30.12.21

Sistema operativo, por Nadia Gómez

 



El objetivo consistía en desarmar la zona para encontrar el cadáver hediondo. Creímos que podía estar atravesado en un aire acondicionado en desuso, pero no era prudente abrir el artefacto. Ella se puso los guantes de látex. Me hubiera convenido buscar un barbijo por el polvo y la humedad ambiente pero ya estábamos ahí. Lo primero que hizo fue buscar las bolsas de nylon. Me costaba agacharme porque con la panza los movimientos se me hacían torpes y lentos. Tal vez fuera suficiente con estar cerca y charlar. Nuestro padre le ofrecía al niño unas frutillas con crema. El problema era que le ofrecía comida todo el tiempo y que yo no podía cotejar si estaba en estado. Los escuchaba caminar por la planta baja de la casa. Me horrorizaba pensar que pudiera entrar en el cuarto que la semana pasada había desmantelado el fumigador y en el que ya había vuelto a nacer otro hormiguero. Mi hermana empezó a guardar en las bolsas unas enciclopedias Sopena, 6 o 7 tomos cuyos lomos rubricados en oro nos traían dudas sobre su valor. No le dio pena cerrar la bolsa. Sabíamos que esa noche llovería, a lo sumo, lo prudente podía ser dejar los paquetes debajo del alero. Juntó unos papeles de Derecho administrativo, otras enciclopedias de diario Clarín sobre la historia de la fotografía. En un sombrero, souvenir de un viaje a España, conservó un pasaporte vencido y el diploma de una tecnicatura en foto que había obtenido en la única escuela con título oficial del partido. No estábamos con ánimo de hablar. Hacía por lo menos 10 años que esa habitación permanecía cerrada. El cuarto originariamente había sido de nuestra abuela paterna, En otra vida, sus hijas vaciaron los armarios, repartieron polleras entre las empleadas domésticas, dejaron que la enfermera peruana se llevara las bombachas, el costurero. Nadie supo dónde fue a parar la tijera de plata. Después, ahí dormí yo, pusimos unas camas con colchas que tenían girasoles azules y un empapelado que me gustaba mucho. Cuando ya tenía más edad, me fui o mi padre me echó y se quedó mi hermana. Pintó de durazno las paredes y mandó hacer un doble cortinado bastante elegante que ahora se tuvo que enrollar para dejar entrar la luz y el viento. Mientras ella guardaba dos cámaras profesionales en una caja y dejaba sobre la cómoda los libros de su pasaje por la escuela media que no estaban apelmazados de humedad y suponía dignos para donar a la basílica de calle Buen Viaje: Rosaura a las diezPapaíto piernas largas, el Nunca más y The animal farm, yo deambulaba por el resto de la casa buscando algún enfunche sano donde conectar el cargador del celular.  


–Calameros no me gustan, tata. Dijo Lalo a su abuelo con una pasta rara en la boca. Mi padre hurgaba orgullosísimo, cajas con las cortesías de los laboratorios: lapiceras, resaltadores, agendas, caramelos, almanaques pretéritos, rompecabezas, imanes, linternas, apoya mouse y le ofrecía esos tesoros rancios al niño que no entendía la función de algunos objetos.   


–No comió nunca un caramelo, papi, por favor, no le des eso.  


Mi padre tenía un chaleco de polar con un agujero en el hombro, un jean sucio y una gorra con el sello de Ford descosida.  


–Son todas cosas buenas, dijo y siguió removiendo un cajón de su mesita de luz atiborrado de misteriosos objetos inservibles: pilas, controles de televisor, cargadores de celular, tornillos, un pack de jugos de naranja Baggio.  


–No– lo atajé cuando buscaba el sorbete derretido en la batería de un Samsung . Eso no.  


Le sugerí fueran a dar una vuelta con el niño, que lo llevara hasta la esquina con el triciclo. Mi hermana estaba en la habitación trepada al estante a punto de sacar la tapa del aire para finalmente descubrir si la rata estaba atascada en el sistema o qué. Le alcancé una bolsa de residuos y sostuve la silla. Cuando descolocó la tapa, la rata saltó al vacío. Ella perdió el equilibrio y fue el al baño a vomitar. La rata se escurrió por no supimos ya donde. Todo lo demás era esperar que volviera a aparecer.  Abrí el armario del medio para empezar a sacar lo que había sido nuestra ropa. En la cama, había pilas de remeras de papá, ropa incluso que le había dado su hermana cuando murió el marido, ropa de viajes que no había estrenado, ropa sucia, también fina, chombas made in China, de marcas plagiadas, cosas que él creía que las señoras domésticas le habían robado.  Agarré otra bolsa y empecé por nuestros zapatos: sandalias de cumpleaños de 15, unas de tiritas lila que recordaba haber usado en el casamiento de una prima muy tetona con pelos en el esternón, ojotas, zapatos de verano sin taco, zapatillas imitación ya agujereadas. Todo a la bolsa.  En los cajones, ropa interior retorcida entre jabones perfumados, sin mirar, todo a una bolsa. Otra cajonera con vestidos, pulóveres, camisolas de bambula apolillada. Un estante con jeans de Kosiuko que mi hermana coleccionaba: tiro bajo, con bordado, elastizados, pata elefante, azules, uno estampado con arabescos. A la bolsa. En el perchero de abrigos, saltée los sacos de papá, busqué nuestras camperas, saquitos, chalecos. A la bolsa. El armario se iba llenando de huecos, insensiblemente. Entre los despojos de un corpiño aparecieron unas estampitas de comunión, ¿año 1990? Un angelito arrodillado con cabeza rubia y detalles de brillantina. También pañuelos de tela. A la bolsa. Nada ya era sentimental. Mi hermana levantó un colchón escondido debajo de la cama, la rata tampoco estaba ahí, Corrió una cómoda, movió un escritorio y un canasto con sábanas. Tampoco. Respiramos. Un ruido de retorcijones. Tal vez venía del techo. Tal vez había muerto en las canaletas de las tejas o eran palomas en celo.   


–Me dijo el fumigador que la descomposición da mal olor un tiempo y después, de pronto, desaparece. 


–¿Y qué pasa si se salva? 


Porque eso podía pasar. Engordaría. Podría volverse criminal.  Vi subir por la escalera a mi hijo, tocaba con las manos la pintura descascarada por la humedad y se asombraba de los manchones negros de esporas y hollín. Mi padre le recomendaba agarrarse de la baranda. Una foto ampliada de mi hermana con 6 años y camisa de cuello volante en el descanso era lo único que podía oficiar como la magdalena de un recuerdo feliz.  


–Vamos a comprar helado, Lalito. Dijo mi padre que no podía dejar de ofrecer dulces al chico.  

Cuando se fueron mi hermana me dijo que aprovecháramos para vaciar la heladera del cuarto por dónde se habían metido. Podía haber otras ahí, seguro en el lavadero está la comunidad fundadora.  En esa zona del living que hubo que limpiar hay otra heladera con bolsas de insulina, inyecciones encasquetadas en bodoques de hielo. Centenas de bolsas con cajitas: Clonagin 2, Risperin 1mg, Midax-Olanzapina 2.5, Alplax 0.5, Valcote 500, Libercolon, Imonogas 120, Lexapro 10, Artrin palatable x 18 comp. Todo ese arsenal de medicamentos estaba vencido y había que dejarlo en alguno de los puntos asignados por el Municipio para que no quedaran en la calle. Se los puede tragar un perro, un huérfano, el basurero, le explicaba mi hermana. Pero papá se resistía. Sobre las ampollas, argüía que en la heladera nada se vence.  .  


–Va a venir una paciente a llevarse eso porque también es diabética y ella toma esas dosis.  


Mi hermana se cambió los guantes y empezó a meter las jeringas, las agujas, los paquetes de insulina. A medida que se iban vaciando los estantes, el parquet se inundaba de agua. Todo era un barro lamentable.  Me senté en un sillón y cerré los ojos. La beba me apretaba el diafragma y el tamaño del útero oprimía los nervios de la pelvis. La pierna izquierda me dolía como si todas las hormigas del “veneno de hormigas” como le decíamos a ese cuartito detrás de las bibliotecas estuvieran anidadas en mis músculos. Cuando volvieron, los dos tenían aureolas de grasa en las remeras.


–Comimos unos palitos en el quiosco de Rauch


–No puedo creer que hayas ido ahí, todo el mundo sabe que, en el fondo, el rasta tiene un prostíbulo.  


–¿¿La oíste? Hija, a vos es te volaron todos los patitos 


De la falsa chimenea, Lalo arrebató un caballito de bronce para hacerlo cabalgar o volar sobre los leños. Mi padre lo alertó sobre el inmenso valor de la pieza. Jugó a perseguirlo o realmente lo persiguió. El caballo pesaba más que 12 piedras y estaba veteado de una pátina viscosa. Le saqué de un tirón el objeto al chico y dije   que lo iba a cepillar con pasta dental. Los dos me miraron con desilusión inquisidora y en un segundo tres formas de interpretar la vida se cristalizaron en el lomo del animal hasta que el niño descolgó al gaucho de trapo ya sin peluca ni alpargatas y pasamos a otra cosa.



Septiembre 2021

 

13.12.21

Cuestionario Proust a Bárbara A. Wapnarsky

¿Cuál es el colmo de la miseria?
La miseria ya es un colmo demasiado insoportable como para que se le exija más.

¿Qué virtud valora más en las personas?
La sinceridad, cuando no conviene.

¿Qué es lo que más le gusta hacer?
Escribir.

¿Dónde querría usted vivir?
Es más fácil no decidirlo y quedarme donde estoy. Además, si me empiezo a mover con un objetivo tan preciso, nunca me sentiría cómoda en ninguna parte.

¿Cuál es su ideal de la felicidad terrestre?
Me hace feliz exponerme a riesgos de depredación animal.

¿Con qué errores tiene la mayor indulgencia?
No creo en los errores. A veces perdono solo porque tengo mala memoria o porque me genera mucho agotamiento estar enojada. A lo sumo, puede surgirme desinterés si alguien se comporta de forma idiota. 

¿Cuáles son los héroes de novela que prefiere?
Los que no salvan a nadie, pero se hunden en pensamientos profundos e inútiles.

¿Cuál es su personaje favorito de ficción?
El narrador de Memorias del subsuelo, de Dostoievski.

¿Cuáles son sus heroínas favoritas de la vida real?
Amanda Baggs.

¿Su pintor favorito?
Creo que no tengo, aunque me gustan mucho El jardín de las delicias de El Bosco y Ofelia de Millais.

¿Su músico favorito?
Creo que mis músicos preferidos solo pueden buscarse en mis gustos de la adolescencia… Digamos que Wim Mertens, por generar en  las películas de Greenaway un clima completamente tenso y  alucinado. 

¿Su cualidad preferida de los hombres?
Ser poco hombres y saber ser amigos.

¿Su cualidad preferida de las mujeres? 
El humor.

¿Su virtud preferida?
El oído musical, que no tengo.

¿Cuál es su ocupación preferida?
Creo que ninguna pero podría elegir la docencia.

¿Cuál es su idea de la felicidad perfecta?
Que la sola idea genera infelicidad y frustración.

¿Cuál es su miedo más grande?
Ser patética, sobre todo de grande y por la forma de encarar la vida.

¿Cuál es el rasgo que más deplora de usted mismo?
La rapidez con la que me enojo y la rapidez con la que después pienso que la otra persona tiene, en parte, razón.

¿Cuál ha sido su mayor atrevimiento en la vida?
Negarme a ser la abanderada en la escuela primaria, más que nada por la gravedad con la que fue recibido.

¿Cuál considera que es actualmente la virtud más sobrevalorada?
La paciencia.

¿Qué es lo que más le disgusta de su apariencia?
Los ojos caídos.

¿Cuáles son las palabras que más usa?
Boludo, boluda. Las uso como si fuera: chabón, chabona. Lo odio.

¿Qué es de lo que más se arrepiente?
Lo que más recuerdo ahora, y me tortura, es haber llevado por primera vez la notebook de vacaciones cuando fue la única vez que entraron a la casa en la que estaba alojada a robar.

¿Quién habría amado ser?
Está bien así, elegir cosas que no soy también me da miedo.

¿El rasgo principal de su carácter?
Confío en mi intuición y en señales tontas y caprichosas para definir cuestiones importantes de mi vida.

¿Su sueño de felicidad?
Historias en las que involucro narrativamente la alarma en el sueño y me permiten seguir durmiendo a la mañana.

¿Cuál sería su mayor desgracia?
Si bien no lo sé, por algo medio supersticioso, me da miedo esforzarme en responder esta pregunta.

¿Su principal defecto?
La ira. Y la cara que la acompaña.

¿Eso que querría ser?
Escritora. Nunca sé cuándo se lo es y puede que eso sea bueno.

¿El color que prefiere?
Negro.

¿La flor que más le gusta?
Me gustan mucho las plantas sin flores. Creo que la única flor que me gusta es la cala.

¿El ave que prefiere?
Acabo de llegar de Iberá y me pareció hermoso el chajá. Espero no olvidarlo.

¿Sus héroes en la vida real?
Toda la gente que ocupa el espacio público cuando es peligroso.

¿Sus heroínas en la historia?
Maya Deren y todas lxs artistas que seguiremos descubriendo tardíamente.

¿Sus nombres favoritos?
León, Evaristo. Me da bronca no tener más nombres preferidos pero, aunque me esforcé mucho tiempo, no encontré mejores.

¿Dónde y cuándo es feliz?
Encerrada o de viaje, pero escribiendo o corrigiendo. Es lo que me ayuda a soportar las cosas amargas o rutinarias de la vida.

¿Cuándo miente?
En el trabajo.

¿Cuál es su idea de la muerte?
Creo que no estaremos más, tampoco como pensamiento ni nada que se le parezca. Puede ser un alivio.

¿Qué no perdonaría?
La falta de empatía cuando alguien la está pasando realmente mal.

¿Cuál considera que ha sido su mayor logro?
No terminar nada y que no me preocupe lo suficiente.

¿Para usted qué es un buen insulto?
El que duele por guardar un importante grado de verdad.

¿Cuál es su idea de la fidelidad?
El cariño, mientras dure.

¿Qué cosas detesta por encima de todo?
La falsedad y la gente que se maneja por conveniencia.

¿Personajes históricos que más desprecia?
Soy malísima para fijar personalidades de la historia como condensadores ejemplares de lo bueno y de lo malo. Igual: Julio Argentino Roca.

¿El hecho militar que más admira?
En La Paz, unos militares bolivianos comprando una biografía del Che Guevara.

¿La reforma que más admira?
Nunca alcanza.

¿El don de la naturaleza que quisiera tener?
Ver de noche.

¿Cómo le gustaría morir?
Muy vieja y sin dolor.

¿Estado presente de su espíritu?
Cada vez más y lo lamento. Mi espíritu no me deja dormir.

¿Cuál es su frase preferida?
Todas las que se me vienen a la mente son frases que odio. Es muy común también que me proponga empezar a usar alguna frase muy buena que dice, sin darle mucha importancia, alguien cercano. Nunca la recuerdo después.

8.12.21

Carlos Busqued al borde del abismo, por Emilio Jurado Naón

 

Tremendo acontecimiento

 

La aparición en Argentina, en 2009, del primer libro de Carlos Busqued demostró que aún se podía escribir una novela realista que no fuera un aburrimiento total. Esto fue así al menos para quienes leíamos literatura contemporánea con una mezcla de esperanza y escepticismo hacia la aparición de lo nuevo. El contexto de aquel entonces era muy parecido al actual, primaban en el paisaje novelístico: la primera persona onanista; una identidad confusa y consuetudinaria entre narrador y autor; la hegemonía del cotidiano costumbrista burgués y porteño; la falta de creatividad absoluta para la trama; los personajes anodinos; la corrección política, que era y es garantía de la inocuidad de la literatura; una insidiosa y prepotente naturalización del lenguaje, entendido como mero cristalino canal de transmisión, y las siempre desalentadoras condescendencia y subestimación del lector. Por el contrario, lo más novedoso se estaba dando en el terreno de la poesía y de la narrativa no realista. Entonces apareció Bajo este sol tremendo, atronador desde el título; un intruso en las aguas estancas del catálogo de Anagrama.

Hasta la historia detrás de la publicación hacía de este escritor novel un personaje intrigante: el hecho de que Bajo este sol tremendo no hubiera ganado el premio Herralde, y aun así, por mérito propio de la novela, Herralde hubiese decidido publicarla, refrendaba el dicho de que el mejor libro siempre se lleva el segundo puesto. ¿Quién ganó ese año el Herralde? Nadie se acuerda. O bien, la respuesta es más simple: lo ganó Busqued. Un concienzudo lector de Anagrama, casi un suscriptor si eso existiera, que a los 39 años termina su primera novela y logra incluirla en el catálogo de su editorial preferida. Ese es un origen posible del personaje mitológico que el propio Carlos Busqued, con el impulso que le confirió una relativa celebridad, fue construyendo para su figura de autor a base de apariciones públicas, su blog “borderline carlito” y la cuenta de Twitter “un mundo de dolor”.

Esta imagen autoral, por un lado, y, por otro, la biografía pre-Herralde, reconstruida por amistades y colegas a partir de necrológicas, fueron los aspectos más destacados luego de su muerte, a raíz de un infarto, el lunes 29 de marzo, a los 50 años de edad. Poco se ha escrito, sin embargo, sobre el valor de la corta pero más que suficiente obra de este autor (dos libros publicados: la ya mencionada opera prima y Magnetizado, de 2018). La figura de Busqued se había vuelto, al parecer, un dato que se valía por sí mismo. La propia repercusión de Bajo este sol tremendo y la tan esperada aparición del segundo libro resonaron y resuenan sin que mucha crítica se pregunte por qué su escritura repercute como repercute. Dicho de otra manera, ¿por qué son tan buenos los libros de Busqued? O bien: ¿Qué significan los libros de Busqued para el estado actual de la literatura latinoamericana? Y, en la medida de lo abarcable: ¿Qué enseñan sus libros sobre la práctica de escribir ficción?


El discurso cínico

 

Valgan como coordenadas de vida los siguientes datos: Carlos Sebastián Busqued nació en Presidencia Roque Sáenz Peña (Chaco, Argentina), en 1970; se graduó de ingeniero metalúrgico en la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) Facultad Regional Córdoba, donde fue docente de ingeniería y director de Cultura y Comunicación Social; luego se mudó a la ciudad de Buenos Aires, donde trabajó en el área de Pre-prensa y Producción en la editorial de la UTN. En paralelo a su desempeño como docente en Córdoba, Busqued produjo y condujo varios programas en la radio de la Universidad: El otoño en Pekín, Vidas Ejemplares y Prisionero del Planeta Infierno, algunos de los cuales estaban dedicados asesinos en serie y “desviaciones” sexuales, entre otros temas predilectos. Colaboró con la revista El ojo con dientes y, recientemente, con el número despedida de la Cerdos & Peces. Fue también en un taller de la UTN Córdoba, coordinado por Sergio Mansur, donde empezó a vincularse con otras y otros escritores en formación, e integró el grupo literario El Círculo de la Serpiente (junto a Nelson Specchia, Alejandra Zurita, Gustavo Echeverría, Alejandro Jallaza y Leandro Aguirre). Esto último es destacable porque de la formación temprana de Busqued no se conocía mucho más que la de ser un lector devoto de escritores traducidos al castellano, como Emmanuel Carrère, Charles Bukowski y Kenzaburo Oe. En contra del lugar común de que la escritura es un arte solitario (discurso al que él mismo abonaba), el dato de que fue a un taller y formó grupo confirma que la literatura es gregaria, y que ningún escritor (ni el tan pretendidamente misántropo Carlos Busqued) se hace solo.

Mientras todo lo anterior seguía en las sombras para el público general, muy pocos sabían que un chaqueño radicado en Córdoba andaba y desandaba obsesivamente los fragmentos de una novela con la intención de sacarse de sí, como dice en una entrevista, “un clima que tenía adentro”. Una vez lanzada, Bajo este sol tremendo sonó como un cascotazo en las aguas estancas de la novela realista latinoamericana. O más bien habría que hablar de disparos a repetición; tantas y tan tremendas son las variables que Busqued hizo coincidir en su primer libro (como se dice en criollo, puso toda la carne al asador). Están los documentales de calamares gigantes; está el video snuff en el que cinco alemanes le meten un bate de béisbol en el ano a una anciana; está el aire “espeso y con olor a una mezcla de porro, esperma y jabón” en el sótano donde Duarte secuestra personas para cobrar el rescate; están los insectos gigantes y el barro de Lapachito (ambos venenosos); está el cebú fugado de un matadero al que un camión le quiebra la columna; están los dogos violentos que terminan siendo sacrificados de un disparo; están los elefantes enloquecidos a base de descargas eléctricas. Pero, como trasfondo de esta serie de figuras y escenas ominosas, la red que sostiene el “clima” de Bajo este sol tremendo es la convicción de que el odio y el resentimiento son un combustible precioso, incluso necesario, para la ficción.

Porque resulta insondable la psicología del autor, pero, sobre todo, porque carece de importancia para el análisis estético, la pregunta acerca de qué resiente, qué odia la novela de Busqued debe ser respondida estrictamente en términos narrativos. Y es un personaje el que condensa el gran enemigo de Bajo este sol tremendo: Duarte y el cinismo criminal del neoliberalismo en las republiquetas del sur. Este suboficial retirado de la fuerza aérea que trafica herencias, certificados de discapacidad, drogas y personas con la misma naturalidad se mueve como un anfibio entre el vecindario de Lapachito y la burocracia castrense. La construcción de Duarte como personaje es ejemplar no solo por su potencia, sino principalmente por la manera paulatina en que los rasgos de su carácter se van definiendo hacia lo más oscuro.

El arco que une los “dientes podridos [con los] que sonreía como en una propaganda de dentífrico del infierno” y la colección de pornografía hardcore con los planes de secuestro, violación y asesinato que Duarte efectúa con la frialdad de un molusco está eregido sobre un trasfondo histórico y político que lo determina: las desapariciones forzadas y los crímenes de lesa humanidad cometidos por la última dictadura cívico-militar en la Argentina. Este contexto es, a la vez y paradójicamente, lo más terrible y lo menos explícito del texto; aparece por fragmentos y alusiones, o en el registro testimonial de un archivo fotográfico en la casa de Duarte:

 

Eran las típicas fotos de registro de instalaciones y equipamiento: calabozos, camionetas, una sala de reunión. Eran fotos de operativos rurales, con la mayoría de los milicos vestidos de civil. En una, de fondo se veía una camioneta cosida a balazos. Entre el guardabarros y el comienzo de la caja, que era la porción que se veía, Danielito contó nueve agujeros de un calibre muy grueso. Su padre estaba en cuclillas, descansando sobre la rodilla el brazo derecho con la pistola (la misma pistola con la que él acababa de matar a los perros) en la mano. A su lado había tres personas acostadas, cuyas caras habían sido tapadas con líquido corrector. La última había sido sacada evidentemente de noche: una escena congelada en el fogonazo del flash. De vuelta estaban en el Skymaster. La puerta removida permitía ver el interior del avión. Su padre estaba serio en el asiento del piloto, chequeando los instrumentos. En el asiento de atrás, Duarte miraba a cámara pero sin posar, como si lo hubieran llamado antes de apretar el obturador.

 

Milicos de civil, una avioneta sin puerta, rostros borrados con corrector líquido (más las tareas en la selva tucumana a las que alude Duarte unas páginas atrás) son más que suficientes para traer a la memoria los crímenes y criminales de lesa humanidad aún sin juzgar, y los cuerpos de personas que quedan aún sin aparecer. Las tramas de la dictadura, los desaparecidos, la apropiación de hijos, la guerra de Malvinas, no son ajenas a la novela contemporánea; pero sí resulta innovadora la aparición de este trasfondo en una novela cuyas primeras páginas, entre el humo de porro, los sánguches de miga y los documentales de Discovery Channel, parecen apuntar hacia otro lado. De manera lateral pero efectiva (o efectiva gracias a esa lateralidad), la primera novela de Busqued puso la mira, mediante la configuración de Duarte como su personaje estrella, en elementos de la realidad presente que muchas veces, de manera consciente o no, se dan por pasados.

Por supuesto, como se trata de literatura y no de sociología, el material que funge historia con ficción es uno de índole verbal; artificio que, en el caso de la escritura de Busqued, se apuntala en imágenes, acciones y, sobre todo, frases. A través de los parlamentos de Duarte habla el discurso cínico del neoliberalismo (al que Busqued define como “un agujero en el alma”). El autor dice en varias entrevistas que fue una frase que escuchó por ahí la que le permitió terminar de armarse el personaje de Duarte; una frase que, incorporada a la novela, funciona como el clímax del cinismo, referida a las torturas que sufría una elefanta en el circo para que aprendiera a “bailar”. Una persona dispuesta a infringir el mayor dolor posible, pero del que jamás se haría responsable:

 

–Me encanta, me la llevaría a mi casa. Y sabés qué hago: le doy máquina, la cago a palos todos los días. Hasta que llegue la noche en que no aguante más, como los elefantes esos de la India.

–Y usted dice que a ver si el bicho va y algún día le toca la puerta.

–Ha, ha, sí, sí –dijo Duarte–. Lo mismo ésta ya no le golpea la puerta a nadie.

–Y si eso pasa –preguntó el otro–, si va y le toca la puerta, ¿usted le abre?

Duarte soltó una risita.

–No, claro, hehe. Ni en pedo. Nunca. Estás loco vos.

 

Un raro entre los raros

 

Dejar hablar al enemigo, y encontrar en ese habla una riqueza verbal que permita construir un gran personaje y, al mismo tiempo, definir un discurso gravitante de la época es la línea más interesante (y con el trazo más fino) de Bajo este sol tremendo. Leída en ese sentido, también conduce naturalmente al tan esperado segundo libro de Busqued, Magnetizado, en el que “dejar hablar” vuelve a ser la consigna para la construcción de un personaje. Ya no un representante del mal que se esconde en lo cotidiano, sino, muy al contrario, una reconstrucción biográfica que le devuelva la subjetividad a una persona que siempre ha sido tenida por monstruo.

La historia no era tan conocida hasta que la publicación de Magnetizado la volvió a poner en agenda por unos meses: en 1982, Ricardo Melogno, armado con un revólver que le había dado su padre para su seguridad, mató a cuatro taxistas sin motivo alguno (tres en el barrio porteño de Mataderos y uno a pocas cuadras de distancia, pero ya del otro lado del límite con la provincia de Buenos Aires). El asesino tenía 20 años y, desde que fue arrestado hasta la actualidad, pasó su vida dentro de instituciones psiquiátricas y carcelarias. Es irónico que la libertad de Melogno, cuya personalidad ha sido catalogada como limítrofe (borderline), esté en entredicho por un conflicto de límites jurisdiccionales: “–En Capital soy inimputable, no comprendo mis actos. En Provincia comprendo y, en consecuencia, soy responsable de mis actos. Premio Nobel de psiquiatría para la justicia de Provincia, que tiene el remedio para la locura: la avenida General Paz”, explica el propio Ricardo Melogno, con un sentido del humor envidiable, en algún momento de las más de noventa horas de conversación con Carlos Busqued.

Este diálogo, que en principio habría surgido por una recomendación del equipo de psiquiatría como herramienta para que Melogno pudiera reconstruir su historia (ya que, del momento de los asesinatos, él solo tenía recuerdos difusos y entremezclados con la información adquirida por peritos y jueces), encuentra en Busqued una escucha atenta y un concienzudo artesano del texto. No solo es evidente que, por su afinidad a este tipo de casos, es el escriba ideal para contar, en primera persona, la historia del asesino serial más raro de la Argentina (raro dentro de los raros, ya que cometió cuatro asesinatos en un mes y se detuvo); sino que, además, Busqued se preocupa por editar la transcripción de las charlas y realizar un montaje que colabore en función de un objetivo claro y explícito, que aparece hacia el final del libro en palabras de Melogno:

 

La única expectativa que tengo, la única deuda trascendental, es ser una persona. Yo fui cucaracha. Y después un monstruo. Y después un preso. Me gustaría ser una persona. O sea, no ocultar lo que fui, pero… ser una persona común. Cuanto más pueda desaparecer entre la gente, mejor. 

 

Esta función ética y política de Magnetizado es singular (por el caso que trata) pero no nueva. Tampoco lo es la técnica que desarrolla, que rápidamente se puede asociar a la escritura de Rodolfo Walsh o Manuel Puig, como referentes locales eximios que han trabajado con la tecnología disponible (el grabador) que permite un corrimiento tanto del narrador como del autor para dar espacio a la voz de los otros marginados. El cut-up de notas periodísticas e informes psiquiátricos al comienzo del libro son otro recurso muy efectivo para enmarcar la biografía de Melogno, hablada por los medios y las instituciones, antes de que él dé su testimonio. Pero, insisto, no hay innovación en estos gestos; a lo sumo, una vuelta a una tradición muy importante de la literatura latinoamericana con un aire renovado (que no deja de ser interesante) por las asociaciones leves con la así llamada “escritura no creativa” abocada, claro, al testimonio.

Lo más destacable de Magnetizado es lo que se puede sospechar de cálculo en relación al, por momentos, tirano sistema editorial y mediático que, en el caso de Busqued, le exigía una segunda novela para ser escritor. Como si con Bajo este sol tremendo no alcanzara, debía publicar más. La aparición de la charla con un convicto (producto, casi, de un trabajo social más que de una investigación novelística), en la que prácticamente no hay narrador, lejos está de la apariencia de una segunda novela. Y está lejos de la forma de una novela también, ya que, cuando Melogno deja de hablar y el micrófono se apaga, apenas está construido el personaje de una trama que terminó antes de comenzar. Nuevamente, y leído en términos de literatura conceptual, todo lo anterior, aunque no es suficiente para armar una novela, es perfecto para un artefacto verbal que no responde a ningún género establecido.

Como en su antecesor, Magnetizado presenta dos niveles fundamentales en su factura que, no solo son poco frecuentes en la actualidad, sino que se vuelven preciosos a la hora de seguir pensando la práctica de la escritura: la conciencia histórica y la conciencia formal.

El breve paso de Ricardo Melogno por el Servicio Militar Obligatorio, donde aprendió a disparar y a armar un fusil con los ojos vendados; su coincidencia con la guerra de Malvinas, en la que no combate por estar sujeto a juicio sumario; el hecho de que, en el período de los asesinatos, fue visto por sus vecinos vistiendo uniforme militar (todo esto en época de dictadura); son viñetas que el texto, sin agregar interpretaciones, administra de manera tal que reconstruye el contexto histórico y crea sentidos por yuxtaposición al relato de la vida del protagonista. Hacia el final del libro, la psiquiatra entrevistada ensaya algunas hipótesis al respecto, que señalan la posibilidad de que el servicio militar, en la experiencia de Melogno, haya funcionado como contención y garantía de orden, pero luego, al volver a su vida civil, el contraste con la falta de un orden externo haya colaborado con el brote psicótico que condujo a los cuatro crímenes. Magnetizado tiene mucho de relato policial; es, como acota el propio Busqued en una de las últimas secciones del libro, un “crimen sin resolver” en el que “el asesino está preso, están claros el dónde, el cuándo, el cómo, el quién, pero falta el por qué”. No es directa ni enfatizada la relación entre dictadura militar y asesino serial, pero resulta destacable el continuo contrapunto con el contexto social e histórico. Busqued no deja de lado esta dimensión sustancial como podría haber hecho cualquier otro novelista sensacionalista en que hubiese caído la tarea de retratar a un “psicópata” –sinónimo, cuando lo cuenta Hollywood, del mal absoluto, atemporal, inefable e individual.

La consciencia formal, lo que hace que Magnetizado no sea una simple transcripción, no reside solo en la selección y el montaje, sino principalmente en la sutil y única aparición del narrador, al final del libro, en el capítulo “Electricidad y magnetismo”. Este gesto u operación quirúrgica supone una lectura precisa sobre el material con el que trabaja (el relato de la vida de Melogno), el objetivo y la ética con la que se encara Magnetizado. En virtud de ocupar el punto ciego del relato, Busqued echó mano a un dibujo de M.C. Escher, “Galería de grabados”, cuyo centro, como la memoria de Melogno, está ocupado por un círculo en blanco de contorno difuso. El artista holandés puso su firma en ese punto ciego; pero hace unos años unos matemáticos completaron lo que Escher había dejado sin dibujar, y el resultado fue una puesta en abismo o efecto Droste, en la que la galería de grabados y la ciudad que la contiene se continúan una dentro de la otra hasta el infinito. La traducción a texto y en clave magnetizada dice así:

 

Desde el espejo retrovisor, unos ojos extraños lo miran fijamente y de manera muy intensa.

Mientras dura congelado el instante, se produce una correspondencia entre esas dos miradas. En la película acuosa que recubre los ojos que miran desde el espejo, se refleja convexa y oscuramente el interior del taxi. En particular, chiquito sobre el centro de las pupilas, se puede ver el rostro del joven pasajero que mira hipnotizado hacia el retrovisor, como un ciervo que es iluminado por un reflector que se enciende interrumpiendo la oscuridad de la noche. Si se pudiera hacer un zoom a las pupilas de ese rostro, se verían reflejados otra vez los ojos que miran desde el espejo retrovisor. Adentro de esos ojos, nuevamente el rostro del joven, y así sucesivamente: una imagen dentro de otra imagen, una continuidad de reflejos que se enfrentan. La realidad misma volviéndose cada vez más chica.

 

La apropiación de este recurso le permite a Busqued, con la súbita aparición de un narrador, reconstruir el primer asesinato de un taxista y subsanar el espacio vacío en la “trama” con una puesta en abismo en la psiquis de Ricardo Melogno, cuya noción de realidad se jibariza a pasos acelerados. Solucionar una falta con la profundización de esa carencia: herramienta a considerar, propia de una estética singular y bien nuestra, del arte en las periferias.

 

Morir justo a tiempo

 

Carlos Busqued no necesita más libros que sus dos libros publicados para ser un escritor singular. De hecho, ya con Bajo este sol tremendo habría sido suficiente. No parecía estar ajeno al gran problema de todo novelista: ¿Qué publicar después? Angustia que es tan inocua como real. Y que cada escritor o escritora resuelve a su manera. En el caso de Busqued, se resolvió así, con una muerte temprana. Temprana para la persona, pero no para el autor. Quedan sus dos libros y, seguramente, lo que se rescate de una novela inédita sobre criptonazis en Córdoba –de la cual, adivino, forma parte la entrevista, acaso ficcional, “Jim Jones en la puerta de tu casa con un mono en la mano”, que salió publicada en la Cerdos & Peces Nº 60.

No me refiero a leyendas ni mitos ni a la ya tan aburrida figura del escritor maldito. Muy al contrario, Carlos Busqued era una persona corriente (gran conversador y muy amable, hay que decirlo) que escribió dos libros muy buenos, que cualquier lector o lectora más o menos curioso puede disfrutar y de los que cualquier escritor o escritora con ansias de pensar la práctica literaria puede aprender mucho.

 

Tomado de: Revista Casa de las Américas, # 302-303 – enero-junio 2021pp. 162-169.


1.12.21

La máquina pluvial del peronismo, por Guillermo Saavedra

  

(A propósito de La resistencia ordena de Facundo Ruiz, Ascasubi, 2021)

 

Escribir, entendido como acto creativo, implica poner en relación cosas que, hasta el momento de la escritura, no estaban vinculadas entre sí. Supone propiciar la feliz vecindad de palabras oriundas de diversos barrios semánticos y el convivio provechoso de hechos aparentemente inconciliables. Hacer consonar, en suma, modos de lo real y de lo imaginario que, antes del gesto inaugural de la escritura, contribuían por separado al runrún del mundo ignorándose unos a otros.

 

Escribir, creativa, intencionadamente, es proponer una sintaxis nueva, una forma inédita de articulación que obligue a respirar de otra manera, a cambiar el paso, a ejercer la voluntad de decir como una natación a ciegas.

 

Escribir, como auténtico acto de poesía, consiste siempre –antes y después de Lautréamont– en el necesario arte de zurcir el paraguas a la mesa de disección; o, para ser fieles a la tradición cultural en la que se inscribe este nuevo libro de Facundo Ruiz, en el drástico e imprescindible oficio de atar la Biblia al discepoliano calefón.

 

Quien escribe, en definitiva, busca saltar la zanja que se abre entre el mundo y las palabras que, al nombrarlo, firman su acta de defunción. Y, al mismo tiempo, intenta mitigar fugazmente la herida del yo, siempre extraviado entre la tiendita del horror de la Historia y el húmedo desván de su propia miseria.

 

Escribir poesía es, para acercarnos aún más al objeto de estas palabras, hacer llover, desde el cielo de la página a su suelo siempre arenoso, las coreografías inestables de aquellas suturas, cuya intención solo se va revelando a medida que se rebelan contra el sentido común.

 

La resistencia ordena pone a trabajar juntas dos realidades históricas reconocibles, aparentemente disímiles e incluso divorciadas pero que, en virtud del feliz concubinato que les impone el autor, van poniendo de manifiesto sus íntimas, solapadas equivalencias. Me refiero a la épica colectiva de la llamada Resistencia peronista y a la empresa solitaria de Juan Baigorri Velar, un hombre que tuvo períodos breves pero ciertos de celebridad gracias a una misteriosa máquina de su invención que era, según él, capaz de hacer llover en zonas agobiadas por la sequía.

 

Atento a las múltiples resonancias de las palabras y al modo sesgado que tienen las cosas para ser y estar en el mundo sembrando incertidumbre, Facundo Ruiz investigó ambas realidades: la gesta popular del peronismo proscripto y perseguido, fusilado y difamado, y la aventura singular del hombre que creyó haber inventado una máquina detectora de minerales valiosos y terminó proclamando con orgullo la invención de un artefacto capaz de la improbable alquimia que convoca las agujas del cielo, en el decir de Juanele Ortiz o, para nombrarlo como González Tuñón, que hace sonar  todos los violines de la lluvia.

 

Hijo de las vanguardias pero ajeno a su optimismo utópico, heredero de las astucias e ironías de la gauchesca y también de las aventuras musicales de la lírica modernista, poeta concreto por necesidad pluvial y no por un disecado exhibicionismo tipográfico, ecléctico pero nunca posmoderno, Facundo Ruiz ha elaborado un objeto que es al mismo tiempo oral y escrito. Un dispositivo que pide ser leído con la vista y recitado de viva voz, haciéndolo actuar simultáneamente en el cuerpo que lo declama y en el que lo asimila, como un suero, a través de la lectura silenciosa, convirtiendo así, a su receptor, en una especie de San Agustín en el preciso e improbable momento de descubrir el pasaje de un tipo a otro de lectura.

 

Con astillas de la historia clandestina, aquella de los militantes peronistas obligados por los agentes de la revolución fusiladora a la escansión sottovoce de la gran lírica del movimiento popular; y, con esquirlas de la biografía de un inventor bígamo, mitómano y escurridizo que afirmaba haber contribuido, parafraseando a Cooke, al chaparrón maldito del clima burgués, Ruiz construyó esta aventura lírica atonal, que pide ser leída, más que de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, como quien ve llover; o, mejor dicho, como un japonés leyendo una lengua que aprende a llover.

 

“¿Llover?” Más bien “yover”. Yover, yover, yover, yovía… Yo ver que yo veía, se dice a sí misma la voz cantante de este texto, como el Tarzán interpretado por César Llanos en aquellas tardes de Radio Splendid de los años 50, auspiciadas por un popular cacao en polvo. Y es que de las percepciones del yo se trata, también, en este libro. De lo que se intuye o se sospecha entrecerrando los ojos para hacer foco en esos deslices de la lengua oral y escrita en los que las homofonías, los retruécanos, los calambures, los caligramas, los esbozos de guion cinematográfico y hasta los caudalosos versos en patrióticos decasílabos, infrecuentes tridecasílabos o solemnes hexadecasílabos son estaciones o andenes donde la palabra poética recrea una historia, la de la militancia reprimida y el inventor réprobo volanteando su verdad, proclamando sus consignas y sus fórmulas para subvertir el orden seco, mortuorio, de un gorilismo hipócrita a través de una metafórica de doble valencia: el peronismo como una máquina capaz de hacer llover el amor y la igualdad en el desierto roquista; Juan Baigorri Velar como un Perón que logra poner en ridículo la meteorología oligárquica.

 

Obra en progreso del progreso de una obra, la del peronismo entendido como aluvión pluvial, ya que no zoológico, y la del inventor filoperonista con su máquina de llover a cántaros, La resistencia ordena es un canto y es al mismo tiempo la partitura de ese canto: el de la lengua siempre mestiza, siempre resistente al orden que intenta ordeñarla, como si fuera una vaca en el latifundio ubérrimo de Lugones, cuando en verdad es una chúcara inquietud sembrada, vuelta nube y, finalmente, inevitable, irrefrenable, innumerable y resistente lluvia.