Mostrando entradas con la etiqueta montaigne. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta montaigne. Mostrar todas las entradas

6.1.15

Yo sé por qué Bret Easton Ellis odia a David Foster Wallace, por Gerald Howard




Edité a ambos autores cuando estaban empezando y puedo atestiguar que la enemistad entre los dos viene de hace décadas


El mundo literario sabe que Bret Easton Ellis se enfrentó al apogeo de David Foster Wallace el otro día en Twitter, llevado por una ira tartamudeante y serial por su lectura de la recientemente publicada biografía de Wallace de D. T. Max,Toda historia de amor es una historia de fantasmas. Algunos podrían decir que Ellis está siendo excepcionalmente hostil y poco generoso en torno a un trágicamente atormentado escritor quien, habiéndose ahorcado a sí mismo, no está en posición de defenderse. Se lo marqué a Bret conociéndolo y no estoy en posición de ser moralista. Ahora bien, estoy en la posición única de haber publicado ambos fenomenalmente talentosos y opuestos escritores en el momento en el que estaban empezando y creo conocer algunas cosas que están por debajo del resentimiento explosivo de Bret Easton Ellis.

Era un joven editor en PenguinBooks en 1985 cuando recibí las pruebas de imprenta de Menos que cero de Simon and Schuster para considerar una reimpresión. Ya lo había visto a Bret Ellis en un panel de PEN hablando sobre la influencia de los 60’s en la ficción contemporánea y fui gratamente conducido por su impávida y seca elocuencia, todo un refrescante contraste con las decepcionantes devociones izquierdistas que usualmente circulan en esos cónclaves. Amé Menos que cero. Simplemente la amé. Encontré ecos de Didion y Antonioni y Nathanael West y pensé que era un logro perturbador en la California neonihilista y un presagio de algo muy siniestro desarrollándose en la cultura de ese tiempo. Al principio, fuimos por una tirada de tapa blanda, el libro se volvió una sensación y un bestseller en la edición de tapa dura y, eventualmente, pagamos 99.000 dólares por los derechos en un remate, en ese tiempo una suma impactante para una primera novela. Un año después la publicamos en nuestra serie de Ficción Americana Contemporánea y también se volvió un bestseller. Mientras tanto, Bret estaba siendo agrupado por la prensa literaria con JayMcInerney y Tama Janowitzcomo uno más dentro del Brat Pack literario que encontró su tema en los jóvenes y en los desperdicios de las rondas drogadictas de la vida nocturna de ambas costas. Lo que no estaba enteramente mal, pero dejaba de lado las reales diferencias entre esos tres escritores instalando entre ellos una reacción violenta y desagradable.

En 1986, ni bien publicamos la edición de Menos que cero, el manuscrito de la primera novela de David Foster Wallace, La escoba del sistema, apareció en mi escritorio. (Eso es lo que los manuscritos hacen, aparecer en los escritorios, no en las casillas de correos). Y también la amé. Simplemente la amé. Pero por muy diferentes razones, por supuesto. Acá, en lo alto de una corriente de minimalismo norteamericano, y en un contraste distinto al de las novelas sórdidas de Ellis y McInerney y Janowitz, era grande, inteligentemente retomaba las novelas imperiales de los grandes blancos posmodernos, Barth y Coover y Gaddis y DeLillo y especialmente Pynchon, todos escritores con los que me formé como lector. Bueno, ¿qué tenemos acá?, pensé. Entonces registré el libro, hice lo más que pude para editarlo, (podés leer sobre la inutilidad de la empresa en la biografía de Max), y la publicamos como un original de la serie Ficción Contemporánea Norteamericana. Las reseñas fueron más de lo que se podría haber esperado por una primera novela, y muchas de ellas, trazaban una profunda diferencia entre la hiperinteligencia de Wallace y el acercamiento maximalista de la obra de los Brat Packers quienes ya estaban recibiendo un azote crítico. Siendo Bret Ellis uno de esos autores que está pendiente de todo, esas comparaciones ingratas no hubieran escapado su atención. El anschluss llegó con la publicación de su subestimada segunda novela, Las leyes de la atracción, que también reimprimiríamos en Penguin a pesar de una cascada de desaprobaciones.

A finales de 1988 me mudé de Penguin a W W Norton, llevando conmigo el segundo libro de David, la colección de relatos La niña del pelo raro, que Penguin se negó a publicar por razones legales. (Larga historia.) El título de la obra, sobre un grupo de punks de Los Ángeles que descontrolan un concierto de Keith Jarret, me hizo pensar en una obvia y exacta parodia al tono desafectado de Bret Ellis y a su temática y se lo dije. David, siempre tramposo sobre sus influencias (apenas admitía haber leído Pynchon), negaba haber leído alguna vez algo de la obra de Bret, una mentira obvia que dejé pasar. Aunque estoy seguro que a Bret le molestó la noticia cuando se publicó el libro.

Era eso: dos jóvenes escritores de moda (perdón) de casi la misma edad, enormemente diferentes en temperamento y estilo, habitando el mismo multitudinario círculo literario y acompañandosu arrojo mutuo. Sé que David envidiaba la destreza con la que Bret Ellis y su grupo de colegas llevaban los desafíos de su carrera literaria y se castigaba a sí mismo por esa envidia. Ambos pelearon fuerte y exitosamente en sus batallas en contra del alcoholismo y el abuso de sustancias.  (Los vi a los dos en distintas circunstancias tomar muchos tragos en un tiempo asombrosamente corto, oh, oh). Los dos surgieron al publicar novelas que agitaron el avispero cultural. Psicópata Americano, una puesta macabra que amplificó cada cliché de la escoria de la cultura yuppie al grado del gran guiñol, creando una tormenta de fuego cuando la “mentalidad literal” (de los que hay muchos) se equivocaron al recibir la broma. La broma infinita transforma los tormentos personales en un vasto diagnóstico metaficcional de nuestra adornada condición de entorno cultural, y raramente sonaron las primeras notas de una pregunta por una sincera ironía libre que se volvió una regla de estilo en la generación de David y en las que lo sucedieron.

Por el momento, el estilo de Wallace domina y eso es lo que vuelve loco a Bret Easton Ellis. El comienzo del discurso de graduación de David en el  Kenyon College, “Esto es agua” asumió el estatuto de manifiesto y de declaración última. Pero, un hijo de la posguerra con  el alma marcada como yo, no lo compra como una guía para el comportamiento correcto. Se siente incómodamente cerca a esos libros de afirmaciones, sin duda inspirados pero de empresa cuestionable cuando la materia difícil llega. Realmente creo que David fue el escritor más fino de su generación, pero su modo de vida ingenuo pareciera colapsar al primer impacto de las dificultades implacables de la vida. Era necesaria una inyección de Montaigne y Marco Aurelio.

Encuentro a Bret Ellis pícaro, cínico, frágil, salvajemente desilusionado con una mirada curiosamente refrescante del mundo. Es el Loki o el Trickster del mundo literario (o quizás el Lou Reed), clavando palos afilados en nuestros ojos y desafiándonos si pudiéramos entenderlo. Hacele frente a eso. En una cultura que tiene la frase “¡Buen trabajo!” en rotación permanente, él parece decir, una y otra vez: “¿Me estás jodiendo?”. Es incorregible, no es un buen tipo, a él no le importa ser una mejor persona, de ninguna manera está buscando tu aprobación. Bien por él. Algún universitario valiente debería pedirle un discurso de graduación.

De todos modos, me considero ridículamente afortunado de haber estado en los comienzos de estas dos pujantes carreras literarias. Dos historias extrañamente gemelas que aparentemente tienen todavía algunas vueltas pendientes entre sí.




Traducción: Marco Castagna y Javier Fernández Paupy

23.9.14

Mallarmé, El Fauno, por Hugo Savino




“El amor es una agitación despierta, viva y alegre”. Un cuerpo clandestino desliza sus pasiones en cartas secretas, en esa agitación de la cita de Montaigne, a Méry Laurent. ¿Nada de un fauno…? Modestia para ir rápido: el fauno solitario envuelve a la Loba con palabras, el fauno cómico, el fauno impresionista si la ocasión lo requería. De su mujer: “Es tan inteligente como puede serlo una mujer sin ser un monstruo. Yo la haría artista”, pero es otro capítulo. Mallarmé ya se había hecho esta pregunta ¿adónde huir en la rebelión inútil y perversa?: acá entra la palabra clandestinidad: los pocos lectores que quedan no necesitan más aclaraciones: la época abunda en charlatanes con diplomas y un buen lector sabe eludirlos y encontrar los buenos libros que llevan a otros libros, al laberinto del fauno, a la biblioteca, a la alusión, a la obscenidad y “a la sensualidad a un grado increíble”. “Todo lo que se le puede ofrecer al poeta es inferior a su concepción y a su trabajo secreto”. Algunos pormenores: Ella: hija de una lencera y de padre desconocido nace en Nancy en 1849, a los quince años se casa con un almacenero del que se libera al poco tiempo y se va a París. Allí se hace mantener por el Doctor Evans, un dentista norteamericano muy rico. Mallarmé: profesor de inglés, pocos alumnos supieron valorarlo. A veces se sacó algunos días de licencia: no es para tanto. Viélen-Griffin: “Lo adoramos, pero mientras tanto fumamos su tabaco, bebemos su ponche, y es muy pobre, y no hacemos nada por él, y eso que algunos de nosotros somos ricos… “Manet: no pintaba de la manera que se esperaba, parece que no hacía obras de arte, en sus telas faltaban las señales apropiadas, todo era muy poco definido, el retrato de Mallarmé tenía muchos empastes, el cuello de palomita del maestro está lleno de impresiones borrosas color ocre. Cuando había un dibujo mal hecho, el clásico mamarracho, los que decían saber se burlaban diciendo “parece un Manet” (Sorlin).

Si seguimos la línea de Marchal, el Dr. Evans le asignó una renta, Manet la puso en una tela, y Mallarmé en poemas y misivas.

Villiers fue una amistad: cuando escribió la conferencia Villiers De L’Isle Adam, la representó ante su mujer, su hija Geneviève y dos amigos, y ellos “la siguieron con el sentimiento de no perderse ni una palabra”. La iglesia mallarmeana se sacude: ¿qué hace este Swift contando así la agonía de su amigo a esta cocotte que Manet pintó en 1882? Mallarmé no pedía permiso, sabía con precisión la clase de lector que hay en un Literato que sólo da tantas líneas a la semana: ¿qué se puede esperar de un tipo que no sabe apreciar a Rodin?: falta de delicadeza, estupidez.

Méry, a veces, soñaba con la literatura, él respondía: “De qué me hablas, palomita; te molestan mis cartas y quieres literatura. No hago (…)”

“La mujer esa eterna ladrona”.

Ardor luminoso de la alegría, la gracia del mobiliario del siglo XVIII, o los acordes de Haydn: Mallarmé.



                                           Publicado inicialmente en Tokonoma 5, agosto de 1997.