¿Cuál es
el colmo de la miseria?
Ver tv, series.
¿Qué virtud valora más en las personas?
Que no militen por abstracciones, fantasmas.
¿Qué es lo que más le gusta hacer?
Perder el tiempo.
¿Dónde querría usted vivir?
En
Lambaré, donde vivo actualmente.
¿Cuál es
su ideal de la felicidad terrestre?
Que nadie me moleste.
¿Con qué
errores tiene la mayor indulgencia?
Con ese que
busca el reencuentro con la vida, pujando por obtener en cada intentona la
perla de los Gnósticos.
¿Cuáles
son los héroes de novela que prefiere?
Watt de Beckett, cualquiera de Los posesos de Dostoievski, Jorge Malabia de
Onetti, Dagoberto bizco, monópodo y folísofo de Murena. Tyaratyondyorondyondyo,
joven de extraordinaria
belleza que según un cuento herero fue asesinada por la envidia de las otras
jóvenes igualmente bellas, pero, como dicen los pastores,
Tyaratyondyorondyondyo sobresalía como el dedo del medio entre las demás. (Antología
negra, Cendrars).
¿Cuál es
su personaje favorito de ficción?
Ese Archibaldo de la Cruz noir de Obsession (Hidden room) de Edward Dmytryk,
1949, se trata de un marido cornudo que decide disolver al amante (su amigo) de
su bella e infiel esposa.
¿Cuáles son sus heroínas
favoritas de la vida real?
Las mujeres cheyennes –tiernas y amables madres y esposas en la vida
diaria- salen con cuchillos para mutilar los cuerpos de los enemigos muertos.
¿Su pintor
favorito?
Los trogloditas que pintaron los caballos de Chauvet
¿Su músico favorito?
Cualquier músico africano, el tecladista etíope Hailu Mergia, el antropólogo y
cantautor camerunés Francis Bebey o Traoré Amadou llamado Ballaké (Burkina
Faso).
¿Su cualidad preferida de los
hombres?
El
silencio.
¿Su
cualidad preferida de las mujeres?
“Una mujer con quien beber y morir”.
¿Su virtud preferida?
Virtud del
rey Arturo para ver el miligramo milagroso.
¿Cuál es su ocupación
preferida?
≪Que en la monótona e interminable
serie de vocablos carentes de sentido‚ en determinado punto‚ encuentre la
palabra mágica‚ aparentemente similar a todo el resto≫
¿Cuál es su idea de la
felicidad perfecta?
No salir nunca de la pobreza, venero de la fantasía.
¿Cuál es su miedo más grande?
Un planeta donde se prohíba tomar cerveza y coger con mujeres.
¿Cuál es el rasgo que más
deplora de usted mismo?
La curiosidad.
¿Cuál ha sido su mayor
atrevimiento en la vida?
Ninguno.
¿Cuál considera que es actualmente la
virtud más sobrevalorada?
La indignación digital.
¿Qué es lo que más le disgusta
de su apariencia?
Su virilidad hirsuta y heathcliffiana.
¿Cuáles son las palabras que más usa?
Nambré (no me vengas con eso)
¿Qué es de lo que más se arrepiente?
No
haber aprendido a andar en bici y nadar y manejar un coche.
¿Quién habría amado ser?
El viento en un bosque de b0ambú y tacuaras.
¿El rasgo
principal de su carácter?
La
inconstancia.
¿Su sueño
de felicidad?
Que el canto
de mis luchas cotidianas, no muera. Que sea cantado siempre y viva más tiempo
que todos los reyes y tiranos y héroes.
¿Cuál sería su mayor desgracia?
Haber nacido.
¿Su principal defecto?
El aburrimiento, todo termina aburriéndome.
¿Eso que querría ser?
Yo
a los 16 sin granitos en la cara.
¿El color
que prefiere?
El rosicler, el rosado del amanecer.
¿La flor
que más le gusta?
Las de los cactus.
¿El ave
que prefiere?
El chingolo lugonesiano o el colibrí (mainumby
o mainó) mbya guarani.
¿Sus héroes en la vida real?
Arecayá,
Guyraverá, lideres de las rebeliones indígenas de los siglos XVII.
¿Sus heroínas en la historia?
Fanni
Kaplan.
¿Sus nombres favoritos?
Agripina, Eleuterio, Anastasia.
¿Dónde y cuándo es feliz?
Cuando duermo y sueño.
¿Cuándo miente?
Todo el tiempo, ahora.
¿Cuál es su idea de la muerte?
Para los
vivos la muerte no existe; en cuanto a los muertos, no existen ellos.
¿Qué no perdonaría?
No dejarse
matar por las tres obras que veneras.
¿Cuál considera que ha sido su mayor
logro?
Jugar el juego de la vida hasta la última baraja o pieza, a pesar de su
manifiesta trampa y final cantado.
¿Para usted qué es un buen
insulto?
Anus Caín, la de Céline contra Sartre.
¿Cuál es su idea de la
fidelidad?
La del escritor a su escritura.
¿Qué cosas detesta por encima
de todo?
La obsesión
por los fantasmas en el hombre moderno.
¿Personajes históricos que más
desprecia?
Papa
Inocencio VIII, perseguidor de la magia popular.
¿El hecho militar que más
admira?
La
de Gral. Díaz en la batalla de Curupayty, la única victoria paraguaya de la
Guerra Guazu.
¿La
reforma que más admira?
Las leyes germanas que protegían a las mujeres: “El que corta la cabellera
de una jovencita, esta condenado a pagar sesenta y
dos monedas de oro; el ingenuo que ha apretado la mano o el dedo de una mujer
de condición libre, es punido con una enmienda de quince monedas de oro; de
treinta, si le ha apretado el antebrazo, y de cuarenta y cinco si le ha tocado
el seno (si mamillam strinxerit)”.
¿El don de la naturaleza que
quisiera tener?
El
del chamán, todo lo que toca es más bello, sano, grande y fabuloso.
¿Cómo le gustaría morir?
Cogiendo
se dice en Paraguay, tatuári.
¿Estado presente de su
espíritu?
Zen,
Tao.
¿Cuál es su frase preferida?
Macht kaputt,
fue euch kaputt macht! (Destruye eso que intenta destruirte). ¡Que es, por cierto, el estado
actual de mi WhatsApp!
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25.11.21
Cuestionario Proust a Cristino Bogado
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16.1.14
La música de los libros, por Bettina Bonifatti
Capítulo: Defecto peculiar del periodismo según Chesterton
Escribir sin
letras con el texto al lado es muy extraño. Es una suspensión temporal de la
letra. Alguien se habrá sentido raro alguna vez tallando signos sobre una tabla
de arcilla. Me siento prehistórica.
Mientras extraigo las letras pienso: deberían
existir letras que se escriban en voz baja, no solo que se lean en voz baja.
Mis pensamientos irrumpen como animales; pasan y se van o llego a enlazarlos en
mi cabeza. La gente habla del cuerpo y la cabeza. Yo cuando digo cuerpo incluyo
la cabeza.
Me gusta
inventar. La hechura de las palabras, el tiempo, la constancia, el paulatino avance, la
búsqueda, el hallazgo, la continuidad. Solo con viajes pude suplir un poco en
mi vida la curiosidad observadora. Pero para anotar frases. La observación de
los datos de la realidad no es mi fuerte. Pueden llevarse un mueble grande de
mi casa y no darme cuenta por dos semanas. La palabra me gana igual; la palabra
me gana siempre, desde que aprendí a dibujar la letra f —no sé por qué—; y de
todas estas idas y vueltas, es al final la letra la que intento suspender, como
un ejercicio matemático, para delinear un modo que extraiga la voz de los
libros, sin palabras. Extraer la puntuación se mantuvo. Empecé a buscar si la
idea ya existía, ¡con miedo a los muertos plagiarios!, los que ya han pensado
lo que uno piensa por primera vez. Tengo un amigo que cada vez que piensa algo
Sebreli lo dice por televisión. Del mismo modo temí encontrarla ya formulada.
Busqué; y al no hallar vestigios me decidí a escribir casi apurada, antes de
encontrar que otro ya lo haya hecho. Después de todo, si ya existe no es algo
malo, debe tener otro rostro, nacido de otra manera y yo precisaré la mía.
Las ideas
también se introducen cuando uno lee (eso se sabe), y una idea entró imprecisa
primero en una lectura inolvidable de G. K. Chesterton: se trata de un defecto
peculiar del periodismo. Dice que la innovación moderna que sustituyó con el
periodismo a la historia ha logrado que todos podamos oír únicamente el final
de cada historia. Que lo tratan todo como cosa reciente. Dice: Nos enteramos de que alguien cayó muerto y
esa es la primera indicación que tenemos de que haya nacido. Oímos hablar de la
disolución de los monasterios y no sabemos casi nada de su creación. Que lo
mismo hace con las ideas. Por estas páginas me dije: si tengo que escribir
sobre esta idea, no puedo cometer el error del periodismo; saltear la
curiosidad que desvela, los reflejos de los pensamientos y atreverme a precisar
cómo surgió, de qué divisiones; porque a veces el pensamiento en sus estratos
funciona igual que la Tierra. Uno no ve los desplazamientos que terminan
hundiendo un milímetro imperceptible o el despertar de un volcán. Yo siempre
asocié los volcanes a la lectura, y me decía: bajar a los volcanes a leer, como
si leer fuese un acto subterráneo o geológico. Pensar también tiene algo de la
tectónica de placas, o el mar de limitaciones que tiene la libertad de pensar y
anotar lo que uno quiera. El alto precio de decir lo que a uno se le antoja
puede terminar mal; entonces uno se atiene a reglas rigurosas. Como un cerebro
aparte con antena que detecta y rechaza, en medio de la enorme libertad de
decir.
Las partituras
surgieron. Ya estaban sobre la mesa y eran cada vez más. No pondré la cola por
delante, sólo presentar la idea y rastrear destellos, dado que con los hilos
del pensamiento nunca me llevé bien, porque: ¿Por dónde vino el hilo? Como los ciegos vamos tocando el hilo, pero el
pensamiento, como la luz, si bien se propaga en línea recta, se refracta. Cómo
se llega de un lugar a otro del pensamiento no es ya un problema de espacio.
¿Será un problema de luz? No le puedo preguntar a Rembrandt, su conquistador,
que con la luz mostró lo nunca visto del espacio. La
naturaleza de uno, de eso se habla, de la naturaleza de uno. La mía es no
perderme cuando me voy por las ramas. Si escribo, a veces me orienta la
geometría, desde que un pintor me dijo el concepto de Cézanne (que todo en el
mundo eran esferas, cilindros y conos). Me hizo dibujar un círculo, un
rectángulo y un triángulo, luego darles volumen y así los vi. A partir de ese
día vi los cilindros de las venas, de las latas de bebida, de los árboles, o
los conos de las narices, las esferas de los ojos. En una época estudié
escultura y vi otra vez: dos cilindros, dos esferas y otro cilindro grande y la
base del torso ya estaba estructurada. También veo geometría al escribir,
porque en el lenguaje la hay como en la pintura; y me digo: ¿por qué la
consideran fría? La geometría es algo caliente. Un día intenté definirla cuando
pintaba: los que consideran fría a la geometría o
creen que es reproducir figuras geométricas no ven nada. Geometría es desde un
dedo hasta un hueco pasando por el planeta Venus y regresando por la oscuridad
hasta la vida.
Los pintores también son veloces.
Parece que pintan deliberadamente pero no es así. Una vez reprodujeron en
cámara lenta una escena filmada de Matisse pintando ¡la técnica para investigar
el arte! y fue notable ver el cálculo y el pensamiento en cada pincelada. Al
reproducirlo a la velocidad normal daba la impresión de que ni sabía lo que
hacía. Es la velocidad de una razón que se maneja en otro tiempo y no en el que
conocemos. El tiempo del ojo no está en el ojo, claro: ¿está en el cerebro, en
la mano, en el trayecto, en el conjunto? Lo sabrán los científicos: los
artistas lo viven. La pintura tiene esa velocidad también, parecida a la música
y a ver todo a la vez, lo simultáneo. Por esto mismo es que vi que había algo
de lentitud imperante en las letras.
(…)
Siempre prosa.
Elegí a Mansilla porque lo amo y a Sarmiento porque lo admiro. Anoté en mi
diario: Mientras escribo las partituras (así las nombro por ahora), siento un
enorme esfuerzo mental al transcribir, aunque sepa hacerlo ya de manera que se
podría decir mecánica, lo que voy extrayendo no sé qué es. No es la palabra, y
recuerdo una frase: La letra que nos cubre nos descubre.
Extraer es una
operación asombrosa, con la sensación de algo absolutamente nuevo, un surco que
marcara mi cerebro, una línea que por la mente se abriera paso, no exactamente
como una herida sino abrir una superficie nunca trazada, huella que llega a
doler en la cabeza y da posterior y gran cansancio. Contrariamente a esta
sensación de maniobra, es posible ir escribiendo los signos de puntuación y el
código de sílabas con su acentuación.
Todavía no
vislumbro los distintos usos que podría tener. Me gustaría que otros lectores
apasionados se lo apropiaran para usarlo con felicidad y no lo considero un
sistema para que sesudos intelectuales (como han hecho con otras obras)
quisieran hacer un estudio que espante a los lectores. Porque hay libros que la
gente no lee por desmedido respeto, o por ser famosos. Tanto miedo se ha metido
con obras que pareciera que si uno lee después tiene que hacer comentarios, ser
evaluado a ver si entendió, o distintas maneras de la crítica. No es así. Hay
que hacerse amigo, agarrar La divina
comedia y que no te importe lo que piense el vecino.
(…)
Concluyo que la lentitud es la que ha hecho inadvertida la música de los
libros. Los lectores asiduos la escuchan, la sienten y la conocen. El sonido de
los libros es negativo, pero se oye cuando el tiempo de la lectura sobrepasa
cierto límite. Así como uno necesita entrenamiento y concentración para
cualquier actividad, deportiva o artística; y así como las horas de ver hacen
al ojo que ve cuadros, la música de los libros suena en los oídos en los que
todo el cuerpo se convierte cuando leer es parte importante de nuestra vida. Y,
como en todas las cosas, prima la subjetividad. Hay personas que tienen oído
para los libros —y no depende de la cantidad de textos que hayan leído— y otros
que escuchan a cada autor y le conocen la voz con ese sentido sin nombre,
audible pero no sonoro, que percibe la lectura.
Defensa de lectura. Leo y subrayo, leo y vivo, y si como dice Papini todo libro es en cierto modo un enemigo, un
invasor, que quiere sustituir otros pensamientos a los tuyos, me gusta cómo
describe su defensa: propone leer a mano
armada. Cuántas veces, armarse con un lápiz de color y leer en la cama y herir los márgenes con trazos largos,
violentos, con despiadados puntos de exclamación, con insidiosos interrogantes,
con flechas de franca desaprobación. No todos los libros, claro está, merecen
este trato guerrillero.
Mis armas suelen anotar en la última página palabras clave y número de
página, como un mapa para volver. Y en esa música está uno cuando subraya,
marca, se defiende o recibe. ¿Qué es leer? Movimiento lento, ojos necesarios
para la voz.
En estos días encontré un texto de H. A. Murena titulado Lecturas que sí da respuesta a mi
pregunta: ¿Qué es leer? Comienza diciendo —lo cito de memoria— que el oído es
el sentido primordial y la última facultad que el agonizante pierde. Afirma que
lo creado tiene raíz de música. Y por fin aclara: Leer es experiencia muy
distinta, la palabra aparece arrancada del medio sonoro. Leer. Operación
previa: desencarnarse. Dice que abrir un libro es abrir la puerta de la
soberbia. En la escritura podemos sentirnos soberanos. Luego se refiere al
riesgo que ello implica.
Lo no oído o inaudible al borrarse también se hace voz. Acaso la música
tenga origen en pérdidas de lo nunca escuchado.
(…)
Y si nunca se puede extraer la música de los libros
(acaso sea tarea imposible), tal vez mejor. Pero que sepan que se oye. Entonces
el oído podrá pensarse más seriamente en sus dimensiones sin sonido. El oído de
la lectura no es un tema común. Si las personas pudiesen sentir la música de
los libros, aunque no lean conocerían nuestro sentido del oído ancestral,
prehistórico de silencios que no conocimos. Un silencio prestado por los
animales. Porque la escritura está conectada con un silencio prehistórico;
donde antes de hablar, los seres humanos leían el mundo con los ojos. Leían en
silencio a veces todo. De ese salto entre el silencio y la voz, está hecha la
escritura. Como un raspar en piedras. Pero con la voz, la vorágine del ritmo y
del oír. Todos quieren hablar. Todos hablamos de más. Pero: ir al silencio y
bajar, descender como quien baja a un sótano o túnel subterráneo (bajar decía
yo, —no por nada— a los volcanes a leer). Leer es para mí descender. ¿A dónde?
Una vez lo comparé con el museo. Y ahora desperté con esta idea. Prendí mi
lámpara de piedras y lo pensé. Ese silencio (cero) y luego el descenso, tiene
el efecto de transportarnos al tiempo en que no había lenguaje, y los ojos de
los homínidos leían el mundo. Luego, ya no lo sabemos. Qué ruidos, qué músicas,
qué sílabas latieron guturales como corazones. Pero antes sí, hubo lectura
silenciosa, esa que se sabe que será inexpresable y que uno va a perder si lo
quiere decir.
Leer es descender, usar los ojos. Leer es estar,
como cuando se regresa un pez que ya moría asfixiado y revive; es volver de
alguna manera al punto animal anterior al lenguaje en la actitud, no en la
acción. En la disposición. ¿Por qué pienso esto? Porque imagino que como yo leo
una página (en ese silencio pacífico o violento), de ese modo y con ese silencio
sintió y supo el hombre antes de poder expresarse. Es lo más antiguo —el
silencio separando lo nuevo— el lenguaje. Pero el silencio tiene el peso de su
tiempo, es como usar un silencio prestado, sabiendo que uno debe devolverlo y
volver al mundo presente y parlante. Leer no es parlante. Lo absurdo salva,
dijo Pessoa. Véase a los escritores con sus gatos silenciosos como lectores y
no parlantes como perros domesticados. Leer es salvaje.
Pensar el silencio como lo inexpresado que es más
que lo expresado.
Cuando leo, siento que lo hago con el silencio
prestado por los animales que no pueden hablar y cuando escribo lo hago con el
júbilo de haber podido hacerlo.
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8.1.13
Conversación con Elvira Orphée
(Maximiliano
von Thüngen)
Elvira
Orphée nació en 1922 en San Miguel de Tucumán y a los quince años se
trasladó a Buenos Aires. Estuvo casada con el pintor Miguel Ocampo, padre de
sus tres hijas, con quien vivió en Italia a fines de los años cincuenta. Allí
hizo amistad con escritores y cineastas como Italo Calvino, Federico Fellini,
Elsa Morante y Alberto Moravia. Más tarde trabajó en París como consejera de literatura latinoamericana para la
editorial Gallimard. Publicó las novelas Dos
veranos (1956), Uno (1961), Aire tan dulce (1966), En el fondo (1969), Su demonio preferido (1973), La
última conquista del ángel (1976), La
muerte y los desencuentros (1989), y los libros de cuentos Las viejas fantasiosas (1981) y Ciego del cielo (1991). Con la
publicación de Aire tan dulce, en el
2009, la editorial “Bajo la luna” lanzó la redición de sus obras. En abril de
2012 fue declarada Ciudadana Ilustre de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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Las palabras brotan expresivas, apasionadas. A cada frase la sucede un intenso silencio interrumpido, de pronto, por un chispazo: “Estoy habitada por el misterio”. Frases lejanas, paisajes interiores que a veces no comprendo, pero que transmiten emoción y verdad. Sentencias breves, a veces lapidarias: “¿Mercedes Sosa? No la conozco… ah sí, la cantante.” Su mirada se fija en las flores que acabo de regalarle: “¡Son lindísimas, las reinas de las plantas!”. La observo. En su mirada, despierta, descubro que una vida no se mide por su duración, sino por su intensidad. Reconozco en esos ojos a la escritora
apasionada que leí.
Maximiliano von Thüngen: Usted se fue de Tucumán a los quince años, y sin embargo su tierra natal siempre aparece en sus libros….
Elvira Orphée: Es que la infancia aparece hasta la muerte…
MvT: Quería preguntarle por algo ambiguo que muestra Aire tan dulce: de un lado está el paisaje, esa dimensión que usted describe tan poéticamente, pero por otro lado aparece un aire denso, una sociedad asfixiante…
EO: Lo que a mí me encantaba de Tucumán era septiembre, porque los árboles de las calles eran naranjos, y en septiembre florecían los azahares. Entonces ese perfume… el perfume de los azahares, eso sí me quedó para siempre. Era lo más maravilloso de Tucumán.
MvT: ¿Era sensible a la naturaleza?
EO: No sé, creo que no. Sin embargo, aún tengo en la sangre el paisaje de montañas coloradas de La Rioja. Probablemente no me llamaba la atención lo que veía en las ciudades. Pero ese paisaje de montañas rojas… Me encantaba que no fueran iguales a todas las montañas. Estuve ahí a los quince años, en un sitio llamado Patquía.
MvT: ¿Y la sociedad tucumana?
EO: Ah no, era una infamia la sociedad. La apariencia era su única preocupación. Nunca hubieran entendido que alguien quisiera ser un gran pianista, un gran escritor o un gran pintor. Les encantaba calumniar; la mentira le daba relieve a sus vidas planas… Entendían lo que estaba a su alcance, y su alcance era muy corto. Hablo de la clase alta, como mis compañeras de colegio, muchas pertenecientes a familias propietarias de ingenios. La única rescatable era Leda Valladares, pero ella no era de la oligarquía. Fuimos compañeras y amigas, dos conspiradoras en el colegio de monjas. Yo tenía como diez años cuando mi madre, que era una persona catoliquísima y rectísima, casi una monja, me falsificó los papeles para que tuviera catorce años y pudiera entrar al secundario. A los diez yo tenía una mentalidad de catorce.
MvT: Era más madura que los demás chicos…
EO: No sé si más madura, probablemente era mucho más inmadura, pero era inteligente… Yo era rebelde, me portaba mal. Buscaba la aventura porque en Tucumán, si no se vivía de aventura, ¡de qué se vivía! Mi madre me decía la aventurera.
MvT: Hábleme de sus padres.
EO: Mi padre era muy pagado de sí mismo, pienso que porque era francés. Ya en ese entonces me di cuenta de que él decía una cosa y miraba a su alrededor para ver qué efecto causaba. A los quince años dejé de verlo. Me dijo que se iba a casar de nuevo y que me buscara dónde vivir. Mi madre había muerto hacía no tanto tiempo, quizás un
año o dos.
MvT: ¿Cómo era su madre?
EO: (Suspirando) Aahh… tan católica… pesadamente católica, y él, ateo.
MvT: ¿En qué se le notaba el catolicismo?
EO: En las idas a la iglesia, en ponerme en un colegio de monjas y negarse a mandarme a la escuela normal. Y me tenía cortita: los domingos me iba a despertar para ir a la misa de las ocho… ¡por qué no me dejaba dormir!
MvT: ¿Pero no le transmitieron nada? ¿De dónde sale esa sensibilidad que muestra usted en su literatura?
EO: No sé, mis padres no me transmitieron mucho. Mi padre era un creído. Se lo hacían creer las mujeres, porque era buen mozo, un francés rubión, y además tenía universidad, cosa que mi madre no tenía, porque la universidad en el Tucumán de ese momento no era para mujeres… era “cultivadora de pecados” y las chicas de universidad tenían un mal nombre.
MvT: O sea que sus padres no tenían ninguna sensibilidad artística…
EO: No, ninguna. Mi padre lo que era de alma era cazador, un gran cazador de bichos. Mi casa estaba llena de bichos embalsamados.
Mvt: ¿Cómo era su casa?
EO: Vivía trepada a los techos. Esa era mi forma de estar en casa. El aire, la nada, los dioses… arriba encontraba algo que no era lo que estaba abajo. Pero mi casa no tenía ningún atractivo: no tenía patios, no tenía misterio, no tenía nada. En cambio la casa de mi abuela –que vivía a la vuelta– sí tenía patios con tierra y árboles frutales. Había un primer patio, de mosaicos, al que daban los cuartos principales; un segundo patio donde estaba la cocina, la pileta y una parra que protegía del sol; un tercer patio que era donde estaban los perros de caza de mi padre, y en el último patio había árboles frutales. Era larguísima la casa de mi abuela y mucho más encantadora que mi casa que no tenía patios de tierra.
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Las palabras brotan expresivas, apasionadas. A cada frase la sucede un intenso silencio interrumpido, de pronto, por un chispazo: “Estoy habitada por el misterio”. Frases lejanas, paisajes interiores que a veces no comprendo, pero que transmiten emoción y verdad. Sentencias breves, a veces lapidarias: “¿Mercedes Sosa? No la conozco… ah sí, la cantante.” Su mirada se fija en las flores que acabo de regalarle: “¡Son lindísimas, las reinas de las plantas!”. La observo. En su mirada, despierta, descubro que una vida no se mide por su duración, sino por su intensidad. Reconozco en esos ojos a la escritora
apasionada que leí.
Maximiliano von Thüngen: Usted se fue de Tucumán a los quince años, y sin embargo su tierra natal siempre aparece en sus libros….
Elvira Orphée: Es que la infancia aparece hasta la muerte…
MvT: Quería preguntarle por algo ambiguo que muestra Aire tan dulce: de un lado está el paisaje, esa dimensión que usted describe tan poéticamente, pero por otro lado aparece un aire denso, una sociedad asfixiante…
EO: Lo que a mí me encantaba de Tucumán era septiembre, porque los árboles de las calles eran naranjos, y en septiembre florecían los azahares. Entonces ese perfume… el perfume de los azahares, eso sí me quedó para siempre. Era lo más maravilloso de Tucumán.
MvT: ¿Era sensible a la naturaleza?
EO: No sé, creo que no. Sin embargo, aún tengo en la sangre el paisaje de montañas coloradas de La Rioja. Probablemente no me llamaba la atención lo que veía en las ciudades. Pero ese paisaje de montañas rojas… Me encantaba que no fueran iguales a todas las montañas. Estuve ahí a los quince años, en un sitio llamado Patquía.
MvT: ¿Y la sociedad tucumana?
EO: Ah no, era una infamia la sociedad. La apariencia era su única preocupación. Nunca hubieran entendido que alguien quisiera ser un gran pianista, un gran escritor o un gran pintor. Les encantaba calumniar; la mentira le daba relieve a sus vidas planas… Entendían lo que estaba a su alcance, y su alcance era muy corto. Hablo de la clase alta, como mis compañeras de colegio, muchas pertenecientes a familias propietarias de ingenios. La única rescatable era Leda Valladares, pero ella no era de la oligarquía. Fuimos compañeras y amigas, dos conspiradoras en el colegio de monjas. Yo tenía como diez años cuando mi madre, que era una persona catoliquísima y rectísima, casi una monja, me falsificó los papeles para que tuviera catorce años y pudiera entrar al secundario. A los diez yo tenía una mentalidad de catorce.
MvT: Era más madura que los demás chicos…
EO: No sé si más madura, probablemente era mucho más inmadura, pero era inteligente… Yo era rebelde, me portaba mal. Buscaba la aventura porque en Tucumán, si no se vivía de aventura, ¡de qué se vivía! Mi madre me decía la aventurera.
MvT: Hábleme de sus padres.
EO: Mi padre era muy pagado de sí mismo, pienso que porque era francés. Ya en ese entonces me di cuenta de que él decía una cosa y miraba a su alrededor para ver qué efecto causaba. A los quince años dejé de verlo. Me dijo que se iba a casar de nuevo y que me buscara dónde vivir. Mi madre había muerto hacía no tanto tiempo, quizás un
año o dos.
MvT: ¿Cómo era su madre?
EO: (Suspirando) Aahh… tan católica… pesadamente católica, y él, ateo.
MvT: ¿En qué se le notaba el catolicismo?
EO: En las idas a la iglesia, en ponerme en un colegio de monjas y negarse a mandarme a la escuela normal. Y me tenía cortita: los domingos me iba a despertar para ir a la misa de las ocho… ¡por qué no me dejaba dormir!
MvT: ¿Pero no le transmitieron nada? ¿De dónde sale esa sensibilidad que muestra usted en su literatura?
EO: No sé, mis padres no me transmitieron mucho. Mi padre era un creído. Se lo hacían creer las mujeres, porque era buen mozo, un francés rubión, y además tenía universidad, cosa que mi madre no tenía, porque la universidad en el Tucumán de ese momento no era para mujeres… era “cultivadora de pecados” y las chicas de universidad tenían un mal nombre.
MvT: O sea que sus padres no tenían ninguna sensibilidad artística…
EO: No, ninguna. Mi padre lo que era de alma era cazador, un gran cazador de bichos. Mi casa estaba llena de bichos embalsamados.
Mvt: ¿Cómo era su casa?
EO: Vivía trepada a los techos. Esa era mi forma de estar en casa. El aire, la nada, los dioses… arriba encontraba algo que no era lo que estaba abajo. Pero mi casa no tenía ningún atractivo: no tenía patios, no tenía misterio, no tenía nada. En cambio la casa de mi abuela –que vivía a la vuelta– sí tenía patios con tierra y árboles frutales. Había un primer patio, de mosaicos, al que daban los cuartos principales; un segundo patio donde estaba la cocina, la pileta y una parra que protegía del sol; un tercer patio que era donde estaban los perros de caza de mi padre, y en el último patio había árboles frutales. Era larguísima la casa de mi abuela y mucho más encantadora que mi casa que no tenía patios de tierra.
MvT: ¿En qué momento empezó a escribir?
EO: Escribí siempre, desde que me acuerdo. Probablemente empecé porque me aburría: yo era hija única y rara vez salía a la calle, porque era muy débil, vivía enferma. De chica escribía pavadas, ¡yo qué conocimiento tenía de la vida!, pero escribía. Cuando mi padre se casó de nuevo viví un tiempo en lo de mi abuela y después, no sé con qué pretexto, me colé con alguien que se iba a Buenos Aires y no volví más. En Buenos Aires estuve enseñando, de eso viví.
MvT: Todavía no se dedicaba a escribir…
EO: No, pero unos tres años después sí, aunque escribía sabiendo que escribía mal, que no tenía preparación. Cuando tuve que ir a la universidad pensé en Derecho, pero como no pude entrar, no sé por qué razón, me metí en Letras. ¡Y lo bien qué hice! Me encantó saber de literatura.
MvT: ¿Cómo recuerda esos años de universidad?
EO: Buenos, muy buenos. Saber griego… Bah, estudiar, porque saber, no lo supe nunca. Pero toparme con el griego antiguo, ver las relaciones que tenía con uno… Sabe que mi apellido es griego de origen. Tuve herencia de dos pueblos bastante intelectuales, Grecia y Francia.
MvT: ¿Y cuando empezó a escribir, qué escribía?
EO: Empecé escribiendo poesía, pero ya en la universidad Héctor Murena, que era amigo mío, me convenció de que escribiera prosa, y creo que tenía razón. Como poeta yo hubiera sido demasiado oscura. A él no le gustaba lo que yo escribía en poesía.
Silencio. Es de noche y su mirada se pierde en las luces que desde la avenida Alcorta avanzan hacia nosotros. “Mire las luces viajeras. No se ve el cuerpo del automóvil… si lo viera una persona de hace mucho tiempo, cuando había sólo carros, pensaría que es un milagro.”
MvT: Vayamos a su literatura. Algo importante en sus libros son las enfermedades…
EO: ¡Las padecí! Me enfermé de paludismo a los cinco años, y lo tuve añares. Pasaba de la difteria a la peritonitis. Tenía problemas digestivos. Un buen día yo chillaba de dolor, y era porque se me había reventado el apéndice. Creo que pasé tres meses en un sanatorio, me estaba muriendo. Tenía unos diez años y cuando salí no sabía caminar.
MvT: ¿Y hay relación entre la escritura y las enfermedades?
EO: Pienso que sí… Cuando uno está enfermo se topa con cosas que no son de la vida diaria. Además, alguien que no puede salir con los otros chicos a andar en bicicleta, a pelearse con los amigos de la cuadra, a jugar a las escondidas… algo tiene que hacer. Por suerte mi padre tuvo una intuición –algo que no le ocurría con frecuencia– y a los cinco o seis años me regaló un libro de cuentos que todavía conservo. Me enamoré de ese libro y después pasé a Emilio Salgari y a Julio Verne, pero prefería a Salgari. Mientras estaba en cama leía.
MvT: Vi hace poco una crítica que afirmaba que en su literatura el argumento no es importante, que es más importante el lenguaje, el ritmo…
EO: Sí, porque los argumentos se agotan….
MvT: ¿El argumento es secundario?
EO: No, no es secundario, pero está a la par. Yo puedo decir algo neutral: “ese tipo se suicidó por amor”. Pero si traduzco al lenguaje sus reflexiones, sus adivinanzas, sus sentimientos y emociones… ahí hago un libro.
MvT: En la entrevista que le hizo el escritor Leopoldo Brizuela, usted dice que escribe según una lógica que no es la del sentido común. ¿Cuál es esa lógica?
EO: Cuando era chica me di cuenta de que yo pensaba distinto de los demás. Si me decían: “esa merece que la matemos”, yo decía “no, a mí me parece que es una capitana”… tenía salidas así. ¿Entiende? Mi pensamiento era distinto.
El cielo está despejado, desde donde estamos sentados se ve una luna luminosa, casi llena. “Hay una luna como para querer viajar a ella. ¿Por qué tendrá esa luz la luna? ¿O será una transparencia de sol? Me gustaría que tuviera luz por sí misma.”
MvT: El amor aparece en sus libros como algo imposible, como un lugar de choque más que de encuentro, y los personajes son orgullosos y no se permiten amar. Le leo una cita de Mimaya, de Aire tan dulce: “Con violenta aplicación me puse a quererlo, pero no conseguí que se embebiera de eternidad. Nuestras conversaciones eran una apariencia. Si alguna vez él decía algo que no estuviera usado, lo decía como un muñeco ventrílocuo. Y había empezado a quererme con un desasosegado amor.”
Y más adelante: “Mirar la montaña era lo mismo que mirarle la cara a mi alma. Yo no la miraba así. El alma no da tregua para mirarla. Éramos de la misma sustancia, nada más, la piedra, el viento y yo.”
Las mujeres en sus libros tienen algo inmenso, inasible, y deprecian a los hombres que nunca están a su altura, exigen ser tratadas como universos…
EO: Es posible, quizás en ese momento yo despreciaba a los hombres porque no veía que ellos tenían que estar en el hecho concreto, sino no tenían vida… Mi madre, que no era una persona inteligente, por ahí decía alguna frase que mi padre nunca hubiera dicho y eso me llamaba la atención, me hacía pensar. Ella penetraba en algo a lo que él no
tenía acceso. Sin embargo el inteligente, el valorado como inteligente, era él…
MvT: No le interesaba mucho su padre….
EO: No. Le veía la maquinaria, le veía el funcionamiento. No había misterio.
MvT: Usted siempre fue una mujer muy bella. ¿Tuvo muchos admiradores?
EO: Sí, entre los hombres más inteligentes. (Risas) Uno de ellos fue Héctor Murena… era un tipo inteligentísimo y entiendo por qué Sara Gallardo se enamoró de él. Fuimos compañeros de facultad y llegué a conocerlo mucho.
MvT: Terminó muy alcohólico…
EO: Es que quería siempre más… Era brillante, yo lo apreciaba, pero no tuve ningún idilio con él. También recuerdo a Italo Calvino, fuimos amigos, él se enamoró de mí… y yo no me enamoré de él. Le presenté a una amiga mía y me mandé a mudar. Después, ellos se casaron.
MvT: Debía ser difícil que un hombre le interesara…
EO: Era difícil. Me interesé por el que fue mi marido, Miguel Ocampo. ¡Era un ser de una pureza, de una bondad! Yo no había encontrado a nadie así. Porque claro, probablemente los encontraría de mi tamaño, y mi tamaño no era el de la bondad. No le quiero decir que yo fuera mala, pero no sé si era tan buena como para hacer cualquier
sacrificio… no lo creo.
MvT: ¿Cómo hizo para seguir escribiendo cuando se casó y tuvo a sus hijas?
EO: No fue fácil, porque mi marido era muy aristócrata pero no tenía un peso, así que tuve que ingeniármelas. Yo conseguí que lo metieran en la carrera de diplomático, que a él no le gustaba nada porque era pintor. El pobre a causa de mí tuvo que ser diplomático. Pero eso nos permitió vivir, ir a Italia, a Francia…
“Todos estos cuadros son de él… a mi me gusta la anécdota en la pintura, porque no entiendo de pintura, por ejemplo ése cuadro me gusta, en mi interior lo llamo pájaros del mar.”
MvT: Algunos de sus personajes son muy sensibles, como Atalita Pons, y parecen tener una conexión con algo absoluto, trascendental, que los eleva. Quería preguntarle si usted es religiosa.
EO: Católica no fui nunca. Creo que fui atea, pero a partir de cierto momento empecé a preguntarme si el mundo pudo haberse hecho solo, sin nadie que lo guiara. Seguiré siempre en la duda.
MvT: Lo decía porque algunos de sus personajes parecen mirar hacia una instancia superior…
EO: Siempre miré a lo desconocido. Tenía pasión por el cielo, quise ser aviadora desde chica, pero mi madre me cortó las alas. (Piensa) El cielo es aire, no es algo concreto, no es tierra, no es pan, es aire, y en al aire puede pasar de todo, hasta ser pájaro… Pero no puedo creer en ninguna religión.
MvT: También hay en sus libros una fascinación por los aspectos mágicos de la vida...
EO: Estoy habitada por el misterio. Y no me parece una cosa esterilizante, al contrario, el misterio me parece muy lleno.
MvT: George Bataille…
EO: (Interrumpiendo) Lo leí, pero no lo recuerdo, quiere decir que no me causó ninguna impresión…
Mvt: Bataille escribió que la filosofía no puede salir del lenguaje. Dice que en el instante decisivo hay silencio, contemplación, y el lenguaje sólo nos acompaña hasta el umbral…
EO: (Se entusiasma) ¡Sí, sí, es exacto! La filosofía no llega al alma, llega al cerebro, y la poesía llega al alma. (Pausa) Qué raro, es imposible dejar de creer en el alma, es como el esqueleto invisible.
MvT: ¿Qué es el alma?
EO: Lo que hace que uno ame, que uno odie, que tenga miedo a morir, que quiere hacer algo para no morirse del todo, eso parecería lo único irremediable… llegamos a creer que algo persiste después de la muerte. Los católicos me lo van a reprochar.
MvT: ¿Y la muerte?
EO: (Piensa) La muerte… quiero creer que es una posibilidad de actuar dentro de lo invisible. Entrar en algo que no es ni sueño ni música…
MvT: En la entrevista que le hizo Brizuela, usted dijo: “Me han importado pocos libros como escritora. […] No me interesan ni las tramas ingeniosas, ni los pensamientos profundos... Yo lo que les pido es poesía.” ¿Qué es para usted la poesía?
EO: Algo que llega más allá de cualquier otra cosa, no sé qué otra definición darle… es casi como la muerte, llega más allá. Y también es, tal vez, fantasmas que vuelven.
MvT: ¿Había fantasmas en Tucumán?
EO: Sí, pero yo creo que los fantasmas eran también la creación de uno mismo. Claro que había personajes fantasmagóricos, pero en realidad al fantasma lo crea uno. (Silencio) Pero sin fantasma, ¿cómo es uno lo que es? Si no hubiera fantasma…. Sería únicamente comer, dormir, hacer el amor… Creo que la vida es misterio.
MvT: Quiero leerle una frase de Atalita, de Aire tan dulce: “La lejanía la abarca también a ella, y al cielo, y a las copas de los naranjos. […] El sol se apaga entre las hojas. Nos movemos en la penumbra de aquí abajo.” ¿Cómo sobrevivió usted en la penumbra de aquí abajo?
EO: Creo que por ese “no saber” que tuve siempre, ese vivir la vida como si fuera un enigma. Qué somos, qué nos espera, porqué somos lo que somos. (Silencio) Antes eso me mortificaba y pensaba “estoy tan próxima, ya lo sabré”. Esa búsqueda me permitió sobrevivir, la búsqueda de ese misterio que nunca llegué a descifrar y que no
descifraré. (Silencio) Pero si no tuviéramos esa incertidumbre, si todo estuviera ya planeado y nosotros supiéramos el resultado… No, no, sería muy aburrido.
MvT: Usted siempre perteneció a un círculo social muy exclusivo. En su novela Uno, ambientada en la época de Perón, las diferencias de clase aparecen, pero es como si los hombres estuvieran, en última instancia, unidos por el sufrimiento, por los vaivenes de la existencia. ¿Es así?
EO: Sí. Quizás el sufrimiento de unos es más concreto que el sufrimiento de otros. Pero el sufrimiento es un lazo. Si usted está enfermo y se encuentra con otro enfermo, tiene un vínculo con él. Así ocurre con todos los aspectos de la vida. Además, no creo que las clases sociales digan algo acerca de los individuos. No creo en las clases sociales. Existen, evidentemente existen, unos llevan una mejor vida que otros, y eso es importantísimo. Pero en el fondo… hay gente que se entrega a lo que sucede y gente que no, y eso es independiente de la clase social.
MvT: En Aire tan dulce todos sufren, los ricos y los pobres…
EO: El
sufrimiento es parte de la condición humana. El que no tiene esto tiene
aquello. Uno puede elegir no amar porque amar puede hacer sufrir… (Silencio)
Pero no sé, son cosas en las que ya no pienso más, pensaba en la adolescencia.
MvT: Usted transmite una personalidad muy apasionada y transgresora. Atalita dice: “Desentonás Atala, tapáte antes de que te odien. ¿Por qué estás sin máscara cuando toda esta resaca esconde la cara?” Quería preguntarle cómo hizo usted para vivir en sociedad, para soportar la frivolidad y la superficialidad…
EO: No la soporté. Mi madre murió cuando yo tenía quince años, mi padre se casó de nuevo y vine a Buenos Aires. Cuando llegué a Buenos Aires yo no sabía nada de nada, y poco a poco me fui situando. Fui trabajando aquí y allá, incluso corrigiendo novelas de otros. Luego me alejé. Yo he tenido muy pocos amigos, no soy un ser sociable. No podría soportar la impostura. Siempre fui solitaria…
MvT: ¿Pero no perteneció al grupo de Victoria Ocampo, Bioy Casares, Borges…?
EO: Yo era una externa, no estaba en el grupo. Victoria me consideraba mucho, por ejemplo fui una de sus invitados a un almuerzo que ella organizó cuando Tagore vino de la India. Ella me consideraba mucho y yo a ella. Sin embargo, me entendía mejor con Silvina, que estaba llena de defectos, y no con Victoria. Creo que Silvina fue un ser dejado de lado por los hombres porque era fea, mientras que su hermana Victoria era radiante. Pero Silvina era la inteligente.
MvT: Usted transmite una personalidad muy apasionada y transgresora. Atalita dice: “Desentonás Atala, tapáte antes de que te odien. ¿Por qué estás sin máscara cuando toda esta resaca esconde la cara?” Quería preguntarle cómo hizo usted para vivir en sociedad, para soportar la frivolidad y la superficialidad…
EO: No la soporté. Mi madre murió cuando yo tenía quince años, mi padre se casó de nuevo y vine a Buenos Aires. Cuando llegué a Buenos Aires yo no sabía nada de nada, y poco a poco me fui situando. Fui trabajando aquí y allá, incluso corrigiendo novelas de otros. Luego me alejé. Yo he tenido muy pocos amigos, no soy un ser sociable. No podría soportar la impostura. Siempre fui solitaria…
MvT: ¿Pero no perteneció al grupo de Victoria Ocampo, Bioy Casares, Borges…?
EO: Yo era una externa, no estaba en el grupo. Victoria me consideraba mucho, por ejemplo fui una de sus invitados a un almuerzo que ella organizó cuando Tagore vino de la India. Ella me consideraba mucho y yo a ella. Sin embargo, me entendía mejor con Silvina, que estaba llena de defectos, y no con Victoria. Creo que Silvina fue un ser dejado de lado por los hombres porque era fea, mientras que su hermana Victoria era radiante. Pero Silvina era la inteligente.
MvT: ¿Y como escritores, qué le parecían?
EO: Victoria nada. Diría que era una representante de los escritores. Pero Silvina era buena escritora.
MvT: Y Borges…
EO: Borges no se daba cuenta de nada. El mundo que giraba alrededor de él pasaba, y él estaba en otras cosas, más internas… Era un ser aparte y los seres aparte de toda la humanidad valen la pena. Una vez dijo algo sobre mí, delante de mí: “¡Cómo hablan las señoras hoy en día!”, porque yo largaba palabrotas cada dos minutos. (Risas)
MvT: Pasemos a la política. ¿Cómo vivió los años de Perón?
EO: Mal. Yo estaba en contra, nos persiguió. Me llevaron presa una vez, era estudiante. Pero nos soltaron enseguida. En el recuerdo a Perón lo tengo por tonto.
MvT: Y Eva Perón…
EO: Eva Perón tenía llama, tenía espada, no era un ente vulgar y común. En cambio él… era tibiecito. Ella llegaba más profundo a sus sentimientos y a los sentimientos de la gente… y a su odio, que me parece una gran forma del espíritu. Cuando se tiene esa especie de odio, que casi es visceral… No todo el mundo puede odiar. Hay que tener una gran pasión para odiar. Creo que Eva Perón tenía razón, pero en lo que se equivocó fue en ser tan dogmática. Al fin y al cabo también la oligarquía tenía seres valiosos. No tendría que haberse puesto contra toda la oligarquía.
Un silencio extenso y luego, de repente: “La oligarquía no se da cuenta de que uno puede ser una persona excepcional y no saber manejar los cubiertos en la mesa. La oligarquía no es creativa, está presa de la rigidez de las formas.”
MvT: A fines de los años cincuenta usted vivió en Italia…
EO: Ah, eso fue maravilloso, estimulante, me recibieron tan bien los escritores italianos. No sé cómo llegué a Elsa Morante, y a través de ella a Moravia, que le era muy inferior. Ella era la inteligente. Ya estaban divorciados, pero vivían en el mismo edificio. En una ocasión ella se había ido de vacaciones y él no le había cuidado el gato… Me acuerdo de Elsa, furiosa, gritándole: “¡no te daré más gatos!” Como si le dijera “¡no te daré más hijos!” Moravia era muy buen escritor, pero Elsa era más profunda. Tenía mucha personalidad y a él lo maltrataba…
Mvt: Usted también fue amiga de Cortázar…
EO: Sí. Él me protegía cuando llegué a Francia, me presentaba gente, me llevaba a conferencias… pero pese a nuestra amistad nunca nos tuteamos. Fue muy generoso conmigo. No lo leo hace muchísimos años, pero lo recuerdo como un escritor inventivo.
MvT: Una última pregunta. Usted escribió mucho, tiene una obra importante publicada y sin embargo nunca fue una escritora difundida. ¿Qué hace que a algunos escritores los rodee el silencio y a otros no?
EO: Casi siempre en los escritores marginados predomina el sentimiento. La gente no los lee porque son profundos… y la gente no se quiere angustiar. La preocupación es el almuerzo y la comida de cada día. En los que venden, quizás, predomina el hecho. (Silencio) Pero a mí ya no me importa, realmente no me importa.
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22.4.11
Reportaje a Carlos Correas
por Jorge Quiroga
Usted tuvo un comienzo aproximadamente escandaloso en la literatura. ¿Podría dar detalles?
Con mi cuento La narración de la historia aparecido en la revista Centro en diciembre de 1959 hubo más de un escándalo. Era un cuento con tópico y hechos homosexuales. Primero un escándalo doméstico, por ejemplo que Germán Rozenmacher, en la época compañero de estudios, me dijera que él y un grupo de amigos encontraban aceptable mi cuento, excepto el que dos tipos se besaran en la boca. Me quedé en blanco. Pero la réplica debió haber sido que no eran simplemente dos tipos, sino una marica besando a un chongo o a la recíproca. Segundo, el escándalo judicial, el proceso, la condena por “publicaciones obscenas”, el secuestro y prohibición de Centro. En el juzgado, el fiscal, Dr. Guillermo de la Riestra le pidió al juez que me preguntara qué juicio me merecía a mí la masturbación, “el acto más abominable que podía cometer un hombre”. En el despacho del juez estábamos entre varones solos; también estaba el abogado defensor, función de la que muy generosamente se había hecho cargo Ismael Viñas. El juez, sabiamente, declinó formularme esa pregunta. El cuento que me valió asimismo el editorial Confusión y extravío del diario La Nación del 17/5/1969, que decía que mi cuento, no por estar escrito podía considerarse dentro de la literatura, ya que caía más bien en el campo de lo patológico. Me alcanzaba uno de los tantos ecos de la altísima moralidad y del sano poder de policía doctrinaria desde los que habla La Nación. Yo quedé debidamente, ya que no excesivamente, reprimido.
¿Podríamos hablar de su procedencia generacional, de sus experiencias, de su participación en la revista Contorno, de su encuentro con David Viñas, con Oscar Masotta?
A la revista Contorno llegué por intermedio de Juan José Sebreli. Mi participación escrita fue muy escasa: un cuento con tópico también homosexual y una crítica a El juez de H. A. Murena, y mi participación programática fue nula o del todo periférica. Contorno fue para mí una experiencia íntima; he aquí la experiencia: el hallazgo de nuevas relaciones humanas. Con Sebreli éramos compinches tunantes de tiempo atrás. Y David Viñas, con su, en mi caso, entrega masiva, adherente, me brindó, creo que el primero de mi vida, respeto, en una época en que yo no me sentía respetable y en que tal vez no lo era. He aquí otra experiencia, una de mí mismo: yo era indiscriminadamente ignorante, rabioso, callejero, y aspiraba, sin mucha buena suerte, a la desolación, a la promiscuidad, al clandestinaje, a la fortísima desenvoltura de la perversidad. Era naturalmente patético, lo que me ponía más rabioso todavía. Y con Oscar Masotta descubrí la pura amistad. No nos preocupábamos tanto del contenido de nuestra obra futura, sino del éxito literario y de nuestra futura manera de ser. Sebreli, Masotta y yo formábamos un grupo aparte. Éramos tres primitivos indefinidos, vivíamos en círculos viciosos, y con la ambición de ser firmemente agraviantes y depredadores. Teníamos 22 años. Oscar Masotta decía: “Si no podemos producir obras que sean ‘hitos fundamentales’, entonces como última salida para ser famosos escribimos una novela pornográfica y sanseacabó”. Y también: “Debemos fijarnos un plazo. Este será nuestro proyecto cultural: a los cuarenta años ya tenemos que haber llegado a ser inteligentísimos, bellísimos, cancherísimos y crudelísimos”. Yo agregaba: “Y putísimos”, Oscar reía.
¿Qué influencia pudo haber tenido Sartre en su formación literaria y en su generación?
Pienso que Sartre se convirtió en ejemplar para nosotros porque por su intermedio nos uníamos o escapábamos a la angustia de la soledad. Personalmente descubrí a Sartre en 1951. Yo tenía 20 años y venía de Émile Zola. Leí La náusea. Fue una revelación fulminante. Estuve tres noches sin dormir. Tenía un motor marchando en la cabeza. No debe ser sencillo dejar atrás esta rotunda y dichosa violación. Me pasé de Medicina a Filosofía y Letras. Pero esa unión ocurrió porque en Sartre encontrábamos los más eficaces medios para luchar contra los enemigos literarios internos de la época. Así, la idea del arte como fundación humana del mundo, contra los majaderos surrealistas; la idea de la escritura como imaginería corrosiva de lo real, contra los comunistas, faltos de la malignidad necesaria para el valor estético. Y Sartre era también nuestra arma en común para vencernos entre nosotros, los contornistas, la unión en el combate para decidir quién resultaría el único que sería nuevo y daría la pauta. Pero era obvio que los contornistas no estudiábamos L’être el le néant. El estudio de la filosofía requiere soledad, y nosotros, por nuestra edad y, quizás, nacionalidad argentina, necesitábamos agruparnos, militar en conjunto, vanguardizarnos, buscarnos cada uno en cada otro, y esto porque cada uno no conocía todavía sus posibilidades ni sus límites. Así, Masotta, Sebreli y yo éramos, en esa época (de 1953 a 1956), un conjunto esencialmente fraudulento. Para escribir robábamos, recortábamos y copiábamos. Textos franceses aún no traducidos al castellano; y, además de Sartre, Merleau-Ponty y Hegel. Claro que a la vez obligadamente debíamos tomarnos en broma a nosotros mismos. Y esto no podía durar. Los caminos fueron diferentes. En Sebreli la fraudulencia no desapareció; al contrario se le ha metido en los huesos y se parasitan mutuamente, pero a la vez esa fraudulencia en él empezó a tomarse en serio a sí misma y por esto Sebreli ha desembocado en la mentira abyecta y en la fatuidad. En Masotta la imposibilidad intelectual de seguir a la par de Sartre, sobre todo después de la aparición de la Critique de la raison dialectique, fue un determinante de su locura. Luego de la terapia Oscar trasbordó de la fraudulencia y el pastiche a la “honestidad básica” y a la “legitimidad”, de Sartre a Lacan, y encontró y blandió un inencontrable de aire: “el pensamiento contemporáneo”. La soledad amarga en que lo encontró la muerte en el extranjero y su desilusión final frente a la tontería imperante en el mundo, precisamente luego de haber estado en Buenos Aires entre estructuralistas, semiólogos, freudianos y lacanianos, esto es, la en ese momento “gente más inteligentísima y cancherísima” con la que Oscar siempre soñaba alternar en su veintena, le habrán revelado que los “inteligentísimos y cancherísimos” son siempre otros y que aquellos ya eran y son corrupción o nadería. Todavía no puede leer sin congoja, sin fastidio, su queja en 1970 por la “falta de maestros” en la Argentina y esos blandos, pueriles, enrarecidos, humildes hasta el desfallecimiento, lastimeros “como nos enseña Lacan”, “viene a enseñarnos Lacan”, “nos dice Lacan”. Una compungida santurronería de acción de gracias: “ ‘Nosotros’ y ‘Lacan’: no estamos solos; hay un alguien, Lacan, que se dirige a nosotros, que nos vuelve ‘nosotros’ ”. Pero en verdad siempre estuvimos solos. Para nadie dijo y enseñó Lacan. Tras la decepción inmunda de los “inteligentísimos y cancherísimos”, la soledad sorda y callada, retornó para Masotta y fue a la muerte.
¿Puede hablar acerca de su silencio literario desde su cuento penado hasta la aparición de su novela Los reportajes de Félix Chaneton?
Mi silencio literario a partir del cuento y de su proceso obedece seguramente a diversas razones. De las que mejor percibo puedo indicar primero el miedo que me sobrevino luego de mi propia sorpresa por la relación de los demás, no de todos, claro, sino de quienes llamaríamos “autoridades” o “poderes”. Yo era “asqueante”, el “extremo de la degradación” y desde mí parecían emanar la “perturbación tendenciosa y contumaz”, la “disolución de las instituciones republicanas”, etc. En una segunda razón podemos incluir cómodamente todas las formas de la impotencia literaria: el no saber qué decir o cómo decirlo, la repugnancia por mí mismo como escritor, el sentirme alternativamente por encima o por debajo de mis propios escritos, etc. Y una tercera razón, quizá la más poderosa, es que yo también, como Masotta, busqué abandonar la fraudulencia y pasar a la “seriedad”. Intimidado, traté de merituarme para lograr alguna institucionalidad y licitud. Me enclaustré para estudiar filosofía y terminar la carrera, pues yo debía recibirme y ser profesor. Este debía ser el lado oficial de mi vida, por el que me haría perdonar aquella “aberración”, aunque yo, astutamente, me reservaría un lado “destructivo”, no por la bobería de helarle la sangre a burgués alguno, sino para sacar de este último lado una máxima fuerza literaria. Me recibí e inicié mi carrera docente en la misma Facultad de Filosofía y Letras junto con mi mujer y compañera Marta Brarda. Y esto era también estadísticamente normal e incluso decoroso. Hasta que en setiembre de 1974 fui dejado cesante por razones políticas. Entonces volví a hacer literatura, con, entre otras, dos obras largas: una novela autobiográfica y un ensayo filosófico sobre Roberto Arlt.
¿Cuál es el lugar específico que ocupa Roberto Arlt en sus preocupaciones?
Sigo buscando un modo de hurgar en o construir el sentido de su cultura –no diré “escritura” ni “literatura”– de la violencia y la prepotencia. Desde y por Arlt sabemos que hasta ahora no hay cultura argentina posible si no comienza ejerciéndose en el elemento de la violencia opresiva y la prepotencia. Y que toda respuesta a esa situación deberá fundar y practicar la cultura a través de la contraviolencia y la contraprepotencia. Contra los cultos que necesariamente nos violentan y los violentos que necesariamente nos cultivan, no seremos cultos de otro modo ni haremos otra cultura si no violentamos y prepotenciamos a nuestra vez. El dolorismo cósmico y el buen truco de tomar sobre sí los crímenes del hombre son el rezago que la violencia en forma de miseria tomó en Arlt y lo convirtieron en un hombre imposible y simultáneamente real, un hombre con quien no podríamos convivir un instante; y no solo un hombre imposible, sino el que debía cargar conscientemente (envenenadamente) con su imposibilidad. Puesto que mi novela Los reportajes de Félix Chaneton sería una muestra cualquiera de “cultura argentina”, debí acudir a Arlt, a quien nos divulgó que el secreto de la cultura yace en la violencia. Partiendo de Arlt busqué a Arlt mediante mi novela. Pero no se erige en Maestro a Arlt. Se aprende de él, sí, pero, además de esta receptividad, sólo se puede intentar ser Arlt, y aguantarse en el asco y frente a la muerte. Y para ser Arlt empecé por ser yo y a la vez otro que yo, otro yo que es un personaje de mi novela y a quien llamé Carrera. Porque Carrera soy yo; incluso dejé, en una ilusión de ser estudiado (atendido) por futuros descifradores, el muy fácil recíproco eco Carrera-Correas. Aunque igualmente Carrera es el yo peor que ya no podré ser, así como Chaneton –señorito que debía ser inicialmente repulsivo para terminar siendo no amado por vos, oyente o lector, sino aquel a quien habrías de acudir en tu momento de la desazón y la angustia– es el yo mejor que pude inventarme.
¿En su novela está nítidamente expresada una actitud ante la literatura. ¿En qué consistiría esa actitud y qué significa una literatura destructiva, como a través del prólogo se anuncia?
Por lo pronto le diré que mi novela, en cuanto la vi publicada, me dejó y me siguió dejando una impresión de anacronismo en todos los aspectos que se me ocurran. Y aunque no me detengo en mis impresiones, razono que ese anacronismo respondería a una demora o laboriosa o remolona meditación filosófica. Si el ateísmo es “una empresa cruel y de largo aliento”, según Sartre, no menos cruel y larga es la de volverse materialista; creo que recién me he iniciado en ella. Una actitud materialista antes la literatura pone en primer lugar la literatura como lucha violenta: contra las costras y podredumbres del idealismo inculcado en uno mismo y en los demás. Es justo la literatura destructiva: el escritor que busca hacer cultura, y no meramente defenderla o pillarla o enmendarla, sabe que no ha hecho buena literatura si su libro no alcanza a destruirlo en su más fina e intensa adaptación al mundo establecido. Sólo si pasa esa prueba, el escritor podrá aspirar a una destrucción análoga en el lector, y podrá alegremente pontificar con plena seguridad y derecho. Muy buenas revulsiones, disolvencias, provocaciones pertinentes, carcomas, terrores, agresiones correspondidas ya con el silencio, ya con la burla, ferocidades, virulencias e interrogantes sobre modos de degradación o de aniquilación atroz pueden hallarse en Arlt. Este hombre no abomina de su época menos que de sí mismo, ni su época no fue menos ruinmente guerrera y genocida que la nuestra ni nosotros somos más mugrientamente bárbaros. Sólo que una cultura no se hace si no se hace enemigos. Esto, que lo saben ya nuestros enemigos, es lección necesaria para devenir los enemigos que debemos ser. Los procedimientos de opresión y humillación no son “alternativas propuestas”: son realidades sociales prácticas que constituyen la sociedad argentina misma y que se ejercen de hecho desde y por la institución de la (digamos la palabras tan vieja y tan presente como el objeto designado por ella) burguesía como clase dominante que se sabe y se corrobora “ama de la historia”. Y nuestra época, aderezada por la última “dictadura militar”, es también de un retrasado estado de descomposición intelectual, que, deberá admitirse, es de inmediato político. Por ello estamos obligados a concluir que la política militar ha triunfado –internamente– y que este triunfo es el “espíritu oficial” y el gobierno presente. En efecto, nuestros militares han conseguido hacer creer a sus enemigos y adversarios naturales, ex intelectuales críticos de la sociedad pero ahora oficialistas, que han estado locos o han delirado y hacerlos confesar que el castigo que han recibido era merecido; o bien que la izquierda incurre paupérrimamente en “maximalismo”, término intelectual rastrero para lo que nuestros brutales militares y editorialistas asnales llaman, más dignamente “extremismo”. Son los efectos del adormecimientos de este depresivo período de seudopaz en la también pseudopostguerra. El actual partido gobernante, sus candidatos vencedores y los provisoriamente postergados, los intelectuales “autorresponsabilizados” que los apoyan o se resignan a ellos, su fraseología… son a lo sumo aplastantes. Son ya del todo ubicuos. Son la miseria de la cultura. Exitosamente se hacen o se dejan encontrar y depositan por doquiera viscosidad y pesadez: combinan la profundidad del hedor de quién está demasiado fatigado y demasiado lastimado para ser peligroso y una impávida apariencia de necedad, verdaderos huevos duros de quince minutos de cocción, de miradas vacías, de obras menores, quizás monstruosos, pero de solo interés local. Jamás en la historia de los argentinos, debe de haber marcado tanta fuerza de presencia el enmerdamiento que ha sobrevenido. También aquí nos asiste Roberto Arlt y su muestrario de basuras y basurales de nuestra sociedad. El basurero Roberto Arlt se encarnó asimismo en una basura modelo para hacernos comprender a una soledad a través de sus desechos específicos. Claro que habrá que rechazar siempre todo “miserabilismo”, la “mera mortalidad o infortunio”. Arlt no es en absoluto un escritor miserabilista.
Su libro sobre Arlt, ¿qué significaría respecto de la crítica que se escribió sobre este escritor?
Hay un vasto Arlt inédito y, por tanto, no hay un Arlt completo. Mi trabajo filosófico sobre Arlt pretende sistematizar parte de su obra. Sostengo que no hay Arlt si no es todo Arlt. Pero aún no hay un todo Arlt. Sólo formalmente mi libro se asemeja al de Larra en cuanto a que estudio a Arlt en sus novelas, cuentos, teatro, las Aguafuertes, y también en sus colaboraciones en la revista humorística Don Goyo, en algunas de sus crónicas últimas en El Mundo y en varios de sus cuentos de El Hogar y no recogidos en libros. Pero me aparto, sin interés, de las bonachonas intenciones de Larra y su estilo dominical subsecuente a la lectura u ojeada del suplemento infantil los diarios. Diana Guerrero y Masotta consideraron a Arlt sólo en algunos aspectos de la narrativa. Es incompartible la tesis de la primera sobre el discurso ideológico pequeñoburgués subyacente en la obra de Arlt, simplemente porque Guerrero no investigó la obra de Arlt, por lo que la tesis carece de prueba. Detrás del libro de Masotta está el Saint Genet de Sartre, además de la “prosa de tonos” de Merleau-Ponty. Es un ensayo expresivo, pero algo embrollado y sobremanera exiguo y apenas difunde lo que Masotta alcanzó a entender de una salteada y conjetural lectura de sólo una tercera parte del Saint Genet, lo cual me consta pues yo le presté el libro en francés. (Era, sí, un retoño de la fraudulencia, aunque ahora pienso si no quedará como uno de los productos más válidos para los lectores.) Entonces, mi libro sobre Arlt pretende significar, a paso forzado, una reflexión materialista totalitaria (es decir, aquí, filosófica) sobre la parte de la obra de Arlt. Estimo que avanzo sobre el conjunto de la crítica precedente, y, del todo separadamente, construyo a un nuevo Arlt por el que somos Astier, Erdosain o Balder. Este “ser” he tratado de mostrar en mi ensayo. Somos aquel traidor; ese ladrón, masturbador, fraudulento, asesino, suicida y terrorista onírico; este ingeniero burgués repugnado de sí mismo y que busca huir de la condición burguesa mediante la chochera erótica y la sumisión perruna a las mujeres; o bien nos alcanza la sagrada esterilidad del “escritor fracasado”, o también somos alguna de “las fieras”, que es el mito más bello y potente creado por Arlt.
¿Qué nuevos trabajos está preparando?
Preparo una serie de cuatro breves nouvelles, en la que me preocupa mucho la forma. Y para esto debo distorsionarme aunque sin desinteresarme por mí mismo ni por mi trabajo. El lector, por supuesto, es nuestro patrón; todo se hace para él, o, mejor, por él es posible que haya algo así como un todo. Pero quizás, y esto es ya el trabajo conjunto de la distorsión y el interés, más que buscar nuevas formas, habría que inventar e imponer otro sentido de “forma”, o destruir y deslegitimar cualesquiera temas acerca de la “forma” o el que la forma sea el contenido de nuestras reflexiones. O “forma” debería adquirir un sentido más hondo, pero que finalmente no sería sino el sentido de la existencia. Lo obvio es que es decisivo preguntarse ¿cómo escribir?, pero no más obvio ni más inevitable que preguntarse ¿cómo ser? o ¿cómo vivir? Pero el añadido fatal es ¿cómo escribir para ser leído y buscado y perseguido por el lector? Por lo demás espero urdir situaciones o episodios literarios que estén a la altura de la actoral inhumanidad argentina. Me bastaría con un lector o con los lectores que se persuadieran que es innecesario seguir argentinizando la inhumanidad. Y además estoy escribiendo un ensayo polémico contra un fantasmón escritor argentino especializado en suministrar el más influyente doctrinarismo al servicio de la guerra antisubversiva. Por ahora no conviene nombrarlo. Y también trabajo en mi tratado de filosofía. No seré libre hasta que no lo termine.
Este reportaje fue realizado en 1985 y publicado en la revista El juguete rabioso, año 1, nº 1, noviembre 1990.
Usted tuvo un comienzo aproximadamente escandaloso en la literatura. ¿Podría dar detalles?
Con mi cuento La narración de la historia aparecido en la revista Centro en diciembre de 1959 hubo más de un escándalo. Era un cuento con tópico y hechos homosexuales. Primero un escándalo doméstico, por ejemplo que Germán Rozenmacher, en la época compañero de estudios, me dijera que él y un grupo de amigos encontraban aceptable mi cuento, excepto el que dos tipos se besaran en la boca. Me quedé en blanco. Pero la réplica debió haber sido que no eran simplemente dos tipos, sino una marica besando a un chongo o a la recíproca. Segundo, el escándalo judicial, el proceso, la condena por “publicaciones obscenas”, el secuestro y prohibición de Centro. En el juzgado, el fiscal, Dr. Guillermo de la Riestra le pidió al juez que me preguntara qué juicio me merecía a mí la masturbación, “el acto más abominable que podía cometer un hombre”. En el despacho del juez estábamos entre varones solos; también estaba el abogado defensor, función de la que muy generosamente se había hecho cargo Ismael Viñas. El juez, sabiamente, declinó formularme esa pregunta. El cuento que me valió asimismo el editorial Confusión y extravío del diario La Nación del 17/5/1969, que decía que mi cuento, no por estar escrito podía considerarse dentro de la literatura, ya que caía más bien en el campo de lo patológico. Me alcanzaba uno de los tantos ecos de la altísima moralidad y del sano poder de policía doctrinaria desde los que habla La Nación. Yo quedé debidamente, ya que no excesivamente, reprimido.
¿Podríamos hablar de su procedencia generacional, de sus experiencias, de su participación en la revista Contorno, de su encuentro con David Viñas, con Oscar Masotta?
A la revista Contorno llegué por intermedio de Juan José Sebreli. Mi participación escrita fue muy escasa: un cuento con tópico también homosexual y una crítica a El juez de H. A. Murena, y mi participación programática fue nula o del todo periférica. Contorno fue para mí una experiencia íntima; he aquí la experiencia: el hallazgo de nuevas relaciones humanas. Con Sebreli éramos compinches tunantes de tiempo atrás. Y David Viñas, con su, en mi caso, entrega masiva, adherente, me brindó, creo que el primero de mi vida, respeto, en una época en que yo no me sentía respetable y en que tal vez no lo era. He aquí otra experiencia, una de mí mismo: yo era indiscriminadamente ignorante, rabioso, callejero, y aspiraba, sin mucha buena suerte, a la desolación, a la promiscuidad, al clandestinaje, a la fortísima desenvoltura de la perversidad. Era naturalmente patético, lo que me ponía más rabioso todavía. Y con Oscar Masotta descubrí la pura amistad. No nos preocupábamos tanto del contenido de nuestra obra futura, sino del éxito literario y de nuestra futura manera de ser. Sebreli, Masotta y yo formábamos un grupo aparte. Éramos tres primitivos indefinidos, vivíamos en círculos viciosos, y con la ambición de ser firmemente agraviantes y depredadores. Teníamos 22 años. Oscar Masotta decía: “Si no podemos producir obras que sean ‘hitos fundamentales’, entonces como última salida para ser famosos escribimos una novela pornográfica y sanseacabó”. Y también: “Debemos fijarnos un plazo. Este será nuestro proyecto cultural: a los cuarenta años ya tenemos que haber llegado a ser inteligentísimos, bellísimos, cancherísimos y crudelísimos”. Yo agregaba: “Y putísimos”, Oscar reía.
¿Qué influencia pudo haber tenido Sartre en su formación literaria y en su generación?
Pienso que Sartre se convirtió en ejemplar para nosotros porque por su intermedio nos uníamos o escapábamos a la angustia de la soledad. Personalmente descubrí a Sartre en 1951. Yo tenía 20 años y venía de Émile Zola. Leí La náusea. Fue una revelación fulminante. Estuve tres noches sin dormir. Tenía un motor marchando en la cabeza. No debe ser sencillo dejar atrás esta rotunda y dichosa violación. Me pasé de Medicina a Filosofía y Letras. Pero esa unión ocurrió porque en Sartre encontrábamos los más eficaces medios para luchar contra los enemigos literarios internos de la época. Así, la idea del arte como fundación humana del mundo, contra los majaderos surrealistas; la idea de la escritura como imaginería corrosiva de lo real, contra los comunistas, faltos de la malignidad necesaria para el valor estético. Y Sartre era también nuestra arma en común para vencernos entre nosotros, los contornistas, la unión en el combate para decidir quién resultaría el único que sería nuevo y daría la pauta. Pero era obvio que los contornistas no estudiábamos L’être el le néant. El estudio de la filosofía requiere soledad, y nosotros, por nuestra edad y, quizás, nacionalidad argentina, necesitábamos agruparnos, militar en conjunto, vanguardizarnos, buscarnos cada uno en cada otro, y esto porque cada uno no conocía todavía sus posibilidades ni sus límites. Así, Masotta, Sebreli y yo éramos, en esa época (de 1953 a 1956), un conjunto esencialmente fraudulento. Para escribir robábamos, recortábamos y copiábamos. Textos franceses aún no traducidos al castellano; y, además de Sartre, Merleau-Ponty y Hegel. Claro que a la vez obligadamente debíamos tomarnos en broma a nosotros mismos. Y esto no podía durar. Los caminos fueron diferentes. En Sebreli la fraudulencia no desapareció; al contrario se le ha metido en los huesos y se parasitan mutuamente, pero a la vez esa fraudulencia en él empezó a tomarse en serio a sí misma y por esto Sebreli ha desembocado en la mentira abyecta y en la fatuidad. En Masotta la imposibilidad intelectual de seguir a la par de Sartre, sobre todo después de la aparición de la Critique de la raison dialectique, fue un determinante de su locura. Luego de la terapia Oscar trasbordó de la fraudulencia y el pastiche a la “honestidad básica” y a la “legitimidad”, de Sartre a Lacan, y encontró y blandió un inencontrable de aire: “el pensamiento contemporáneo”. La soledad amarga en que lo encontró la muerte en el extranjero y su desilusión final frente a la tontería imperante en el mundo, precisamente luego de haber estado en Buenos Aires entre estructuralistas, semiólogos, freudianos y lacanianos, esto es, la en ese momento “gente más inteligentísima y cancherísima” con la que Oscar siempre soñaba alternar en su veintena, le habrán revelado que los “inteligentísimos y cancherísimos” son siempre otros y que aquellos ya eran y son corrupción o nadería. Todavía no puede leer sin congoja, sin fastidio, su queja en 1970 por la “falta de maestros” en la Argentina y esos blandos, pueriles, enrarecidos, humildes hasta el desfallecimiento, lastimeros “como nos enseña Lacan”, “viene a enseñarnos Lacan”, “nos dice Lacan”. Una compungida santurronería de acción de gracias: “ ‘Nosotros’ y ‘Lacan’: no estamos solos; hay un alguien, Lacan, que se dirige a nosotros, que nos vuelve ‘nosotros’ ”. Pero en verdad siempre estuvimos solos. Para nadie dijo y enseñó Lacan. Tras la decepción inmunda de los “inteligentísimos y cancherísimos”, la soledad sorda y callada, retornó para Masotta y fue a la muerte.
¿Puede hablar acerca de su silencio literario desde su cuento penado hasta la aparición de su novela Los reportajes de Félix Chaneton?
Mi silencio literario a partir del cuento y de su proceso obedece seguramente a diversas razones. De las que mejor percibo puedo indicar primero el miedo que me sobrevino luego de mi propia sorpresa por la relación de los demás, no de todos, claro, sino de quienes llamaríamos “autoridades” o “poderes”. Yo era “asqueante”, el “extremo de la degradación” y desde mí parecían emanar la “perturbación tendenciosa y contumaz”, la “disolución de las instituciones republicanas”, etc. En una segunda razón podemos incluir cómodamente todas las formas de la impotencia literaria: el no saber qué decir o cómo decirlo, la repugnancia por mí mismo como escritor, el sentirme alternativamente por encima o por debajo de mis propios escritos, etc. Y una tercera razón, quizá la más poderosa, es que yo también, como Masotta, busqué abandonar la fraudulencia y pasar a la “seriedad”. Intimidado, traté de merituarme para lograr alguna institucionalidad y licitud. Me enclaustré para estudiar filosofía y terminar la carrera, pues yo debía recibirme y ser profesor. Este debía ser el lado oficial de mi vida, por el que me haría perdonar aquella “aberración”, aunque yo, astutamente, me reservaría un lado “destructivo”, no por la bobería de helarle la sangre a burgués alguno, sino para sacar de este último lado una máxima fuerza literaria. Me recibí e inicié mi carrera docente en la misma Facultad de Filosofía y Letras junto con mi mujer y compañera Marta Brarda. Y esto era también estadísticamente normal e incluso decoroso. Hasta que en setiembre de 1974 fui dejado cesante por razones políticas. Entonces volví a hacer literatura, con, entre otras, dos obras largas: una novela autobiográfica y un ensayo filosófico sobre Roberto Arlt.
¿Cuál es el lugar específico que ocupa Roberto Arlt en sus preocupaciones?
Sigo buscando un modo de hurgar en o construir el sentido de su cultura –no diré “escritura” ni “literatura”– de la violencia y la prepotencia. Desde y por Arlt sabemos que hasta ahora no hay cultura argentina posible si no comienza ejerciéndose en el elemento de la violencia opresiva y la prepotencia. Y que toda respuesta a esa situación deberá fundar y practicar la cultura a través de la contraviolencia y la contraprepotencia. Contra los cultos que necesariamente nos violentan y los violentos que necesariamente nos cultivan, no seremos cultos de otro modo ni haremos otra cultura si no violentamos y prepotenciamos a nuestra vez. El dolorismo cósmico y el buen truco de tomar sobre sí los crímenes del hombre son el rezago que la violencia en forma de miseria tomó en Arlt y lo convirtieron en un hombre imposible y simultáneamente real, un hombre con quien no podríamos convivir un instante; y no solo un hombre imposible, sino el que debía cargar conscientemente (envenenadamente) con su imposibilidad. Puesto que mi novela Los reportajes de Félix Chaneton sería una muestra cualquiera de “cultura argentina”, debí acudir a Arlt, a quien nos divulgó que el secreto de la cultura yace en la violencia. Partiendo de Arlt busqué a Arlt mediante mi novela. Pero no se erige en Maestro a Arlt. Se aprende de él, sí, pero, además de esta receptividad, sólo se puede intentar ser Arlt, y aguantarse en el asco y frente a la muerte. Y para ser Arlt empecé por ser yo y a la vez otro que yo, otro yo que es un personaje de mi novela y a quien llamé Carrera. Porque Carrera soy yo; incluso dejé, en una ilusión de ser estudiado (atendido) por futuros descifradores, el muy fácil recíproco eco Carrera-Correas. Aunque igualmente Carrera es el yo peor que ya no podré ser, así como Chaneton –señorito que debía ser inicialmente repulsivo para terminar siendo no amado por vos, oyente o lector, sino aquel a quien habrías de acudir en tu momento de la desazón y la angustia– es el yo mejor que pude inventarme.
¿En su novela está nítidamente expresada una actitud ante la literatura. ¿En qué consistiría esa actitud y qué significa una literatura destructiva, como a través del prólogo se anuncia?
Por lo pronto le diré que mi novela, en cuanto la vi publicada, me dejó y me siguió dejando una impresión de anacronismo en todos los aspectos que se me ocurran. Y aunque no me detengo en mis impresiones, razono que ese anacronismo respondería a una demora o laboriosa o remolona meditación filosófica. Si el ateísmo es “una empresa cruel y de largo aliento”, según Sartre, no menos cruel y larga es la de volverse materialista; creo que recién me he iniciado en ella. Una actitud materialista antes la literatura pone en primer lugar la literatura como lucha violenta: contra las costras y podredumbres del idealismo inculcado en uno mismo y en los demás. Es justo la literatura destructiva: el escritor que busca hacer cultura, y no meramente defenderla o pillarla o enmendarla, sabe que no ha hecho buena literatura si su libro no alcanza a destruirlo en su más fina e intensa adaptación al mundo establecido. Sólo si pasa esa prueba, el escritor podrá aspirar a una destrucción análoga en el lector, y podrá alegremente pontificar con plena seguridad y derecho. Muy buenas revulsiones, disolvencias, provocaciones pertinentes, carcomas, terrores, agresiones correspondidas ya con el silencio, ya con la burla, ferocidades, virulencias e interrogantes sobre modos de degradación o de aniquilación atroz pueden hallarse en Arlt. Este hombre no abomina de su época menos que de sí mismo, ni su época no fue menos ruinmente guerrera y genocida que la nuestra ni nosotros somos más mugrientamente bárbaros. Sólo que una cultura no se hace si no se hace enemigos. Esto, que lo saben ya nuestros enemigos, es lección necesaria para devenir los enemigos que debemos ser. Los procedimientos de opresión y humillación no son “alternativas propuestas”: son realidades sociales prácticas que constituyen la sociedad argentina misma y que se ejercen de hecho desde y por la institución de la (digamos la palabras tan vieja y tan presente como el objeto designado por ella) burguesía como clase dominante que se sabe y se corrobora “ama de la historia”. Y nuestra época, aderezada por la última “dictadura militar”, es también de un retrasado estado de descomposición intelectual, que, deberá admitirse, es de inmediato político. Por ello estamos obligados a concluir que la política militar ha triunfado –internamente– y que este triunfo es el “espíritu oficial” y el gobierno presente. En efecto, nuestros militares han conseguido hacer creer a sus enemigos y adversarios naturales, ex intelectuales críticos de la sociedad pero ahora oficialistas, que han estado locos o han delirado y hacerlos confesar que el castigo que han recibido era merecido; o bien que la izquierda incurre paupérrimamente en “maximalismo”, término intelectual rastrero para lo que nuestros brutales militares y editorialistas asnales llaman, más dignamente “extremismo”. Son los efectos del adormecimientos de este depresivo período de seudopaz en la también pseudopostguerra. El actual partido gobernante, sus candidatos vencedores y los provisoriamente postergados, los intelectuales “autorresponsabilizados” que los apoyan o se resignan a ellos, su fraseología… son a lo sumo aplastantes. Son ya del todo ubicuos. Son la miseria de la cultura. Exitosamente se hacen o se dejan encontrar y depositan por doquiera viscosidad y pesadez: combinan la profundidad del hedor de quién está demasiado fatigado y demasiado lastimado para ser peligroso y una impávida apariencia de necedad, verdaderos huevos duros de quince minutos de cocción, de miradas vacías, de obras menores, quizás monstruosos, pero de solo interés local. Jamás en la historia de los argentinos, debe de haber marcado tanta fuerza de presencia el enmerdamiento que ha sobrevenido. También aquí nos asiste Roberto Arlt y su muestrario de basuras y basurales de nuestra sociedad. El basurero Roberto Arlt se encarnó asimismo en una basura modelo para hacernos comprender a una soledad a través de sus desechos específicos. Claro que habrá que rechazar siempre todo “miserabilismo”, la “mera mortalidad o infortunio”. Arlt no es en absoluto un escritor miserabilista.
Su libro sobre Arlt, ¿qué significaría respecto de la crítica que se escribió sobre este escritor?
Hay un vasto Arlt inédito y, por tanto, no hay un Arlt completo. Mi trabajo filosófico sobre Arlt pretende sistematizar parte de su obra. Sostengo que no hay Arlt si no es todo Arlt. Pero aún no hay un todo Arlt. Sólo formalmente mi libro se asemeja al de Larra en cuanto a que estudio a Arlt en sus novelas, cuentos, teatro, las Aguafuertes, y también en sus colaboraciones en la revista humorística Don Goyo, en algunas de sus crónicas últimas en El Mundo y en varios de sus cuentos de El Hogar y no recogidos en libros. Pero me aparto, sin interés, de las bonachonas intenciones de Larra y su estilo dominical subsecuente a la lectura u ojeada del suplemento infantil los diarios. Diana Guerrero y Masotta consideraron a Arlt sólo en algunos aspectos de la narrativa. Es incompartible la tesis de la primera sobre el discurso ideológico pequeñoburgués subyacente en la obra de Arlt, simplemente porque Guerrero no investigó la obra de Arlt, por lo que la tesis carece de prueba. Detrás del libro de Masotta está el Saint Genet de Sartre, además de la “prosa de tonos” de Merleau-Ponty. Es un ensayo expresivo, pero algo embrollado y sobremanera exiguo y apenas difunde lo que Masotta alcanzó a entender de una salteada y conjetural lectura de sólo una tercera parte del Saint Genet, lo cual me consta pues yo le presté el libro en francés. (Era, sí, un retoño de la fraudulencia, aunque ahora pienso si no quedará como uno de los productos más válidos para los lectores.) Entonces, mi libro sobre Arlt pretende significar, a paso forzado, una reflexión materialista totalitaria (es decir, aquí, filosófica) sobre la parte de la obra de Arlt. Estimo que avanzo sobre el conjunto de la crítica precedente, y, del todo separadamente, construyo a un nuevo Arlt por el que somos Astier, Erdosain o Balder. Este “ser” he tratado de mostrar en mi ensayo. Somos aquel traidor; ese ladrón, masturbador, fraudulento, asesino, suicida y terrorista onírico; este ingeniero burgués repugnado de sí mismo y que busca huir de la condición burguesa mediante la chochera erótica y la sumisión perruna a las mujeres; o bien nos alcanza la sagrada esterilidad del “escritor fracasado”, o también somos alguna de “las fieras”, que es el mito más bello y potente creado por Arlt.
¿Qué nuevos trabajos está preparando?
Preparo una serie de cuatro breves nouvelles, en la que me preocupa mucho la forma. Y para esto debo distorsionarme aunque sin desinteresarme por mí mismo ni por mi trabajo. El lector, por supuesto, es nuestro patrón; todo se hace para él, o, mejor, por él es posible que haya algo así como un todo. Pero quizás, y esto es ya el trabajo conjunto de la distorsión y el interés, más que buscar nuevas formas, habría que inventar e imponer otro sentido de “forma”, o destruir y deslegitimar cualesquiera temas acerca de la “forma” o el que la forma sea el contenido de nuestras reflexiones. O “forma” debería adquirir un sentido más hondo, pero que finalmente no sería sino el sentido de la existencia. Lo obvio es que es decisivo preguntarse ¿cómo escribir?, pero no más obvio ni más inevitable que preguntarse ¿cómo ser? o ¿cómo vivir? Pero el añadido fatal es ¿cómo escribir para ser leído y buscado y perseguido por el lector? Por lo demás espero urdir situaciones o episodios literarios que estén a la altura de la actoral inhumanidad argentina. Me bastaría con un lector o con los lectores que se persuadieran que es innecesario seguir argentinizando la inhumanidad. Y además estoy escribiendo un ensayo polémico contra un fantasmón escritor argentino especializado en suministrar el más influyente doctrinarismo al servicio de la guerra antisubversiva. Por ahora no conviene nombrarlo. Y también trabajo en mi tratado de filosofía. No seré libre hasta que no lo termine.
Este reportaje fue realizado en 1985 y publicado en la revista El juguete rabioso, año 1, nº 1, noviembre 1990.
1.11.10
En torno a Salto de mata de Hugo Savino, por Mariano Dupont
¡no tengo ideas, yo!… ¡ninguna! ¡y considero que nada es más vulgar, más común, más repugnante que las ideas! ¡las bibliotecas están llenas de ideas! ¡y las terrazas de los cafés!… ¡todos los impotentes rebalsan de ideas!… ¡y los filósofos!… ¡su industria son las ideas!… ¡con ellas agobian a la juventud!… ¡la prostituyen!… la juventud, usted lo sabe, está siempre lista para tragarse cualquier cosa…
Céline
Salto de mata no es un libro para los oficiosos de la cultura. Para los lectores con manual, los amantes del casillero, de las jerarquías, de las ideas. Para la sordera organizada, militante. La sordera que lee desde el pasado. Que sabe cómo deben ser los libros, cómo tienen que escribirse. Bien/mal, así no/así sí. La sordera que rechaza el gusto, lo libertario del gusto. Salto de mata es una pared que la sordera no puede atravesar. Se queda del otro lado. Y putea, se enoja, descalifica, interpreta. Desespera. Y para salir de la desesperación, teje impugnaciones, murmura. Invoca la santa protección del coronel Adorno, el presidente del Tribunal de la Estética. O de quien sea. Espíritus blindados del aparataje teórico. La Panzerdivision del tedio policíaco. Muertos que pensaron la literatura (o el arte) hace miles de años. El pasado. Y no hay manera: Salto de mata sigue allá adelante, inalcanzable, se va. Los sordos no pueden con Salto de mata, no lo pueden leer. Piden coherencia, respeto, sobre todo respeto; piden argumentaciones bien fundadas, como en los libros de verdad que a ellos les gustan. Fruncen el ceño, serios, preocupados… ¡pensantes! Porque la sordera piensa. ¡Y cómo! No para de pensar. Todo el día pensando, pensando. Y luego reconviene desde la cárcel del pensamiento, de la estética (un cuartito miserable, apestoso, ya lo conocemos). Son los estúpidos que sólo ven lo bello en las cosas bellas, como dijo Arthur Cravan. ¡Los conceptos! ¡La sacrosanta ideología! ¡Filósofos del arte! El pasado, sí. Lo podrido al cubo. Y claro, no alcanza, por supuesto. Qué va a alcanzar.
Para entrar en Salto de mata hay que tirar toda esa mierda a la basura. No es fácil. Primero hay que escuchar, escucharse, sobre todo escucharse. Pero nacieron con el oído tapado. Sordos de nacimiento. Por eso se dedican a la estética… ¡al rizoma!… ¡al noúmeno!… ¡al ser!… ¡al yo!… ¡al yo lírico!… ¡al himen!… ¡al desierto!… ¡a la identidad!… ¡al cine!… ¡a la novela!… ¡al argumento!… ¡a Rodolfo Walsh!… ¡a César Aira!… ¡a Kuitca!… ¡a Duchamp!… ¡a América latina!… Especulaciones. Il faut cultiver son jardin. Un quiosquito acá, otro allá, uno acullá. La cultura provee. Siempre. Para todos los gustos. Como en la heladería, hay para elegir, no hay problema. ¿Y pagan en los quiosquitos? ¡Qué van a pagar! Ni eso. ¡Para que empiece a entrar un mango hay que hacer cola durante años, romperse el culo junto a miles de piojos! Limpiar muchos baños, mucha caca de reyes pegada a los inodoros. Mucha lavandina. Meta trapo. Franela y franela. ¿Llamó usted? Dormir con el plumero debajo de la almohada, por las dudas, nunca se sabe. Abanicar, eso es clave. Zapatear un malambo. Lustrar mucha platería, también, mucho abotinado de gallego nuevo rico filisteo. Algunos mueren en la cola, otros pierden ahí los mejores años de sus vidas, chupan frío o se insolan, dependiendo de la estación, con la esperanza de llegar a tomar algún día un café con alguno de los cuatro o cinco faraones que llegaron a Barcelona. ¡Eternos segundones! ¡Eternos perdedores! ¡Sigan haciendo fila, gilastros! ¡Todo llega en la vida! ¡No pierdan las esperanzas! ¡Nunca se sabe! ¡Los milagros existen! ¡Confianza!… Avanti, sempre avanti!… La pirámide de la cultura, o sea. Más vieja que la roña. Los de abajo sostienen y sostienen, escoltan, se compran el uniforme, las botas Pampero, se arrodillan, baldean, manguerean, piden perdón por no saber escribir. Los pederastas de arriba, viejos sádicos, les corren la zanahoria… les mueven la banana, se la esconden. ¡Una y otra vez! Y los jóvenes no llegan nunca… ¡Desesperan por llegar pero no llegan! ¡Pobres infelices! O algún talentoso llega, es verdad, sí, alguno llega. Con un poco de talento, ojete y mucho cálculo, escribe la novela que justo ese día reclamaba Barcelona. Viudas, pileteros, crímenes invisibles, enigmas indisolubles, historias del pelo de concha, historias de la poronga, historias del escroto. ¡Memoria!… ¡política!… ¡exilio!… ¡militancia!… ¡compromiso!… ¡otra vez el compromiso!… ¡vuelve el compromiso!… ¡el compromiso nunca muere!… ¡siempre rinde! Estar a la izquierda, a no confundir, eh, nada de Sartre, ese pelotudo, Andrés Rivera hay uno solo, por suerte. Es decir: cotizar en bolsa con “la derecha avanza”, poniendo cara de “Mauricio Macri es un hijo de puta”. Y por supuesto: neoperonismo, neomalditismo, neovanguardismo, neoargumentismo, neopelotudismo, neopajerismo. Lo neo es un golazo, un clásico de clásicos: siempre funciona.
¿Y Savino a todo esto? Está en su casa, tomando mate. Sábado a la tarde. Lee a Marina Tsvietáieva, que de estas cosas sabía. O a Kerouac, que también sabía. O traduce a Henri Meschonnic, que pedía una historicidad radical. Lo contrario de la Historia (y sus tenazas). Escucha a Troilo, Savino. O a Albert Ayler. O a Armando Manzanero. Se dedica al gusto. Nada que ver con el arte. Garabatea en sus cuadernos: La línea del tiempo o Viento del Noroeste. Poemas, versos no oficiales. “Cositas” (Osvaldo Lamborghini). Cada tanto levanta la cabeza. O mejor: pone la oreja. Pone la oreja para escuchar en qué anda la época. Escucha para ver. Al revés de la sordera, que ve para escuchar, para ver si puede escuchar algo (pero no escucha un carajo). Escuchar para ver qué es lo que hay del otro lado del lenguaje (Beckett). Sismógrafo del poema, Savino. Registros de voz. Nada más. Una escritura del sonido. En primer lugar, la música. O el baile (Céline). Así, lo que dice Salto de mata (sobre literatura, sobre música, sobre lo que sea) es lo de menos. Los sordos eso no pueden entenderlo. Las ideas son mejores que cualquier tapón de silicona, doy fe. Salto de mata no dice, hace. Cosas al lenguaje. Ése es el trabajo de todos los libros de Savino: hacerle cosas al lenguaje. Savino sabe perfectamente que a esta altura ya se ha dicho demasiado, aflojen un poco, la puta madre, ya es hora, tenemos los huevos al plato con todo lo que se viene diciendo desde Gilgamesh. Queda sin embargo mucho por hacer (Coltrane).
La estética finge: indiferencia, aburrimiento, nonchalance. Suficiencia. Posa. Posa para que los giles crean que no acecha. Pero sí: acecha. Es incansable, voraz: quiere interpretar lo que dice Salto de mata. (El sentido no duerme.) Quiere valorar un libro que se caga en sus valores (los valores de la estética). Que sigan con lo suyo, dice Savino entre mate y mate, allá ellos, yo sigo con mis cositas: el poema, etc. La libertad. Cada vez más libertad: por ahí va Savino. Rasgando la tela (Sánchez). Pone este disco: hay mucho por hacer todavía, mucho que desmontar, el horizonte está en la muerte, allá, no antes, a ver si se entiende de una vez por todas: ¡nunca se llega! Savino habla solo, como Ayler. El que llega (el que cree que llega) cagó. Mucho por hacer, entonces. Un trabajo enorme que los indolentes estetizados no van a hacer en la puta vida. ¿Para qué? ¿Para perder lo poco que tengo? ¡Ni en pedo! Ante todo el uso de los frutos. Eso es muy importante: no dejar que los frutos se pudran. Así, con los valores se arman un tingladito, se protegen ahí, se dan calor unos a otros, como los pingüinos, se alimentan entre ellos, a cuchara, con la sopa ideológica. Se estimulan, se alientan: muy bueno tu libro, me encantó, me lo devoré, se lo regalé a mi mamá para el día de la madre. Son feligreses de la Iglesia de los valores asesinos. Se odian (incluso a ellos mismos). Se matan sin darse cuenta. Siempre por la espalda, si no, no tiene gracia. Ponen cara de felices, de lamas tibetanos, de sabios.
¿Y Savino a todo esto? Por el lado de Claudel, de Kerouac. Acompaña a Kerouac, a Claudel. Savino en Claudel: “para leerlo hay que acompañarlo hasta ahí”. Nadie acompaña. O muy pocos, seamos justos. La mayoría prefiere levantar el dedito como las abuelas del siglo veinte, censurar, cosa fácil, cualquiera censura, la especialidad de los profesores de letras, de los mancos. Acompañar en cambio es otra cosa, no es tan fácil acompañar. No es fácil seguir la veleidad del otro, sus devaneos, sus contradicciones, su gusto; no es fácil no retroceder ante el gusto del otro. Un gusto genuino es un gusto imperfecto, decía Eliot, el de La tierra baldía. El gusto de Savino es genuino, imperfecto, no hace un culto de las ficciones del canon (cualesquiera sean). Nada que ver. Por el lado de Claudel, de Kerouac, entonces. Del amor, sí, digámoslo, seamos cursis, me chupa un huevo. En las antípodas del valor. Por el lado de Murena, de Cerretani, que no están en Salto de mata pero están: son de Hugo Savino (y de sus cómplices de oído). Son de su gusto. Un gusto que no ofrece respuestas, como dice Savino de Meschonnic en el “ensayo” “Henri Meschonnic: el poema en la libreta”. Porque Salto de mata no trae conclusiones. No dice: esto es buena literatura, esto no, tengo la posta, esto está caduco, esto es actual, esto no, esto sí, mejor el argumento, mejor falta de argumento, etc. Y menos que menos busca hacer pie en los andamios de la buena factura. Vade retro. La buena factura es la peste (me lo dijo Savino). Ningún intento de incrustarse en alguna fachada al tanto por ciento. La de Savino es una voz solitaria. Punto. Ningún club. No lo acompaña el comité de ninguna revista. Lejos del género, lejos del ensayo. Lejos de la tesis, sobre todo de la tesis. A años luz de la postración de los chupamedias. Del pasmo de los alcahuetes. Del espíritu rebañego. “Devotos: abstenerse.” Cerca del poema, del poema en la libreta, como escribe Savino (como pocos; ni bien ni mal: como pocos). Abierto a lo que no conoce, como Claudel. A la bartola, rápido, a saltos de sintaxis. Toco y me voy. ¿Adónde? ¡Qué sé yo! Una esgrima de cervato chiflado. Y así se mete en zonas complicadas. Se manda. Saca a relucir frases hinchapelotas para hacer saltar a los jodidos por la estética (magister dixit).
La estética carece de humor, se sabe. Se toma todo en serio, es obediente, limpia, disciplinada, olfa, lee al pie de la letra lo que dice Salto de mata. Su pasión es educar. De vuelta: bien/mal, así no/así sí, aprobado/desaprobado. La estética quiere ideas… ¡ideas!… ¡ideas!… ¡ideas!… ¡más ideas!… Una muestra de que vamos bien. No puede escuchar que en lenguaje Savino las ideas no existen. No hay ideas en Savino. Quien busque ideas en Salto de mata caerá en un pozo ciego. Ahí, en la oscuridad, con el agua al cuello, lo que encontrará, sí, es mucha culpa. Mirará a los costados, se volverá paranoico. Se molestará, sobre todo se molestará. Querrá encerrar a Savino en una bolsa de arpillera, amordazarlo, pegarle algunos puntinazos (pero sin lastimarlo, ojo). Darle un escarmiento, una lección. La comisión directiva de Unione e Benevolenza propone el aceite de ricino, una purga, como en la época del Duce. A ver si se calla de una vez por todas. Le habían pedido distancia crítica. ¡Pero el díscolo no hace caso! ¡Rebelde! ¡El educando no se deja educar! ¡Se niega! Los “cosos de dar lecciones” no saben qué hacer con Savino. Entre molleja y molleja, lo desguazan, a libro abierto. El alumno es porfiado, no quiere crecer, ¡no aporta! ¡Adhiere al desacato! ¿Quién se cree? ¿De qué la va? Se empecina en ir por donde no hay que ir. ¡Escribe lo que no hay que escribir! Como el irreivindicable Murena. ¿A qué? ¿Por qué? ¿Es que a Savino le gusta flagelarse?, ¿es masoquista, Savino? ¿No se da cuenta de que así se hunde? ¿Qué busca, inmolarse? ¡Hombre grande! Lacan. Porque Freud no alcanza. Así que llega Lacan. Toda una garantía. El mejor comodín: sirve para todo, Lacan. ¡Aún hoy! ¡Lacan o muerte! Sacan de la billetera la estampita del santo del moñito, le rezan, lo vuelven a leer por milésima vez, le ponen velas, inciensos. ¡Adorno y Lacan! Bouvard y Pécuchet. El santuario ortopédico. La máquina de hacer chorizos. Que no para de hacer ruido, de joder. ¡Noche y día! Toda una generación. “La cofradía de los mediocres que se reúnen (en cada época) para demostrarse a sí mismos que tienen talento y excluir al hombre libre” (Dominique de Roux). Siguen los nietos, ahora, se multiplican como hormigas culonas, ya se subieron a la tarima para reemplazar a la parálisis gagá.
La decisión es unánime: hay que operar. El dictum de la época, que es igual a las pasadas, no nos engañemos. Así que a no quejarse, no caer en la tentación. La lagrimita es lo peor. ¡El mercado! ¡Todo es culpa del mercado! ¡El mercado! ¡Nadie lee! ¡Ay, ay, ay! ¡Culpa del mercado! ¡El mercado! ¡La industria cultural! ¡Maldito mercado! ¡70 ejemplares en 3 años! ¿Hay derecho? ¿Eh? La comedia es implacable, impecable. La vida es una fiesta, sorditos. ¡No olvidar! ¡Jamás! ¡Es la única memoria que importa! Por más operaciones que quieran arruinarla. El verdadero espíritu no se deja atrapar. Está y no está. Hace un paso al costado: pasen, pasen. Pero hablaba de operar. Hay que operar, decía. Eterna Cadencia… Malba… Ostende… Frankfurt… ¡Hasta llegar a Barcelona! ¡A Barcelooooona! ¡Al paraíso! ¡Al éxtasis! ¡A Dios! ¡Ahhhh! ¡Al fin!… Así que ahí están en Barcelona, llegaron, algunos llegaron. Arroban a los gallegos, que creen estar frente a los Raymond Roussel del nuevo milenio. Son clones de Ronald McDonald, pero no lo saben. Dicen cosas como: “Joyce dejó de interesarme” o “La literatura debería ser un contragolpe como los de André Agassi”. ¿Y Savino a todo esto? Pone la oreja, ya lo dije. Está en el lugar preciso en el momento preciso. Está ahí. Dio un paso al costado. No está operando. Savino no opera. ¿Y entonces? ¡Entonces a operarlo! Operación Savino. El diagnóstico ya está: ilegible (no se puede soportar). ¿Matarlo? No, no, por favor, eso es demasiado. Pero sí podríamos extirparle el rencor, el resentimiento, el tono de compadrito, ¿qué les parece? Adecentarlo, embellecerlo, acicalarlo, manicurarlo. ¡Vaciarlo! Eso: vaciarlo. Se proponen vaciar a Savino, quieren un poco de paz, continuar el sueño eterno. Le dan turno. En vano. Porque Savino no va a ir, me lo dijo el otro día, no piensa ir, que se vayan a cagar. Está ocupado con el poema, con sus cositas. Escribe para un lector que no existe.
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