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8.4.14

Jack Kerouac: Viajero solitario, por Hugo Savino





A
Marta Bilbao, Nuria Carriedo,
Dardo Cocetta y Daniel Merro 



Viajero solitario arranca en la voz. Como todos los libros de Jack Kerouac. Con una ficha introducción del propio Kerouac. Es el año 1960: está obligado a leerse – está solo – sus amigos duermen. Literariamente hablando. Queda la visión de alguna Mardou tejida en el flirt del mal. Alguna Joyce Johnson que lo sabrá leer cuarenta años después. Las mujeres saben leer muy bien a Jack Kerouac. El motivo de este libro es el viaje – solitario. Los trenes, las personas, el misticismo, la soledad hasta el solipsismo, la indigencia, la auto-educación. Los recovecos para ocultarse en la noche industrial norteamericana. La lectura tramada a la vida. La evocación de los libros amados. “Su alcance y su propósito son sencillamente la poesía, o la descripción natural”.

“De lo que habla la escritura de Jack Kerouac es de captar todo lo que está pasando incluso cuando nada parece estar pasando. No habla de un argumento (plot) o de una acción; con pocas excepciones, no habla siquiera de personajes. Habla sobre la percepción. Habla sobre la conciencia, y la mortalidad, y la compasión. Es una meditación sobre la vida.” (Helen Weaver – trad. Mariano Dupont).

Vale la pena repetirlo, para nada: lo que nunca se perdonó, lo que no se perdona, lo que no se perdonará – es la escritura sin argumento, el desacato a esa vaca sagrada llamada plot. Usan la palabra en inglés los cronistas de suplemento que creen que el súmmum del plot son las series de televisión. Kerouac logró novelas que no se pueden contar por teléfono. Sin argumentos. No se pueden filmar. O sólo John Cassavettes puede hacer algo. Kerouac medita en sus novelas como Monk medita en el piano. Pascal era uno de sus héroes. Y si empezamos a pensar seriamente en que el inglés era su segunda lengua, que dejó una nouvelle escrita en francocanadiense llamada La nuit est ma femme, en la que estaba trabajando un mes antes de escribir En el camino (Joyce Johnson), podemos seguir el impulso a Pascal. Y la palabra meditación usada por Kerouac se convierte en una larga frase de muchos libros. Línea francesa: Pascal-Balzac-Proust-Céline.  ¿Mucho? Los angustiados que quieren leer toda la literatura en unos meses dirán que es mucho. Jack Kerouac no retrocede frente a sus visiones alucinadas, les pone voz. Las ve con el oído. Kerouac anota. Todas las novelas de Kerouac salen de su sistema de notas. Escritor de cuadernos y libretas. “Miro mi libretita – y me concentro en las palabras de la  Biblia” – (Viajero solitario). La Biblia, que leyó en francés. Mientras mira a los vagabundos que duermen en “sus lechos de la eternidad”. Hay una eternidad Kerouac, y hay una eternidad Macedonio Fernández. No son la misma eternidad. Inventores de eternidad.

“Leí y estudié solo toda mi vida. En Columbia batí el record de inasistencia a las clases para quedarme en mi cuarto. Escribía una pieza teatral diaria y leía a, digamos, Louis-Ferdinand Céline en lugar de los “clásicos” del curso.” (Viajero solitario).

Y  de repente, se da cuenta de que los compañeros de las complicidades duermen. Como le pasó a Macedonio Fernández. Que se fue a tomar mate solo. Con sus cuadernos. Macedonio Fernández y Jack Kerouac: escritores del exorcismo: “La escritura infinita de Macedonio, todos sus libros, sus cartas, su obra entera, tiene algo de exorcismo por el cual un hombre escribe sin parar un interminable texto porque teme que, si deja de hacerlo se le escapará la Eterna, como se le escapó Elena al amante esposo Macedonio una noche de 1920 o se irá Consuelo a la que ahora tiene” (Álvaro Abos, Macedonio Fernández, la biografía imposible). Como se le escapó Mardou. Y Kerouac pone a sus Mardou en su escritura infinita. (Y las eternizó.) A sus vagabundos, a sus trenes, a esos ferroviarios que pasan. Va ligero como un fantasma por las colinas de San Francisco. Mira un zaguán y lo inventa Dickens: “el zaguán moteado de polvo en el viejo Lowell Dickens de ladrillo de 1830.” Anota los silencios del día. Los silencios del lenguaje. Todo Jack Kerouac es una larga rememoración de lo viajado, de lo Mardou amado bajando por la “curva de la eternidad”, por esa calle, ¿hacia el tren?, o escribir para no habitar “nunca en la farsa que es la vida real de este mundo lleno de ruido”.

Pierre Guglielmina (el gran lector de Kerouac junto a Joyce Johnson) anota: que en las librerías norteamericanas los libros de Kerouac hay que pedirlos en el mostrador, son, junto a los de Nabokov, los más robados. Kerouac es un escritor que conquistó lectores extremos que desacatan la censura que decretó la república de los profesores. Que no tolera a los escritores que se auto-educan. Que insisten en escribir libros no permitidos. Literatura privada. De lector a lector. Sin intermediarios. Jack Kerouac escribe los motivos del lenguaje. Anotó la ilusión que surge de la visión, y de la ensoñación, en todos sus infinitos matices. En todos sus detalles. Anotó el motivo borracho pensativo que “encuentra su lazo de amor en la silla giratoria de los bares solitarios – todo ilusión.” (Viajero solitario) Escribió adentro de ese “todo ilusión”. Y lo desplegó en el tiempo. La decisión Jack Kerouac de andar solo está fechada: 1953 – “Porque sabe que se aclaró a sí mismo, que puede leerse y leer todo, decirse y decir todo. Salir del tiempo” (Pierre Guglielmina). Escribir como ejercicio de actividad, no para gustar, conocer y vivir y escribir y leer, juntos, no dejarse comer por el tiempo de los contemporáneos: “¡Escribo La leyenda de Dulouz no para que me alaben, ni para que me censuren! Únicamente por la sencilla razón de que me comprometí a hacer el trabajo de la piedad (en la medida en que ningún otro sabe cómo hacerlo) antes de mi Nirvana. --- Es una enorme construcción no solicitada de una Catedral que empezó a construir un enamorado del mundo que enseña el fin de todas las cosas.”  Lo no solicitado incomoda a los censores. Kerouac está frente al vacío de la eternidad: es el primer ladrillo de una Catedral. Si uno se anima. O catedral o plot. No hay medias tintas. Viajero solitario es, también,  el viaje de un pinche de cocina que pela papas en el vértigo del lenguaje. Es la prueba de un escritor que sabe leer y leerse. El pinche de cocina Jack Kerouac sigue en la anotación, no la suelta, todo su arte está ahí: los motivos: “El piloto vuelve del desayuno; conversa amablemente conmigo; va a ser capitán de un barco, se siente bien. – Le hago un comentario acerca de las anotaciones sobre las estrellas que encontré en su cesto. – “Suba a la sala donde están los mapas de navegación”, dice, “en los cestos de papeles va a encontrar cantidad de anotaciones interesantes.” Kerouac contradice la leyenda berreta del escritor que arroja los papeles al cesto. Y alguien los rescata. Al contrario, reafirma un épica: la de un Kerouac que escribe para un tipo llamado Kerouac que está en la otra punta de la mesa. Y guarda el papelito más insignificante, ese justamente, perdido. Toda la visión en una nota. Una nota que te salva del infierno. Y que servirá para los viajes que se escribirán. Registros para la eternidad. Kerouac va a buscar las notas al lugar donde van a parar todos los libros. Conciencia aguda del destino de la lectura y de la publicación. Y tampoco es para tanto: del cesto de papeles a la música: un paso más y “Encontré en el jukebox varios discos buenos de Gerry Mulligan y los puse.”   

Un libro de Kerouac es un frotamiento a todos los libros de Kerouac.

Pesa lo que dice, por eso ni alabanza ni censura, porque no es un hombre de estilo: los eternos perezosos del presente, piensan que Jack Kerouac creó un estilo, que tiene un estilo: “¿El estilo, esa comodidad que se instala e instala el mundo, sería el hombre? ¿Esta adquisición sospechosa con la que, al escritor que se regocija, se le hacen cumplidos? Su pretendido don se le va pegar a él, esclerosándolo sordamente. Estilo: signo (malo) de la distancia incambiada (pero que hubiera podido, hubiera debido cambiar), la distancia donde equivocadamente permanece y se mantiene respecto a su ser y a las cosas y a las personas. ¡Bloqueado! Se había precipitado en su estilo (o lo había buscado laboriosamente). Por una vida ficticia, abandonó su totalidad, su posibilidad de cambio, de mutación. Nada de lo que estar orgulloso. Estilo que se convertirá en falta de coraje, falta de apertura, de reapertura: en suma una incapacidad. / Trata de salir de ahí. Camina lo suficientemente lejos en ti mismo para que tu estilo no pueda seguirte.” – (Henri Michaux)  

Tiene lo suyo para poner ahí, en el acartonado y psicoanalítico debate sobre el estilo: lo pone entre paréntesis, como un agregado, un remate: “(Y Dios es el único crítico que se preocupó poco por el estilo.) ¿Eh?”.

Kerouac no se dejó seguir ni atrapar por el estilo. No fue abanderado de su generación. Dio ese paso de radicalidad absoluta: se puso en huelga frente a su generación. Y carga con la “irresponsabilidad” de no haber tomado las banderas de la revolución cultural. Más respetabilidad que el estilo revolución cultural: imposible pedir. La vio en 1949 a Madre respetabilidad. Empezó a sentir sus manotazos. El gancho cézanne del que lo querían colgar. Y no era justamente Gabrielle la que quería maternizarlo: “La escritura que surge de esta experiencia corresponde a los dos frentes en los cuales Kerouac tiene que luchar. Clandestinidad en la casa e invisibilidad angélica afuera. Presencia en la ausencia de presencia.” (Pierre Guglielmina). Es hora de terminar con lo Kerouac atado a su madre. Kerouac no escribía en lengua materna. Fue terminante: “Permítanme decirlo con más precisión, en francés traducido al inglés.”

El descubrimiento de que en Balzac hay un sonido: “¿Cuál es el sonido de Balzac? Lo adivinaré más tarde. Quizás sea “¡Hup! ¡Hup!” (Diarios. Trad. Martín Abadía).     


William T. Vollmann tiene una imagen kerouac que me sirve: “Para decirlo de otra manera, cuando uno apuesta a un tren carguero, eso es algo que se parece mucho a la vida (Badger una vez más: “Sé dónde subir y dónde descender, pero no tengo nada de un experto)”. Se me ocurre que Kerouac subía y  bajaba así de sus libros. Nunca escribió una de sus novelas como un experto de la narración. Se deseducó desde muy joven. Se iba a casa a leer, para renovarse: y “Pasaba los siguientes pocos días consumiendo libro tras libro que podían alimentar su escritura. Leía los sermones de John Donne y La montaña de los siete círculos de Thomas Merton y revisaba Ulises, los discursos de Ahab en Moby Dick, leía Muerte a Crédito de Céline. Después estudiaba Hamlet línea por línea, empezaba a pensar en Red Moultrie (y posiblemente en él mismo) como un Hamlet auto-estopista, pobre y místico.” (La voz es todo, Joyce Johnson). Todos hicieron la confusión clásica: creyeron conocer al escritor Jack Kerouac y apenas conocieron a Jack. Es inútil: los profesores no leen el Contra Sainte-Beuve. Peligra el trabajo. Casi ninguno de sus contemporáneos entendió su capacidad de lectura: “Estos son los frutos de la lectura… tendría que leer más.”  Pierre Guglielmina hace esta pregunta: “¿Hay una relación entre la declinación de la lectura y la falsificación de la historia del siglo XX? Sí. Y Kerouac es a la vez uno de sus primeros testigos y una de sus primeras víctimas”. Casi ninguno de sus contemporáneos pudo seguir “la diversidad infinita de sus lecturas” (Guglielmina). Esa diversidad es una condena a soledad. Es tan fatal como escribir por afuera del plot. El plot es la enorme mitología de respuestas que se da una generación. Entonces: o plot o huelga ante la generación.   

Y ahora que todos vuelven a las leyes de la narrativa, que aparece los clowns que predican la tercera persona como obligatoria – el triunfo de la comunicación – debemos suponer que Jack Kerouac entra en alguna opacidad, cae del lado de los libros no permitidos.  

Jack Kerouac: "Acepto el desamparo para siempre." Y escribe de mil manera posibles el vacío y el infinito  de una eternidad: “Y vuelvo a mi cuarto ínfimo, gris, con la luz borrosa de la madrugada del domingo; se extinguió ya el frenesí de la calle y de la noche anterior, los vagabundos duermen, alguno que otro estará desparramado en la acera, la botella vacía en el alféizar de una ventana – mis pensamientos giran con el vértigo de la vida.” (Viajero solitario)   


Jack Kerouac es uno de los tantos Finn MacCools del Tiempo que se sienta en la barra de un bar. Y ahí espera el motivo. Entiende que hay que dejar que Earwicker hable hasta el final.

Jack Kerouac: “Aquí mismo en Lowell me siento y observo el panorama.” 


En el año 2011 se publicó la traducción del libro de Bruce Cook: La generación beat: Crónica del movimiento que agitó la cultura y el arte contemporáneo. Un libro publicado en 1971. Casi contemporáneo de lo que Cook llama movimiento. Cook sólo puede pensar en términos de movimiento. O sea: no puede leer a Jack Kerouac. Y es un libro contra Jack Kerouac, de una ignorancia literaria monumental, un acta de acusación al viajero solitario que nunca aceptó ser el papa de la capilla beat. Un acta de acusación al jazz y una defensa del rock como música del porvenir, de la paz, de la armonía universal. Una salsa de estupidez cósmica donde Allen Ginsberg, ese inagotable charlatán como dice Jan Zabrana lleva la voz  cantante. El otro dormido es William Burroughs, y un poco más que Ginsberg –cree que Kerouac se asustó “de lo que él mismo inició.” Burroughs no entiende nada del salto Kerouac afuera del tiempo de la generación. Ni sospecha que Kerouac no inició nada. Que tampoco se asustó de nada. No sabe que la obra de Jack Kerouac es un continuo. Que no forma parte de ningún movimiento cultural.

En el mar de las puerilidades de la tercera persona, esa tía gorda que limpia la caca de paloma, Pierre Guglielmina va por otro lado, sigue la señal de Viejo Ángel de medianoche: Kerouac se habla a sí mismo, ¿cómo hablarle a dos dormidos literarios? Kerouac siguió leyendo y los otros pasaron a la declamación, a dar clases, pandereta en el escenario de los rockeros, en suma: a mimar un público: en Viejo Ángel de Medianoche Kerouac lo anota en el canto 4: “& Burroughs y Ginsberg estaban dormidos & tú estabas acostado en la banqueta  en ese momento fuera del tiempo bajo la luz de la lamparita roja del bus & veías las cortinas de la eternidad apartarse para que tu mano empiece y para que puedas ser el afectador – & el efector – de la media vuelta completa & del profundo resurgimiento del vestido piruetante de la literatura mundial hasta que se convierta en algo sobre lo cual un hombre pueda poner sus ojos & leer en continuidad por el placer de leer & el placer de su lengua en la boca & no simplemente esas insípidas historias de una insípida aridez & de una paranoia floreciente…” Es la constatación de su soledad y la percepción de que ser parte de un movimiento implica escribir historias insípidas de aridez insípida. De una inseguridad alquilada a consultorio psy. En lugar de una paranoia activa. Tedio mayúsculo de la tercera. Ginsberg que tiene más lucidez que Burroughs en cuanto a Kerouac  entiende algo fundamental: “Parece que le horrorizaba el estado policial que veía formarse a nuestro alrededor y decidió permanecer tan alejado de él como le era posible. ¡Prácticamente se fue a la clandestinidad! Así que, en cierta forma, Kerouac se tomó las cosas más en serio que nosotros.”  Kerouac olfateó varias policías, la que no deja vagabundear: “Son tiempos difíciles para el vagabundeo del vagabundo americano. Aumentó la vigilancia policial de las rutas y autopistas, de las estaciones de tren, de las cosas, cuencas de ríos, muelles y de los mil y un escondites de la noche industrial.” (Viajero solitario) Pero también la policía del consenso: carta a Fernanda Pivano: “Ahora que llegamos a la madurez, puedo ver que no son más que provocadores histéricos frustrados que tratan desesperadamente de llamar la atención y que en la cabeza sólo tienen rencor hacia América y hacia la idea de la gente común. Nunca escribieron con el menor amor sobre la gente común, como ya usted lo pudo notar. Sigo admirándolos, desde luego, por su excelencia técnica como poetas, así como admiro a Genet y a Burroughs por su excelencia técnica de prosadores, pero los cuatro pertenecen al departamento “no quiero que me pongan en ese marco” y de ahora en más quiero que sea así. […] Genet y Burroughs no hieren tanto, porque metafísicamente no tienen esperanza; pero Ginsberg y Corso son lo bastante ignorantes como para ser metafísicamente sanos y quieren hacer del arte un racket.” Por algo lee a Balzac, que sabe que la policía es lo único que permanece, cualquiera sea la forma de gobierno. “Caminé 65 cuadras a las 5 A.M. Leí 40 páginas de Cesar Birotteau [también conocido como Balzac.] Durante años he estado devanándome los sesos con la idea de “En el Camino”, pero cuando Balzac me advierte “no confundas la fermentación de una cabeza vacía con la germinación de una idea,” siento que se refiere a alguien como yo.” (Diarios. Trad. Martín Abadía) Ya está escrita, la separación que viene de lejos.  Pasó a carta. Fernanda Pivano es la confidente, otra mujer kerouac que leía a Pavese. ¿Quién hizo algún panegírico de las mujeres que leen? La clandestinidad viajero para escribir ese toco que ninguno de sus compañeros de movimiento sospechaba. Burroughs, incluso, apoya el punto de vista de universitario americano de Bruce Cook que se escandaliza que Jack Kerouac, un hijo de obrero escriba y encima se ponga en la herencia de Proust y Balzac. Ni Cook ni Burroughs pueden escuchar la fuerza de esa utopía y el humor que hay ahí. Y tampoco la declaración de que el inglés era la segunda lengua de Kerouac:  

Bruce Cook: ¿No le parece asombroso, un escritor que haya salido de un ambiente como ése?
William Burroughs: Sí –admitió, un poco sombríamente–. Es asombroso. No puedo explicármelo. – Se interrumpió para pensar– ¿Le gustaría otro trago?”


La escena está cerrada. Se llama envidia literaria: “el juego mundano de la poesía, del poeta oficial y del poeta de corte en lo lúdico contemporáneo que hace de la poesía un juego de sociedad” (Henri Meschonnic).  


Kerouac domina el arte del retrato. Por eso pasa por el francés. Por Proust. Lo que lo sacó del viejo truco naturalista al que volvieron casi todos los novelistas – incluso los que se declaran enemigos del mercado. Pero ¿a quién le importa este melodrama barato de filósofos de instituto? Kerouac hace y deshace la visión en el cruce de los viajes a los libros y de los cuadernos y libretas a lo vivido y, otra vez, todo mezclado: (Marsella)  “– sentí el recuerdo imposible de haber vivido antes en esta ciudad, de haber tenido allí familia y de haber visto estos árboles que la primavera hacía reverdecer. – Qué vieja parecía mi vieja vida de Francia, mi origen francés – los nombres de los negocios, épicerie, boucherie, como los nombres que leía en el hogar franco-canadiense de mi infancia, como un domingo en Lowell, Massachusetts. – Quelle différence? Era muy feliz.” (Viajero solitario)

La literatura de Kerouac cometió algunas infracciones gravísimas: lista: reventó la Idea, le opuso el frotamiento, no aceptó la mitología de las respuestas, caminó hacia la desposesión, y a más pregunta, no sólo se movió en el vacío, caminó por el silencio del lenguaje, mientras viajaba hizo nudos de ensoñaciones en el aire, sin miedo,  no se quedó remando en las discusiones inútiles, no aceptó la dualidad, tampoco el género, su estrategia fue el pronombre yo. Tenía la firme convicción de que todas las mentiras se dicen en tercera persona.

Ver cézanne: “Me senté en la vereda de un café y tomé un par de vermouths y contemplé los árboles de Cézanne y el alegre domingo francés: un hombre que pasaba con tortas y dos panes larguísimos y, en el confín del horizonte, los tejados rojos y las lejanas colinas azules que atestiguaban la perfecta reproducción de Cézanne del color provenzal  un rojo que usaba incluso en las naturalezas muertas de sus manzanas, un rojo ocre, y un fondo azul ahumado.” (Viajero solitario)

Kerouac camina las calles de Avignon, entra en la Edad Media y desde una talla en madera Judas lo mira fijo, se aleja despacito, sigue caminando por el polvo del mistral anotando detalles. En los detalles ve por qué los franceses inventaron y perfeccionaron la guillotina: un francés muy bien vestido recoge un guante que se le cae a una anciana que baja del tren y en vez de correrla y dárselo, lo deja en un pilar. Solo un no abanderado puede descubrir el horror en esa pequeña escena. Y no se defiende de la posibilidad del “atisbo de una vasta promesa, calles sin fin, calles, mujeres, lugares, sentidos, y entendí por qué muchos estadounidenses deciden quedarse aquí, a veces para toda la  vida. –“ (Viajero solitario)

Va al Louvre: pasaje de Brueghel a Céline: “No me sorprende que Céline lo amara tanto.” Y después llega a Rembrandt – cómo no llegar a Rembrandt – Leónidas Lamborghini se escribió autorretratos inspirados en Rembrandt – Kerouac escribe exactamente cómo ve - y llega a Renoir: y escribe también  los cuadros de Renoir: “”Renoir, cuya pintura de una tarde de domingo  estaba maravillosamente coloreada con los sueños de nuestra infancia – rosas, púrpuras, rojos, hamacas, bailarinas mesas, mejillas rosadas y risas.” Sí, son los sonidos de Renoir. Vistos con el oído.


Kerouac escribe en el hueco del tiempo, en el que pone algo de él en cada frase. Eso es una escritura – esa palabra tan cacareada. Poner algo de uno ahí donde el tiempo hace hueco. Kerouac anota esta expresión de Gisnberg: “Loco por el vacío”. Y acelera: “Hay un ruido en el vacío que oigo: hay una visión del vacío; hay una queja en el abismo — hay un llanto en el aire lóbrego: el reino está encantado.” (Diarios. Trad. Martín Abadía.)

Jack Kerouac es un viajero que irrealiza toda ilusión de colectivo: “Yo no habité nunca en la oscura y furiosa farsa que es la vida real de este ruidoso y laborioso mundo, wuau.”

Kerouac escribe visiones en el oído.

El vagabundo de los recovecos de la noche industrial norteamericana tiene su canto: Jack Kerouac escribe su extinción. En 1955 escucha la confesión definitiva de un viejo: “Ya no quieren ratas aquí, aunque hayan fundado California.” Se terminó. Fin del vagabundo. La policía de 1960 los buscará con sus faros y los sacará de esos recovecos. Se terminó hace mucho, como el lumpen Sánchez. O el croto Zelarayán. La policía y la respetabilidad sociológica rascaron hasta el fondo del bolsillo y acabaron con la pata suelta de langosta. Kerouac vio – como Balzac – la función policía: “los héroes de televisión son policías.” (Viajero solitario) – que sobrepasa al policía.  Al vagabundo lo busca la policía. Al escritor que frasea lo fichan como indeseable. No quiero asimilar el vagabundo al escritor que frasea, hay mucha distancia, es un problema de estándares (como los estándares literarios que separan a Kerouac de su generación – machaco), el vagabundo no tiene esas míseras ganas de no quedarse solo, así que no comparo, pero Kerouac sigue a Céline: “El vagabundo americano se extingue por la acción de los sheriffs que, como dijo Louis Ferdinand Céline, consiste en “una parte de crimen y nueve de tedio”.  ¿Entonces por qué no seguir la señal Céline? Persiguen todo lo que se mueve. Kerouac renunció a vagabundeo en 1956. Auge de la televisión. Kerouac renunció después de esta respuesta a la policía que le pedía explicaciones por su manera de vagabundeo: “estudio para recibirme de vagabundo.” La crítica nunca termina de pedirle que explique Visiones de Cody.

“Los bosques están llenos de guardabosques.”

No hay respuestas.



(Viajero solitario. La caja negra, 2013. Traducción de Pablo Gianera)


1.4.13

La mañana sol de limón (VII), por Hugo Savino






Irma que cose en el infinito. 


Contra que puteo hoy, día lunes: mi envidia ¿cómo escribirla? Que entra por la ventana.

Envidia a secas. Como odio a secas. Solitaria. ¿Llego a resentimiento? Llego. ¿Viene de esa herida? ¿Meterse en la desesperación y arrancar desde ahí? Y el descubrimiento: no cuentes ningún pesar, no le importa a nadie. Tanto si viene como si no viene. La novela compasiva para conquistar al lector: caquita contada en pasado. Prefiero el presente. Y la primera persona. Es el temblor de la soledad absoluta. ¿Por qué no? Del presente al pasado. Detesto la palabra generación. ¿Quién es ese poeta especie de tía consejera que ordena escribir en pasado?

Ninguna profesión.

Pero desesperación es una palabra peligrosa, se te pegan las musas. Mejor guardársela. La desesperación al bolsillo. Secreta. Llegan, las musas,  sus compasiones, y te piden fidelidad a la causa. Nadie escribirá nunca nada que valga la pena al lado de una musa o pegado a la causa. O llega el horror de la comprensión. Maldita impostura. 

Lola sale del bar, saco de terciopelo negro, remera algodón de colores, pantalón rojo, zapatos crema aguillerminados, ojos de aurora, desde el balcón de la esquina mira un esperanzado, una palabra por favor, alguna mirada, el dandy del barrio saco azul pantalón gris pullover rosa salmón sobre camisa blanca sin corbata, sentado en una banqueta alta, en el mostrador del lado de la ventana,  la mira de arriba abajo, se la come, y  ella cachetes colorados, vanidad de bordadora de sueños,  y yo que siento el mordisco de los celos, o de la estrella fugaz, ahora  baja por la vereda de Berutti, cadencia, balanceo, hacia Avda. Mitre, toco de la alegría, se embrollan las voces, la escribo casi inalcanzable. A Lola.  Me guardo el casi en el bolsillo. El casi en la luminosidad Lola.

Esos tipos eran mis futuros enemigos, mis empleadores, los que no me pagan las facturas, facturas de mierda a centavos las mil palabras, ellos entraban a la librería –Viamonte esquina 25 de mayo,  era el apogeo del mediodía, yo  los miraba despreciar, lo aprendieron ahí, leyendo a Hegel aprendieron a despreciar, ¿ya no había adoquines en Viamonte? Hegelianismo de los profetas asalariados. Me puse el Chestov en el sobaco, pagué, ¿ya era tan esclarecido? Secreto de otras lecturas. Cambio de lecturas, fue rápido. Lo entendí enseguida. Es la única manera de seguir. Lo aprendí en la primera edición, la de 1969. Y no contárselo a nadie.  ¿Lengua materna? Esa, justamente. La de los libros. ¿Qué otra?  Todavía no me callo lo suficiente. No contar nada de nadie. Ninguna complicidad. Mucha franela de retórica todavía. Hablo y me sale fácil. Hasta puedo dar entrevistas. Mucha facilidad. El mundo de la literatura. Yo quiero hablar de la cocina del patio. Sólo quiero eso. Detalles de detalles. Algo de crónica. Poner a Irma que cose en el infinito, dios bendito, de los salones de baile década del treinta. La cartografía literaria me importa un carajo. La representación, excesiva o menor, otro carajo. Carajo de carajo. 

Pero estoy lejos, muy lejos, todavía confieso sentimientos, me hago arrumacos confidenciales.   

Lola taconea en la mañana azul. Las pibas del barrio se pierden en los hilos de la ilusión. Qué se va hacer, apuestan todo al olvido inmediato. Y Lola está llena de no olvido.

Mi prima May se murió en la mitad del camino. Puta madre otra vez. Es una frase y es un hecho. El hecho metido en la frase. No es nada social, es de lo íntimo a lo íntimo, no sé muy bien de qué hablo, ando en un momento de vacilaciones, no quiero hablar de esto en una frase, me gustaría decirlo adornado, no puedo, sale así, viejas lunas en el patio de verano, pasado, es el presente del pasado, es un descogote del tiempo, me pierdo entre la luna en su atorranta presencia de pasado Banfield y la memoria y el olvido. Ese paredón del ferrocarril que aparece cuando se cruza el viejo puente Escalada frágil,  caminado en la tarde de calor Banfield, hacia Uriarte.  

Los suburbios. Ahí vivía. Ya nadie usa esa palabra cargada de visiones, ensoñaciones, viajes, aventuras, diarios de varios días, misterio de las vidas en pijama a rayas y chancleta.  Los tipos fondeados a café, remachado a tres sillas en mesa de la ventana, que miran ir y venir el progreso, los sufrimientos del estoicismo.  Me voy por Ingeniero Marconi quiero ir hasta las curtiembres del pasado. Todavía no es la hora del crimen. Tampoco se ve el río, faltan unas cuadras. Camino por el pasado. Por acá caminé con mi primer sobretodo azul. Olor a cuero. Doblo por French. Llego a Florentino Ameghino y sale del Bar el Pantano el  tardo provinciano del no cacareo. Me agarra de un brazo. Quiere recordar. Es como “una aparición de luz creada”. Lo escucho hace años como si fuese Dios. Una especie de targúmico de barrio. Traje azul cruzado, camisa celeste, corbata azul rayas de rojo suave, zapatos negros lustradísimos. ¿Dónde pone el huevo? Es como un enviado. Aporteñar hasta desgañitar al falso provinciano. Hacé eso, me dice. Me pregunta cuándo tuve mi primer traje. Es el único que me hace esas preguntas. Cuándo tuve por primera vez la sensación de la niebla y el frío. Por qué prefiero los zapatos de cordones a los zapatones casi femeninos que se usan ahora.  Por qué prefiero los libros al cine. Seguimos un rato largo. Él: vino tinto. Yo: café, agua. Me nota quejoso. Me da esta cita: “Queja: lamento sonoro”. 

No te dejes decir que valés mucho – valés eso que cobrás por mes – sólo eso – no más, y todos, desde el chucho amarronado cola entre las patas,  hasta tu amigo del alma, te miran desde ahí, te valoran por lo que cobrás te invitan por lo que cobrás te desenvitan de las comidas por lo que cobrás no te dejes engatusar con las paradas del amor. Con los socialismos variados. ¿Cómo decírmelo con más claridad? ¿Cómo hablarle al otario que soy? ¿Cómo dejar atrás a ese mimo llamado traductor? Profesión: traductor. El amure del personaje. ¿Mimo de mimo? Me mando una postal de elogio desde Mar del Plata, los lobos marinos perpendiculares al mar. Sentados, me miran. Lo barrial de ese personaje que dio algunas conferencias sobre la traducción. ¿O me mando la postal, y los ayudo a triturarme y me planto en la desilusión y arranco desde allí?  ¿Anoto, como siempre, libreta o cuaderno, un registro de los días, de las mañanas, del tiempo, de las pausas mediodía, para mí, sólo para mí, bufo la bronca, algún aullido? Pero si me planto, empieza la soledad en serio, se acabó el lamento sonoro, el tufo de la grandilocuencia, ¿qué empieza?, me susurro la tristeza al oído, la empujo, la disimulo, ¿qué salida? ¿la salida candelaria de encomendarme a mí mismo? ¿me lo digo bajito? La improvisación no se anuncia, se improvisa o no: me molesta que me roben el vacío del tiempo, pero como dice alguien, uno hace lo que puede por proteger el trabajo, y siempre se fracasa. No hay explicaciones. No hay quejas. ¿De quién es el vacío del tiempo?  

Carlos Mastronardi es el poeta que arrima tiempo. La frase es de él. Invención de provinciano.  

Lo maldito barrial. Ya tenía el irme metido en el cuerpo. Irme de lo barrial. Del asadito dominguero, lo detesto. Es otra de las cosas que detesto, el domingo de reuniones. Lo detesté siempre. Empieza en la familia y sigue con los amigos, eran las reuniones de mi primera existencia, la elogiada comunidad de las almas, todavía no tenía traje, y no conocía la alegría de esas noches de soledad calles solas bajando por Rincón hasta Belgrano y Entre Rios. Ya estaba escrita mi incapacidad para hacer familia o comunidad de amigos. Y, ahora valgo eso que gano estrictamente. Cuento una travesía en el pasado, años después. Para soltarme más. Una especie de guía de descarriados en varios libros.       

Septiembre es el mes de los vientos.

Disciplina matinal: no hacer buches de lamentos sonoros.

¿Mi vida? ¿Por qué tengo que ser culpable de esa hostilidad? Estoy convencido de mi inocencia.

Ningún plan. Abandonarse al desorden.

Al lado, seis en una pieza. Una cama, cuatro colchones sobre una manta. Los chicos dormían ahí. Dormían en el suelo decíamos. No quiero ponerlo en términos de picaresca. Me cago diez veces en los grandes escritores de la picaresca. Escuela literaria la picaresca.  Leí en algún lado esta pregunta: ¿Quién los confortará a la noche? En un libro de vagos y vagabundos. Escribo estas cosas porque estoy aterrado. Y busco la escuela de la ensoñación, no el origen, no, la alegría de esa frecuencia. La avenida Mitre es la avenida más larga del mundo, es hija de la avenida Montes de Oca, ahí, al pie del puente Barracas comíamos sándwiches de pan negro con salchichón y mostaza y manteca, naranjín y la conversación de los grandes, allá, a pocas cuadras, el hangar de los tranvías, en ese pie del puente ahí fue donde apareció el toco de la ensoñación alucinada, la única, la que nos mandó al carajo, y eso no tiene vuelta, la escribo y ya está, no hagan teorías sobre la inscripción, por favor, lean o suelten este libro,  sin odios, no estamos hechos el uno para el otro, hay millones de libros para melancolizar la ausencia, vayan ahí, no puedo rellenar el vacío del tiempo, como hacen otros, puta madre, no puedo. Norberto Gómez se ríe mucho de la palabra apropiación, dice en una carta que mejor la llamamos robo. Entonces no me apropio el pasado de los otros. No les piso el cantero. Los arañazos, sólo eso se recupera.

Y tengo que ponerme a contar algunas abstracciones. Son esfumados. No lo tengo claro. No lo tendré. Nada que decir, pero esa abstracción de junturas atadas, un cordero o lobo en el miedo recurrente. De la pesadilla recurrente. No sigo. Esa abstracción pide nombre. Recurro a las novelas que amo. Apaciguar. Hago la lista de mis demonios. Si no lo hago el terror ocupa todo el espacio. Solo, con el miedo.

Llega Dante. Lo espero en el Marigny de Suárez y Montes de Oca. En las mesas de la vereda. Lo veo venir, cruza la calle, cierro el libro y cuando levanto la vista, desapareció. ¿Tuve la visión de Dante cruzando Montes de Oca? De repente dobla la esquina y entra. Paquete de cigarrillos en la mano. Abrazo. Nos vemos cada tres o cuatro meses. Trae el chucho refrescado del verano. Recién entra en la tarde. Pide café. Nos ponemos poco a poco al día. Clandestinidades recíprocas. Tenemos una idea clara de la vigilancia de los afectísimos. ¿Quiénes fuimos? Sabemos cosas uno del otro. Cosas que no les decimos a nadie. La vulgaridad vigilante pagaría fortunas por saberlas. Pero acá estamos, en esta terraza, mirando el mundo. El perfil engañoso de las cosas, el amor a la soledad, y el verano que anuncia una noche de señales benditas, camina por la vereda.

Y está ese: robando palabras y frases y usándolas, roba tiempo, y cree que lo arrima. Dirá vacío pero ni sabe de qué va. Lee en sus libros profesionalmente.                   

Lola arrastra su historia perdida. No la ignora, le pasa a través de sus ojos color de miel, entra al Marigny, lo saluda a Dante desde lejos, son muy amigos, se saca el tapado negro con capucha que flota y deja el novelón arriba de la mesa ¿qué lee? Le traen el café directamente. Cuello eduardamansilla. Pone azúcar negro. Toma. ¿Reconcentrada en el no olvido? ¿En sus suavísimos gestos hacia el infinito? ¿Sabe que intuimos su historia? Se abstrae una eternidad que dura segundos. Y mira con ternura, rechaza cualquier protección, pone el misterio como anzuelo y distancia, no sabe todo lo que inspira, almas desoladas que la aman, almas tristonas que nunca la tendrán, amurados en el barrio, que la esperan de la panadería a la casa y de la casa a la avenida. Allá en Avellaneda. Y acá, a diez minutos de Avellaneda. Y Lola se pasea por su pasado de no olvido que se cruza con la mirada de tranco acelerado de alguien que no está. La miro y sufro de verla sufrir de ese amor terminado, le faltan las lágrimas, Dante va a su mesa. Habla un rato con ella. Vuelve. Se sienta. Me mira de soslayo, no me cuenta nada. Seré un ignorante de esta historia perdida.  Dante tiene la fuerza de la escucha, deja correr la escena, no se puede hacer nada. La miro y sufro. Nada me pertenece. Hubo que llegar al fondo.   Dante dice: ¿quién no se cae en los ojos color de miel de Lola? ¿No? Y sigue fumando. Lola deja de mirarnos y coquetea con un tipo de la otra punta. Sus ojos salmantinos se van a otra parte. Sus dedos largos hacen que dan vueltas las hojas del cuaderno. Nunca leeré ese cuaderno.  Dante saca su libreta y me dice: “caí en algo que se llama "scutum fidei", escudo de la fe, que resume la creencia de la trinidad. Hice este dibujo y puse a María en el centro.” Miramos el dibujo. Nos concentramos. El otro tema es Elia Kazan. Dante divide el mundo entre los que aman a Kazan y los que lo ignoran con toda su ignorancia.      

Lola escribe con lápiz un cuaderno de sus sueños y pesadillas. 

Escapar de la queja el mundo me roba, el mundo no me entiende, el mundo me desdeña, escapar de la palabra mundo sociedad comunidad – están las voces de los que hablan por su cuenta. El parásito estará siempre ahí, mordiendo los talones. Ratoncito laborioso que finge escuchar. Ratoncito de la carrera literaria.

Reglas; no dejar que nadie se acerque. No abrir confesión. ¿Disimular?, no. Basta con escuchar. Es fácil. El mundo es proclive a la confesión. Nadie escucha a nadie. Todos quieren hablar. Pero sin que se los escuche mucho. Una escucha atenta, sin consejos resulta insoportable. Se ven las caras de angustia de las almas pasadas y domadas  por la criba de la secta  de psicología sumaria. Cada tanto poner alguna angustia, la más sentimental, eso gusta mucho. Después todos te olvidan. Y si uno está muy avanzado, y no forja leyenda de poeta maldito, resignarse al robo. Por algo los profesores cuando escriben sus libros no dejan de mencionar en sus solapas su pertenencia a la enseñanza republicana. Es una legitimidad. Robo legitimado. Y no ser nada, dios, no ser nada como Jack Dulouz, “ni profesor, ni sabio, ni Roshi, ni un escritor, ni un maestro ni siquiera un clochard dharma que cloquea sólo el hijo de su madre y su madre es el universo – “lo pueden ver en el canto 9. Me veo obligado a ponerlo.  Para nadie. O para mí mismo. Para no ser un cobarde. Para que no me pisen el cantero y se hagan los sordos. Para no hacerme el pelotudo.

Sí, por supuesto, hay que agregar, contribuir a la confusión. Lo que uno lee es lo intimísimo inalcanzable, mejor callarse. El peligro es terminar bocón de alguna sinceridad literaria. A veces me pongo cerca. Así que no pierdo de vista esos tiempos remotos de escupidera debajo de la cama. Volver despacio a ese clima. Silencio, no queja, son mis aliados. Dada mi escasa sabiduría.

La miraba a los ojos, la miraba tanto que se puso adentro de la piel Lola. Qué cómico es el amor. Lola lo mira oblicuo, cara de mala, indiferente, hoyuelo en el mentón, hoyuelo en la entrada del escote, volvió de Barracas. Cuaderno en la cartera. Novelón en la cartera.

La cronología se pierde entre improvisaciones, no se puede hacer otra cosa. Es como la protección del trabajo. Nada de nada. Los miméticos son esponjas de información. Pueden hablar horas sin leer. Parásitos y miméticos ¿lo mismo?

¿Qué comunidad de sosiego? Eso no existe. Cuando no se puede no ser marginal no se puede.  Pero no creo que se entienda. Los pequeños burgueses que toman la sopa en lo de mamá aman lo marginal como referencia. Glosan en cut-up eso que es herida incurable.

¿Lola hace crónicas sonámbulas?

Vivía en el amor loco Lola sólo de verla pasar.

Raúl se guarda cerca, del otro lado de la Avenida Mitre. En la calle Sarmiento. Abre la ventana. Mira cómo pasan las vecinas.  

Trato de avergonzarme: de qué:

de algunas cartas melindrosas que mandé en las que traté de poner todo, como en una de esas desesperantes sinfonías de Beethoven

de esas comidas de garroneros alrededor de un millonario, veladas de solemnidad llenas de citas, cuadros, música, relatos de viaje, falsas fraternidades conversación social  (qué nadie lleve a Lola a esos lugares)

de algunas confesiones enfáticas de sentimiento

de frecuentar ambientes que no me corresponden, de querer ser algo, y sobre todo ahí donde nadie me quiere

de filosofar sobre la pobreza con burgueses de izquierda – la mayor de las vergüenza, y de las traiciones en mi caso

del demonio de la envidia

del demonio del saber

del demonio del rencor

de fijarme objetivos – (caigo cada tanto)

de enredarme en lo sagrado

de asistir a discusiones literarias, con mitómanos de manual, de ideas generales a ideas generales, de reiterarme tanto, tanto y no parar

Entones no sigo. La maldita reiteración. Uno está solo y escribe eso es lo que pasa. No hay más. No es para tanto. No es una tortura. Es un acto solitario, no le interesa a nadie o a casi nadie. Tampoco es para dramatizar. Dicho esto, uno puede hablar de lo que hace. Si tiene ganas. En los libros me gusta más. Cómo uno hace lo que hace. Se puede ir por el camino de la hinchazón, glosarse, auto-situarse, hasta garantizarse el universitario justo, ponerse en la línea sufriente del incomprendido, o hablar en serio, buscar algún momento de verdad. Que no garantiza nada. Los mitómanos tienen más público. Algo que puede ser una bendición para los que hacen el enorme trabajo que hay que hacer. En mi caso, prefiero los paisajes variados. No me molesta instalarme en un paisaje. Veo algo que me gusta y voy. No estoy apurado por definirlo. No me interesa. Si queda inacabado mejor. Poco narrativo. Bordes difusos. Están esos que traen todo el tiempo el pasado para instalarse, nos tiran por la cabeza sus referencias machacadas, pero eso no tiene ningún interés, es pura chatarra, el único problema es el funcionamiento. La mano a veces no se anima a anotar. ¿Quién dibujaba con los ojos cerrados?  

Algunos tipos, tan hinchados del ser escritor, roban la frase alegremente, y no saben que roban lo intimísimo refugio. Para ellos es un reflejo estético. Van como gallina ciega en Sarandí al dedo de mi abuelo. Cagan el cantero y siguen como si nada.  Hay robos imperdonables.

Miro lo que me rodea y subo a la montaña de la ensoñación, trepo, voy a mudanza 1946  0 1950 0 1957. La fecha la juego a los dados. Tres mudanzas de desalojos. Saco mi libreta y anoto. Un diagrama del camino de Barracas a Avellaneda. 1950, febrero. Convoco a los no fantasmas de la vida pasada, esa de Olavarría y Avenida Patricios.

Descubro otro vacío, es de Jack Dulouz,  lo traigo, y lo cito, a la mierda el cut-up: “vacío de ensoñación”, Dr. Sax, en la traducción de todos los sonidos de Martín Abadía.  

Lola sigue paseando por la mañana de sol de Avellaneda. Lola es un sonido que se expande al infinito. Pregunta: ¿hasta dónde se soporta? Otra posibilidad: Lola es para la ensoñación.

Los nombres que se pierden. 

Aparece la pregunta: ¿qué ensoñación? No leo exactamente, escucho sonidos en el oído. Pequeñas partículas de sonido escrito. Sol de la mañana que espera su haiku.

Me gustaría pintar un diluvio íntimo, un no tengo amarras, una catástrofe social si les parece, pero no tengo cuerda de profundo, tengo que tragarlo solo, no soy pintor, tampoco amo las confesiones, menos que menos la conciencia social. Soy un solitario.


Sedería Jaime: El encargado Sambioni, alto y rubio, el vendedor gordo se llamaba Isaac. Irma discutía precios de telas. Ganaba siempre.  

Lola en invierno: tapado negro largo, no el de la capucha, se lo saca, camisa crema en gasa, pantalones negros.

¿Qué puedo hacer si escribo cosas que no están de moda? Pasado de moda como fui desde que nací, sólo puedo registrar esto que hago, historias que van y vienen. Me acuerdo que un imbécil millonario al que le sugerí una nota sobre Albert Ayler me dijo que ya  lo había escuchado mucho a  Ayler, y ahora escuchaba boleros. Pero qué pelotudos estos nuevos cultores del bolero. Escucho boleros desde la cuna.

No hace falta romper. Bolsillo escaso no hace falta romper con nadie. La ruptura es un gusto de gente instalada. Todo seco que cacarea de ruptura en realidad pide integración, plata, vivienda, o que lo editen.

Registro todo lo que pasa.

Dejarse invitar es ir a hacer el payaso. Abstenerse.

Lola en el Marigny: rasca la ventana empañada. Le pasa el dedo. Dedos largos escriben en el cuaderno, no levanta la cabeza. Está su frase: detesto el olvido.

Para el colectivo: afiche verde botella de la trompa a la culata: anuncia perfume masculino, me lo quiero comprar, los pasajeros nos miran, miran la terraza cerrada, Lola está visible, ahí, en su cuaderno. Pero no mira a nadie en intimísimo teatro femenino.

Me crié en casas ruidosas, dos piezas para varios, vida en la cocina, música alta, gritos, leíamos en ese estruendo de matices. Una felicidad de voces. Ahora lo escribo en lengua de barracas.   

El dormido se va Nueva York, ocupa la atención de todos, la quiere, la reclama, nos cuenta su futuro viaje, cree que lleva la peste al imperio. Otra vez. No se agotan las creencias. Sé que aburro, pero no puedo evitarlo, pongo la mando en el bolsillo rasqueta, regla de protección a la retórica, pero él sigue, con el entusiasmo del triunfador pitman lleno de saber. Sirve vino, le digo que no, que tomo agua mineral, insiste, me dice que bodega mendocina, le doy vuelta el vaso, se lo pongo de culo, ahora me entiende, sé que me anota en su carnet, en la lista de los que no obedecen, me quiero ir, extraño ese olor sublime a bar del Marigny, su clima enguatado, los licores, el café, sobre todo el café, la charla con Dante. El mozo que nos conoce nos deja delirar tranquilos nuestro delirio lógico. Esa cara resacosa de la vida monótona del cliente sin nombre.

Subte Pueyrredón: Madre joven arrastra a su hija de doce años que da alaridos, aullidos de condenada más bien, lleva un pie hacia adentro, la va calmando, despacio, le habla, le susurra, le habla al vacío, pero trata, no cede en la dulzura. Dura segundos. Me llevo el alarido de la escena. ¿De dónde vengo? 

El arañazo para pertenecer, el pobrísimo y bobina arañazo para ser aceptado. 

¿Se ven las luces de Avellaneda desde el Marigny?

Se me nota mucho la pata de mi falta de colegio universidad cursillos escuelas de disciplina de filosofía beata kojevohegeliana. Esa educación, de eso hablo. La otra, no, me sobra. Soy más bien gentil. Un poco reticente a la franela social, pero amable. Callado. Hablo bajo.

Casa de alto. Lavalle y Avenida Belgrano. Por la escalera, enseguida a la izquierda el piano. La hija del ingeniero tocaba y su hermana daba vuelta la partitura. Renoirizadas en el tiempo.

Lo dijo uno de mis escritores amados: un empujoncito y la gente cae del lado de sus verdaderas alcahuetas inclinaciones.

Patio del Negro Jorge. Mesa sobre caballete. Noche de verano. Vino/soda/naranja/agua/cerveza. Sándwiches, queso, milanesa cortada, jamón, mortadela, matambre frío, pan. Servilletas de papel color naranja sobre mantel rojo victorica. Negro Jorge canta acompañado con guitarra. Tengo salvoconducto para estar aquí. Me siento al lado del pelirrojo. Que está eternamente solo. Alguien pide Luna rosa. Negro Jorge deja espacio para la tanería. En vainillas el Orden, allá en el estante del taller, está mi viejo cuaderno que Negro  Jorge me guardó. 

El desorden. Bendito.

Jack Dulouz dice que la existencia de un mundo podría llegar a dejar contentos a todos los fracasados de la literatura.

Pila de idiotas glosan la palabra fracaso. Todos quieren fracasar. ¿Qué pasa? ¿Por qué? No es algo agradable el fracaso. ¿Qué fracaso ambicionan? Como diría Sunny Murray, no decepcionen a padre. Menos a madre. Toquen correctamente y serán recompensados.

Además: agrego: no es cada día escribo peor, siempre escribí peor, no escribo en buen castellano, escribo en argentino porteño de barracas con incrustaciones avellaneda. No soy transparente. Ninguno de los escritores que amo se dejan tocar el culo de lo que escribe. ¿O me pongo a contar biografías?