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12.2.18

Enero una laguna, por Laura Salino


Bajo del 93 en Libertador y Esmeralda. Hace un calor pronunciado. Voy demasiado cargada de peso (el arroz bomba que me pidió mi viejo y pasé riéndome por el control del aeropuerto, pesa), los escalones del colectivo son muy altos, no tengo fuerza suficiente en los brazos por lo que empujo con la rodilla la valija. Me lastimo. Ya llevo la primera marca.

Voy rumbo Junín, mi pueblo natal. En el tramo que va desde Av. Libertador a la estación de ómnibus, veo toda la oferta de puestos ambulantes, siempre variada. Paso por la estación de trenes y recuerdo.

Arrastro la valija por las veredas rotas siempre rotas y las rueditas van encallando en las profundidades de los agujeros. El sol pica.

Veo que las rampas mecánicas en las subidas están rotas, no funcionan, así que cargo el peso hacia arriba como antes de que la estación estuviera reformada. Noto cierto deterioro desde la última vez, una gran cantidad de chicles pegados en el suelo.

Empiezo a escuchar nombres conocidos pero extraños: Rápido Argentino, Plusmar, Chevallier, El Rosarino… Hay gente durmiendo en el suelo sucio, un chino muy flaquito se come un pancho con devoción famélica. Una madre le da gaseosa a su niño mientras le aclara: “A Tati no le gustan los nenes con olor a culo”.

Espero. Salimos con cuarenta minutos de demora porque el aire acondicionado no funciona. Habían anunciado mal la plataforma, así que cuando estoy por subirme al micro el chofer me detiene: “Viajás en el de al lado linda, con dos negros feos”. “Muy bien, les daré el saludo a los compañeros”, respondo, y nos reímos.

Subo, busco el asiento diecinueve, abro las cortinitas azul oscuro. Quiero que entre la luz.

Salimos. Pasamos los puestos frente a la villa, luego el Sheraton. Nos detenemos justo frente a unos plátanos enormes atacados por cochinilla algodonosa repugnante. Pobres árboles enfermos de ciudad. Pasamos el Luna Park.

Recuerdo este trayecto perfectamente. Tantos años. Tantas veces.

El sol me adormece, cabeceo y me despierto en Liniers: “Sánguches, milanesas, agua, gaseosa”. Se me hace largo y pesado, como siempre, hasta Carmen de Areco. Luego viene una sucesión de verdes, charquitos, nidos, vacas pastando y algún que otro árbol con cintitas rojas dedicadas al Gauchito Gil. Pienso en la pampa y en los arrieros de otras épocas.

Corto la nostalgia con un concierto de Charly: “esquivas a tu corazón… y destrozas tu cabeza”.

Marcas comerciales de semillas presiden los alambrados de los campos.

Cada tanto suena la alarma del micro porque ha excedido los 90 km/h. Ya estamos en Chacabuco.

Cincuenta kilómetros más y estaré de nuevo en la ciudad donde me nacieron.
Pasamos por una zona fabril, luego veo unos chanchos alimentándose y un chico con el torso desnudo en una Harley que desentona un poco con el paisaje. Pasamos el Golf, el reconocido cartel “Junín 3”, el río Salado, un anuncio venido a menos de lácteos Argenlac y, por fin, llegamos. Una hora después de lo previsto.

Siempre tuve la impresión de llegar tarde a las cosas, como si ya debiera saberlas antes, de otro tiempo o de otra vida o de otra experiencia. Siempre me avergonzó no saber. Mi curiosidad fue mi primera vergüenza.

Vuelvo a los afectos de Junín, a sus lagunas tan reales como los limoneros. Vuelvo a Junín que es un paisaje, un cuerpo, un recuerdo y siempre una sorpresa repetida y sin adjetivos.
Vuelvo a la vida allí, con mi edad de aquí, con mis ojos de ahora, mi olfato de siempre, mi tacto sin terminar de hacer, mi oído trabajado y trabajador. Vuelvo con todo lo que ha cambiado y lo que no ha cambiado en absoluto.


Vuelvo otra. Me voy otra al volver.

20.1.18

Volumen II: los tiempos pesados, por Joaquín Rodríguez


El año 1972 fue convulso para la Argentina. Mientras los levantamientos populares se multiplicaban en el país, la dictadura de Lanusse alistaba una retirada “ordenada” dejando a su paso un derrotero sangriento. En medio de aquella ebullición, la juventud era una olla a presión a punto de estallar, consecuencia de casi dos décadas de regímenes militares y democracias acotadas. La música no permaneció inerte a los cambios sociales y comenzó a canalizar la ira reprimida de forma cada vez más imaginativa en una época en la que bastaba con poco para pasar la noche en un calabozo.

Entre los mayores exponentes del emergente rock pesado se encontraba Norberto Napolitano, el guitarrista de La Paternal que, al mando del grupo Pappo’s Blues, había editado su disco debut en 1971 y volvía a las andanzas con un nuevo álbum que se tituló Volumen II, una obra imprescindible en el cancionero popular. La placa se grabó en el sello Music Hall al calor de una formación renovada que sumó al baterista Luis Gambolini y al bajista Carlos Pignatta, con participaciones ocasionales de Black Amaya en los parches, quien había emigrado a Pescado Rabioso ese mismo año. Napolitano acababa de regresar de un viaje por Inglaterra en el que se codeó con la escena local. Allí compartió zapadas con el mítico Lemmy Kilmister, futuro líder de Motörhead. 

Volumen II es un disco enérgico y sintético, conformado por ocho canciones que se reparten en 30 minutos, donde la banda vuela a través del blues, el rock n’ roll tradicional y un heavy metal emergente que comenzaba a tomar la escena. Los tambores de Gambolini marcan el inicio con El tren de las 16, una apertura poderosa para un tema que se convertirá en himno con el correr de los años. Entre riffs demoledores, historias sencillas y solos interminables, Pappo deja en claro una fascinación correspondida para con su instrumento. Llegará la paz y Solitario Juan son radiografías del momento que atravesaba el país, mientras que Blues de Santa Fe, una canción salida de las entrañas mismas del Misissippi pero trasladada a la vera del Río Paraná, marca el costado más tradicional del músico.

De todos modos, la canción que superará con creces el paso del tiempo es Desconfío de la vida, un blues tan sencillo como emotivo donde el músico desnuda su alma solitaria con un piano en recuerdo de amoríos fallidos y relaciones tortuosas. Esta es, sin dudas, una de las características más llamativas de Pappo: su capacidad para sintetizar emociones con recursos simples. A partir de su éxito, el tema sería reversionado infinidad de veces, incluyendo una en vivo con Charly García y Miguel Botafogo acompañando al autor.

Si bien en la actualidad el disco puede sonar con ciertas falencias –consecuencia de la rusticidad de las grabaciones de aquella época– ubicado en tiempo espacio, Volumen II es de una densidad intensa pero dinámica. El álbum incluye la oda Tema I, que fue interpretada anteriormente por Spinetta bajo el nombre Castillos de Piedra en Spinettalandia y sus amigos, un trabajo que sirvió como transición entre Almendra y Pescado Rabioso, y que preanunciaba el rumbo que el Flaco quería imprimirle a su nueva búsqueda.

En resumen, Volumen II fue la síntesis de una corriente musical que buscaba alejarse del pacifismo y la “liviandad” que manejaban otros artistas de la época. Influido por bandas como Cream o Jimi Hendrix Experience, Pappo’s Blues legó una pieza que fue difundida por generaciones hasta constituirse en una de las gemas más preciosas en la joven pero intensa vida del rock nacional.


21.2.15

Marginalia, por Fernando Bonfiglio



Sobre Las letras de rock en Argentina. De la Caída de la dictadura a la crisis de la democracia (1983-2001), de Oscar Blanco y Emiliano Scaricaciottoli



Una certeza posible: Haroldo de Campos: todo libro es un libro de ensayo. Prueba e inscripción. Todo libro ensaya un libro, reflexiona sobre sus presupuestos de escritura. Se sitúa; posee un cariz interventivo. Contra la clasificación meramente mercantilista que opera lo que se ha llamado sociodismo, en este caso. Una operación atenta al significante: entre la letra impresa y la adición de significado que imprime el grano de la voz. Ojos, visión; y escucha atenta. Cito: “‘La balsa’, en la voz cascada y ronca de Charly, es un pasaporte a la locura y no una invocación a cortar amarras con lo establecido para expandir la mente y los sentidos, partir ‘hacia la locura’ abandona el sentido primigenio conformado por la jerga inicial e iniciática sesentista”, se lee en el libro. Así, creo, Las letras de rock en Argentina  se volverá fundación de un campo de estudio, bibliografía para doctos súper doctos. Eventualmente, por algunos pocos felices, se valorará la creación de un novedoso objeto literario: el de las letras que nos convocan. Se hablará de lo que nos reúne cuando nos dispersa, o de lo que los dispersa, cuando con su voz habitan un estar dentro, aunque críticamente, de la academia. De la constitución de un aparato de lectura se hará mención; y de la marginalidad como nota. De su ser –fuera de la tele y colectivamente- marginales –lo que constituye una elección táctica, enunciativa, en el libro- y de su estar situados en ahí,  acá, también aquí, sin arrogarse representación alguna. Dicho esto, sin embargo, quiero leer, hoy, porque puedo, otra “cosa”. Lo que tras, mediante o delante de los significantes dispuestos página tras página es inscripción de una intensidad, adscripción vital de esas notas que constituyen todo misterio, lo alguna vez deseado. Por eso, señalo: he leído la palabra dolor en este libro. Más de una vez. Asistí también a una doble pasión: eso que nunca se sabe y que nos vuelve un poco extraños a nosotros mismos. Lo que se intuye a la vez que se ignora: ¡la musiquita! Sentir-pensar: arcano rítmico que constituye un cuerpo a cuerpo sobre la sintaxis. Trabajo sobre la grafía. Insistencia siempre diferente de lo que se dice de propio cuando se analiza lo otro; la producción cultural, letrística, de otro.

Palabras para horadar la hoja. Cito: “Como en el caso de lo teatral el cuerpo es el que establece el espacio que sin él es ausencia de un uso, la huella de un remanente, de un resto, descartado, dejado por la reunión”. Cierta preferencia verbal y léxica. El lenguaje propio, en algunos vocablos, para plasmar lo que se evalúa del mundo. La pasión crítica y la marca de estilo. El estilete. De Oscar Blanco y de Emiliano Scaricaciottoli cuentistas, que, por la distancia temporal – lo diacrónico del trabajo – montan granito por granito sus símbolos para urdir bellas, conmovedoras mentiras útiles, bajo las cuales yo, más que inferir una lógica explicativa, percibo su enseñanza, su valor, su valentía. Cito:

"Virus, a partir de su figura preponderante, Federico Moura, en despedida, entrega un legado, el testimonio de sí mismo, la dramática lucidez de un final de juego; dramática en la medida que está amasada de cierta resignación (…), pero consciente de haber impuesto un camino necesario y expandido un mandato, en principio para sí mismo (…), Legado y mandato que no admiten un uso o una coartada para moralistas, apropiación mediocre que señalen las recomendaciones de la indicación del síntoma de un peligro, porque pese a todo se dice ‘I’m a lucky man’, se pudo dar vuelta la página siniestra del horror de aquellos tiempos gozando en el intersticio del hoy nuevos placeres que implican el castigo ‘por un nuevo dolor’; las políticas del desenfreno tienen un precio, y empiezan a encontrar un límite, como todo; pero el legado y el mandato de Virus establece que el desenfreno no involucra más riesgo que el vivir, en el fondo el albur de la propia ausencia que inicia el camino del recuerdo; y para conjurar la integración que implica el límite, el techo, de esa, de cualquier política, la movilidad como antídoto."

Señales de un ritmo insistente, apenas, que volcado al plano significante se torna densidad, torsión para dar cuenta de la complejidad de su pensamiento volcado sensiblemente hacia la forma. Cito: “La resistencia de una utopía o la utopía como resistencia –o la resistencia de la utopía-, resistencia a abandonar la utopía y mirar lo que pasa sentado en un sillón frente al televisor”. Esos, esos son otros Oscar y Emiliano y no, narradores-poetas que para construir su objeto seleccionan epígrafes y citas siempre atentos a la magnitud de una intensidad lingüística. Que de Sumo individualizan y traducen los siguientes versos: “Qué buenos tiempos / qué hermosos tiempos / qué buenos tiempos / pero qué soledad”. Y que de Virus mencionan los siguientes, fatales, vitalistas: “Las cosas se alejan de mí / y yo debo seguir soñando”. Una narración entre el placer cultural, por lo tanto, y el goce volcado sobre el significante, cuando se pronuncia lúdicamente lo que incomoda. Articulación de una doble potencia discursiva entre lo desterritorializante y su opuesto, en algunos momentos, según una función evaluativa nunca ausente. Dominio retórico de una discursividad expresamente volcada a la valoración política que insistentemente convoca la elección de la antítesis para ser formulada: “Si el rock nacional se presentaba como una experiencia autónoma de las demás propuesta políticas y sociales de la época, afirmando su propia concepción de vida y comportamiento, una contracultura; las tribus urbanas del rock vienen a romper ese espacio de autonomía. No se está separado de lo político y lo social, se está hundido”. Narración rítmica entonces: exhibida en el manejo de la velocidad y de la pausa. Cito:

"Los himnos de Nevermind a la guerra del golfo, tienen su traducción argenta en respuesta a la naturalización del desempleo, las represiones del mercado, el boom consumidor del menemato, la potenciación de cibertecnologías y una intensificación del culto democrático burgués al programa de la propiedad privada: la era del electrodoméstico, trofeo de guerra en la televisión patria que regalaba por aciertos; era del azar, del juego, de los viajes, desregularización, convertibilidad, flexibilidad, megacanje, déficit cero, corralito… Stop."

Composición de comunidad que se escande en una construcción a dos intérpretes. Como los duetos de piano que mencionan o como un back to back en el marco de la música electrónica. No pinta quien tiene ganas, sino quien sabe pintar. El libro exhibe la autoridad, siempre contundente, del saber.


Palabras leídas el día 22 de noviembre de 2014 en el marco de la presentación del libro en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.