25.8.18

Ataditos de Laura Estrin, por Jorge Quiroga




Entrelazar, unir, vincular, escribir en un movimiento  hacia  el  mundo  personal y el de los otros. Los hilos que el tiempo anilla son destellos, retazos de los días, perdidos en la resonancia que  se va concentrando entre sí. La vida posee esos rasgos que cubren la experiencia de la circunstancia, de esa voz  la  vida se tiñe, invade, se adueña  de esos cambios repentinos de la luz del día. Envuelve y está en todas las cosas y en el tiempo que va pasando. Algunas veces las palabras se acoplan, se juntan, y esa unión las convierte en alertas. Todo continúa y ellas van y vienen, en frases o líneas, que es preciso relacionar, para tratar de entender esa constante sucesión. Las canciones depositadas en la memoria, insisten, surgiendo quizás  de la nada. Los relatos siguen cortados y hay que contar y decir su unidad ilusoria. Todo  torna  a su punto de inicio y hay que impedir que los recuerdos se cierren.

Las cosas son  así y no de otra manera, y el cuerpo, tragado por el tiempo renace en cada palabra. La pérdida es como  una señal, que nos damos a nosotros mismos, cuando estamos despojados. Algunos poemas como cargando cajas de sentido  solo se reconocen en la instancia de una lucha rodeada de silencio. Hay que permanecer atendiendo  a ese fluir de lo que se ausenta en las cadenas perdidas.

Una atmósfera de misterio oculta, en pedazos, aquello que se reitera en las imágenes. Ir y venir es el consuelo. Un libro en fragmentos, se despliega en esos reflejos que hay que reconstruir. Los libros reunidos Ataditos, Anillos y sueños, Notas de poesía, secuenciados mantienen la unidad de tono, el acercamiento a la verdad, la fragilidad y la reflexión interna, sobre los hilos invisibles que unen las cosas a nuestro pensamiento.

Cicatrices y marcas de una vida, anillándose en esos lazos, nuevos anillos, mediante ellos  soñamos y llegamos a ser. Colores, reverberaciones, que indican, entre otros poemas, los lugares a los que nunca fuimos y que nos abandonan. El recuerdo, siempre  presente, persiste entre nosotros, herméticamente guardado.

¿Con  que se sueña? Con las palabras,  las historias, los retornos, los nombres, los entresueños.

La muerte de lo cercano dispone acechanzas, los amigos están, las imágenes también, allí atan la noche, anuncian la claridad. Entonces es posible soñar con “el sol del tiempo” con restos de la mezcla del día y con añoranzas. Lo que permanece perdido, escondido, ausente, puede inmiscuirse en una.

Siempre se quiere decir algo, por eso se escribe, para contar y desdecirse, para entrar en ese mundo  del que deseamos salir y eso es enterante imposible. Una se hace ataditos, el poema es una manera de unir palabras secretas, que no obstante se encuentran para que ella cuente.

El sol cierra  las heridas, y  es imprescindible que nuestro cuerpo brille en la luz. Los olores de las ciudades lejanas, los nombres ocultos, son en verdad nuestro equipaje. Hay que  ser visitante, pensar y soñar al mismo tiempo, concentrándose siempre. Es necesario de todos modos quedarse, y aunque el mundo  se  disipe, el aliento es cada movimiento ante lo que sucede en torno nuestro.

Los poemas de Ataditos están dichos y escritos  de  tal  forma  que  se  hacen interrogación acerca de quién  y  en qué lugar se formulan las preguntas. Ellas  vinculan a un  ser que interroga sobre condiciones de existencia, con un lenguaje elíptico  que se dirige  hacia el  fondo de la experiencia vivida.

Se trata en verdad de una escritura  poética donde  se narra la aventura espiritual que indaga, sin  atenuantes, después del trabajo de depuración. ¿Cuál es su modo sino el de someter al  ensimismamiento que deja el instante? Lo vivido está relacionado con el relato de una inmersión, que limita con la espera. No deben  desorientarnos, los restos de  algo que desconocemos desde el inicio en el espacio de ese nombre claro.

Algunos poemas breves de Ataditos es como si hablaran desde un estremecimiento y ésta es la forma de transmitir esa condición. Las palabras, las imágenes, se suceden en ritornelo, volviendo desde la pausa en que se anuncian. La tristeza parece ser un elemento no previsto que invade la realidad, hace falta ahuyentarla, sofocarla, para que desaparezca. Esas  horas inútiles acechan y  nos  rodean. La tarea de la poesía  consiste  en restañar, logrando que el tiempo continúe  pasando ante nosotros interminablemente.

El sol es un refugio  para el cuerpo, la luz  y el calor del sol, penetra en  todo para hacer vivir y sobrevivir. Los  sueños existen en esta poesía enigmática y secreta, porque los devolvemos, ellos son los que atan los recuerdos para enseguida desvanecerse. El relato está entrecortado, procede con omisiones que perduran. Las palabras a veces  se unen, forman aglomerados, bloques que siguen manteniendo su unidad.

“No se puede recordar ni olvidar“, solo hay que perseguir esos hilos que hacen que el ser se constituya en un movimiento infinito. La poesía es para esta poética la posibilidad de capturar un momento del tiempo, que inevitablemente se pierde. Los días se repiten, las líneas y las frases se interrumpen en un borde silencioso que huye y deja en desasosiego.

Los poemas invariablemente  son  ecos, y en algunos casos impronunciables tristezas. Simultaneidad y contagios en un mundo que no permite más que acercamientos leves. ¿En qué lugar reside ese peregrinar, y ese aliento y color donde se encuentra? La pérdida es un sitio  desde  donde  se parte y se configura  para iniciar un campo posible.

Laura Estrin mediante la interrogación sobre su propia búsqueda escribe  poemas cargados de significación que encierran modos de llegar a sus límites. Cuando  nombra a algún amigo, lo hace como extrayendo algún tipo de conclusión que se le escapa. Los sueños, simétricos. Se asemejan a la vida pero no  la substituyen.

Los pozos y huecos, son hilachas que lo escrito procura juntar. Esta poesía, de íntima soledad,  se vuelca ante el lector atento- ya que medita como hecho insoslayable-, son los rasgos de una visión hacia los otros.

Leerla es asomarse a la entrada de una tarea, que con extremo rigor, nos relaciona con los destellos de una experiencia profunda. La poesía junta, une, esos elementos que se dan, para instalar  las señales dispersas  que se enlazan en poemas que dicen de instantes  pasados, o llenos de sol, o vacíos, lagunas, que se convierten en imágenes que entretejen  un  estado de éxtasis. Convoca a los sueños que se suceden en el brillo. Se anilla, presenta ataditos que la vida brinda para tomarlos y desatarlos, la poesía de Laura Estrin retiene esos hallazgos.                                                      


Poemas
Matan
menos el verso
todo

Versos en una caja
fieles para nada

Dos mariposas blancas de diciembre
una mas grande amarilla

las cosas
las cosas quedan

El momento
un momento
en que todo cae se rompe
sin ajuar sin arrope

Diciembre de pequeñas mariposas blancas

como un campo silvestre y chico
de flores claras blancas
Y de carga vacía

Aprendí
vestido pollera pantalón
un duro jardín de delicias
Soñé que perdíamos
en algún lugar a Leni
Perdimos a Leni
es una tristeza sin irse
Los años son nuevos
los sueños mezclados de la noche
la poesía no se vende

La ajenidad y el cogollo
concurren
fieles
en matete desilusión

Todo raro es
El cuadro cruzado
todo claro

--
Días largos de palmerasavarientas
Hilo tira cortado

Se aparta y tira
el hilo fino vive
tiende y tira

Boca ácida
la ropa
los hilos –Dominique

Agolpan nostalgias puras
                                               enteras.

--

Palabra va y viene
Atadita

que ni una imagen
que ni un consuelo

sostienen al desespero

Que ni madurez
que ni resuello

niegan derecha ausencia
lo que hace
Yo cuento
 
Laura Estrin, (Ataditos, Leviatán, 2017)

15.8.18

Honesta, por Denise Koziura Trofa


Tenía que ser honesta. Mientras tomaba su cartera colorada del montón, y caminaba con paso seguro hacia la puerta de salida, vio venir a los tipos. Y supo, con certeza casi poética, lo que estaban a punto de hacer. Su instinto la impulsó a seguir caminando, con su mejor cara de póker. Fingiendo que no le llamaba la atención que entraran con el cuello polar hasta la nariz. Se abrió paso mientras ellos ingresaban, como distraída, aprovechando el vaivén de la puerta.
Ahora que los flacos estaban atrincherados junto con sus compañeros sentía un poco de culpa. Se persignó al enterarse de su suerte. Se acercó hasta el lugar para hablar con la policía. Temía que la estuviesen esperando. No la dejaron acercarse demasiado, pero desde donde estaba pudo oír los gritos y el eco de los disparos. Todo parecía de lo más irreal. Entre los uniformados había un dejo de tensión, pero para nada se parecía a los operativos que había visto en películas como las de Mel Gibson. No atinó a hacer otra cosa más que quedarse quietita y presionar contra sí la cartera. Apretó los ojos, porque si una bala perdida la encontraba prefería no mirar. Al rato, menos que un minuto, todo fue silencio.
Vio salir a sus compañeras, temblaban. Vio entrar a los policías. No vio salir a los delincuentes, tampoco a Manuel, el chico de seguridad. Lo bajaron apenas entraron, le comentó una de las mujeres. Fue horrible. Que suerte que se te ocurrió salir a comer. Entraron justito cuando vos saliste… Sacó del bolso un paquete de carilinas y se lo regaló. La verdad que ni los vi.   

2.8.18

El último cíber, por Javier Fernández Paupy





Trap                                                                                                           

Si perdiera pulso social, si enfriara la economía, si no supiera.
Si viera los problemas de los productores de maíz, si compitiera con los industriales, si reemplazara mano de obra por tecnología.
Si contara cada hora de mi vida, si desdeñara la cordura, si pensara que todo es posible, si fuera amable con los desagradecidos.
Si pudiera.
Si los que me robaron el perro ahora me pidieran la correa.



Toda esa gente

Sofía dejó de fumar. Marco vendió libros. Susana cuidó a Marla con responsabilidad y cariño. Nacho dibujó por las noches con Alma. Nadia escribió mi nombre en un corazón. Pablo leyó revistas sobre cine y rock. Candela tuvo tres hijos. Sebastián también y, por las noches, miles de sueños; tantos que al despertar se preguntaba si faltaría mucho para alcanzarlos. Joaquín juntó libros de terror y misterio. Laura protegió a Mur. Ana cuidó a Varian. Luis murió sin saber. Federico siguió el consejo de Plinio: «Nulla dies sine linea»; pero a diferencia de la sugerencia del Viejo en su Naturalis Historia, no se ocupó, como Stendhal o Harry Mathews, de escribir una línea por día sino de tomar por lo menos una línea de merca al día. Claudio fumó en ayunas cigarrillos negros armados. José frecuentó el Ejército de Salvación. Barbi hizo zapatos. Gabriel tomó ron en Cuba. Alejandro, cerveza en Chile. Francisco, pisco en Perú. Lidia, champagne en Cagnes-sur-mêre. Valentina, agua en las islas Malvinas. Patricio fue en tren a Sierra de la Ventana. Ariel bailó The Cure borracho. Santiago retrató varones. Mara se mudó a Campana. Jorge compró una casa en Alta Gracia. Estanislao se pintó una uña de negro. Javier recicló basura. Manuel fumó Chesterfield en la cama. Tati armó porros sobre un tractor y repasó la línea de fortines. Bachín chupó cigarrillos electrónicos. Hernán tocó la guitarra en un crucero.



Un equilibrio inestable

La sombra como algo que sale de uno mismo y puede ser inquietante. Porque hay o había o hubo incluso una aparente realidad cifrada en las cosas visibles. Algo que se pudre hay o hubo y críticas encubiertas a las costumbres de una época. Gente caprichosa. Gentuza y frases huecas; un tono que no se burla de nadie. Dado a la disolución como un ballet de sonidos con canciones de letras estampadas que olvidé o recuerdos que creía olvidados y vuelven.



Cierta gracia discontinua

Tatuajes. Un bar en la oscuridad total. El susurro de gas de la estufa. Tiempo gangrenado en las ventanas. El recorrido de las emociones baldías. Un faso con glifosato. Calles sin tanta gente. El dueño de un bar se despide diciendo: «Nos vemos mañana, de acá no nos movemos». ¿Por qué? Porque sí. Napas y napas de nada. Los  gobiernos pasan, la policía queda. Un neurótico más. Un halago abrumador. Un resto de tu espalda yendo de la noche hacia el amanecer. Una casa por la que no pasan mujeres. Una lista de las cosas que hicimos con la mano derecha. Una inquietud flota en el aire. No quiero envejecer aburriéndome entre paredes. No gano nada con mentir. Tampoco me pagan por decir la verdad. El cenicero con media tuca. Latas de cerveza vacías. La música, la atmósfera, el balcón de concreto, las puertas, los parlantes. Ahí aparece el tiempo. Está estancado y avanza. Arrebata las medias y las computadoras. La guitarra muda y los cuadros. Arrebata hasta la electricidad. Y también el ruido sordo de los televisores encendidos. Hasta el murmullo en el calefón. El frío del baño, los ecos de la cocina, incluso el temblor de la heladera.



Martes, 11:30

Unos fantasmas hablan en silencio de todo lo que ven. La calle se llena de autos y motos y camiones y gente multiplicada en tránsito perpetuo. En algún lugar dentro de sus mentes hay ideas. En los bolsillos llevan pequeñas piezas de arte con mensajes exclusivos de mundos antiguos. No se oye nada más que el humo de la sala y en el cielo hay señales.



Bar Oviedo

Una radio muda desde la ventana. Un cuaderno sin sueño ni hambre. Un cuaderno como un grabador. Una ducha caliente y un toallón limpio. El sol pegando en la puerta. El camino de los trenes cargados con su música anodina. El humo de una alcantarilla donde un policía tiró su cigarrillo encendido. Alguien duerme en un terraplén a la noche donde otros esconden lo que no existe. Pájaros cantan desafinados. Ochavas mueren pintadas. El cómic de un gato durmiéndose en la mesa. Las tribulaciones de un niño. Líderes políticos muestran sus sonrisas en las portadas de las revistas. Alguien se regala en un vaso de ginebra. Si todos los suicidios tuvieran un final distinto. Y si las flores no se transformaran en tiempo o silencio. Así sea otra mercancía acomodada en la góndola del porvenir de este supermercado. La miniatura de los días. Una yunta de bueyes en un rancho de Oberá.



Cartel sobre avenida Maipú

Me quedé ahí, solo, escuchando música durante toda la noche. Una luz macilenta caía sobre el tractor de las vías del tren delante del viaducto ferroviario. Un lanchón de la partida, de madrugada, detrás del paredón del cementerio, donde caminan dos personas yendo a la parada del 63. Un puesto de flores con las siglas del PRT pintadas en rojo. Una persona duerme o creo que está durmiendo en el cementerio británico. Pizzerías, farmacias, bodegas y tiendas de cotillón, a esta hora, cerradas. Doce motos y tres taxis estacionados en la Shell, delante de la unidad de viviendas de la calle Maipú y las letras de la palabra flores.



Lectura de aura

Las ventanas estarían cerradas con cal. El rocío apareció al borde de la avenida dibujando escalas en el aire. Alguien fue acusado de robar una lata de arvejas en un negocio chino cerca de puente Saavedra. Alguien que dormía en un cajero automático cuando una piedra lo hundió para siempre en el vacío del tiempo. ¿Dónde? En una vida pasada.



Vinilos privados

Mostrame tu próxima canción, esa que vas a grabar antes de olvidar cuáles eran las cosas que más te gustan. Quiero decirte algo en secreto. Hace 36 años que viajo. Estuve siete años perdido en las drogas. Siete años rayado como un disco. Muchas decisiones que tomé, qué amargas, les faltó azúcar. Brillo social de mi estrella en la noche, calle, estómago caliente, alcohol barato. Un viento agrio por los años me llevó. Escondidos tesoros en los libros me esperaban. Como la voz de mi padre en la nave del cuerpo. Ahí está, mi padre, en la puerta estelar. En el bar. En la energía del planeta. En las medias. En los días de la semana. Puedo relatar sucesos de mi vida. Puedo agradecer, insultar, hablar con personas que ya están muertas. Puedo salir de noche y soñar de día. Puedo leer una idea. Cuando no hay ruidos. En los ruidos. En las cosas simples. En el beneficio de la duda.



C

Los Ángeles, California, qué ciudad de mierda. Hollywood, quelle trash. Anoche Flo Homolka y su marido ofrecieron un banquete en mi honor. Había artistas, intelectuales y políticos. Lion Feuchtwanger se sentó al lado mío. Pensé que era Franz Werfel y le hablé mientras le clavaba los ojos, tendrías que haber visto cómo miraba el humo de mi Chesterfield. A medio camino entre un caballo y una lechuza ciega. Noches después cené con los Chaplin. Onna tiene una lengua venenosa. Se puso a contar algo sobre Orson Wells cuando el viejo payaso la interrumpió para hacer su triste y célebre ballet de mesa con los tenedores. Después, unos días en París, donde tarde, tarde en la noche tomé una botella de rum con André Gide y me habló de los últimos días en la vida de Oscar Wilde.



Ciudad tóxica

Otros parían nuestros hijos y nosotros buscábamos algo sin saber qué era, quizás fuera vida. Ahí donde todo volvía siempre a empezar. En los límites de lo que parecía posible. Y las radios revelaban la caricatura de los días. El tiempo era una demora, tormentas, ganas de reír. Me dolía mucho la cabeza, por tantos años de buena música y silencio y teléfonos que soñé y llamadas inesperadas y la usura del instante en lugares donde la luz artificial se mezclaba con las impresiones. Ahora no hay palomas en el cielo y aunque la imagen tendría que darme voluntad o fuerza de constancia, no hace nada. La gente camina por calles derretidas y yo leo una galleta de la suerte que compré en el barrio chino. Memoria de vidas pasadas. Estornudos en la madrugada. Llueve parejo y el aire acondicionado transforma la temperatura en frío artificial. La lluvia paraliza el reflejo plateado de la luna en el cielo. 



De: Javier Fernández Paupy, El último cíber, Ediciones del Trinche, Rosario, 2018.-