27.1.18

Un americano yéndose a París, por Pablo Moreno


Robert me consiguió un pase para ver a los Doors. Janet y yo habíamos devorado su primer álbum y casi me sentía culpable de ir sin ella. Pero tuve una reacción extraña cuando vi a Jim Morrison. Todas las personas que me rodeaban parecían paralizadas pero yo observé todos sus movimientos con atenta frialdad. Recuerdo aquella sensación con mucha más claridad que el concierto. Mientras lo observaba, sentí que era capaz de hacer lo mismo. No sé  decir por qué lo pensé. No había nada en mi experiencia que me indujera a creer que aquello podía ser posible, pero abrigaba esa vanidosa presunción. Percibí su vergüenza además de su honda seguridad. Exudaba una mezcla de belleza y odio hacia sí mismo, y dolor místico, como un san Sebastián de la costa Oeste.
Patti Smith. Éramos unos niños.

La vitalidad perfomática. Patti Smith ancla su mirada en eso porque es la condición de un poeta observando a otro. Es el cómo recitar esos versos, cómo atestar en la auditorio el linaje de poetas malditos salpicado por la inevitable carretera beatnik. The Doors eran demasiado “arty” para el panorama el rock de la costa oeste de los 60’s. Ni la metáfora tan transparente de los Byrds en “Eight miles high”, ni la mística tripera de los Dead, ni la descarriada lucha de egos de los Buffalo Springfield, ni el ensueño canadiense de Joni Mitchell, ni la diatriba política de los Jefferson Airplane, ni el sueño hippie rumbo a la colisión de la pesadilla americana de Neil Young, ni la solitaria deconstrucción política del rock de un Frank Zappa.

La poesía y, sobre todo, la voz de Morrison era una premeditada conjunción del lenguaje visual heredado de la
UCLA, el viaje chamánico, Huxley, Blake, Brecht materializado en un  Rimbaud de bares de mala muerte. La banda seguía la literatura propuesta por el barítono. En los momentos felices los Doors podían pergeñar un álbum exquisito como Strange Days. Cómo no quedar embriagado por esa diatriba pletórica de deseos resumida en We want the world and we want it now! Y en eso radicaba la elegancia porque carecía del carácter efímero de un slogan político. Demasiado inteligente para la horizontalidad californiana. Ni un ápice de la nostalgia residual de los Beach Boys porque jamás narraron sobre la juventud perdida. En los momentos soporíferos descarrilaban sin red de contención como en “The Celebration of the Lizard”: poesía mala nacida para crispar los nervios. Cuando el barítono se ausentaba componían un experimento innecesario como The soft parade (la absurda megalomanía de Manzarek). El incesante bombardeo etílico de Morrison lo trajo nuevamente al estudio de grabación. En L.A. Woman Morrison pierde la sofisticación de antaño. Ha visto la ciudad, se ha sumergido en ella y de esa experiencia surgen imágenes imperecederas. La poética de aquel que observa. Ahí está la belleza sobrecogedora de “Cars his by my window”, un auténtico tratado sobre la mirada.

La costa oeste nunca pudo edificar una teoría de la imagen. La
UCLA fundamentalmente era (y es) una institución de la fosilización (la historia del cine). La industria del cine está dos pasos, fabrica sueños, no elabora teorías. La fuerza teórica siempre surgió de la costa este. Nueva York cobijó a Mekas, a Warhol (con o sin los Velvet, con o sin la cámara), Cage, a Sontag a la vanguardia que luego perteneció la propia Patti Smith. Las Notas sobre la visión (Mansalva, 2017) de Morrison escritas en el año 1964 y luego editadas en 1969 conforman un híbrido de anotaciones personales, diario, poemas y apuntes teóricos sobre la mirada, pero particularmente sobre el cine. El recorrido se inicia en la ciudad, establece una genealogía de las películas anclando en un principio mitológico. Despliega el más allá del cine en el happening y el multimedia. Teoriza sobre la cámara y el espectador. Describe a los Dioses que nos sumergen en el poder totalizador de las imágenes: Los dioses nos apaciguan con las imágenes. Nos dan libros, conciertos, galerías, espectáculos, cines. A través del arte, nos confunden y nos ciegan hasta esclavizarnos. Debord denominó a los dioses como “espectáculo”. Hoy vulgarmente se lo denomina como corporaciones.

Simple y llanamente (una prosa poética contundente para un estudiante de cine) estipula dos formas de evolución del cine: el espectáculo (creación de un mundo sustituto totalmente sensorial) y el espectáculo voyeurístico (observación erótica y observación de la vida real). Algo que Serge Daney describió como” lo visual” (nuestra manera de decodificar las imágenes/verificación óptica de un procedimiento de poder) en contraposición a la “imagen” (que se apoya sobre una experiencia de la visión).

Este entramado de escritos sobre el cine constituye la última obra escrita editada por Morrison (paradójicamente los escritos de juventud). Es a la vez la escritura fundacional de una poética ligada al rock. La lírica necesitaba de un mito fundacional que reclama un horizonte final: la ciudad. Luego Morrison va al otro lado del Atlántico, a París, la ciudad de las teorías del cine. En este sentido, la obra de Morrison se estructura en un diseño que narra una vida. El mito que nos cuenta las historias de la ciudad angelina y que terminaron siendo una oda a la misma.

20.1.18

Volumen II: los tiempos pesados, por Joaquín Rodríguez


El año 1972 fue convulso para la Argentina. Mientras los levantamientos populares se multiplicaban en el país, la dictadura de Lanusse alistaba una retirada “ordenada” dejando a su paso un derrotero sangriento. En medio de aquella ebullición, la juventud era una olla a presión a punto de estallar, consecuencia de casi dos décadas de regímenes militares y democracias acotadas. La música no permaneció inerte a los cambios sociales y comenzó a canalizar la ira reprimida de forma cada vez más imaginativa en una época en la que bastaba con poco para pasar la noche en un calabozo.

Entre los mayores exponentes del emergente rock pesado se encontraba Norberto Napolitano, el guitarrista de La Paternal que, al mando del grupo Pappo’s Blues, había editado su disco debut en 1971 y volvía a las andanzas con un nuevo álbum que se tituló Volumen II, una obra imprescindible en el cancionero popular. La placa se grabó en el sello Music Hall al calor de una formación renovada que sumó al baterista Luis Gambolini y al bajista Carlos Pignatta, con participaciones ocasionales de Black Amaya en los parches, quien había emigrado a Pescado Rabioso ese mismo año. Napolitano acababa de regresar de un viaje por Inglaterra en el que se codeó con la escena local. Allí compartió zapadas con el mítico Lemmy Kilmister, futuro líder de Motörhead. 

Volumen II es un disco enérgico y sintético, conformado por ocho canciones que se reparten en 30 minutos, donde la banda vuela a través del blues, el rock n’ roll tradicional y un heavy metal emergente que comenzaba a tomar la escena. Los tambores de Gambolini marcan el inicio con El tren de las 16, una apertura poderosa para un tema que se convertirá en himno con el correr de los años. Entre riffs demoledores, historias sencillas y solos interminables, Pappo deja en claro una fascinación correspondida para con su instrumento. Llegará la paz y Solitario Juan son radiografías del momento que atravesaba el país, mientras que Blues de Santa Fe, una canción salida de las entrañas mismas del Misissippi pero trasladada a la vera del Río Paraná, marca el costado más tradicional del músico.

De todos modos, la canción que superará con creces el paso del tiempo es Desconfío de la vida, un blues tan sencillo como emotivo donde el músico desnuda su alma solitaria con un piano en recuerdo de amoríos fallidos y relaciones tortuosas. Esta es, sin dudas, una de las características más llamativas de Pappo: su capacidad para sintetizar emociones con recursos simples. A partir de su éxito, el tema sería reversionado infinidad de veces, incluyendo una en vivo con Charly García y Miguel Botafogo acompañando al autor.

Si bien en la actualidad el disco puede sonar con ciertas falencias –consecuencia de la rusticidad de las grabaciones de aquella época– ubicado en tiempo espacio, Volumen II es de una densidad intensa pero dinámica. El álbum incluye la oda Tema I, que fue interpretada anteriormente por Spinetta bajo el nombre Castillos de Piedra en Spinettalandia y sus amigos, un trabajo que sirvió como transición entre Almendra y Pescado Rabioso, y que preanunciaba el rumbo que el Flaco quería imprimirle a su nueva búsqueda.

En resumen, Volumen II fue la síntesis de una corriente musical que buscaba alejarse del pacifismo y la “liviandad” que manejaban otros artistas de la época. Influido por bandas como Cream o Jimi Hendrix Experience, Pappo’s Blues legó una pieza que fue difundida por generaciones hasta constituirse en una de las gemas más preciosas en la joven pero intensa vida del rock nacional.


13.1.18

Rayos, por Denise Koziura Trofa



Miró cómo se elevaba esa construcción frente a su casa y entonces le quedó claro que en el futuro, los rayos de sol serían solo para aquellos que los pudieran costear. Sintió un profundo odio por los nietos del finado Don Manuel, que no habían esperado nada para rematar la casa del viejo. Pirañas. Murmuró y después los maldijo. Pensó entonces que sería lindo tener poderes sobrenaturales y estiró la mano en dirección a la nueva edificación. Se le tensó el brazo, la mano, pero nada. Ni un mísero vientito. Pronto le dio culpa lo que estaba haciendo y se hizo la señal de la cruz. Volvió adentro. Luchó por ocuparse y pensar en otras cosas. Al rato estaba de nuevo afuera con los brazos cruzados. Por lo menos era domingo y no se oía aquel molesto martillar. Miró a sus plantines, y al ligustro que se erigía frente a su casa, con pena. Ya no les daría el sol de la tardecita. Ahora se tendrían que conformar con la luz del mediodía. Por poco llora mirando las flores. Sacudió el puño de nuevo en dirección a la construcción, contendiendo la bronca. Y golpe.
Un ruido a cosa enorme que cae y pega de seco contra el suelo.
Se acercó dos pasos, y achicó los ojos para ver entre la nube de polvo. El calorcito pronto le alcanzó la cara. Era el atardecer que se filtraba a través de la construcción que se había venido abajo.
Se miró las manos callosas con sorpresa y orgullo, y acarició al árbol de la vereda.