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22.8.13

Notas sobre Flaubert, por Ariel Clerice







Hace ya varios meses, en la modesta librería de un centro comercial que imaginó otra fortuna, mientras compro El loro de Flaubert, un joven vendedor entabla animado conversación conmigo y reconoce su debilidad por Julian Barnes. Le pregunto si leyó a Flaubert; confiesa que no, la literatura realista no le gusta. Me propongo disuadirlo de su empeño. Realista, nada que ver. Le sugiero que no trabaje tanto. Gustave Flaubert era un romántico. ¿Lo digo sólo para convencerlo? Salgo del shopping, cruzo el parque Rivadavia, elijo un banco a la sombra, cae la tarde y abstraído del tiempo y de la gente, en alguna página del libro creo leer la expresión Flaubert verdugo del romanticismo. Entonces me asaltan inexplicables deseos de testearla. Semanas después, escucho hablar del seminario. Quisiera pensar un momento el romanticismo de Flaubert. Pero no tengo una hipótesis; no intentaré demostrar nada. Sin embargo, este enunciado general de Flaubert romántico tal vez permita deslizarse con alegre desenfado por distintas zonas de su producción. Y sin alejarnos demasiado de Madame Bovary, visitar esos primeros textos literarios con que el joven normando desahogaba su temperamento, para luego sí retomar ciertos ejes de lectura propuestos en clase sobre esta, la gran novela del siglo XIX.

Un lento doblar de campanas, resuenan los primeros estertores del romanticismo. Antes de Madame Bovary, la primera versión de San Antonio. Antes de la Tentación, Memorias de un loco (1838), Noviembre (1842) y La primera Educación sentimental (1843-45). Sin ánimo de publicar, aquellas dos primeras nouvelles serán borradores personales donde practicar, ensayar un estilo. Diecisiete y veintiún años. El estilo oratorio romántico (“suelto, poderoso, inspirado, de una singular aptitud para dramatizar y poetizar los acontecimientos más triviales de su vida” [1] ). Flaubert declama su “Yo” en dos Confesiones. Examen de conciencia, confesión permanente de “sí” ante “mí”. Werther. Los hijos de un siglo se confiesan. Goethe, Chateubriand. Antes Rousseau; la descripción que el manual Lagarde et Michard hace de sus Confesiones puede aplicarse en menor escala a las de Flaubert: “Lirismo orgulloso, desgarrador o dulcemente melancólico; narraciones poéticas y novelescas; relatos vivos y realistas; notas de viaje directas y pintorescas; escenas rústicas o mundanas y, sobre todo, riqueza y precisión en el análisis psicológico”[2]. Géneros del yo, géneros donde la subjetividad aparece en esplendor. El romanticismo hizo culto de ella. La autobiografía más o menos transpuesta ficcionalizará el mundo interior, la intimidad espiritual de individualidades expandidas. “Solamente voy a poner en el papel todo lo que me venga a la cabeza, mis ideas con mis recuerdos, mis expresiones, mis sueños, mis caprichos, todo lo que me pase por el pensamiento y por el alma; la risa y los llantos, lo blanco y lo negro, los sollozos nacidos del corazón, repetidos como la escala de los períodos sonoros, y las lágrimas disueltas en las metáforas románticas” [3]. Si unas memorias se escriben a lo largo y al final de una vida, estas páginas, al traicionar la fisonomía prometida llamándose Memorias de un loco, invocando el género mémoires, sirven de excusa para tanto en los capítulos I al IX y XVII al XX, cumplir con el programa recién citado y declarado por Flaubert al comienzo del texto. Y entonces, sin orden aparente, dejar correr sensaciones, fantasías, ensueños, decepciones, gustos, preguntas, visiones; las impresiones de su arrebatada melancolía. Y en medio de ellas, Madame Schlésinger, fantasma de su deseo, capturar el recuerdo de Elisa Foucault, a quien conoce en Trouville el verano de 1837. Revivir los menores detalles del acontecimiento. Cuatro años más tarde, en carta a Gourgaud-Dugazon, un antiguo maestro, promete enseñarle el guisote sentimental del cual le he hablado [4]. Noviembre. Moderado el calor de la vehemencia, el tono conserva, idéntica, la desilusión de sus Memorias. Comienza con una imborrable tristeza de otoño. “Cuando los árboles se quedan sin hojas, cuando el cielo conserva todavía en el crepúsculo el tinte rojo que dora la hierba marchita, es grato mirar cómo se apaga todo lo que hacía poco ardía aún en nosotros” [5]. De este modo continúa un monólogo más sólido, mejor armado que el anterior. Tres eventos significativos del texto: 1) El erotismo desbordado de María prefigura el de Emma, dos sensuales lectoras provincianas de Pablo y Virginia que darán el mal paso. 2) Anticipa ensoñaciones bovaristas: “¡Desdichada la espigadora que deja su labor y levanta la cabeza para ver pasar las berlinas por la carretera principal! Al volver a su trabajo, soñará con cachemiras y amores de príncipes, ya no encontrará espigas y regresará sin haber hecho su gavilla” [6]. 3) Promediando el final, cambia de “yo” para conjugar una tercera persona: “El manuscrito se interrumpe aquí; pero he conocido a su autor (...) El autor iba a entrar en el mundo…” [7]. Con la muerte del protagonista, la figura del editor-comentador implicado señala una distanciada toma de conciencia del autobiografismo romántico. Como de la banalización del Ideal por la burguesía post revolucionaria, en el rosario de tópicos desgranado por María, también cabe observar la objetivación de una mirada irónica comenzando un desapego, una limpieza que, con el paso de los años, irá convirtiéndose en sabotaje paródico del mal del siglo. Pero todavía no, todavía falta. Y el recuerdo de Elisa regresa siempre. La primera Educación sentimental. Novela de aprendizajes. El viejo “yo” queda desdoblado, reducido y recluido al intercambio epistolar entre Henry y Jules. Las conversaciones líricas entre Émilie y Henry anteceden a las de Emma y León, sólo que en vez de ridiculizarlas abiertamente, sugiere la artificialidad de tópicos que obturan la comunicación de los sentimientos sin perder la calidez que los gobierna según la proximidad biográfica del acontecimiento. “¿De qué sirve intentar expresar el sentimiento que nos anima a personas a quienes nada anima, querer transmitir un ápice de poesía que nos eleva el espíritu a espíritus negados a la poesía? Es una enfermedad de la que me voy curando día a día. [8]” Se mata lo que se ama, pero este no es el caso. Seco, agotado, el romanticismo agoniza; y Flaubert no será su “verdugo” porque los vincula otra relación. Llegamos a Madame Bovary. Parodia, repetición con diferencia crítica, sí, pero camp. “El camp es un estado de ánimo en el que se ridiculiza algo que se ama, y se lo ridiculiza para demostrar que con toda su probable carga negativa, será indestructible” [9]. ¿Qué decían las Notas de Susan Sontag? [10] El amor a lo off, a lo exagerado; el ser impropio de las cosas. El camp lo ve todo entre comillas y comprende el Ser-como-Representación-de-un-Papel. Sensibilidad de una seriedad fracasada, teatralización de la experiencia. Victoria del estilo sobre el contenido, de la ironía sobre la tragedia. Así, Emma vive entre comillas; exagera sentimientos, consciente o no, representa papeles; más allá de la desesperación, lo suyo es puro teatro. La tragedia de su dolorosa muerte pierde dramatismo ante la ironía de las escenas que rodean y sobreviven su infortunada partida. La degradación del discurso romántico no impide a Flaubert la celebración de un imaginario agonizante; tal vez la estimule. Largos párrafos incrustados recrean con el deleite de su cuidada poesía, todos, todos los lugares comunes del género que se llevarán puesta la inocencia de cualquier lector, tan desprevenido, tan inútil como Emma.     


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1 - THIBAUDET, Albert, Historia de la literatura francesa, p. 291. Losada, Buenos Aires, 1945.
2 - LOTTMAN Herbert, Gustave Flaubert, p. 57. TusQuets, Barcelona, 1989.
3 - FLAUBERT, Gustave, Memorias de un loco, p. 28. Felmar, La fontana literaria, Madrid, 1974.
4 - DUMESNIL, René, El gran amor de Flaubert, p. 66. Argos, Buenos Aires, 1947.
5 - FLAUBERT, Gustave, Noviembre, p. 9. Muchnik, Barcelona, 1986.
6 - Noviembre, p. 43.
7 - Noviembre, p. 142.
8 - FLAUBERT, Gustave, La primera Educación sentimental, p. 47. Alba, Barcelona, 2001.
9 - PUIG, Manuel, citado por AMÍCOLA, José en Camp y posvanguardia, p. 65. Paidós, Buenos Aires, 2000.
  Las negritas son mías.
10 - SONTAG, Susan, Contra la interpretación (Notas sobre lo camp). Alfaguara, Madrid, 1996.

1.1.13

Como un desliz tipográfico, por Adrián Cangi


(Sobre Mi ciudad perdida de Milita Molina)


Cada quien lleva sus casos. En este caso, el caso me lleva a mí.
A.C.

Preludio:

Digamos que si el autor publica sus aclaraciones, el lector tiene sus pedidos.

A pedido del autor:

El autor quiere que sepamos que su “corazón no conoce de tonos pasteles”; y también que ve “pasar las perlas de antaño” y que se especializa en comienzos “divinamente-vanos”; y también que baja los brazos y se pone a papar moscas pensando lo lindo que hubiera sido…; y también que ha alcanzado lo que siempre fue: “un haberlo y perdido: Como fe”. Y no hay disculpas que valga: en la literatura no se trata de “morondangas cultas” ni de traslados de aquí para allá sino de sentir con todos los dedos irremediablemente los traslados como contando el tiempo ahí.

A pedido del lector:

Mi ciudad perdida es un estado del alma y una modulación del cuerpo. Está habitada por espectros de tiempos vacíos y tiempos llenos, de tiempos vanidosos y comediantes y de tiempos embriagados de muerte. Decía: habitada por una mezcla en la que conviven la nostalgia por la literatura y la pasión por la trama con algunos amigos. De la ciudad perdida –salvo la languidez y la desesperación– no hay nada que saber: a quien se le revele será un condenado. Condenado sin vida para contarlo salvo por algunas notas que aspiran a pentagrama popular y un poco de amor que queda suelto. El autor cuanto más lejos se proyecta lo hace contra toda esperanza. Cuando trama: existe algo más bien que nada en las cosas posibles. Existe algo: cuatro o cinco trazos, no más. Cuatro o cinco contando el tiempo.

Decía que si el autor publica sus aclaraciones, el lector tiene sus pedidos.

Si escuchamos el ritmo: se busca retener un lector “por ese poco de amor que anda suelto”. “Uno, al menos y sin pretensión, necesito cada vez”, escribe Macedonio Fernández y cita Milita Molina. A quien se le ha ido la vida en la pasión anota como un aire perdurable “el débil resplandor que se retrasa un momento”. No tiene más afán que un desliz tipográfico y que retener un lector sin pretensión: uno, al menos, en el débil resplandor que se retrasa un momento.
Si leemos el sedimento: se busca retener un lector contando el tiempo. No cualquiera: sino ese que estuviera ahí para colaborar en la invención de algunos recuerdos. Un lector sin pretensión en parte: se busca, digamos como un lector ludens capaz de ceder al desliz lánguidamente para avanzar tremolando. Para avanzar “no como si el tiempo no pasara sino como si el tiempo” puliera todo a su paso cada vez más. Un lector capaz de decir para sí: la poesía no se escribe con ideas, y pongamos, Faulkner, sólo se escribe con palabras. El poema es sólo el destilado de los días iguales que guardan “ese poquito de amor que anda suelto”. Ese poquito no se dice, se escribe: “pila de basura, grito de niño, luz que se aleja”.

***
Sedimentos:

Tremolando digo, tremolando nomás…
Cuatro o cinco trazos.  Cuatro o cinco como grabados a fuego. Cuatro o cinco como una costra suspendida sobre el abismo. Cuatro o cinco fuegos como una nada de recuerdos. Cuatro o cinco jirones al borde de la catástrofe. Cuatro o cinco trazos contra “el necio de la ilusión”. Cuatro o cinco nada más.

Cézanne necesitaba hasta quinientas sesiones para pintar un retrato. Después de ciento quince sesiones resolvía en cuatro o cinco trazos como grabados a fuego. Después de ciento quince, con Ambroise Vollard estuvo dispuesto a reconocer que la delantera de su camisa estaba aceptable. Aceptable en cuatro o cinco trazos para ganarse el fogonazo del recuerdo. Como Kerouac tipeando The Town and The City al ritmo de Ted Williams bateando un promedio. Como Milita Molina tipeando Mi ciudad perdida en la que Jorge Abud –hermoso, astuto, veloz, turro, estafador– está resuelto en cinco trazos como embriagado de muerte. Jorge Abud para Milita Molina no es como Ambroise Vollard para Cézanne. Para Cézanne cada sesión estabiliza el trazo para llegar al carozo, para Molina cada sesión abre el arte del desliz que se apega al hueco. Se apega al hueco como Kerouac ritmando fuegos como un aire perdurable.

Tremolando digo…
Cuatro o cinco trazos contando el tiempo. Cuatro o cinco contando el tiempo contra el chiche y la alharaca. Cuatro o cinco como grabados a fuego. Cuatro o cinco como una costra suspendida sobre el abismo. Cuatro o cinco fuegos como una nada de recuerdos. Cuatro o cinco trazos que dejan seco el corazón. Seco, como de vidrio, sin chiche ni alharaca.

Aquí no se invoca al gran solemne de Goethe, como lo llamó Claudel. Aquí se invoca al propio Claudel, quien se deja llevar por las palabras. Donde Goethe pregunta: “¿acaso las naciones del mundo después de Eurípides han producido un dramaturgo digno de alcanzarle las pantuflas?”, Claudel se deja llevar por las palabras hasta el misterio del hueco que trabaja la pasión. Nunca creímos que la voluntad hace el milagro. Lo hace el hueco que trabaja. Molina se apega al hueco como Fitzgerald. Se apega al hueco, al hueco del dolor. Lo rodea e insiste hasta llevarse la astilla de su legado. Y escribe su joroba, de la astilla su joroba. Se apega al hueco y lo llama “su privilegio para jugar”. Su astilla milagrosa, casi sin matiz. Giro tras giro en Mi ciudad perdida: escribe su joroba, de la astilla su joroba. Aquel que dijo: “el arte es un tajo en la cultura”, era jorobado. Leopardi era jorobado como Molina “toca llagas”.

Tremolando digo…
Cuatro o cinco trazos aceptables que se apegan al hueco. Cuatro o cinco contando el tiempo. Cuatro o cinco como grabados a fuego. Cuatro o cinco como una costra suspendida sobre el abismo. Cuatro o cinco fuegos como una nada de recuerdos. Cuatro o cinco trazos: de la astilla su joroba.

Así ejecutan los dedos a trazos en la soledad de su paisaje contra toda esperanza. Digo: contra toda esperanza, porque hay que decirlo cada vez. Cada vez se proyecta más lejos sin esperanza. Qué soledad, ni qué decirlo.  Un amado de Molina, David Markson anota: “eso no es escribir, eso es tipear”. Para Kerouac, amigo de Markson: tipear es manejar el ritmo. Capote –citado por Molina– dice que “On the road no era una escritura sino un trabajo de mecanografía”. En estos modos de decir se juega la literatura: la celebridad de Capote y la santidad de Kerouac. Sólo los santos idiotas tipean cuando escriben o escriben cuando tipean.

Tremolando digo…
Cuatro o cinco trazos contra toda esperanza. Cuatro o cinco contando el tiempo como los santos que tipean cuando escriben. Cuatro o cinco como grabados a fuego. Cuatro o cinco como una costra suspendida sobre el abismo. Cuatro o cinco fuegos como una nada de recuerdos. Cuatro o cinco: de la astilla, su joroba.

Como una soledad inmensamente poblada de fogonazos Mi ciudad perdida hace de la escritura la ocupación central de una vida. Igual que Kerouac. Igual que Markson, amigo de Kerouac. Siempre contando el tiempo avanza Molina. Claro está: avanza es una forma de decir. ¿O es que de alguna extraña manera está pensando en una autobiografía? ¿O en un género no descriptible? Lo mismo da. Cierto es que no existe un cuadro bueno acerca de nada, como dijo Mark Rothko. Me gustaría decir: acerca de nada, nada bueno. Mejor: “cuadritos colgados en el tendedero de la memoria”, escribe Molina. Tal vez, pensando en una autobiografía o en un género no descriptible o en una morena del glaciar. Contando el tiempo: el sedimento lo es todo. Todo multiplicado y vuelto sobre sí para encontrar el carozo de tanta irrealidad. Como peñascos enormes, heterogéneos y angulosos, siempre contando el tiempo que da al abismo. Como Fitzgerald frente a su Crack Up. Como Kerouac frente a su Big Sur. Mi ciudad perdida: de la astilla, su joroba.

Lo que digo:
Cuatro o cinco trazos aceptables que se apegan al hueco. Cuatro o cinco contando el tiempo. Cuatro o cinco para que chirríe el recuerdo. Cuatro o cinco sin que nada pida redención.

“Respiremos un poco de Balzac”, escribe Molina. Y dice: “Mi retablo”, “Mi mezcolanza”. Retablo de comedia humana macerado en calor santafesino, mezcla de vida puerca solapada y de vida guasa de la edad dorada con los chicos de Paraná. Y se escucha el sigilo criollo del padre y se ve el teatro pedagógico de la madre. Dice: “Y como en las novelas (seguimos en La Comedia Humana…)”. Y es inevitable: escucho a Nicolás Rosa como la madre que nos criaba. Sí: como la madre que nos criaba. Y comprendo, al fin comprendo, que “si no fuera por el como”. Y zas, una lección de literatura: “si no fuera por el como, tal como (se puede alejar pero no evitar) el mundo casi está en la lengua: la misma cosa”. En el como se juega el eslabón de la cadena milagrosa. Por esa astilla pasa el recuerdo. Escribe Molina: “las chicas que nos criaban eran como madres” y “los hijos de las como familias”. Un retablo de comedia humana entre esperanza y desaliento. Entre la nona de Esperanza y el secreto pantano del Desaliento. No hay tal cosa como un significado literal: el mundo casi está en la lengua. Pero sólo: casi.

Lo que digo:
Cuatro o cinco trazos para una fidelidad. Cuatro o cinco para una sombría fidelidad por las cosas caídas.

Si escuchamos el ritmo y leemos el sedimento: todo se puede hacer salvo la historia de lo que uno hace, como escribe Godard citando a Péguy. “Ah, la historia: una sombría fidelidad por las cosas caídas”. Dijo Raymond Chandler: supongo que debe de haber dos clases de escritores: escritores que escriben historias y escritores que escriben escritura. Los que escriben escritura como Molina lo hacen por amor y nostalgia de las cosas caídas para ganarse el fogonazo donde chirría el recuerdo. Los que así escriben son artistas de la tristeza y la desilusión. Tristeza no sin una risa seca. Por hilarante que parezca: seca como de vidrio, como de vidrio el corazón. De tanto en tanto tararean el poema: “me lleva un día/ hacer/ la historia de un segundo/ me lleva/ un año/ hacer la historia de un minuto/ me lleva/ una vida/ hacer/ la historia de una hora/ me lleva una eternidad/ hacer/ la historia/ de un día/ todo se puede hacer/ salvo/ la historia/ de lo que uno hace”. No hay ahí ahí de la escritura. Sólo hay hueco. La escritura: su astilla milagrosa.

Lo que digo:
Sólo en cuatro o cinco trazos anota que se le ha ido la vida. Sólo en cuatro o cinco, por la trama de la pasión se le ha ido.

 Y siempre el cofrecillo de costurero como una reserva. Reserva de asombro para enfrentar el hueco que trabaja desde “antes de vos”. Lo insalvable ronda y hace su ronda sin cesar. Sólo: todo amor como gotitas que sangraban delicadamente de tus dedos. Sólo por amor poder decir: “lo insalvable que siempre protege la pasión”. Sí el retablo se llama Balzac, lo insalvable: Flaubert. Como Flaubert exiliado en la nada. Como hundido en la nada en la sospecha de la muerte de la palabra. Frente a su sólida nada: el ansia de pronunciar palabra. Como Leopardi, Flaubert vive sofocado para devolverle a las cosas aquella vida que habían perdido. Todo por amor, como gotitas que sangraban delicadamente. Y recordamos aquella pregunta fulminante: ¿y si la mujer dejara de visitar la tumba de su padre? Cómo evitarlo: si Ulises olvidó enterrar a Elpénor. Nos preguntamos: ¿una vida, fue? Diremos: casi perdura como cuatro o cinco trazos en el débil resplandor: como la nona desdentada de Esperanza, como el “mirá fijo, hija, mirá” del padre que silbaba bajito, como Ricardo Castro “que nació con el don de percepción del vacío del tiempo”, como Jorge Abud “un tipo embriagado de muerte”. “Y en el fondo del tazón”: Rodolfo Maiza de la Vega, el hermano. El autor: “en la observancia del humo en que la muerte nos toma la sopa”. Y en el vacío adentro del vacío: mitigando, tal vez, el recuerdo del vacío del día anterior y la expectativa del vacío del día que comienza, sólo queda la tarea del santo seguir.

Hagamos tiempo para que chirríe el recuerdo, “para arrimar más tiempo nada más”, dice Molina. Hagamos tiempo para la más perfecta de las desilusiones. Hagamos tiempo para que en el descenso se perciba la elegancia. Hagamos tiempo para que sea posible decir con Beckett: “al fin sin recuerdos”. Hagamos tiempo…

De ningún modo diremos: todo arte es completamente inútil. Sólo sirve, si lo hay, para purgar recuerdos hasta poder decir con el Maestro: “al fin sin recuerdos”. Vale decir: tramado sólo por el recuerdo, todo arte es completamente inútil. ¡Ah, feliz puñal! Certero estoque. Hueco que trabaja. Disolución contando el tiempo… Mi ciudad perdida.

14.2.11

Religión a destiempo, por Mariano Massone






y soy feliz, tanto
como hace tiempo lo era, destituido por norma.

Pier Paolo Pasolini, La religión de mi tiempo


Encuentro una nueva forma de divinidad en cada una de las obras que me interesan. No es por insistir, o quizás si. Pero quizás sea un deseo contenido dentro de mí que se expresa en todos mis escritos: se necesita una nueva forma de creer. Y el problema de la fe es hoy uno de los temas centrales aunque todos quieran mirar para otro lado.

En el documental Jesus Camp. Soldados de Dios se muestra una tarea de aleccionamiento por parte de unos evangelistas hacia unos niños que, vestidos como militares, danzan, gritan, lloran y bailan. Todo de una manera desastrosamente extática. Estos evangelistas relacionan directamente, sin ninguna mediación lógica, la idea de amor a Dios con la guerra de Irak y rechazan un libro por difundir la brujería, ese libro es Harry Potter. Locos hay en todos lados, pero parece que más en Estados Unidos. O quizás los locos norteamericanos tienen un andamiaje simbólico que los locos de nuestro país no tienen. Los de acá se quedan en una simple mueca de oposición a… sin que se les caiga una idea de la cabeza, aunque sea alocada (esto se puede ver en la oposición frígida que tuvieron como posicionamiento ciertos diputados frente al matrimonio gay).

Pero más allá de estos bordes de alocamiento de las religiones creo que es necesario creer en algo. Esas creencias tiñen nuestras opciones, también estéticas, y quizás yo pueda, algún día, trabajar tranquilamente, sin replantearme tanto de qué manera se construye ese mundo simbólico que cada uno puede vivenciar en su cuerpo y que, si tiene las armas suficientes, lo puede traducir en obras de arte.

Pasolini, quizás, puede ser la clave para dar una salida de lo religioso, tal como lo entiende el Vaticano. En el libro Divina Mímesis presenta el ascenso trunco hacia una mímesis con lo real, ya no como real sino como espacio divino. En ese ascenso se irá encontrando con diversos personajes. La rememoración del título a dos libros que trabajan el problema de la divinidad es demasiado obvia. Recordemos el capítulo “La cicatriz de Ulises” de Mímesis de Auerbach donde se contrapone, por un lado, el trabajo con el lenguaje en la épica griega, donde se produce un recorrido de superficie, es decir, la trama se desarrolla a partir de los objetos y los personajes y de su estar y transitar en el mundo (mucho más parecido a lo que, en la poesía argentina de los ochentas, se llamaba objetivismo pero con el dinamismo que esta poesía no tenía, siempre tan fiel al objeto fijo y estático) y, por otro lado, el trabajo con el lenguaje en la épica judía, donde se produce un recorrido en profundidad, donde ya no importa tanto el accionar de los personajes sino cuán hondo cala la palabra de Dios (como un cuchillo que produce un tajo en el cuerpo) en los hombres que son perseguidos por otros hombres. En este sentido, la Biblia tiene una conciencia de la multiplicidad y de la opacidad de la palabra que La Ilíada y La Odisea no tienen. En el siglo XIX, Gustave Flaubert le escribía a Louis Colet una de sus tantas cartas de amor:

"¡No, no soy un hombre antiguo! ¡Los hombres antiguos no tenían enfermedades nerviosas, como yo! Tampoco tú eres la griega, ni la latina; estás más allá: el romanticismo ha pasado por ahí. El cristianismo, aunque queramos negarlo, ha venido a engrandecer todo esto, pero estropeándolo, introduciendo el dolor. El corazón humano no se ensancha sino con una hoja que lo desgarre."
La idea del amor, ya no platónico, sino unido al dolor, según este autor, es causa del cristianismo (podríamos decir que también es causa del barroco, que vio en el momento de la comunión un acto de antropofagia: ahora nos comemos un dedito de Cristo o uno de sus intestinos… y que se renovará cuando Perlongher explique en uno de sus reportajes que se recopilaron en Papeles insumisos que el neobarroco es un tajo textual-sexual en el cuerpo).

Después de todas estas marcas históricas, ¿podemos ser tan ingenuos de pasar la hoja y decir “Dios ha muerto”, lobotomizarnos de esa manera? Es necesario creer sino nos suicidaríamos. La creencia tiene más que ver con un suelo desde donde orientar nuestra vida que con un paradigma bien establecido dictado por el Vaticano. Quizás, podríamos llamarle prejuicios, creencias, plano simbólico o como quiera llamárselo, da lo mismo. Eso es.

Para finalizar, quiero agregar que una sola persona, en una ficción, se dedicó a escribir ese mundo donde Dios realmente había muerto. Ese fue Héctor Libertella en El árbol de Saussure: Mundo utópico pero escalofriante, donde el presente se comía todos los tiempos y sólo quedaban sujetos sin historia, sonámbulos, que sólo se definen por un estar abajo o arriba de un árbol, el de Saussure.