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16.10.24

A bright triumph, por Sebastián Pau

 

 

Walking to the park under a crescent moon

I kissed my fingers and blow it to the sky.

 

While people run around the circle; the hidden lake beyond the pines,

a dyed druid sings in my headphones, awaking ancient gods.

There there, a bunch of naked torsos practicing calisthenic;

only one woman between them.

Should I?

 

These last few months unfleshing your tango cloaks...

-              a bright triumph.

Daily zoo rejections till repertoire:

tactical kisses, the rhythms of leather, 

and some kindness, profound muscle.

 

Early morning today

after lead one Viking nest near to oblivion, her purple braids winding,

just before I crossed the railways, saw a graffiti;

big capital letters: MURDER.

 

Tonight, I bowed to the moon

neither you

nor the lofty Viking, were there.

Hannah was, weeks ago;

in a winter patio poetry.

A tall chick among friends with her chal as an easy hijab. Ending the readings, I was talking to a friend who organized it, both standing next to the street door, when Hannah stopped by and salute him. Without even try, those abyssal black eyes curving in me, the wild fringe of a perpetually tanned skin. The three of us had a brief chat, and seconds before she leave, that shiny piercing under the nose barely waving, Hannah grabbed my scarf from the overcoat, and almost smelling it in her hands; said: "…this green apple color of your scarf, … I really like it." And dropped. “Goodbye, boys” vanished into the air.

 

 

-una “posible” traducción-

Un triunfo brillante.

 

Caminando hacia el parque bajo una luna creciente/besé mis dedos y lo soplé al cielo. // Mientras la gente corre alrededor del círculo, el lago escondido más allá de los pinos;/ un druida teñido canta en mis auriculares, despertando antiguos dioses. // Allí, allí, un montón de torsos desnudos practicando calistenia;sólo una mujer entre ellos./ ¿Yo debería? // Estos últimos meses desencarnadome tus mantos tangueros.../-            brillante triunfo ./diarios rechazos de zoológico hasta el repertorio:/Besos tácticos, los ritmos del cuero,/ y cierta amabilidad, músculo profundo.// Hoy temprano a la mañana/después de guiar un nido vikingo próximo al olvido, sus trenzas púrpura ventando,/justo antes de que cruzara las vías,vi un graffiti;/grandes letras mayúsculas: ASESINATO.// Esta noche me arqueé hacia la luna/ni vos/ o la valiosa vikinga, estaban allí./Estaba Hannah, semanas atrás;/en un invernal patio de poesía.// Una chica alta entre amigxs, con su chal como un relajado hiyad. Al finalizar las lecturas, yo hablaba con un amigo que organizó el evento, ambos parados cerca de la puerta de calle, cuando Hannah se detuvo a saludarlo. Aquellos abismales ojos negros, sin siquiera intentarlo, grabándose en mi, el salvaje cerquillo de una piel perpetuamente bronceada. Lxs tres tuvimos una charla breve, y segundos antes de que se fuera, aquél brillante piercing bajo su nariz apenas ondeando, Hannah agarró la bufanda desde mi sobretodo, y casi oliendola en sus manos, dijo: “...este verde manzana de tu bufanda…realmente me gusta”. Y la soltó. “ Chau, chicos” desapareciendo en el aire. 

21.9.18

Maorí, por Sebastián Pau



La señora alta entró a la disquería tan cautelosa, que recordé a esas personas que vivieron siempre en el campo y llegadas a la ciudad por primera vez, adentro de un negocio curiosean el lugar con un respeto extraordinario. La mujer tenía la piel morena y clara, el pelo llovido de unos dreadlocks muy finos, ropa de invierno marrón y blanco agrisado. Daba pasos largos, dubitativos y le pregunté si necesitaba ayuda. Con un gesto risueño de no entenderme y en un inglés incompleto, me preguntó si hablaba inglés. Dijo que era de Nueva Zelanda y estaba buscando música argentina, cantos de indios, para su hermano músico. Cuando dijo Nueva Zelanda, pensé en mi hermana. Mayte hacía meses que se había ido a trabajar allí y recorrer. ¡Nueva Zelanda! exclamé, mi hermana está allá! ¿Y qué hace tu hermana? Preguntó ¿En qué parte? No supe qué contestar y me fijé en Facebook para leer sus posteos, leí los nombres de sus últimas fotos. La mujer conocía uno de los sitios, el lago Rotoíti. Me llamo Ngaromoana, soy maorí, dijo llevándose una mano al pecho aunque sin tocarlo. Me contó que vivía en una pequeña isla con nombre de pájaro, un pájaro con el pico y las patas negras y que ellos comían lo mismo que esos pájaros. Las palabras en maorí resultaban de una sonoridad tan bella, que al instante de las oírlas yo trataba imitarla. Había en Ngaromoana una resonancia corporal al pronunciarlas, y eso no lo pude asimilar.

Fuimos hasta la batea de folclore y me senté en el banquito a revisar, consciente de que lo que ella quería, cantos tribales, no existe o no lo teníamos. Ngaromoana permanecía de pie mientras yo separaba discos por el color de la tapa y sus nombres. Le expliqué que en Argentina es más fácil toparte con discos de tribus africanas, conjuntos del Paraguay o marchas alemanas, que con registros de pueblos originarios. Ngaromoana, le dije, nuestros indios no llegaron a grabar, básicamente porque los mataron a todos, lo más parecido a lo que vos buscás son estos descendientes haciendo folklore, aunque todo dentro de un marco andino. Vos querés algo tribal, y eso no hay, igual vamos a elegir varios y los probamos. Le atraían la mayoría de las tapas y de repente me mostraba uno, preguntaba toda feliz: ¿No indios? No, Ngaromoana, ellos tampoco son indios, igual los vamos a escuchar, algo vamos a encontrar, te prometo.

Al final se decidió por dos y propuso que yo eligiera otro. Ya sé lo qué hacer, me dijo. Le alcancé uno bastante menos obvio, de tapa gris con el nombre en el medio y en una tipografía de un bermellón oscuro, descolorido por el tiempo. Lo puso al costado de los demás y alineó a todos dejando un espacio proporcional, como naipes a punto de ser leídos. Te voy a enseñar algo, dijo mirándome de un modo maternal, mirá bien. Reparé en la pulsera de su mano derecha que estaba cerca mío y en el aire como la otra. Esa misma mano que se había llevado al pecho. El aro de cobre tenía dos centímetros de ancho y una ondulación en el medio que terminaba en un vértice redondeado. Ngaromoana se paró frente a los discos y colocó las manos sobre ellos, acariciando las llamas de un fuego invisible, parejo. Los observaba a los tres y sentí que iba a elegir el que le había recomendado. Cerró los ojos. Momentos después conectó agudamente con él, parecía que lo había vuelto a encontrar después de toda una vida. ¡Llevo este!, dijo y por poco salta de alegría con el disco en la mano.

En el mostrador me dio los dos billetes que costaba el disco y otro más, este es para vos, dijo. No, no es necesario. Es que quiero pedirte que le mandes a mi hermano música que creas que le va a gustar. Está bien, pero no hace falta el dinero. Por favor, dijo, y me dio un papelito con el nombre y dirección de su hermano. Le dije que lo buscáramos en Facebook, que viniera al otro lado del mostrador para asegurarnos de que era él. Lo encontramos rápido. En la foto de portada había un centenar de personas reunidas al aire libre, los más viejos sentados adelante. Su casamiento, dijo ella. Y vos dónde estás, pregunté sin lograr identificarla en la multitud. Ngaromoana rió, no salgo en todas las fotos. Sí, me imaginé. ¿Sólo en algunas, no? Sí. ¿Y supongo que no tenés Facebook? No, yo otra cosa. Reímos y sacó un cuaderno dorado de tapa dura para que escribiera mi nombre y email. Le dije que tenía un muy buen cuaderno y mientras ella pasó las hojas buscando una en blanco, noté que escribía bastante. Soy poeta, dijo al indicarme un espacio libre y me extendió el cuaderno. También pinto, aunque estoy acá por mi hijo. Vino a competir a un torneo de taekwondo. Cuando le devolví su cuaderno con mis datos me preguntó la hora. Las doce y media, dije. ¡Me tengo que ir!, ¡Adiós! Salió tan apurada que olvidó la bolsa con el disco.

Tras su partida me quedó una sensación de bienestar, un paisaje de montañas y llanuras que se disolvió en segundos. Asumí que no regresaría, por lo general sucede eso con los turistas que se van a las prisas. De cualquier modo dejé su bolsa en el cajón de las reservas, y le pegué un cartelito de “se lo olvidó”.

Ngaromoana y su hijo volvieron horas después. Sonreían desde la puerta y salí con él disco. Mirá sus medallas, dijo ella radiante, él es el campeón. El adolescente parecía un rugbier y lo saludé. Respondió con los ojos, un ligero movimiento de los labios.
Y entonces Ngaromoana dijo “he is soft, he doesnt speak, but his soft”. Él es suave, él no habla, pero es suave. Y le acarició el hombro. El segundo suave no significaba suave sino tierno y traté de no sentir compasión. Le pregunté al chico si podía escuchar. Asintió con su cabeza y el grueso cuello. Lo felicité por las medallas y di unos puñetazos al aire, vi su sonrisa. Saqué tres fotos para que por lo menos una quedara bien. Nos abrazamos y se fueron con el disco.

12.12.17

Linda, por Sebastián Pau


Así te llamamos con mi hermano Francisco, eterna ovejera criolla, cuando Charly, el novio de Mamá, te trajo aún cachorra desde la casa que alquilaba al final de nuestra calle, donde comenzaba el monte.

Recuerdo la primera vez que fuimos al campo. Mi amigo Ricardo pasó a buscarnos de madrugada y salimos en bicicleta hacia la estancia de su tío, por la ruta de tierra que empezaba más allá del Hipódromo; tus pelos ya largos como lanas y la lengua de afuera; el día clareaba y con Ricardo sentíamos volar en los pedales. Al rato de llegar ordeñamos y en el desayuno su tío nos pidió arriarle unas ovejas del campo de un vecino. Ni vos ni yo teníamos experiencia, sin embargo tranquera tras tranquera, desde mis intentos por dominar la tobiana que más tarde logró voltearme en un galope corto, encantado al igual que Ricardo te veía encaminar el rebaño, corregir su rumbo de uno y otro lado con mordidas al aire, como si vivieras ahí. Y en la sobremesa del asado, aquella plenitud ensanchándose en la naturaleza sin límites, te pusiste a jugar con unos terneros, más bien los molestabas, Linda; a corretear gallinas, gansos y patos en presencia del tío, hasta que el frenesí te hizo malherir a un par y el hombre se levantó de la mesa, fue a buscar su escopeta y vino apuntándote al lomo. Te abracé fuerte, gruñías erizada en posición de ataque y regresamos los tres para el pueblo a toda velocidad.

Siempre te gustó cazar y en las expediciones por el monte virgen con Charly, Francisco y otros amigos, abriendo camino a machete lo que durase la tarde y sin alejarnos demasiado del rumor del arroyo, te ibas con una presa entre los dientes; muy alerta de que nadie ni nada te la quitase. Y las veces que nos apartamos del área que semana a semana expandíamos, dejando un fuego extinto, estructuras fabricadas con ramas, para nosotros o el próximo que las descubriera, como aquél primitivo sendero de piedras que tratamos de honrar cada vez que volvimos a toparnos con él, o cualquier otra huella en ese mapa interrogante al cual solíamos invitar a más personas, porque incluso mamá entreveró allí sus ojos de verdor oceánico, bastó un ladrido, tu gesto en cierta dirección para mostrarnos la salida.

Cuando estuviste en celo nos visitaron un montón de perros y tu instinto se preñó del Pulga, el dóberman cruza con galgo de pelo negro y brillante que usualmente acompañaba a un amigo de Charly, quien para esa época ya se había mudado con nosotros. Pariste en el cuarto de mamá y vi una placenta, cómo lamiéndola salvabas a tus hijos. Encontramos hogares para ellos y elegimos quedarnos con el cachorrito que más se parecía al padre, Dosto, así lo bautizó Charly por su escritor favorito.

Aunque el Dosto era casi de tu altura, tenía menos de un año la mañana de verano que lo atropelló un auto y de casualidad no consiguió matarlo. Estábamos todos reunidos en el corredor del patio, a la sombra del alero de tejas, impotentes y desesperados. Vos ibas de un extremo al otro, en círculos, y de nuevo te arrimabas a lamer las heridas, y cuando escuché alguien telefonear al veterinario Sobrero, en ese instante ví el hueco en una de las patas traseras, un tendón contrayéndose, todo latía allí dentro, y de repente lo notamos: habías desaparecido. Pero viniste enseguida y con una bolsa de huesos frescos, de carnicería. Los desparramaste en torno a él y con tu hocico empujaste su mandíbula, el pescuezo. ¿De dónde sacaste esa bolsa de huesos, Linda, hermoso espíritu?

Sólo nos distanciábamos cuando mis vacaciones eran aquí en Buenos Aires, y ya antes de cruzar el río con destino a Rocha, añoraba ese momento en que al bajarme del ómnibus en la cima de nuestra calle, gritaba sus nombres y segundos después los veía diminutos en la vereda, corríamos para el reencuentro.

Y así fue hasta ese atardecer de Julio que ustedes no respondieron y bajé aquél trecho con una sensación corporal extraña, premonitoria, porque en el horizonte del monte el cielo había perdido algún color, como si huyera, bien fiero de sí. En casa no había nadie y fui a lo de la abuela Nahir, que estaba en el patio, cantando algo de ópera mientras podaba unas rosas: ... Sebita... los envenenaron... hace unos días... no quisimos avisarte... fueron los vecinos: La Pocha y el marido.

La Pocha y el marido, el hijo de la india Laurentina, ese tipo que me convocó a las inferiores del Club Lavalleja...o el borracho del barrio.

Cuánta furia, cuánta rabia y tristeza, Linda hermosa, cuánto desconsuelo.

Salí corriendo para casa sin siquiera preguntarle a la abuela dónde andaban Mamá y los demás, o quizá lo dijo y no pude oírla. La Pocha y el marido habían salido en su moto, y no sé qué habría hecho de haberlos encontrado … Mejor así. Laurentina estaba tomando mate en el murito naranja de su casa y al acercarme, antes de decirme palabras que indujeron mi calma, pues ella sí te quería, con sus ojos tan grises como las dos trenzas que le colgaban sobre el vestido azul, miró por encima de mi cabeza, un pájaro quizá, sin duda interpretaba como nadie a las nubes y a las sierras, y del movimiento de sus labios emanó el aliento, un tono granulado y tibio como polvareda tiñendo mis mejillas, armonizándose con el blanco y lírico de mi abuela.

Unas horas después Charly me llevó a donde los había enterrado, al costado del camino que va para el arroyo, enfrente a los bañados que comenzaban atrás del rancherío de los gitanos Zaroba. Señaló una montañita de tierra rodeada por panes de pasto, unos tronquitos en forma de cruz. También les plantamos un jazmín, dijo y me abrazó fuerte. Y no quise pasar más por ahí, me lo prometí y tampoco hizo falta: hubo una gran inundación y los hogares de los Zaroba se anegaron por la mitad; el agua tardó un mes en evaporarse. Luego de varios días de sol, confiado de que el barro estuviera seco, pasé en bicicleta y me detuve apoyando un pie en el suelo. Una elevación de tierra casi imperceptible donde había diferentes tipos de brotes, tímidas manzanillas al vaivén de la brisa en la que seguí pedaleando.

Para mí, Linda, que no volví más por allí, sos una de las guiñadas que cada tanto me hace el viento, y si no sucede, si no hay besos que me despeinen o despierten, camino por una plaza y arranco hojas de pino, robo alguna flor tras las rejas de un jardín, tomo un puñadito de tierra y lo soplo. Nada a temer. Y si puedo, canto.


                                                          Mañana del 28 de octubre de 2017.