(O sobre el romance entre el nazi y la sionista)
“Ahora
sabemos que detrás del Heidegger especulativo estaba un Heidegger pasional y
mujeriego, y que no fue tan solo la pregunta del Ser la que atormentó sus días,
y más aún sus noches, sino también otra cuestión: la pregunta por el Eterno
Femenino y su irresistible encanto.”
Franco Volpi
Decía Houellebecq que los criterios del amor son similares a los del nazismo:
demanda juventud, belleza, fuerza... Heidegger fue nazi y fue un amante
pertinaz y numeroso, y sin embargo no reunía para nada esos requisitos; era –en
todo contrario al ideal del modelo nazi– extremadamente petiso, moreno y
rulado, bastante poco agraciado en fin; razones de más para haber sido, como lo
fue, un Don Juan de aula en todas las
de la Ley. Parecerá contradictorio,
pero para quien conozca un poco las
costumbres de las histéricas en los claustros, será moneda corriente. Es
por el mundo sabido, el sex appeal
del modelo publicitario o galancito de telenovela y el del profesor de la
facultad son más bien caminos que se bifurcan. Entre el experto en sexo que
prodiga el pene como península de su cuerpo, y el sabio del sexo que detenta un
falo del orden del saber, hay la misma distancia que entre la pobre mujer
activa que busca al rico hombre pasivo, y la histérica que le hace el juego al
amo. Si dentro de la esfera política Heidegger acabó haciendo de bufón del amo
–Hitler–, en el estricto campo universitario era el amo en sí mismo: rector de
la universidad de Friburgo, no sólo profesor sino filósofo-artista, es decir
creador de obra y de calado universal. Feúcho y de extracción campesina y pobre,
autor no precisamente de best sellers para
mannequins o poemitas nerudianos sino
de unos cuantos tratados abstrusos de maravillosa pesadez, Martin Heidegger fue
un german lover. El latin lover es heredero de Tenorio,
profesa como ars amandi una téchne, que no sale del mundo de la práxis y la poiesis. De Don Juan se ha dicho –Lacan– que no es nada más que un
ensueño femenino: el del hombre a puro falo, imposible de castrar. La versión B
de todo esto, es la del resentimiento del mundo, la que daba por ejemplo
Gregorio Marañón: se trataba nomás –a Don Juan referimos– de un homosexual no
asumido. El german lover al contario,
casi como el Platón de Nietzsche, dice: –Yo, Martin Heidegger, tengo la Verdad. No va del baile a la
alcoba, sino del aula al tálamo.
La mujer de Heidegger tuvo que esperar a que a este señor le agarrara un paro
cardíaco a los 82 años para agarrarlo para ella con exclusividad. Podían ser
muy nazis y muy metafísicos pero tuvieron a lo largo de su vida casi casi una
pareja abierta, propicia al estado-de-abierto (Erschlossenheit) que el mentado dómine bien supo suscribir.
Eran nazis open mind. Abierta para
él, es cierto, en principio, que logró ser a la vez fiel y polígamo activo por
décadas, con el consentimiento y la venia de su esposa, a la que con toda
probabilidad amaba. La reciprocidad cojeaba. Ella era una mujer de su casa –a
la que se tomó en algún momento por la Xantipa mansa del siglo XX o la
Elisabeth Förster exogámica– que sin embargo le dio a Heidegger a un par de
años de casados un hijo que no era de él sino de un amante, y al que el
ontólogo fenoménico reconoció como suyo y a sabiendas y brindó cabal amor de
padre. Pacto de indulgencia y comprensión mutua, cuyo sistema de compensación
podrá haber sido progresista en su momento, aunque hoy parece desbalanceado. A
cambio de una aventura letal que dio su fruto ella soportó con atávico
estoicismo femenino el aventurerismo sexual perpetuo de su famoso marido. He
allí el pacto conyugal. Sobre esta pareja el penetrante censor Alain Badiou
supo decir que representaban “un existencialismo provinciano, hipócrita y
religiosamente dirigido”. Contundente oxímoron amoroso.
Heidegger justificaba sus lances extramaritales como alimento necesario para su
obra y pensamiento; al mismo fin precisó de su señora esposa Elfride: sin
cónyuge perpetua y variopintas queridas permanentes nada habríamos sabido del
olvido del ser; estaríamos todavía entificados. Podría haber enunciado: detrás
de todo gran sistema de pensamiento se esconde un gran número de mujeres. No
hubiera habido Sein und Zeit sin
Elfride ni Arendt, en principio; notable circunstancia factual en el hacedor de
una filosofía magnánima que escamoteó del primero al último día no sólo la
menor alusión a la sexualidad sino incluso al noble amor que Sócrates ubicara
en el principio de todo filosofar. Al respecto en su gran tratado, apenas dos
citas a pie de página de Pascal en el parágrafo 29, y mutis. El Dasein no es macho ni hembra, es
anterior –o ajeno– a la sexuación –y a las derivas de género– (Sartre lo acusó
de “asexuado”): no sólo no es el sujeto cartesiano sino tampoco el lacaniano
bifurcado en dos modos de gozar (el divisor sexual es una delimitación óntica,
no ontológica).
Lencelin y Lemonnier, repasando cartas privadas, lo acusan de usar su obra y su
famoso pensamiento como mera coartada, le imputan el “travestismo conceptual de
un vulgar deseo de seducir.” Con “mi Dasein
desprovisto de pasiones” –escribe en algún lado– no podría haber emprendido la
tarea de pensar. Y de Hannah Arendt supo decir que fue “la pasión de mi vida”.
Lo primero que Macedonio le reprochó al autor de Ser y Tiempo cuando leyó el tratado –en su loco afán de emprender
un criticismo místico “entontecido”, como le llamaba– fue que no había ninguna
necesidad de estar en el mundo –así lo dijo–. “La Eterna” –que por lo visto no
fue una, como postula la crítica
macedoniana de las últimas décadas, sino por lo menos dos– cumplía el rol de
oficiante de “trocador del Pensamiento en Amor”; como se ve, las mujeres
–Elfride y Hannah en principio– eran medios de una trocación al revés: entregaban su amor –y sus encantos– como pasto
de un Pensamiento. El Dasein demanda,
para “pensar”, no pensar en sexo. La
fórmula existencial subrepticia del Dasein
es: tener sexo, hacer el amor, para no pensar
en eso; id est: para pensar. En términos macedonianos Heidegger había
menester de la voluptuosidad impensable para la voluptuosidad de su pensar como
no pensar la voluptuosidad. Recordemos la célebre frase de Fernández que
condenó a la metafísica argentina a una suerte de nigromancia pasional-amorosa
que reunió principio –amor– y fin –muerte– del pensar de acuerdo a la tradición
socrática:
No hago una metafísica por voluptuosidad del pensar, sino para hallar el cómo de una eternidad de figura humana que amo.
Es posible que Schopenhauer o Hegel no tuvieran alguien corporal amado cuya
muerte no quisieron, y cuyo cómo de no muerte no creyeran posible hallar.
No parece que la pareja de Heidegger con su esposa haya sido simplemente la de
un empresario obsesivo y un ama de casa histérica. La revelación de las
correspondencias en los últimos lustros abrió nuevas perspectivas como para
disipar un poco la idea que se tenía de una consorte arpía y lóbrega musa inspiradora del triste y agrio
nazismo del filósofo, y no así de su obra. Heidegger intentó propiciar una
cierta amistad entre sus dos amores y logró que ambas damas se trataran con
cariño y se cartearan al punto de que alguna vez Hannah –la semita– llegó a
confesarle a Elfride –la antisemita– vía
mail que estaba tan mal por su propia disolución con Heidegger que se casó
con un hombre que no amaba, ya que había decidido no volver a amar a ningún
hombre (lo que no le impidió tratarla de “pobre idiota” por otro lado). Sin
embargo Arendt tuvo dos maridos y dos amores, por lo que parece: Heidegger y el
segundo de sus maridos (Heinrich Blücher) entran en el segundo conjunto. El
primero de los maridos la amó pero no parece que ella le haya retribuido del
todo con la recíproca. Le dio más bien lo que Martin Heidegger no le iba a
ofrecer, el sostén necesario para realizar su empresa narcisística de dama
fálica que acabó elevándola a la estatura de uno de los más grandes filósofxs
políticos del momento. El intríngulis de Arendt fue llegar a vivir el gran amor
sin perder la identidad personal –a algo parecido a ese desenlace evitado Lacan
le llamó “estrago”–, y lo consiguió en cierta forma a expensas de Heidegger que
prefería tomarla como musa de su pensar y doble partenaire: sexual-amoroso sí,
y también intelectual pero en tanto que espectadora privilegiada e intérprete
preclara de su obra, ya que por lo que se sabe no recibió con buenos ojos el
ascenso al éxito de ella como eminencia filosófica ni jamás mostró interés por
sus libros. Arendt, dice Manuel Cruz, le tenía miedo a “disolverse en el amor”,
y el cuco solvente tenía el nombre del profesor Martin. Fue su segundo marido
quien le permitió hacer confluir eros y voluntad de poder, el gran dilema
actual de la mujer emancipada. Realizarse en el amor y el trabajo, con una
salvedad que la ubica más cerca del filósofo que de la mujer: la gran impulsora
del concepto fundamental de “natalidad” prefirió la Complete Work al niño. El quid del gran célibe es la obra o la vida; la cuestión en el
filósofo que además de trabajar puede amar es crear o procrear. Arendt alcanzó lo primero: convertirse en la
paridora del concepto de natalidad como núcleo duro del zoon politikón; Heidegger –el mayor pensador de la muerte que tuvo
la filosofía del siglo XX, el siglo más asesino de todos los siglos– logró
conjugar todo, hasta hacer de padre del hijo adulterino de su esposa cornuda,
el que acabó siendo el albacea y curador de su obra, y quien supo declarar que
el amplio harem de su padre-padrastro estaba poblado por mujeres tan atractivas
física como intelectualmente. La pareja entre el nazi y la sionista es, con
toda evidencia, uno de los grandes chistes del siglo, por no decir enigmas o
asombros, que queda mal. Hay algo de Romeo y Julieta en ello, el gran conflicto
entre eros y el lazo social. Muestra que la militancia en el amor y el amor a
la militancia pueden ser opuestos y no obstante triunfales entrambos. El
peronista y la gorila, la bostera y el gallina, qué problema podrían hacerse si
la filosofía nos pudo dar el amor entre Martin Heidegger y Hannah Arendt, que
al fin y al cabo no sólo se amaron a expensas de sus carreras; al contrario
supieron hacer de Cupido un elemento rentable en sendas mitologías de autor. Es
por todos sabido que Arendt le tendió una importante mano al amante caído en
desgracia una vez erradicado el imperialismo hitleriano, así como cuesta no
pensar que el flirt prolongado con Heidegger no le haya aportado a su causa
como empresaria de las ideas (por citar la manera en que Cioran con lograda
ingenuidad anatemizaba –descriptivamente– a Sartre). Borges postulaba que era
el olvido la única forma de perdonar; Arendt se empecinó en ubicar esa facultad
en el amor. “El amor perdona muchas cosas” llegó a decir la judía perseguida
Hannah Arendt tratando de dar cuenta ante el mundo de cómo pudo amar y volver a
relacionarse con el académico-metafísico nacional-socialista. Es que “el amor
no tiene sujeto y es pasión pura”. Más que apolítico el amor es la más poderosa
fuerza antipolítica que corroe los cimientos civiles del orbe, se lee en La Condición Humana, y por eso no es
“mundano”; es “la
libre decisión de dos seres humanos de vivir plenamente y hasta sus últimas
consecuencias un suceso, un evento, cosa que ninguna institución de la sociedad
puede soportar”. “Quien no sintió nunca el poder del amor no forma parte de los
vivos”, puso en su Diario Filosófico.
Si el que no ama es un muerto vivo (como el neurótico obsesivo, según algunos
lacanianos, cuya pregunta prototipo es “¿estoy vivo o estoy muerto?”), o bien
no-está-en-la-vida, los que aman a su vez no-están-en-el-mundo
(acaso una suerte de tenue objeción-reproche al Sein und Zeit), y el que suele meterse entre medio de los dos
tórtolos y bajarlos a tierra y hacerlos poner pie en el mundo es el hijo, a
riesgo –escribe Hannah– de forzarlos a hacer que pongan colofón al amor.
El amor, debido
a su pasión, destruye el en medio de que nos
relaciona y nos separa de los demás. Mientras dura su hechizo, el único en medio de que puede insertarse entre dos amantes es el hijo, producto del amor.
El hijo, este en
medio de con el que los amantes están
relacionados y que poseen en común, es representativo del mundo en que también
esto les separa; es una indicación de que insertarán un nuevo mundo en el ya
existente. Mediante el hijo es como si los amantes volvieran al mundo del que
les ha expulsado su amor. Pero esta nueva mundanidad, el posible resultado y el
único posible final de un amor es, en un sentido, el fin del amor, que debe
subyugar de nuevo a los amantes o transformarse en otra manera de pertenecerse.
Lejos de aquello que Jacques Lacan describió en los umbrales de la pasión
amorosa como “la mascarada femenina” y “la parada viril”, el baile de disfraces
fálicos en el que se embrollan mutuamente los enamorados para dar lo que no
tienen a quien no lo necesita, Arendt ubica al amor en la tradición del
conocimiento no de la ignorancia:
Porque el amor,
aunque es uno de los hechos más raros en la vida humana, posee un inigualado
poder de autorrevelación y una inigualada claridad de visión para descubrir el quién, debido precisamente a su desinterés, hasta el punto de total
no-mundanidad, por lo que sea la persona amada, con sus virtudes y defectos no
menos que con sus logros, fracasos y transgresiones. El amor, debido a su
pasión, destruye el en
medio de que nos relaciona y nos separa
de los demás.
Y el “en medio de” entre Heidegger y Arendt diríamos que se las trajo: fue la
Segunda Guerra Mundial y el nacional-socialismo… Lancelin-Lemmonnier dicen que
Arendt no quiso renegar de lo vivido, del acontecimiento del amor, ya que las
grandes pasiones –citaba a Balzac– son tan escasas como las obras maestras. En
el pequeño párrafo dedicado al tema en La
Condición Humana observa que el amor –contra la idea que pudieron imprimir
en los hombres los poetas– es una rareza: “uno de los hechos más raros de la
vida humana”. Uno puede pensar en cuánta es la gente que se cree excepcional y
privilegiada incluso en este asunto, y que no deben de ser pocos los que se
creen dentro del ínfimo círculo de los elegidos por el amor auténtico.
Tanto Manuel Cruz (en Amo luego Existo
–Los filósofos y el amor–), como
Lancelin y Lemonier (en Los Filósofos y
el Amor –De Sócrates a Simone de
Beauvoir–) en cierta forma denuncian cierta degradación de la vida erótica de Martin Heidegger, al forzarlo a
dar cuenta de esa vida privada que tanto empeño puso en birlar. Le buscan la
vuelta freudiana. Heidegger fue un hombre afortunado –en el trabajo y el amor,
contra lo que declara el refrán–: logró hacer del circuito peroniano del
trabajo a la casa y de la casa al trabajo un verdadero coitocircuito que no cortocircuitaba ni cuitaba al gran
conceptuador del “cuidado” (Sorge). No
se puede decir que el galán de claustro sea un hombre freudiano aunque sí un
hombre escindido –hombre al fin–: su probable bifurcación entre el deseo y el
amor no se traducía en el partenaire doble de la puta y la madre: ¿o llamaremos
“objeto rebajado” a aquellas doncellas cerebrales aspirantes a un doctorado?
Una fue la musa y la otra la secretaria, la mujer celeste para la aventura y la
mujer terrestre para el orden. El ateísmo viudo de Fernández que jamás se
hubiese rebajado a disertar sobre teología inmanencial de bóveda celeste alguna
acabó en una rarísima “alucinación del trasmundo” ante la imposibilidad de un
hecho concreto: la muerte de su esposa. El cielo de Heidegger es un cielo
mundano, y no necesitó como aquel pensador de la calle –el gran flâneur Carlos Baudelaire– recaer en la
mujer de la calle. Podríamos aplaudir en Heidegger las virtudes del hombre
mundano, habiendo sabido hacer comulgar cielo y tierra, no rebajando a las
categorías de puta y madre a querida y esposa. En principio, el aula
catedralicia no es un prostíbulo. No sabemos si degradó meramente a madre a su mujer pero parece al menos que no rebajó a puta a su amante. Podríamos
decir que Heidegger amó a su amante-querida filósofa, si es que ese hombre amó
algo más que a su ser-amado (a su él ser amado, se entiende) y a su
“pensamiento”; si deseó a su esposa
–cuida y guarda de ese Dasein–, por
suerte quedará por saberse; logró mantenerlo resguardado en su apreciable
esfuerzo pudendo por preservarse de la obscenidad que el capitalismo
pansexualista impuso al Sein in der Welt.
“La gente debe dedicarse a mi pensar, la vida privada no tiene nada que hacer en
lo público”. Ya se dijo cuál era la idea que tenía este señor sobre lo que es
la vida de un filósofo –lo ejemplificaba en Aristóteles–: nacen, piensan, y
mueren… Punto. Tema con el que Derrida pretendió hacer un problema, y Heidegger
lo resolvió de un plumazo, evidentemente “preocupado” por guardar en el sótano
de lo impensable los oscuros tejemanejes de su vida política y los licenciosos
eventos de su andadura amorosa: anhelaba ser un pensador sin biografía. Y en
esto coincidían bastante con su amada Hannah, que hacía culto del amor secreto:
El amor, por
ejemplo, a diferencia de la amistad, muere o, mejor dicho, se extingue en
cuanto es mostrado en público. («Nunca busques contar tu amor / amor que nunca
se puede contar.») Debido a su inherente mundanidad, el amor únicamente se hace
falso y pervertido cuando se emplea para finalidades políticas, tales como el
cambio o salvación del mundo. (La Condición Humana)
Motivo por el cual se podría presentar a la pareja Heidegger-Arendt como la
antítesis de la pareja Sartre-Beauvoir. Así como Lamborghini decía de Sartre
que era un cómico, decía lo propio Arendt de la mujer de Sartre: la consideraba
poco inteligente y acusaba a la pareja parisina de un uso público de la
relación.