidiosos. Germán en esta efímera publicación (tres números dobles tamaño libro) se entusiasmaba pasionalmente, era su aventura, y lo seguía un pequeño grupo de compinches.
Macedonio Fernández, la escritura en objeto y Gombrowicz, el estilo y la heráldica constituyen ensayos que son resultado de esa experiencia, de pensar, diseñar y de discutir. Este era el verdadero legado de la revista.
Paralelamente Germán fue consolidando una narrativa novelística que siempre busca desentrañar la trama que la convoca (Nanina, Parte de la fuga, Perdidos hasta Plaza Miserere) se puede decir que hay varias vías de acceso para llegar a la construcción de su relato. Invadía y conquistaban con la manifestación de su agudeza. Se plantea  con su discurso desmesurado ante cualquier grupo de personas y se imponía porque evidentemente explicaba con sus palabras algo no convencional, que desorientaba pero que hacía pensar las cosas con una lógica muy particular.
Se entretenía con la gente demostrando que su interés podía ser insaciable.
Se lo conoce además como psicoanalista, y en ese campo fue muy destacado.
Al estudio de la obra de Freud y de Lacan dedicó mucho tiempo y fue montando un complejo sistema de  lecturas que era parte de su formación y de las herramientas que comportaban una cosmovisión del mundo y de los hombres. Nunca fue esquemático y trató de reflexionar intensamente sobre las cuestiones de vida, que lo invitaban a intervenir e interpretar.
Sus colegas y pacientes pueden atestiguar que todo su bagaje estaba a disposición del otro. Nunca fue indiferente.
Trabajaba últimamente durante interminables horas de concentración, clínica y estudio, mantenía su mente atenta a los sucesos que vivían las personas.
Germán quizás significó para aquellos amigos que lo conocieron, la existencia de una entrañable presencia.
Germán García, sujeto impredecible y astuto, no debe ser mitificado porque su figura necesita pensarse en su exacto rigor.
La frecuencia era su modo y siempre lo consideré como el tipo que poseía una inteligencia desbordada.
Su amistad, está ligada con mi propia historia y algo de mi asombro se fue con él.
Germán puede verse en su gesticulación tan expresiva como irreverente.
Al parecer no se rendía ante los sentimentalismos, sin embargo, lo vi frente a experiencias de vida que desmentían esa seguridad.
Germán García como intelectual, escritor y psicoanalista fue protagonista principal de las iniciativas más productivas de las últimas décadas.

25.8.18

Ataditos de Laura Estrin, por Jorge Quiroga




Entrelazar, unir, vincular, escribir en un movimiento  hacia  el  mundo  personal y el de los otros. Los hilos que el tiempo anilla son destellos, retazos de los días, perdidos en la resonancia que  se va concentrando entre sí. La vida posee esos rasgos que cubren la experiencia de la circunstancia, de esa voz  la  vida se tiñe, invade, se adueña  de esos cambios repentinos de la luz del día. Envuelve y está en todas las cosas y en el tiempo que va pasando. Algunas veces las palabras se acoplan, se juntan, y esa unión las convierte en alertas. Todo continúa y ellas van y vienen, en frases o líneas, que es preciso relacionar, para tratar de entender esa constante sucesión. Las canciones depositadas en la memoria, insisten, surgiendo quizás  de la nada. Los relatos siguen cortados y hay que contar y decir su unidad ilusoria. Todo  torna  a su punto de inicio y hay que impedir que los recuerdos se cierren.

Las cosas son  así y no de otra manera, y el cuerpo, tragado por el tiempo renace en cada palabra. La pérdida es como  una señal, que nos damos a nosotros mismos, cuando estamos despojados. Algunos poemas como cargando cajas de sentido  solo se reconocen en la instancia de una lucha rodeada de silencio. Hay que permanecer atendiendo  a ese fluir de lo que se ausenta en las cadenas perdidas.

Una atmósfera de misterio oculta, en pedazos, aquello que se reitera en las imágenes. Ir y venir es el consuelo. Un libro en fragmentos, se despliega en esos reflejos que hay que reconstruir. Los libros reunidos Ataditos, Anillos y sueños, Notas de poesía, secuenciados mantienen la unidad de tono, el acercamiento a la verdad, la fragilidad y la reflexión interna, sobre los hilos invisibles que unen las cosas a nuestro pensamiento.

Cicatrices y marcas de una vida, anillándose en esos lazos, nuevos anillos, mediante ellos  soñamos y llegamos a ser. Colores, reverberaciones, que indican, entre otros poemas, los lugares a los que nunca fuimos y que nos abandonan. El recuerdo, siempre  presente, persiste entre nosotros, herméticamente guardado.

¿Con  que se sueña? Con las palabras,  las historias, los retornos, los nombres, los entresueños.

La muerte de lo cercano dispone acechanzas, los amigos están, las imágenes también, allí atan la noche, anuncian la claridad. Entonces es posible soñar con “el sol del tiempo” con restos de la mezcla del día y con añoranzas. Lo que permanece perdido, escondido, ausente, puede inmiscuirse en una.

Siempre se quiere decir algo, por eso se escribe, para contar y desdecirse, para entrar en ese mundo  del que deseamos salir y eso es enterante imposible. Una se hace ataditos, el poema es una manera de unir palabras secretas, que no obstante se encuentran para que ella cuente.

El sol cierra  las heridas, y  es imprescindible que nuestro cuerpo brille en la luz. Los olores de las ciudades lejanas, los nombres ocultos, son en verdad nuestro equipaje. Hay que  ser visitante, pensar y soñar al mismo tiempo, concentrándose siempre. Es necesario de todos modos quedarse, y aunque el mundo  se  disipe, el aliento es cada movimiento ante lo que sucede en torno nuestro.

Los poemas de Ataditos están dichos y escritos  de  tal  forma  que  se  hacen interrogación acerca de quién  y  en qué lugar se formulan las preguntas. Ellas  vinculan a un  ser que interroga sobre condiciones de existencia, con un lenguaje elíptico  que se dirige  hacia el  fondo de la experiencia vivida.

Se trata en verdad de una escritura  poética donde  se narra la aventura espiritual que indaga, sin  atenuantes, después del trabajo de depuración. ¿Cuál es su modo sino el de someter al  ensimismamiento que deja el instante? Lo vivido está relacionado con el relato de una inmersión, que limita con la espera. No deben  desorientarnos, los restos de  algo que desconocemos desde el inicio en el espacio de ese nombre claro.

Algunos poemas breves de Ataditos es como si hablaran desde un estremecimiento y ésta es la forma de transmitir esa condición. Las palabras, las imágenes, se suceden en ritornelo, volviendo desde la pausa en que se anuncian. La tristeza parece ser un elemento no previsto que invade la realidad, hace falta ahuyentarla, sofocarla, para que desaparezca. Esas  horas inútiles acechan y  nos  rodean. La tarea de la poesía  consiste  en restañar, logrando que el tiempo continúe  pasando ante nosotros interminablemente.

El sol es un refugio  para el cuerpo, la luz  y el calor del sol, penetra en  todo para hacer vivir y sobrevivir. Los  sueños existen en esta poesía enigmática y secreta, porque los devolvemos, ellos son los que atan los recuerdos para enseguida desvanecerse. El relato está entrecortado, procede con omisiones que perduran. Las palabras a veces  se unen, forman aglomerados, bloques que siguen manteniendo su unidad.

“No se puede recordar ni olvidar“, solo hay que perseguir esos hilos que hacen que el ser se constituya en un movimiento infinito. La poesía es para esta poética la posibilidad de capturar un momento del tiempo, que inevitablemente se pierde. Los días se repiten, las líneas y las frases se interrumpen en un borde silencioso que huye y deja en desasosiego.

Los poemas invariablemente  son  ecos, y en algunos casos impronunciables tristezas. Simultaneidad y contagios en un mundo que no permite más que acercamientos leves. ¿En qué lugar reside ese peregrinar, y ese aliento y color donde se encuentra? La pérdida es un sitio  desde  donde  se parte y se configura  para iniciar un campo posible.

Laura Estrin mediante la interrogación sobre su propia búsqueda escribe  poemas cargados de significación que encierran modos de llegar a sus límites. Cuando  nombra a algún amigo, lo hace como extrayendo algún tipo de conclusión que se le escapa. Los sueños, simétricos. Se asemejan a la vida pero no  la substituyen.

Los pozos y huecos, son hilachas que lo escrito procura juntar. Esta poesía, de íntima soledad,  se vuelca ante el lector atento- ya que medita como hecho insoslayable-, son los rasgos de una visión hacia los otros.

Leerla es asomarse a la entrada de una tarea, que con extremo rigor, nos relaciona con los destellos de una experiencia profunda. La poesía junta, une, esos elementos que se dan, para instalar  las señales dispersas  que se enlazan en poemas que dicen de instantes  pasados, o llenos de sol, o vacíos, lagunas, que se convierten en imágenes que entretejen  un  estado de éxtasis. Convoca a los sueños que se suceden en el brillo. Se anilla, presenta ataditos que la vida brinda para tomarlos y desatarlos, la poesía de Laura Estrin retiene esos hallazgos.                                                      


Poemas
Matan
menos el verso
todo

Versos en una caja
fieles para nada

Dos mariposas blancas de diciembre
una mas grande amarilla

las cosas
las cosas quedan

El momento
un momento
en que todo cae se rompe
sin ajuar sin arrope

Diciembre de pequeñas mariposas blancas

como un campo silvestre y chico
de flores claras blancas
Y de carga vacía

Aprendí
vestido pollera pantalón
un duro jardín de delicias
Soñé que perdíamos
en algún lugar a Leni
Perdimos a Leni
es una tristeza sin irse
Los años son nuevos
los sueños mezclados de la noche
la poesía no se vende

La ajenidad y el cogollo
concurren
fieles
en matete desilusión

Todo raro es
El cuadro cruzado
todo claro

--
Días largos de palmerasavarientas
Hilo tira cortado

Se aparta y tira
el hilo fino vive
tiende y tira

Boca ácida
la ropa
los hilos –Dominique

Agolpan nostalgias puras
                                               enteras.

--

Palabra va y viene
Atadita

que ni una imagen
que ni un consuelo

sostienen al desespero

Que ni madurez
que ni resuello

niegan derecha ausencia
lo que hace
Yo cuento
 
Laura Estrin, (Ataditos, Leviatán, 2017)

20.5.17

Trocha en la maleza, por Alejandro Cesario


La poesía de Jorge Quiroga nos lleva por distintos trechos, pero siempre está el recuerdo, el barrio, la calle, la voz y el brillo de la infancia. “Pero el aroma de la tierra nos envolvía en la riqueza de la tarde”.

El que recuerda difícilmente aparece y cambia un lugar por otro”, así comienza Cuaderno nocturno, su primer libro de poemas. Quiroga nos lleva en todos sus libros por esta misma senda, ya que en su obra hay un mismo trazo, claro, que con distintos brochazos del lenguaje. El lenguaje va creciendo, se pone en juego un tono que se aleja del facilismo de las palabras, pero los recuerdos siguen, las imágenes se profundizan, se tornan poderosas, llenas de emoción, “salimos entonces a la vereda donde nos esperaban los amigos cansados de entender tantas horas de silencio”, “el éxtasis que rodea la piel brota, / levanta una caricia…”. 

Hay dolor, mucho dolor: “pensando / donde la nada excluye el paisaje, /lejos de la superficie / en un desierto quebrado / sin ver lo que se muere”.

El que recuerda, poesía completa de Jorge Quiroga, propone un periplo de lectura por la ética, “no hay luz en ningún cuarto / y sin embargo oye ruidos / una densa oscuridad / lo rodea, / la ceguera de los que olvidan”. Por la extrema fidelidad a la palabra, a la política, porque también hay política en la poesía de Quiroga, sus ilustraciones poéticas pintadas con el lenguaje visceral de las palabras, muchas de ellas escuchadas en las entrañas del barrio.

La voz de Marta, un libro que deslumbra (entre otras cosas) por su falta de caridad, porque no hay caridad, “escucho tu voz, cada vez que en la casa / se espera la llegada del día / y por los vidrios del patio / entra la luz”, lo que hay es una poesía llena de amor, que gime, que grita, que no nos deja ausentes ante la lectura: Marta carraspea y se da vuelta / en la cama / su cuerpo es tibio”.

De Escenas del barrio, cito un poema: En el ocaso del barrio / las mismas luces que tiñen las paredes / de un color nostálgico / parecido  los seres abandonados / se van”.

Quiroga sigue buscando, continua buceando en las vísceras del dolor, de la nostalgia (nostálgico escribe él, hermosa palabra). Huella que nos da la lucidez para nuestra desesperación y por qué no, una alegación para nuestro hálito, “cuando un cuerpo respira al lado”.

La poesía de Jorge Quiroga es la trocha que se abre en la maleza.


06/05/2017

16.11.16

La literatura de Constitución, por Jorge Quiroga


Roberto Arlt que efectúa en uno de sus Aguafuertes la apología del vagabundeo por la ciudad de Buenos Aires, de ese deambular sin rumbo fijo por sus calles, ese paseo en los rostros de sus transeúntes desprevenidos, seguramente habrá andado por nuestro barrio y esa flotación baudeleriana lo habrá llevado a recorrer con detenimiento la clave de la ciudad hostil. La conclusión a la que arriba Roberto Arlt es que hay que encontrar “todo ese universo encerrado en las calles de su ciudad”. Las caminatas literarias por el barrio de Constitución configuraron y lo siguen haciendo, uno de los paseos más perdurables que se reflejan en muchas páginas de la literatura argentina, como si su atmósfera fuera tan particular, que motivó el empeño de los escritores que merodearon por sus calles, y hubieran encontrado allí, una especie de imán, que movilizara el sentido de una ficción múltiple e irradiante.

El poeta Raúl González Tuñón que trabajó muchos años como periodista de Artes Plásticas en Clarín, un diario de la zona, siempre venía caminando desde lejos, pasaba invariablemente por Constitución, atraído por el encanto de los barrios del sur. Su figura vacilante aparecía por estas veredas imprevistamente y recordaba con nostalgia sus vivencias infantiles, que se trasladaron a sus poemas intensos y evocativos. Inclusive Raúl que había nacido y criado en Once, vivió unos años en Constitución y algunos años después publicó en la revista “Claridad” un poema recordando su estación. Estuvo cerca de la magia de los pitazos de los trenes y de sus alrededores. “Era una plaza llena de misterios en sus recovecos, allí inventamos un juego que tenía que ver con la búsqueda de un tesoro”

El poeta, alguna vez de niño, en su escuela pensó “¿Qué está haciendo Castelli en su estatua de plaza Constitución?” “Raúl lo imaginaba saludando a los viajeros con su sombrero de bronce” (Por un capricho municipal ha desaparecido la estatua, y los vecinos esperamos su reposición). La poesía de Raúl González Tuñón, fue variando con el tiempo, su anclaje inicial, apenas llegado a la pubertad, en la época que habita en Constitución, e ingresa a estudiar al Colegio Nacional de la calle Bolívar, es su principio de poeta vagabundo, que improvisaba sus primeros versos e iniciaba, con su hermano Enrique, el errar por la ciudad tentáculo, que le otorgaba su entrada al corazón de la grande urbe. Después advienen sus primeros libros, que indagan la significación de los márgenes ciudadanos, del entramado de los bordes, y de los sitios de extramuros, con una visión renovada, entre lo pintoresco, sus restos, y su negación. Después vienen los viajes, la ensoñación, su blindaje político y su poesía se hace fundamentalmente cosmopolita, cantará a lugares y situaciones del mundo, como un recienvenido. Pero siempre guardará Raúl, ese impulso de retorno, de vuelta hacia los tiempos pasados, que se acentúa en sus poemas, como una evocación constante hacia los barrios amados, que serán su razón de ser, y justamente ese sentido oculto de las calles de la ciudad, lo conduce al gesto de añorar.

La poesía de Raúl González Tuñón está como encerrada en una cajita de música: “En, otoño, las calles/en el barrio, se tiñen/ de una especial atmósfera/ de un silencio con alas/casi un aroma de estío/ apenas olvidadas sus calles como sueños/ pero despiertan lúcidas// Soñar es estar vivo”. Tuñón es el poeta de la ciudad, de los recuerdos, como tesoros para hallar. En el vagabundeo deja entrever la melancolía ande los sueños, que corresponden a la gran urbe, pero también los destellos de un costado popular del mundo (París, Oviedo, la guerra civil española). En la figura emblemática de Juancito caminador, que recorre todas las callejas para que la canción sea el resultado en el que la vida y la palabra lleguen a su origen. Ese caminar despacioso, a su volver del trabajo, con el andar de un porteño empedernido, se conserva en la memoria de la ciudad. Parecido y semejante andante, reconocemos en la poesía y la vida de otro poeta de Buenos Aires: Nicolás Olivari. Su historia es la de un hombre, que comienza pensando a la literatura, como un espacio de confrontación, que expresa inmediatas y perentorias infidelidades, verdades al desnudo, con la más absoluta y apasionada persistencia.

Hay un Olivari central, que con su provocación desmedida, ahonda con su musa coja, los intersticios de lo real, es el Olivari de casi todos sus libros de poemas, en los cuales se identifica también con el vagabundeo de otros poetas que le precedieron, como Françoise Villon, o Corbière, quienes entregan su lucidez para descifrar el universo entero. Y hay un último Olivari, el que transitaba por la calle Estados Unidos, para concurrir a ocupar su sillón en La Academia Porteña del lunfardo, en pleno barrio de Constitución, punto al que arribaba todos los atardeceres, a recordar las viejas cosas, que se le iban escapando de su ciudad, poco a poco. Es el Olivari de su último libro, “Mi Buenos Aires querido “, donde en acuarelas/ aguafuertes, con docilidad, traza un panorama, de aquello que se va perdiendo: los fósiles del pasado muerto, que duermen en el fondo, del traqueteo diario, los oficios bajos, como la reunión de obreros de la construcción, en el asadito, el dandy anciano, el viejecito de la esquina, que no vemos nunca más, los venidos a menos, los que almuerzan soledades, las palmeras que se arrancan de los antiguos jardines, un marinero y su tatuaje, pintando al aire libre, los que hablan solos, el lecherito de la comarca, que le recuerda su infancia, la intensa lluvia y los pormenores que deja, el conductor de limpieza, el señor que siempre trasnocha, el hombre que tiene una idea, y el que usa (como Nicolás Olivari ) una camisa rara. En suma una sabiduría de la calle, que únicamente se adquiere, con la atenta observación, y la mirada nostálgica.

Volvamos a la propuesta de Roberto Arlt, de establecer una estética que parta de ese conocimiento irremplazable, de caminar la ciudad, de andar por sus calles, descubriendo el sentido de la rara metrópoli: “¿Te das cuenta que lindo que es vagar, mirar las fachadas de las casas, los atorrantes que cavilan en los portales, las muchachas de las tiendas que arreglan vidrieras, los patrones almaceneros que, detrás de la caja, vigilan a sus dependientes ¿Te das cuenta…” Hoy hablaríamos de los dueños de los supermercados chinos. Pero el origen y la significación de la ciudad, se mantiene inalterable, al igual que ese noble impulso arltiano de vagar por sus calles, procurando un secreto que no es tal. En todo caso dice Arlt, hay una naturaleza contemplativa, un dejarse llevar, por la inmovilidad y la curiosa mirada, que se encuentra en la literatura y su viaje. Recordemos que Arlt en su novela Los siete locos va y viene en tren hacia el conurbano sur, partiendo del viejo edificio del ferrocarril. Empezando por el capítulo “Los sueños del inventor” donde decide  que Remo Erdosain: “Sin vacilar, llamó un automóvil y le indicó al chofer que le llevara hasta las estación Constitución y allí sacó boleto para Temperley”. Y también Arlt, le dice a un lector ocasional, que le cuestiona el lenguaje que él usa, como si fuera un idioma callejero: “Yo soy un hombre de la calle de barrio, como usted y como tantos otros“

“Yo he andado mucho por las calles de Buenos Aires y las quiero mucho”, justamente lo que el novelista quería, como lo plantea su amigo y compañero generacional, Carlos Mastronardi, es expresar su destierro, y él inaugura “un temerario estilo que no sabe de convenciones ni de formas hechas, donde se mezclan la realidad y lo alucinatorio, la pureza y la irrealidad de las personas comunes” que desbordan los cauces prefijados porque es el intento de convertir en literatura ese lenguaje plebeyo, de la calle. Es el retratista de formas coinciden totalmente con la naturaleza agria de esas mismas calles. Constitución es el lugar en que trabajan, transitan o se instalan, varios personajes de la literatura  argentina, como Rosalinda la protagonista de “Historia de arrabal” de Manuel Gálvez, o en la década del 60,Toribio, el traicionero papel central de la novela corta Alias gardelito, que es ultimado en el puente de la calle Ituzaingó (que hoy compartimos con el barrio de Barracas) donde uno puede asomarse a observar por abajo, el paso de los trenes. Lo que fascinaba a Ernesto Sábato, a Graciela Cabal, María Abate, y sobre todo a Jorge Luis Borges, que llegaba al puente, invariablemente, después de largo caminar en los atardeceres suburbanos. Ese puente tan mostrado, en innumerables películas argentinas, lleno de magia y de misterio. La lejana, y llena de hollín, estación, que se divisa entre los hierros cuadriculados del parapeto del puente, parece el espacio de una gris escenografía. Algún personaje de Leonidas Barletta en la novela “La ciudad de un hombre” va a vivir a un escondido hotel de Constitución, quizás uno de aquellos que años después habitó el malogrado Osvaldo Lamborghini en su incesante peregrinaje.

Eduardo Mallea, en “La bahía del silencio”, también describe la plaza Constitución, narrando el esplendor alegre de un parque de juegos, el sitio donde en 1940 o 1950, tantos ancianos y niños, disfrutaban de la sombra de sus árboles añosos, plantados allí por el paisajista Carlos Thais. Juan Carlos Ghiano, en una obra teatral y Bernardo Vervisky en alguna narración ambientan sus trabajos literarios en Constitución. Germán García habla de una diminuta pieza de pensión, en sus recuerdos, del Buenos Aires de mediados del 60, ubicada al lado de la desaparecida Confitería “Los dos leones”, y en su novela Nanina, que cuenta sus primeros pasos errabundos de un joven que se inicia en la gran ciudad, deambula por sus calles. En la ficción, son muchos los hombres y mujeres, que erran en el espacio de la estación o por la plaza. Miles de personas, deambulan por los andenes esperando el traslado, espacios que cantó el poeta Baldomero Fernández Moreno:

         Punta de los andenes, boquerones sombríos,
         Faroles diminutos, encarnados y verdes
         Filo de los rieles, palma de los desvíos
         Tren coronados de humo, que silban y te pierdes

En una boletería de esa misma estación, con destino a Temperley, la quinta del Astrólogo, Remo Erdosain, saca su boleto de tren, para reunirse con los conspiradores en la Novela “Los siete locos” de Roberto Arlt. En Raucho, de Ricardo Guiraldes, el personaje arriba y se aleja de ella. Si seguimos pasaremos por Gerli, Lanús, Banfield, Lomas, Temperley, es decir, el itinerario de los pueblos del sur. Esa estación y la plaza son sitios, que todo porteño, literato o no, tiene en la mente y en la imaginación, como si el habitante de esta ciudad, los considerara parte de un imaginario del cual es muy difícil escapar.

Dice Javier Fernández en “Carlos Correas un autoretrato en la ciudad”: “Escenarios como excusa de una biografía, donde la imagen y remembranzas de ciertos espacios, se vuelven motor del relato y medida de fuerza narrativa. Resonancias con la sensibilidad urbana desde algunos modos de registrar la vida y un conjunto de calles, barrios, zonas, puntos de encuentro, escondrijos, espacios, distritos o escenografías urbanas, desplazamientos. Son memorias de lugares, instancias donde se cruza una cartografía y la vida personal, la vida alterada. Las ambiciones por la aventura y el conocimiento de un querer citadino, o de cómo conocer ciudades, o personas”. Deambular incesante, caminata de pasos perdidos, hundido como Arlt, en su ser errabundo y doliente. En “La narración de la historia”, el relato donde Correas comienza el itinerario del propio despliegue de lo narrativo, aquello que quiere contar es la condición, de poder  decir, retazos de un relato, mientras la historia, se va haciendo en el viaje, por los barrios inverosímiles contados en negativo, con un aire extraño, donde la ciudad se precipita sobre su cuerpo. “En vez de viajar hasta Lanús. Ernesto decidió ir a Constitución caminando por la calle Montes de Oca, cruzó el puente  sobre el Riachuelo y pasó junto a los depósitos y las fábricas, era un pasaje sombrío”  y dice más adelante que “entró en el hall de la estación Constitución por la puerta de la calle Hornos, caminó un poco, entre la cantidad de hombres que llenaban el lugar vio dos o tres rostros que le resultaban atractivos”. Allí entre la multitud, se producirá el encuentro con el que todo comenzará y ese escándalo, ese encuentro furtivo, entre dos seres aparentemente discordantes, impulsará ese relato, y la historia de ese relato: “Salieron y caminaron por la calle Brasil hasta la entrada del balneario municipal.” La caminata es el motor que organiza la historia y la estación es como un imán que los hace retornar una y otra vez. “Volvían a Constitución. Allí tomarían un ómnibus,” y el viaje urde la historia entre tipos furtivos. El errar no tiene rumbo fijo: es un cuento triste e ingenuamente homosexual, que no tiene consecuencias y su modernidad consiste en narrar incidentes promiscuos, de ciertos ambientes, que solo habían tenido registro escondido, sin encontrar su lugar en la literatura argentina. Volver a la “normalidad, a sí mismo, es hallar un lugar ilusorio, que en la vida real, Carlos Correas no pudo retomar, y esa fascinación lo acompañará hasta el fin de su existencia. Pero lo importante es que Correas en la narración de la historia, se expone, y ese caminar la ciudad, hasta que los paseos formen parte de su visión del mundo, de la literatura y del rumbo de todos los días, también esas ideas, serán su razón de ser, y esa inadecuación, el resultado, en última instancia, de su escepticismo, que está desde el comienzo míticoen la narración oculta, de un destino que no vuelve a ser.

En cambio, para la geografía urdida por Jorge Luis Borges, en algún momento, el Sur es una señal, y en la imaginería que se encarna o se desliza en su escritura, ese punto cardinal, encierra un significado, que se guarda para solamente indicar un nombre y un sentido. Relata Borges: “A la realidad le gusta las simetrías y los leves anacronismos, Dhalman había ido al sanatorio en un coche de plaza, y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución”. El sur comienza y es la oportunidad (el relato pertenece a otro tiempo, a otra ciudad del 40/50’) para entrar en el mundo distinto, de las edificaciones antiguas, que aún persisten en algunos rincones, las ventanas de rejas, el zaguán y su abrigo, acaso un último patio. El gato en la calle Brasil, luego de transponer el hall central, que se conserva y mantiene como de otro tiempo, cerca de donde vivía Hipólito  Irigoyen, se deja acariciar, como un recuerdo, durmiendo un sueño interminable, todo esto memora Dahlman mientras espera la llegada del tren. Después se sucedieron las quintas y los suburbios, como una serie de imágenes, que lo retrotraían al tiempo pasado, a algún instinto que ni el mismo conocía del todo , como si estuviera viajando hacia un origen que se le escapaba, también de algún modo esa obsesión configuraba su destino.

La soledad envolvía ese pasaje, imprevistamente para atrás, y el desenlace no puede ser otro, que trasladarse en la ensoñación, a la realidad de la llanura. Por otro lado el conocido cuento “El Aleph” comienza con la reiterada cadencia borgeana, aludiendo a un inveterado fraseo y recuerdo: “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la plaza Constitución habían renovado no sé que aviso de cigarrillos rubios”. Es en la calle Garay, una calle cualquiera de la ciudad, donde está la casa que era de Beatriz, habitada por el previsible Carlos Argentino Daneri, su primo” adonde Borges, llega, con sus pasos perdidos, en ese barrio que caminó una y otra vez, en sus hacia el sur. Allí en un sótano de la calle Garay está el Aleph, esa pequeña esfera, que asume el vasto e infinito universo, que quizás la muerte de Beatriz haya agrietado “donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, visto de todos los ángulos todas las luminarias, todas las  lámparas, todos los veneros de luz”. Siempre detestó esa manía, de escribir versos banales, del primo hermano parodiado y reducido a lo ridículo, representado “en los hombres de letras”. Solo Beatriz, perdida para siempre, justifica ese mundo que es el tiempo que innecesaria y sentimentalmente, una sola vez, debe negarse, bifurcar lo inverosímil del relato. “Cada cosa (la luna del espejo, digamos) eran infinitas cosas, porque yo claramente las veía desde todos los puntos del universo” dice Borges. Ahí él observa una infinidad de elementos como mil facetas, como en una ensoñación diurna como una interminable sucesión de imágenes, que se refractan entre sí. La tierra, y las alucinaciones, el Aleph y una multiplicidad inconcebible, todo de un mismo modo desplegado y reducido a un hipotético vacío. Dice el cuentista: “En las calles, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras”, donde el temor inevitablemente lleva al olvido, se transforma lo real en mero ejercicio de una memoria.

Por lo que ese Aleph, el de la calle Garay, puede ser falso, inapropiado, porque el olvido se transforma en algo poroso, que anula todas las posibles alternativas, y esto quizás pueda significar, que Borges nunca estuvo allí, y que su permanencia, también puede indicar que todo fue soñado, como andar por un barrio inexistente. En un poema de Borges, se habla del puente de la calle Ituzaingó y Caracas. El puente suburbano, desde donde el escritor divisaba la cercana estación, mientras pasaban humeantes vagones y trenes, que lo atravesaban por debajo, dejando su estela, y su rumor, (Mateo xxv, 30). “El primer puente de Constitución a mis pies/ fragor de trenes que tejían los laberintos de hierro/ Humo y silencio escalaban la noche”. Borges frecuentaba muchas veces, ese barrio un poco apartado, y muy próximo al centro, y localiza algunas ficciones, como si ese escenario fuera propicio , para sus divagaciones, y sus salidas/entradas, lo condujeran a una realidad y misterio que lo convoca. Ese vagabundeo, esas largas caminatas, sin rumbo fijo por la ciudad, ese autorreportaje literario, es además una apropiación consentida, un lento divagar por el Sur, como si allí estuviese guardado un significado, que nuestra literatura busca desentrañar.