Mostrando entradas con la etiqueta juan leotta. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta juan leotta. Mostrar todas las entradas

18.2.12

Con las armas, por Juan Leotta





A Sheree



Yo estaba en serios problemas ese día de febrero del año pasado.
–Te lo mando… –me dijo Julio–. Es un pibe. No puedo ir yo. Pero quedáte tranquilo, que él sabe…
Sin estar muy convencido, acepté la propuesta y volví a casa. Me quedé un rato fumando en silencio, de espaldas a la máquina monstruosa. Una de mis hermanas, que limpiaba la casa, se acercó y me preguntó qué me pasaba.
–Cosa de hombres –le dije yo, serio.
Esa respuesta –lo sabía bien– bastaba para hacerla enojar. No volvería a hablarme por un par de horas. Era lo mínimo que yo necesitaba en esas circunstancias.
Como todos, alguna vez yo había escuchado historias de gente que pierde un poema, un cuento, incluso una novela. Aunque suelen ser bastante tristes, esas historias no dejan de tener la perspectiva de volverse cómicas o épicas con el paso del tiempo. Mi caso, por el contrario, era muy distinto. Pero no tiene sentido entrar en detalles: suficiente decir que ésta vez no se trataba simplemente de literatura, y que los datos en cuestión estaban archivados bajo un nombre simbólico, un nombre que eventualmente iba a actuar –imaginaba yo– como un conjuro:
"Imborrable".
Sí. Parecía un chiste. Ése era el nombre-conjuro que falló. Ahora estaba a merced de una mano maestra para arreglar la situación.
– Eee… me manda Julio– fue lo primero que dijo el pibe por el portero.
Ni un hola, ni un buen día. No. Lo primero que escuché de él fue esa suerte de explicación, de disculpa por haberse hecho presente. Un momento después, cuando abrí la puerta, entendí todo. Le pesaba ser tan chico y cobrar tanto por lo que hacía. Y hay que decir que era chico en todo sentido del término. Debía tener unos diecisiete años, a lo sumo. Y era muy bajito y muy flaco. Eso sí, se tenía todo la confianza del mundo en su oficio.
–Me contó un poco Julio –dijo, sentándose a la máquina–. Todo OK. Esto es una pavada para mí.
– ¿Voy a recuperar todo?
–No sé. Digo, va a ser fácil recomponer la máquina. Lo que se perdió, veremos…
La verdad es que yo no podría reponer ni siquiera mínimamente los pasos que él siguió. Nunca entendí mucho de computadoras. Surgieron ventanas, aparecieron relojitos de arena, corrieron aquí y allá números y siglas. Aunque ignorante en esas cuestiones, yo no dejaba de imaginar allí cierta lógica en curso. Si de lo que se trataba era del Orden en vías de reestablecimiento, entonces debía estarse dando, de manera inversa, el proceso que había instalado el Caos. ¡Y eso yo también lo había visto! Había sido increíble…. Tras abrir la puerta equivocada, pum, la catara fulminante… Detrás de uno de los íconos de la impresora, se había agazapado un paquete de cuatrocientos virus.
–Acá… –dijo él, al rato–. "Imborrable". ¿Éste era el que te interesaba, no? Quedó sano.
Respiré como si hubiera llegado a otro planeta. Encendí un cigarrillo y le di una palmadita en la espalda al pibe. Llamé a mi hermana para le sirviera un vaso de Coca. Es más: era como si de pronto, aliviado, pudiera verlo por primera vez con la ropa del personaje que él elegía llevar: la del hacker, claro. Así lo había definido Julio, el técnico del negocio de computación, antes de mandarlo para mi casa.
– ¿Y tenés muchos amigos en esto? –le pregunté yo, ahora intrigado.
– Los suficientes –dijo él, sin sacar la vista del monitor. Todavía le faltaba parte del laburo–. Al que sí conozco es al mejor de todos. Al menos acá en Buenos Aires. Es más chico que yo. Pero es un Maradona. Posta. Un talento que está más allá… Va a hacer mucha plata ese pibe… –De pronto me miró–. ¿Contra atacamos?
Largué una bocanada de humo, sorprendido:
– ¿¡A quién!?
– Al que te mandó los virus…
Hasta entonces, yo había pensado que el Caos era efecto de un piedrazo lanzado por una mano ciega, que tiraba por tirar, sin mirar al blanco. O, incluso, que todo se trataba de una falla inherente al sistema, desencadenada y reproducida sin la mediación de una voluntad individual.
–No sé quién pudo ser… –dudé yo.
– ¿No tenés enemigos? –me preguntó él.
¡Qué extraña esa pregunta! Había sonado absolutamente natural, como si se tratara de algo común y corriente para él. No pude responder nada de entrada. La pregunta, por una extraña reverberación, me había alejado de la cuestión de los virus y me había hundido en el pasado. Fue como si recorriera varios años, de un simple vistazo, movido por ese particular criterio: detectar quién podía haberme odiado hasta convertirse en mi enemigo. Por alguna razón incierta, mis enemigos, si es que existían, debían pertenecer al ámbito del pasado.
Tres posibilidades.
Uno. Recordé a Benesdri, un compañero mío del secundario a quien –sin ninguna mala intención de mi parte– yo le había roto una pierna jugando al fútbol. "Ya vas a ver", me gritó desde el suelo. Tuvo en mente desde siempre la sospecha sobre mi mala intención. Y jamás sirvió que incluso el arquero de su equipo, testigo privilegiado de la jugada, dijera que yo había ido limpio a la pelota. Benesdri me miraría cruzado hasta el final de la secundaria.
Dos. Recordé al padre de una novia mía de la adolescencia. Cuando yo la conocí, ella ya encarnaba el rol de la oveja negra de la buena familia. Que a mí esa situación me provocara un goce particular no tenía ninguna relevancia… asunto mío y punto. Más allá de ello, una cosa es la droga y otra la anorexia. Con lo de la anorexia yo no tuve nada que ver. Es más: me cansé de decirle –con plena sinceridad– que ella ya era demasiado flaca.
Tres. Recordé a otro escritor. Un tal J.K. que me había acusado seriamente de ser fascista. La pica era en realidad mutua y espontánea, de piel casi, pero se había escamoteado tras una sutileza literaria. Aunque mis cuentos casi no tenían circulación, él sí los había leído. Por entonces yo solía narrar desde una primera persona, siempre con personajes que, ligados al universo de la cultura pop, se revelaban gradualmente como fascistas. A veces funcionaba, otras no. Así son las series. Quizás la tesis global –es decir: la cultura pop es fascista– fuera demasiado simplista… Pero bueno, eso no tenía importancia ahora. Este J.K. era un tarado que no entendía nada y que me encasillaba con su lectura primaria. Tan grueso era el error que yo ni me molestaba en aclararlo, en hacer algo al respecto.
Tres enemigos. Creo que ninguno más. En cierto modo, un buen balance de mi vida.
En vistas al tema de los virus, eso sí, eran tres posibilidades altamente improbables. Una más improbable que la otra. Cualquier hipótesis hubiera bordeado el ridículo, para ser francos. Ninguno de ellos iba a mandarme un paquete con cuatrocientos virus.
– ¿Contra atacamos? –volvió a preguntarme el pibe, al verme vacilante–. Si vos me decís directamente, la cosa es mucho más fácil. Pero si no, yo puedo rastrear de donde vino todo esto. Es más laburo, pero te puedo hacer precio…

Pequeño detalle que yo había pasado por alto: aunque para él no dejaba de ser un juego, a mí me iba a costar otra buena cifra. Apagué el cigarrillo. Le dije que no, que por ahora no, que llegado el caso le avisaría. Él pareció desilusionado. Quizás no tanto por la plata, sino porque acaso esperara "otra cosa" de mí.
Mientras bajábamos en el ascensor, no mucho después, casi no hablamos. Yo había empezado a sentir un raro asomo de paranoia. Era como si fuera a despedir a un desconocido que se llevaba la llave de mi casa. Imaginé que en adelante él podría hacerse un festín con mi computadora. Que tuviera diecisiete años sólo empeoraba las cosas. Incluso podría hacer el daño no por interés, sino por inconsciencia. Julio me había dicho que era de confianza, pero eso no quería decir nada. Julio también estaba bastante loco.
Fue justo entonces cuando el pibe, tal vez incómodo por el silencio, me hizo la pregunta perfecta.
– ¿Y vos? ¿A qué te dedicás?
Gracias. Ahí yo apelé a una respuesta que, dicha en broma en el pasado, había desconcertado (e incomodado) a mucha gente. Incluso a J.K., el escritor.
– ¿A qué me dedico? Soy instructor de tiro.
El ascensor se detuvo. Abrí la puerta con firmeza y le hice un gesto para que saliera. Él obedeció.
– ¿Instructor de tiro? –caminaba delante de mío por el pasillo–. La verdad que no lo hubiera dicho, porque… ¿Cuántos años tenés?
– Veintitrés –le respondí, detenidos ya frente a la puerta de calle–. Veintitrés, sí. Pero eso no tiene nada que ver. O sea, yo a tu edad ya era Maradona en lo mío. Crecí con las armas. A ellas les debo todo en la vida. ¿Entendés de qué te hablo?

5.10.08

Sylvia Plath - The Munich Mannequins

Las maniquíes de Munich



La perfección es terrible, no puede tener hijos.
Fría como el aliento nieve, tapa el vientre

Donde los árboles de tejos soplan como hidras,
El árbol de la vida y el árbol de la vida

Soltando sus lunas, mes tras mes, sin propósito.
El flujo de la sangre es el flujo del amor,

El sacrificio absoluto.
Es decir: no más ídolos salvo yo,

Yo y vos.
Entonces, en su encanto de azufre, en sus sonrisas

Estos maniquíes se inclinan esta noche
En Munich, morgue entre París y Roma,

Desnudas y calvas en sus pieles,
Chupetines naranjas en palitos plateados,

Intolerables, sin mente.
La nieve deja caer sus pedazos de oscuridad,

No hay nadie alrededor. En los hoteles
Las manos estarán abriendo puertas y dejando

Zapatos para un lustre de carbón
En los cuales dedos anchos entrarán mañana.

O la domesticidad de estas ventanas,
La cinta del bebé, los confites de hojas verdes,

Los gruesos Alemanes dormitan en su infondado Stolz.
Y los teléfonos negros en ganchos

Brillando
Brillando y digiriendo

Invocidad. La nieve no tiene voz.

The Munich Mannequins: Perfection is terrible, it cannot have children./ Cold as snow breath, it tamps the womb// Where the yew trees blow like hydras,/ The tree of life and the tree of life// Unloosing their moons, month after month, to no purpose./ The blood flood is the flood of love,// The absolute sacrifice./ It means: no more idols but me,// Me and you./ So, in their sulfur loveliness, in their smiles// These mannequins lean tonight/ In Munich, morgue between Paris and Rome,// Naked and bald in their furs,/ Orange lollies on silver sticks,// Intolerable, without mind./ The snow drops its pieces of darkness,// Nobody's about. In the hotels/ Hands will be opening doors and setting// Down shoes for a polish of carbon/ Into which broad toes will go tomorrow.// O the domesticity of these windows,/ The baby lace, the green-leaved confectionery,// The thick Germans slumbering in their bottomless Stolz./ And the black phones on hooks// Glittering/ Glittering and digesting// Voicelessness. The snow has no voice.




Sylvia Plath. Ariel, (1965)


Traducción: Juan Leotta

9.9.08

Sylvia Plath - Sheep in Fog

Oveja en la niebla

Las colinas bajan en la blancura.
La gente o las estrellas
Me miran tristemente, las decepciono.

El tren deja una línea de aliento.
O lento
Caballo el color del óxido

Cascos, dolorosas campanas –
Toda la mañana
La mañana ha estado ennegreciéndose,

Una flor dejada afuera.
Mis huesos mantienen una quietud, los lejanos
Campos derriten mi corazón.

Amenazan
Con darme paso a un cielo
Sinestrellas y sinpadre, un agua oscura.


Sheep in Fog: The hills step off into whiteness./ People or stars/ Regard me sadly, I disappoint them.// The train leaves a line of breath./ O slow/ Horse the colour of rust,// Hooves, dolorous bells–/ All morning the/ Morning has been blackening,// A flower left out./ My bones hold a stillness, the far/ Fields melt my heart.// They threaten/ To let me through to a heaven/ Starless and fatherless, a dark water.




Sylvia Plath. Ariel, (1965)


Traducción: Juan Leotta

1.8.08

Poesía y traducción, por Juan Leotta






Deformaciones y cuerpos en Ariel, de Sylvia Plath



Pero no se trata aquí, entre otras cosas, de leer la obra de Benjamin en la dispersión de su forma constelada, sino de intentar señalar las continuidades de la construcción de esa constelación. “La tarea del traductor” (un artículo focalizado, ya desde el título, en la especificidad de la literatura y no del lenguaje en general) no es más que uno de los múltiples vértices de una substrato argumentativo que le depara al lenguaje poético un lugar de relevancia en el apuntalamiento de un teoría general del lenguaje. Hipérbole por esencia en este caso, portadora de un exceso consustancial, la poesía se instala entre las máximas expresiones de la naturaleza no instrumental del lenguaje. Una naturaleza que tiene en la cosa, como precisaremos a continuación, el basamento desde el cual no hay más que ascenso, traducción y ascenso.

Desde el singular cruce entre la filosofía del lenguaje y la retórica bíblica, en “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres” (1916) Walter Benjamín sitúa al lenguaje humano como parte de una cadena de significaciones propia de una naturaleza orientada hacia lo sagrado: de las cosas a Dios, de la materialidad silenciosa a la palabra divina, toda manifestación espiritual debe ser considerada, según la proposición del “método” sugerido, como un lenguaje. El valor metodológico de tal posición está sostenido desde el párrafo inicial del texto benjaminiano. Leemos allí: “Toda manifestación de la vida espiritual humana puede ser concebida como una especie de lenguaje y esta concepción plantea –como todo método verdadero- múltiples problemas nuevos” (la cursiva nos pertenece).

Teoría como método, entonces, según una fórmula que graba en este texto el aspecto programático y deontológico del proyecto autoral de Benjamin –presente también, como es de preverse, ya desde el título, en La tarea del traductor. En ese ordenamiento, es sólo a partir del propio lenguaje de las cosas que acontece entonces el acto de nombrarlas, de traducirlas por parte del hombre. “La lengua de las cosas puede pasar a la lengua del conocimiento y del nombre sólo en la traducción”, leemos en la parte del texto que consolida una concepción de la traducción como fundamento de toda condición lingüística. Atribuir un lenguaje a las cosas constituye sin duda una operación teórica prendada de tantas complejidades como riesgos, pero resulta claro que al ampliar Benjamin la concepción del lenguaje más allá del límite de la palabra se derrumban inexorablemente los esbozos de cualquier perspectiva comunicativa que conciba al lenguaje como mero sistema denotativo al servicio instrumental del ser humano.

Con los matices propios de un deslinde cuidadoso de las fechas, es justo decir que ya entrada la década del treinta las renovadas perspectivas de cuño positivista que a partir del Círculo de Viena llegaron al campo de las humanidades alemanas –incluida, claro está, la filosofía del lenguaje, con todos sus esquemas instrumentalistas a cuestas- deben entenderse también como improvisada trinchera de resistencia frente a las hipostasías pseudometafísicas del discurso del nacionalsocialismo: raza, nación, estado, y, sobre todo, lengua alemana. (Ref: Julio Pinto, Hermenéutica y Positivismo: Europa entre las Guerras, Buenas Aires, Eudeba, 1999). Desde tales lineamientos, desde los cuales la poesía adquiere, curiosamente, ejemplaridad: la ejemplaridad de una no instrumentalidad ya bien consignada, la convocatoria a la escritura de Plath nos interesa especialmente en cuanto nos interpela sin vueltas acerca del potencial del lenguaje para nombrar las cosas y nombrarnos. En ella, la vivencia de la lengua otra como objeto de apropiación (en este caso el alemán del padre) y de la poesía como desnudez de ese intento se da, antes que nada, frente a la naturaleza supuestamente desprovista de voz –naturaleza con la que, más de una vez, pareciera confundirse un cuerpo vivido asimismo como impropio:

Their redness talks to my wound, it corresponds.”,

leemos en una de las piezas más renombradas del poemario (The Tulips), y señalamos con interés la presencia de la nominalización del color mediante el sufijo “ness”. Porque justamente allí donde proliferan las nominalizaciones con acumulación de sufijos, la naturaleza tiende a quedar diseccionada con una precisión tajante. En la búsqueda de filiaciones para la escritura de Plath, ese vínculo con la naturaleza evoca un influjo místico que tiene en un Blake nombrado e inscrito en el poemario su máxima referencia. Una dirección similar de interés muestra Rosselli a propósito de la selección de poemas que traduce: “Ya desde los títulos y en los temas allí delineados, parecería señalarse que Plath es mística y al mismo tiempo concreta en las metáforas, como en su seco lenguaje musical, digna seguidora de Shelley o Keats, o de Blake o de la Dickinson”. (Ref: Amelia Rosselli, “Instinto de muerte e instinto de placer en Sylvia Plath”, ficha interna del Seminario, traducción: Delina Muschietti; originalmente en Poesía, y Anno IV, ottobre 1991, n.44, y reproducido en Transparenze, 17-19, Genova, San Marco dei Giustiniani, 2003). Pero las resonancias de ese imaginario apacible y preclaro –de ese ordenamiento cultural (como toda mística)- no logran en modo alguno encauzar las fuerzas naturales vistas como amenazantes.

Permanece así en el sujeto una fuerza otra (“I am inhabited by a cry”, leemos en Elm) que ciertamente no evita que estalle en los poemas de Plath un amplio espectro de intensidades cuando el cuerpo participa como naturaleza, cuando los ciclos del cuerpo siguen los ciclos de la naturaleza. Acaso poco pueda extrañar, así las cosas, que el cruce de los códigos de la naturaleza y del cuerpo esté cifrado precisamente en la luna como elemento de recurrente centralidad.


The tree of life and the tree of life

Unloosing their moons, month after month, to no purpose.
The blood flood is the flood of love,

The absolute sacrifice.
"
(“The Munich Mannequins”)


Objeto de prueba y lucimiento técnico en obras previas de Plath como The Colosssus (dicho sea esto no sólo a la luz del poemario, sino también de los diarios íntimos de la autora), en las piezas de Ariel la luna se inviste de los matices de una amenaza posible. En esa línea, la mayor dificultad no es tanto consignar la explicitud de esa amenaza sino más bien dar cuenta de la significación que el poema emprende (y que deberá recrear toda traducción) de una figura pictóricamente literal de la circularidad, sustentada en el plano de visibilidad del texto: “Her O-mouth grieves at the world; yours is unaffected”, leemos en uno de los versos de “The Rival”, donde el sometimiento del you textual a una comparación con la luna da lugar a una de las recurrentes irrupciones del grafo O, repetido a lo largo del poemario. “O my / Homunculus” en “Cut”; “O my God, what am I” en “Poppies in October”; “O white sea-crockery” en “Berck-Plage”; “O love, how did you get here? / O embryo” en “Nick and the Candlestick”; “O ivory!” en “A Birthday Present”, “O love, O celibate” en “Letter in November”; “Her O-mouth grieves at the world; yours is unaffected,” en “The Rival”; “Panzer-man, panzer-man, O You–” en “Daddy”; “O high-riser, my little loaf” en “You´re”; ;“with the O-gape of complete despair. I live here.” en “The Moon and the Yew Tree”, “O God, I am not like you” en “Years”, y, finalmente, en los poemas que constituyen en esta occasion nuestro corpus de traducción, “O slow horse” en “Sheep in Fog”, y (una vez más) “O the domesticity of these windows” en “The Munich Mannequins”.

Significativamente presente en “The Munich Mannequins”, la O anticipa el sustantivo abstracto que resume el padecimiento socialmente reservado para la mujer: “O the domesticity of these Windows ⁄ The baby lace, the green-leaved confectionery,”. Y se repite también, de forma distinta pero igual de notable, en la visibilidad tipográfica de los versos referidos a los ciclos lunares ⁄ corporales: “unloosing”, “moons”, “month”, “blood”, “flood”, “love”. De ahí que en la traducción al español tratemos de privilegiar las palabras de español que contienen esas mismas letras: “soltando”, “propósito” y “flujo”, principalmente.
Por lo demás, para concluir, digamos que en términos de operatividad dicha circularidad en la cual se moldean las perplejidades del decir la relación entre el cuerpo y la naturaleza encuentra su eco en las vueltas de un texto no exento de un componente narrativo. Sería de importancia para cualquier desarrollo ulterior de esta lectura considerar la novela editorial que signó la suerte de la obra que aquí dimos en llamar, simplemente, Ariel.

Al respecto, difícilemente el oficio de Ted Hughes como editor sea ponderado con cabalidad en consecuencias. Como expone Megan O´ Rourke: “Hughes' changes did profoundly alter Plath's vision of the book, as enterprising readers could piece together when the excised Ariel poems were later published, chronologically arranged, in Plath's Collected Poems. Plath's Ariel was more pointedly optimistic. In her mind, it was the redemptive story of a self overcoming the elemental forces that threaten her—a coherent allegory of rebirth, which ended with her famous sequence of bee poems. (…) Hers is a powerful narrative on its own—but the final bee poems simply aren't as convincing as the late work that Hughes discovered on her desk. Their hopefulness ("The bees are flying. They taste the spring.") seems forced and self-conscious, as does the feminist thrust of passages like ´The bees are all women,/ Maids and the long royal lady./ They have got rid of the men,/ The blunt, clumsy stumblers, the boors´. Most of Plath's best tropes have the benefit of being factually plausible as well as emotionally powerful; this one doesn't”. Ref: Megan O´ Rourke, “Ariel Redux”, en Slate, Internet, 7-12-04, http://www.slate.com

En el estilo de las mezclas genéricas, hasta ese nivel textual llega nuestra indagación. Ahí están las reincidencias, las resurrecciones, las regeneraciones a reconstruir en la trayectoria vital del sujeto del poemario que intenta una redentiva auto disolución en el decir su “I” –vehiculizado en la explosiva proliferación del fonema pertinente-, pero al que la recurrencia más allá de sí que conlleva el grafo O enfrenta a una experiencia de la crisis sólo en apariencia repetida.

It´s the theatrical
Comeback in broad day
To the same place, the same face, the same brute
Amused shout:

´A miracle!´
That knocks me out.
(Lady Lazarus)


Que el sujeto del poema sospeche que los círculos se abren y cierran en el mismo lugar no hace más que contribuir precisamente, con locuacidad sintomática, a esta línea de lectura. Por cierto, hubiera sido insensato o inclemente esperar otra cosa. Ahí permanecen, como sea, las preguntas que podemos leer nosotros en esa experiencia: ¿qué cuerpo sobrevive a la experiencia del suicidio? ¿quién vuelve a la vida? ¿y a quién hablan los signos teatrales del regreso? La forma de esas preguntas debería señalar, ya desde su formulación, una tópica donde quedara negada la posibilidad de repetición de lo mismo. La consabida teorización de Deleuze podría resultar de provecho aquí –en el marco de un interés que orienta y excede a este trabajo- no ya sólo en cuanto al ritmo, sino también en cuanto a las posibilidades de pensar las vueltas de la experiencia. Especialmente a propósito de Plath, esos lineamientos no significarían de ningún modo resignar el feliz distanciamiento de un biografismo morbosamente fascinado por esa consabida figura que Roselli acertó en llamar la “tipicidad de muchacha americana toda éxito, depresiones y tentativas de suicidio”. Un encorsetamiento de buena parte de la crítica que, en consideraciones antes consignadas de la misma Roselli, ha influido en la selección y la lectura de su obra.

5.5.08

Poesía y traducción, por Juan Leotta







Es demasiado evidente que una traducción, por más buena que sea, no puede significar nunca alguna cosa respecto al original. Y sin embargo ella está en íntima relación con el original según su traducibilidad.
Walter Benajmin, Angelus Novus.

Deformaciones y cuerpos en Ariel, de Sylvia Plath


- 1 -

Ni el dogma de la falta de evidencias sobre el arte moderno podría impedirnos advertir de entrada, como dificultad máxima del trabajo de traducción, la centralidad del estilo. Punto éste de resistencias múltiples en nuestro estado de la prosa crítica: bajo la desestimación por resabio irrisorio de un romanticismo superado a fuerza de modernidad y crítica, el estilo persiste como el paso inicial en un terreno de apreciaciones donde despunta el traspaso del concepto, el salto de la racionalidad, el corte consecuente del intercambio y del diálogo reglado. El comienzo del goce, diríamos, una vez más, también nosotros.

Ronda sin duda en estas marcas cierta tensión con los ordenamientos y las sistematizaciones que, por las buenas y viejas razones propias del conflicto de las facultades, penden más allá de las buenas voluntades sobre el devenir de nuestros quehaceres. Pero la pregunta por situar disciplinariamente a esa teoría del estilo sólo podría tener respuesta desde unas coordenadas fijadas en el exterior de su campo de formulación. Reacios a esos cortes y clasificaciones, al estilo de esos cortes y clasificaciones, avanzamos sin reconocer entonces las pertinencias de dominio. A la espera, por supuesto, de las hospitalidades recíprocas en la transposición de los límites de la construcción del saber.

Adscribimos así, con este señalamiento a una de las coordenadas de la escritura, a la tradición de contaminación, de mezclas y de transposiciones en la cual se inscriben las obras de algunos de los autores que pesan en esta convocatoria: Walter Benjamin y Jacques Derrida, principalmente, pero también Gilles Deleuze.

Como eco figurado de una actitud que sin desestimar lo simbólico equipara la teoría a la praxis, la mezcla de los lenguajes teóricos se construye nada azarosamente sobre una sensatez que incluye también los cruces de las lenguas corrientes –lenguas ya nacionales, o ya regionales, o ya locales: lenguas sujetas siempre, en todos los casos, a las idas y vueltas de los poderes y de las colonizaciones. La reflexión sobre la traducción empieza así en la traducción perpetua de toda lengua con respecto a sí misma. Incluso con diferencias considerables entre los autores –determinadas en parte, simplificamos, por la acentuación en la diacronía o sincronía de la perspectiva- hay una preocupación y una duda constante sobre la estabilidad de la lengua.

Por una de tales diferencias, el planteo lingüístico que Benjamin esboza en Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres (1916) y continúa en La tarea del traductor (1923), aún cuando consigna una imperfección repetidamente insalvable en las lenguas humanas, pierde ciertas líneas de comunicación con abordajes ulteriores de la filosofía del lenguaje a partir de la puesta en extremo y consecuente caída de esa categoría –dada metodológicamente, cabría decir- que era la lengua. De esa imperfección, de esa inferioridad del lenguaje humano frente al lenguaje divino, incapaz de dar a la cosa un nombre que se funda con el resto del verbo divino en ella depositado, se abre para Benjamin la grieta babélica de proliferación de lenguas. He ahí el fundamento de la multiplicidad de lenguas. "La palabra muda de las cosas", leemos en el texto, “es tan infinitamente inferior a la palabra denominante del conocimiento del hombre como ésta lo es, a su vez, a la palabra creadora de Dios: esto constituye el fundamento de la pluralidad de las lenguas humanas”.

Es que ni las imperfecciones de las lenguas humanas ni sus aspiraciones de aunarse en la lengua pura obstan en Benjamin para la demarcación implícita de los límites necesarios. La célebre empresa de la negación de la instrumentalidad en pos de la sacralidad de la lengua implica, curiosamente, un alejamiento de la materialidad del lenguaje, que no es diferente por cierto al alejamiento de la historia. La particularidad señalada reviste un grado de explicitud en la letra del texto benjaminiano. Dice en La tarea del traductor: “Dejando de lado lo histórico ¿dónde debe buscarse el parentesco entre dos idiomas? En todo caso, ni en la semejanza de las literaturas ni en la analogía que pueda existir en la estructura de las frases. Todo el parentesco suprahistórico de dos idiomas se funda más bien en el hecho de que ninguno de ellos por separado, sin la totalidad de ambos, puede satisfacer recíprocamente sus intenciones, es decir el propósito de llegar al lenguaje puro”. Como sea, la ausencia de límites entre las lenguas se da en Benjamin, en última instancia, en la forma velada de las palabras ajenas. Esta allí la cita de Crisis de la cultura europea, de Rudolf Pannwitz, donde se permite hacer vacilar, o al menos complejizarse el castigo divino del estado babélico: “[El traductor] ha de ampliar y profundizar su idioma con el extranjero, y no tenemos la menor idea de la medida en que ello sea posible y hasta qué grado puede transformarse, ya que una lengua apenas se distingue de otra, como un dialecto se distingo poco de otro”.

Sin duda es mucho más intensa en las proyecciones de tal irreverencia la obra de Derrida. Para una traducción de ida y vuelta entre las obras y los lenguajes de Benjamin y Derrida: Jorge Panesi, Walter Benjamin y la deconstrucción, en Críticas, Buenos Aires, Norma, 2000. Posicionamientos fuertes, drásticos y hasta místicos con respecto al lenguaje -tanto oral como escrito, y por momentos sobre todo escrito- son hallados por Panesi como el borde de armonía entre ambos autores. Desde algo parecido a la sorpresa (síntoma indescifrable en la niebla de la didáctica de la crítica y de la producción de catalogaciones como uno de sus efectos), la posición de Derrida en El monolingüismo del otro no deja de resultarnos más empírica al negar la entelequia mantenida desde los esfuerzos de los lingüistas clásicos. Jacques Derrida, El monolingüismo del otro, Buenos Aires, Manantial, 1997. En detrimento de la aceptación de un ideal, asume el objeto empírico “lengua” como inabordable. “Por supuesto, para el lingüista clásico –precisa Derrida- cada lengua es un sistema cuya unidad siempre se reconstituye. Pero esta unidad no se compara con ninguna otra. Es susceptible al injerto más radical, a las deformaciones, a las transformaciones, a la expropiación, a cierta a-nomia, a la anomalía, a la desregulación”. Desde esta concepción, el parentesco de las lenguas no es idealmente prospectivo, como en Benjamin, sino históricamente presente –se da, ya, de hecho, en el sujeto. Y más allá del significado atribuible a dicha historicidad, ese parentesco es al mismo tiempo ideal en virtud (según habrá podido preverse) de la estructura del lenguaje como constitutiva del sujeto.

En el análisis (de la idealidad) de esa estructura, hay para Derrida una alienación originaria en el lenguaje humano. La lengua que uno habla e intenta repetidamente apropiarse es una lengua venida del otro –impuesta, mejor dicho, por el otro. Aunque también presente en Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres de Benjamin, la creencia en la pasividad del lenguaje humano tiene una configuración diferente. El principio que constituye por traducción al lenguaje humano determina para el mismo un “fundamento pasivo”. El lenguaje humano no nombra libremente a la cosa, sino que rescata de ella el resabio del verbo divino. En cierta medida, en tanto el ser humano renombra un lenguaje al cual responde, su propio lenguaje es así dado, recibido, impuesto. Ahora bien, la relación de ese otro con la lengua es, a su vez, un simulacro de propiedad. Porque ¿quién puede ser propietario de una lengua? Y de consensuarse que dar una lengua es dar nada menos que aquello que a nadie pertenece, habría que aceptar en consecuencia que es imposible hacerlo. Para decirlo sin más vueltas: entre esas vueltas el esquema trazado por Derrida queda definido como un simulacro de apropiación que se retrotrae indefinidamente.

Perpetuamente impropia, la lengua no puede ser más que un descentramiento, un punto de inestabilidad constante y sin solución. Por eso mismo, a propósito de ella, en el texto derrideano reaparece una y otra vez, como figura de partida y de llegada, la aporía. "Nadie habla más de una lengua; nadie habla nunca una sola lengua…. No hay posibilidad de metalenguaje; nada es sino metalenguaje... Nada es traducible; todo es traducible…" ¿Entonces? Sin duda que ese conjunto de aporías expuestas –ofrenda, acaso paradójica, de Derrida- adquieren su fundamentación en un postulado subyacente: la lengua es el lugar de la locura, la casa de la locura. Hay que quitar entonces todo viso de predicación en pos de la performatividad: no hay aporía sobre la lengua, previsiblemente, sino aporía en la lengua.
Si algún grado de particularización alcanza lo recreado anteriormente en la escritura de Derrida es a propósito de las declaraciones en las que Hanna Arendt se refiere a su experiencia de apego a su alemán materno –a la par, es necesario agregar, de esas experiencias otras de pérdida total o parcial a partir del corte nombrado Auschwitz. “Arendt, como se sabe, menciona en ese momento a Auschwitz como el corte, el lugar tajante, el tajo de la represión: ´Sí, muy a menudo. Frente a ciertas personas lo experimenté de una manera completamente trastornadora. Vea, lo decisivo fue el día que escuchamos hablar de Auschwitz´. Otro modo de reconocer y dar crédito”, advierte Derrida, “a una evidencia: un suceso tal, que “Auschwitz”, o el nombre mismo que nombra ese suceso, puede responder a las represiones”. Pero situar esa cuestión en los términos de la filosofía moderna supone (una vez más) trascender un límite de una tópica del ego y de la conciencia subjetiva que Derrida reconoce y enuncia pero no trasciende, y que si traemos a la luz aquí es en tanto allí mismo los protocolos de una filología a ser fundamentada también en el lenguaje poético contarían con más de un punto de identificación.

11.9.07

Los ecos de la movilidad, por Juan Leotta




En su artículo “Traducción: literatura y literalidad”, Octavio Paz retoma varias de las ideas más difundidas del corpus canónico (Benjamín inclusive) de la teoría de la traducción contemporánea. Glosadas sin citas, escamoteadas en una apariencia de argumentación ex nihilo, a partir de ellas despliega Paz –objeto y productor de traducciones, valga aclarar- una abierta defensa de la posibilidad de traducir poesía.

A efectos de una presentación del tema –funcional al público amplio que se halla dirigido el artículo-, Paz presenta una historización de las concepciones de traducción. Esquematización y simplismo, según podemos comprobar, son dos características importantes de dicha operación inicial.

En la Antigüedad, primer momento considerado, la traducción supone a juicio de Paz una confianza última en la unidad del espíritu humano. Así como para Pascal la diversidad de religiones contribuye al cristianismo aportando una prueba de la verdad de la existencia de Dios, de igual modo la diversidad de lenguas encuentra en la traducción el señalamiento de una esencia humana sin fronteras lingüísticas. En palabras del texto: “la universalidad del espíritu era la respuesta a la confusión babélica”. Los cambios de la Modernidad, a su tiempo, conllevan una reformulación de la concepción de la traducción. El descubrimiento de la multiplicidad de lenguas y culturas convierte a la traducción en una instancia de mostración de la singularidad de cada lengua, de cada cultura. A la par que el sujeto deja de reconocerse en la naturaleza, también deja de reconocerse en sus semejantes. Nace así una suerte de conciencia de la alteridad que tienen a la traducción como uno de los momentos de mayor evidenciación.

Los avances de la antropología y sobre todo de la lingüística no cierran, de modo alguno, las perspectivas de la empresa de la traducción. Si bien la superstición en una traducción exacta se vuelve a todas luces invisible, surge otro modo de conceptuar y relacionar los elementos en juego. Anclado en la lingüística estructural, Paz propone –esta vez con nombre- concebir el vínculo entre el original y la traducción bajo la esfera de los procedimientos metonímicos-metafóricos trabajados por Roman Jakobson. “El texto original”, leemos en el artículo, “jamás reaparece (sería imposible) en la otra lengua; no obstante, está presente siempre porque la traducción, sin decirlo, lo menciona constantemente o lo convierte en un objeto verbal que, aunque distinto, lo reproduce: metonimia o metáfora”.
En este punto, para reafirmar específicamente la traducibilidad de la poesía, parte de la lógica argumentativa delineada por Paz se sustenta en la construcción de una teoría tradicional de la traducción: entelequia a la cual él, previsiblemente, va a oponerse. Dicha teoría, encarnada principalmente en Georges Mounin, autor de Problèmes thèoriques de la traduction, postula como es sabido la imposibilidad de traducir más que el sentido denotativo de la poesía. Nada del orden del sentido connotativo –ecos, reflejos, correspondencias- parecería poder ser siquiera abordado por la traducción. Ahora bien, Paz, haciéndose eco de la deontología benjaminiana de “La tarea del traductor”, acepta la escisión de Mounin pero al mismo tiempo afirma que “los significados connotativos pueden preservarse si el poeta-traductor logra reproducir la situación verbal, el contexto poético, en que se engastan”. En este sentido, como otrora en Benjamín, se vuelve clave la iniciativa del traductor.

Así planteadas las cosas, la figura del traductor –como, en menor medida, la del crítico- resulta equiparable a la del poeta. Creación poética y traducción poética son operaciones de una misma naturaleza, pero de dirección diversa. Así como el poeta provoca una detención de los signos lingüísticos (inmovilidad que desata, paradójicamente, la movilidad de los significados), el traductor se ve obligado a recurrir otra vez al lenguaje vivo para reproducir, esta vez ya en la lengua de llegada, un eco o resonancia del original. La traducción quedaría definida así como una recreación cuyo único límite es el poema original. Y la crítica, por su parte, constituiría una especie de versión libre de la obra literaria.

27.7.07

Jim Morrison - Dawn's highway


La autopista de la madrugada




Yo y mi –eh– madre y padre –y una abuela y un abuelo– íbamos cruzando el desierto a la madrugada, y un camión cargado de trabajadores indios habían o chocado otro auto o –no sé qué pasó– pero había indios esparcidos por toda la autopista, desangrándose a muerte. Entonces, el auto frena y se detiene. Ésa fue la primera vez que sentí miedo. Yo debía tener cerca de cuatro años –un niño es como una flor, su cabeza sólo está flotando en la brisa, man. Ahora, pensando, mirando atrás, entiendo la reacción -es que las almas de los fantasmas de esos indios muertos… quizá uno o dos de ellos… estaban corriendo por ahí, enloquecidas, y se metieron dentro de mi alma. Y aún están ahí dentro.
Indios esparcidos sobre la autopista de la madrugada
Fantasmas sangrando pueblan la mente, frágil como una cáscara de huevo, del pequeño niño.

Indio, indio, ¿para qué moriste?
El indio dice, nada de nada.

El despertar de los recién nacidos

Gentilmente se revuelven, gentilmente se levantan.
Los muertos son recién nacidos que despiertan,
con miembros furiosos y almas húmedas.
Gentilmente suspiran con un asombro arrebatado de funeral.
¿Quién llamó a estos muertos a bailar?
¿Fue la joven que aprendió a tocar la canción del fantasma en su piano de media cola?
¿Fueron los niños del salvajismo?
¿Fue el mismísimo dios fantasma, tartamudeando, riendo, charlando ciegamente?
Te llamé para untar la tierra.
Te llamé para anunciar la caída de la tristeza como una piel quemada.
Te llamé para desearte el bien,
para glorificarte en persona como un nuevo monstruo.
y ahora te llamo para rezar.


Jim Morrison





Jim Morrison. An American Prayer.


Traducción: Flavia Cogliano Jalabert & Juan Leotta

13.6.07

El ejercicio de la tragedia, por Juan Leotta y Javier Fernández Paupy







Tú, crítico literario, hombrecito endeble y de gafas, doctorado en gramática pero aplazado en rebelión y virilidad; tú maestro en letras y prisionero de la palabra, esclavo del acento; tú, incapaz de crear o destruir el sonido o la forma; tú, lacayo de la Academia y maricón de las comas; tú, incapaz de emitir una idea que no esté supeditada a la regla, tú con alma de santurrona y meretriz. Yo sé por lo que se te puede comprar y con cuánto placer te vendes.
Por ello, no te adquiero
.
Raúl Barón Biza.


-1-

Indiferente a los pudores de la autoedición(1), incluso en la extemporaneidad del ejercicio de la escritura como esgrima del gentleman, Raúl Barón Biza se gratificó en la resistente ciudad señorial de su persona con una edición de lujo de su novela El derecho de matar (1933), para la cual no escatimó tapas de plata con el fin de engañar la falsa austeridad de un lector de lujo como el Papa(2), ni hubo mesura en el conteo de páginas que lo privara de incluir el alegato de su defensa y el posterior fallo judicial en el cual atendiendo a “la evolución del concepto ético literario” el Juez Dr. R. B Nicholson había de absolver al autor de toda culpa y cargo en el proceso en su contra –al precio de reducirlo, eso sí, a un mero “enrolado en la ya decadente escuela naturalista que iniciara Zola”.

Para Barón Biza, adivinamos, la recepción de esos gestos –como tantos otros- era todo y era nada. Ya que a la hora de concebir estrategias de figuración jamás dudaría en elegir la forma de la negación absoluta de una literatura asumida como institución, como así también, por supuesto, la negación de una institución literaria concebida en términos nacionales –aun cuando poco antes su vida pública, más allá de figurársenos aislada de otras equiparables por abismos de sentidos irreconciliables, ciertamente contara entre sus marcas con la experiencia de la acción insurreccional detrás de una clara idea de nación.



-2-

Verdad que la historia de las prescripciones de El derecho de matar y de la persecución policial contra Barón Biza se advierte en toda su intensidad en un vastísimo vocabulario condenatorio de contra-invectivas higienísticas, aparecidas en diarios y documentos varios, y consignadas con parsimonioso deleite en la biografía escrita por Cristian Ferrer que en la ocasión saludamos. Hay que decir, no obstante, que los avatares de esas pseudo peripecias tenían que ver menos con la política de la literatura que con la política de los partidos. Es que sin el fichaje contra el autor -declarado a partir de su acople a las asonadas radicales- resulta difícil imaginar que El derecho de matar hubiera destacado riesgosamente por infamia entre el espectro folletinesco de la época, sobre todo cuando en vistas panorámicas el tenebrismo de la reflexión le gana páginas con mucha frecuencia al voltaje erótico de las descripciones.

Postergadas las valoraciones estéticas, digamos que no es en la nominación pornográfica sino precisamente en esos largos excursos reflexivos donde la novela hace eco de una fuente genérica situada históricamente en el nacimiento de la literatura moderna a partir de la transgresión profanatoria de las bellas letras: en palabras de Diego Tatián, la obra se halla “inscripta en la mejor tradición libertina, donde el relato literario coexiste con una dimensión política, filosófica y moral explícita, teórica, no literaria”, y al respecto cabe recordar “los monólogos de Dolmancé en La filosofía del tocador”, como así también, ya en la contemporaneidad de las primeras décadas del siglo XX, “el vuelo especulativo en las nouvelles eróticas de Georges Bataille”(3).
Pero el provincianismo de Barón Biza –un provincianismo que no puede dejar de ser excentricidad- hace pensar de igual modo más allá de los límites de París. Y en ese sentido la referencia insoslayable, sobre todo por la escena de la cópula arriba del sarcófago, vendría a ser el dramaturgo y novelista Vilemy D´Etienne –alias el Bardo de Grenoble, alias Michel D. Presi, alias Michel Dumainais, alias August Dates, alias August Rivot, autor sin el cual, enigma de los thòpos mediante, sería inconcebible la celebración de los graffittis eróticos en el auge de la ultra urbana fotonovela punk de la caliente banlieu parisina de nuestros días (4).


-3-

La estructura de El derecho de matar es simple: hay cinco narremas que se abren, cierran y suceden linealmente: el amor prohibido, el exilio, el regreso triunfal, la traición del aliado y el desquiciamiento. La articulación de los mismos se plasma en el texto o bien por la ordenación de los capítulos, o bien por condensaciones explícitas de tiempo: en ambos casos, el resultado es la estridencia de lo abrupto: sin duda allí se cifra, desde un contacto desprevenido, la principal de las falencias sentidas, hoy, en la lectura de la novela.

Si la novela no fracasa del todo es porque en al menos en módica proyección algo asimilable a la tensión o la intriga narrativa logra subsistir a partir de la repetición de la figura de la deuda, capaz de generar, por su propia disposición actancial, un esquema de conflicto ciertamente fuerte -no se trata ya de un deseo, aclaremos la obviedad, sino de una necesidad. A lo largo de casi 100 páginas, así, el relato deja leerse a partir de múltiples cruces de deberes y derechos (las dos caras de la deuda), entramado en el cual la novela se nombra así misma en la instancia en que el protagonista Jorge Morganti, puesto contra el abismo de la miseria, halla el derecho de matar después de haber superado el deber de matarse(5).

El resto -para nosotros- vendría a ser la utópica falacia lingüística de traducir el texto en mensaje, o la simplicidad de reducir complejidades intratables a una mera inculpación de clase, o la incertidumbre de escrutar la última letra para señalar allí las raíces anarquistas de un pensamiento… En cualquier opción posible persistirá la tragedia pura como desierto inabordable, ante el cual se pierde cualquier esfuerzo.



-4-

Pero no se trata aquí de subestimar los anticuerpos de la crítica. No es difícil imaginar que el aparataje academicista, desde el ecológico abrigo de medianía para las vidas de lectura becadas, pueda acaso destinarle a El derecho de matar alguno de los consabidos encorsetamientos de producción discursiva: feminismo, literatura argentina y realidad política, historia de géneros textuales… El valor o el resguardo de la pertinencia, por otra parte, seguramente vuelva a anular esta vez toda relación desautomatizada: de hecho, las primeras y últimas categorías utilizadas en los incipientes abordajes críticos de El desierto y su semilla, la novela de Jorge Barón Biza, el hijo de Raúl, son –confirmemos, nomás- las de novela familiar y ficción biográfica, ordenamiento según cuyos vectores la obra del padre no es atendida más que como satélite extravagante de la obra del hijo. Como latencia, tal vez cierta lectura desatenta del espacio editorial en que se inscribe nuestra misma acometida no deje de ser ejemplificadoramente sintomática.



-5-
Los amantes, en huida, llegan a destino:

Río de Janeiro.

Su bahía se hunde como un enorme mordisco que diera el mar con la fuerza impetuosa de sus oleajes, en los senos exuberantes, fecundos, de la tierra brasileña…

Entramos en la colmena blanca de las abejas negras… Hombres de ébano con alma de betún, que luchan por la eliminación del calor ancestral, por borrar el pigmento que viene desde la alquimia de infinitas generaciones y que, anhelantes de realizar el milagro triunfal de la ansiada coloración, ofrecen camino abierto a la trashumante inmigración artífice de rostros blancos y ojos azules.

Llegarán tal vez a borrar todo lo que les recuerde su origen de esclavos y de reyes-esclavos, de negreros y portugueses románticos. Derrotarán al “glóbulo negro”, pero no habrán de eliminarlo porque éste se ha abroquelado en el cerebro, dejará de ser materia para ser espíritu, cuerpo astral, que habrá de brindar a la humanidad una nueva especie: la del “blanco negro”.



-6-

Entre violencias, excentricidades y rarezas como las previas, más de una vez se ha ido nuestra atención mientras nos dábamos a esta escritura. Y si no hemos resistido esas fugas ha sido a sabiendas de la imposibilidad de solazarnos con ellas en el facilismo del consuelo de una pseudo praxis de alguna índole a través de la función crítica.

Por las dudas: mantendríamos la misma empecinación aún cuando no hubiéramos asumido, como ahora, desde un primer momento, que el juego no se compartiría más allá de la lectura azarosa, la fotocopia fetichista y la piratería digital.

Quizás toda respuesta ya esté antes cifrada, pero aún así: ¿por qué escribir lo escrito, entonces? ¿Para intentar negar la experiencia de la pura pérdida? ¿Por una apelación, nomás, a la escritura en compañía y a las lecturas amigas? Digamos: si alguien llegara a entrever en la más nimia irreverencia una estrategia vital frente a la tragedia, nos haría olvidar, al menos por un instante, a la literatura como territorio minado de soledad e incomunicación.



NOTAS


1 Bijou fue el nombre elegido por Barón Biza para la fantasmagórica casa editorial que sacaría a la luz su obra. Igual de sarcástico -aún en la petición de ternura-, Nicolás Olivari se decidió el mismo año por el anagramático nombre de Bolsillol Demidedogapa.
2 “Y para que tus porteros lo dejen pasar,” le dice el autor a S. S. el Papa Pío XI en carta introductoria, “para poder atraer tu atención, para que él sea una nota relevante de brillo en el salón entristecido de tu biblioteca obscura; he revestido de plata su portada.”
3 El paralelismo entre Barón Biza y Bataille adquiere firme sustento en un leit-motiv fundamental que Tatián, curiosamente, no consigna: la vista. Más precisamente, la supra sensibilidad de los ojos del protagonista de El derecho de matar, Jorge Morganti, se proyecta en un entrelazamiento entre el comercio y la sensualidad, el cual encuentra más de una veta de reflejo en los raccontos de Simonne, la personeje de la Historia del ojo, publicada por el francés dos años después. Por lo demás, singularísima en un catálogo de singularidades, la reflexión del viajado narrador de Barón Biza acerca de los efectos de las supuestas maravillas técnicas de la capital francesa sobre la vista humana: “Cada rayo de luz establece un cono de saber, en cuyo diámetro la mirada se enrosca. Y en toda ciudad se escenifica un combate indeciso por dirigir la atención de la mirada y para orientarla hacia ciertas tecnologías y hacia cierto imaginario lumínico. Es ésta una contienda de astros en nuestro siglo de las luces”.
4 Para el detalle: Claudio Iglesias, El espejo de Vautrin en los adoquines del 11ème Arrondissement, en Éxito, Marzo, 2005, http://www.hacemellegar.com.ar/
5 En las casualidades de la miseria de Río de Janeiro, el hombre a quien Jorge le pide limosna resulta ser un antiguo compañero de club nocturno. La respuesta es contundente: “Tú -le dice el impiadoso- has caído, has rodado y no has tenido siquiera la valentía de imponerte en tu caída; entonces tu deber como inútil átomo humano, es el de estrellarte: ¡estréllate y muere!”. Dado vuelta, ese deber es para Jorge el derecho, inversión que le permitirá su reingreso en la sociedad.





Este artículo fue publicado en marzo del 2007, en el número 30 de El interpretador