(Laura Estrin y Javier Fernández Paupy)
IB: [Mario Porro]… era científico, era físico y muy importante, tuvo una beca en Francia. Pero dejó la ciencia por la poesía. Era muy buen músico además. Tocaba cinco instrumentos. Era excelente dibujante. Era un hombre del Renacimiento. Era muy amigo mío y nuestro maestro. Él decía que cualquier cosa que se hace pensando siempre sale mejor. Si vos estás cortando ajo pensando, lo harás siempre mejor. Cualquier cosa. Yo le contaba una vez, hace muchos años, a Laura que tenía un basurero que era un preferido mío, todos los años lo convidaba con una torta, con cosas ricas, dos veces por año, para año nuevo y para Pascua. Él hacía las cosas pensando, a él nunca se le rompían las bolsas, estaba siempre limpio.
JFP: ¿Como que hay un peligro en la vida conciente? ¿Hay como miedo a vivir la vida de manera conciente?
IB: Exacto, es como si uno creyera que la vida pasara mucho más fácil si uno no le prestara mucha atención. ¿Te acordás de Ruben Darío?:
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
Y más la piedra dura, que esa ya no siente…
Porque no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
Ni mayor pesadumbre que la vida conciente…
Ser, y no saber nada...y ser sin rumbo cierto…
LE: Y bueno… pasa más fácil, pasa más tonta…
IB: No es cierto, no es cierto.
LE: Pero vivimos mal pensando, Irina…
IB: A Indra Devi yo le traduje su autobiografía. Del ruso la traduje al castellano. Resulta que ella llegó a India con su marido diplomático y se sintió tan unida a India que quiso aprender yoga… que era algo masculino. Porque a las mujeres no las aceptaban…
JFP: ¿Qué libros disfrutaste más traducir de castellano?
IB: Disfruté mucho traduciendo una escritora que se llama Ludmila Petrushevskaia. El libro se llama Una niña del Hotel Metropol. Y también, muchísimo, a Dovlatov. Me reía con él.
LE: ¿Y al revés? ¿Qué te fue un suplicio?
IB: Las cosas que me parecían un sufrimiento directamente no las hacía, las dejaba.
JFP: Una ética personal.
IB: Elegía, tuve suerte de elegir. Como decía mi marido, tenía suerte de no tener que vivir de esto. Porque la gente que tiene que vivir de la traducción, esa es la que sufre, la que tiene que traducir cualquier cosa. Ocho horas al día, correr de un lado para el otro.
JFP: ¿Siempre hiciste traducciones literarias?
IB: Siempre. Las traducciones no literarias las hice sólo para gente amiga que por alguna razón me las pedía.
LE: Y de los autores que se conocen más y les dicen clásicos, ¿son para vos agradables de traducir? ¿Tolstoi, Dostoievski, Turgueniev?
IB: …me agradan mucho los clásicos, a mí por ejemplo me gusta muchísimo traducir a Lermontov, muchísimo. Lermontov es un gran poeta. Lamentablemente a Dostovieski y a Tolstoi, a toda esa banda, Nekrasov...
LE: ¿Te gusta Nekrasov?
IB: Sí, me gusta Nekrasov. No todo, pero yo niego aquella idea de que Nekrasov es un proyectista que escribe según un programa, sólo como un comprometido. No es cierto, no es verdad. Pero resulta que ya a esa altura de mi mundo y de la vida, yo les veo la trama, les veo el canavá. Y deja de interesarme. Cuando de pronto tienen algo que se sale de eso, me da un gusto tremendo.
JFP: ¿El canavá?
IB: Canavá es una tela sobre la que se borda. Una tela muy abierta donde vos hacés punto cruz, después sacás esa tela. Cuando yo veo esa tela, pierdo interés. No del todo, desde ya…
LE: Y a lo mejor, esa misma tela es la que les permite después ser clásicos, ¿no? Ser previsibles…
IB: Desde ya, si tomás por ejemplo un Balzac. Balzac es increíble porque su canavá es más complicado que algunos manteles de los más estrafalarios, de los más ricos. Porque él se permite cosas, entonces, desde ya que a mí me da gusto. O, por ejemplo, Rabelais, tiene cosas tan increíbles. Yo descubrí allá en mi biblioteca del Uruguay que tengo un libro de Rabelais con un prólogo de Anatole France, un prólogo de primera, un prólogo que es, de por sí, una obra de arte. Muy buen prólogo.
LE: Es decir que hay clásicos que son clásicos y otros clásicos que no son clásicos.
IB: Sí, qué sé yo…
LE: Y vos cuando decís clásicos, ¿te referís a un canavá formal o a un aspecto, de trama, de contenido, de argumento, del relato?
IB: No, yo hablo de clásicos que entraron en la vida de la gente. Incluso en la vida de gente común. A la gente común, si les hablás de Don Quijote, saben quién era Don Quijote, aunque no lo hayan leído incluso. Eso es un clásico. Cuando se habla de Hamlet sin tener idea qué es lo que representa Hamlet.
LE: El canavá, ¿es formal o de contenido?
IB: El canavá es formal, desde ya. Pero no solamente formal, porque también hay canavá para las ideas. Y si son ideas muy trilladas...
LE: ¿Por ejemplo La sonata a Kreutzer de Tolstói, contra el matrimonio?
IB: No, La sonata a Kreutzer justamente no es trillada. La sonata a Kreutzer es absolutamente fuera de serie. Es muy justa, porque cuando nosotros, en el grupo con Mario, escuchábamos varios días, porque escuchábamos varios días algunas cosas musicales, repitiendo, escuchábamos Sonata a Kreutzer, la sonata produce realmente un éxtasis. Si la escuchás bien tiene una sensualidad tremenda, tremenda. Fuera de todos los tolstóis y todos los matrimonios y todo lo que vos quieras. Hay algo en ella que evidentemente a Beethoven le producía, no sé, quizás hasta un éxtasis amoroso. En serio, escúchenla. Escuchen Sonata a Kreutzer seriamente. Sin ninguna clase de prejuicios ni nada. Esa es una de las cosas más sinceras de Tolstói, más sentidas. ¿Por qué? ¿Vos no pensás así?
LE: Es que es muy moralista. Castigó a su mujer 50 años y…
IB: Esa obra no es moralista, de dónde es moralista... Si ves que tu mujer y un músico tocan de tal manera, coinciden, no puede no haber celos. Eso es mucho peor que un acto sexual porque es un acto espiritual, es una traición. Así que no es cierto que es moralista, ¿por qué moralista? Es común, es una cosa normal. Igor decía, yo puedo tener celos de alguien a quien vos estás adorando, poniéndolo en un pedestal. Es mucho más problemático que a alguien a quien vos querés.
LE: Fulvio (Franchi) pregunta –cuando le dijimos que veníamos, lo invitamos a colarse pero no pudo, y él quería preguntarte qué preferías en traducción– ¿qué géneros?
IB: Prefiero siempre ficción, siempre literatura. Si es, dentro de la literatura, algo de memorias o algo así.
LE: ¿Y entre prosa y poesía tenés alguna preferencia?
IB: Siempre prefiero poesía porque allí es donde, sin modestia lo digo, me siento también cocreadora.
LE: …la traducción de poesía es una escritura de poesía.
IB: Quieras o no quieras, es otro idioma, entonces es otro sonido, otro oído, entonces ahí tenés que hacerlo, bien o mal, o medianamente bien...
JFP: La traducción opera siempre entre dos lenguas…
IB: Mirá, yo entre esas dos lenguas también utilizo otras porque muchas veces me vienen a la mente palabras alemanas o francesas, especialmente alemanas porque estudié alemán así que está metido dentro de mí a pesar de que no tengo práctica. Entonces necesito también diccionarios alemanes y franceses.
JFP: ¿Y esa idea un poco trillada que alguna vez alguien dijo que la poesía es lo que se pierde en una traducción? ¿Qué pensás de eso?
IB: Todo se pierde en la traducción. No es cierto que solamente en poesía. Pero en la poesía yo pienso que se puede hallar algo que coincida con el espíritu de la poesía. Mucho más quizás que con la prosa. Ese algo es invalorable, es algo que cuando aparece, no aparece desde ya muy a menudo pero aparece, con Maldelstam me ha pasado, con La oda al grafito. A pesar de mis problemas, saltaba en una pierna. En serio, son cosas que son muy gratificantes. Y pienso que ese tipo de cosas no pueden no transmitirse, se transmiten. Hay cosas que considero hallazgos.
LE: Y con Mandelstam vos te encontrás.
IB: Con Mandelstam más que con otros.
LE: Porque, por ejemplo, Selma Ancira dice que cuando le dijeron que traduzca Mandelstam, para Acantilado, ella se puso muy contenta, no sé cuál hizo, Viaje Armenia creo, no me acuerdo, y lo terminó pero se dijo nunca más con Mandelstam porque no se encontraba ahí…
IB: Y yo todo lo contrario.
LE: ¿Y qué es lo que te hace encontrarte con Mandelstam?
IB: Me hace encontrar la afinidad con sus ideas.
LE: ¿Por ejemplo?
IB: “Tu imagen”. “Tu imagen penosa y vacilante / no la pude en la niebla percibir,/ ´¡Dios!´, dije al equivocarme, sin pensar que lo voy a decir…” Esta es la primera estrofa de un poema. Me parece preciosa la idea. Tu imagen, es vacilante. Tu imagen no la pude percibir en la niebla, Dios, dije al equivocarme, sin querer... Es así la traducción. En ruso suena así:
Образ Твой мучительный и зыбкий
Я не мог в тумане осязать.
«Господи!» сказал я по ошибке,
Сам того не думая сказать...
Божье имя как большая птица
Вылетело из моей груди...
Впереди седой туман клубится,
И пустая клетка позади.
La segunda estrofa dice: “El nombre de Dios como un ave grande /de mi pecho salió volando./ La canosa niebla se arremolina adelante,/ y atrás quedó la jaula vacía.”
JFP: Entonces, ¿qué aspectos de la obra de un autor te entusiasman en traducirlo? Vos decís las ideas…
IB: Fijate vos, las ideas, la búsqueda de lo absoluto. Porque lo que lo distingue a Mandelstam es eso. Él está siempre, siempre codeándose con el absoluto. Le está hablando, diga lo que diga, mencione al que mencione, él está al lado del absoluto. Entonces, si nos fue dada esa necesidad, por algo será…
LE: ¿El absoluto como totalidad?, ¿cómo?
IB: Somos tan estúpidos al fin y al cabo, tan delirantes, y sin embargo siempre tenemos necesidad de algo que es superior a nosotros, en ese sentido de lo absoluto. ¿Por qué? Sería mucho más fácil, ¿te imaginás?, sin tener ese tipo de cosas, tranquilitos, contentos de la vida, de todo lo que nos da, de lo que nos quita también pero es normal. Bien, pero de dónde esa necesidad de algo que es superior a nosotros, más grande. Y Mandelstam hace eso con toda naturalidad. Quiero decir que para él esto es natural. No se preocupa de ese tipo de cosas, como yo. ¿Por qué somos tan estúpidos de no tener idea de que eso existe? O de tener idea pero no saber cómo llegar. Tenemos idea pero no sabemos cómo llegar. Como dice Teillard de Chardin: “Nuestra evolución sigue, nosotros seguimos evolucionando.” El punto omega, que para mí y para él, pero para ustedes puede no serlo, es Cristo, es el punto adonde podemos llegar evolucionando, o más allá.
LE: Ese lugar que en Mandelstam lo ocupaba el absoluto, en Tsvetáieva, ¿qué lo ocupaba? Si es que se puede hacer algún tipo de parangón ahí. ¿A quién tenía al lado Tsvetáieva?
IB: Tsvetáieva tenía una gran dicotomía. Ella era un ser de luz y de aire y al mismo tiempo tenía un peso muy grande que la atraía a la tierra.
LE: Qué inteligente que sos, Irina.
IB: ¿Por qué?
LE: Porque decís sencillito lo que uno podría estar años tratando de decir…
IB: No tiene nada de inteligente. Mandelstam además, lo más interesante es que él y su mujer eran cristianos, pero no cristianos de forma, profundamente cristianos, eso era interesante.
LE: Porque Mandesltam era judío, se convirtió a la ortodoxia…
IB: Eso aparte, porque pudo haberse codeado con el absoluto siendo musulmán o siendo hebreo o siendo de otra mística…
LE: Justo ahora estoy leyendo lo de Chukovski sobre Ajmátova y Maiacovski…
IB: ¿Lo de Kornei Chukovski o lo de la hija?
LE: …del padre de Lidia Chukóvskaia... Y el tipo dice que Ajmátova pone a Dios en todos lados, que es una poeta monacal, que para ella todo es divino, todo es sublime. Yo estoy totalmente en desacuerdo con ese hombre porque creo que funda esa idea… que después…
IB: Él es muy buen escritor infantil, ¿sabías vos? Pero dice muchas idioteces.
LE: A mí me parece que funda la idea que después va a tener la censura soviética, de que Ajmátova es una monja, porque es él el que lo dice ahí directamente…
IB: Cuidado, él era un hombre honesto. Su hijo no, pero él era un hombre honesto. Él no pensaba en absoluto en perjudicar a Ajmátova, ni de lejos. Pero no era muy inteligente, nada más. Lo que pasa es que Ajmátova producía un efecto también muy contrario. Por un lado, era una mujer muy sobria y, por otro lado, era muy sensual. Esas cosas son difíciles…
LE: Justamente, yo lo traía a colación por el tema religioso. Vos marcás que el absoluto en Mandelstam podría no haber tenido un elemento determinante, religioso, concreto como es el cristianismo. En cambio, lo que él menciona para Ajmátova es totalmente lo inverso, como que los aditamentos de la religión, las características, lo divino, lo milagroso, lo sublime, acompañan todos los versos de Ajmátova sin que Ajmátova apele a Dios. Por eso lo contraponía.
IB: Querés decir que él habla de una religiosidad sin una religión determinada. Esto no es tan erróneo…
LE: Pero me parece que cuando uno dice algo en un momento, por ahí eso tiene efectos no esperados. Cuando dice que Ajmátova tiene un carácter monjil, monacal y después todos los comunistas del ‘20 se le tiran encima porque ella será la monja…
IB: El desarrollo de la locura partidaria, de la locura comunista fue tan idiota y tan vertiginoso y tan inesperado que cuidarse de decir algo muchas veces era prácticamente imposible. Pasternak muchas veces decía estupideces grandísimas y sufría después por eso. Así que, culpar a la gente de esto no se puede.
JFP: ¿Qué autores rusos hay que no hayan sido traducidos y te parece importante que se den a conocer en lengua castellana?
IB: Hay ahora muy buenos autores, muy especiales. Y están traducidos. Hay traducciones del ruso de ellos, el mismo Bitov, el mismo Makanin. Son grandes escritores, gente que ya son prácticamente clásicos. No son esos buenos escritores que todavía necesitan afianzarse. No, Bitov ya es un clásico…
LE: Lo que pasa es que la buena sombra del siglo XIX y la excelente sombra de algunos autores del siglo XX, los tapan. Ahí está la dificultad. Me cuesta compararlos, me cuesta pensar que Bitov es tan bueno como Zamiatin…
IB: Bitov es tan grande como Zamiatin o como Babel. Si se lo lee en serio, es así. Vos no has leído mucho a Bitov. Es un escritor también intelectual, con gancho, no es un narrador simplemente, es un narrador con ideas...
LE: Bueno, eso para mí lo empobrece justamente.
IB: No veo que lo empobrezca, ¿por qué lo empobrece?
LE: … es una vieja idea mía….
IB: No es algo que trata de meter en las cabezas. Es simplemente natural, algo que le sale natural...
JFP: Porque a veces una idea pude ser un como poner el yo en una idea. Una idea puede ser autobiográfica.
IB: Exacto. Cuando hablás de tus cosas. Son esas tus ideas.
LE: ¿La casa Pushkin está traducida?
IB: Sí, y bien traducida. Yo traduje una obra de él muy interesante. Vos debés tenerla y no la leíste.
LE: Seguro que lo leí y no me gustó. (Risas)
IB: Es un relato largo de Bitov,… está en ese grupo de escritores que yo traduje para Adriana Hidalgo, Tolstaia, Makanin, Bitov y Petruchevskaia… El cuento largo de Bitov, leelo una vez más.
JFP: Irina, ¿qué estás traduciendo ahora?
IB: Estoy traduciendo a un escritor muy difícil que utiliza un lenguaje antiguo, Remizov se llama. Es muy bueno, muy bueno, es muy especial. Empecé una parte de él, que se refiere a Blok…
LE: Es alucinante…
IB: Entonces dice, fijate: “Diez años pasaron desde la muerte de Blok. El término de un siglo. Desde 1917, los años siguieron, no a pasos diurnos sino de a décadas. El tiempo rodó vertiginosamente. Torbellino vertiginoso que se llevó a Rusia, ondeó por encima de la costa oceánica, y aquí entre las piedras antiguas se quebró la vida tan difícilmente construida. Y en las vísperas tan alarmantes, una década, este lapso secular fue una prueba histórica y una experiencia.” ¿No es lindo?
LE: Sí, alucinante…
IB: Es precioso. “Y está claro que en el décimo aniversario de la muerte de Blok no podemos mentir. Tan fuerte y alto se oye a través del silbido del torbellino el nombre de Blok. Y yo diré que hablar de Rusia se debe hacer bajo el signo de Blok que es el patrimonio de pocos.” Me parece buenísimo…
LE: Es hermoso…
IB: Tiene su idioma, un registro arcaico de la lengua, no contemporánea a su época. “A través de los años de ‘desierto’, de días de trabajar y quedar callado, se yergue delante mío el rostro de un hombre con tercos, despiadados ojos, hecho piedra en aquella dura convicción que mueve las montañas, él observa sin pestañar todo este espumado, chirriante, corrido y perseguido, sacudido por el remolino, lamentable movimiento de la rebelde vida humana. Y el hombre se rebela cuando ya no se puede vivir así. Y el mismo rostro de aquel hombre con los ojos hundidos en atención auditiva, allí a través de negro negrísimo cielo en el futuro que nos fue destinado, mirar tan por vencido, endurecido, cuando el limpio soplo de las intenciones humanas pronto se separa, un hilo, una corriente hedionda, chorro inmundo, puede no ser el resultado de la insensibilidad humana sino el producto de la conciencia herida cuando chilla insoportable la vida ultrajada y no queda ninguna salida.”
LE: Ese es un retrato dedicado a Blok, entre otros retratos.
IB: Entre otros retratos, exacto.
LE: Siempre me alucinó cómo los autores rusos refieran y retraten a sus contemporáneos de una manera que yo no encuentro en otras literaturas. Porque están hablando con sus contemporáneos, ¿no?
IB: Con sus contemporáneos, con sus iguales. Eso me preocupaba y me molestaba, que los contemporáneos, por ejemplo los argentinos, grandes poetas, buenos poetas, no toman en cuenta a sus iguales.
LE: Y menos mencionarlos explícitamente.
IB: Es una cosas de locos…
LE: Cuando yo conocí la literatura rusa me asombró que Tsvietáieva cruce a Mandesltam y Ajmátova cruce a Tsvietáieva y Tsvietáieva cruce a Pasternak y Shklovski, cruce a todos…
IB: Yo le llevaba poemas de Mario Porro a un reconocido poeta amigo. Y él siempre decía: “Pero esto es genial, ¿quién es?, yo no lo conozco”. Pero, ¿vos pensás que habló de él en algún lugar? No. Traduje algunas cosas de una poeta argentina de renombre, le llevé también varias cosas de Mario. “Ah, Irina, traeme más cosas, es buenísimo ésto” ¿Dijo algo ella? Nada. Nunca. Yo hablo de gente buena, no de hijos de tal madre… Otro escritor, un hombre que le debe casi todo a Mario, yo lo sé porque fui testigo y adoraba a Mario. ¿Habló en algún lugar de Mario?
Un ensayista que era también amigo de Mario, que le sacó varias ideas y después las escribió como propias. De ese sí me gustaría hablar.
JFP: ¿Es cierto que la lengua rusa se presta a las ironías, que es una lengua que está cargada de usos en los que la ironía es común?
IB: Pienso que es tan común como en cualquier otro idioma. Lo que en ruso hay son demasiadas palabras altisonantes. Cuando se habla de amor, de heroísmo, se le da un color demasiado fuerte que a veces produce rechazo, en los jóvenes incluso. Por eso a mí me gusta tanto una obra de Les Luthiers que empieza así: “Cómo te amaba, cómo te quería, cómo te idolatraba, cómo me inclinaba ante ti, cómo te deseaba, qué bien me hacías, cómo te recordaba, cómo me gustabas… Bueno, bastante…” (Risas) Es precioso, es justamente lo que le falta a los rusos, bajar un poco los decibeles.
LE: ¿Y eso se ve también en los autores que veníamos hablando, como Ajmátova?
IB: En Tolstói se ve bastante…
LE: En Tolstói me imagino, ¿pero en el siglo XX?
IB: En Mandelstam no se ve, en Pasternak sí.
LE: Es que Pasternak es más lírico que Mandesltam…
IB: No es cierto, ¿decime qué quiere decir lírico?
LE: En este caso, sentimental, casi meloso.
IB: Lírico no es meloso.
LE: Es un poco aniñado Pasternak.
IB: Pasternak es más directo. Mandelstam tiene miedo de las cosas demasiado graves. Pasternak no le tiene miedo, así que dice: precioso, lindo.
LE: ¿Qué artimañas tuviste que hacer para traducir, por ejemplo Compromisos de Dovlatov, cómo resolviste esas cuestiones?
IB: En Dovlatov, él hila muy fino. Es mucho más fino de lo que incluso uno percibe. Es necesario leerlo varias veces para darse cuenta hasta qué punto está hilando finito. Porque son compromisos los que él relata, no solamente de un lado ni del otro sino de todos lados. De todos, tuyo y mío y del ambiente, de todos. Todos se comprometen y no cumplen. Todos tienen responsabilidad y no la quieren ver, todos tienen dones y no los usan… yo tampoco he cumplido… me fue dado mucho y no le he usado, lo he enterrado. De esto habla también Dovlatov, no sólo de usar mal sino también de no usar del todo eso que uno tiene. Es una obra demasiado grande Compromisos, hay ahí muchas cosas, demasiada problemática para resolver, no es sólo cuestión de un hombre muy talentoso que siempre llega el momento y se hunde, no puede. Aquel episodio en la radio donde él está hablando de un tipo comunista que ha hecho no sé qué logro y en ese momento el perro entra y ladra. ¿Por qué ladra?, dice Dovlatov. Porque el hombre le puso la mano en la cabeza y el perro no estaba acostumbrado a una caricia y ladró. Es muchísimo, tanto del que está hablando, tanto del perro, como del hombre que ha hecho logros.
LE: Es ahí donde yo digo que convergen un montón de procedimientos que son más que la parodia, más que la ironía, es decir son millones de figuras retóricas simultáneas.
IB: … la ironía es una coraza. Dovlatov utiliza ironía solamente para cubrirse porque tiene pudor, por pudor. Dovlatov es demasiado pudoroso. Lo que no tenía Dostovieski, Dostovieski no tenía ni una pizca de pudor. Eso también da un gran efecto. La obra de Dovlatov no tiene en verdad nada de sátira.
LE: Lo que pasa es que yo uso ironía para poder decir algo de esa multiplicidad de sentidos que uno alcanza a sentir pero casi no puede precisar. Por eso hablo de ironía porque está diciendo otra cosa además de la que está diciendo.
IB: Es demasiado lo que siente, son demasiadas cosas y además más que nada es pudor y lástima, piedad.
LE: ¿No es parecido en eso a Turgueniev?
IB: Turgueniev tenía también pudor y una gran piedad. Si querés saber de Turgueniev es quizás más todavía vanidoso porque pertenecía a una clase y a un ambiente de una época… su mayor libro es un canto a la piedad.
LE: Ahí es donde digo que no me llegan los libros de ideas. Y te referís a Relatos de un cazador que es la obra de un retratista. Es una pintura genial.
IB: Son retratos de la gente necesitada. Y el zar Alejandro II tenía proyectos mucho más hondos de reforma, que desde ya no pudo realizar…
LE: En ese sentido, hay autores con ideas y autores sin ideas. Hay autores marcados con el querer decir algo, me parece que Turgueniev no quería decir algo. No pudo no hacerlo que es distinto…
IB: Pero eso, en buenos escritores, siempre es así, no sólo en Turgueniev. No poder callar, no poder no decir. Y es normal.
LE: Pero cuando vos decís que Bitov tenía ideas…
IB: Bitov justamente no podía no decir, en un momento de transición…
LE: Quiero leer La casa Pushkin. Pero cuando yo leí La reservación pushkiniana, me pareció alucinante… ¿Puede haber algo mejor?
IB: Pero es otra cosa. Dovlatov tiene una finalidad, Dovlatov si se toma bien en profundidad es un gran moralista.
LE: ¡Sí, como era moralista Kierkeegard, con ejemplos!
IB: Como era moralista Kierkeegard. Como era moralista también aunque te suene raro Heidegger.
LE: Veníamos bien hasta acá, ahora empezamos a perder amigos. (Risas.)
JFP: ¿Qué autores sentís que te cambiaron, que te tocaron, que se cruzaron en tu vida y no te dejaron igual que antes que los hayas conocido? Como lectora o como traductora. Los que te hayan generado un efecto fuerte.
IB: Tengo que confesar que no hay autor que yo traduzca que no me haya producido efecto. La mayoría de los que elijo me producen grandes efectos. Traduzco Remizov y me produce un efecto alucinante, a veces incluso tengo ganas de llorar o reír, qué sé yo. Lo mismo me pasaba con Dovlatov, con Petruchevskaia.
LE: Pero si decís que Petruchevskaia es lo mismo que Tsvietáieva te mato.
IB: No, perdoname, Petruchevskaia a su manera es tan importante como Tsvietáieva. Petruchevskaia es primero narradora, no es poeta. Eso es una diferencia. A Petruchevskaia no me la toques, porque es un ser con una gran carga de piedad, enorme, mucho más quizás que cualquiera de los escritores contemporáneos, muy grande.
LE: A veces, en castellano, lamentablemente, nosotros no tocamos algunas cosas.
IB: Es normal, no podés leer con la misma intensidad a todos. Leés como podés. Por ejemplo, un libro de Petruchevskaia que se llama Tiempo noche es una obra completamente fuera de serie, me produjo una impresión muy honda, hasta tal punto que yo traducía una vez, después otra vez, dejaba y la volvía a traducir porque es muy grande. Y hasta ahora me queda eso como una deuda pendiente porque es, si querés saber, muy a la par de Dovlatov, esa profunda piedad por la gente que en muchos casos se considera no digna de piedad, de perdón. Es fácil tenerle piedad a la gente digna. En ruso hay un refrán: “Quereme negrita porque blanquita cualquiera me va a querer”.
JFP: Buenísimo, me gusta mucho.
IB: Por eso, Petruchevskaia en ese sentido es única y no me la vas a sacar y te aseguro que para la literatura rusa es tan importante como Tsvietáieva. Tan importante como Tsvietáieva. Tsvietáieva es muy importante como poeta y como innovadora. Pero Petruchevskaia introdujo algo que durante mucho tiempo…. ¿sabés cómo la llamaban? Ah, esa escritora de las cosas negras. La que habla de las cosas negras, que no vale la pena leer.
LE: Podrían haberla comparado con Gorki. (Risas.)
IB: Gorki es un idealista, no es un realista, es un romántico. Petruchevskaia es mucho más real. Tsvietáieva también es romántica, en otro sentido. Petruchevskaia no es romántica, Dovlatov tampoco. Son gente que se da cuenta que todo lo que es malo, lo que es indigno, merece atención, merece piedad. En Remizov traduje un cuento que él introduce en sus Recuerdos, que habla de dos viejos que caminan por el campo, después se separan y a uno de ellos unos bandidos lo matan. El otro llega a casa todo indignado, diciendo “Cómo los odio a esos que han matado a mi amigo, cómo me gustaría matarlos, qué mala gente que es”. Y en eso encuentran en su bolso la cabeza cortada de su amigo, lo juzgan por haberlo matado. Y en el juicio él dice: “Yo no lo maté, lo único que hice es que hablé mal de los asesinos.” El juez dice: bueno, busquen su bolso - y en el bolso no encuentran ninguna cabeza sino un rollo de corteza de abedul –así se llama el cuento, “Corteza de abedul”– y el juez dice: “Tiene castigo por haberle deseado el mal a los asesinos en vez de apiadarse de ellos”. Quiero decirte que esa idea de que los que hicieron tanto mal, son más que dignos de atención y de profunda lástima hasta tal punto que Stalin es digno de una profunda piedad. Y es típico, es típico del espíritu ruso. Del espíritu verdadero, no del putiforme. Putiforme de Putin. (Risas.)
LE: A mí me llegó la piedad de Babel, de hecho el retrato que hace de ese barrio bajo, la Moldavanka, donde mezcla el bien y el mal…
IB: Bueno, pero eso es Odessa. Odessa es una ciudad fuera de serie.
LE: La otra vez estaba leyendo que él dice que Odessa es la ciudad más horrible del mundo y la más bella del mundo.
IB: Acá en Argentina los odesitas que vinieron, los que son de Odessa, son locos, cantan todo el tiempo, hablan en idioma odesita, no te olvides que los odesitas son gente que sabe sacar las plantas de los zapatos mientras estás caminando. (Risas.) Son artistas del robo.
LE: ¿De qué parte era tu familia?
IB: Mi familia materna era de Petersburgo y mi familia paterna era de Nicolaiev, cerca de Kherson, donde mi abuelo y bisabuelo tenían haras y criaban caballos de raza.
JFP: Irina, ¿cómo viviste vos los años en los que te instalabas acá y veías que en la Argentina existía esa tendencia a celebrar un realismo socialista o esa literatura que quizás después se haya catalogado como “de Boedo” que tenía esa cosa partidaria, cómo la sentías vos que conocías la otra cara del socialismo?
IB: En su momento, siendo de ideas socialistas éramos muy antiperonistas, desde ya. Yo iba allá a La Casa del Pueblo, de Palacios, preguntaba, escuchaba a Palacios en Constitución todos los miércoles que Palacios hablaba y yo trabajaba en Buenos Aires. Mi hijo era chiquito y estudiaba en un colegio inglés cerca de Constitución. Yo volvía del trabajo a las 4 y mi hijo salía a las 5, tenía una hora libre y la reservaba para eso, en la plaza Constitución lo escuchaba a Alfredo Palacios. Yo vivía en un barrio reo, Villa Caraza, donde mi hijo aprendió lunfardo. Allí la gente trabajaba en la Fundación Evita y en la Fundación Juan Perón. Desde ya que llamó la atención que robaban a mansalva porque las calles, el pavimento, estaba hecho con azulejos italianos, las venecitas, ellos robaban de esas Fundaciones a mansalva, eso llamaba la atención… Pero que las leyes que estaba pensando seriamente Palacios fueron puestas en práctica por Perón, de eso no hay duda. Nos guste o no nos guste. Así que Eva, con todo lo malo que se hablaba de ella, era una mujer extraordinaria, llena de piedad, a pesar de todos esos vestidos y de todas esas cosas estúpidas, ella estaba llena de piedad, de eso tampoco había duda. En sí, el movimiento, aunque fachistoide al principio, todo lo que vos quieras, ha llevado al país a las leyes laborales de todo el mundo.
JFP: Pero te pregunto por la literatura que hace bandera de esa estética y arrastra cosas negativas.
IB: Para serte sincera no me gustaba ni me interesaba. Un hombre tipo Asís, con sus Flores robadas en los jardines de Quilmes, no está mal escrito, pero no sé para qué. Resulta que lo que yo leía y no sabía para qué estaba escrito, porque puede estar bien escrito, perfectamente. Ahora la gente escribe muy bien, realmente, originalmente, todo lo que vos quieras, Pero, ¿para qué?, ¿hay un para qué? Yo leía a Eduardo Mallea y me gustaba. Yo entendía qué es lo que quería decir, a mí me llegaba, Todo verdor perecerá es una preciosura. Adán Buenosayres, con todas sus fallas, también me gustaba, especialmente por mencionar a Jacobo Fijman, por muchas cosas. Desde ya con muchas ínfulas, pero eso es una enfermedad normal para la literatura barroca. Todo lo barroco en Sudamérica no es nada raro, eso está impregnado de oropeles, pero a través de esos oropeles hay ciertas cosas, pero esos nuevos no tenían muchas cosas. Me gustaba, por ejemplo, Angélica Gorodischer. Ahora, vos Laura dijiste que te extrañaba que yo haya traducido a algunos autores que vos no consideras que sean válidos. ¿O no?
LE: Sí, obvio.
JFP: ¿A cuáles?
IB: No sé. ¿A quién? Te voy a hacer recordar. Traduje por ejemplo a Sara Gallardo. Considero que es talentosísima. Traduje dos cuentos. Traduje por ejemplo a la dramaturga Gambaro. Traduje un cuento de Leopoldo Brizuela. Uno del sur. Traduje a Gabriel Bañez. Para una revista de Petersburgo que se llama Neva, que al director yo lo conozco bien, y cuando estuve allá me ofreció traducir algo mío al ruso o algo de otros escritores. Yo preferí traducir lo de esos escritores que te nombré. Brizuela tiene unas cosas muy buenas, y Bañez más todavía. Recibió el premio Herralde por su último libro, y sin tomarlo en cuenta, se suicidó.
JFP: ¿Te da lo mismo traducir a tu lengua materna que al castellano?
IB: No, no me da lo mismo, en absoluto. En primer lugar porque traducir a mi idioma materno, en lenguaje contemporáneo, especialmente con las palabras que tienen mucho que ver con el sexo es muy difícil. Hay una simple razón. En ruso todos los actos y todas las partes del cuerpo que tienen que ver con el sexo tienen nombres guarangos o científicos. Ese registro término medio que existe en castellano, y en otros idiomas, no existe en ruso. Entonces, o tenés que hablar directamente con un idioma feo o tenés que usar un idioma científico. Y eso es muy difícil. A mí me tocó eso cuando traduje una obra que tuvo un enorme éxito en Rusia, que se llama Luna caliente de Mempo Giardinelli. Lo traduje al ruso, tuvo una primera edición 50.000 ejemplares y una segunda edición de 100.000 ejemplares. Es una obra muy interesante porque la idea es mostrar la época de la dictadura militar. Pero hecho con una fineza, cómo te puedo decir, es la mejor manera de escribir sobre esa época, así como lo hizo Mempo. Además, con un final abierto… esa obra es una joya, si hubiera escrito solamente ese libro ya bastaba. Y tuvo éxito, fue editado por la Editorial de la Gaceta Literaria. Ellos me encargaron un best-seller argentino para traducir al ruso y yo elegí, así, primero por el título, y luego me encantó.
JFP: ¿Te costó aprender castellano?
IB: No, es un idioma que se escribe como se dice, nada de dicho en Manchester y escrito en Liverpool. Además el francés me ayudó. Y además me gusta mucho el idioma castellano.
LE: ¿Cuántos años tenías cuando viniste a la Argentina?
IB: Veinte, y tenía un hijo de un año y medio.
JFP: ¿Qué libros llegaron a tus manos en ese momento?
IB: No leía sino que escuchaba. Lo primero que habíamos comprado, éramos pobres, realmente una pobreza peor que franciscana, habíamos comprado una pequeña radio y la escuchábamos todo el tiempo libre. Nos hemos criado con El Teatro de las Dos Carátulas de Radio Nacional, con los actores que recién empezaban, Alcón, Aleandro, no era radio teatro, era teatro universal, con actores principiantes, pasado por radio. Y después estudiamos. Ambos tuvimos que hacer el secundario. No nos aceptaron nuestras libretas universitarias de Austria así que tuvimos que dar examen de sexto grado y dar 58 exámenes libres del secundario. Éramos tres, Igor, Eugenio Buliguin, ex decano de la Facultad de Derecho y yo.
LE: ¿Qué elementos, después de los años, te parece que el catolicismo que acá es predominante, pudo haberse cruzado más profundamente con el cristianismo ortodoxo que ustedes traían?
IB: No te lo puedo decir porque mucho contacto no tuve. Me acuerdo que en Lanús yo quería ayudar en la parroquia y el cura se interesó mucho, vino a casa de mi amiga María donde nosotros nos encontrábamos. Y cuando supo que éramos ortodoxos se asustó porque éramos herejes. (Risas.) Eso era preconciliar. Antes de Juan XXIII.
LE: ¿Y acá en La Plata hay Iglesia ortodoxa?
IB: No, no, en La Plata no hay. Había en City Bell pero el cura murió. En Buenos Aires hay una en la calle Brasil.
LE: ¿Ustedes iban a la de los revolucionarios o a la de los monárquicos, como se las suele dividir? (Risas)
IB: Ni lo uno ni lo otro. Ni revolucionarios ni monárquicos. Una era soviética y otra era de los refugiados. A la de los refugiados iba gente de todo tipo y a la soviética no. Desde ya que a la soviética no iba. (Risas.) Ahora tampoco soy partidaria de las autoridades de la Iglesia en Rusia, pero por otras razones. Hasta que toda esa gentuza de NKVD, o KGB no muera no va haber tranquilidad. No se toman ninguna clase de medidas contra, pero por lo menos, no tomarlos en cuenta… Con la Iglesia católica no tengo nada que ver, pero tengo una amiga que es monja laica que es un ser absolutamente abierto. Al teólogo que he traducido del ruso al castellano, para un arzobispo amigo, Cecilia lo leyó, se interesó y no sólo que se interesó sino que hizo fotocopias y las repartió entre su gente, así que yo resulté como una misionera. (Risas.)
LE: ¿Qué pensás del cruce vida-obra? ¿Qué pensás que pasó en vos o con vos entre lo que leés y lo que vos hacés? ¿Qué relación hay entre lo que fue tu vida y lo que fueron tus lecturas?
IB: Bueno, soy una rata de biblioteca, así que todo lo que yo leo tiene que ver conmigo y con mi vida, no se separa, no solamente yo sino todos los que me rodean sienten esos embates. Con los que son cercanos quiero compartir lo que me importa, lo que cambia mi vida. Considero que la literatura es una materia infaltable para la vida humana. No es un lujo ni es una profesión, es una parte de la vida, como es caminar, respirar, comer, pensar. A la literatura se refiere todo, no solamente la ficción, o los recuerdos o la poesía. Absolutamente todo. Mario nos hizo leer Física, entender qué son los fractales, y le agradezco muchísimo porque me ha enriquecido, porque lo que he leído de un ser precioso que casi nadie conoce que se llama Mandelbrot, que es el inventor de los fractales, que murió el año pasado, es para mí tan importante como el Padre Nuestro, porque lo leo. Así que el Padre Nuestro lo leo, no por el Padre Nuestro sino porque Cristo lo inventó como pequeña oración, no muy complicada, para la gente común y cuando lo leo lo leo así.
LE: ¿El Padre Nuestro es una oración escrita por Cristo?
IB: Yo creo que sí. Porque es tan simple, tan simple. Porque el padre ese grandote, el padre Dios, no me convence, no me gusta demasiado. Como no me gusta el Dios bíblico porque es cruel y es vengativo. Sin embargo Cristo inventó esa pequeña enumeración chiquitita y eso también es literatura.
JFP: Es muy lindo esto que decís, pero lo cierto es que la gente pasa por esta vida sin conocer el placer de la buena música, del teatro y de la literatura y me parece que las excepciones son los que adoptan a la literatura como una parte de la vida. Sos vos la excepción…
IB: Exacto, pero fijate vos, Valeria que viene a casa desde hace 3 años y yo le insistí para que estudie, lee ahora cosas que le doy, por ejemplo lee a Dickens y se entusiasma. Una chica sin ninguna preparación, del Norte, nada que la incite hacia eso, ahora la incitan sus propias ganas. Es perfectamente posible. Cuando a mí en un colegio primario, no hace mucho, me pidieron que hablara de la poesía. Y yo pensé, qué voy a decir. ¿Y sabés cómo empecé? Dije así: Poesía es algo muy simple y nada complicado y nada fuera de serie, ¿ustedes creen que es algo que está afuera de su vida? No, está adentro de su vida. Mamá cuando les estaba cantando el arroró, les decía una poesía, cuando se les enseñaba a rezar, era una poesía, cuando ustedes jugaban a la mancha o a cualquier otra cosa, decían poesía. Entonces los chicos con entusiasmo comenzaban: ¡Farolera tropezó en la calle se cayó! Eso es poesía. Así que todo, quieras o no quieras, guste o no guste, es literatura. Todo lo que nos rodea, todo lo que nos aprieta, todo lo que nos agrada y desagrada. Es poesía. Nuestra primera dama, también dice literatura, mala literatura, pero la dice. A veces incluso buena literatura, porque la siente.
LE: Irina, y de otros pueblos, eslavos pero no rusos, ¿qué autores leíste o te gustan?
IB: Polacos, checos. Stankievich o el poeta Mizkiewicz.
LE: Es el poeta nacional, después viene Gombrowicz.
IB: El poeta nacional, como Pushkin. Por qué no, Gombrowicz también.
LE: ¿Te gusta?
IB: Leí Ferdydurke. No me parece tan innovador pero es interesante. Además es muy inteligente, eso ya coincide con los valores que tiene Ferdydurke.
LE: ¿Qué tiene de eslavo Ferdydurke, o que vos puedas adscribir a la tradición eslava?
IB: No, no, yo soy contraria a eso de la tradición eslava. La tradición eslava es muy amplia. Además no te olvides que soy rusa, para mí todo eslavo es mal ruso. (Risas.) No, eso en broma.
LE: Me interesaba realmente saber… porque nosotros leemos a Gombrowicz en la tradición argentina.
IB: Me gusta esa gente que viene de Bulgaria, por ejemplo o de Moldavia. Hay gente talentosa.
LE: ¿Y de los serbios?
IB: Tengo que confesarte que no los conozco mucho, y los pocos que leí no me gustan mucho.
LE: ¿Cuál es el autor nacional de Serbia?
IB: Hay un poeta que se considera el poeta nacional. Esa es mi falla, ellos tienen gente importante, pero no tuve suerte de leerlos bien. Y además, un poco me distrajo todo lo demás. Me sentí en un momento muy alejada de la literatura inglesa o norteamericana. Me acuerdo que un amigo mío poeta, Rogelio Basán, me decía que yo tenía una falla por no conocer a los norteamericanos. Tuve que modificarlo con el tiempo. Pero más que nada de joven he leído a los franceses, alemanes, ingleses, italianos clásicos, y modernos, algunos traducidos, otros no, he leído a la mayoría de los rusos y de los argentinos. Estando en Yugoslavia he leído muchísimo, si no hubiera tenido esa posibilidad no hubiera tenido toda la carga de cosas que tengo ahora porque hasta los 16 años yo leí bien, de forma ordenada, después de eso anduve tirada por el mundo. Ahí he leído los clásicos rusos, ahí he aprendido alemán y francés, he leído a los alemanes y a los franceses. Empecé a estudiar sola inglés. No tenía idea de que iba a aprender castellano, ni se me ocurría.
LE: ¿Hiciste la Universidad en Austria?
IB: Sí, pero no terminé.
LE: ¿Qué orientación tenía esa carrera de filología que hiciste?
IB: Era tanta la sed de conocer, que yo en Austria estaba estudiando Medicina, paralelamente anotada en Filosofía y Letras, que se llama Filosofía allá, no Letras, donde estudiaba Psicología y además Literatura Comparada. Estudiaba Literatura Comparada alemana, rusa, inglesa y francesa. Era una cantidad de cosas, como una necesidad de llenarse de conocimientos. Agradezco al destino que me lo haya permitido. También tuve suerte que el ex Decano de la Facultad de Medicina de Innsbruck, Austria, que fue después Decano Honorario, quiso estudiar ruso. Me preguntó cuánto cobraba y le dije que no le iba a cobrar nada si él me permitía usar su biblioteca. A él no le gustó esa idea. (Risas.) Entonces yo le dije que no tenía ninguna otra posibilidad de leer, entonces dijo que está bien, que iba a entregarme un libro por vez. Así yo leí todo Nietszche, le daba clase de ruso a cambio de Nietszche, porque llegué solamente a terminar a Nietszche. (Risas.) Vida loca, yo no sé cómo aguantaba todo eso.
JFP: ¿Encontrabas sosiego en Nietszche, en esa época?
IB: Tenía tanto interés que no te imaginás, para mí era como la mejor torta de crema. (Risas.) Empezaba a leer cada libro con unas ganas y con un interés y con un deleite. Era una época preciosa, además que leía algunas cosas en voz alta, porque las quería compartir con mi marido. Y lo abrumaba a mi marido y él se reía. Me decía: “O leeme algo entero o no me leas, porque leerme frases…” Por eso a Nietszche le tengo mucho cariño, por toda mi juventud.
LE: Es que Nietszche era un desaforado…
IB: Era un desaforado. Era un hombre muy tenso y muy sincero. Pero al mismo tiempo, y yo en ese momento, ya después trabajaba en el laboratorio, y sabía a qué se exponía él. Porque él tenía parálisis progresiva, la sífilis provoca parálisis progresiva... y finalmente la locura.
JFP: Y en cuanto a las editoriales, ¿cómo ves el trabajo editorial y su relación con los autores y los traductores?
IB: Bueno, ya es sabido, pobres editoriales, tienen pros y contras. Quieren ganar dinero y también siempre están en peligro de perder. Si el libro tiene buena venta, ganan, y si tiene mala venta, pierden. No puedo decir que son transfugas, como los están tildando ahora de usureros y qué sé yo. Fijate vos mi caso, traduje un armatoste, un elefante blanco, el Tolstói de Sklovski. Me pagaron religiosamente y bien y no se publica.
JFP: ¿Es común que se paguen y queden cajoneadas algunas obras?
IB: Exacto, y se pierden. Ahora, que los hay los hay. Conozco un caso que me gustaría mencionar. Un muchacho que se llama Enrique Medina, que es un escritor con cierto valor. Pobrecito tenía que esconderse detrás del árbol delante de la editorial De la Flor, porque el editor nunca estaba. Y tenía que pagarle. Entonces se escondía frente a la editorial detrás del árbol tratando de pescar al editor. ¿Te imaginás vos? (Risas.) Es el colmo. Y ese no es de los últimos. Hay otros que son peores. En mi caso hay una que directamente falsificó la cosa diciendo que cobré todo lo que se me debe, cuando no lo cobré. La verdad es que es tan feo y tan maloliente.
LE: Charlamos con Javier hace poco sobre tus Apuntes en los márgenes de la vida…
IB: Eso está escrito a instancias de mi nieto mayor. Así es la cosa, por ejemplo, hablar del padre de mi marido, es muy interesante porque es historia de Rusia. Él fue el primer piloto, así entró en la historia de la aviación rusa, todas esas cosas son interesantes de por sí, no porque nuestros antepasados hayan salvado a Roma como aquellos gansos de la fábula.
LE: Me parece que esas son las ideas que tiene que tener la literatura.
JFP: Es un texto muy fuerte de leer, de mucha intensidad.
IB: Son épocas muy conmovedoras. No es lo que yo escribo, son los hechos de por sí, porque los hechos de Mauthausen o los hechos de nuestros traslados, son conmovedores. Me acuerdo que la gente decía “por qué no lo escribe”. Hay muchísima gente que escribe sobre esto. Sobre lo que ha pasado. Por ejemplo, no he introducido una cosa, por una extraña razón: Cuando nosotros llegamos a ese Mauthausen que vos leíste, lo que hicieron con las mujeres las autoridades militares nazis de ese campo, es que nos llevaron a una barraca, tuvimos que sacarnos toda la ropa y pasar una por una delante de una mesa donde estaban sentados tres tipos, uno de ellos con un palito que usan los militares. Miraban el vello púbico, si tiene o no tiene piojos y teníamos que pasar después y tomar las duchas. Éramos grandes, chicas, niñas, abuelas, ¿te imaginás? Mi amiga de infancia que vive en California que es madrina de mi hijo y es muy allegada a mí, al venir la última vez acá, yo no sé por qué, recordé ese hecho. ¿Sabés qué me contestó?: “¿De dónde sacás vos eso? Yo no me acuerdo”. Ella lo borró, totalmente. Entonces decidí no introducirlo en esos recuerdos.
JFP: Recuperás estampas de personas buenas, que dentro del horror hicieron algo bueno…
IB: Ahí mi abuela tuvo mucho que ver porque organizó a las mujeres, cuando teníamos que salir a esa escena ella dijo: “Señoras, absoluta seriedad, ninguna palabra, ningún gesto, ni de manos, ni de boca, ni de cara, pasar absolutamente frías, sin ningún movimiento, sin decir nada, sin reaccionar de ninguna manera, como autómatas.” Nos enseñó a todas cómo proceder para que ellos no tengan ni una mínima posibilidad de engancharse, porque no sabíamos qué podían hacer. Entonces haciendo eso, ser firmes, y esa manera de conservar la dignidad nos ayudó a todas, tanto a mí de chiquita, como a mi madre y a todas las mujeres que allí estaban, saliendo de ahí sin ningún problema. Y yo creo que a mi amiga le pasó esto, ella no acusó ningún recibo denigrante. Ella se sintió digna. Mi abuela era una persona fuera de serie. Mi abuela era una campesina de Siberia. Mi abuelo tenía dos carreras, tuvo que viajar a Siberia por un asunto jurídico, conoció allí a esa chica campesina que era muy linda, se casó con ella y la trajo a Petersburgo. Tuvieron tres hijos. A un hijo, el mayor, lo mató la Guardia Roja delante de la madre. Cuando, en la segunda guerra mundial, mi abuelo estudiaba alemán conmigo, yo le enseñaba alemán… pero cuando fuimos involuntariamente a Austria, la traductora era mi abuela. Ella se manejaba con la gente. Mi abuelo no sabía nada. (Risas.) Todo lo que le había dado yo no le sirvió. Mi abuela murió lavando el piso a los 92 años. En Austria. Mi abuelo a los 80 años se hizo sacerdote.
LE: Y falta un hijo o una hija…
IB: Tres faltan. El mayor era Gregorio al que mataron, la segunda era mi mamá y los terceros eran mellizos, uno vivió en Chile y otra en Estados Unidos.
LE: ¿Ellos también fueron al campo de concentración?
IB: No, no, ellos estaban en Yugoslavia.
LE: ¿Y no los deportaron al campo? ¿A ustedes desde Belgrado los llevaron al campo?
IB: Sí. La hermana melliza de mi madre se casó con un ingeniero inventor. Siempre pasaban hambre pero un día, de la noche a la mañana, se hizo rico. Vendió un invento de unos hangares de aviones portátiles que eran muy fáciles de armar, así que lo compró el gobierno serbio. Un año después, se lo apropió la ocupación alemana, pero los alemanes le pagaban a él como inventor. Él gastaba el dinero que le pagaban los alemanes en armas contra los alemanes. (Risas.) En serio. Hasta obuses compraba, una cosa increíble. Ese tío era muy bueno, ya murió. Es también un poco la idea de que las cosas que uno ha pasado o sufrido pueden ser útiles para otros.
JFP: El recuerdo no se termina en uno, ¿no? No acaba con uno la propia memoria.
IB: Exacto y no sólo eso, por ejemplo, pequeñas cosas que se saben. Por ejemplo, no se sabía que había civiles que entraban en los campos de concentración y los tenían encerrados igual que a los presos. Éramos semipresos nosotros. Pero no podíamos salir, solamente cuando nos mandaban a algún trabajo específico podíamos hacerlo. Yo tuve una suerte increíble porque nos mandaron a la campiña. El jefe de esta región de Austria, Oberdonau, muy amigo de Hitler, Eigruber, vino a revisar ese campamento a causa de la muerte alevosa de esa mujer médica, mi madre, en condiciones infrahumanas. Corría el año 44, los nazis se sentían ya un poco mal. Y a quienes primero dejó salir fue a nosotros y a la campiña además, no a la fábrica. Eso ya era un privilegio. Pero nunca pensé que iba a ser un privilegio tan grande. Porque nos encontramos en una aldea austríaca, cerca de Braunau –Braunau es la ciudad donde nació Hitler, a propósito–, no sobre la ruta ferroviaria sino fuera, a cien kilómetros de los trenes. Y la gente era preciosa, era tan buena gente... Y no sé si te conté que había trabajadores del Este, nosotros también éramos trabajadores del Este, pero había trabajadores de Rusia, especialmente de Ucrania, había chicas y muchachos, y como siempre entre chicos y muchachos se formaban parejas y tenían que trabajar. Y como yo tenía privilegios tan grandes en la casa donde trabajaba porque me quería mucho la dueña y me ayudaba, mi abuela y yo formamos una guardería para los bebés de esas chicas que tenían que trabajar. Y yo a los 16 años aprendí a bañar y ponerles pañales y también les enseñé, como mi madre era médica de niños, les enseñé cómo sacar leche materna en botellitas para dársela durante el día en su ausencia. Fue una cosa preciosa, y yo me alegro tanto que hayamos hecho eso. Fue una cosa muy buena. Recibían a sus bebés limpios y comidos. Me daba tanto gusto ver las caritas de ellas. Después vino la liberación. A Braunau entraron los americanos, pero las chicas querían ir a casa, a Rusia. Me preguntaban. Yo les decía: “Yo no iría, pero ustedes procedan como les parezca.” Todas fueron a campos de concentración. Encontré una vez a una, ya en el año 48, en el tren de Insbruck a Salzburgo, que se fugó de un campamento en Viena, Viena pertenecía a la ocupación rusa.
LE: Ustedes por casualidad quedaron del lado americano.
IB: Por casualidad, sí. Porque toda la parte del Este, Viena y sus alrededores perteneció a la ocupación rusa. Toda Oberdonau y Salzburgo era de ocupación norteamericana. Todo el Tirol perteneció a los franceses, y el sur de Austria estaba bajo la ocupación inglesa. Los americanos y los ingleses devolvían por la fuerza a los rusos a la Unión Soviética. Prestaban sus uniformes a los soldados soviéticos para robar a los rusos y llevarlos por fuerza. En el año 73 o 74 hubo un juicio por delitos de lesa humanidad en Londres contra los jefes del ejército inglés que procedían de esa manera. Y fueron condenados, los ingleses los condenaron. Sus propios compatriotas. Hay un lugar en Bavaria que se llama Blutweg, camino de sangre. Los prisioneros soviéticos que fueron liberados, entre comillas, y en los camiones los llevaban por fuerza a los campamentos soviéticos, en el camino se cortaban las venas con los dientes, el camino estaba lleno de sangre.
JFP: Evocar todo esto, ¿te revuelve algo?
IB: Me acuerdo cuando visité a los prisioneros rusos cerca del lugar donde yo estaba había un campamento de prisioneros. Stalin no firmó el convenio suizo, así que los rusos no recibían absolutamente ninguna ayuda. Si el campamento era solamente ruso, se morían como moscas de hambre. Si estaban mezclados con ingleses y franceses, los franceses, los ingleses y los americanos compartían con ellos la comida pero si no… Stalin declaró a todos los prisioneros de guerra, traidores a la patria…
LE: Los tipos que habían caído en manos del enemigo eran también enemigos… No quedaban en ningún lado, es una locura. Ustedes mismos fueron prisioneros por rusos cuando Rusia los había expulsado. Es lo mismo.
IB: Fuimos presos como argentinos cuando pegábamos carteles en la embajada soviética, un 7 de noviembre, el día de la revolución. Los carteles eran mapas de los campos de concentración en la URSS. Y una vez la policía argentina nos puso presos. Muchos años después entré por primera vez al interior de la Embajada Rusa en Bs.As., recién después de la Perestroika, porque el embajador me tenía que entregar en 1999, aniversario del nacimiento de Pushkin, el premio Pushkin que me fue adjudicado por la Sociedad Pushkiniana de Moscú, y en mis palabras de agradecimiento mencioné nuestras “pegatinas”, esos carteles con mapas de los campos de concentración soviéticos en las paredes exteriores de la Embajada soviética que hacíamos en los años 60, 70 y 80 del siglo pasado.
Es una anécdota. Resulta que Igor estaba preso pero en otro grupo y en otro departamento policial. Y a mí me tocó estar con dos muchachos rusos que eran primos, uno se llamaba Vasili Griadski y el otro se llamaba Vasili Griadski, porque eran primos y el abuelo se llamaba Vasili y ambos nacieron en el mismo año. Cuando llega el comisario y pregunta primero a mí y después a ellos, cómo se llaman, cuándo nacieron y qué son. Y los dos le contestan lo mismo. Porque todavía no sabían bien explicar que eran primos, entonces dijeron que eran hermanos. Parecía que era una broma. ¡Hermanos, dos Vasili Gradski nacidos el mismo año! ¿Qué son? ¿Gemelos? A duras penas le pude explicar que no eran hermanos sino hijos de dos hermanos. Nos pusieron presos a las tres de la mañana cuando estábamos pegando carteles y a las 9 y 30 nos dejaron salir. Esos dos Vasili Griadski pobrecitos ya están muertos.
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7.9.11
Serguei Dovlatov - La camisa de poplín
Fuera de la propia lengua se pierde la posibilidad de ironizar y de bromear –dice Doblatov en un relato. Serguei Dovlatov es un escritor ruso emigrado en los 80's a E.E.U.U. que escribió obras como Los nuestros, muchos cuentos y el registro singular de su exilio en El oficio. Todos ellos nos tocan, nos sacuden, silenciosos y fuertes, de modo semejante a como lo hace Chejov. Bajo una superficie de aparente simpleza, leemos el horror. Presentar y explicar a Doblatov es inútil, que lo entienda el que pueda –como escribió un autor argentino. Un frío, blanco, terrible realismo es imposible de mostrar con otras palabras que con las del propio autor. Esta traducción de Irina Bogdachevski es parte de un proyecto mayor que incluye la edición del libro El oficio del mismo Dovlatov y un ensayo de J. Brodsky a la muerte del autor.
Laura Estrin
Mi mujer dice:
–Es una locura – vivir con un hombre que no se va sólo porque tiene pereza... Mi mujer siempre exagera las cosas. Aunque es cierto que yo trato de evitar las preocupaciones innecesarias. Prefiero comer cualquier cosa. Me corto el pelo sólo cuando pierdo el aspecto humano. Pero me lo corto al ras, para no tener que cortarme por otros tres meses.
Hablando bien y pronto, no tengo ganas de salir de casa. Quiero que me dejen tranquilo...
Tuve en mi infancia una niñera, Luisa Genrijovna. Ella hacía todo sin prestarle mucha atención, porque tenía miedo de ser arrestada. Una vez Luisa Genrijovna me puso pantalones cortos y metió mis dos piernas en el mismo pernil. Como resultado, anduve de esa manera todo un día.
Tenía cuatro años y recuerdo bien este caso. Yo sabía que no me vistieron correctamente. Pero me quedé callado. No quería cambiarme de ropa.
Ahora tampoco lo quiero.
Recuerdo muchas historias parecidas. Desde mi niñez soy capaz de aguantar cualquier cosa con tal de evitar trajines inútiles…
Hubo épocas en que bebía bastante. Y por eso vagaba por los lugares más insólitos. Eso hacía pensar a mucha gente que era muy comunicativo. Pero bastaba que me pusiera sobrio para que se esfumara toda mi sociabilidad.
Con todo esto, tampoco quiero vivir solo. No recuerdo dónde quedan guardadas las cuentas de luz. No sé lavar ni planchar. Y lo más importante, – estoy ganando poco.
Prefiero estar solo, pero al lado de alguien…
Mi mujer siempre exagera todo:
–Ya sé por qué sigues viviendo conmigo. ¿Lo digo?
–Y bueno, ¿por qué?
–¡Te da pereza, simplemente, salir a comprar un catre!
Como respuesta, yo podría alegar:
–¿Y tú? ¿Por qué no te compraste un catre? ¿Por qué no me has abandonado en los momentos más duros? ¡Tú, – la que sabe zurcir, lavar, aguantar a la gente desconocida, y lo más importante – ganarte el sueldo!...
Nos conocimos veinte años atrás. Hasta recuerdo que era un domingo. El dieciocho de febrero. El día de las elecciones.
Los propagandistas visitaban las casas. Trataban de convencer a los habitantes de ir a votar lo más temprano posible. Yo no me apuraba. En realidad, no había votado más que unas tres veces. Además, no fue por razones de disidencia. Más bien, por el odio a las actividades sin sentido.
Y de pronto se oye el timbre. En el umbral aparece una joven mujer vestida de campera. Con el aspecto de una maestra escolar, es decir, – un poco de solterona. Es cierto, que sin los lentes, pero con un cuaderno de tapas duras en la mano.
Ella miró en el cuaderno y pronunció mi apellido. Yo dije:
–Entre. Caliéntese un poco. Tome el té.
Me deprimían mis pies que se asomaban por debajo de la bata. En nuestra familia esta es la parte menos expresiva del cuerpo. Además, la bata estaba llena de manchas.
–Elena Borisovna –se presentó la muchacha– vuestra propagandista. Usted no ha votado todavía…
Esto no era mera pregunta, sino un discreto reproche.
Yo repetí:
–¿Quiere tomar un té?
Agregando por razones de decencia:
–Allí está mi mamá…
Mi madre estaba acostada, tenía una fuerte jaqueca. Lo que no le impidió dar un grito bastante alto:
–¡No se atrevan a comer mi turrón!
Yo dije:
–Tenemos aún tiempo para votar.
Y he aquí que Elena Borisovna pronunció un discurso totalmente inesperado:
–Yo sé que esta votación es una absoluta profanación. Pero, ¿qué puedo hacer? Debo llevarlos a su puesto de votación. Si no, no me dejarán irme a casa.
–Está claro, –dije– pero tenga cuidado. No la van a felicitar por semejantes palabras.
–Se puede confiar en usted. Yo lo entendí en seguida. Ni bien vi el retrato de Solzhenitzin.
–Es Dostoievski. Pero a Solzhenitzin también lo respeto.
Después desayunamos modestamente. Mamá de todos modos nos cortó un pedazo de turrón.
La conversación, naturalmente, tocó el tema de literatura. Si Elena nombraba al escritor Gladilin, yo repreguntaba:
–¿Tolia Gladilin?
Si se hablaba de Shukshin, yo especificaba:
–¿Vasia Shukshin?
Y cuando se habló de Ajmadulina, exclamé no muy alto:
–¡Bellochka!
Luego salimos a la calle. Los edificios estaban adornados con banderas. En la nieve se encontraban tirados los envoltorios de los caramelos. El portero Grisha se lucía con su sobretodo de paño.
Yo no quería votar. Y no porque tenía pereza, sino porque me gustaba Elena Borisovna. Ni bien terminemos todos de votar, la van a dejar volver a casa.
Fuimos al cine, a ver “La Infancia de Iván”. La película era suficientemente buena como para que yo reaccionara con condescendencia.
En aquella época yo alababa sólo películas detectivescas. Porque ellas me permitían aflojar mis tensiones.
Y a las películas de Tarkovski las elogiaba con indulgencia. Además, haciendo entender que Tarkovski ya hace como seis años espera de mí un guión nuevo.
Desde el cine nos dirigimos a la Casa del Literato. Estaba seguro que me encontraría con alguna celebridad. Podía contar con el amistoso saludo de Goryshin. Y con los abrazos ebrios de Wolf. Con las palabras pasajeras de Efimov o de Konetski. Si yo era, así llamado, “escritor joven”. Hasta Granin me conocía de cara.
Hubo tiempos en que en Leningrado había muchas celebridades. Por ejemplo: Chukovski, Oleinikov, Zoshchenko, Harms. etc. Después de la guerra quedaron pocos. Algunos fueron fusilados por algo, otros se mudaron a Moscú…
Subimos al restaurante. Pedimos vino, sandwiches, masas. Pensaba pedir un omelette, pero cambié de idea… Mi hermano mayor me decía siempre:
“Tú no sabes comer comida multicolor”…
Conté el dinero sin sacar la mano del bolsillo.
La sala estaba casi vacía. Sólo cerca de la puerta estaba sentado el condecorado Reshetov leyendo un libro. Por su aspecto tan fascinado se deducía que esta era su propia novela. Podría apostar que el título de la novela era: “¡Voy hacia vosotros, gente!”
Tomamos una copa, conté tres anécdotas de la vida de Evtushenko, que sucedieron, literalmente, ante mis ojos.
Sin embargo, las celebridades no aparecían. Aunque había cada vez mayor cantidad de visitantes. Se dirigió hacia la ventana el novelista Gorianski, crujiendo con sus prótesis. En el mostrador del bar se ubicaron los poetas Chikin y Steinberg. Chikin decía:
–Lo que mejor te sale, Boris, son tus agregados filosóficos.
–Y a ti, Dimitri, tus monólogos interiores, –reaccionaba Steinberg…
Ambos, Chikin y Steinberg, no pertenecían a las celebridades. Gorianski se hizo famoso por haber ahorcado a un guardia en el campo de concentración alemán.
Pasó cerca de nosotros el crítico Jalupovich, bastante famoso. Él estuvo observándome largo rato, y luego dijo:
–Disculpe, lo he tomado por Leva Melinder…
Pedimos doscientos gramos de coñac. Quedaba poco dinero, pero las celebridades no aparecían.
Parecía que Elena Borisovna no se enteraría al final de que soy un literato prometedor.
Y he aquí que se asomó al restaurante el escritor Danchkovski. Con ciertas reservas se le podría llamar celebridad.
Hace años vinieron a Leningrado desde Shklov dos hermanos, que se llamaban Saveli y Leonidas Danchikovski. Ellos empezaron a probar sus fuerzas en trabajos literarios, inventaban canciones, cuplés, intermedios.
Al principio escribían juntos. Después, cada uno por separado.
En un año sus caminos se separaron más radicalmente aún.
El hermano menor decidió acortar su apellido. Ahora él firmaba Danch, pero seguía siendo un judío.
El mayor actuó de otro modo. Él también acortó su apellido, pero sólo por una letra – la “i”, firmando ahora como Danchkovski. Pero en lugar de ser judío, se transformó en un polaco rusificado.
Poco a poco entre los hermanos surgió una fuerte desavenencia nacional. Ellos peleaban ahora a cada rato como consecuencia de su hostilidad racial.
–¡Apóstata! –gritaba Leonidas– ¡vagabundo, goy!
–¡Cierra el pico, jeta de judío inmundo!– respondía Saveli.
Pronto comenzó la persecución de los cosmopolitas, arrestaron a Leonidas. Para esa época Saveli terminó sus estudios en la Facultad de Marxismo-Leninismo.
Él empezó a publicar sus trabajos en gordas revistas literarias. Salió su primer libro. Los críticos comenzaron a hablar de él.
Poco a poco se transformó en un “leninista”. Es decir, se hizo creador de una interminable, incontenible saga “leniniana”.
Primero escribió el libro “La infancia de Volodia”, después un relato: “El muchacho de Simbirsk”. Luego publicó en dos tomos la novela “La juventud ardiente”. Y finalmente una trilogía: “¡Levántate, marcado por la maldición!”
Después de haber agotado la biografía de Lenin, Danchkovski se dedicó a temas cercanos. Escribió el libro “Lenin y los niños”. Luego “Lenin y la Música”, “Lenin y la Pintura”, y también “Lenin y la Agricultura”. Todos estos libros fueron traducidos a muchos idiomas.
Danchkovski se enriqueció, recibió la condecoración “Distinción de Honor”. Para esta época su hermano había recibido ya su rehabilitación póstuma.
Danchkovski me conocía muy bien, porque durante más de un año dirigía nuestra asociación literaria.
Y era él, quien apareció en el restaurante.
Yo, bajando la voz, le susurré a Elena Borisovna:
–Preste atención, es Danchkvski en propia persona. Un éxito rabioso. Candidato al premio de Lenin…
Danchkovski se dirigió hacia el rincón alejado de la caja automática musical.
Pasándonos, él aminoró su marcha. Yo con familiaridad levanté mi copa.
Danchkovski sin saludar pronunció con claridad:
–Leí su humorada en “Aurora”. Según mi opinión, es una mierda.
Nos quedamos en el restaurante hasta las once. El colegio electoral ya se había retirado hacía tiempo. Después se cerró el restaurante. Mamá seguía acostada con su jaqueca. Nosotros paseábamos aún por la costanera de la Fontanka.
Elena Borisovna me asombraba con su sumisa resignación. Más bien no con resignación, sino con indiferencia con respecto al lado real de la vida. Como si todo lo que sucedía, transcurriera fugazmente en una pantalla.
Ella se olvidó de su sección electoral. Trató con desdén sus obligaciones. Como se aclaró luego, tampoco había votado.
¿Y todo esto por qué? A causa de unas poco claras relaciones con un hombre que escribe no muy logradas humoradas.
Yo, evidentemente, tampoco voté. Yo también menosprecié mis obligaciones civiles. Pero en general soy un hombre especial. ¿Pues, acaso, nosotros dos nos parecemos?
A nuestras espaldas están los veinte años de matrimonio. Veinte años de mutuo aislamiento e indolencia con respecto a la vida.
Con todo esto, yo tengo el estímulo, la meta, la ilusión, la esperanza. ¿Y que tiene ella? Tiene sólo una hija y su indiferencia.
No recuerdo que Lena objetara algo o se pusiera a discutir. No creo que haya dicho alguna vez un “sí” sonoro y seguro, o un pesado y severo “no”.
Su vida transcurría como en la pantalla del televisor. Cambiaban los personajes, los rostros, las voces; el bien y el mal corrían en el mismo enganche. Pero mi amada, mirando de vez en cuando hacia lugar donde se encontraba la pantalla, se ocupaba de las cosas más importantes…
Pensando que mi madre ya se había dormido, me dirigí a mi casa. Hasta no le dije a Elena Borisovna: “Vamos a mi casa”. Tampoco la tomé de la mano.
Simplemente, nos encontramos en mi domicilio. Esto sucedió hace veinte años.
En estos años se enamoraban, se casaban y se divorciaban nuestros amigos. Ellos escribían sobre estos temas versos y novelas. Se mudaban de una república a la otra. Cambiaban toda clase de ocupaciones, costumbres, convicciones. Se transformaban en disidentes, o en alcohólicos. Atentaban contra los bienes ajenos, o en contra de su propia vida.
Alrededor surgían y se caían con estrépito bellos, misteriosos mundos. Como cuerdas tensadas al máximo se rompían las relaciones humanas. Nuestros amigos renacían y volvían a morir buscando la felicidad.
¿Y nosotros? A todas las tentaciones, a todos los horrores de la vida nosotros contraponíamos nuestro único don – la indolencia. Uno se pregunta – ¿qué puede ser más perenne que un castillo edificado en la arena? ¿Qué es más sólido y firme en la vida familiar que la mutua falta de carácter? ¿Qué puede ser más afortunado para dos países en pugna, que ser incapaces de defenderse?...
Yo trabajaba en un diario de gran tiraje. Cobraba unos cien rublos mensuales.
Como plus, recibía unos pequeños cobros adicionales. Así recuerdo los cuatro rublos mensuales extra “por la adquisición de los métodos más perfectos de administrar la economía”.
Como la mayoría de los periodistas, soñaba con escribir una novela. Y sin parecerme a la mayoría de los periodistas, me dedicaba al trabajo literario.
Pero mis manuscritos fueron rechazados por las revistas literarias más progresistas.
Ahora esto me tiene que alegrar solamente. Gracias a la censura mi aprendizaje se prolongó hasta los diecisiete años. Los cuentos que quise publicar en aquellos años me parecen ahora totalmente desvalidos. Ya es lo suficiente que uno de los cuentos llevara el título de “El Destino de Faína”.
Lena no leía mis cuentos. Yo tampoco se los ofrecía. Y ella no quería mostrar la iniciativa.
Tres cosas puede hacer la mujer por un escritor ruso. Ella puede nutrirlo. Ella puede creer sinceramente en su genialidad. Y finalmente, ella puede dejarlo en paz. A propósito, lo tercero no excluye la presencia de lo primero y de lo segundo.
Lena no se interesaba por mis cuentos. No estoy seguro de que ella se diera bien cuenta dónde yo estaba trabajando. Sabía sólo que estaba escribiendo.
Sobre ella mis conocimientos estaban igualmente limitados. Al principio mi mujer trabajaba en una peluquería. Después de la historia con las elecciones la dejaron cesante. Entonces se hizo correctora literaria. Después, inesperadamente para mí, terminó los estudios en el Instituto Poligráfico Nacional. Se empleó, si no me equivoco, en una Editorial de Deportes. Ganaba dos veces más que yo.
Es difícil entender qué era lo que nos unía. Conversábamos casi siempre de asuntos pendientes. Cada uno tenía sus propios amigos. Y hasta leíamos libros diferentes.
Mi mujer abría siempre el libro que se encontraba más cerca de ella. Y empezaba a leer desde cualquier página.
Al principio esto me hacía rabiar. Luego me convencí que le tocaban siempre buenos libros. No como a mí. Si yo abro cualquier libro, este va a ser seguro “Tierra virgen arada” de Sholojov...
¿Qué era lo que nos unía? ¿Y cómo, en general, nace la cercanía entre dos seres? Todo esto no es tan simple.
Yo tengo, por ejemplo, tres primos. Los tres son borrachos y canallitas. A uno lo quiero, el segundo me es indiferente, al tercero directamente lo desconozco.
Así vivíamos nosotros. Uno al lado del otro, pero por separado. Intercambiábamos regalos en casos muy aislados. A veces yo decía:
–Habría que regalarte, para la risa, algunas flores.
Lena contestaba:
–Yo tengo todo.
Yo tampoco esperaba regalos. A mí esto me convenía.
Si no, yo conocía una familia, donde el marido trabajaba desde la mañana hasta la noche. La esposa miraba la televisión e iba de compras. Diciendo:
“Le compré a Marik para su cumpleaños una cortinas de tul –¡como para desmayarse!”
Así vivimos cuatro años. Luego nació nuestra hija –Katia. En esto se percibía la inesperada seriedad y la sensación de un milagro. Éramos dos, y de pronto apareció otra persona, –caprichosa, ruidosa, exigiendo atenciones.
A nuestra hija casi no la educamos, sólo la amábamos. Con mayor razón, porque ella se enfermaba a menudo, desde sus cinco meses.
En una palabra, después del nacimiento de nuestra hija se hizo evidente que estábamos casados. Katia sustituyó con su presencia el certificado de casamiento.
Recuerdo que fui una vez con el cochecito a la redacción de la revista “Aurora”. Me correspondía allí un pequeño pago. La empleada abrió la lista:
–Firme aquí.
Y agregó:
–Dieciséis rublos hemos restado por la falta de hijos.
–Pero –dije– yo tengo una hija.
–Debe usted presentar la documentación correspondiente.
–Sírvase.
Saqué del cochecito el paquete rosado. Lo coloqué cuidadosamente en la mesa del contador principal. De esta manera conservé los dieciséis rublos...
Las relaciones con mi mujer no han cambiado. Más bien, casi no han cambiado. Ahora a nuestra indolencia personal se contraponían las preocupaciones comunes. Por ejemplo, bañábamos juntos a nuestra hija… Una vez Lena se fue al trabajo. Y yo me demoré en casa, empecé, como siempre, a buscar los papeles necesarios. Si no me equivoco, la copia del contrato con la editorial.
Revolvía los armarios, abría uno tras otro los cajones del escritorio. Hasta me metí dentro de la mesita de luz.
Allí, debajo de un montón de libros, revistas, viejas cartas, encontré un álbum. Era un pequeño álbum de fotos, casi de bolsillo. Unas quince páginas de grueso cartón con la imagen en relieve de una paloma en la tapa.
Lo abrí. Las primeras fotografías eran amarillentas, con fisuras. Algunas sin las puntas. En una – la pequeña niña acariciaba al perro, más bien, lo rozaba apenas. El perro peludo apretaba las orejas En otra – la niña de unos seis años abrazaba una muñeca de fabricación casera. Ambas tenían un aspecto triste y perplejo.
Después vi una foto familiar: la madre, el padre y la hija. El padre vestía un largo capote y un sombrero de paja. De las mangas se asomaban apenas las puntas de los dedos. Su mujer vestía un saco de abrigo con hombreras altas, tenía rulos y una chalina de gasa. La niña se dio vuelta tan bruscamente al costado, que volaron los faldones de su abrigo de otoño. Algo que estaba fuera de foco había llamado su atención. Quizás algún perro vagabundo.
Detrás, entre los árboles se veía la fachada del Liceo de Tsarskoie Selo. Luego había fotos de los parientes con sonrisas forzadas y falsas. Un hombre entrado en años, con el uniforme del ferroviario, una señora al lado del busto de Lenin, un joven en motocicleta. Luego apareció un marino, más bien un cadete. Hasta en la foto se podía observar con qué esmero él se había afeitado. Al cadete lo miraba fijamente a la cara una señorita con el ramito de muguets en la mano.
Toda una hoja ocupaba la gran fotografía colegial, muy lustrosa. Cuatro filas de asustadas, tensas fisionomías congeladas. Ni un alegre rostro infantil.
En el centro – un grupo de maestros. Dos de ellos con condecoraciones, eran posiblemente ex–combatientes de la guerra. Entre otros estaba la instructora de la clase, que era fácil de reconocer. Ella abrazaba a dos alumnas de sonrisas afectadas. A la izquierda, en la tercera fila, estaba mi mujer. La única que no miraba al aparato fotográfico.
Yo la reconocí en todas las fotos. En una pequeña entre el grupo de esquiadores. En una microscópica foto hecha al lado de la biblioteca aldeana. Y hasta en la demasiado expuesta foto, en la muchedumbre, entre los apenas distinguibles participantes del coro juvenil.
Yo reconocía la ceñuda muchacha con zapatos de tacones torcidos, una turbada señorita de traje de baño barato debajo de una atrevida inscripción “Evpatoria”. A la estudiante con un pañuelo en la cabeza, al lado de la biblioteca aldeana. Y en todas partes mi esposa parecía la más triste de todos.
Hojeé unas cuantas páginas más. Vi a un muchacho joven con una gorra hexaédrica, a una anciana que se tapaba los ojos con la mano, a una bailarina desconocida.
Encontré la foto del actor Iakovlev. Exactamente, una tarjeta con su imagen. Abajo, con una escritura caligráfica, estaba escrito: “¡Lena! Se necesita toda la persona, entera, para servirle al arte. Rafik Abdullaiev.”
Abrí la última página. Y de pronto, se me cortó la respiración. Realmente no sé qué fue lo que me asombró tanto. Pero sentí cómo se enrojecían mis mejillas.
Vi una fotografía cuadrada, un poco más grande que una estampilla. Una frente angosta, la barba descuidada, el aspecto de un matador que ha perdido su capacidad profesional.
Era mi fotografía. Si no me equivoco, sacada de la tarjeta de identidad del año pasado. En el ángulo blanco se veían las huellas del sello de la fábrica, en cuyo diario yo trabajé.
Quedé inmóvil por unos tres minutos. En el pasillo de entrada se oía el tic-tac del reloj. Detrás de la ventana se oía el rumor del compresor del aire acondicionado. Se distinguía el tintineo del ascensor. Y yo seguía sentado sin moverme.
Aunque, si lo analizamos, ¿qué ha sucedido? Pues, nada especial. La esposa colocó en su álbum la foto de su esposo. Era algo normal.
Pero, no sé por qué yo experimenté una inquietud enfermiza. Me resultaba difícil concentrarme para aclarar las causas de esta inquietud. Quiero decir que todo lo que sucedía era muy en serio. Si yo lo sentí recién por primera vez, ¿entonces cuánto amor he perdido durante estos largos años?
No me alcanzaban las fuerzas para reconsiderar lo que estaba sucediendo. Yo no sabía que el amor podía alcanzar este pico de potencia y agudeza.
Yo pensé: “¿Si ahora me tiemblan así las manos, qué es lo que pasará más tarde?”
Finalmente, me preparé y me fui a trabajar...
Pasaron unos seis años. Comenzó la emigración. Los judíos empezaron a discutir sobre su patria histórica.
Antes, a un hombre cabal le hacían falta sólo la pelliza de cuero curtido y el rango de profesor. Ahora se le agregó la invitación a Israel.
Con ella soñaba todo intelectual. Aunque no estuviera dispuesto a emigrar.
Quería tener por si acaso una citación así.
Primero se iban los judíos auténticos. Tras ellos se iban los ciudadanos de origen dudoso. Un año más tarde empezaron a dar el permiso de emigrar a los rusos. Entre ellos con documentos israelíes se ha ido un conocido nuestro, el padre Mauricio Rykunov.
Y he aquí que mi mujer decidió emigrar. Y yo decidí quedarme.
Es difícil explicar por qué he decidido quedarme. Aparentemente es porque no he llegado aún al límite fatal. Todavía quería agotar ciertos indeterminados recursos. O quizás, inconscientemente aspiraba a la represión. Cosas así suceden. Poco valor tiene el intelectual ruso que no ha pasado por una cárcel…
Me asombraba la firme decisión de ella. Si Lena parecía tan dependiente y sumisa. Y de repente tan seria, de categórica firmeza.
Aparecieron entre sus cosas unos papeles del extranjero con sellos rojos. La visitaban los severos, barbudos renunciantes. Dejaban las instrucciones escritas en papelitos de seda. Miraban hacia mi lado con desconfianza.
Pero yo no creía en todo esto hasta el último momento. Todo parecía demasiado inverosímil. Como un viaje a Marte.
Juro, que no lo creí hasta el último minuto. Sabía, pero no creía. Así sucede la mayoría de las veces.
Y ha llegado este maldito momento. Los documentos estaban legalizados, la visa recibida. La hija Katia repartió entre sus amigas pequeños presentes y estampillas. Quedaba sólo comprar los pasajes de avión.
Mi madre lloraba. Lena estaba enfrascada en trajines necesarios. Me habían apartado hacia el último plano.
Tampoco antes tapaba yo a nadie los horizontes. Pero ahora ella no tenía simplemente tiempo para mí.
Y he aquí, que Lena se había ido a buscar los pasajes. Volvió trayendo una caja.
Se acercó a mí y me dijo:
–Me quedó algo de dinero. Esto es para ti.
En la caja había una camisa de poplín importada. Si no me equivoco, made in Rumania.
–Bueno, pues, gracias –le dije. –Es una camisa modesta y de buena calidad.
¡Que viva el camarada Chauchescu!
Sólo que ¿adónde iría vestido con esta camisa? ¡Realmente, ¿adónde?!
Serguei Dovlatov. De La valija.
Traducción: Irina Bogdaschevski.
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