28.10.12

Horror a la lápida, por Mariano Dupont


Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ése era todo su patrimonio.
Rafael Sabatini


Cada tanto hay que volver a Leónidas Lamborghini. A sus libros, me refiero. Me lo digo a mí: hay que volver a lo que hizo Leónidas con el lenguaje. A su trabajo. A su trabajo con el lenguaje, con la risa. Siempre se aprende algo nuevo volviendo a Leónidas. Precisamente porque él, a lo largo de sus libros, de su vida literaria, no ha hecho más que esto: volver nuevo lo viejo. Lo ajeno y lo propio. Es decir, reinventar, reiventarse. Una y otra vez. Un constante desenmascaramiento, digamos: “y quién soy/ y dónde estoy se pregunta” el extraviado en “Una canción”, el primer poema de El riseñor. Y en SEOL: “el ruido de lo roto en el trono de la identidad”. Lo dejó claro, sobre todo, en su prólogo a Carroña última forma, cuando explicó por qué había elegido ese “disímil collage de sus disímiles textos” a la Obra completa propuesta por Adriana Hidalgo. “Porque le tengo horror a la lápida”, escribió. Horror a la lápida. “Horror como terror”, agregó. Toda la obra de Leónidas Lamborghini está atravesada por ese horror a la lápida. A la propia, sí. Horror a cosas como “poeta nacional”, por ejemplo. Horror a quedar abrochado a un rótulo de esa índole. A cualquier rótulo, en realidad. Horror al museo de la literatura nacional. Horror a convertirse en un emblema. En un modelo. Horror a todo eso que, ahora que está muerto, quieren endilgarle. Pa, pa, pa. Dos, tres, cuatro parrafitos. Listo. El busto de bronce bien lustrado. Con bigote y todo. Para que después, desde el cielo, lo caguen las palomas. Como si una muerte no alcanzara, quieren regalarle otra. Por su bien. Aparentemente. Con buenas intenciones. Pero nunca se sabe. Hay que desconfiar de los seres humanos, ya lo dijo Céline. Son ladinos, calculadores, pesados. Sobre todo pesados. De todos modos, por más que las intenciones, supongamos, hayan sido buenas, no importa. Las peores cosas salen de ahí, de las buenas intenciones, eso se sabe. En este caso: nuevas maneras de no leer, de no ser afectados por la belleza revulsiva de sus libros, por “la risible Belleza de la Belleza de la risible risa del riseñor”. Por su libertad. Que su libertad no nos toque, que no nos modifique. Que sus libros dejen de interpelarnos. Listo, poeta nacional. Una institución, como se dijo. Ya está, ¿para qué seguir leyéndolo?, ¿para qué volver a abrir sus libros si vamos a encontrar, ahí, al Leónidas Lamborghini de siempre, al mismo inofensivo “gigantesco” poeta nacional? Al mismo con variaciones, como dijo otro sordo. Cada época tiene sus sordos. Con sus operaciones, las operaciones de los sordos. Un sordo siempre viene con una operación bajo el brazo. No falla. O varias, varias operaciones. Llegado el momento las sacan a relucir. Siempre muy parecidas, las operaciones, ésa es la verdad. Nada cambia, insisto, hay que insistir, no hay que olvidarse de eso, de que siempre fue así. La especie humana es muy predecible. Y los sordos ni hablar. Los jodidos de siempre. Los jodidos que joden, para decirlo con Leónidas.

Horror a la lápida propia, decía. Pero también a la lápida del lenguaje. A los lenguajes lapidarios, de lápida. A las frases que pesan doscientas toneladas. Desde acá, desde esos lenguajes muertos, desde el trabajo con esos cadáveres, hay que pensar las reescrituras lamborghinianas, las de El riseñor y las otras. Todas. Incluidas “El combate” y “Eva Perón en la hoguera”. (En una entrevista que le hicieron Guillermo Saavedra y Américo Cristófalo, y que salió en el número 3 de la revista Las ranas, Saavedra le pregunta: “¿Tu crítica al peronismo en tanto modelo cristalizado, ¿está cifrada, sobre todo, en los poemas de El riseñor?”. “Yo creo que sí”, responde Leónidas. “Ahí reescribí, como dije antes, la marcha peronista y el himno nacional argentino porque sentí precisamente que se trataba de un modelo que se venía abajo desde adentro, se destruía, se disgregaba, se atomizaba. Sentí, para decirlo sin vueltas, que nos íbamos a la mierda”.) Las reescrituras, entonces, como un cuestionamiento de los modelos (literarios, políticos) y de los lenguajes normativizados, cristalizados, doctrinarios (literarios, políticos), que esos modelos implementan para poder legitimarse y perpetuarse. No como una transgresión de los códigos o valores establecidos. (“¿Es esto iconoclastia? ¿Falta de respeto?”, se pregunta en El jugador, el juego. “No es mi intención. Por otra parte, pienso, no hay mayor escándalo que convertir al Modelo en una momia célebre, pero momia al fin y al cabo”.) Tampoco hay que pensarlas, me parece, como un asalto a las propiedades de la lengua, de la literatura, de la cultura, o de lo que sea. Esas son meras consecuencias; resultados, diría. Efectos secundarios, rebotes del trabajo. Ecos. “La fractura no se elige, se lleva adentro.”

En el origen, entonces, sí, una descolocación. El loco, el “colo”, el solicitante disgregado que pone en evidencia la violencia del Modelo devolviendo la distorsión. Como un boomerang. Multiplicada gracias a la risa, que todo lo multiplica. Hay intrusión, penetración, sí. Y duele, un poco siempre duele. Una penetración que revela aquello que el Modelo quiere ocultar (pero también revelar): su propia imperfección. (“Cuando hablamos de modelos”, dice en la entrevista de Las ranas, “como ya dijimos, estamos hablando también de modelos políticos. Aunque no se pueda salir de él, al modelo hay que criticarlo constantemente porque, de lo contrario, se instala y uno se pasa mil años diciendo que la Tierra es el centro del universo.”) Una chaveta perdida que revela, de golpe, la locura de la máquina. “La risa como una de las expresiones más frecuentes de la locura”, decía Baudelaire. El descolocado que ríe, entonces. Como el que va riendo solo por la calle tratando de entenderse. ¿De qué?, ¿de qué se ríe?, ¿por qué ríe ese señor? Andá a saber. No hay nada de qué reír, nos dice el Modelo. Es todo muy serio. Vamos ganando. La risa del loco, del “colo”, como respuesta a la seriedad violenta, paralizante, tediosa, del Modelo. El “colo” manipulando –harto, poseído– un par de electrodos, uno en cada mano. Un shock eléctrico a las palabras del rebaño, al cadáver flácido de la lengua. Una corriente eléctrica que despierta a los muertos. Poniéndoles los pelos de punta (como esa reseña de Las patas en las fuentes, que terminaba con: “No lo compre”). Un shock al Modelo. Una interrupción de la siesta que el Modelo propicia. Un sacudimiento al Modelo de la muerte, de los muertos, del lenguaje muerto que utilizan los muertos. Al Modelo y sus voceros, sus defensores, sus boy-scouts; que nunca faltan. Nunca faltan los boy-scouts defendiendo la causa noble del Modelo. Hay que mantener el orden. Edificar, educar, hacer el bien. Gente proba, gente buena, gente seria. Los “charlatanes de la gravedad”, los llamó Baudelaire. De hoy y de siempre. Los clones de Pedro Goyena que recorren todas las épocas.

Un shock eléctrico al Modelo, decía. O de otro modo, lo mismo pero parecido: destrucción y negación. Sin las cuales, se sabe, no hay creación. Ya se dijo. Destrucción y negación del Modelo a través de la risa, la parodia. Leónidas: “Pero, en el fondo, ¿no es la Parodia un decidido intento dirigido a la destrucción lisa y llana del Modelo? ¿A la negación del Modelo, y de todo Modelo, como si éste no fuera, en el fondo, no pudiera ser otra cosa que su propia Caricatura?”. Lo dice acá, en El riseñor, al final, en “El Estro Paródico”, una breve arte poética, una de las tantas que aparecen desparramadas por su obra. No hay más que abrir sus libros. La poesía, la literatura de Leónidas Lamborghini, nunca dejó de comentarse a sí misma, de volver sobre sus pasos e inventar, así, su propio lenguaje. De ahí, como dice Esteban Bertola, la dificultad de referirse a “una obra que sólo se deja hablar con un lenguaje propio”.

Pero hablaba de la caricatura, de la caricatura del Modelo. El trabajo del poeta, entonces, como un decidido intento por mostrar que el Modelo no es, al fin de cuentas, otra cosa que su propia caricatura. Un trabajo que tiene antecedentes allá lejos, en lo que había hecho el Dante –ese Dante “extraviado”, como se lo llamó, poco conocido, anterior a la Vita nova y a la Comedia– en el poema Il Fiore con el modelo del Roman de la Rose. Dante toma el poema alegórico de Lorris y Meun y, lamborghinianamente, lo vulgariza, lo reescribe en clave burlesca, paródica. Una reescritura mitad intrusiva, mitad tangencial (para usar las palabras de Leónidas), cómica y procaz, que pone en evidencia lo que el modelo ocultaba (pero en el fondo quería revelar): su propia caricatura.

No hacemos más que reescribir. Reacomodamos, disponemos las palabras en nuevos ordenamientos. Cuando hay suerte. A veces ni siquiera. Leónidas lo sabía mejor que nadie: somos simples combinadores en el hospicio del lenguaje. El lenguaje, ya no como morada del poeta, sino como su hospicio. A veces pasa algo a través de los barrotes de la celda. A veces algo llega. Pero muy de vez en cuando. Mientras tanto, el poeta urde, confabula, combina. Leónidas: “El Combinador, inclinado, más bien, a agrupar las palabras en elementos como ellas deseen o revelen desear agruparse antes que como él desee agruparlas” (“El Combinador”). Es que el lenguaje también quiere decir lo suyo, porque el lenguaje, como lo sabe cualquiera que alguna vez haya intentado escribir un poema, trabaja en “abierto misterio”. Ser el instrumento del instrumento. El lenguaje, entonces, como un juego del que se desconocen las reglas. Otra vez Leónidas, ahora en una entrevista que le hicieron Juan Desiderio, Mario Varela y José Villa: “Estuviste jugando pero no sabías a qué jugabas. (…) La apuesta es a lo desconocido. Y ahí puede haber un fracaso. Pero ¿en qué sentido? Yo me quedo con este fracaso, antes que el acertar de gente que sabe a lo que está jugando. (…) En ese jugar se está jugado.”

“Hay que apostar, aunque la apuesta sea la Nada.” El poeta como jugador, como equilibrista en la Casa de juegos de la literatura. El poeta como un payaso loco que juega el Juego del Modelo y se divierte “martirizando un poco el lenguaje”, como decía Eduardo Wilde. Jugar sin red, por supuesto. Siempre. Si no, no tiene gracia. El poeta “como el que vive internándose en la mente de un loco”. O “como el que nunca pudo dejar su infancia” o “matar al niño de su infancia”. “Como el que de la mano de ese niño ha de entrar en el infierno.” Su moral, sin embargo, es la del bufón. La del homo parodicus. La del hombre que ríe. “La poesía fue hecha para alegrar el corazón del hombre”, decía Pound. No sé si la poesía, la literatura de Leónidas Lamborghini alegra el corazón del hombre. Sería ir demasiado lejos. Sería como decir, por ejemplo, que Céline nos alegra la vida. Y no es así. Al menos a mí no me la alegra. Pero sí podríamos decir, en cambio, que tanto Leónidas, como Céline y muchos otros, forman parte de esa raza única de escritores que nacieron con el don de la risa, y con la intuición de que el mundo estaba loco, y que gracias a eso nos ayudan, y supongo que nos seguirán ayudando, a salir del desbarranco.


Leído en la presentación de El riseñor (1975; Editores argentinos, 2012), de Leónidas Lamborghini, el 12 de septiembre de 2012.

22.10.12

Carlos Correas: una literatura destructiva, por Jorge Quiroga


La cualidad de lo arltiano


Hablando de Silvio Astier, Carlos Correas plantea que es “precisamente toda nuestra injustificabilidad, puesta en él , nuestra angustia de la cual huimos, nuestra abyección, que nos avergüenza, nuestra contingencia, nuestra muerte absurda”, la supresión bajo la forma de la imposibilidad de ser hombre, y el martirio que después será doloroso, rige esta lógica de tensiones, tribulaciones diría Correas, que marcan el destino testimonial, con  el que todo suicidio irrumpe en el mundo de los vivos para decir, estos son los límites de la imposibilidad y a ellos se rinde, cada uno que enumera los vínculos con la muerte.

Se ha quebrado la relación con “el otro del otro”, aquello que se deposita en lo ajeno del ser, extraño para sí mismo,  logrando así que  se vuelva imprescindible ese paso en la angustia de lo que soy para todos , lo que hago presente en un gesto por el que me veo inerme, contemplando casi en una ensoñación  que soy ajeno, y en ese instante mi decisión es lo único que puedo mostrar, con  la supresión de la realidad, donde me encuentro, en el último gesto imposible.

Una forma de morir  es la elegida, dice Correas, está señalando lo necesario, absurdo y relevante, que estoy enunciando en su contundencia: un pensamiento de la angustia y del dolor de mi circunstancia, que está allí para los que la quieran ver, envuelta en la trascendencia del suicidio. Ahora podemos preguntarnos de quién se habla cuando se interpela a la muerte, y hasta  qué punto el juego de identidades se retrotae a una reflexión que va en proceso de confundirse con la propia historia, y es sabido que escribir de Arlt, o de Silvio, Erdosain, Balder, etc., presupone un movimiento de búsqueda acerca de cierta cualidad de la escritura o de la literatura, que se refiere internamente a situaciones por lo menos tensionantes, alarmantes, porque comprometen todo el sentido del ser en cuestión , en el momento de unas crisis de existencia, que está instalada en el lugar donde reside la negación y el testimonio.
“Erdosain construye  verbalmente su sufrimiento para sí y para el Cronista Comentador, y el estilo de Arlt no se priva de hablar dolientemente del dolor y de “dolorizar” al lector o, por lo menos, de no suscitarle goce a través del contenido particular de las palabras”. Esa estrategia del sufrimiento construye un éxtasis que únicamente puede medirse con  un exceso, una humillación redoblada, el intento de ser otro, con lo que se busca padecer. El interés por Arlt tratando de comprender como se organiza ese lenguaje,  que ve como plebeyo, formando una constelación de sentidos. Acaso “una pasión de entrega al otro o de agresión defensiva: mágico a su manera, contagia el apasionamiento o provoca estupor o consternación”, es decir que el intento lleva agresividad para corroer el sentido común, e investir de cierto misterio, y de situaciones límites de las cosas.

Erdosain es santo, porque vive su dolor en su propia palabra, que quiere diseminar  para que los otros comprendan el camino que los separa y los distingue, para Erdosain: “Esa santidad si existe llega a la locura”, dice este santo maltrecho. Es sabido también que para llegar a esa condición, es necesario someterse a humillaciones, y que estas deben ser tan evidentes hasta llegar a negar al mundo, o simplemente para que se vea  allí, que el que está sufriendo y vive su destino  no sólo es mártir, Erdosain no llega a la locura porque se detiene antes, allí se  traiciona como tocando fondo en su humillación, evitando  de este modo  el  poema de muerte, pero no se siente poderoso, decide escindirse de los  otros.

Ese gesto solitario, ensimismado,  sin embargo rompe imaginariamente con  la dependencia en la que vive, por lo que dice ser otro, primero en las caja negra de la masturbación, que lo lleva a la irrealidad, pero siempre está allí desgarrado, la angustia es solo un modo de decir el mundo es doloroso, por lo tanto comprende, imagina. Correas en la  procura de percibir lo “arltiano”, quiere sorprender esto  en su manifestación más directa, en la peculiaridad de su aparición,  en su irrupción, sin esperar modificación alguna, en una soledad comparable a su aislamiento.

Tomar para permanecer separado, ajeno,  sobretodo de sí,  aunque parezca escaparse de la vileza del mundo, es un gesto que lo que hace es escindirme internamente, resquebrajar mi historia en la que aún no soy del todo. Entonces esa vida, canalla, de los otros, es preciso mostrarla como una constatación: ella  se da de una determinada forma para mí y para los demás, es el momento en el que el personaje arltiano se da cuenta que él es un sujeto que debe soportar el mundo tal como es.


La otra literatura de Carlos Correas

La angustia “que es una especie de miedo incomunicado”, y la literatura como “aniquilación de la realidad dada “, son desde el principio las ideas convocantes con las que Carlos Correas construyó una poética narrativa corrosiva. El lenguaje plebeyo se asocia a la polémica, porque en verdad se trata de un uso destructivo, residual, de cierta atmósfera que se percibe en lo real, y que hay que expresar en su extranjería. Desde “La narración de la historia”, lo aparente es reproducir la experiencia vivida pero para rodearla, recortándola, en el impulso de apartarla de la conciencia, como si todo fuera muy lejano, negando casi su sentido.

Sobre todo es la obtención de un clima espeso, irreal,  que se cuela en las tensiones del lenguaje donde lo vicioso es minúsculo, atravesado, y está en la misma respiración narrativa, como si se tratara de una voz que llega tarde, desde el fondo mismo de una  mínima historia agobiante, perturbadora, porque de lo que se habla es de la imaginería  y de los restos que ella provoca. Son “pequeñas memorias” autobiográficas de índole fraudulenta, son historias escritas bajo el signo de la desesperación, espectrales, oscuras y siniestras, ferozmente insalvables.

¿Dónde ubicar esta escritura enigmática y tan personal. Sin fórmulas corteses de tolerancia, como si el desafío formara parte de una estrategia de seducción y de rechazo. El deambular ocioso, los encuentros y amistades mitológicas son simples operaciones desubicadas, en la indigencia de un mundo vacilante, rancio,  con gotas de aceite grasiento, reciclado,  crudos hechos del pasado,  bajo el tamiz de una escritura sinuosa. Anotaciones, reportajes clandestinos, una furiosa necesidad de narrar, escribiendo una literatura empeñada en mostrar los últimos recursos, demoliendo la realidad, siendo de alto voltaje expresivo y desacostumbrado. Como venciendo el miedo, al no poder ahuyentar los “problemas morales”.

¿La cualidad de lo arltiano es una condición o un límite? Carlos Correas escribe su obra narrativa vinculado contradictoriamente a esa doble tensión que por ser autobiográfica , aunque lo quiera ser en forma velada, ingenuamente tergiversada, es existencial, por lo tanto utilizará el procedimiento de la confesión como recurso, para contar su extenuación más vacilante. Su concepción de la literatura, a veces es explícita o con una oscilación entre lo pleno y lo destructivo, en un movimiento que es agónico y definitorio. “Aniquilación de la realidad” dice, se trata de un proceso en el que se  amula aquello que abrume la existencia, con una lengua “flamígera” y desfalleciente. Aún cuando habla de otros (Arlt, Kafka, Massotta, etc.), en verdad, está hablando de sí mismo, de lo que el llama sus miserias, son “operaciones” que realiza para reducirse. La “pura disolvencia y la destructividad” lo acosan. Quisiera “construir un mundo” y en esas comuniones que son alegría y éxtasis, y belleza autónoma, es vencer y dar un sentido a su vida.

Esa epifanía parece estarle negada,  porque como en la cualidad arltiana es respuesta y asunción “dentro del sistema de la miseria”. Tempranamente en “La narración de la historia” (1959)  aparece como un elemento ficcionalizado la referencia a Erdosain, y a su lucha promiscua con  su propia historia, que caracteriza su flujo existencial y de escritura. Porque todo se da casi alo mismo tiempo, como algo persecutorio y obsesivo. “Pues si yo soy los otros, confesarme es declararme y declararme y declarar los hombres en mí” Esto lo lleva por vías indirectas, porque lo hace por un retórico pseudónimo, llegando al lugar inhóspito del “hombre del subsuelo”, al universo dostoievskiano de los hombres escondidos que profetizan, entre otras cosas su propio itinerario y su infortunio. Por eso mismo eso lo, conduce a la cualidad arltiana, que está erosionada en la confesión, porque aquel que entra a ese territorio ya comenzó a destruirse y a desmoronarse.

Lo primero es esta pregunta constante sobre la aniquilación de la realidad, esa aventura que se va cuestionando en forma introspectiva. La literatura es un remedo de plenitud, de entrada en “la alegría de vivir arltiana”, y al mismo tiempo es devastación, la realidad destrozada, todas estas instancias son múltiples y no llegan a satisfacer. Si la literatura construye un mundo imaginario, también puede destruirlo. Este vaivén continuo, patentiza una situación irrisoria. Se trata entonces de fragmentos autobiográficos, que se van desprendiendo. Si en  Arlt la masturbación despliega la invención, y las equivalencias se dan entre este movimiento, el robo, la escritura literaria, y  el placer deleitoso de masturbarse (el mundo de la Belleza al que se accede por medio de los placeres que lo vuelven irreal).
No es por casualidad que Correas, insista varias veces, inclusive sobredimensionando el vínculo, con la pequeña perversidad, que se logra en el instante en el que algunos seres se unen  y se aíslan, como posibilidad  de un acercamiento. He aquí un revolver, este revolver: juguemos con él : se tratará de empuñarlo, soasarlo, apuntar a talo o cual objeto transformado en blanco, gatillarlo , contemplarlo en nuestra mano, sentir su brillo duro, su frío mecanismo inexorable; es un juguete para nosotros, puesto que nos entretenemos con él y experimentamos cierta plenitud de fuerzas, pero si cargado , un juguete rabioso: hay que cuidarse  estar alerta, saber:  manejarlo; en cualquier momento puede perder una bala y matar matarnos. La escritura ficcional  de los relatos de Carlos Correas, y también su libro de ensayos “Arlt literato”, convocan a cierto límite suspendido de la muerte, en sus variadas intromisiones: el juego rabioso con ella, el asesinato o el suicidio. La supresión de la realidad, cortando el delgado hilo que nos une a los otros, con un revólver (con  el que puedo ser a través del crimen, o con  un sombrero que se presta a un adolescente, o con el que me siento como un gangster de Chicago que juega y se mira en el espejo, por el cual soy real e imaginariamente, como el mundo de los hampones. Que se ven en los films, que repiten imágenes fascinantes, que me sacan un segundo de la muerte y la vida siniestra, como sabemos lo más familiar.

Si El juguete rabioso se iba a llamar La vida puerca, identificando la existencia  con abyección y miseria, Correas incorpora este sentido como arma cuya pertenencia ofrece cierta plenitud y confianza. Convierte en objeto a la rabia, como Arlt lo hizo con el asesinato de la bizca, la amenaza a Barsut, o el suicidio de Erdosain, ya agotadas las furias de ser un delincuente, su odio de ser un humillado más. El arma transmite un poder y una forma distinta, porque es meramente irreal, y además casi procaz, irreverente, cruzada y envuelta por hechos morales, cuyo significado último ignoramos. La vida de algunos personajes arltianos es imposible, Silvio Astier (suicidio frustrado), Erdosain inexorable suicida,  la sirvienta de “Trescientos millones, se suicida para imaginar. Estas permanencias persiguen a Correas, aún cuando no las nombra, lo cierto es que se va  las ahuyenta, como si simplemente se tratara de constataciones. En verdad su literatura está poblada de pobres diablos desterrados la principal existencia arrancada de cuajo de la realidad. Correas  es quien se confiesa, la suya es una alegoría autobiográfica ,  donde los dobles se apretujan, Correas, Massotta, Arlt, etc., todos los aislados, que son conducidos al fracaso de la sexualidad vista como excrecencia, como destino de deambular por la ciudad.

Ese mundo clandestino de las maricas, que se oculta en los extramuros  suburbanos del sur de Buenos Aires, sitios sepultados, donde se dan todas esas aventuras,  secretamente escondidas. “Las maricas eran sus nombres, y sus nombres cualidad  ocurrencias, revelaciones, sobre sí mismas, ficciones, seres mitológicos, remedos, destinos funestos o brillantes, títulos de nobleza”. La ciudad del 50 en esta literatura se encuentra retratada como un lugar desierto, con hombres acosados, en una búsqueda incesante y angustiosa, impregna la vida de los seres en vilo, iguales y distintos. Porque el doble Correas/ Correa, entraña una figura que se confunde e invierte,  se fusiona, en el trayecto que los lleva a ellos mismos. ¿Un problema moral? ¿La vida es algo más que esa constatación violenta y conmovedora? Entre las caminatas y las  derivas por la ciudad, como una frontera que siempre se desplaza, el encierro o la detención que provoca claustrofobia, con  mareos alcohólicos, y el otro encierro que significan los viajes y estadías en pequeños pueblos de provincia, la vida de Correas paulatinamente se destruye a la manera de la torsión arltiana, que es esa pregunta constante sobre las condiciones de la existencia.
Intencionalmente, la literatura de Correas, es un libro de viajes  por una ciudad desaparecida, donde se descubre algo nuevo, pero fuera del tiempo real, el finge o se engaña, de que esas circunstancias  son actuales, cuando no son nada más que el signo  de su anacronismo, el  empecinamiento de una personalidad perdida disuelta en la vida, y severamente dañada en su ser. “Arlt en sus libros se inventa y nos inventa a nosotros “, dice Correas, esta interacción, este doble vínculo, es inexorable si queremos entrar en su mundo, lo que es lo mismo que decir que debemos hacerlo nuestro-“ Arlt: todos nosotros”: esta frase implica un movimiento donde la lectura se hace identificación, que borra los límites entre dos sujetos. Porque Correas puede decir Erdosain soy yo. Erdosain/Correas es un espejismo, que parece volverse muy real, como esos indicios indelebles de las imágenes oníricas, que traen horror y espanto. Correas procura en esa dirección, tratando de encontrar a su ser, a su propio sentido, repartiendo y concentrándose en  pedazos, quizás por eso escribe nouvelles, un paso intermedio entre la novela y el cuento.

Si pensar es además dolorizar, y uno siente repugnancia de su propia presencia, a Correas no le queda otra, que entender  mezclando “repulsión y embeleso “, las violentas conmociones que les suscita Arlt. Los dos extremos, los dos polos de la belleza, o de una rabiosa concepción de la literatura. Lo que elimina y destruye con su carga de negatividad, se contrapone a la búsqueda de plenitud y el deleite posible, dos caras de una misma situación. En términos arltianos, las humillaciones de la existencia, donde los seres de “la conciencia extraviada” no tienen otro recurso que la autodestrucción. La literatura crea mundos, en los que están depositados, los sueños e invenciones, pero más que nada significa que ese mundo se revela dentro de uno, para que la modificación se cumpla sin riesgos .Pero como también ella trae peligros, es necesario transitar un camino muy abrupto. Para Correas entonces escribir es indagarse,  y mostrar las señales de esa reflexión. Lo que añade es una ficcionalización  de sus  afanes, a sus textos narrativos, los convierte en relatos situados, en diferentes tiempos y espacios.

A su manera, es un humanista, que se horroriza con la vida y el país que le tocó, y no soporta en su pestilencia, por eso llega a decir, lo que otros no se deciden a hacerlo, acaso con la impunidad de su destiempo, que él cree terminal, y que en verdad es coherente con su actitud estética desesperada. En algún momento, pudo contraer, la enfermedad de la sinceridad, pero estaba demasiado al margen de los hechos de las vida, porque siempre estuvo, fuera de juego. Lo que logró  percibir, es que la inhumanidad, rige los rasgos de lo feroz de la gente, y comprobó que él mismo era parte. Silvio Astier traiciona para alcanzar “la alegría de vivir”, Erdosain “no deja de sentirse transido de la presencia fantasmal”, en el mismo sentido, Correas lo sabe, pero también entiende, que la muerte carcome las existencias, con las cuales, tiene puntos de contacto y de distancia. Son personificaciones de índole literaria, donde se encuentra la clave de una poética, tanto atribulada como aterrorizada. La obra de Correas, se concentra en ciertas secuencias, en gestos,  es singular la necesidad que tiene, de datarlos, como si  en ese acto de poner fecha a la experiencia, se pudiera leer algunos hitos, de nuestra historia reciente y de los débiles y vulnerables pasos que hemos dado.

Atracción por la bajeza, por lo canallesco y repulsivo, por un lastimoso erotismo, cargando las tintas sobre el ambiente desolador. Cambiar la máscara, debido al otro que me fascina y el  rechazo asqueado de uno mismo, resaltando los rasgos violentos y grotescos, puede ser una estrategia miserable. La descripción de los hombres solos, que habitan tugurios baratos y mórbidos, cines siniestros y promiscuos, delatan su inadecuación a la realidad. Hombres vacíos y obscenos: “La miseria, la más exacerbada   y a la vez más resistente al curso del tiempo, ha acosado mis sueños, mucho más que la riqueza de los barrios y suburbios residenciales”. Como si el eje norte/sur de la ciudad, más que una cosa comprobada, fuera la extensión de una duda. La angustia,  se experimenta a cada momento, la geografía amenazante de miseria, (lo que sería la causa más visible), está en el paisaje del sur, allí situado, como si fuera un imán. El dilema moral: “¿Qué hacer en un mundo, podrido hasta en los huesos? ¿Cómo vivir en él? Construye el motivo principal de la búsqueda a ciegas, que es la escritura de Correas, entre las encrucijadas que trata de sortear, para iniciarse como literato. La asfixia en un pequeño pueblo, la náusea persistente, el agobio y el aburrimiento, una condición que sólo trae dejadez, dice que la vida corriente ahoga. Tener familia es embeberse de nostalgia y abandono, apelmaza las imágenes vacías de contenido, los discursos falsamente argentinistas, todo cabe en ese cofre del ostracismo de un profesor de provincia. Allí se puede correr por una calle oscura sin rumbo fijo, perder pié y estar cerca de la locura, vomitar hastío y debilidad. Los padres están viejos y enfermos, en esa casa aislada, el calor hace volver la rutina.

Luego “El último recurso” es un relato ambientado, en la Facultad de Filosofía y Letras, con fechas precisas: “Jueves 24 de mayo de 1973”, esas horas tan significativas del advenimiento del camporismo, profesores jóvenes que plantean líneas de acción, cambio de modelos, la configuración de “un nuevo tipo de hombre”, la parejita diseña militancias, en ese momento, en que el poder político-estudiantil, parecía estar cerca de profundas transformaciones. Una ola de ironía,  y escepticismo se le cruza al profesor-protagonista Chaneton, que observa todo desde su íntima  soledad, preocupado por sus asuntos urgentes, que tienen que ver con cuestiones de un individuo en blanco. A quien parece rondar el fracaso, y la huída crucial de sí mismo, que habla de un sujeto atontado, del subsuelo. Hay un lado “académico”  de su vida, el “ser alguien”, respetable, con la frivolidad que a veces lo rodea, lo que podríamos llamar el rango de señorito, (que quizás es una maniobra para envilecerse), lo que no deja de ser sumamente irrisorio. Un hombre que sigue sus exploraciones, esos pequeños viajes de sabiduría urbana, que son en realidad la práctica del vagabundeo. No es casual que aparezca en algún momento, la foto de Arlt, con ese rostro plebeyo y acosado, emblemático de toda una forma de ser, muy atractivo y romántico pero sin ninguna actualidad. El día anterior a la asunción del gobierno popular de  Cámpora, Chaneton/Correas seguirá siendo un paria, un descentrado,  que desea una adolescente. (Entre memorias homosexuales y amoríos con mujeres pendularía su vida de desterrado.) Profesor universitario sin sustento, “Pero en qué clase de hombre me estoy convirtiendo”, piensa apesadumbrado, rozando un abismo. Ya lo tenemos como un señor maduro, que desatiende las inevitables intrigas políticas, chicos y chicas peronistas, justamente tienen tratos con él “un liberal de izquierda” desarraigado. La “chatura del momento” (o de siempre) es un alerta, se trata del tiempo de los ideólogos latinoamericanos, comisarios del pueblo. Hora por hora, minuto por minuto ese singular y largo día es invocado, en la languidez del tiempo  que se escapa, las  amigas tiradas en el suelo, atosigadas de problemas y tranquilizantes, borracheras, drogadicciones menores, se suman y se extravían. Un hombre en solitario, en lenta extinción, “no puede ser nuevo”, nada tiene que ver con  ese advenimiento, en él que no cree, o que le es indiferente, únicamente embebido en su sin sentido, aunque se reconoce parte del proceso, lateralmente, con su circunstancia de sujeto inadaptado, a los vientos de la historia.

“La operación Massotta” es después, un libro tan original como lapidario, una biografía que casi no es tal, restringida, dueña de toda una posibilidad y desgano. Con el conocimiento de Sebreli acabó la soledad, dice Correas, y de Oscar dirá, esto que parece sencillo pero es muy hondo: “Con su muerte morirá la sobrevida o el sentimiento  de aquella sonrisa socarrona  que me venía de costado en una noche porteña”, sonrisa que era una mueca triste, un rictus en ese rostro, que parecía arrastrar su pasado (agregamos nosotros). Desde “el sadismo de pacotilla”,  de los años juveniles, hasta la imagen alucinada de un Oscar vencido, transcurre todo un trayecto, que debe hipotetizar. Correas enuncia una frase contundente, de impacto, de cross: “La degradación subversiva del peronismo y el terror militar han contribuido a ese retardo provinciano en nuestra intelectualidad y al correspondiente y ávido progreso en la corrupción”. El tiempo los fue separando aunque Correas no se percate, y tenga con Oscar una relación tan estrecha, como si considerara, que allí se deposita, el sentido mismo de su vida. Y que en la cadena de arltianos, (recordemos la síntesis de experiencia vinculada con la angustia existencial, de la Conferencia de Massotta: “Roberto Arlt, yo mismo” para medir esa distancia), hay una continuidad. Lo cierto que la biografía, que es autobiografía, avanza en ese curioso texto,  como si ese amigo “que murió mal”, provocara la escritura de otro que la expresa y que también morirá  mal. El “cagador” candoroso Massotta, abre el prólogo-prólogo, invalidado, desastrado, como ese trío de juventud ya terminado (Sebreli, Oscar, Correas) llenos desde el inicio de miserias , de orígenes vulgares, sin prosapia, y con una procedencia de inmigrantes rencorosos, que por eso debían hundirse en el horror argentino, grotesco e implacable que a ninguno iba a perdonar, carcomiendo todo.

La violencia y la contraviolencia, tiñeron la caída de Perón, comenzará un nuevo ciclo, donde el acercamiento nunca llegó, por los caminos de acceso, y por diversas causas ninguno de los tres llegó a ser militante. Correas dice que la desesperación activa (en política y en el sexo no los abandonó), esos seres, sin tradición alguna que contar, continúan deambulando. Carlos  vivía en la calle, reivindicando  el mito, que junto con Oscar repetía, de hallarse más cómodo, e interesado, si frecuentaba chorros y putas, antes que intelectuales , él agregaría: y  maricas. Sólo Arlt y Borges, estaban en sus preferencias de literatura argentina, ajenos a las retóricas, causas nacionales. Pensaban una literatura de la subversión, que infunda felicidad en sus lectores, pero con una manera de verla, que   fuera consciente de las humillaciones, en suma que contuviera los horrores de la existencia social, una literatura que en esa época destruiría lo que ellos mismos son : al pertenecer a la burguesía. Querían ser escritores, intelectuales totales. Uno terminó mantenido por el “lumpenaje artístico” intelectual de la bohemia del 70 (Oscar), otro, Carlos hundido en su soledad., apartado de todo, aunque creyera que era “académicamente oficial” y por eso “era alguien”, se había recibido. Oscar era el outsider para su raro criterio. Los fuera de lugar,  en verdad  eran los dos amigos, ya extrañados y ausentes de la vida. Los dos sordos, se complementan y repelen, son tipos sin órbita, desarmados. Muchachos barriales y exóticos. Para uno la glorificación de Lacan es un límite, el ser así, triunfante y autónomo como Oscar una desmesura. El resultado de la operación, es esa última imagen borrosa, trajeado en el fondo de un coche policial, donde los dos necesitan no reconocerse. Aunque Carlos Correas píense que el tiempo no pasó, añore esas circunstancias míticas, de los años de la juventud.

Uno de los libros de Correas publicado póstumamente reúne en el final, relatos de la época primera, (“Revólver” y “La narración de la historia”.) El revólver otra vez, el que puede cortar la vida del otro, la vieja hembra y sus hedores, está tirada en la cama, ya entonces, no aguanta más, el mundo como comedia, como simulacro,- Tal como pensamos y sabemos, un tema netamente arltiano que lo acosa. La vieja madre lo asquea y lo apiada. Es necesario en ese destino siniestro, que el revólver sirva para matar  al sobrino, un cuerpo joven. El plan es preciso y frágil, la bala matará, pero el final ambiguo lo despedaza.
Por otra parte, “La narración de la historia”, es el cuento mítico que Correas  escribe como iniciación en la Revista “Centro”, de la Facultad de Filosofía y Letras, y cuya censura y  posterior represión, lo sumó en una exclusión solitaria, que de alguna forma lo persiguió siempre. La pequeña historia de Ernesto, y el morochito de Constitución, es un viaje y un  encuentro bajo un cielo desfondado, atravesando arrabales  que se suceden en color sepia, una mínima historia de despedidas, dónde el protagonista se siente transportado y cambiado hasta renovar las costumbres de su aparente clase. Todo termina cuando Ernesto vuelve a su vida y al estado común. Lo importante, aquello que Correas quiere contar, es el hecho de cómo el mundo “en situación de calle”, y en muchos otros escritos esto es palpable, es “otro”, casi un “enemigo”, que siempre atrae, y del que es preciso ausentarse, a riesgo de perder.

En otro relato, el doctor Manty, es un personaje desmesurado, con la misma edad, la misma vejez, con que prepara médicos jóvenes, se alcoholiza y sabe de la tortura y de los atroces suplicios de otrora, un viejo donjuán empedernido, un deshecho degradado que aparece constantemente en nuestra literatura (en una novela de Luis Gusman, en los cuentos de Andrés Rivera) con insistencia y despojo.
Otra zaga, la pareja indisoluble y simbiótica, de la Madre y el hijo, es otra secuencia y motivo en la  narrativa de Correas. La madre muriente, excremencial, vomita continuamente, resume y se nutre con la vida del hijo, tiene un cáncer terminal. La manipulación del cuerpo muerto, su higienización y la detención de sus flujos, forman un ritual sagrado, que se cuenta con esmero y detalle. Como las prácticas rutinarias anteriores: ver programas de televisión, concurrir a los recitales de la vieja cantante, visitar los vejetes amigos, que son de su círculo, compulsar el aburrimiento de trabajar en un banco. En resumen, la soledad entre dos, y la decrepitud, de quien ya conoce una muerte incuestionable. En verdad, las sordideces del envejecimiento, constituyen las verdaderas obsesiones  de Correas, un auto cuestionamiento interior  que conduce a desmembrar su existencia  en pequeños nudos que se repiten. El diálogo entre el viejo pícaro y el hijo, se mueve en instancias e interrogaciones tan desafiantes, que patentizan un conflicto de intereses, que remedan cobardías provocativas, en  un espectro de desequilibrios. Picardías  alegóricas, cuando el hijo es visto como apache, y reaparece el famoso sombrero, resto de la vestimenta del 30/ 50.La muerte de la madre, alevosamente  se presenta en esas transacciones. Todo termina en el disparo fogonazo que anuncia el fin, definitivo.

Por último, “Un trabajo en San Roque”, es el periplo de un profesor universitario ya vencido (otro sosías)  y en ruinas, en busca del  sustento que da el trabajo.  Nuevamente un lejano pueblo del interior, dominado  por un psicópata  dueño de todo lo que vuela allí. El profesor desquiciado por el aburrimiento, ya parece un ex hombre de estos tiempos. Gretel la Secretaria, y de múltiples tareas, es una más, de esos personajes femeninos aplastados. Rearte, el periodista cultural- dueño, es un oso, los alumnos son inexpresivos y enigmáticos Rearte comisario retirado, y ahora docente- periodista, rumia su visión estrafalaria  e irónica del país y de la quebradura nacional. Hay en el relato, borrachos de diverso tipo, empezando por el relator de la historia. El mandamás está enamorado de Mora, la novia del hijo Tomy, pero esto no es cierto del todo. Condenados al clandestinaje y lo trucho, ese pueblo es una metaforización de hasta donde el país ha llegado .Las genealogías se confunden, y los parentescos se cruzan. Son tipos aislados, atados a su suerte, que quisieran ver muertos al jefe, Chaneton resurge, pero es un suicida que se confiesa. Todo se cumple en la retórica de la “causa nacional”. Rearte rearma discursos periodísticos, y también filosóficos, para justificar la desidia. El profesor relator encuentra un cuerpo caído, es el de Juana Dominga, y aparece un automóvil que avanza unos metros, y se la llevan de mala gana, al Hospital Municipal. En los enredos amorosos, “el Jefe”, debe entregarse, quiere la cárcel, y el profesor desea volver a Buenos Aires: “Allí el hastío es mejor de sobrellevar”. Esta fábula se encierra sobre sí misma, el grotesco con el que Correas busca separarse, paradojalmente lo involucra, casi lo arrastra. La construcción de esas imágenes, que seguramente rechaza, lo invalidan para seguir pensando. La literatura se va convirtiendo en un camino sin salida.

Las geografías, por las que ha andado su imaginación, siempre fueron territorios frágiles, el sur porteño, una vaga zona que lindaba con su angustia, un espacio inventado para forjar su propio dominio, que sin embargo terminaba siendo el triunfo de Carreras, un hombre con los pies en la tierra y embebido de violencia cruda. Los otros espacios ocupados por su imaginario, son a veces recintos clausurados y apremiantes, que causan rutina, asfixia, y náuseas, o sino remotos pueblos del interior, con su lógica o de exilio interior, o de delirio decadente. El camino de Carlos Correas, es una continua ausencia de lugares de pertenencia, por lo que siempre está como suspendido y a la deriva, no se reconoce en ninguna de las figuras que evoca,  su anacronismo es residual, poco a poco se va separando de todo, como si nada le perteneciese enteramente. Ni la ciudad, ni la intelectualidad, ni el pensamiento, lo salvan de ese derrumbe .Se siente extraño y con miedo, ante el destino que lo aísla, y desde el inicio no comprende su sitio. De ninguna manera es la falta de un proyecto de vida, porque Correas apuesta desde el vamos a la literatura, que es su principal razón de ser. (O de no ser). Para él “Pues si yo soy lo que son los otros, confesarme es declararme, y declarar a los hombres en mí” Como el hombre del subsuelo se instala en la confesión, aunque sabe que no podrá verse.  La literatura, es de algún modo esa  exposición, y ello lo excede.

La “literatura destructiva” aniquila la realidad, en el fondo deja en la nada, todo ese movimiento  que busca acercar a la narración lo confesado. En este circuito no hay ninguna posibilidad  de entrega. Refiriéndose a la literatura de Kafka, y al intento de totalización que implica, el ejercicio de lo literario en el escritor dice Correas que “esta totalización había de ser perseguida y conquistada con un trabajo que es a la vez de destrucción y construcción”. Ese movimiento contradictorio pero fértil, aunque se base en el desierto de la imposibilidad y del fracaso. De nuevo con Kafka, hay una corriente, y una confluencia de intereses y preocupaciones, es decir de concepción acerca de la literatura, en ese péndulo que la reconstituye en su peculariedad. Su libro Kafka y su padre, al tratar de descubrir la esencia y la cualidad de la escritura de Kafka, y sus vínculos existenciales con la realidad, siempre habla de otra cosa, que lo conmociona.

La narrativa de Correas, tiene al país como principal motivo de atención, desde su soledad el escritor deambula por terrenos resbaladizos que lo comprenden, que son el apoyo de su peregrinaje. Hay una procura por el sentido, que está presente, en sus inconvenientes para integrarse con la ciudad que le es hostil. A cualquier lado que lleve su cuerpo siempre cansado. Correas es un apesadumbrado y arrastra su pasividad en todos los rincones donde habita. La realidad lo abruma y lo acosa, parece estar de más en cada situación, escribe destruyéndose. Lo dice expresamente en el prólogo: “hablar de Kafka hablando de Argentina, y de hablar de la Argentina hablando de Kafka “¿Pero en qué momento esto se cumple? Porque lo que se desarrolla en el libro es algo así como una fenomenología y una agonizante.

Descripción de la literatura kafkiana. Por lo que se puede deducir o presumir, también se provee de elementos de reflexión, para pensar la propia literatura, vista como actividad imaginativa  y perentoria. Esa lucha de Kafka de y contra de su intransferible  condición de existencia, sería desde el inicio el no ser, el sentirse extenuado, en una situación que lo sobrepasa. El fracaso literario, y el de vida, están en el fondo de todo este mundo de contradicciones y hallazgos. La literatura es invención, en el sentido que crea rumbos imaginarios, que se someten a una lógica de opuestos. La negatividad de ese impulso .por el que se destruye, y se arma un vínculo de “continuo sostenimiento de la invención “, y donde la literatura es plenitud postergada. “En la esencia de la literatura está la soledad del escritor”, y únicamente se trata de peculiares soledades en curso, en las cuales el que escribe se encierra en sí mismo. Este movimiento de clausura es evidente en las construcciones vacilantes de la obra de Correas. Hay demasiadas equivalencias y correspondencias, entre el estado kakfiano y la corrosión que sufre Correas, por lo tanto la identificación no es un momento de frivolidad o de esnobismo, sino la comprobación de una semejanza de destierros. La fascinación ante el gigantesco padre, y una inevitable estrategia de integración, en Correas acaso, será la constatación de un padre ausente y la búsqueda constante de substitutos concretos, que en Correas provoca una confesión, y una parodia en la figura del doble. La madre deteriorada y pestilente, ocupa ese siniestro lugar, de lo existencial  terrorífico. Las imágenes se reemplazan, pero cunde una situación donde la repulsión se concentra en el cuerpo cadavérico  y corrompido materno.

Una literatura, sobre todo atenta al horror del mundo, que incuestionablemente lo conducirá a “encrucijadas morales”, que le harán preguntarse por el sino de esa inseguridad que  lo pospone. El melodrama de Correas, consistirá en su falta de ubicación, frente a cada circunstancia. El éxtasis, que es el instante pleno, (de la alegría del mundo y del vivir), lo encontrará con un razonamiento divergente, que lo dejará cada vez más silencioso y anacrónico. La zona borrosa, donde colocar la producción narrativa de Correas, será la de un exilado  de su particular causa, y de su inerme inadecuación. El cariz totalizador que vimos, lo entiende Correas, como el cometido de toda escritura literaria. Dice: “esta totalización había de ser perseguida y conseguida con un trabajo que es a la vez de construcción y de destrucción”. En esa dirección, la alternancia es rigurosamente necesaria, ,y es dudosa, y puede hacer acceder al escritor a la impotencia, y al hombre al fracaso y  la imposibilidad. El círculo no se establece del todo, prevalece cierta ambigüedad, en la que los sujetos desaparecen. Correas ensaya una escritura aparentemente “realista”, cuando lo narrativo lo abruma, no consigue ningún límite o frontera. Más bien se somete a esa lógica de la realidad. En ese mundo de los horrores diarios.

Lo “puro, verdadero e inmutable”, se parece mucho en Correas a lo simulado, los personajes de su literatura, son casi todos desdoblamientos, de su permanente ensoñación, viven con intensidad lo que les pasa, y no hallan en ningún punto, la auténtica esencia, de aquello que se manifiesta en los hechos.  Chaneton  joven, no comprende si busca a alguien, en su interminable caminata por el sur de Buenos Aires, el profesor recluido en su matrimonio pueblerino, no conoce quien es él en verdad, el maduro profesor de la época “del asalto al cielo” no puede ser “nuevo”, ni que hablar del vencido profesor del final. que ya se ha casi rendido. Es decir que Chaneton/Correas, y todos sus dobles atraviesan los horizontes, que le anuncian de diversas formas que su trayectoria viene invalidada de entrada, y que nadie puede trastocar esa situación incontenible. Si “ser un todo por sí mismo”, significa que el escritor debe recluirse en sí, y que la realidad nada  más  que una circunstancia totalmente lateral a esos desfasajes. La reclusión y la soledad de Correas, son hechos inevitables, y que están operando, para pasar de cierta pasividad, que es la condición  de existencia, que es totalmente  atendible. “Las búsquedas  morales “, se renuevan en las nuevas causas, que van apareciendo, pero el sujeto Kafka/Correas/ Arlt,  siempre es aquel que es “desterrado” ,y que sabe que su exilio interior, es el verdadero sentido, que se desplaza, en otras oportunidades que brinda la vida, manteniéndose distante, a esos problemas, como si no le pertenecieran. Hay una necesidad y un deseo, de no ser indiferente a los sucesos, que van cambiando, cumpliendo una lógica actual, que no coincide, con el anacronismo del personaje central autobiográfico  construido.
El mundo de Correas, en parte, fue el mundo de la calle,  de un cierto margen  clandestino, soterrado, y del encierro después en imaginarios pueblos de provincia,  que corroen  a aquellos que lo habitan, como transición y como ocaso. El  último significado de esto, acaba en San Roque, donde la alegoría del destierro, y del sin sentido ya se ha consumado.  Asistimos al derrumbe de todas las ilusiones, luego de la devastación que dejó la dictadura. Son tiempos difíciles, de los cuales se podría decir, que se quiebran, y se reproducen en vidas anónimas, que niegan el pasado. En los cuentos y novelas de Andrés Rivera, Luis Guzmán, Ricardo Piglia ,Carlos Correas, entre otros, se trata la narrativa de ese tiempo histórico, definitivamente signado, por una furia, que se corresponde con la perplejidad, que encontramos, en ese clima de incerteza ante lo emprendido, representado por seres como el Doctor Manty, o Rearte,(ambiguamente los culpables civiles.) El éxtasis, el fuera de sí, que despliega la literatura, no restaña esas heridas incrustadas en los cuerpos, en el horror de una insanía desmesurada, “la belleza absoluta” y su autonomía  relativiza sus efectos, cuando todo es resto de experiencia demolida. Concuerda esta caída de lo social,  esa agonía preanunciada en la matanza, con el sin salida de la existencia lastimada  de los personajes de la narrativa de Correas.

¿Qué hay que contar, en esa situación de almas, que sólo soportan el mundo de los hombres? La literatura no redime, no justifica esas alternativas, más bien demanda  nuevos silencios, y cualidades que únicamente da el asombro. Abrumados por la propia angustia, los seres y el no ser, que atraviesan la literatura de Correas, se vinculan con otros condenados a arrastrar su indeciso pasado, por entre los escombros, de una maligna indiferencia social. A la cualidad arltiana, de la poética de Correas, se suma entonces ese virtual hechizo kafkiano, que se infiltra en la sociedad argentina, haciendo permeable y poroso, el sufrimiento. Es un mundo desintegrado, en fragmentos, que a veces semeja una mueca, otras una verdadera farsa, el mundo y la realidad no es posible, ni puede darse. La literatura: “ese sabor perfecto de alegría y potencia” no es más que un mero espejismo, que nos aísla, mucho más en nuestro núcleo, y que ni siquiera provoca hilaridad. No nos une con nada, porque lo real, ha sido absolutamente diezmado,  por los hombres. ¿Entonces en que puede creer Correas, si ya blanqueó sus certezas? Entiende, eso sí, que ser arltiano es lastimoso, pero es lo único, a lo que accede. Acosado  como  está, por un sentimiento, que lo despoja de todo. Esta desposesión, lo entrega, sin fuerzas, al dominio de lo que no consigue refrenar, (ese tipo anticuado, se quedó en una época detenida) Respira apesadumbramente, sin ubicación ni sirve de testimonio. Y su literatura se deshace lentamente, lo destructivo de su impulso se vuelve sobre sí.

Dice hablando de lo siniestro en Kafka: “la repulsión, sacudimiento profundo de la consciencia en presencia de un determinado otro, goza las cualidad de evidencia y adecuación.” Esta aparente ortodoxia  existencialista: “El infierno son los otros”, le sirve para medirse en la repulsión que  causa a su misma y malherida persona, exageradamente sufriente,( por omisión de causas), pero con persistencia de equívocos vitales. El suicidio será su último y secreto pasaje, a otro mundo de pureza absoluta. Esta oscilación constante, este espacio de contrastes, envuelve toda su existencia, en un torbellino de aciertos y torpezas, y en el final lo desampara, lo deja a la deriva. Involucra a ese no ser entero, (el estado kafkiano/arltiano) forma “conciencias perturbadas”, dificulta la salida vital, frente a toda esa miseria moral enclavada en la realidad.

El camino está tapado por esas cristalizaciones que encallan el alma de Correas. Se encuentra en la negatividad, y no sabe como salir de ella, su desesperación es evidente, en las páginas de su narrativa postrera. Los altos y bajos de la cualidad arltiana, esa mirada atravesada por las circunstancias de un mundo desquiciado lo aterran. Quizás no pudo hacer más, sobretodo para sí mismo,  y después para los demás su espíritu no bastó.

Indudablemente,  Carlos Correas es el heredero auténtico, de las conciencias en crisis en el límite de la desagregación, que la  narrativa arltiana inaugura y consolida para la literatura argentina, inclusive en la versión grotesca, sentimental y plebeya de estilo, que se actualiza en la escritura de esta soledad.



Publicado inicialmente en: Decirlo todo: escritura y negatividad en Carlos Correas, José Fraguas y Eduardo Muslip (compiladores), Los Polvorines, Universidad Nacional de General Sarmiento, 2011.

16.10.12

Aki Kaurismäki, el hombre que se va, por Laura Salino

Esopo ocupaba su sitio detrás del hogar, mientras yo encendía
mi pipa y me tumbaba un rato en el catre a escuchar
el murmullo muerto del bosque (…). Por lo demás, todo era silencio.
Knut Hamsun

Ver el cine de Kaurismäki es estar dispuesto a un diálogo revólver: el hombre que vivisecciona al hombre para volver a instalar lo opaco ―el cine es una forma de arte, hay que recordarlo― donde una supuesta transparencia nos emboba de anzuelos.
Empezamos por un hombre que sabe: «si no sabes qué filmar, es mejor cambiar de trabajo»* (valdría también la máxima para cualquier manifestación que se pretenda artística), declaración de principio y fin.


Hay una derrota primera en esta tentativa de hilar palabras para decir sobre aquello que está hecho para ver y ser visto. Las películas de Kaurismäki se narran en cuadros: una mujer junto a la ventana dibuja sombras sobre una pared y todo lo demás, sobra; un hombre sin pasado muestra su cabeza vestida de vendas blancas y todos estamos ciegos. Los hombres buenos, las mujeres buenas, dialogan en un silencio cargado de gestos y símbolos. Hay perchas. A veces hay algo colgado de esas perchas que, sin embargo, no dejan de indicar en un segundo plano que el cuerpo siempre va desnudo. Hay un color que es el tono de la escena, hay hombres y mujeres que avanzan pese a todo. En esa austeridad de los personajes y los escenarios hay una dignidad innegociable, no porque los personajes se ahorren las miserias sino porque nunca se pierde de vista que entre dos puede haber no sólo dientes afilados sino mano tendida, con la dificultad añadida de que todo esto sucede fuera de cualquier lugar común o de irritante cursilería. Hay historias cargadas y esos diálogos revólver del cuerpo a cuerpo. Hay un director que crea su propio lenguaje y nos hace amar su dialecto. Hay silencio para ver, Juha relincha en luces y sombras un homenaje vivo al cine mudo. Hay austeridad que borra lo superfluo y ensalza lo esencial (una respuesta para los detractores de lo esencial que, como la inspiración, también existe). En Kaurismäki, una percha es esencial, un teléfono que se atiende tarde, que puede dejarse sonar. Hay un hombre que sabe de lo esencial: «mi familia no era pobre, teníamos suficiente para comer y libros para leer».


Kaurismäki se nombra como un niño autista: en efecto, no tomó la palabra hasta sus cinco años, detalle que no le impidió crear un lenguaje propio, que ―por supuesto― nadie entendía. Esto parece no haberlo inquietado, pues la inteligencia del hombre sabe que «es inútil explicar las cosas o las películas».
Lo dice el hombre en conflicto, el hombre que ha pasado su juventud en la comisaría, en apremio con las autoridades y por ello mismo sabe que «la prisión es diferente». Habla un hombre libre.


Hay también un elogio del azar, del encuentro, y sólo así el desbaratar un poco la existencial soledad. También sabe de eso el hombre que tuvo cuarenta trabajos en tres meses para vivir (al hombre no le asusta trabajar), «si me gustaba el trabajo, me quedaba»; allí conoció a todo tipo de gente muy diferente en la que se inspiró luego para hacer sus películas. Eso sí, de los veintidós años que lleva haciendo cine, dice: «durante veintidós años no he conocido a nadie, he perdido contacto con la realidad». Es lícito animarse a la hipótesis del retorno del maravilloso “autismo kaurismäkiano” pues, como dice Nerval en Aurelia: «¿Será oportuno, una vez recobrada lo que los hombres llaman la razón, lamentar haberla perdido?».
Habla el hombre que sabe perder: un ganador. «Mis primeras películas empezaron con la idea de que los protagonistas se fueran de Finlandia, y de hecho fui yo quien se fue. Mis protagonistas se han quedado en Finlandia. No puedes amar más a tu país que dejándolo. Todo esto está en relación con mi historia personal con este país (…), ya no hay nada finlandés.»
Pero el hombre sin pasado recuerda y elige: en Nubes pasajeras aparece un mostrador de bar, objeto del cariño de Kaurismäki (como tantos otros que recopila y donde se esconde, a falta de la paciencia para soportar el calor humano, según dice), utilizado también en otras de sus películas, en cuyo frente falta un botón. El hombre de talento que ha perdido a su Finlandia ve surgir la oportunidad: crea ―en su propio lenguaje― una escena donde dos obreros reponen el botón faltante con un caramelo Sisu, producto finlandés clásico (aunque ahora fabricado por holandeses, se lamenta). Ahí tenemos el cuadro: un mostrador querido y viejo («como está viejo, ya no tiene por qué moverse»: puede perder contacto con la realidad) donde el caramelo Sisu repone, a la vez que muestra, una falta. «Es el triunfo de Finlandia sobre Rusia (en la Segunda Guerra), aunque haya sido al revés», dice el hombre. Hay una diferencia de color, hay un caramelo pinchado con un alfiler al viejo mostrador ahora inmóvil. Hay el desarrollo de toda esa acción en la escena de la película. El hombre que ama el cine y por eso a Bresson y a las sogas de Hitchcock.
Kaurismäki hace cine con sus propios recursos, que cuida y no derrocha (rarísima avis), es el director, productor, montador de su obra. Sabe que un montaje, por bueno que sea, «no salva dieciséis kilómetros de mierda». Los actores lo respetan, lo admiran, se escapan si quieren ensayar pues «Aki no quiere ensayos». En Hamlet va de negocios ni siquiera hubo guión.
El hombre que piensa no sólo da vueltas, no teme el momento de concluir. Hará analogías entre el hombre y los peces: «los peces se comen unos a otros para sobrevivir, pero los peces no tienen la literatura; el hombre sí». «He llegado a la conclusión de que sería mejor que la humanidad desapareciera, porque los hombres entorpecen su propia evolución. Tendríamos que asegurarnos de que los que nacen salen adelante con su propia vida. Luego, desaparecer».
Baudelaire es el nombre del perro en La vida de Bohemia, Kafka es la lectura para dormir a una enferma de cáncer en Le Havre (no el químico anestésico sino la palabra como ―esencial― vínculo de amor). Un íntimo gusto por el tango musicaliza varias de sus obras y parece también la música de fondo de una mirada ―la suya― que atraviesa.
«El primer árbol que vi fue un abedul. Por eso estoy siempre de viaje hacia mi tumba».
Es la inteligencia Kaurismäki, sopórtenla.


* Esta y todas las citas del director son extractos del documental Cinéma de notre temps: Aki Kaurismäki, 2001, de Guy Girard.


3.10.12

Un mundo propio siempre es el mejor, por Nicolás Correa

Sobre Sueños del hombre elefante, de Juan José Burzi. Gárgola, Colección Laura Palmer no ha muerto (122 pág.)


Ya no quedan libros raros en nuestros días.
Es fácil leer en Burzi la monstruosidad, que no es lo marginal, ni por mucho que se le parezca. Que no sea común leer historias como las que el autor elige escribir, no significa que sea marginal. Hay muchas posibilidades de caer en una lectura ramplona a la hora de enfrentarse a la textualidad de Sueños del hombre elefante.
La pregunta podría ser: ¿qué es lo que se busca con este libro?
Entonces podemos leer una serie de gesticulaciones que sobrecargan las referencias obvias y las vuelven un objeto suntuoso. Leer esas referencias, simplemente, obtura el análisis. Las referencias no muestran más que una forma de reproducir paternidades y filiaciones.
Es justo mencionarlas, como es justo decir que el sol se esconde a determinada hora.
La red de referencias que se producen en el texto pueden ser abordadas de la siguiente manera: la ontogenia, o el proceso de los organismos, considerada como una serie de formas que cambian a lo largo de todo individuo orgánico durante su vida, está inmediatamente determinada por la filogenia o el desarrollo de la runfla orgánica a la que pertenece. La ontogenia es una breve, y no menos rápida, rememoración de la filogenia, establecida por la función fisiológica de la herencia y la adaptación, y presenta cambios significativos con respecto a generaciones pasadas.
La pregunta podría ser más interesante: ¿Sueños del hombre elefante logra producir un sentido propio, a pesar de las referencias o éstas terminan por fagocitarlo?

Es como un ángel visto desde el infierno, se dice en “El trabajo del fuego”. Frase no menos acertada, porque lo que Burzi logra, con ingenio y efectividad es escapar a sus padres, logra un cambio sobre la mirada de las cosas, instala una nueva posibilidad, un nuevo sentido a las redes. La intención está llena de sutileza. Aquí me afirmo: no quedan libros raros en nuestros días, pero sí se puede ir en un sentido distinto.
Entonces lo productivo es la mostración de una direccionalidad otra, alterar el punto de vista, alumbrar la oscuridad que habita per se. Esta funcionalidad distinta de la oscuridad se produce en un mundo posible que es un mundo que no está a mano del lector, sino como dijo Leticia Martín: “Burzi parece haber viajado a la edad media para encontrar en su cantera inmensa de represiones y oscuridades las fotos que después reordena en un collage sobre el que sitúa a sus personajes”. (Ciclos de vida y muerte” en Revista Tónica Nº4.) No hará que la monstruosidad o lo maravilloso emerja en lo cotidiano, al estilo de José María Marcos en Los fantasmas siempre tiene hambre, sino que buscará una zona íntima y personal, y con zona íntima hablo de entregarse al goce de inventar un mundo nuevo.
El placer de lo inenarrable surge en estas páginas, de aquello que aparece en lo no dicho, en lo que se soslaya y el escritor logra sugerir. Los intersticios que no pueden ser escritos se vuelven atractivos y de una potencialidad imposible.
De alguna manera, Burzi logra mostrarnos ese otro mundo, su mundo, y volverlo real, volver a esos personajes parte de un universo posible.
Un mundo propio siempre es el mejor, y es lo que también contrae la mirada en Sueños del hombre elefante, un extrañamiento donde el contexto se pierde y le da a Burzi la posibilidad infinita de encontrar otras tramas, de una eficacia singular, distintas de las que se pueden leer en la nueva narrativa Argentina.

Las filiaciones son posibles, de una manera muy superficial, son meras menciones que se pierden en cada uno de los gestos que vuelven a este texto tan atractivo.