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5.6.25

Sobre literatura argentina, por Néstor Sánchez

 

 

¿Qué opina del llamado “boom” de la literatura argentina?

El llamado “boom” ha representado, en alguna medida, un buen negocio algo parcial y bastante contradictorio, para unos pocos sellos editores. Asistidos por el azar –o por esa espantosa necesidad de “inventar la noticia”– ciertas revistas redactadas por poetas y escritores un poco desalentados de la actividad estética no remunerada, iniciaron el fenómeno sumando inflación a la retórica de la contemporaneidad absoluta. Reaparecieron, con mayor desenfado y menos autenticidad, los lugares comunes de todas las revistas literarias de “vanguardia” editadas en el país. De esta manera, me parece, la masa que va de odontólogos a psicoanalistas –con sus numerosos estratos en crecimiento de avidez– tuvo una vaga impresión de inteligencia propia, de gusto, de entusiasmo literario. De ahí que los libros más vendidos en los últimos años difieran tanto entre sí. Recuerdo, por ejemplo, cierta lista de best sellers de unos pocos meses atrás: en ella figuraba un libro de Arlt, otro de Marcuse y otro de Huxley.

Creo que las ventas bajan y bajarán porque el aluvión de papel escrito por cualquiera sobrepasó toda esperanza de cultura propia. Por otra parte: la poesía no se ha vendido más, y ahí están los verdaderos lectores. Tal vez tengan que crearse nuevas revistas con nuevos escribas desalentados y entonces volverá a entenderse que la literatura no es ni ha sido nunca una actividad ni un tema privilegiado, que no existe razón para que despierte un interés mayor que una sonata para piano. Lo contrario sería recaer en los dominios de Sartre proponiendo un destino mesiánico a un hombre que sólo puede pretender descifrar (con un instrumento tan limitado como es la respiración de una lengua) esa cosa un poco extraña que es su relación con la diversidad del mundo durante una vida tan cortita.

¿Existe crítica literaria en la Argentina?

La crítica literaria, tal cual aparece habilitada por nuestra precarísima noción de cultura heredada de la vejez europea, existe de por sí cuando un señor se sienta frente a una máquina de escribir a explicar por qué él no escribe un libro mejor que el comentado. Después existen sociólogos sin empleo –absolutamente convencidos de la comunicación- y que se dedican a escribir más largo, con más bibliografía, con muchas esperanzas de imponerle una preceptiva a ese pobre tipo dedicado a los reinos de la imaginación en prosa, o en verso. En nuestro país no puede haber crítica porque hasta hace muy poco el noventa y ocho por ciento de lo escrito en libros se podía, a su vez, contar por teléfono. Un crítico sería antes que nada un mediador, un adelantado; desde este punto de vista es casi inimaginable porque tiene que tratarse de una persona con humildad casi patológica, con disponibilidad real para reavivar en él la experiencia. Morirá solo y pobre, en un país como el nuestro.

¿Cuáles son sus proyectos inmediatos? 

Mis proyectos son: terminar un libro de “monólogos” sobre mi experiencia de escritura sobre la base de notas que he ido acumulando en cuadernos con espiral de alambre, durante cada uno de mis tres libros. Al mismo tiempo escribo algo que podrían llamarse relatos pero que en realidad no lo son aunque integrarán, alguna vez, un volumen.

¿Cuál es para usted el mejor libro de ficción narrativa publicado en la Argentina en 1969? ¿Por qué?

El amhor, los orsinis y la muerte, Sudamericana, 1969. Porque se parece mucho al libro que quería leer hasta antes de escribirlo.

 

Tomado de: Los libros, ENERO/1970

25.11.21

Cuestionario Proust a Cristino Bogado


¿Cuál es el colmo de la miseria?
Ver tv, series.

¿Qué virtud valora más en las personas?
Que no militen por abstracciones, fantasmas.

¿Qué es lo que más le gusta hacer?
Perder el tiempo.

¿Dónde querría usted vivir?
En Lambaré, donde vivo actualmente.

¿Cuál es su ideal de la felicidad terrestre?
Que nadie me moleste.

¿Con qué errores tiene la mayor indulgencia?
Con ese que busca el reencuentro con la vida, pujando por obtener en cada intentona la perla de los Gnósticos.

¿Cuáles son los héroes de novela que prefiere?
Watt de Beckett, cualquiera de Los posesos de Dostoievski, Jorge Malabia de Onetti, Dagoberto bizco, monópodo y folísofo de Murena. Tyaratyondyorondyondyo, joven de extraordinaria belleza que según un cuento herero fue asesinada por la envidia de las otras jóvenes igualmente bellas, pero, como dicen los pastores, Tyaratyondyorondyondyo sobresalía como el dedo del medio entre las demás. (Antología negra, Cendrars).

¿Cuál es su personaje favorito de ficción?
Ese Archibaldo de la Cruz noir de Obsession (Hidden room) de Edward Dmytryk, 1949, se trata de un marido cornudo que decide disolver al amante (su amigo) de su bella e infiel esposa.

¿Cuáles son sus heroínas favoritas de la vida real?
Las mujeres cheyennes tiernas y amables madres y esposas en la vida diaria- salen con cuchillos para mutilar los cuerpos de los enemigos muertos.

¿Su pintor favorito?
Los trogloditas que pintaron los caballos de Chauvet

¿Su músico favorito?
Cualquier músico africano, el tecladista etíope Hailu Mergia, el antropólogo y cantautor camerunés Francis Bebey o Traoré Amadou llamado Ballaké (Burkina Faso).

¿Su cualidad preferida de los hombres?
El silencio. 

¿Su cualidad preferida de las mujeres?
“Una mujer con quien beber y morir”.

¿Su virtud preferida?
Virtud del rey Arturo para ver el miligramo milagroso.

¿Cuál es su ocupación preferida?
Que en la monótona e interminable serie de vocablos carentes de sentido‚ en determinado punto‚ encuentre la palabra mágica‚ aparentemente similar a todo el resto

¿Cuál es su idea de la felicidad perfecta?
No salir nunca de la pobreza, venero de la fantasía.

¿Cuál es su miedo más grande?
Un planeta donde se prohíba tomar cerveza y coger con mujeres.

¿Cuál es el rasgo que más deplora de usted mismo?
La curiosidad.

¿Cuál ha sido su mayor atrevimiento en la vida?
Ninguno.

¿Cuál considera que es actualmente la virtud más sobrevalorada?
La indignación digital.

¿Qué es lo que más le disgusta de su apariencia?
Su virilidad hirsuta y heathcliffiana.

¿Cuáles son las palabras que más usa?
Nambré (no me vengas con eso)

¿Qué es de lo que más se arrepiente?
No haber aprendido a andar en bici y nadar y manejar un coche.

¿Quién habría amado ser?
El viento en un bosque de b0ambú y tacuaras.

¿El rasgo principal de su carácter?
La inconstancia.

¿Su sueño de felicidad?
Que el canto de mis luchas cotidianas, no muera. Que sea cantado siempre y viva más tiempo que todos los reyes y tiranos y héroes.

¿Cuál sería su mayor desgracia?
Haber nacido.

¿Su principal defecto?
El aburrimiento, todo termina aburriéndome.

¿Eso que querría ser?
Yo a los 16 sin granitos en la cara.

¿El color que prefiere?
El rosicler, el rosado del amanecer.

¿La flor que más le gusta?
Las de los cactus.

¿El ave que prefiere?
El chingolo lugonesiano o el colibrí (mainumby o mainó) mbya guarani.

¿Sus héroes en la vida real?
Arecayá, Guyraverá, lideres de las rebeliones indígenas de los siglos XVII.

¿Sus heroínas en la historia?
Fanni Kaplan.

¿Sus nombres favoritos?
Agripina, Eleuterio, Anastasia.

¿Dónde y cuándo es feliz?
Cuando duermo y sueño.

¿Cuándo miente?
Todo el tiempo, ahora.

¿Cuál es su idea de la muerte?
Para los vivos la muerte no existe; en cuanto a los muertos, no existen ellos.

¿Qué no perdonaría?
No dejarse matar por las tres obras que veneras.

¿Cuál considera que ha sido su mayor logro?
Jugar el juego de la vida hasta la última baraja o pieza, a pesar de su manifiesta trampa y final cantado.

¿Para usted qué es un buen insulto?
Anus Caín, la de Céline contra Sartre.

¿Cuál es su idea de la fidelidad?
La del escritor a su escritura.

¿Qué cosas detesta por encima de todo?
La obsesión por los fantasmas en el hombre moderno.

¿Personajes históricos que más desprecia?
Papa Inocencio VIII, perseguidor de la magia popular.

¿El hecho militar que más admira?
La de Gral. Díaz en la batalla de Curupayty, la única victoria paraguaya de la Guerra Guazu.

¿La reforma que más admira?
Las leyes germanas que protegían a las mujeres: “El que corta la cabellera de una jovencita, esta condenado a pagar sesenta y dos monedas de oro; el ingenuo que ha apretado la mano o el dedo de una mujer de condición libre, es punido con una enmienda de quince monedas de oro; de treinta, si le ha apretado el antebrazo, y de cuarenta y cinco si le ha tocado el seno (si mamillam strinxerit)”.

¿El don de la naturaleza que quisiera tener?
El del chamán, todo lo que toca es más bello, sano, grande y fabuloso.

¿Cómo le gustaría morir?
Cogiendo se dice en Paraguay, tatuári.

¿Estado presente de su espíritu?
Zen, Tao.

¿Cuál es su frase preferida?
Macht kaputt, fue euch kaputt macht! (Destruye eso que intenta destruirte). ¡Que es, por cierto, el estado actual de mi WhatsApp!

12.8.21

Literatura del escándalo, por Javier Fernández Paupy

 

Todas las noches escribo algo (Mansalva, 2021), libro póstumo de Carlos Correas, se lee como una autobiografía o, por lo menos, da cuenta minuciosa de la vida de un autor inigualable. En este tomo están los elementos para descifrar su obra con más perspectiva. La época en la que vivió, sus lecturas, su derrotero en el universo revisteril de su tiempo, la aventura y el conocimiento de un querer citadino, su soledad, su sexualidad, su afición al diario como un registro y trabajo sobre sí mismo, la práctica de la autobiografía novelada, su amistad con Masotta, sus lecturas de Sartre, Arlt y Borges, sus traducciones de Kafka, Kant, Kierkegaard. Es un contrapunto único para entender la obra de Correas. Compilado por Jorge Quiroga y Federico Barea, el libro está divido en seis apartados. Asistimos a una disección temática de la obra de Carlos Correas.

La literatura de Correas apunta en contra del aburguesamiento. «La literatura agoniza por exceso de críticos» anotaba a sus veintidós años, cuando reseñaba una novela de Valentín Fernando para la revista de Héctor Murena, Las ciento y una. En esa nota que hoy se lee como un manifiesto, el joven Correas proponía su programa de escritura en contra de una literatura anodina: «
Nuestra tarea de escritores debe abarcar la totalidad sintéticamente. Nuestras obras deben asustar, crear dolores de cabeza, preocupar, ponerlo todo en cuestión. Es, por supuesto, una literatura del escándalo. Una literatura de suicidas para suicidas. Podríamos decir, que la nuestra tiene que ser una literatura homeopática, es decir, que cure los males con los males mismos. Y debemos hacerla con todo rigor, inflexiblemente, sin pedir ni dar tregua ya que no tenemos otra manera de amar a nuestro público y este es nuestra única esperanza».

En este libro vemos la transformación de la mirada de un autor. Desde esos textos tempranos y belicosos, al aplomo minucioso y mordaz con el que desacredita malas traducciones, hace exégesis de distintas versiones de traducciones de Marx, elogia casos aislados como la traducción incompleta de El idiota de la familia que hizo Patricio Canto.
Correas se burla de traductores a los que define de “garruleros y botarates”. Con gracejo destruye la impericia de las malas traducciones y de los divulgadores de mala estofa. Así, anota: «La traducción de Manuel Lamana, en 1963, de la Critique de la raison dialectique (edición francesa de 1960), para Editorial Losada, es execrable y sólo puede llevar al lector a la idiotez». También dice con desacato: «De Ruggiero sufre de pereza mental y confusionismo y ramplonería y se desliza al inevitable parasitismo que brota “como hongos” en todo movimiento filosófico que cobra influjo espiritual». Agresión, ironía, burla, sentido profundo, talento.

Para mí, Correas es el heredero absoluto de Roberto Arlt. Carlos Correas es un escritor del futuro. Y las generaciones venideras lo van a seguir descubriendo. Van a encontrar la fuerza y la precisión de su escritura para dar cuenta y reponer las condiciones materiales de una época y su mirada singular de la vida. En una entrevista con Jorge Quiroga, Correas dice sobre Arlt:
«Desde y por Arlt sabemos que hasta ahora no hay cultura argentina posible si no comienza ejerciéndose en el elemento de la violencia opresiva y la prepotencia. Y que toda respuesta a esa situación deberá fundar y practicar la cultura a través de la contraviolencia y la contraprepotencia. Contra los cultos que necesariamente nos violentan y los violentos que necesariamente nos cultivan, no seremos cultos de otro modo ni haremos otra cultura si no violentamos y prepotenciamos a nuestra vez». Correas entiende que «Arlt, (…) nos divulgó que el secreto de la cultura yace en la violencia». La tragicidad de su obra y de su vida aparecen en sus personajes pero también se desliza en sus comentarios críticos. La presencia de la muerte como un reconocimiento ineludible. La posibilidad del suicidio como una voluntad soberana.

Correas, lector de Kafka, analiza la obra del checo desde categorías singulares: detalle, amor, deseo, clarividencia, alienación, soledad, prostitución, el mundo. Correas afirma que «habría que vivir 300 años para leer todo lo que hay que leer». Y en esa entrevista publicada hace más de veinte años en El ojo mocho muestra sus intereses como lector y sus relecturas. Casi nada de “novedades” y la insistencia de unos pocos autores.
Se podría pensar que el característico y minucioso detallismo de Correas que sugiere con la descripción material la atmósfera moral muestra en sus crónicas de la televisión argentina la decadencia de nuestra civilización. Mariano Grondona, Mario Pergollini son los títeres de turno para mostrar la idiotez de nuestro Gran Guiñol espectacular y sin vida de la decadencia local. Me parece que el lenguaje claro y limpio de Correas, su registro variado y preciso, su tono reconocible, ese es su estilo y lo llevó a todas partes. Hay algo que me parece absolutamente extraordinario en Correas y es su capacidad de decirlo todo en un lenguaje llano no exento de profundidad. Haber dejado por escrito, en clave autobiográfica, lo que cualquier otra persona que aspira a la decencia burguesa se cuidaría en ocultar.

Es un lugar común pero no por eso menos cierto decir que hay editoriales que publican libros para un público que existe, mientras que  hay otras que arriesgan capital económico y también simbólico para un lector que quizás todavía no existe. Habría que decir que los textos que estaban dispersos de Carlos Correas, ahora reunidos en un libro editado por Mansalva, me lleva a pensar en esos lectores y esas lectoras que todavía no existen. Como en su momento fue un hallazgo de la editorial la publicación de Los jóvenes (2012). Estaba faltando este libro que ahora existe con el título de Todas las noches escribo algo. A la vez ya existía pero no en forma de libro sino como una suma de textos dispersos que un grupo reducido de lectores apasionados ya conocía. Es un libro fundamental para nuestro presente y también para las futuras generaciones.

17.9.20

Letanía del odio, por Robert Crumb

 



Soy una persona tremendamente negativa, siempre lo he sido. ¿Nací así? No lo sé, pero vivo asqueado por una realidad que me horroriza y asusta; me aferro desesperadamente a las pocas cosas que me confortan, que me proporcionan algún alivio.
Detesto a la humanidad en su conjunto. Puedo sentir un fuerte cariño por determinados individuos, pero el género humano sólo me infunde desprecio y congoja. Odio casi todo lo que pasa por civilización. Odio el mundo actual, entre otros motivos porque está atiborrado de gente. Odio las hordas, las multitudes en esas inmensas ciudades llenas de vehículos abominables, de estruendo, de ajetreo incesante y absurdo. Odio los autos y la arquitectura moderna; pienso que todo edificio construido después de 1955 debe ser derruido.
Aborrezco la música popular contemporánea. No hay palabra para expresar cuánto me crispa los nervios su falsa, petulante y vacua fatuidad. Odio los negocios y el contacto con el dinero, uno de los inventos más repulsivos de la especie humana. Odio la cultura mercantil en que todo se compra y se vende sin dejar piedra por mover. Odio la comunicación de masas y cómo la gente se deja subyugar por ella.
Odio tener que levantarme cada mañana para encarar otra jornada de demencia. Odio la obligación de comer, cagar o mantener mi cuerpo; odio mi cuerpo. Me horroriza pensar en sus órganos y funciones internas, en el cerebro o la digestión, en el sistema nervioso.
La naturaleza es una atrocidad, no me parece ni grata ni benigna. Todo estriba en morir o matar. El mundo natural es un sitio muy peligroso repleto de fuerzas y bichos temibles, criminales. Odio el funcionamiento de la naturaleza. El sexo es particularmente execrable y pavoroso: el macho penetra con su verga en el orificio de la hembra, la fecunda, otro ser aparece dentro de ella y ésta habrá de soportar un penoso suplicio cuando la nueva criatura empuje para salir al exterior con el único objeto de repetir más tarde el mismo ciclo. ¿Acaso hay algo existencialmente más nauseabundo que la reproducción?
¡Cómo detesto la parada nupcial! Siempre he aborrecido mi propio apetito sexual, que cuando era joven, nunca me daba tregua. Estaba constantemente acuciado por la frustrada manía de hacer con (y a) las mujeres cosas estrambóticas o censurables. Mi conciencia vivía por ello en un conflicto permanente que jamás fui capaz de solventar. La vejez es el único alivio.
Odio el mecanismo del alma humana, la manera en la que nos traumatiza y marca estúpidamente en la primera infancia para pasar el resto de nuestras vidas tratando de superar esas fijaciones pueriles sin llegar nunca a culminar la empresa.
Detesto la religión organizada. Odio a todos los gobiernos: no son más que juegos de poder ejecutados por ambiciosos sin escrúpulos sobre las espaldas de los pobres, los débiles y los niños. Somos una cáfila de chulos y matones. Los adultos se meten con los niños y los niños mayores con los más chicos; los hombres avasallan a las mujeres y los ricos a los pobres; todos quieren imponerse.
Aborrezco el culto al poder, uno de los rasgos humanos más abyectos. Me repugna la inclinación de los hombres por el desquite y la venganza. Odio ver cómo los seres humanos tratan de engañar al prójimo, cómo estafan, timan, embaucan y se aprovechan del ingenuo, el incauto o el ignorante.
Detesto las conversaciones huecas, artificiosas y banales que prodiga la gente. A veces me asfixian de tal modo que quiero huir lo más lejos posible.
Mi propia condición humana consiste sobre todo en odiar lo que soy. Cuando de pronto advierto que soy uno de ellos, un alarido me viene a la garganta.

«El infierno son los otros» (Juan Paul Sartre)
«El infierno también es uno mismo» (R. Crumb)



Tomado de: Recuerdos y opiniones (Robert Crumb y Peter Poplaski), Global Rhythm Press, 2008.

 

20.2.19

El German lover como Don Giovanni áulico, por Luciano García



(O sobre el romance entre el nazi y la sionista)


Ahora sabemos que detrás del Heidegger especulativo estaba un Heidegger pasional y mujeriego, y que no fue tan solo la pregunta del Ser la que atormentó sus días, y más aún sus noches, sino también otra cuestión: la pregunta por el Eterno Femenino y su irresistible encanto.
Franco Volpi


Decía Houellebecq que los criterios del amor son similares a los del nazismo: demanda juventud, belleza, fuerza... Heidegger fue nazi y fue un amante pertinaz y numeroso, y sin embargo no reunía para nada esos requisitos; era –en todo contrario al ideal del modelo nazi– extremadamente petiso, moreno y rulado, bastante poco agraciado en fin; razones de más para haber sido, como lo fue, un Don Juan de aula en todas las de la Ley. Parecerá contradictorio, pero para quien conozca un poco las costumbres de las histéricas en los claustros, será moneda corriente. Es por el mundo sabido, el sex appeal del modelo publicitario o galancito de telenovela y el del profesor de la facultad son más bien caminos que se bifurcan. Entre el experto en sexo que prodiga el pene como península de su cuerpo, y el sabio del sexo que detenta un falo del orden del saber, hay la misma distancia que entre la pobre mujer activa que busca al rico hombre pasivo, y la histérica que le hace el juego al amo. Si dentro de la esfera política Heidegger acabó haciendo de bufón del amo –Hitler–, en el estricto campo universitario era el amo en sí mismo: rector de la universidad de Friburgo, no sólo profesor sino filósofo-artista, es decir creador de obra y de calado universal. Feúcho y de extracción campesina y pobre, autor no precisamente de best sellers para mannequins o poemitas nerudianos sino de unos cuantos tratados abstrusos de maravillosa pesadez, Martin Heidegger fue un german lover. El latin lover es heredero de Tenorio, profesa como ars amandi una téchne, que no sale del mundo de la práxis y la poiesis. De Don Juan se ha dicho –Lacan– que no es nada más que un ensueño femenino: el del hombre a puro falo, imposible de castrar. La versión B de todo esto, es la del resentimiento del mundo, la que daba por ejemplo Gregorio Marañón: se trataba nomás –a Don Juan referimos– de un homosexual no asumido. El german lover al contario, casi como el Platón de Nietzsche, dice: –Yo, Martin Heidegger, tengo la Verdad. No va del baile a la alcoba, sino del aula al tálamo. 

La mujer de Heidegger tuvo que esperar a que a este señor le agarrara un paro cardíaco a los 82 años para agarrarlo para ella con exclusividad. Podían ser muy nazis y muy metafísicos pero tuvieron a lo largo de su vida casi casi una pareja abierta, propicia al estado-de-abierto (Erschlossenheit) que el mentado dómine bien supo suscribir. Eran nazis open mind. Abierta para él, es cierto, en principio, que logró ser a la vez fiel y polígamo activo por décadas, con el consentimiento y la venia de su esposa, a la que con toda probabilidad amaba. La reciprocidad cojeaba. Ella era una mujer de su casa –a la que se tomó en algún momento por la Xantipa mansa del siglo XX o la Elisabeth Förster exogámica– que sin embargo le dio a Heidegger a un par de años de casados un hijo que no era de él sino de un amante, y al que el ontólogo fenoménico reconoció como suyo y a sabiendas y brindó cabal amor de padre. Pacto de indulgencia y comprensión mutua, cuyo sistema de compensación podrá haber sido progresista en su momento, aunque hoy parece desbalanceado. A cambio de una aventura letal que dio su fruto ella soportó con atávico estoicismo femenino el aventurerismo sexual perpetuo de su famoso marido. He allí el pacto conyugal. Sobre esta pareja el penetrante censor Alain Badiou supo decir que representaban “un existencialismo provinciano, hipócrita y religiosamente dirigido”. Contundente oxímoron amoroso.

Heidegger justificaba sus lances extramaritales como alimento necesario para su obra y pensamiento; al mismo fin precisó de su señora esposa Elfride: sin cónyuge perpetua y variopintas queridas permanentes nada habríamos sabido del olvido del ser; estaríamos todavía entificados. Podría haber enunciado: detrás de todo gran sistema de pensamiento se esconde un gran número de mujeres. No hubiera habido Sein und Zeit sin Elfride ni Arendt, en principio; notable circunstancia factual en el hacedor de una filosofía magnánima que escamoteó del primero al último día no sólo la menor alusión a la sexualidad sino incluso al noble amor que Sócrates ubicara en el principio de todo filosofar. Al respecto en su gran tratado, apenas dos citas a pie de página de Pascal en el parágrafo 29, y mutis. El Dasein no es macho ni hembra, es anterior –o ajeno– a la sexuación –y a las derivas de género– (Sartre lo acusó de “asexuado”): no sólo no es el sujeto cartesiano sino tampoco el lacaniano bifurcado en dos modos de gozar (el divisor sexual es una delimitación óntica, no ontológica).

Lencelin y Lemonnier, repasando cartas privadas, lo acusan de usar su obra y su famoso pensamiento como mera coartada, le imputan el “travestismo conceptual de un vulgar deseo de seducir.” Con “mi Dasein desprovisto de pasiones” –escribe en algún lado– no podría haber emprendido la tarea de pensar. Y de Hannah Arendt supo decir que fue “la pasión de mi vida”.

Lo primero que Macedonio le reprochó al autor de Ser y Tiempo cuando leyó el tratado –en su loco afán de emprender un criticismo místico “entontecido”, como le llamaba– fue que no había ninguna necesidad de estar en el mundo –así lo dijo–. “La Eterna” –que por lo visto no fue una, como postula la crítica macedoniana de las últimas décadas, sino por lo menos dos– cumplía el rol de oficiante de “trocador del Pensamiento en Amor”; como se ve, las mujeres –Elfride y Hannah en principio– eran medios de una trocación al revés: entregaban su amor –y sus encantos– como pasto de un Pensamiento. El Dasein demanda, para “pensar”, no pensar en sexo. La fórmula existencial subrepticia del Dasein es: tener sexo, hacer el amor, para no pensar en eso; id est: para pensar.  En términos macedonianos Heidegger había menester de la voluptuosidad impensable para la voluptuosidad de su pensar como no pensar la voluptuosidad. Recordemos la célebre frase de Fernández que condenó a la metafísica argentina a una suerte de nigromancia pasional-amorosa que reunió principio –amor– y fin –muerte– del pensar de acuerdo a la tradición socrática:
No hago una metafísica por voluptuosidad del pensar, sino para hallar el cómo de una eternidad de figura humana que amo. Es posible que Schopenhauer o Hegel no tuvieran alguien corporal amado cuya muerte no quisieron, y cuyo cómo de no muerte no creyeran posible hallar.

No parece que la pareja de Heidegger con su esposa haya sido simplemente la de un empresario obsesivo y un ama de casa histérica. La revelación de las correspondencias en los últimos lustros abrió nuevas perspectivas como para disipar un poco la idea que se tenía de una consorte arpía y lóbrega musa inspiradora del triste y agrio nazismo del filósofo, y no así de su obra. Heidegger intentó propiciar una cierta amistad entre sus dos amores y logró que ambas damas se trataran con cariño y se cartearan al punto de que alguna vez Hannah –la semita– llegó a confesarle a Elfride –la antisemita– vía mail que estaba tan mal por su propia disolución con Heidegger que se casó con un hombre que no amaba, ya que había decidido no volver a amar a ningún hombre (lo que no le impidió tratarla de “pobre idiota” por otro lado). Sin embargo Arendt tuvo dos maridos y dos amores, por lo que parece: Heidegger y el segundo de sus maridos (Heinrich Blücher) entran en el segundo conjunto. El primero de los maridos la amó pero no parece que ella le haya retribuido del todo con la recíproca. Le dio más bien lo que Martin Heidegger no le iba a ofrecer, el sostén necesario para realizar su empresa narcisística de dama fálica que acabó elevándola a la estatura de uno de los más grandes filósofxs políticos del momento. El intríngulis de Arendt fue llegar a vivir el gran amor sin perder la identidad personal –a algo parecido a ese desenlace evitado Lacan le llamó “estrago”–, y lo consiguió en cierta forma a expensas de Heidegger que prefería tomarla como musa de su pensar y doble partenaire: sexual-amoroso sí, y también intelectual pero en tanto que espectadora privilegiada e intérprete preclara de su obra, ya que por lo que se sabe no recibió con buenos ojos el ascenso al éxito de ella como eminencia filosófica ni jamás mostró interés por sus libros. Arendt, dice Manuel Cruz, le tenía miedo a “disolverse en el amor”, y el cuco solvente tenía el nombre del profesor Martin. Fue su segundo marido quien le permitió hacer confluir eros y voluntad de poder, el gran dilema actual de la mujer emancipada. Realizarse en el amor y el trabajo, con una salvedad que la ubica más cerca del filósofo que de la mujer: la gran impulsora del concepto fundamental de “natalidad” prefirió la Complete Work al niño. El quid del gran célibe es la obra o la vida; la cuestión en el filósofo que además de trabajar puede amar es crear o procrear. Arendt alcanzó lo primero: convertirse en la paridora del concepto de natalidad como núcleo duro del zoon politikón; Heidegger –el mayor pensador de la muerte que tuvo la filosofía del siglo XX, el siglo más asesino de todos los siglos– logró conjugar todo, hasta hacer de padre del hijo adulterino de su esposa cornuda, el que acabó siendo el albacea y curador de su obra, y quien supo declarar que el amplio harem de su padre-padrastro estaba poblado por mujeres tan atractivas física como intelectualmente. La pareja entre el nazi y la sionista es, con toda evidencia, uno de los grandes chistes del siglo, por no decir enigmas o asombros, que queda mal. Hay algo de Romeo y Julieta en ello, el gran conflicto entre eros y el lazo social. Muestra que la militancia en el amor y el amor a la militancia pueden ser opuestos y no obstante triunfales entrambos. El peronista y la gorila, la bostera y el gallina, qué problema podrían hacerse si la filosofía nos pudo dar el amor entre Martin Heidegger y Hannah Arendt, que al fin y al cabo no sólo se amaron a expensas de sus carreras; al contrario supieron hacer de Cupido un elemento rentable en sendas mitologías de autor. Es por todos sabido que Arendt le tendió una importante mano al amante caído en desgracia una vez erradicado el imperialismo hitleriano, así como cuesta no pensar que el flirt prolongado con Heidegger no le haya aportado a su causa como empresaria de las ideas (por citar la manera en que Cioran con lograda ingenuidad anatemizaba –descriptivamente– a Sartre). Borges postulaba que era el olvido la única forma de perdonar; Arendt se empecinó en ubicar esa facultad en el amor. “El amor perdona muchas cosas” llegó a decir la judía perseguida Hannah Arendt tratando de dar cuenta ante el mundo de cómo pudo amar y volver a relacionarse con el académico-metafísico nacional-socialista. Es que “el amor no tiene sujeto y es pasión pura”. Más que apolítico el amor es la más poderosa fuerza antipolítica que corroe los cimientos civiles del orbe, se lee en La Condición Humana, y por eso no es “mundano”; es
“la libre decisión de dos seres humanos de vivir plenamente y hasta sus últimas consecuencias un suceso, un evento, cosa que ninguna institución de la sociedad puede soportar”. “Quien no sintió nunca el poder del amor no forma parte de los vivos”, puso en su Diario Filosófico. Si el que no ama es un muerto vivo (como el neurótico obsesivo, según algunos lacanianos, cuya pregunta prototipo es “¿estoy vivo o estoy muerto?”), o bien no-está-en-la-vida, los que aman a su vez no-están-en-el-mundo (acaso una suerte de tenue objeción-reproche al Sein und Zeit), y el que suele meterse entre medio de los dos tórtolos y bajarlos a tierra y hacerlos poner pie en el mundo es el hijo, a riesgo –escribe Hannah– de forzarlos a hacer que pongan colofón al amor.
El amor, debido a su pasión, destruye el en medio de que nos relaciona y nos separa de los demás. Mientras dura su hechizo, el único en medio de que puede insertarse entre dos amantes es el hijo, producto del amor. El hijo, este en medio de con el que los amantes están relacionados y que poseen en común, es representativo del mundo en que también esto les separa; es una indicación de que insertarán un nuevo mundo en el ya existente. Mediante el hijo es como si los amantes volvieran al mundo del que les ha expulsado su amor. Pero esta nueva mundanidad, el posible resultado y el único posible final de un amor es, en un sentido, el fin del amor, que debe subyugar de nuevo a los amantes o transformarse en otra manera de pertenecerse.

Lejos de aquello que Jacques Lacan describió en los umbrales de la pasión amorosa como “la mascarada femenina” y “la parada viril”, el baile de disfraces fálicos en el que se embrollan mutuamente los enamorados para dar lo que no tienen a quien no lo necesita, Arendt ubica al amor en la tradición del conocimiento no de la ignorancia:
Porque el amor, aunque es uno de los hechos más raros en la vida humana, posee un inigualado poder de autorrevelación y una inigualada claridad de visión para descubrir el quién, debido precisamente a su desinterés, hasta el punto de total no-mundanidad, por lo que sea la persona amada, con sus virtudes y defectos no menos que con sus logros, fracasos y transgresiones. El amor, debido a su pasión, destruye el en medio de que nos relaciona y nos separa de los demás.

Y el “en medio de” entre Heidegger y Arendt diríamos que se las trajo: fue la Segunda Guerra Mundial y el nacional-socialismo… Lancelin-Lemmonnier dicen que Arendt no quiso renegar de lo vivido, del acontecimiento del amor, ya que las grandes pasiones –citaba a Balzac– son tan escasas como las obras maestras. En el pequeño párrafo dedicado al tema en La Condición Humana observa que el amor –contra la idea que pudieron imprimir en los hombres los poetas– es una rareza: “uno de los hechos más raros de la vida humana”. Uno puede pensar en cuánta es la gente que se cree excepcional y privilegiada incluso en este asunto, y que no deben de ser pocos los que se creen dentro del ínfimo círculo de los elegidos por el amor auténtico. 

Tanto Manuel Cruz (en Amo luego ExistoLos filósofos y el amor–), como Lancelin y Lemonier (en Los Filósofos y el AmorDe Sócrates a Simone de Beauvoir–) en cierta forma denuncian cierta degradación de la vida erótica de Martin Heidegger, al forzarlo a dar cuenta de esa vida privada que tanto empeño puso en birlar. Le buscan la vuelta freudiana. Heidegger fue un hombre afortunado –en el trabajo y el amor, contra lo que declara el refrán–: logró hacer del circuito peroniano del trabajo a la casa y de la casa al trabajo un verdadero coitocircuito que no cortocircuitaba ni cuitaba al gran conceptuador del “cuidado” (Sorge). No se puede decir que el galán de claustro sea un hombre freudiano aunque sí un hombre escindido –hombre al fin–: su probable bifurcación entre el deseo y el amor no se traducía en el partenaire doble de la puta y la madre: ¿o llamaremos “objeto rebajado” a aquellas doncellas cerebrales aspirantes a un doctorado? Una fue la musa y la otra la secretaria, la mujer celeste para la aventura y la mujer terrestre para el orden. El ateísmo viudo de Fernández que jamás se hubiese rebajado a disertar sobre teología inmanencial de bóveda celeste alguna acabó en una rarísima “alucinación del trasmundo” ante la imposibilidad de un hecho concreto: la muerte de su esposa. El cielo de Heidegger es un cielo mundano, y no necesitó como aquel pensador de la calle –el gran flâneur Carlos Baudelaire– recaer en la mujer de la calle. Podríamos aplaudir en Heidegger las virtudes del hombre mundano, habiendo sabido hacer comulgar cielo y tierra, no rebajando a las categorías de puta y madre a querida y esposa. En principio, el aula catedralicia no es un prostíbulo. No sabemos si degradó meramente a madre a su mujer pero parece al menos que no rebajó a puta a su amante. Podríamos decir que Heidegger amó a su amante-querida filósofa, si es que ese hombre amó algo más que a su ser-amado (a su él ser amado, se entiende) y a su “pensamiento”; si deseó a su esposa –cuida y guarda de ese Dasein–, por suerte quedará por saberse; logró mantenerlo resguardado en su apreciable esfuerzo pudendo por preservarse de la obscenidad que el capitalismo pansexualista impuso al Sein in der Welt. “La gente debe dedicarse a mi pensar, la vida privada no tiene nada que hacer en lo público”. Ya se dijo cuál era la idea que tenía este señor sobre lo que es la vida de un filósofo –lo ejemplificaba en Aristóteles–: nacen, piensan, y mueren… Punto. Tema con el que Derrida pretendió hacer un problema, y Heidegger lo resolvió de un plumazo, evidentemente “preocupado” por guardar en el sótano de lo impensable los oscuros tejemanejes de su vida política y los licenciosos eventos de su andadura amorosa: anhelaba ser un pensador sin biografía. Y en esto coincidían bastante con su amada Hannah, que hacía culto del amor secreto:
El amor, por ejemplo, a diferencia de la amistad, muere o, mejor dicho, se extingue en cuanto es mostrado en público. («Nunca busques contar tu amor / amor que nunca se puede contar.») Debido a su inherente mundanidad, el amor únicamente se hace falso y pervertido cuando se emplea para finalidades políticas, tales como el cambio o salvación del mundo. (La Condición Humana)

Motivo por el cual se podría presentar a la pareja Heidegger-Arendt como la antítesis de la pareja Sartre-Beauvoir. Así como Lamborghini decía de Sartre que era un cómico, decía lo propio Arendt de la mujer de Sartre: la consideraba poco inteligente y acusaba a la pareja parisina de un uso público de la relación.

13.11.14

Correas en la versión de Carey, por Jorge Quiroga




(Sobre Carlos Correas, la voluntad de vivir, de Bernardo Carey, Palabras Amarillas Ediciones, 2014)


Carlos Correas, la voluntad de vivir teatraliza el tramo final de la vida del escritor y reúne en el espacio de un pequeño departamento del Once las tensiones, dudas y malentendidos de una vida alterada por la más profunda angustia existencial, un desterrado que entre fotografías levemente anacrónicas de Eva Perón, Audey Heprun y Jean Paul Sartre, pasea su desesperanza encerrado en sus postreros pensamientos de expulsado que sin embargo trata de resistir. Bebe copiosamente, se tambalea y despacio se hunde en el desgarramiento, el tiro posible y agónico y la muerte lo acechan en esa nada de lo que no tiene sentido. El encuentro fortuito con una prostituta que le ofrece sus servicios a cambio de una supuesta protección que Correas ya no puede ni siquiera dar. El extravío de ese personaje real e inesperado es grande y terminal. Los equívocos aproximamientos eróticos entre los dos acentúan la distancia entre una mujer simple y un intelectual que ya se va, transitando entre el alcohol y la inadecuación los últimos días de una vida opaca y maltratada. En la contienda aparece fugazmente un ambiguo sujeto que tiene que ver quizás con el pasado de Correas. Se percibe esto como una señal que únicamente conduce al suicidio y a no ser otra cosa que el titular de algún diario amarillo. Esa figura con el viejo piloto y las antiguas ensoñaciones se va desarticulando y hace que la imagen de Carlos Correas, acaso en las versión de Bernardo Carey -más fidedigna y fiel que la propia biografía de la vida concreta- renazca una y otra vez.

23.2.14

Tragedia y comedia en Carlos Correas, por Bernardo Carey





Carlos Correas fue profesor de filosofía, traductor y narrador maldito. Se suicidó con furia a los 70 años, en 2000. Fue homosexual y heterosexual. Diríamos bisexual. Durante nuestra juventud persiguió a todo joven que tuvo al alcance de la mano: a Masotta, a mí y a otros muchos, que no sé si todavía están vivos y cuyos nombres recuerdo vagamente por lo que no querría exponerlos al azar. Para nuestro alivio Correas se casó con Marta Brarda, el “pajecillo” de La Facultad, una seductora muy inteligente de la calle Viamonte de boina requintada a lo Michéle Morgan en El muelle de las penumbras. A los pocos años un cáncer la mató y Correas enviudó. Por suerte ya todos éramos grandes.

Vituperado por su trato corrosivo pero querido por sus amigos, entre los que, como dije, me conté, Correas se creía un hombre trágico. ¿Lo era? Su muerte parece confirmarlo. La muerte cuando es por propia mano confirma todas las desdichas. Las que se tuvieron y las que no se tuvieron. Asumirse él como trágico y otorgarnos a nosotros, el resto del mundo, el papel de comediantes, fue una labor pertinaz, diaria de Correas en el amor destructivo del otro y en la ejemplaridad de su muerte por mano propia.

Cuando se mató, Correas estaba ciego, fruto del azúcar y del alcohol. Andaba de traje y zapatillas como muchos muchachos de hoy. Usaba zapatillas y lucía un traje, invariablemente negro con camisa clara y corbata oscura, porque asumía su condición profesoral.

A principios de los 60, una noche, al irse de mi estudio me dio en guarda el manuscrito de su novela Los jóvenes que habíamos leído en voz alta. Correas temía que su publicación o su mero hallazgo en un allanamiento –en la época eran habituales– pudiera complicar su situación procesal que por “inmoral y presuntamente obsceno” le seguía la canallesca justicia de la época. Tuve la certeza de que dejaba el texto en mis manos como quien lo deja en una tumba. ¡Ay de mí si intentaba publicarlo! Nunca me preguntó qué se había hecho de esas hojas encarpetadas en tapas de trámites burocráticos del club River Plate donde había realizado trabajos administrativos. Yo recién levanté la veda este año 2013 o el anterior 2012, en que Jorge Lafforgue me pidió una copia para su lectura a un reducido grupo de alumnos pero con la cual, sin consultarme, es decir traicionándome como buen comediante, propició su publicación. Ante la publicidad de la novela ya editada puse el original en manos de Horacio González, amigo de Correas, para su guarda en la Biblioteca Nacional. La imagen de Correas de hace sesenta años entregando un secreto ahora develado es un pequeño ejemplo de la tragicidad correista a destiempo. ¿Una tragicidad que se disuelve en el “éxito” de la vida literaria posterior? ¿En la comedia lafforguiana?

Hacer de trágico como hacer de Mozo de Café es una conducta de Mala Fe. Correas enseñaba este aserto a través de El ser y la nada de Sartre. Yo, a escondidas, prefería, con Shakespeare, convertir la Mala Fe en “representación”, en una conducta autoral, premeditada, cuyo objeto fuera escénico. Finalmente, pensaba, vivir no es más que un juego, un juego artístico si se quiere, que trata de no aprisionar al hombre en lo que es, al modo que esta lámpara es lámpara y este pocillo es pocillo. No era el ser sino el devenir del ser lo que importaba.


Y en ese sentido, claro, Correas no era ni lámpara ni pocillo. ¿Qué era? ¿Qué fue? Correas podía obrar sobre nosotros mediante una falsa idea de sí mismo. Correas se tuvo siempre como un trágico. Entregaba actos y textos definitivamente innobles para la moralidad burguesa. Sin pruebas, tenía la certidumbre de que la tragedia era superior a la comedia. Correas, entonces, debía subirse al pedestal de lo Odiado y permanecer ahí. Aguardar a que otros lo odien y lo traten del modo apropiado.

Su tragicidad no era sólo el hecho con que cerraría su vida. El suicidio no era un interrogante en una simple vida burguesa que obliga a develar oscuros secretos de esa misma vida. Pero tampoco el Odio era permanente en Correas. Amó a Marta Brarda. También amó a Audrey Hepburn y a Esther Goris. En silencio, claro sin organizar lazos entre unos y otros. La apariencia no oculta la esencia, sino que la revela. Entonces era Correas ¿un comediante trágico? ¿Cómo todos?

Hoy a casi quince años de su suicidio, se escribe sobre Correas, se filman documentales sobre Correas y pronto, si ya no los hay, se dictarán cursos sobre Correas. Hoy a casi quince años de su suicidio, descubrimos que su soledad no era tal. Que tuvo amistades múltiples que no se conocían entre sí. Que compartió mesas familiares con el filósofo Rinesi, que visitó a los parientes de Marta Brarda, que cortó la torta de bodas de mi casamiento. Siempre fue muy cortés en todas esas reuniones, pero la familiaridad engendra desprecio. Quizás era un huésped de esos que te roban una cuchara labrada o un tenedor rococó. ¿Se emborracharía a solas en la cocina, en el baño, como un huésped inesperado? ¿Aquél vómito escondido bajo el tapiz damasquino era de él? En fin ¿era Correas un ser devastado por el Mal, por la Traición, por la Cobardía pero hábil, ubicuo, en el coloquio diplomático que se da en el campo de los “vencedores”? No lo sé. El mundo es infausto y Correas eligió la muerte, esa transición a La Nada.

A mitad de camino entre la comedia y la tragedia Correas hace suya la pregunta de Manzi sobre Discepolín: “Al fin ¿quién es culpable de la vida grotesca y del alma manchada con sangre de carmín?”



Publicado inicialmente en la revista Florencio, año 8, nº 34, octubre de 2013.