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21.12.10

Más que poesía, un género de frases, por Laura Estrin






Se equivoca, señor… El título de poeta no existe. Nuestros poetas no cuentan con la protección de ningunos señores; nuestros poetas son ellos mismos señores y si los mecenas (¡qué el diablo se los lleve!) no lo reconocen, peor para ellos. Aquí no hay abates harapientos, a los que los músicos recojan de las calles para que escriban un libreto. Aquí los poetas no van de casa en casa solicitando que se les ayude. Además, seguramente en broma le habrán dicho que yo soy un gran poeta. Es cierto que en alguna ocasión escribí unos cuantos malos epigramas, pero gracias a Dios, con los señores poetas no tengo nada en común ni quiero tenerlo.

Pushkin, “Noches egipcias”


A veces me parece que entiendo la poesía, el escribir poesía, como el registro de todos los días en un diario o como se anota en un libro de viajes: viendo las cosas con puntualidad… Así miro y así entran la calle, sus colores… sus desazones… así, también, armo la ciudad, la casa, los barrios. Escribir poesía pasa a ser, entonces, un trato con el nombre de las cosas: nombrar las cosas para tenerlas, fina saciedad del que escribe fragmentos.

Supongo que escribir es como caminar porque en los poemas uno se entrevera, entra en el parque o en el barrio, entra porque sale a mirar… y se mira para poder seguir… Y en ese solitario camino, la luz, el clima, no están lejos: la naturaleza acompaña fielmente la literatura –eso suelo afirmar, conservando un viejo romanticismo, afín todavía a nuestros tiempos.

Entonces el-tiempo-que-hace compone esa poesía de pequeños saberes propios, de atisbos y breves afirmaciones personales. Y creo que lo que me gusta leer es la bondad de esas frases ciertas, las que nos devuelven un poco a la cordial sabiduría de algunas estampas, de ciertas escenas, fragmentos totales de una narración imposible… como Barthes supone en La preparación de la novela…. porque para algunos la novela como descanso o belvedere no es posible –algo así escribió en sus Diarios Pizarnik.

Por eso escribir frases es para mí hacerlo lejos de toda seguridad, de toda especialidad y cerca de las palabras, de algunos grupos de palabras, en una lengua simultánea y múltiple, como el idish, y cerca, también, siempre, del retrato, ese del que un pintor dijo: “Lo del retrato es una escuela formidable… Es casi imposible pintar un rostro. Es un mundo. ¿Cómo hacer para acercarse a él, para restituirlo?” (Balthus, Meditaciones de un caminante solitario de la pintura).

La puedo llamar literatura del buen camino… y pienso con estas palabras en algunos diarios de pintores como el de Chagall, como el de Pizarró. Pienso en libros de viaje, en Ningún lugar adónde ir de Jonas Mekas, en los justos libros de Viktor Shklovski, con esa sintaxis apretada que trabaja con flechas o cuchillos, “el cuchillo que faltaba” –creo que repite un poema de Osvaldo Lamborghini–; autores que escribieron sin explicaciones, yuxtapusieron palabras que corren hacia el mayor sentido como el camión que en el horizonte muere haciendo señas en alguna página de Zelarayán. Ese intento de la crónica, primer plano del ojo que ve y el cuerpo que registra, y así consigue por lo menos algo, aprieta por lo menos algo, un verdadero acto de autor: naturalismo intrépido, inopinado, transposición extrema, terrible saber, belleza precisa. Porque de eso se trata. Lo hace Jorge Quiroga en El puente suburbano donde las frases son lo que queda.

La poesía, de ese modo, para mí, compone calles y recorridos, lugares propios: cruces, animados recuerdos duros, fuertes –como repite siempre Raschella–, contundentes –hubiera dicho Nicolás–. Recorta escenas, a veces las quiebra, las entrecorta, las captura brevemente, las vuelve a tener para siempre. Hilos y retazos. Así escribo, así intento andar con poco para que algo quede, por eso la poesía se me pasea por el tiempo, aprende a mirar el tiempo cuando lo que se atiende siempre es el espacio: “arrimar tiempo” dice Hugo Savino que dice Mastronardi. Mirar el tiempo y presentar el espacio, en un bar, un auto, la esquina o el patio, la verdadera obsesión del espacio, como el libro de Zelarayán. Andar en la zona porque pienso que no hay literatura sino hace región, provincia: “A ratos la provincia nos alegra” –dice Manuel Castilla–, de modo que esta literatura de frases compone así un fenómeno eternamente local.

La poesía, por ese camino de hilacha y apropiación, es esa vida cercana, inquieta, a veces desesperada, es decir, múltiple y simultánea: el barrio, como en las aguafuertes de Arlt o como lo caminó Carlos Correas. Una vida chica, de pequeños fracasos y decepciones, de insistencias, de ver más lejos, hasta en lo oculto, pero de quedarse siempre cerca, acá. Desde mis primeras estampas crueles, desde Toda avaricia a Parque Chacabuco, trajino entre allá y acá, porque siempre se trata de “lo que queda” más que de lo que cambia, ninguna vanguardia –como me enseñó Nicolás Rosa– o amor y parangón sin ninguna medida –como aprendí de Tsvietáieva. Sin amparos genéricos, sin salvar distancias –como dice Milita Molina–, sin clasificaciones que sólo hacen los vagos de letras, sin cortinas históricas porque como dice Hugo Savino: "Es hora de aceptar que las grandes obras se escuchan en uno, se procesan, se gustan en la boca, las inventamos en la mirada, se gestualizan, se usan para vivir (y) esa actividad loca es su historicidad".

Quizá por todo eso me sale una poesía breve como en Álbum, Alles Ding o A maroma, precisión de fina imprecisión, de pequeñísimas situaciones arrebatadas a algunas visiones. Y, además, en ese cruce se van colando espacios sobre tiempos, espacios que suenan, en los dos sentidos, que se escuchan y que fracasan para triunfar, confiscados por la escritura, por la mirada. Hay autores que escuchan, hay autores que pueden ver: los formalistas rusos ya habían pensado en una ‘filología del ojo’ y en su contrario, una lectura ‘auricular’…

La poesía nos permite, también, ir más lejos de nosotros, salirnos, separarnos, distinguirnos… y componer ciclos atinados, ciclos que no duran, como los verdaderos, que se interrumpen en cosas diferentes arrimadas, encimadas, para que alcancen el decir, como en los guiones de Tsvietáieva. De ese singular modo, me parece, se asegura el poema cuando creemos que el asunto es apropiarse, quedarse con las cosas, hacerlas nuestras, aunque sea con las palabras más chicas. Porque las cosas nos salvan. Un crítico norteamericano hoy en desuso, Lionel Trilling, decía que la afirmación tiene el placer de la propiedad y la consistencia, en parte comunicada por el contenido, en parte por las palabras que nos atrapamos a nosotros mismos… Así es que pienso que los autores verdaderos escriben como hablan: hablan-escriben en un mismo tembladeral. Ellos nos dan el placer de oír una voz aseverativa, literatura que nos complace porque es en la que estamos de acuerdo y, si hay algo en lo que no estamos de acuerdo, su consistencia nos interroga amablemente. Una literatura como un ramito de infancia: entre la rusa que pongo todo el tiempo, Marina Tsvietáieva, y Noemí Ulla.

Me parece que voy definiendo una poesía De sólo estar, como el libro Castilla, atravesando los Vientos del noroeste como el libro de Savino y tratando de saber que Tránsito es nombre, tal como Claudia Schvartz nominó al suyo que dice: "Hoy me sigo: ni me vigilo ni me olvido". También, es cierto, cruzo Los demonios familiares, el libro de poemas de Sosa Díaz o Los cinco años a caballo de Bettina Bonifatti que sabe que el pasado no importa tanto porque pudo sola. Entonces la obra brilla y vale aunque sea en el interín de un dolor que vuelve y queda apretado, como en una foto: ahí está, porque creo en una poesía que es sabia, que vive en el dominio de la experiencia, que leyó, que olvidó y pudo, por suerte, después, escribir suelta. Del mismo modo confirma Sollers en la visión de una ciudad: "Cuánto más escribo, más veo" (Visión de Nueva York)– para luego marcar fuerte que escribir es la cosa más personal y, simultáneamente, la más feliz, la más inquietante, la más interrumpida, la más persistente.... Una cosa que no se decide realmente, pero que no se puede no hacer.

Escribir es un terrible malentendido permanente con los otros. Malentendido que se acrecienta y que nada puede atenuar. Sollers también decía… como si se pudiera…: “No explicarse, no quejarse”. Y ahí me sobreviene el recuerdo del humor de la escena literaria con que siempre me acompañaba Héctor Libertella. Es el amor de los amigos, como escribí alguna vez, la mayor objetividad, el gusto subjetivo, lo que nos trajo el tiempo.

Tal vez, por todo eso, uno escribe como yéndose a cada momento pero, a la vez, resistiendo, esperando que la palabra más propia ocurra; hace poco recuperé y le regalé a Milita Molina –que en sus recuerdos vivos, sus Melodías argentinas, apura también escenas– la palabra ‘situsa’ que todavía no sabemos bien cómo escribir pero que Milita me confesó que la usa como contraseña en Internet porque nadie la usa… Por eso creo que escribir es encontrarse con otro en la escritura, poder soportarlo, como me enseñó Perla Sneh. Una autora de literatura honesta –como suelo llamarla– aunque se trate dolorosamente, también, de Jarabe de pico.

Se ve: vivo las palabras, los títulos de los libros que me gustan, como cosas, como el último dibujo de una tela. Y escribo retratando una lengua que no quiero perder, que no quiero dejar ir, por eso me parece que entiendo la escritura como el paisaje de una voz que hay que cuidar: En el recorrido de mis frases recupero la lengua de palabras múltiples de mis abuelos, las frases de provincia o de antes, que a veces coinciden. Palabras de zona, palabras de época: porque hay que cuidar El perro del poema, como le puso Damián Ríos a su libro, recordando atinadamente el poema que hizo que asesinaran a Mandesltam.

En los últimos años, Hebe Uhart repetía una frase como cantinela –queda claro que para mí escribir es escribir la propia cantinela, un discurso que sólo apaga la muerte… Hebe me contaba incansablemente que en un viaje a la provincia vio a una mujer “sentada a favor del río”… Esa frase vale algo enorme, sin medida, es decir, con todas las medidas: esa frase compone literatura o, lo que es lo mismo, la propia inundación. Escribir camina así a la búsqueda del pasaje entre lo más pequeño y trivial hasta llegar a las referencias que quiero eternas. Parece que los poetas trenzamos lo cotidiano con lo histórico sin solución de continuidad, sin proyecto, sin consuelo, sin permiso. También escribir es definir por lo que no podemos definir, un ruso dijo “Vivir no es cruzar un campo” y yo lo copié… lo copié porque a ese ruso lo fusilaron y yo lo quise dejar escrito para siempre… Creo que era la frase de una carta que ahora está adentro de un poema mío porque, como él, triste y certero dijo, “un hombre alegre siempre tiene razón”…

Pero, también, tengo presente, como dice el poeta gruñón, Ricardo Zelarayán, que “en el afán de tocar todas las teclas la música se viene abajo”… Pienso entonces que escribir es juntar pero no todo… porque reuniendo algunas pocas frases la poesía se vuelve obra de palabras como cuando se recorre la vida y se pasa el trapo a hermosos sentidos viejos, perdidos o entreperdidos, en olvidados, desusados términos familiares. La poesía es obra de palabras en el sentido en que Nicolás Rosa leía a Osvaldo Lamborghini como “una literatura de frases” que arman libros de una rara independencia, de una singular autonomía de vida. Obra de motivos que uno captura de paso, de camino, rumbo a peor como escribió Beckett, en ese sentido del fracaso o de la agramaticalidad que da la más enorme alegría cuando la encontramos, cuando la decimos, el fracaso que está en la sintaxis ordinaria, común, que no sabe usar el subjuntivo pero que la literatura hace triunfar verdaderamente, un fracaso del triunfo, entonces, un romanticismo verdadero, metido en las palabras de uno.

Y así ando y entiendo que la poesía como obra de palabras y frases se vuelve una novela directa, eso que pocos entienden en Viento del noroeste de Hugo Savino, novela directa hecha de formas breves, como las pensó Barthes en Incidentes donde el autor se pone sólo a mirar… y por eso fascinado pudo escribir. Pienso a la poesía, o a la literatura que en este caso es lo mismo porque la poesía es sólo un fenómeno de concentración o intensidad, completamente ajena a la diferencia de géneros, esos que sólo tranquilizan a la crítica, clasificaciones que vienen siempre después del autor, que llegan siempre tarde, en un futuro siempre pasado de los que ya no leen pero siguen perorando fórmulas.

La forma breve que entreveo como poesía, como literatura, siempre se me vuelve, como en la vida, cruel ironía o terrible santidad, sobrenaturalismo, como la unción que atenazaba a Héctor Libertella en sus últimos libros hechos de pedacitos propios. Y por eso en ellos se le fue la vida.

Poesía como novela directa –repito–, en primera persona, con nombres propios porque sólo ellos marcan una relación unívoca con las cosas, un friso social imperdonable, todo lo contrario de la polisemia, la parodia, la vanguardia, la metáfora arada, todas ellas últimas fases de procedimientos gastados como supieron los formalistas aunque la historia crítica leyó diversamente y hace tiempo cansa a la literatura sin tocarla siquiera. Así sentida la poesía es un límite verdadero de las palabras o las palabras más performativas del mundo. Siguiendo a Frege puede recordarse que los nombres propios son algo así como descripciones abreviadas, suposición que se contrapone a la teoría tradicional donde nombrar es anterior a describir. El nombre propio es la descripción definitoria de un sujeto… lugar donde la arbitrariedad del signo cae. El nombre es el último límite de la concreción literaria, una verdadera persona estilística.

Obra sin ningún proyecto, como las “Cartas de un colono” de Uhart o como cuando los domingos, en la infancia, en Concepción, íbamos a la ruta a ver pasar los autos. Juntar y poner, una serie semántica en otra –como decía Shklovski que se conseguía la diferencia. Porque es bueno apropiarse definitivamente de las palabras y volver a darles el sentido que tienen para uno. Y repito a Savino: “A mí lo que existe me interesa: al mundo lo anoto: si lo anoto lo mezclo: el retrato en límite con el parecido”.

5.12.10

Simon Leys - Barthes y la China

Esta lectura de Simon Leys fue publicada en La Croix del 9 de febrero del 2009 y es un comentario a la publicación del Diario de mi viaje a China de Roland Barthes.



En abril de 1974, Roland Barthes hizo un viaje a China con un pequeño grupo de sus amigos de Tel Quel. Esta visita había coincidido con una purga colosal y sangrienta, que el régimen maoísta desencadenó en todo el país – la siniestramente famosa “campaña de denuncia de Lin Biao y Confucio” (pi Lin pi Kong).

A su regreso, Barthes publicó en Le Monde un artículo que daba una visión curiosamente jovial de esta violencia totalitaria: “Su nombre mismo, en chino Pilin-Pikong, tintinea como un alegre cascabel, y la campaña se divide en dos juegos inventados: una caricatura, un poema, un sketch de niños en el transcurso del cual, de repente, una niñita maquillada corta entre dos ballets el fantasma de Lin Biao: el Texto político (pero únicamente él) engendra estos mismos happenings.”

En esa época esta lectura me trajo a la memoria un pasaje de Lu Xun – el panfletista chino más genial del siglo XX: “Nuestra civilización china tan elogiada no es más que un festín de carne humana condimentada para los ricos y los poderosos, y eso que llaman China no es más que la cocina en la que se elabora minuciosamente ese guiso. Los que nos alaban sólo pueden ser disculpados en la medida en que no saben de qué hablan, como hacen esos extranjeros que por su encumbrada posición y su existencia acomodada se volvieron completamente ciegos y obtusos.”

Dos años más tarde, el artículo de Barthes se reeditó en una plaqueta de lujo exclusiva para bibliófilos – con el agregado de un postfacio que me inspiró la siguiente nota: “(…) El señor Barthes nos explica aquí en qué consiste la contribución original de su testimonio (que algunos groseros fanáticos habían entendido muy mal en ese entonces): se trataba, nos dice, de explorar un nuevo modo de comentario, ″el comentario de tono no comment″ que sea una manera de ″suspender nuestra enunciación sin llegar a abolirla″. El señor Barthes, que ya tenía muchos títulos en la consideración de la gente culta, acaba tal vez de adquirir uno que le valdrá la inmortalidad, convirtiéndose en el inventor de esta inaudita categoría: el ″discurso ni asertivo, ni negador, ni neutro″, ″las ganas de silencio en forma de discurso especial″. Por este descubrimiento cuyo alcance no se revela de entrada, Barthes llega de hecho - ¿se dan cuenta de ello? – a investir con una dignidad enteramente nueva, a la vieja actividad, tan injustamente desvalorizada, del hablar-para-no-decir-nada. En nombre de las legiones de las ancianas señoras que, todos los días de cinco a seis, parlotean en los salones de té, queremos darle las gracias de manera emotiva. Por último, en este mismo postfacio, y sin duda es algo por lo que muchos deberán estarle agradecidos, el Sr. Barthes define con audacia lo que debería ser el verdadero lugar del intelectual en el mundo contemporáneo, su verdadera función, su honor y su dignidad: se trata, según parece, de mantener con coraje, hacia y contra todos la ″sempiterna parada del Falo″ de la gente comprometida y otros pérfidos defensores del ″sentido brutal″, ese chorreo exquisito de una canillita de agua tibia.“

Y ahora este mismo editor nos entrega el texto de los cuadernos en los que Barthes había consignado día a día los diversos acontecimientos y experiencias de este famoso viaje. ¿Esta lectura podría llevarnos a revisar nuestra opinión?

En estos cuadernos, Barthes anota en fila india, y muy escrupulosamente, toda la interminable perorata de propaganda que le sirven en el transcurso de sus visitas a la comunas agrícolas, a las fábricas, escuelas, jardines zoológicos, hospitales, etc.: “Legumbres: en el último año, 230 millones de libras + manzanas, peras, uva, arroz, maíz, trigo; 22000 cerdos + patos (…) Trabajos de irrigación. 550 bombeos eléctricos; mecanización: tractores + 40 monocultivos (…) Transportes: 110 camiones, 770 tiros de carros; 11000 familias = 47 000 personas (…) = 21 brigadas de producción, 146 equipos de producción”… Estas valiosas informaciones llenan 200 páginas.

Están mezcladas con breves anotaciones personales, muy elípticas: “Almuerzo: ¡sorpresa, papas fritas! – Olvidé de lavarme las orejas – Meaderos – Lo que extraño: no hay café, no hay ensalada, no hay flirts – Migrañas – Náuseas.” El cansancio, la monotonía, el aburrimiento cada vez más abrumador apenas si están matizados por escasos rayos de sol – por ejemplo un tierno y largo apretón de manos que le concede un “lindo obrero”.

¿El espectáculo de este inmenso país aterrorizado e idiotizado por la rinoceritis maoísta anestesió completamente su capacidad de indignación? No, pero se la guardó para denunciar la detestable comida que Air France le sirvió en el avión de regreso: “El almuerzo de Air France es tan repugnante (pancitos como peras, pollo informe en salsa con olor a fritanga, ensalada coloreada, repollo con fécula chocolateada – ¡y nada de champagne!) que ya estoy a punto de escribir una carta para protestar.” (El subrayado es mío)

Pero no seamos injustos: cada uno de nosotros anota una montaña de tonterías para nuestro uso privado; no se nos puede juzgar sino por las tonterías que usamos públicamente. Sea lo que sea que pensemos de Roland Barthes, nadie podría negar que tenía ingenio y gusto. Y que también se abstuvo de publicar estos cuadernos. Entonces, ¿quién cuerno tuvo la idea de esta exhumación lamentable? Si esta extraña iniciativa proviene de sus amigos, esto me recuerda entonces el llamado de atención de Vigny: “Un amigo no es más malo que cualquier otro hombre.”

En el último número del Magazine Littéraire, Philippe Sollers estima que estos cuadernos reflejan la virtud que celebraba George Orwell, “la decencia ordinaria”. Al contrario a mí me parece que, en lo que allí se calla, Barthes manifiesta una indecencia extraordinaria. De todas maneras esta comparación me parece incongruente (la “decencia ordinaria” según Orwell se basa en la sencillez y el coraje; Barthes tenía por cierto cualidades, pero no ésas). Ante los escritos “chinos” de Barthes (y de sus amigos de Tel Quel), me viene a la memoria esta cita de Orwell: “Usted debe formar parte de la intelligentsia para escribir semejantes cosas; ningún hombre común podría ser tan estúpido.”




Por Simon Leys

Traducción: Hugo Savino

29.9.10

Severo Sarduy: la autobiografía de la piel, por Pablo Moreno






En la obra crepuscular de Severo Sarduy no hallamos una producción signada por la fatalidad de la sentencia de muerte. Sarduy nunca dejó de escribir ni al final de sus días como tampoco abandonó su otra gran pasión que fue la pintura. No necesitó salvaguardar su obra a futuro ni exponer su enfermedad como la marca de un exilio político. Tal es el caso de otro escritor cubano fulminado por el sida llamado Reinaldo Arenas, a quien la enfermedad y su condición homosexual (una libertad que la Revolución no permitió) lo llevó al destino final de Nueva York, haciendo de su escritura el acontecimiento rabioso contra el régimen (las razones para el odio siempre estuvieron justificadas).

Sarduy llega a Europa por una beca recibida para estudiar pintura. Parecería ser que su destino no era literario, pero se fue quedando:

Pero no es que decidiera quedarme: me fui quedando. Hoy en día soy muy autocrítico: creo que debería haber vuelto, que debía de haberme comprometido en un sentido o en el otro. Asumir mi karma, hundirme en la contingencia, en la realidad…
Hoy en día el balance es paupérrimo. No tengo nada y los que debían leerme, que son los cubanos, no me conocen ni me pueden leer. No creo que ya me quede tiempo para terminar mi obra allá. Otra vez será… (“Para una biografía pulverizada en el número-que espero no póstumo-de Quimera, 1990”, Obra Completa, Tomo I)

Tampoco la obra de Sarduy requiere como condición de existencia (y de permanencia) el carácter de una escritura cimentada en “el exilio”. El exilio es el espacio (más precisamente Francia) en donde se deposita la obra. Lo que queda en el camino es el origen (o de donde viene el fraseo de su prosa) y en consecuencia, el lector cubano:

Recientemente me llamó un amigo para comunicarme la infausta noticia de que yo “no existía”, al menos en los anales recientes de la literatura nacional. Ese olvido pre-póstumo no me asombró.
El exilio es también eso: borrar la marca del origen, pasar a lo obscuro donde se vio la luz (Exiliado de sí mismo, 1990. En Obra Completa, Tomo I)


Decíamos que la adversidad del sida no fue impedimento para que la obra de Severo Sarduy siguiera creciendo. Falleció en el año 1993. Su novela Cocuyo data de 1990. De aparición póstuma es su última novela Pájaros de la playa. Su última producción poética es del año 1992. Jamás abandonó la teoría ni la crítica literaria. Era el bastión latinoamericano del telquelismo, como lo fue también su amigo Roland Barthes.

Hacia el año 1990 realiza dos obras inclasificables: El Cristo de la rue Jacob y El estampido de la vacuidad. Parecería una cierta desidia adjetivar a estas obras de este modo. La teoría literaria siempre necesita de instrumental técnico para abordar y “encajonar” a las obras. Y no se permite el espacio que genera la inestabilidad (en el caso de Sarduy, deliberada) la narrativa que escapa de los límites. Sería más complaciente denominar estas “infracciones” al género como híbrido. Pero éste sería el resultante de componentes heterogéneos que conformarían una nueva obra, final. Ya nos referimos anteriormente sobre esta cuestión cuando abordamos a Harold Brodkey.

Lo que Sarduy propone en El Cristo de la rue Jacob es una arqueología de la piel (o del cuerpo) en donde se construye la narrativa autobiográfica. Aunque no sólo en la autobiografía se constituye el relato. Los componentes materiales del mismo no se ensamblan, lo cual le restituye a la narración una libertad narrativa absoluta donde todo está permitido: el relato autobiográfico propiamente dicho y una segunda parte de la obra a al cual Sarduy denomina como marcas mnémicas y que abarcan: descripciones turísticas (Tánger, Benares), un retrato sobre el pintor Jesse A. Fernández, unas crónicas sobre el café La Flora (y sus ilustres parroquianos: Jorge Semprún, Roland Barthes, Francis Bacon, entre otros), un homenaje a Emir Rodríguez Monegal, un recuerdo a los amigos ausentes y una carta de Lezama Lima con el posterior análisis casi estructural de la misma. No es casual esta correspondencia. Sarduy se encuentra con Cuba por medio de la prosa de Lezama Lima, como Cabrera Infante regresaba a la isla a través del humo de un habano.

Las letras iniciales del alfabeto, por mi filiación latina o por una oscura manía anagramática de la Depredadora, son las más solicitadas-varias direcciones, teléfonos rurales o secretos-, la B, fue diezmada de golpe: Barthes. (El Cristo de la rue Jacob)
Sarduy denomina a todo este conjunto como epifanías, dándole un matiz religioso al material, ligándolo a lo absoluto e indudablemente (aunque no esté permitido en análisis teórico) no exento de la emotividad propia de alguien que se está despidiendo.

La heterogeneidad antes señalada nos aleja de aquello que queremos abordar: el umbral de la muerte en estas narraciones. Una arqueología narrativa de marcas y huellas justifica su escritura en el umbral, como si fuera necesario edificar la autobiografía cuando la sentencia ya está dada. La idea de la obra la expone el mismo Sarduy:

Se trata, en realidad, de huellas, de marcas. Ante todo, las físicas, lo que ha quedado escrito en el cuerpo. Recorriendo esas cicatrices, esbozo lo que pudiera ser una autobiografía, resumida en una arqueología de la piel. Sólo cuenta en la historia individual lo que ha quedado cifrado en el cuerpo y que por ello mismo sigue hablando, narrando, simulando el evento que lo escribió.
La totalidad es una maqueta narrativa, un modelo: cada uno podría, leyendo sus cicatrices, escribir su arqueología, descifrar sus tatuajes en otra tinta azul. (El Cristo de la rue Jacob)

Una espina en el cráneo y la posterior intervención quirúrgica durante su niñez es la primera marca del escritor. Luego cuatro puntos de sutura en la ceja derecha es la marca que le permite continuar su novela Colibrí, una marca que le da la materia prima de una narración que se hallaba estancada. No sabía, a ciencia cierta, qué había sucedido. Sabía, eso sí, cómo continuaba el capítulo de Colibrí. El Cristo de la rue Jacob.

Prosigue con una posterior cicatriz: la de la apendicitis. Pero todas estas marcas remiten a una sola:

Todas las cicatrices –comenta Francis Wahl al terminar éste breve catálogo de marcas dérmicas– la primera, la escisión umbilical, la única invisible. (El Cristo de la rue Jacob)

Una arqueología de las marcas de un cuerpo detiene su narración cuando las heridas no cicatrizan. Es la llaga que vino para quedarse. La herida del sida (que en el relato se corporiza en una verruga) se apropia del cuerpo y se extiende. Sólo una vez Sarduy le da nombre al acoso, al estorbo que destruye la arquitectura arqueológica:

El cuerpo humano es una máquina. Lo sostiene vertical un sistema de bisagras. Las mías se abrieron, se desunieron…
Supe, mirándolos, lo que sentía. Lo que mi cuerpo descentrado quería decir: el sida es un acoso. Es como si alguien en cualquier momento, con cualquier pretexto, pudiera tocar a la puerta y llevarte para siempre… (El Cristo de la rue Jacob)


Aunque el acoso no deje marcas, la sensación de no escapatoria asemeja a un progrom:

¿Quién será el próximo? ¿Por cuánto tiempo vas a escapar? Todo adquiere la gravedad de una amenaza. Los judíos, parece ser, conocen muy bien esa sensación. (El Cristo de la rue Jacob)

Nicolás Rosa en El arte del olvido afirma que el rasgo común de todas las escrituras del yo (memorias, autobiografía, novela biográfica, Diarios) es ausentar al sujeto de la escena de la escritura por un yo condensado del autor-narrador-personaje.

En El estampido de la vacuidad Sarduy produce una ligera variación en el mecanismo narrativo, abandonando la primera persona y reemplazándolo por una tercera persona que le permite alejarse de la escena:

Abandona su país natal y adopta otro, lejano, de cielo siempre gris y gente hosca.
En el exilio elabora trabajosas ficciones en que seducen las frases cinceladas y la destreza con que se enlazan las volutas barrocas, aunque, llegado el punto final, todo se disuelva y se olvide…
Ya proyecta el resumen, el ciclo final de sus invenciones cuando lo asalta una enfermedad fulgurante, irreversible y desconocida…
Se deshace de libros polvorosos, ropa de verano, cartas acumuladas, dibujos amarillentos y cuadros.
Se entrega, como a una droga, a la soledad y el silencio.
En esa paz doméstica espera la muerte. Con su biblioteca en orden. (El estampido de la vacuidad, 1993)


Lejos de la fantasía neobarroca, recurrir a una tercera persona permite una panorámica de la propia vida. Es en la revelación, en una epifanía, donde se escribe (y se ofrenda) el discreto adiós.

4.7.10

La carta de Truffaut, por Pablo Moreno




En una playa Mersault asesinó a un árabe. Y en una playa Foucault expidió el certificado de defunción del hombre. Los alcances de estas acciones son distintos. El extranjero resiste el paso de los años, no se erosiona, y su lectura se va modificando con el tiempo (matar un árabe hoy presenta connotaciones diferentes). Las palabras y las cosas posee la marca histórica de su producción y el peso (molesto) de su sentencia. No vamos a discutir la abrumadora competencia de Foucault en edificar arqueologías (quién no se asombró ante esas construcciones). Ni teorizar sobre el estilo. El estilo es la cocina de los escritores. La pasión y la sangre conforman sus ingredientes. La cocina es el espacio donde la crítica no accede. A nosotros, los lectores, nos queda sucumbir ante el impacto del estilo.

La intelectualidad europea de la segunda mitad del siglo XX constituyó, desde el estilo, el rigor de la sentencia. Se formuló, desde el estilo, sentencias graves, insolentes y amargas. Camus lo sufrió en carne propia (la justicia intelectual casi lo lleva a arrepentirse de El hombre rebelde). No se le permite reflexionar al hombre de acción, es decir, al narrador. Ni la muerte lo exculpó de ese pecado. Sartre muchos años después de su muerte hablará de Camus definiéndolo como “un granujilla de Argel” que sólo escribió un par de buenos libros.

Barthes también sentenció. Mató al autor. ¿Alguien recuerda afirmación tan absolutista? ¿Alguien recuerda ese texto más allá de lo antropológico? ¿Alguien lee obras a través de sus discursos? Supongo que no. Los años hicieron que Barthes abandonara esa omnipotencia. El tiempo nos hace realistas o modernos (o ser realista es un modo de ser moderno, realmente no lo sé). Por suerte el “telquelismo” no arruinó al escritor y la relación de Barthes con la literatura terminó siendo amorosa.

Hardt y Negri sentenciaron el fin de los grandes relatos. Hay ideas que se apoliyan, tarde o temprano. Imperio terminará en el rincón de los saldos. Viéndolo a la distancia, no se entiende el porqué del revuelo. El marxismo y el psicoanálisis agonizaron en la insensatez de sus trincheras. Lacan es ilegible (quién lo mandó a meterse con la literatura tampoco lo sé, quizás tenía un buen sponsor).

“En Lol V. Stein ya no pienso. Nadie puede conocer L.V.S., ni usted ni yo. Y hasta lo que Lacan dijo al respecto, nunca lo comprendí por completo. Lacan me dejó estupefacta. Y su frase: No debe saber que ha escrito lo que ha escrito. Porque se perdería. Y significaría la catástrofe. Para mí, esa frase se convirtió en una especie de identidad esencial, de “un derecho a decir” absolutamente ignorado por las mujeres.” Marguerite Duras. Escribir.

Y la revolución nunca se llevó bien con la teoría, la abandonó en un baño público. Y Negri… Negri seguramente necesitó terminar su flirteo con la Brigada Roja. La guerrilla es una mina que a la larga trae problemas. Además, los intelectuales no se llevan bien con las armas (excepto los rusos, pero esos no son europeos). La acción fue para Debord (alguien por fuera de las instituciones) y los situacionistas, a pesar de que sabían que la lucha estaba perdida de antemano. Lo supieron desde el principio: la lucha es la vida. Pero vuelvo a Negri. A veces creo que necesito globalizar al enemigo para excusar un despropósito llamado Berlusconi. ¿Nadie le dijo quién era el enemigo? Bellocchio estaba enterado. Nanni Moretti también identificó al enemigo. El diablo en el cuerpo (1986) y Buenas días, noche (2003), dos films rabiosos sobre las Brigadas Rojas, lo testifican.

Eso sí, la sentencia escrita a cuatro manos (tan Deleuze y Guattari) fue formulada con estilo. Y me pregunto por esa manía tan europea de declarar el fin (de la modernidad, de los acontecimientos, de lo que sea). Pregonar el fin antes que decir “estoy en crisis”, “no puedo producir en este callejón sin salida” o “mi mujer me dejó”. El fin es la gran sentencia abominable de muestra época, la peste intelectual.

Algún personaje de Godard dijo: “estoy perdido si no aparento estar perdido” (creo que fue Michel Subor en El soldadito). Entonces digo, desde la incertidumbre surge la provocación, la obra. Esos films eran vitales, desesperados. Luego Godard se juntó con los maoístas del Cahiers du cinema (uno olvida que los muy cretinos fueron maoístas) y mataron a la teoría del cine de autor. Para qué negarlo, asesinan con estilo y el Libro Rojo en la mano. Inventan el grupo Dziga-Vertov (otra estupidez bien francesa). No engañaban a nadie. El montaje de esos films era el trazo de Godard. La peste los alcanzó y la izquierda aburrió, apestó. Ni Cohn Bendit los soportó y se fugó para hacerse verde. En el camino quedaron los compañeros de ruta de Godard, aquellos que profesaron amor eterno al cine. Godard, el muy pajero, olvidó que el mayo francés se inició cuando rajaron a Langlois de la cinemateca. La revuelta empezó por no se podía ver cine. Tanta ceguera y esa extraña capacidad de ser vanguardista sin sufrir heridas (un Shiva occidental, todo Godard parece decir el cine comienza y termina en mí) sólo puede granjear enemigos.

En 1980 Godard le escribe a Truffaut para hacer un debate público con Chabrol y Rivette: “me interesaría oírnos decir en qué se ha convertido nuestro cine” y más adelante agrega: “podríamos hacer un libro, para Gallimard o para donde sea” (esto no merece comentarios). La respuesta de Truffaut fue la siguiente:

Tu invitación a Suiza es extraordinariamente halagadora, cuando uno sabe lo precioso que es tu tiempo…Tu carta es sorprendente, y tu pastiche de estilo “político” convence. El finale de tu carta permanecerá como uno de mis más felices hallazgos: “Con la amistad de siempre”. De este modo demuestras que no puedes seguir soportando la animosidad hacia nosotros, a quienes llamaste malhechores y estafadores a los que había que evitar como la peste. Por lo que a mí respecta, estoy de acuerdo en acudir a tu localización; qué bonita expresión… cuando pienso en todos los hipócritas que se limitarían en decir: mi casa. Pero ése es un privilegio que deseo compartir con otros, digamos cuatro o cinco personas que podrían anotar lo que dijeras y difundirlo por doquier. Así pues, te pido que invites al mismo tiempo que a mí a Jean-Paul Belmondo. Dijiste que te tiene miedo y es tiempo de tranquilizarlo. También me gustaría mucho ver a Véra Chytilová, denunciado por ti como “revisionista” en su propio país bajo ocupación soviética. Su presencia en tu conferencia me parece necesaria, porque estoy seguro de que la ayudarás a tener su visado de salida. ¿Y por qué olvidarse de Loleh Bellon, a quién llamaste auténtico perro en Télerama? Por último, no te olvides de Boumbom, nuestro viejo amigo Braunberger, que me escribió al día siguiente de tu llamada telefónica : “El único insulto que no puedo soportar es sucio judío”. Espero tu respuesta sin excesiva impaciencia porque si te conviertes en uno de los del grupito de Coppola, andarás escaso de tiempo y yo no quiero echar a perder la preparación de tu próxima película autobiográfica, cuyo título creo saber: “Una mierda es una mierda”. (Colin MacCabe. Godard.)

Cuatro años después Truffaut fallece. Su último obra Vivement dimanche! (1983) es un policial ligero, lozano. No había nada de crepuscular en esa vida filmada. Cincuenta años pasaron del inicio de la nouvelle vague. El padre de estos cineastas murió (Bazin) sin poder ver la obra de sus hijos. Godard, el más talentoso, se convirtió en el enterrador de este arte, la idea de muerte se apoderó de su obra. Esta muestra de religiosidad sólo engendra fundamentalismo. Sabemos que los cementerios huelen mal cuando lleve.

Me pregunto que hubiera ocurrido si Foucault no hubiera rastreado las huellas del hombre en una playa. Hubiese sido preferible dejarse estar con el sonido de las olas rompiendo, embriagándose con le fuerte aroma del mar. Ahora bien, puede ser que la playa estuviera contaminada.

Y a nosotros, que estamos en la periferia de la peste europea, nos queda soportar estos asesinatos tan lejanos como irreales.

22.6.10

Kafka: imaginación y autobiografía, por Javier Fernández Paupy




Además, ya Bismarck condenó para siempre ese tipo de cartas con su comentario de que la vida es un banquete mal organizado, durante el cual uno espera con impaciencia los fiambres, mientras que la carne asada, el gran plato principal, pasa en silencio, y uno debe adaptarse a eso... ¡Qué estúpida es esa inteligencia, qué horriblemente estúpida!

Franz Kafka. Briefe an Milena.


Un recorte de la obra de Kafka que da cuenta de una modalidad narrativa del siglo XX: la imaginación construida en oposición o afinidad con la autobiografía. Ficción urdida en la novela familiar que opera con o sin burlar los tonos del diario íntimo. La obra de un escritor no es el reflejo de su vida, aunque ambas estén indudablemente unidas. En caso de serlo, se trata de reflejos multiplicados o complejizados: espejos de tinta. Limitar los fraseos didácticos de la explicación es uno de los mayores desafíos de toda crítica literaria, y en el ejercicio de evadir las incomodidades de la argumentación se enmascara la posibilidad de evitar una lectura imprudente de los textos literarios. Del grueso de la obra de Franz Kafka, me detengo es sus Cartas a Mílena, su Carta al padre y sus Diarios (1910-1923).

De retratos, estampas, sobretodo remembranzas, perfiles psicológicos, nombres de personas y encantos de familias nobles están compuestas las páginas de En busca del tiempo perdido de Proust. Roland Barthes dice en Crítica y verdad: “la literatura es la exploración del nombre: Proust ha sacado todo un mundo de esos pocos sonidos: Guermantes”. Exploración del nombre es lo que salta a la vista cuando observamos el nombre y apellido de Gregor Samsa junto al de Franz Kafka, o las insistencias de la consonante K, sello de identidad, en la designación de sus personajes. Kafka da buena cuenta de estas “afinidades electivas”. Diarios, 1913: “Georg tiene el mismo número de letras que Franz. En Bendemann, el «mann» es sólo un refuerzo del «Bende», aplicado, pensando en todas las posibilidades, aún desconocidas de la narración. A su vez la palabra «Bende» tiene el mismo número de letras que Kafka, y la vocal «e» se repite en los mismos lugares que la vocal «a» en Kafka.” Exploración entomóloga de un árbol genealógico, por el lado de Proust, que se quejaba porque Mme. Griffache y Mme. de Chevigné no leían sus libros; Cocteau le dijo: «Usted pretende que los insectos lean a Fabre (el célebre entomólogo)». En Kafka hay un trabajo con el nombre, pero no ensueño ni memoria involuntaria como acontece al joven narrador Marcel. Los personajes y la relojería autobiográfica de Kafka, sufren un destino reservado a personas particulares en circunstancias particulares. Como Odradek, de nombre y origen difuso, seres indeterminados prefiere Kafka. Cruzas, mitad gato, mitad cordero, cuya combinación los hace no sólo únicos sino que los convierten en espectaculares. Indeterminado como la misma condición del fantasmático cazador Gracchus.

Exagerar y aumentar el imaginario familiar. Si dos ejes atraviesan la obra del checo –la familia y el trabajo–, la caricaturización por momentos grotesca de estas figuras, familiares y laborales, constituye el motor de sus narraciones en gran parte de sus textos. Tomo la afirmación de Carlos Correas, a quien cito: “Dos temas principales recorren la obra de Franz Kafka: la familia y el trabajo. Y, a partir de aquí, la sociedad humana y sus derivaciones.” Borges, en cambio, anota: “Dos ideas –mejor dicho, dos obsesiones– rigen la obra de Franz Kafka. La subordinación es la primera de las dos; el infinito, la segunda.” Puede pensarse que Correas está reescribiendo a Borges en este punto, familia = subordinación, trabajo = infinito, como moneda de distintas caras. Las entradas del Diario son un respiradero de su obra, motor, laboratorio, bitácora, campo de prueba, en donde lamenta los días perdidos sin poder escribir, las penurias laborales, supuesta incapacidad de escribir en medio de un ámbito familiar, a salvación en la literatura, el asedio que le produce la convivencia con la familia, apuntes sobre obras teatrales a las que asiste, estampas del padre y las hermanas que dialogan con otros momentos de su obra. Anota el 24 de mayo de 1913: “No hay mejor crítico que yo mientras leo en voz alta ante mi padre, que escucha con suma repugnancia”. En la Carta al padre, sueños, esbozos de cuentos y el avance de su enfermedad. Una obra que dialoga con todas sus instancias, imposible analizar tal o cual texto sin tener en cuenta que se trata de una sola gran obra, en simultáneo, que abunda en pasajes de reflexión sobre sí misma.

Originalidad inaudita, la de Kafka, escribir una autobiografía (no)velada en una epístola de reproche familiar. “Yo soy (…) un Löwy con cierto fondo de los Kafka” escribe en ese imponente anecdotario retratístico que es su Carta al padre. Deleuze y Guattari (Kafka. Para un literatura menor) encuentran en la carta, además de un retrato, una “ampliación de la foto” familiar; una novela de la familia que se continúa y expande en sus Diarios, donde también compara los linajes de su árbol genealógico. Sucesos de infancia, recuerdos sobre su padre, disgustos pretéritos de una novela familiar: lucha y ascenso de Hermann, sus quejas laborales en el comercio mayorista y su carácter dominante.

Pero cómo aseverar que los lindes entre lo autobiográfico y lo ficcional constituyen en su obra una preocupación teórica o estética. Diremos que la escritura misma, así lo atestiguan sus Diarios, son una vía de salvación y que es su vida la que está en juego. Anota en la entrada del 16 de diciembre de 1910: “No volveré a abandonar este diario. Debo mantenerme aferrado a él, porque no puedo aferrarme a otra cosa.” 25 de febrero de 1912: “¡Desde hoy, no dejar el diario! ¡Escribir con regularidad! ¡No rendirse!”. Y un instrumento de autoconocimiento, como escribe hacia 1911: “Uno piensa que se describe correctamente, pero sólo hay una aproximación y el diario la corrige.” Otra entrada: “Una de las ventajas de llevar un diario consiste en que uno se vuelve, con una claridad tranquilizadora, consciente de las transformaciones a las que está sometido incesantemente (…). En el diario se encuentran pruebas de que uno ha vivido, ha mirado a su alrededor y ha anotado observaciones incluso en estados de ánimo que hoy parecen insoportables (…)”. Figuras que nutren la obra del checo, huellas de su materialidad y vida mental construyen un decorado en donde los personajes son sus afectos: “vivo en el seno de mi familia, en medio de la personas mejores y más amables, sintiéndome más extranjero que un extranjero. Con mi madre, en los últimos años, habré intercambiado por término medio unas veinte palabras diarias; con mi padre, nunca cambiamos apenas más que palabras de saludo. Con mis hermanas casadas y los cuñados no hablo en absoluto, sin que esté enfadado con ellos. (21 de agosto de 1913)”

En sus Cartas a Mílena, con o sin fechas, sobresalen las descripciones de sus insomnios, sus matrimonios voluntariamente fallidos, su enfermedad, inventada y no, sus imposibilidades para escribir, para lidiar con los quehaceres burocráticos de su oficina. Con o sin fechas, parece una novela epistolar, ¿cuál es la diferencia? César Aira, en la faja editorial de Cartas a un amigo argentino, de Witold Gombrowicz, anota: “Una lectura divertidísima, con pasajes desopilantes, cien por ciento Gombrowicz. Es casi una novela, que se sigue con avidez”. En ambos casos, hay progresión de personajes y línea de voces. El epistolario supone un interés como género, en tanto la escritura se escenifica, deliberadamente, en una primera persona, como experiencia personal e intransferible. Kafka no elude la tarea de dar una versión de sí mismo, tampoco escatima oportunidades de restar importancia a su obra. La salud como trama. La imposibilidad física de escribir, relaciones entre el matrimonio y la escritura, como necesidad y perpetua frustración. Un teatro de la resistencia y de los bríos que capta una extraña dulzura en la enfermedad. El suspenso de los padecimientos y un in crescendo de la desesperación. La de Kafka es una fascinación epistolar, una pasión demencial, las cartas, parte integral de su obra, un bálsamo. Una lógica narrativa en la que abundan los temas que conforman su mitología y la conformación de un carácter como marca de estilo: el miedo, la enfermedad, la autoflagelación, la literatura, el proceso creador, el conflicto asalariado, el conflicto paterno, el matrimonio, la soltería, la soledad como elección, el sionismo, etcétera. Puesta en escena de imposibilidades. Una sustancia de imposibilidad en el amor, en el contacto recorre sus esquelas, tarjetas y epístolas en general. Pero si toda carta es autobiográfica, la autobiografía ampara la posibilidad de la mentira, una mentira artística. No hace falta aquí, remitir al lector a la insípida tesis de Blanchot sobre “la insinceridad fundamental y constitutiva” del acto de escribir. Puede que Kafka haya exagerado muchas de sus experiencias. Como cuando escribe a Mílena: “tus cartas en totalidad son, línea por línea, lo mejor que haya ocurrido en mi vida”. Desde su entrada en los Diarios del 11 de diciembre de 1913 anota: “En la Sala, Toynbee, he leído el principio de Michael Kohlhaas. Fracaso absoluto. Mal elegida, mal expuesta, la cosa acabó nadando yo insensatamente en el texto.” En nota al pie de Max Brod, leemos: “Este pequeño episodio de lectura produjo en realidad una impresión mucho menos penosa que la descrita en el diario. Naturalmente, Kafka leyó maravillosamente bien, y yo, como espectador de la velada, lo recuerdo aún perfectamente.” La exageración traza una figura de autor, elegida por sí mismo. Kafka hace de la figura del padre un gigante invencible cuya sombra lo aplasta. “Kafka construye de allí en adelante su vida como una serie de tentativas para evadirse de la esfera paterna y alcanzar regiones apartadas de su influencia”, dice Max Brod, en la biografía que le dedicara a su amigo y que sabemos, por otra parte, “limpia” y cercena mucho del Kafka “real”. “Tendenciosa estrategia editorial” llama el biógrafo alemán Reiner Stach a los ocultamientos de Brod (Kafka. Los años de las decisiones).

Acaso sea el diario íntimo el mayor género de exploración en la práctica de la imaginación autobiográfica. Extremos de esta experiencia son los Diarios de Kafka, de una originalidad fragmentaria y simultaneidad asombrosa, audaz caja de Pandora, geniales por donde se los lea, generosos en apuntes de textos cercenados y reescrituras, en comentarios del teatro de la época, de los music hall y las tabernas de vodevil. Kafka conquista su ascesis en la literatura. Se narra a sí mismo y cuenta, más o menos caricaturizada, más o menos exagerada, su historia. El vasto proyecto autobiográfico que es su Carta al padre, o los párrafos en los que se escribe con Mílena como si compusiera una memoria. Anota en sus Diarios, en la entrada del 26 de agosto de 1911: “Uno piensa que se describe correctamente, pero sólo hay una aproximación y el diario la corrige”. Sus páginas están plagadas de estampas, medallones de amigos, Max y Otto Brod, el actor Löwy, las actrices de las que dice enamorarse, sus hermanas, su madre y padre, sus relaciones laborales, viajes con amigos. Y en esos retratos fragmentarios quiere dar con una medida para trascender esa meseta interminable y volverla literatura. 20 de octubre de 1911: “sin entrar propiamente en la libertad de la descripción propiamente dicha, que nos hace elevar los pies sobre la experiencia vivida”.

Borges, en “Vindicación de Bouvard et Pécuchet”, lo cita a Flaubert: “El frenesí de llegar a una conclusión es la más funesta y estéril de las manías.”

26.6.08

Copi: imaginación y violencia, por Javier Fernández Paupy






En la precisa literatura de Copi, la repetición, exageración y extenuación de un imaginario son habituales. Ya sea el de la antropofagia (Cachafaz), el del crimen serial-novela policíaca (El baile de las locas), el de la conspiración revolucionaria-intriga política (La internacional argentina), el de la desmitificación (Eva Perón), o como en El Uruguayo, el de la catástrofe. Este último muestra el desarrollo de una lógica particular de lo aberrante, en la que el humor, la devastación y lo cómico confluyen para presentar un espacio en donde las relaciones de causa y efecto se encuentran suspendidas. Allí, en su Uruguay, los elementos narrativos se suceden como una serie de hechos funestos acaecidos con una dialéctica aparte, propia. Como sucede en El uruguayo, pero también en la pieza teatral Una visita inoportuna, estos personajes resucitan después de muertos. La letra escrita de Copi violenta, desde todo punto de vista, el efecto causal de “lo real”.

En la negación del castellano materno y en la apropiación de la lengua francesa, advertimos que su lograda intención de simplificar dicha lengua y de hacer un uso menor de la misma, expresa las condiciones revolucionarias que su literatura posee en el seno de otra literatura ya establecida, y por lo tanto mayor, en la que el campo político contamina todo enunciado. Determinación que, por otra parte, acerca la serie política a la fantástica. Todo esto da origen a una nueva lengua, una lengua sin tradición. “La literatura menor es la literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor” nos dicen los autores de El antiedipo. Por su parte, D.H. Lawrence pensó que la creación de un lenguaje nuevo es siempre dolorosa en tanto que lo nuevo implica la muerte de una tradición. En este sentido Copi atenta contra un folklore para poder fundar otro.

El escritor es aquel que juega con el cuerpo de su madre (…) para glorificarlo, embellecerlo, o para despedazarlo, llevarlo al límite de sólo aquello que del cuerpo puede ser reconocido: iría hasta el goce de una desfiguración de la lengua.(Barthes. El placer del texto)

En El grado cero de la escritura, Barthes llama a estas lenguas, depuradas de rimbombancias gramaticales y de manierismos sintácticos, a las lenguas sobrias de Camus o Flaubert, lenguas blancas. En el Uruguay retratado por Copi, los habitantes hacen un uso llamativamente parco y lacónico de su lengua, se diría que la deforman, empobreciéndola. Asimismo, Copi-narrador lamenta la miseria de su uruguayo, lengua imaginaria, inexistente, a la hora de comunicarse con otros habitantes, y elige escribir en francés un libro que, pensado en uruguayo homenajea a dicho país. La estética de El uruguayo, que transcurre en un presente perpetuo y por fortuna fuera del alcance de la razón, podemos pensar, es afín a la de la estética pop, en cuanto manifestación de una cultura caracterizada por el consumo, la moda, la tecnología y la equiparación de las artes clásicas, las llamadas “bellas artes”, con el fotomontaje, el collage, el cine, las artes populares (como el cómic, tan caro a la formación estética de Raúl Damonte) y las novedosas artes gráficas de diseño herederas del legado de Andy Warhol. Elementos en su mayoría presentes en el relato del autor de La sombra de Wenceslao, en donde el narrador confiesa reírse tanto de las modas como de las bromas que se hace asimismo, y en donde no faltan los objetos de consumo típicos de una sociedad capitalista: un musical de Broadway (Hello, Dolly!) dirigido por Gene Nelly o los cigarrillos “gauloises” o “un bonito traje colonial” o “un vestido imitación Dior”, productos todos del mercado y de la cultura de masas. Tampoco faltan jeeps, aviones y demás medios de transporte de la era industrial. Por otra parte los personajes de la negra y la niña rubia luego de sus peripecias prostibulares, terminan instalándose en un “almacén de modas” con el afán de conquistar todo el mercado uruguayo.

Más allá de la visible violencia verbal que salpican los insistentes insultos que el narrador del texto dirige hacia su maestro, subsiste la violencia que irrumpe en la verosimilitud del relato. Si la novela es el mundo en palabras, Copi hace morir y renacer ese mundo. Este fervor por la exageración, por la violentación de sentidos mediante el lenguaje, podemos atribuirlo, apoyados en Susan Sontag, a una sensibilidad camp que habita en la obra de Copi, en cuya esencia estética reside el amor a lo no natural, al artificio y a lo exagerado. Fascinación por “el ser impropio de las cosas” dice Sontag, y puntualiza: amor a “los vestidos de mujer de los años veinte (boas de plumas, vestidos con flecos y abalorios, etc)”. Agrega que lo andrógino, ir en contra del propio sexo, el travestismo, la imitación y la teatralidad son elementos de la sensibilidad típicamente camp, así como resalta su aspecto lúdico, que está en contra de lo serio, lo trágico y lo solemne, y que proponen una visión cómica del mundo.

La estética de Copi rompe con los tradicionales sistemas genéricos de clasificación, culturales y antropológicos, proponiendo un orden que está por fuera de las consabidas categorizaciones cristianas del agonizante humanismo burgués. Copi actúa a favor del derrumbe de las categorías trascendentales de clasificación y apoya el surgimiento de nuevos sujetos sociales para proponer una nueva soberanía y antropología. Violentamente Copi irrumpe en la tradición de las letras argentinas (si es que su obra puede atribuirse al patrimonio de ua nación) para defender, desde su obra, una ética y una estética transexual, poslingüística, que trasciende toda pertenencia nacional.

Además de la ruptura y renovación de la cuestión genérica en torno a las definiciones de identidad homo/heterosexual que presenta Copi en sus textos, hay que añadir la fusión de géneros, en este caso literarios, que subyacen en su novela corta. Cesar Aira pensó que El uruguayo era una suerte de experimento narrativo que iba del cómic-teatro a la novela. Es claro que el relato sobrepasa las típicas clasificaciones genéricas. Se lo puede enmarcar dentro de distintas categorías, y no sólo desde las nada sustanciales diferencias entre cuento largo o novela corta. Desde la perspectiva de los géneros íntimos el texto puede ser leído como una epístola, en la que los registros público y privado se confunden. Copi escribe como si estuviera escribiendo su diario íntimo, apócrifo o no. Pensado como un relato de viaje, el texto, que respondería al modelo de la fuga, supone un proceso de continuo conocimiento y asombro. El narrador es tanto el cronista de sus observaciones como el estudioso que analiza los acontecimientos que atestigua. Allí el viaje funcionaría como un proceso de autoconocimiento tanto como un dispositivo de extrañamiento. En uno u otro caso, pacto epistolar o relato de viajes, El uruguayo aniquila toda causalidad temporal, y dentro del plano de la textualidad, rompe con la disposición espacial canónica. No hay un solo punto y aparte en toda la narración. No hay interrupción en el relato, por más saltos temporales que se encuentren en la historia.

En palabras de Barthes: “la narratividad está desconstruida y, sin embargo, la historia sigue siendo legible”. Las elipsis se suceden sin previo aviso. Si en el teatro existe el recurso del apagón, y el de la voz en off para significar el paso del tiempo, en El uruguayo impera la linealidad, la imprevisibilidad y la ruptura. No obstante existe una filiación entre esta narración temprana de Copi y la dramaturgia, no sólo por los “golpes de teatro” que hacen posible la ilación de acontecimientos imposibles, como la resurrección de los muertos, sino en la falta de interrupción que, como ya advertimos, presenta el texto, y que en algún punto recuerda el ensamble continuo de acciones teatrales que transcurren, siempre sobre un escenario y en tiempo real. Podemos pensar que, en definitiva, el modo privilegiado del relato en este texto de Copi es, como en tantos otros de Roland Barthes, el fragmento. En El uruguayo, “las sensaciones se vuelven notaciones” como pretendía el autor de S/Z, que opina que el texto de goce es el que desacomoda y pone en estado de pérdida. Goce que, en oposición a la satisfacción que produce el texto de placer, genera la desaparición. El texto de Copi plantea una estrecha relación entre la escritura, la lectura y la pérdida. Desde la propuesta al maestro, imaginaria o no, de tachar (una forma acaso más violenta de borrar) todo cuanto haya leído, habita una idea de la lectura como pérdida, o arte del olvido. En el final de “Lección inaugural” Barthes aclara que en un tiempo enseñaba lo que sabía (etapa inicial de repetidor), después enseñaba lo que no sabía (etapa del investigador) y finalmnente en el Seminario del Collège de France dice que enseñará lo que ha olvidado, lo que irrumpe como la memoria no premeditada (Proust, Bergson) y esto lo coloca en el terreno de los sabios.

El maestro Copi, en una parodia de esto, a su discípulo le da instrucciones para que se convierta en sabio. Como en El baile de las locas, en donde el narrador, una vez más Copi, escribe para olvidar y hasta para aniquilar a su amado:
Y, desde el momento en que he empezado a escribir ya lo he matado, el movimiento hipnótico del Bic sobre mi libreta bloquea el recuerdo de su olor (…) (incluso cuando no escribo sigo con los ojos los movimientos de mi Bic)”.

Hay en el texto una voluntad creadora a partir de la nominalización: “Navidad llegará cuando yo lo decida, esto es todo”, tanto como una capacidad de nominalismo visual: “anteayer pensé en una vaca con tal fuerza que acabé viendo la palabra vaca escrita en grandes letras de neón en la pared e enfrente de mi hotel”. Del mismo modo, el narrador, que después de la catástrofe dibuja en la arena a la ciudad destruida, hace lo mismo con el lenguaje. Vemos cómo el imaginario nominalista es tanto creador como destructor. Por su parte, Barthes, en El placer del texto, dice: “no es la violencia la que impresiona al placer, la destrucción no le interesa, lo que quiere es el lugar de la pérdida, es la fisura, la ruptura”. Porque el lenguaje es el medio que posibilita que lo aberrante sea ridículo, que la necrofilia no sea monstruosa, que la crueldad no sea tal, y que todos esos elementos constituyan un juego en donde el desastre se vuelve una hipérbole humorística, en donde la violencia se manifiesta como un artificio más que actúa a favor de, y por medio de, la imaginación.

En la extenuación de un imaginario hasta rebalsarlo, Copi instaura sus propias e imaginarias leyes. Los desastres que presenta son puramente contingentes. Una ciudad cubierta de cadáveres no es algo espantoso, en la medida en que por esa misma ciudad transitaron un perro que habla, fuma y juega, o un falso papa que vuela. El lenguaje de Copi posibilita que las catástrofes que sobrevienen sean, si se quiere, inocentes, y que la violencia no sea violenta sino inofensiva, aunque no por eso deje de ser alegórica. Encontramos en el texto, y el tema amerita un capítulo aparte, una fuerza redentora de la risa y del absurdo.