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19.4.23

La ruta de la edición: CENCERRO

Preguntas a editorxs

Hoy responden José Fraguas y Santiago Erausquin de Cencerro



¿En qué año arrancó la editorial? ¿Cuántos títulos llevan publicados desde entonces? ¿Quiénes son lxs editores?

JF: El nombre de la editorial dice mucho sobre su identidad y se vincula a varias cosas. Es una cita de un diálogo de la película La flor de mi secreto de Almodóvar en la que la madre de la protagonista le dice a su hija que acaba de separarse de su marido que se ha quedado “como vaca sin cencerro”. En 2003 yo me encontraba un poco así porque estaba recién separado pero la metáfora es de todos modos reveladora de una situación existencial humana básica, la de estar desorientado, sin rumbo, sin ritmo, etc. En ese momento fundar el sello fue un intento más intuitivo que consciente de orientar los esfuerzos, la creatividad, el deseo a través de un proyecto colectivo. El cencerro, palabra que tiene de por sí un sonido muy particular, es también un instrumento musical y la editorial empezó publicando poesía. Además está vinculado a un animal del paisaje argentino, la vaca, que es al mismo tiempo una suerte de arquetipo universal asociado a la fertilidad, la generosidad, la vida y la serenidad.

Cencerro nació en 2003 inspirado en las plaquettes que editaban Vox y B&F pero también en la primera autora que publicamos, la artista visual Lulú Jankilevich, que creaba con muy pocos elementos, tules y luces sobre todo, un ambiente de fantasía en su casa y compartía sus poemas y fotos en copias que uno podía encontrar desparramados por ahí y llevarse. Fue muy importante también encontrar espacios apropiados y amigables para hacer las presentaciones que fue primero el club Mantis de Beto Fabbiani que estaba en la esquina de la calle Pringles y el pasaje Obrero Nuñez, construido sobre el solar en el que funcionó una calesita durante por muchos años, y luego el Multiespacio Pasco que funciona en un viejo caserón en el barrio de Balvanera.  El diseño de las tapas lo realizó Diego Jankilevich hasta que en 2005 se sumó Santiago Erausquin que además de ser editor se ocupa desde ese momento de todo el diseño interior y el arte de los libritos. Hemos publicado trece libros de poesía, quince de narrativa, tres obras de teatro, siete clásicos, un ensayo y dos antologías. Desde el principio apostamos por la potencia de lo micro que se manifiesta tanto el tipo de fabricación artesanal del libro como en las tiradas pequeñas y el precio accesible de los ejemplares. 

SE: Cencerro tiene muchos aspectos hermosos, pero uno de los más interesantes es que se trata, estrictamente, de un proyecto sin fines de lucro, que no intenta poner en circulación grandes cantidades de ejemplares, ni tener una distribución convencional. Pero sí pone el acento en el mimo, en el afecto con el que se confeccionan los libritos, la celebración de poder presentarlos, la alegría de que se agoten.

Para mí Cencerro es José Fraguas. Y fue conocerlo a él y entrar en mundo Cencerro. Yo no dejo de hacer presente al sello editorial de la vaquita con ojos desorbitados en cualquier emprendimiento que realice: videos o registros audiovisuales de muestras de pintura, presentaciones, lo que sea, Cencerro está en los créditos acompañándome, porque me acompaña siempre Jóse.

 

¿Qué están leyendo?

JF: Estoy leyendo Huaco retrato de Gabriela Wiener, Nadja de André Breton y La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica de Mario Praz. Increíblemente también un texto que aborda específicamente el tema de la ruta de la edición: El libro en movimiento. La política autónoma y la ciudad letrada subterránea de Magalí Rabasa, editado por Tinta Limón en 2021. La autora propone entre otras cosas pensar al libro de edición independiente como un fenómeno vivo, indisociable del modo en que se fabrica, los contenidos que hace circular, las redes alternativas que establece, etc. 

SE: Claus y Lucas, de Agota Kristof. Tiene varios asuntos que me interpelan últimamente: guerra, niños, adolescentes, hermanos gemelos, madres abandónicas, abuelas desalmadas, cementerios, soldados, amistad, humor, locura, lugares extraños y amenazantes, cuartos de hotel, trenes… y desde la forma las diferentes voces en primera persona, la prosa limpia y directa, cierta amabalidad para el lector.

También estuve leyendo un libro sobre la vida y obra de Thomas Eakins, un pintor estadounidense de fines de siglo XIX, famoso por sus clases de dibujo con modelo vivo y desnudo, que parece que protagonizó más de un escándalo. Lo sigo hace bastante por sus trabajos que no son muchos, lamentablemente.


¿Cuáles son esos autores a los que siempre vuelven?

JF: Marosa Di Giorgio, Hebe Uhart, Mario Levrero, Felisberto Hernández, Héctor Viel Temperley, Aurora Venturini. Cuando estoy desconectado, angustiado, escéptico o no sé bien qué leer, recurro a El final de la historia de Lydia Davis, una novela que sin ser afectada ni literatosa habla, entre muchas otras cosas, de la escritura, la lectura y la memoria y santo remedio.     

SE: La casa de Bernarda Alba y la poesía de Federico García Lorca; Los miserables de Victor Hugo; Rosaura a las diez de Marco Denevi; Guan tu fak de Alejandro Lopez; las crónicas y cuentos de Alejandro Dolina.

 
¿Cómo es el proceso de lectura de un manuscrito?

C: Casi todo lo que nos llega está casi listo para ser publicado. Lo revisamos para que no tenga erratas y vamos pensando en prólogo, contratapa, tapa. El manuscrito se va transformando así en libro y en el proceso nos comunicamos con otros escritores y artistas que colaboran en la edición y/o en la presentación que consideramos una oportunidad también para el encuentro y la fiesta.

 

¿Qué tiene que tener un libro para que les interese publicarlo?

C: No pensamos en un autor ni en un lector abstracto, la edición está atravesada por afectos, diferentes tipos y grados de empatías y afinidades, historias compartidas. Todo comenzó en parte como un juego y nos gusta que los autores no se tomen demasiado en serio a sí mismos, que no los devore el rol o la pose de escritor. Eso no quiere decir que sean personajes o hagan un personaje como parte de su propuesta estética. Si hay alguna solemnidad o seriedad es la que requiere la entrega y el amor al juego.

 

¿Cuánto intervienen en los textos que publican?

JF: Al principio la torpeza, la inexperiencia y la soberbia juvenil hacían que me metiera demasiado. Con el tiempo comprendí que está muy bueno cuidar y curar lo que se publica pero en un proceso en el que se aúnan esfuerzos del autor y el editor para que quede “objetivamente” lo mejor posible. Tratar de evitar entonces en lo posible el capricho personal, el perfeccionismo insensible, el detallismo improductivo, la corrección vinculada a la obsesión inconducente.

SE: Agregamos a veces prólogo e ilustraciones y una contratapa.  Hay que tomar decisiones en función del espacio, la distribución del texto en las páginas, la articulación con las ilustraciones si las tiene.

 

¿Qué relación buscan entre el arte de tapa y el texto que presenta?

 JF: Uf, es un tema que nos interesa de los pies a la cabeza. La tapa es el rostro del libro y uno desea que sea siempre la mejor posible. Como en muchas otras cosas demanda alcanzar un delicado equilibrio: tiene que relacionarse con el contenido sin ser demasiado obvio, responder a la poética de la obra, decir algo por sí misma. A todo esto la experiencia enseña que muchas veces aparece medio involuntariamente.  

SE: Tratamos de ponerle onda. Hemos realizado con la técnica de grabado y el esténcil tres tapas logradísimas. Me refiero al proceso de hacer esas tapas que fue muy lindo, que es clave en Cencerro. Los libros de poemas presentan los desafíos más atractivos: tratamos de buscar imágenes que no sean literales, pero que ambienten el relato, que le aporte, que funcione como un paratexto que habilite la interpretación.

 

¿Qué consejos le darían a lxs escritorxs que buscan publicar sus obras?

JF: Que conciban la tarea de escribir como una artesanía que requiere tiempo, concentración y que tiene sentido en sí misma. Es importante también trabajar el vínculo propio con la palabra que es un bien social, comprender cómo y para que se la usa, percibir la relación con la oralidad, con lo inconsciente. Es una tarea infinita y enriquecedora. Y desarrollar conciencia y sensibilidad sobre eso es una vía indirecta para que las cosas que se producen “sin querer queriendo” estén listas para compartirse. Nos ha ocurrido varias veces cuando quisimos publicar un texto que el autor se negara por juzgarlo poca cosa. “Esperen que escriba algo mejor”, dijo alguien que había escrito unos monólogos divertidísimos. Hay que ser crítico con lo que uno hace pero nunca dejar de mirarlo con buenos ojos. Ponerse en el lugar de juez implacable como en muchos ámbitos de la vida no lleva a buen puerto.


SE: Les diría que lo hagan, que tengan en cuenta las distintas alternativas pero que no pierdan esa magia de la creatividad, ese regodeo en el proceso más esencial del vínculo con la escritura, ese carácter de artesanía que mencionaba José. Cencerro tiene eso. Y celebrar la publicación, porque publicar es poner al servicio del otre un discurso, una manera otra de ser y leer al mundo.

6.11.21

Al filo del tiempo, por José Fraguas

(Sobre El pasado irreal de Jorge Quiroga)


De nada puedo hablar o pensar si no es existencia, estado, y no es existencia lo que nunca estuvo en mi sensibilidad como imagen o afección.

Macedonio Fernández


¿En qué consiste la irrealidad del pasado a la que hace referencia el título del último poemario de Jorge Quiroga? ¿Es irreal porque es construido y por eso inventado y quizás literario? ¿Será real entonces el presente? O se tratará más bien de un tiempo verbal nuevo, un pretérito que no es perfecto ni imperfecto sino irreal. Quiroga no da una respuesta o da muchas y logra que la poesía hable como ella sabe de cosas como el tiempo, el espacio y la memoria.

Para Quiroga el pasado es un conjunto de fragmentos que como los trozos del vidrio roto de la ventana de la cocina que aparece en uno de sus poemas: “se mantienen en un equilibrio inestable / pueden lastimar / o quedarse inmóviles”. Y su poesía explora con sobriedad porteña los bordes dentados del fragmento: “Los restos tienen una fuerte atracción”, la recurrencia de lo que no está y sin embargo persiste negado con inquietante intensidad: “Teresa está en algún lado de la casa / y ya no dirá lo sabido / porque no espera en la puerta / como siempre”.

La percepción tiene sus tiempos.  Al mirar involuntariamente, poco antes de dormir o medio ya sumergiéndose en el sueño, se capta algo, de súbito y tan solo un instante: “Hay un momento/ que esa presencia / asoma prendida / por alguien / que entorna una puerta / estremecida y solitaria”. También en la  morosidad del recién despierto aparece una mirada nueva que se detiene en la actitud de los muebles o el modo en que entra la luz a la habitación de siempre.

Soñadores, insomnes, locos, videntes y alucinados  pueblan la poesía de Quiroga. “Qué ve que nosotros no vemos”, es el primer verso de uno de los poemas.  En lo no dicho, lo presentido, lo sospechado, lo silenciado parece haber algo más significativo que cualquier afirmación directa pero esa huidiza verdad solo permite ser entrevista, rodeada.

 

El pasado irreal efectúa también un asedio poético de los espacios, privados y públicos, íntimos y compartidos así como de las fronteras más o menos borrosas que los separan. Hay una exploración recurrente de los lugares, la ciudad, las calles, la casa, la habitación. Desplazarse por la vereda es como pensar, hablar o escribir. A veces se camina sin sentido como quien divaga pero también se toma contacto con el afuera, con los otros a los que se observa y registra. En algunos textos las individualidades se diluyen en un conjunto de siluetas: “se aglomeran en la calle estrecha/ todo tipo de vagos”.  Pero de vez en cuando alguien recibe una luz cenital que lo vuelve personaje, una nena que juega sola, un anciano que se protege del sol. Hay algo de Van Gogh en el modo en que son retratados esos seres, por las pinceladas espesas pero también por la capacidad de entrever y mostrar su pulso interior. Alcanzan dos palabras para definir a un personaje, “maestro insólito”, por ejemplo.

 

Hace siglos un poeta español afirmó que ante la fugacidad del tiempo, si juzgamos sabiamente, “daremos lo no venido por pasado”. La poesía de Quiroga lejos de ver pasado en el futuro, encuentra en lo vivido, a través de los diferentes modos del recuerdo y del olvido pero también en la rica diversidad de miradas posibles, desde el registro objetivo al delirio, un material que relampaguea iluminando lo sentido, lo vivido y lo posible.

 

Tomado de: Escritos en las mangas

 


3.7.19

Cambiarlo todo, por José Fraguas



(Sobre Apuntes para las militancias. Feminismos: promesas y combates, de María Pía López)


El libro Apuntes para las militancias. Feminismos: promesas y combates de María Pía López fue publicado en febrero de este año por la editorial Estructura Mental a las Estrellas, un sello independiente de La Plata, y forma parte de la colección que lleva el morenista nombre de Plan de Operaciones y que, como explicita una nota editorial, se propone reunir ensayos sobre cultura latinoamericana que aborden y sean ellos mismos formas de desafío a la gramática de los poderosos concibiendo a la escritura tanto una vía de pensamiento como una práctica emancipatoria. Creo que el libro de María Pía encarna muy bien esa idea de escribir como una forma de pensar y un modo de intervenir porque es una reflexión sobre feminismos contemporáneos que es también manifiesto y arenga.


El análisis se contamina del entusiasmo y la energía del surgimiento de un nuevo sujeto político que dice “basta” como una de sus primeras palabras. La autora propone: “Pidamos a la palabra que se abra para ver qué arrastra, qué bolsa de significados tiene la tan escueta, qué quiere decir en su altisonancia y en su secreto”. El discurso de María Pía explora la fuerza de ese “basta” como término performativo, palabra que dice y hace al mismo tiempo, y en esa búsqueda extrema las posibilidades que brinda el estilo acercando el registro ensayístico al de la poesía. Esa confluencia genérica parece mostrar mejor la urgencia, la fuerza vital, la contagiosa vibración que transmite esa palabra fundamental que es el basta. La llama entre otras cosas “trazo tajante”, “nuestro ábrete sésamo”, “brasa incandescente”.

Y lo del lenguaje no es algo menor en todo esto porque los  feminismos vinieron a desestabilizar también el sentido de muchos términos. La misma palabra mujeres está en cuestión, no puede dejar de verse como construcción política que incluye lesbianas, travestis y trans. Como señala la autora son los feminismos trans los que mejor mostraron que el cuerpo es construcción política y que solo asumiendo ese carácter y deconstruyéndolo se puede asumir y construir auténticamente la propia identidad. Las discusiones en torno a la organización de un paro de mujeres obligó a pensar en las concepciones del trabajo y la necesidad de que sus formas contemporáneas tengan modos propios de representación y participación.

El texto es autorreflexivo. Dice de sí mismo: “Este es un libro que no quiere ser libro, sino material de agitación”. Y da cuenta del pasaje mismo de la experiencia a la escritura, de la vivencia a la idea, y la visión de los entretelones de ese ir haciéndose transmite inmediatez y autenticidad: “Estas páginas son panfleto urgido y esfuerzo de traducción, apuesta política y cajita de herramientas. Mis propios balbuceos intentando nacer como argumentos…”. Como escritura viva no reniega de los momentos de conciencia de la dificultad y el esfuerzo que demandan tareas como la invención política. Dice: “anoto esto mientras sé que no es fácil, que es laboriosísima construcción de lo que adviene. ¡Uf!”

Esa misma preocupación por no restarle vitalidad a la reflexión hace que se evite el academicismo, la abstracción o el mero juego teórico. Cuando afirma por ejemplo que la irrupción de este nuevo sujeto político no es azarosa sino que hay condiciones de posibilidad amasadas históricamente pide disculpas por tanta sociología. Pero sin embargo es necesario pensar y tratar de comprender esas condiciones y los catalizadores de estos acontecimientos. María Pía señala entre otras cosas la permanente labor de activistas, la educación sexual integral en las escuelas, los proyectos educativos, los libros y los programas alentados por un clima cultural y político democrático y expansivo que vivió nuestro país muy diferente al desalentador y represivo que venimos padeciendo desde finales del 2015.

Entiende que como todo sujeto político los feminismos no puede estar exento de conflictos o disidencias. Su fuerza y lucidez se juega en su capacidad de atender esa conflictividad, de asumir la opacidad y densidad propias de lo común. El desafío es, dice la autora, construir hospitalidad para la querella. Celebra la irrupción del movimiento, trata de mostrar su particularidad sin dejar de vincular lo a otras respuestas frente a la opresión, otras rebeliones y luchas. Y esa es justamente una de las promesas que como señala el subtítulo del libro llegan con estos feminismos, el movimiento traería también una nueva capacidad de comprender el padecimiento y el legado de otras, las brujas, las indias, las africanas, las obreras. La autora señala la importancia del carácter popular de estos feminismos, la necesidad de que sean efectivamente plurinacionales, conventilleros, inquilinos, que se recuerden afros e indios, cabecitas y migrantes, provincianos y portuarios.

María Pía señala es cierto que parece demasiado lo que se le pide a los feminismos pero hay que asumir lo que implica afirmar como posible y necesaria una transformación que nos acerque a la justicia social. Y los feminismos populares de hoy tienen un proyecto radical, se proponen cambiarlo todo. De modo que hay infinitas y urgentes tareas por delante. Una de las cuales es narrar la historia de lo ninguneado,  de lo negado, y aunque se recuperen nombres y acciones no se trata de hacer un panteón de figuras notables sino una historia del silenciamiento y de sus quiebres: “narrar la ruptura, el vínculo entre movilización social, aparición de sujetos colectivos y modificación de los campos del conocimiento y de la producción estética”.

Pensar el quiebre que suponen los feminismos que están insurgiendo es precisamente lo que hace este libro que recupera también el legado de otros libros como el de Flora Tristán que en 1843 señaló el lugar clave que tiene la opresión de género en la desigualdad. Retomando esa certeza nuestra autora afirma hoy: un proyecto de emancipación no puede desoír las prácticas y saberes que encarnan los feminismos.

18.12.18

Chan, por José Fraguas



Cuando el señor Li tuvo a su primera hija se entristeció un poco porque deseaba tener un varón. De todos modos le puso un nombre poético: Chan Chan, “susurro”. Pero fue un presente griego porque cuando, algunos años después la familia Li emigró a Argentina en busca de mejorar su economía, el delicado nombre de su hija se convertiría en una herramienta de tortura en manos de sus nuevos compañeritos de colegio que no paraban de llamarla “chan chan” imitando el sonido de los últimos acordes de los tangos.
El señor Li encargó la carta astral lunar de Chan y leyó con agrado que los astros auguraban que su hija podía hacer prosperar la fábrica de fideos familiar. Pero desde muy chica, Chan sentía que su mundo no era el de los negocios. Disfrutaba dos cosas: cuidar niños y acompañar a su abuela a ceremonias religiosas. Cuando muchos años después descubrió que en la época en que ella nació los relojes habían sido adelantados por el horario de verano, volvió a hacerse la carta y se sintió confirmada cuando supo que Júpiter la inclinaba más bien a lo espiritual e inmaterial.
Chan tomaba con extrema seriedad el cuidado de sus numerosos primos, a quienes se pasaba cambiando y transportando aunque fueran apenas un poco más chicos que ella. Se ocupaba también de su hermanito, que nació dos años después que ella para alegría de sus padres que le pusieron Shaiming, “luz del sol”. Aunque estaban casi todo el tiempo en la fábrica, el señor y la señora Li seguían muy de cerca el crecimiento de su hijo y destacaban la capacidad de Chan para cuidarse sola.
Los hermanos terminaron la escuela primaria y cursaron la secundaria en Argentina. A Chan le iba mejor pero los logros de su hermano eran siempre la noticia.  Antes de que terminaran el señor Li pensando en el progreso de la empresa ya tenía decidido qué carreras iban a seguir. Chan tuvo que estudiar Técnica en alimentos en la universidad pública y su hermano Comercio internacional en una privada. Como también se vio obligada a trabajar en la empresa familiar, Chan intentó conciliarlo con por lo menos una de sus vocaciones: “Voy a ser la mamá de esta empresa”, pensó. Pero aunque se esforzaba las ventajas de las que gozaba su hermano la desalentaban. El padre le decía a su hijo: —Si conseguís un descuento te quedás con la diferencia. Y a Chang: —Si llego a pagar un centavo de más te lo descuento de tu sueldo.

Un día que parecía como cualquier otro, Esteban, el encargado de la distribución de los productos de la fábrica del señor Li, apareció con su hijo. Apenas Chan lo vio quedó fascinada. ¿Quién era ese chico? Valentín, el hijo de Esteban, no era una respuesta que la satisfacía. El nene hizo un dibujo y se lo regaló. Chan pensó: “¿Por qué hizo este dibujo? ¿por qué me lo regaló a mí? Esto es rarísimo.”
Cuando llegó a su casa pegó el dibujo de Valentín en su habitación de manera que pudiera observarlo desde su cama. Lo estudió durante varios días como si esos garabatos pudieran explicarle qué le estaba sucediendo. Lloraba, no podía dormir, se deprimía y estaba contenta al mismo tiempo. Recordó que una amiga de la colectividad  la había invitado “casualmente” a  que consultara a una especialista en vidas pasadas. Y con la ayuda de la mujer pudo reconstruir la historia.
En realidad, las señales o, como ahora entendía, los “recuerdos”, habían comenzado antes, cuando Chan era muy chica. Soñaba todo el tiempo con explosiones y con la cara de un bebé. Cuando despertaba seguía su vida de niña. Pero el bebé volvía a aparecer una y otra vez. Llegó un momento en el que dijo: — ¡basta de esa cara de nene! La hacía sentir cruel porque tenía ganas de ahorcarlo. Ahora sabía que se trataba de un hijo que había tenido en otra vida. Su alma había vivido en el cuerpo de una vietnamita que en la época de la guerra tuvo un hijo con un militar francés. Como no podían irse los tres, le pidió a su marido que se lo llevara, para que el bebé tuviera una vida mejor. Pero justo cuando estaban decidiendo eso, cayó una bomba y murieron los tres. Ahora el alma del bebé vietnamita vivía en Valentín.
Chan se sintió aliviada pero en seguida comenzó a atormentarla una nueva duda: “¿se acordará de mí como me acuerdo yo?” Sólo había visto a Valentín una vez, y aunque no pretendía que la reconociera conscientemente, necesitaba volver a verlo para preguntarle. Sintió que la proximidad del año nuevo chino tampoco era casual. Decidió, para sorpresa de sus padres, festejarlo “con amigos”. Invitó entonces a los padres de Valentín a su casa y, para despistar, a otras cuatro parejas. 
Chan no veía la hora de que fueran a la casa pero antes estuvieron en la calle Montañeses viendo pasar el enorme dragón de tela. La madre “de esta vida” de Valentín, que era bastante petisita, tuvo que hacer un esfuerzo extra para tocarlo. Chan dijo: —Es increíble que la gente crea que va a tener suerte por tocar el dragón.
Finalmente fueron para la casa. Chan ya había preparado la mesa. Cuando lo hacía pensó: “es pedirle demasiado a la vida que Valentín se siente a mi lado”. Así ocurrió pero además tuvo la suerte de quedar en un momento a solas con el nene en la cocina. Era la oportunidad que ella estaba esperando, le preguntó:
Valentín, hijo mío, ¿te acordás de quién soy? El nene la observaba atentamente y cuando pestañeó Chan sintió que respondía afirmativamente. Entonces continuó: —Quiero decirte que no puedo volver a verte en esta vida, pero no te preocupes, voy a estar bien.
Valentín volvió a la mesa. Y esa noche, cuando todos se fueron, Chan rompió en mil pedazos el dibujo del chico.  
Unos días después, cuando estuvo más tranquila, Chan le contó todo a su casi única amiga occidental, Jésica, quien muy probablemente había sido su hermana en otra vida, y le explicó: “Esto me pasa por haberle dicho al padre que se lo lleve. A veces los chicos prefieren el cariño de una madre al bienestar material”.

Poco después, Chan comenzó a establecer un intenso y ambiguo vínculo con Roberto uno de los proveedores de la empresa. Él era bastante más grande y un día dijo al pasar que qué afortunado sería el que tuviera una esposa tan trabajadora como ella. Esas palabras quedaron grabadas a fuego en la mente de Chan que analizó infinitas veces ese enunciado. Como él no hablaba de su familia, cosa que le resultaba por otro lado bastante sospechosa, Chan no sabía si la estaba comparando con una esposa real o lo decía como alguien que realmente andaba necesitando una.
Cuando se lo contaba, a Jésica todo le parecía muy impreciso y se impacientaba: — ¿Cómo es el trato?, le preguntó.
—El trato es cordial, es semanal, contestó Chan.
— ¿Pero están de novios o no?
—Creo que no, respondió.
Más allá de lo que pasara, Chan intuía que se amaban pero que algo que no tenía que ver con ellos interfería y volvía imposible la relación. Decidió entonces acudir nuevamente a la especialista en vidas pasadas. Ésta se sintió desconcertada al ver que Chan estaba mucho más convencida que ella de lo que le había dicho y decidió derivarla. Le dijo: —Yo no puedo con tantas vidas, te recomiendo a una colega. Con la nueva mentalista lograron remontarse hasta el 1500. En esa época Chan era la única hija de la esposa principal del hermano del emperador. Uno de sus primos, cuya alma vivía ahora en Roberto, estaba perdidamente enamorado de ella. Chan lo rechazó y él quedó tan desconsolado que su tía ideó una estratagema para ayudarlo. Unos ninjas atacaron a Chan y, aunque solo la hirieron, su primo creyó que ella había muerto. Fue un dolor muy grande pero menor que el del rechazo.  
Ahora podía entender por qué, aunque querían, no podían estar juntos. Pero increíblemente unos días después de la consulta, Roberto la invitó a salir. Fueron a tomar algo después del trabajo y él, antes de ni siquiera haberse dado nunca un beso, le propuso matrimonio.  Chan respondió que quería pensarlo y cuando unos días después iba a responderle afirmativamente, él le dijo que mejor lo dejaran así. Chan pensó: “No puedo culparlo, es más fuerte que él.”
Dejaron de verse porque Roberto cambió de trabajo y a Chan le llegó el rumor de que lo habían visto mucho en el bingo.  Pero a veces él la llamaba por teléfono a la madrugada y le decía que estaba desesperado: —Voy a morir esta noche, vení por favor a cerrarme los ojos. Otra noche le dijo: —Tengo el celular en la mano, si me muero te llamo.

Chan creía que ella sabía mejor que él por qué estaba tan desasosegado. Roberto se sentía tan mal porque había “despertado”, empezaba a “recordar” aunque aún no era del todo consciente que ella había sido la mujer que tanto lo había hecho sufrir en otra vida. Y aunque la tratara bruscamente, Chan esperaba ansiosa sus llamados. Después de hablar con él quedaba bastante perturbada pero la excitaba saber que a través de Roberto estaba hablando por teléfono con una conciencia del siglo XVI.
Pero un día dejó de llamarla. Chan entonces lo llamó para pedirle un dinero que le había prestado. Él se lo había pedido diciéndole que lo necesitaba para pagarle al médico que atendía a la madre. Otro día le dijo que en realidad lo había usado para reponer una plata que había faltado en la empresa y que si se descubría lo culparían a él. Chan le dijo: —Está bien, podés devolvérmelo en cuotas. —Me querés volver loco, le contestó Roberto.
Aunque Chan creía que ningún sufrimiento era inútil y que toda esta situación seguramente le estaba enseñando mucho, aceptó por fin la sugerencia de su amiga Jésica y fue un tiempo a un psicólogo occidental. Él hablaba muy poco y no emitía ningún tipo de opinión acerca de las historias de vidas pasadas. Solo mostró un poco de asombro el primer día cuando luego de presentarse Chan le dijo: —No sé por dónde empezar, es una historia que dura mil años.
Pero las cosas que le decía el psicólogo no la convencían para nada. De todos modos estaba segura de que por alguna razón ella había terminado ahí así que luego de dos meses abandonó la terapia decidida a llevar a la práctica algo que como una suerte de consejo deslizó más de una vez el analista: “poné la energía en otra cosa”.
Pensó que era mejor ocuparse de algo concreto y cercano, se abocó entonces a la casa y a la empresa familiar. Competía con Bety, la señora que hacía la limpieza, que casi siempre encontraba parte de su trabajo hecho.   —La tengo cortita, decía Chan.  Dejaba que se ocupara del cuarto en el que tenían el altar porque a Bety le gustaba ordenarlo y prenderle sahumerios a Buda. Chan pensaba que toda acción es una oportunidad para aprender. Recordaba las palabras de su abuela sobre el cuidado con el que hay que tratar todas las cosas. —Si uno lava mal un plato le está faltando el respeto, decía.
También se hizo cargo del cuidado de las mascotas. Le gustaban mucho los animales excepto las palomas que le generaban un temor descontrolado. Aunque no lo tenía muy claro, sospechaba que ese terror venía de haber sido cazadora en otra vida, probablemente en Inglaterra. Pero se llevaba muy bien con la gata y los dos perros que tenían. Ponía tanto empeño en la tarea que una de las perras llegó a vivir 28 años. Cuando murió, ella y Shaiming, su hermano, fueron los encargados de enterrarla. En el momento en que su hermano intentó mover el cuerpo para ponerlo en la fosa que habían cavado en el jardín se dieron cuenta que estaba durísimo. Chan leyó entonces un sutra y rogó para que el alma del animal eligiera un buen camino. Luego dirigiéndose al cuerpo del animal dijo: —Por favor, necesitamos tocarte. La gata y el otro perro presenciaron inmóviles toda la ceremonia. Cuando terminaron Chan pensó: “Sé que el día de mañana me lo va agradecer”. Y esa idea le dio ánimo y un poco de temor.        
El momento de esparcimiento llegaba a la tarde cuando veía las telenovelas que pasaban los canales taiwaneses que emitía la televisión satelital. Más que la trama le interesaba el vestuario de época que usaban los personajes femeninos en las series ambientadas en diferentes períodos de la historia de China. Además de disfrutarlo, le parecía útil porque cuando se le presentaban imágenes de alguna de sus vidas anteriores podía determinar el momento histórico por el peinado o la ropa que llevaba. Sentía una clara predilección por la moda de la dinastía Song, polleras largas y chaquetas con mangas largas y cerradas hasta el cuello. No le gustaba para nada el estilo de la época Tang con escotes y transparencias. Chan usaba generalmente la misma ropa semiformal y oscura, aunque de vez en cuando se ponía un pullover de un rabioso color coral. Ella no tardaba mucho tiempo como sabía que hacían otras chicas para decidir qué ponerse para salir pero pasaba largas horas pensando cómo habría estado vestida en sus otras vidas.
Seguía además religiosamente una telenovela budista ambientada en la actualidad. El budismo aparecía en que el protagonista, un médico con dos esposas, una propia y una heredada de un hermano que murió joven, trabajaba en un hospital dirigido por monjes budistas. Por momentos Chan pensaba que debía dejar de verla porque pensaba mucho en los personajes y le era casi imposible aquietar las emociones. Un día se descubrió preocupadísima por la situación en la que había quedado el protagonista la última escena del capítulo del día anterior. “Dos mujeres que lo dejan, hijos llorando, es demasiado” pensaba Chan. Admiraba particularmente a una de las actrices, Hen Xian. Le parecía que tenía una belleza creíble y lograba mantener un perfil bajo aun siendo protagonista de una de los programas más vistos en todo Asia. Sentía que tenía cosas en común con ella, hasta se encontraba un poco parecida físicamente. 
También puso mucha energía en la empresa. A diferencia de sus padres Chan además de hablar chino tenía un español casi perfecto de modo que podía negociar con chinos y argentinos. Diseñó y redactó un prolijo y elegante catálogo con los productos de la fábrica y se interiorizó en las tendencias del mercado de pastas secas. Aunque lo pensaba no decía que ellos producían los mejores fideos. Cuando alguien comparaba sus productos con los de otra empresa de la colectividad simplemente señalaba: —Ellos privilegian el precio, nosotros, la calidad.
Pero aunque trabajaba mucho, las relaciones con el señor Li no mejoraban. Tenía que descubrir por qué se llevaban tan mal. “Seguramente en otra vida él fue soldado y yo capitana”, pensaba. Ponía en práctica estrategias para tratarlo bien. Imaginaba que era el padre de otro. O intentaba conmoverse pensando que el padre era instrumento de las fuerzas del universo que fueron las que realmente decidieron que él emigrara Argentina porque ella, aunque todavía no sabía bien por qué, tenía que estar en Buenos Aires. El señor Li no reconocía sus esfuerzos y Chan tenía que luchar para cobrar algo de sueldo. —¿Para qué querés plata, le preguntaba, si vos no tenés deseos? Las cosas se agravaron aún más un sábado a la tarde. Chan se había quedado con otro empleado para preparar unos pedidos para la semana siguiente. A las cinco de la tarde apareció su madre y le dijo: —¿Para qué hacés tanto esfuerzo? ¿no sabés que todo esto va a quedar para tu hermano?
Chan no pudo escuchar lo que dijo la señora Li después de esa frase. Quedó anonadada y solo después de un rato le empezaron a doler esas palabras. Se fue a su casa y estuvo todo el domingo devanándose infructuosamente los sesos en qué podía hacer. Pero el lunes a la mañana le llegó de algún lado un recuerdo que le fue de muchísima utilidad.  Alguien le había comentado que se podía ingresar a un monasterio budista que quedaba en Almagro. Recordó también un sueño que había tenido muchas veces. Estaba en un lugar montañoso y aunque no podía decir en cuál, sabía que en lo alto de una montaña había un templo en el que vivía un monje que la estaba esperando. Quizá todas las dificultades habían sido la encrespada montaña que había tenido que ascender y ahora solo le quedaba golpear las puertas del templo.

Sus padres no hicieron mucho por retenerla y su lugar en la empresa fue rápidamente ocupado por la novia de su hermano. El monasterio budista estaba organizado por una fundación internacional y aunque las autoridades dudaron bastante antes de admitirla vieron con agrado que Chan aunque era algo extraña sabía hacer las cosas rápida y eficazmente. Como las otras aspirantes debía ocuparse de la limpieza del edificio que tenía varios pisos y muchos recovecos. No pudo evitar pensar si no le habría convenido quedarse en su casa. Encima cuando la abadesa pasaba a revisar nunca quedaba conforme. Chan comenzó pronto a desanimarse aunque se consoló un poco cuando anunciaron que les repartirían unos trajes para que usaran en las ceremonias. Cuando finalmente se lo pudo probar estaba exultante. Quizás porque era nuevo pero le pareció hermoso. Era largo, tenía una pequeña cola y sentía que le quedaba perfecto, que misteriosamente había sido confeccionado a medida. Chan no quería sacárselo y también le costaba doblarlo. Sus compañeras tomaban esa torpeza para estimular sus creencias acerca de un pasado noble. —En tus otras vidas debiste tener mucha gente que hiciera las cosas por vos, le decían.
Una noche Chan oyó ruidos en el piso de arriba como si estuvieran buscando cosas en los muebles. Allí estaban las habitaciones en las que dormían algunas de sus compañeras así que al día siguiente les preguntó qué habían estado haciendo. Las chicas la miraron sorprendida hasta que una de ellas dijo: —Pero claro ¿no se acuerdan que empezó el mes siete? Se abrieron las puertas del infierno. Durante todo el mes los fantasmas hambrientos, almas errantes ni tan malas para ir al infierno ni lo suficientemente buenas para renacer, iban a circular por todo el edificio excepto en el templo al que tenían prohibido el ingreso. Ahora Chan entendía también de dónde venía el olor desagradable que había sentido esos días. “Limpio los pisos con Poett, repaso los muebles con Blem ¿por qué hay ese olor a podredumbre?” pensaba Chan. Eran ellos, habían comenzado, como les gustaba hacerlo, a instalarse en los rincones.
Cuando Chan ingresó al monasterio se postuló como aspirante a monja y durante las primeras semanas estuvo prácticamente convencida de que era lo que tenía que ser en esta vida. Pero nunca dejó de tener dudas. Pensaba que qué grave sería que se estuviera equivocando y renunciase a reencontrarse con su verdadero amor, el que había sido su esposo y padre de su hijo. Además, cada vez encontraba más semejanzas entre la fundación y la empresa de su padre y su relación con la abadesa empeoraba. Decidió que lo mejor sería que se convirtiera simplemente en una estudiosa de los sutras, las palabras de Buda, una Bodhisattva laica que podía perfectamente casarse y tener hijos. Cuando comenzó a vincularse con Lucas, el diseñador gráfico que trabajaba en el monasterio, ya no tuvo dudas que ése era claramente el camino que se le estaba señalando.
Un día Lucas se ofreció a llevarla en su auto hasta el banco donde Chan tenía que hacer unos trámites que le había encargado la abadesa. En el camino él le comentó que una vez había tenido el proyecto de estudiar chino pero que se desalentó cuando le dijeron que tendría que dedicarle aproximadamente veinte años. Chan se sintió tan distendida en el auto que empezó a sospechar que no era la primera vez que viajaban juntos y empezó a visualizar un antiguo carruaje. En el banco tuvo que hacer una larga fila y cuando salió la sorprendió gratamente que Lucas seguía ahí. Él no se imaginaba que iba a tardar tanto y se arrepintió cuando vio que tardaba pero por alguna razón esperó y le dijo además que la podía llevarla de vuelta porque el monasterio le quedaba camino a su casa. Esa tarde Chan estuvo particularmente abstraída, solo quería que la dejaran a solas con sus pensamientos.
Unos días después Chan apareció en la oficina en la que trabajaba Lucas. Le entregó un cd que contenía un curso básico de chino. Lucas quedó desconcertado. Tardó un poco en acordarse que le había comentado a Chan que una vez había querido estudiarlo. Además ahora veía ese proyecto como algo completamente ajeno pero trató de mostrarse agradecido. Chan aprovechó la ocasión para estudiar su escritorio, en particular una foto que tenía en un pequeño portarretratos. Solo logró ver un par de amplias sonrisas.
También comenzó a llevarle al mediodía comida de la que cocinaban para los monjes. Lucas dudaba un poco, pensaba si no estaría generando una deuda que no iba a ser capaz de pagar. Pero la comida estaba tan rica que no solo se devoraba las porciones, se tomaba también el termo entero con té verde que le traía. Chan le aclaraba que ella lo hacía desinteresadamente, como una buena acción ofrecida al universo.
Poco después Chan cumplió años y cuando le avisaron a Lucas que le estaban organizando un pequeño festejo no sintió ganas sólo la obligación de pasar un momento para retribuir de algún modo todas las atenciones que le había hecho ella. Buscó en su casa algo para llevarle y encontró una lata de galletitas danesas que le habían regalado para navidad. Se fijó que no estuvieran vencidas y aunque la lata tenía un Papá Noel le pareció que no estaba tan mal. Cuando se las entregó Chan le dijo: —En Taiwán, estas galletitas las regala el novio cuando va a la casa de la novia a pedir su mano. Lucas tragó saliva y las compañeras de Chan entraron con la torta cantando el feliz cumpleaños. Ella les pidió medio bruscamente que hicieran silencio y estuvo casi cinco minutos pensando los deseos antes de apagar la vela.
Chan se regaló a sí misma una visita a la especialista en vidas pasadas. Como suponía, no era la primera vez que se cruzaba con el alma que vivía en Lucas. Por intermedio de la mentalista descubrió que aproximadamente en el 1100, una época muy convulsionada, en medio de luchas y saqueos, ella estaba yendo con su nodriza y una doncella a la casa de la familia materna. Fueron atacadas y sus acompañantes fueron capturadas pero ella logró escapar gracias a la ayuda de un joven licenciado. Tuvieron que correr y ella se torció un tobillo entonces él tuvo que cargarla. Por esa razón cuando lograron refugiarse en una ermita debieron casarse porque así lo ordenaba la ley en esa época cuando un hombre entraba en contacto físico con una mujer. Se quedaron a vivir  bastante tiempo en ese templo y el monje que los casó les enseñó también medicina y cocina vegetariana.
Chan sólo se lo contó a su amiga Jésica a quien volvió a ver después de mucho tiempo. Luego de escuchar su relato, le dijo:
—¿Pero vos no tuviste ninguna vida tranquila, común y corriente?
—Si la tuve no la recuerdo, le contestó Chan.
—¿Y dónde estuvo tu alma entre esa vida y la del 1500?, le preguntó Jésica.
—Eso me gustaría saber a mí, respondió.

Pero Lucas no solo no parecía acordarse de nada sino que estaba cada vez más huidizo. Cuando lograba verlo Chan intentaba mirarlo fijo porque sabía que era el modo en que las almas que estuvieron juntas en otras vidas se reconocen. Él se inhibía y ella interpretaba ese gesto como una prueba confirmatoria. Un día Chan entró a la oficina cuando Lucas le estaba comentando a un compañero que por estar tanto tiempo frente a la computadora le dolía mucho la espalda. Ella se ofreció de inmediato a hacerle un masaje en la mano. A él le pareció muy descortés negarse y se la dio. Ella apretó con mucha fuerza en algunos puntos clave, él sintió un dolor insoportable.
Poco a poco Chan fue renunciando a la esperanza de que él finalmente la reconociera y se fueran juntos del monasterio. Hablaba de vez en cuando por teléfono con su madre y ésta la invitaba a que volviera. Estaba casi decidida a irse pero la abadesa se adelantó y le pidió que se fuera. Le dijo que era muy orgullosa y que se llevaba demasiado bien con el personal administrativo. “Mejor estudio los sutras en mi casa” pensó Chan.  Poco tiempo después el monasterio se incendió. A Chan, como a algunas de sus ahora ex compañeras, no la convenció la explicación de que había sido provocado por un desperfecto eléctrico. Sabían que el origen de las llamas era la ira desatada de la abadesa.

Chan volvió a la casa familiar y pronto consiguió trabajo en un colegio de la colectividad para darle clases de chino a los chicos. Le tocaron los de seis años. Comenzó con mucho entusiasmo. Las clases eran los sábados a la mañana y los viernes se iba a acostar temprano porque quería estar espléndida. Los niños le decían: —Seño, te reamo y —Sos mi mamá. Otros solo le abrazaban la cintura.  Chan pensaba: “Posiblemente las maestras de primer grado somos el primer gran amor de estas criaturas”. Algunos se quejaban, decían: —Seño ¿por qué hablás tanto? Y antes de irse a sus casas los chicos se agolpaban en el escritorio para que ella les pusiera el sellito de “premio” en la mano. Chan quedaba tan agotada que a veces se confundía y usaba el que decía “esfuérzate más”.
No se llevaba bien con las otras maestras. A sus compañeras les caía mal que insistiera con que sus alumnos estaban muy adelantados. Chan prefería no indagar qué tipo de relación había tenido con ellas en sus otras vidas. Con los padres de los niños tampoco se llevaba muy bien. A ellos le parecía demasiado exigente y para Chan no acompañaban como era debido el aprendizaje de sus hijos.
Los padres no estaban muy conformes con el trabajo de Chan y los preocupaba que siguiera soltera. Ella les había prohibido intervenir, les dijo: —Si me arreglan un casamiento van a tener que casarse ustedes. Pero la madre no perdía la oportunidad y cuando muy de vez en cuando su hija iba a la casa con algún amigo hablaba de unas tierras que la abuela le había dejado a Chan en Taiwán.   
Un sábado a la noche, luego de una larga siesta, Chan se despertó con un ánimo inmejorable. Pensó que hasta ahora se había encontrado con hombres con los que tuvo relaciones complicadas aquí y en sus otras vidas. Lo de Vietnam había sido demasiado trágico. Con el joven licenciado del siglo XII no había podido tener hijos. Posiblemente había enviudado y conocido luego a su verdadero amor con el que tuvieron en esa oportunidad poco tiempo para estar juntos. Pero se reencontraron en el 1500 y fueron felices aunque debieron esconderse por temor a su primo que la creía muerta. Se sintió optimista y tuvo la absoluta certeza de que pronto se volverían a ver en esta vida. Decidió entonces escribirle una carta:

Querida alma compañera, quien quiera que seas, hola. Cada uno de nosotros ha experimentado muchas cosas en sus vidas por separado desde la última vez que nos vimos, hace quinientos años. No te preocupes, fue necesario para nuestro crecimiento personal. Cuando nos reencontremos te contaré que recordé que ya habíamos vivido otra vida antes de la que pasamos juntos. Sigo aprendiendo de las enseñanzas del maestro Buda y te aseguro que he sido muy valiente durante todos estos años. Quisiera contarte todo lo que me pasó en estas vidas, pero dejaré que me cuentes primero. ¿Cómo vamos a saber que somos nosotros? Mirándonos a los ojos profundamente para recordar la manera en que nos mirábamos antes. Nuestros corazones latirán fuertemente y entonces lo sabremos ¿Hacemos así?

2.3.17

Zelarayán y el cuestionamiento del ser, por José Fraguas


La de Ricardo Zelarayán es una voz franca y vivificante en la literatura argentina. No hace falta ser un experto para reconocer cuando es su música la que está sonando. Y al mismo tiempo en ella se distinguen nítidamente las frases, los refranes, los giros que remiten a la creación oral, colectiva y anónima, “el lenguaje que se escucha a cada rato” y que constituye una cantera disponible e inagotable. Por eso su literatura, y en forma explícita las reflexiones que escribió alrededor de sus libros y las que ensayó en las entrevistas que le hicieron, brindan una suerte de definición ostensiva y sin rodeos del ahí de la poesía.

Zelarayán dice que escribe para tener donde agarrarse, para no perderse, para no disiparse que en un punto es decir que escribe para encontrarse, que existe si escribe. Pero en lo que escribe hay mucho de lo que dicen los otros. Y es lo primero que le viene a la cabeza cuando tiene que empezar a hablar: “No sé cómo empezar pero empiezo nomás. Hoy estaba almorzando en una pizzería y oí una conversación telefónica del cajero que estaba detrás del mostrador…”

De modo que la posibilidad de inventar y escribir mantiene una estrecha relación con el desarrollo de la facultad de registro. Se trata entonces de un inquietante devenir, el del poeta en pura oreja, grabador casi: “Un conocido escritor me decía, por ejemplo, que temía al grabador porque sentía que era un poco él. Es decir que el temor al grabador era un poco el temor de sí mismo.”

Zelarayán afirmará repetidas veces “no soy escritor”. Rechaza así la solemnidad del rol y las relaciones con un mundillo “para las que nunca estuvo preparado y además no tiene ropa ni ganas”. Porque para ser lo que convencionalmente se entiende por “escritor” habría que ajustar el ritmo de la producción a cierto estándar. Y éste le abre la puerta a lo planificado, lo útil y lo necesario, enemigo del deseo, motor legítimo de la escritura. Como dice rimbaudianamente uno de sus poemas:
“A veces hay que hacerse el otro,
o el oso…”  

Pero ese rechazo tiene que ver también con que Zelarayán,  como el filósofo argentino Luis Juan Guerrero, considera que la obra de arte se revela por su propio poder de mostración y apuesta al “ser operatorio” de las obras. Lata peinada es una novela imposible, se resiste a ser escrita. El título es más la expresión de un deseo que algo realizado. En “las inútiles reflexiones” que acompañan a la novela se dice que ésta es una lata que no se deja peinar, que es una balada o un canto que su autor no logra terminar de compaginar. Es una novela arisca, un conjunto de cabos que se escapan cuando se los quiere atar, un texto que se le va de las manos, que se le empaca como una mula. Libros como Roña criolla, en cambio, se escriben de súbito. Mientras otros caen por un borde y se pierden definitivamente. No así sus títulos que perduran alimentando para siempre la fantasía de sus huérfanos lectores: Apodos & apariciones, Una madrugada o Después del almuerzo es otra cosa.

Es la rebeldía y la libertad de los escritos zelarayianos. Su superficie es como la piel movediza del caballo que conocen bien tanto el pajarito que la surfea como el boyero que se sienta largas horas sobre ella. Textura sísmica, oscilante, en flujo y reflujo “mandada a hacer para espantar las moscas”. Para librarse del vínculo con la gauchesca que le endilgaron, Zelarayán aclara en una entrevista que a él no le interesan los caballos tal como aparecen en esa tradición literaria sino sólo su piel espantamoscas, imagen que lo acompaña desde niño.

¿Qué moscas espanta la escritura de Zelarayán? Lo demasiado consciente, lo literatoso, lo que chirríe de tan prolijamente escrito: “Palabras que no se escuchen, las mejores”. Por eso se entiende que las lecturas literarias no hayan ejercido una influencia determinante en su obra. Lo ha dicho muchas veces: la clave está en el oído, en una escucha de la oralidad cotidiana callejera que, sospechamos, tiene que ser bastante azarosa e involuntaria para que sea fecunda. No todas las frases serán la semilla de un poema.

Si cuando era estudiante de medicina Zelarayán se identificaba con los pacientes, cuando escribe son los otros quienes llevan la voz cantante y el carácter coral es principio constructivo de sus textos. Los que hacen y mueven el mundo zelarayiano son casi siempre “buscavidas, delincuentes, pobres”, figuras invisibilizadas o cosificadas como instrumento de distinción por la sensibilidad convencional de la clase media urbana porteña pegada a la ‘alta burguesía’.

La de nuestro autor tampoco es una mirada paternalista ni miserabilista, es la potencia del brío y la vivacidad de las voces de peluqueros, mozos y suboficiales la que se impone por sí misma. Según Zelarayán, los que se llaman a sí mismos poetas y se creen dueños de lo que nombran son como moscas que revolotean en torno de una canilla seca. Más sabio parece el decidido paso de las hormigas hacia lo dulce:

“Hasta se me hace que las hormigas
buscan la miel de la guitarra,
de la guitarra de Hermenegildo.”

Se paladean los nombres, apodos y alias de los personajes: Jeta ‘e Bagre, Don Natividad, la Alcirita. Mientras que el propio nombre se convierte casi en un obstáculo cuando de lo que se trata es ser vector o conducto de la literaturidad circulante y efectiva de la que sólo es dueña el habla colectiva. La despersonalización resulta entonces una prometedora invitación:

“me ofreció su pase libre para viajar por todo el país.
Total, me dijo, es un pase innominado,
cualquiera lo puede usar…
si se lo presto.
El pase sin nombre me deslumbró”


Esto se refleja también en otro plano cuando se entusiasma ante la propuesta de sólo aparecer en la lista de colaboradores de Literal y no firmar los textos de diversos géneros que publicaba la revista y participar además en la redacción entre todos de una novela colectiva.

Zelarayán es también un estudioso de los apodos a los que considera un género literario oral precioso. Los utiliza en sus novelas para dar nombre a los personajes y también teoriza sobre el género. El apodo es pariente de las coplas, los chistes y los cantitos de las manifestaciones. Es una creación de los sectores de menores ingresos y menos letrados. Y una de sus particularidades es no depender de la voluntad de su autor que existe aunque permanezca anónimo. Su eficacia depende de la aceptación de los otros, que se lo apropian y lo intervienen libremente. Los apodos, subraya Zelarayán, se graban como un tatuaje. Para el que lo recibe puede ser un regalo o una maldición. Pero aún en ese último caso el dueño del mote puede llegar a extrañarlo si por alguna razón los demás dejan de usarlo, como si lo abandonado fuera él mismo o algo que, mal que le pese, lo significa.

Zelarayán no descree de las particularidades que pueden compartir los habitantes de una región y sus textos abundan en gentilicios y en descripciones de modos de ser: “Estaban también dos morochos nuevos, muy sosegados, que sonreían siempre y decían lo justo. ¿Serían santiagueños?” . Pero frente a los usos empobrecedores y reificantes, utiliza los gentilicios para efectuar cruces tan insólitos como convincentes: “me acusan de ‘hacerme el Rulfo’, el gran escritor jujeño… ¡perdón!, mexicano”.

Zelarayán no está muy de acuerdo con lo que han señalado varios críticos acerca de la casi ausencia del yo poético en sus poemas y afirma que se puede ver bastante de su drama interno en poemas de amor como “Tal vez no importe tanto”, “Distancia” o en el que dice:

…y a veces un poco deslumbrados
nos vamos por ahí…tambaleantes.
Pero la cosa recomienza, y siempre volvemos
a ser lo que éramos.

Pero sin duda es la sonoridad, “el problema tímbrico”, el principio estructurante de su escritura más que la remisión a una subjetividad como núcleo. Lo decisivo es la cadencia poética que constituye, según sus palabras, una corriente que circula en el texto, un circuito al que no se le puede cambiar una palabra sin que se venga abajo, una tensión anclada en los sonidos de un idioma que casi inevitablemente se diluiría al llevarla a otro. También “el cholo Vallejo” se ha referido a esta dimensión que pone a los textos que tienen respiración poética al borde de la intraducibilidad. Para el autor de Trilce pueden trasladarse las ideas pero no “los grandes movimientos animales, los grandes números del alma, las oscuras nebulosas de la vida, que residen en un giro del lenguaje, en una tournure, en fin, en los imponderables del verbo
.”

Zelarayán fue asumiendo, a lo largo de su vida, diversos roles: aspirante a médico, corrector, redactor creativo, traductor, periodista, escritor para chicos, poeta. Reflejos de cada una de estas actividades pueden vislumbrase en la superficie de sus textos. Se reconoce la intención de darle lugar al azar y a lo inconsciente que convive con su inclinación a versionar, a mostrar la búsqueda misma y a cuestionar también de algún modo la hipóstasis de un texto definitivo e inmutable.

En sus escritos pueden encontrarse también los giros habituales que se utilizan para ganar la atención del interlocutor pero con un énfasis y un carácter contestatario de manifiesto: “¡Atención a los colados que pueden ser más importantes que los invitados!” . Es una apuesta por lo lúdico, lo gratuito, lo desinteresado y otros aspectos de la discursividad dejados de lado como sinsentidos desde un criterio racional y utilitario estrecho.

Expertos en quebrar las imposiciones de la necesidad, los niños ocupan un lugar clave en la poética zelarayiana: “A todos los chicos nos gusta caminar hacia atrás o con los ojos cerrados” De la propia infancia entrerriana del autor provienen imágenes vigorosas como la de la piel sísmica del caballo y escribirá además un libro “apto para todo público” en el que la voz cantante la tienen los objetos, un paraguas que se queja de vivir encerrado, por ejemplo.

Pero si bien Zelarayán afirmará que el fondo de la cosa está cerca del fondo de su casa de Paraná, no es el entrerriano el único paisaje que explora. Como dice el cubano Lezama Lima, cuando el hombre se vincula con el mundo exterior “precisa” un paisaje. El paisaje es la naturaleza puesta a la altura del hombre, una forma de dominio pero también de diálogo. Para el autor de Paradiso, el paisaje americano, la feracidad de su extensión, lo vuelven un espacio gnóstico, “que no es espacio mirado, sino el que busca los ojos del hombre como justificación”. Además, la potencia de ese espacio licua hasta la más poderosa pulsión mimética de lo europeo y “conversamos con él siquiera sea en el sueño”.

Zelarayán rechaza las operaciones aminorantes de la crítica: el “invento unitario” de la literatura regional, la reducción de todo escritor provinciano a un hombre de campo y la manía de ver en todo escritor argentino “un copión y un colonizado”. Y los paisajes que él explora, los del noroeste argentino sobre todo en donde el silencio se mide en leguas, no son un marco externo sino el espacio con la acústica adecuada para el sonido que busca su poesía.

“La Gran Salina” es el corazón blanco de esa geografía y de la poética zelarayiana:

“Habría que reemplazar la palabra misterio
(al menos por hoy, al menos por este
‘poema’)
por lo que yo siento cuando pienso en los
trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.”

Hay un eco macedoniano en este señalamiento del carácter intransferible de la sensación de inexplicable misterio “que siembra el tren” al atravesar la salada inmensidad. Como Zelarayán mismo lo ha señalado, más que su estilo es la filosofía de Macedonio Fernández y en particular su concepción del Ser y de la identidad personal las que han tenido un impacto perdurable en él. Se sabe que según la sugestiva teoría macedoniana todo lo que existe es el Ser o alma ayoica que no es sino el sentir actual mío pero en tanto “místico sentir de nadie”. Y esa marejada de sensaciones, sentimientos e imágenes en continuo, pleno y único flujo no fue causada ni depende de algo exterior u objetivo. En sintonía con esto, Zelarayán propondrá en las reflexiones paralelas a la elaboración de Lata peinada: “Sueño, pensamiento y acción, siempre juntos”.

Para nuestro autor la identidad es algo perdido y que se busca aún sin abandonar la sospecha de que quizás nunca existió. Como ante otras concepciones rígidas y aminorantes, frente a la cuestión de la identidad personal y colectiva, Zelarayán adquiere una actitud lúdicamente crítica. En un inédito libro de fragmentos en el que trabajaba a principios de 2000 anotó: “El ser: ‘Lo saludé y no era. A mí también a veces me saludan y no soy’”.



Tomado de: Zelarayán, compilado por Jorge Quiroga, Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2015.

3.10.14

Por razones obvias, por José Fraguas




Existen innumerables series documentales de la televisión estadounidense dedicadas a la investigación de crímenes reales. El nombre original de esos programas suele incluir la palabra “archivo”, “caso” o “expediente”, pero la traducción española del título de uno de ellos, Crímenes imperfectos, capta una de las cosas que más se le reprocha a los asesinos en estas series, el no haber sido lo suficientemente prolijos. ― ¿A quién se le ocurre utilizar las tarjetas de crédito de la víctima?, se pregunta un detective. No dejan tampoco de señalar aciertos: ― Si yo hubiera sido el asesino, también habría escondido el cuerpo allí, comenta un policía.

El relato de los casos comienza con una descripción del pueblo en el que ocurrió el crimen. Casi siempre son pequeños condados del interior de los Estados Unidos, de los que se dice que son lugares tranquilos y prósperos con un índice de criminalidad bajísimo. Para ilustrar esa armonía se muestran campos cultivados, personas haciendo compras o una bomba extractora de petróleo en movimiento. Pero la paz se verá de pronto perturbada con la aparición de un cuerpo que alguien descubre accidentalmente. ―Pensé que se trataba de un muñeco, dice una lugareña que halló los restos cuando paseaba su perro. La cosa puede comenzar también con un voraz incendio que luego se descubre fue provocado para borrar las huellas y en el que se encuentra a alguien carbonizado pero al que, como luego determinarán los peritos, habían asesinado antes de que comenzaran las llamas. Otras veces el relato comienza con la denuncia de una desaparición, alguien no llega nunca a una cita, no regresa a su casa o no va a trabajar y esa conducta llama especialmente la atención porque las víctimas suelen ser puntuales, hogareñas y responsables. 

De todos modos, si algo enseña el programa es que las cosas nunca son como parecen y la voz en off del narrador remarca el giro inesperado que siempre toman los acontecimientos gracias al trabajo de los expertos. En un barrio que parecía tranquilo vivían veinte individuos con antecedentes. En una familia que parecía feliz había infidelidad, adicciones y problemas financieros. Los pisos y las paredes de un cuarto que parecen limpias se encienden como un árbol de navidad cuando los rocían con luminol. El principal sospechoso que muchos describen como un tipo tranquilo no solo estuvo en la cárcel sino que durante su estadía solicitó por correo el libro Cómo cometer un crimen y no ser descubierto.

A veces deciden no mencionar los títulos de ese tipo de libros para no fomentar su lectura. Pero lo que nunca explican son las formas en que se puede matar sin dejar rastros. En esos casos, en los que se usaron exitosamente venenos imperceptibles, la voz del narrador del programa avisa que no revelarán esa información “por razones obvias”. En cambio, los más sofisticados procedimientos científicos para revelar huellas son expuestos orgullosa y detalladamente: el uso de polvos, la exposición a vapores y luces capaces de sacar a la superficie hasta el rastro más reticente. Para tomar y cuidar la evidencia, principio sagrado  de la criminalística, los especialistas llegan con un maletín lleno de lápices, brochas y tarritos. Parecen maquilladores pero su tarea es justamente la contraria. En el mismo lugar en el que apenas unas horas antes tuvo lugar la situación más dantesca, ellos, vestidos con impecables guardapolvos, se dedican con objetiva serenidad a resaltar las imperfecciones, a volver visible la más recóndita desprolijidad que puede terminar siendo la involuntaria firma del asesino.

Cada uno de los casos se presenta como el más raro y difícil, se dice que fue tan truculento que hasta los policías más expertos quedaron impresionados cuando llegaron a la escena del crimen. La cantidad de sangre, la posición del cuerpo pero también la indignación de comprobar que el asesino después de matar abrió la heladera para ver qué había de comer, como lo prueba el envoltorio arrugado  de un bocadito de pasta de maní que encontraron. Quedarse mirando mientras se zampa uno de esos dulces. No hay dudas que fue un asesinato a sangre fría, dice un investigador del caso.  De todos modos a ese papel arrugado lo recogen y lo guardan como si fuera la más delicada obra de arte, quizás contiene la única huella con la que van a contar. Las cosas más inmundas son buscadas como un tesoro y guardadas en prolijas cajas de archivo a veces durante mucho tiempo si el caso no se resuelve. Así, pelos, el cordón de una zapatilla, puchos, pañuelos usados, el contenido de la bolsa de la aspiradora junto a las fotos más tenebrosas que detallan cómo estaba todo cuando llegaron al lugar, pueden pasar años celosamente guardados en las estanterías de las dependencias de la policía.

En algunas ocasiones, además de cuidar estrictamente el sitio para que no se pierda ningún rastro que podría haber dejado el asesino, los investigadores tienen que consolar al familiar que encontró el cadáver. Lo abrazan y lo contienen y quizá a las pocas horas lo estén interrogando salvajemente. Todos saben que el 99% de las víctimas son asesinadas por familiares cercanos y amigos. Por eso el comportamiento de los allegados es observado con suma atención. Es conveniente que exhiban una pena visible y verosímil. Algunos no solo no se muestran compungidos sino que cometen la torpeza de llamar enseguida para cobrar el seguro o se quedan dormidos durante el velorio. Se describen con desaprobación comportamientos como el del flamante y joven marido de una mujer mayor, un enfermero que la había conocido apenas unos seis meses antes, que se puso a leer despreocupadamente el diario mientras acompañaba a su esposa agonizante en la ambulancia. También se averigua qué estuvieron haciendo antes de que ocurriera el crimen. Haberse bajado de internet la canción de Guns N’ Roses I used to love her complica la situación de un sospechoso acusado de matar a su mujer. El tema dice: “La amaba pero tuve que matarla. Tuve que ponerla a dos metros bajo tierra y todavía puedo oírla quejarse”.

La conducta de quienes ya se demostró que son culpables es aún más desfachatada, no muestran ningún remordimiento, se burlan de los familiares de las víctimas durante el juicio y cuando tienen que explicar por qué lo hicieron dicen disparates. Una mujer que envenenó progresivamente a su marido con anticongelante dijo que lo hizo porque le parecía divertido.

Cuando la policía comienza a investigar la vida privada de un sospechoso no siempre descubre que es el culpable pero es muy probable que encuentre alguna costumbre extravagante.  ―No es normal que a alguien se le dé por enterrar ropa femenina en su jardín, sobre todo cuando no es de su mujer, dice un investigador. O quizá encuentren un detalle pintoresco como ser el inventor del “peluquín de quita y pon” o coleccionar “lencería picarona”. También hay quienes se acusan de crímenes que no cometieron. A partir de la información que difunden los medios una mujer de Pensilvania logra con mucho esfuerzo convencer a los detectives que los responsables de un crimen sin resolver eran ella y su marido. Cuando encuentran al verdadero culpable ella explica que esa fue la forma que encontró para poder separarse de su esposo. ―La naturaleza humana es impredecible, reflexiona un experimentado detective refiriéndose al caso.

Para cobrar el seguro de vida pero también porque les parece que queda mejor ser viudos que divorciados, muchos maridos y esposas deciden deshacerse de sus cónyuges. Algunos se aprovechan de la férrea voluntad de sus maridos o esposas de considerarlos buenos. Una mujer se toma hasta la última gota del vaso de jugo de naranja cargado de arsénico que le lleva su esposo a la cama. Un hombre recibe de lo más confiado una puñalada en la espalda en lugar del masaje que le prometió su señora. ―Nadie quiere creer que está casado con un asesino porque si lo asume tiene que cuestionarse a sí mismo, opina una psicóloga forense. Pero las cosas no siempre salen según lo previsto y algunos implementan diferentes planes que fracasan una y otra vez.  Un hombre decidido a terminar con su esposa se pone a arreglar el techo con la intención de dejar caer un bloque de cemento cuando ella se acerque a alcanzarle una herramienta. La mujer logra esquivarlo. La invita luego a ir de caza con él y la estimula para que pasee por la zona de tiro. Ella no se despega de su lado. Él oculta después un ratón en la guantera del auto y cuando, según sus cálculos, su esposa está conduciendo en la autopista, la llama al celular para se fije si olvidó unos papeles importantes en ese compartimento. La mujer se asusta muchísimo pero no pierde el control del volante. Al final lo logran pero es probable que algún amigo o familiar recuerde la sospechosa mala racha que la víctima había tenido antes de perder la vida.


Los especialistas se muestran muy técnicos pero de vez en cuando hacen algún comentario doméstico. ―Decía que su mujer era sucia pero la camioneta de él estaba asquerosa, señala un detective irritado ante un sospechoso que quería atenuar el hecho de que su mujer había sido asesinada señalando sus defectos.  Y sobre la novia de un asesino que defendía a su pareja a toda costa, dice una mujer policía: ―Se notaba que estaba desesperada por dormir con alguien. Se muestran también muy subjetivos al describir las sensaciones que tienen al encontrar al culpable. Es para algunos el momento más feliz de sus vidas, sienten “mariposas en el estomago”.  Cuando llegan los resultados del análisis de ADN y confirman lo que ellos pensaban, chocan palmas, gritan y celebran. Pero al rato se acuerdan de la víctima y el ambiente se ensombrece.

Para ciertos casos, convocan a expertos en cuestiones muy específicas como en lectura de salpicado de sangre o en recuperación de cadáveres en pozos. Algunos son celebridades como el Doctor Tierra, geólogo de la Universidad de Dakota, que se dedica al análisis del barro pegado en los zapatos, o el especialista en envenenamiento por cianuro de Scotland Yard al que sólo se llama para un caso importantísimo. Es alto, delgado, usa un traje color cremita y una corbata rosa y da una respuesta concluyente. Pero no todos tienen tantos recursos y en algunos pueblos perdidos de Estados Unidos tienen que arreglarse con un programa gratuito de edición de imágenes que bajan de internet para hacer coincidir una calavera que encontraron con fotos de mujeres desaparecidas para ver si pertenece a alguna de ellas. A veces convocan a delincuentes a cambio de alguna rebaja en sus condenas. Uno de ellos sentencia:   −Sólo existen tres móviles: la codicia, la droga o el ego.

Las reflexiones finales están a cargo de los apesadumbrados familiares de las víctimas. Hablan de la importancia de “sacar de las calles” a individuos tan peligrosos. Y repiten que desean que el responsable sea castigado para que nadie tenga que pasar por lo que ellos pasaron. La terrible experiencia, en algunos casos, los vuelve del todo inocentes. −Dicen “quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra”, bueno, yo puedo tirarlas todas, afirma una madre. −Siempre estuve a favor de la pena de muerte pero ahora me parece poco, agrega. Y un marido que perdió a su esposa plantea: −Cuando paso con mi auto por la cárcel pienso que él está ahí, que quizá viva más que yo y que mi mujer ya no tiene la oportunidad ni de estar en prisión. Encima, pienso, él puede ver televisión con cable gratis y yo tengo que pagar el servicio. Se muestra sin embargo agradecido porque gracias a la ciencia se logró encontrar al culpable. Recobrando un poco el ánimo añade: −En mi próxima vida quiero ser científico forense.