24.1.14

Entrevista a Nicolás Fierro Correa, por Isaac Castro




“Me fascina la idea de poder contar la historia del bien contra el mal” N.F.C.


En esta entrevista, el joven escritor Nicolás Fierro Correa nos habla de sus primeros años de estudiante, el arribo a la capital y, por supuesto, Súcubo, su primera novela.
Lo conocí cuando aún se llamaba  Nicolás Correa, y Fierro era apenas el personaje de Hernández. Fue hace casi una década. Los dos coincidimos en las primeras materias de la carrera de letras, y estábamos justo en un momento en el que no se tenían las cosas demasiado claras pero en el que a la vez algo nos decía que, pese a entender poco y nada, ese era nuestro lugar en el mundo. Puan 480, entonces, fue donde nos vimos las caras por primavera y la dirección en que nos volvemos a encontrar después de años sin saber de la existencia del otro. En el medio hubo de todo, pero para sintetizar, sólo diré que el entrevistado fue programador de un teatro, luego empezó a dedicarse a la gestión cultural y que hoy está presentando Súcubo, la primera de una trilogía de novelas que publicó el sello independiente de narrativa actual Wu Wei, y  que cuenta las vivencias de un exorcista dentro de una cárcel.

Isaac Castro



Estás instalado en la Capital Federal pero sos del gran Buenos Aires, ¿cómo se da esta transición?
La realidad es que cuando se estudia en el centro todo se hace muy difícil. El hecho de que para poder llegar tenga que viajar una hora complica bastante las cosas. Pero como lo demanda el cronograma académico y se supone que los altos estudios están acá, la transición fue bastante cruel, porque para poder estudiar tenés que pasar por varios trabajos que no son precisamente los mejores. Ahora vivo acá, pero recuerdo muy bien esos primeros años.

¿Cómo era esa época?
Yo trabajaba en una panificadora. Me levantaba a las cuatro de la mañana y me daban ganas de llorar. Arrancaba antes que mi viejo. Tomaba el colectivo hasta la estación de Hurlingham, y de ahí hasta Caseros. Me bajaba del tren y tenía que ir corriendo hasta la fábrica. Esa fue una experiencia que me emociona. Ahí me hice hombre, digamos. Y además empecé a entender cómo podía ser uno de los posibles mundos de la realidad.

¿Por qué decidiste estudiar letras?
Porque me gustaba leer. Primero arranqué psicología, pero eso era un fraude. Lo más atractivo eran las mujeres (risas). Y en ese momento tenía la idea de que para ser escritor el mejor lugar donde caer era la Facultad de Filosofía y Letras. Creo que elegí bien porque la carrera es una herramienta formadora. De todos modos creo que el principal instrumento para la literatura es la vida y estar cerca de la experiencia en tiempo real.

¿Cómo surgió la posibilidad de publicar la novela?
Estaba presentando un libro de poesía, y llegaron unos editores que buscaban manuscritos. Se trataba de los dueños de un sello independiente pero con la particularidad de disponer de fondos propios. Y les gustó mi novela, me dijeron que tenía cosas que no habían visto en otros escritos. Así que firmamos un contrato, me cuidaron mucho y me trataron como a un escritor profesional.

El cine trabajó mucho con los exorcistas, ¿qué tiene de original el tuyo?
En principio lo que quise lograr fue ser fiel con mi propia historia, y quise trabajar el problema de las instituciones y la marginalidad a partir de alguien que practica exorcismos sin ser cura, que está corrido de la realidad, en la cárcel por un crimen que no comete y que debuta exorcizando a un presidiario travesti. Algo que, aunque parezca absurdo, no era un detalle menor, ya que ese hecho está relacionado con la experiencia cercana que me transmitieron y que dejaron cierta pregnancia en mí. Además tomarme la libertad de pensar al texto así, fue una forma de rendirle homenaje a mucha gente que conocí.

¿Por qué elegiste crear un texto con estas características tan inusuales?
Porque es lo que a mí me come la cabeza. Me fascina la idea de poder contar la historia del bien contra el mal y quise ser fiel a la historia de mi vida, porque entendí que eso era lo mejor que podía ofrecerle a un lector y no traicionarlo. Busqué información acerca de otras obras que traten de exorcistas pero no había nada, sólo se referían al tema de una manera muy lateral.

Hay muchas alusiones a zonas, lugares y personajes propios del conurbano, ¿eso qué le aporta a tu escritura?
Soy de Hurlingham, de sus bordes y eso le aporta a mi recorrido una suerte de épica, un condimento extra a la biografía personal que no puede dártelo nada ni nadie. Pese a que ahora mi vida se desarrolle en la capital, su idiosincrasia no es la mía. No es ni mejor ni peor, es distinta. Yo me crié frente a los campos del INTA y eso fue algo muy importante y formativo, que uno lleva consigo a todas partes.

¿La inclusión de tantos elementos biográficos fue algo que se dio de manera premeditada?
Eso es algo que sale, aparece así. Hay cosas que uno no puede disociar. A la hora de escribir no podía pensar en otros barrios que no fueran estos, porque además no quería alejarme de mi propia experiencia y de la mitología que creé a partir de ella. Y pese a que yo soy de una zona intermedia entre Los Patitos y San Alberto, elegí ubicar la historia en Santa Clara porque ese barrio, junto al peladero, siempre me resultó muy atractivo. Por otra parte está el vínculo de Alejandro Sokol con ese sitio. Y el Bocha, al menos para mí, fue alguien de un valor simbólico muy elevado.

Es interesante el tipo de narrador por el que optaste.
Es que al estar como carta interpela a una segunda persona. Además te incomoda  por ese recurso de anticipar cosas que nunca vienen. Lo epistolar me agrada, te permite jugar con la confusión. Tenía la novela y utilizar el formato carta fue una excusa para poder desarrollar al lector destinatario. El narrador te convoca y alimenta el fuego. Al principio desconfiaba mucho de esa persona, no me gustaba pero después terminé reconociendo        que era ideal para este tipo de texto ya que lo que se cuenta es una tragedia.

¿Crees que tiene ciertos matices folclóricos? El texto tiene algo de las películas de Leonardo Favio.
A Favio lo tengo ahí, es una referencia.  Lo que más quería lograr dentro del artificio era poder plasmar la aparición de esa figura extraña del  peronismo a fines de los ochenta, con todas las paradojas que tiene este movimiento. Es muy significativa esa imagen de un matador a punto de ejecutar a la víctima que dice ¡Viva Perón! Y que quien está por ser ejecutado grita lo mismo.

Bueno, la contradicción es uno de los componentes del peronismo. Basta pensar el asesinato de Rucci.
Ahí tenés,  es una fuerte paradoja. El trasfondo político era muy importante para mí, y el gran símbolo de esa época era la figura de Ménem, que representaba una especie de nuevo caudillaje en un momento en que el justicialismo se debatía qué rumbo seguir.

El título es bastante paradigmático, ¿te costó elegirlo?
Sí, tuve muchas dudas. En un principio se iba a llamar Gualicho porque la novela, en parte, está muy relacionada con el universo ricotero, pero quizás era mucho tomar cosas del Indio. Y el editor sugirió Súcubo y me gustó.

16.1.14

La música de los libros, por Bettina Bonifatti



Capítulo: Defecto peculiar del periodismo según Chesterton

Escribir sin letras con el texto al lado es muy extraño. Es una suspensión temporal de la letra. Alguien se habrá sentido raro alguna vez tallando signos sobre una tabla de arcilla. Me siento prehistórica.
Mientras extraigo las letras pienso: deberían existir letras que se escriban en voz baja, no solo que se lean en voz baja. Mis pensamientos irrumpen como animales; pasan y se van o llego a enlazarlos en mi cabeza. La gente habla del cuerpo y la cabeza. Yo cuando digo cuerpo incluyo la cabeza.
Me gusta inventar. La hechura de las palabras, el tiempo,  la constancia, el paulatino avance, la búsqueda, el hallazgo, la continuidad. Solo con viajes pude suplir un poco en mi vida la curiosidad observadora. Pero para anotar frases. La observación de los datos de la realidad no es mi fuerte. Pueden llevarse un mueble grande de mi casa y no darme cuenta por dos semanas. La palabra me gana igual; la palabra me gana siempre, desde que aprendí a dibujar la letra f —no sé por qué—; y de todas estas idas y vueltas, es al final la letra la que intento suspender, como un ejercicio matemático, para delinear un modo que extraiga la voz de los libros, sin palabras. Extraer la puntuación se mantuvo. Empecé a buscar si la idea ya existía, ¡con miedo a los muertos plagiarios!, los que ya han pensado lo que uno piensa por primera vez. Tengo un amigo que cada vez que piensa algo Sebreli lo dice por televisión. Del mismo modo temí encontrarla ya formulada. Busqué; y al no hallar vestigios me decidí a escribir casi apurada, antes de encontrar que otro ya lo haya hecho. Después de todo, si ya existe no es algo malo, debe tener otro rostro, nacido de otra manera y yo precisaré la mía.
Las ideas también se introducen cuando uno lee (eso se sabe), y una idea entró imprecisa primero en una lectura inolvidable de G. K. Chesterton: se trata de un defecto peculiar del periodismo. Dice que la innovación moderna que sustituyó con el periodismo a la historia ha logrado que todos podamos oír únicamente el final de cada historia. Que lo tratan todo como cosa reciente. Dice: Nos enteramos de que alguien cayó muerto y esa es la primera indicación que tenemos de que haya nacido. Oímos hablar de la disolución de los monasterios y no sabemos casi nada de su creación. Que lo mismo hace con las ideas. Por estas páginas me dije: si tengo que escribir sobre esta idea, no puedo cometer el error del periodismo; saltear la curiosidad que desvela, los reflejos de los pensamientos y atreverme a precisar cómo surgió, de qué divisiones; porque a veces el pensamiento en sus estratos funciona igual que la Tierra. Uno no ve los desplazamientos que terminan hundiendo un milímetro imperceptible o el despertar de un volcán. Yo siempre asocié los volcanes a la lectura, y me decía: bajar a los volcanes a leer, como si leer fuese un acto subterráneo o geológico. Pensar también tiene algo de la tectónica de placas, o el mar de limitaciones que tiene la libertad de pensar y anotar lo que uno quiera. El alto precio de decir lo que a uno se le antoja puede terminar mal; entonces uno se atiene a reglas rigurosas. Como un cerebro aparte con antena que detecta y rechaza, en medio de la enorme libertad de decir.
Las partituras surgieron. Ya estaban sobre la mesa y eran cada vez más. No pondré la cola por delante, sólo presentar la idea y rastrear destellos, dado que con los hilos del pensamiento nunca me llevé bien, porque: ¿Por dónde vino el hilo? Como los ciegos vamos tocando el hilo, pero el pensamiento, como la luz, si bien se propaga en línea recta, se refracta. Cómo se llega de un lugar a otro del pensamiento no es ya un problema de espacio. ¿Será un problema de luz? No le puedo preguntar a Rembrandt, su conquistador, que con la luz mostró lo nunca visto del espacio. La naturaleza de uno, de eso se habla, de la naturaleza de uno. La mía es no perderme cuando me voy por las ramas. Si escribo, a veces me orienta la geometría, desde que un pintor me dijo el concepto de Cézanne (que todo en el mundo eran esferas, cilindros y conos). Me hizo dibujar un círculo, un rectángulo y un triángulo, luego darles volumen y así los vi. A partir de ese día vi los cilindros de las venas, de las latas de bebida, de los árboles, o los conos de las narices, las esferas de los ojos. En una época estudié escultura y vi otra vez: dos cilindros, dos esferas y otro cilindro grande y la base del torso ya estaba estructurada. También veo geometría al escribir, porque en el lenguaje la hay como en la pintura; y me digo: ¿por qué la consideran fría? La geometría es algo caliente. Un día intenté definirla cuando pintaba: los que consideran fría a la geometría o creen que es reproducir figuras geométricas no ven nada. Geometría es desde un dedo hasta un hueco pasando por el planeta Venus y regresando por la oscuridad hasta la vida.
Los pintores también son veloces. Parece que pintan deliberadamente pero no es así. Una vez reprodujeron en cámara lenta una escena filmada de Matisse pintando ¡la técnica para investigar el arte! y fue notable ver el cálculo y el pensamiento en cada pincelada. Al reproducirlo a la velocidad normal daba la impresión de que ni sabía lo que hacía. Es la velocidad de una razón que se maneja en otro tiempo y no en el que conocemos. El tiempo del ojo no está en el ojo, claro: ¿está en el cerebro, en la mano, en el trayecto, en el conjunto? Lo sabrán los científicos: los artistas lo viven. La pintura tiene esa velocidad también, parecida a la música y a ver todo a la vez, lo simultáneo. Por esto mismo es que vi que había algo de lentitud imperante en las letras.
(…)
Siempre prosa. Elegí a Mansilla porque lo amo y a Sarmiento porque lo admiro. Anoté en mi diario: Mientras escribo las partituras (así las nombro por ahora), siento un enorme esfuerzo mental al transcribir, aunque sepa hacerlo ya de manera que se podría decir mecánica, lo que voy extrayendo no sé qué es. No es la palabra, y recuerdo una frase: La letra que nos cubre nos descubre.
Extraer es una operación asombrosa, con la sensación de algo absolutamente nuevo, un surco que marcara mi cerebro, una línea que por la mente se abriera paso, no exactamente como una herida sino abrir una superficie nunca trazada, huella que llega a doler en la cabeza y da posterior y gran cansancio. Contrariamente a esta sensación de maniobra, es posible ir escribiendo los signos de puntuación y el código de sílabas con su acentuación.
Todavía no vislumbro los distintos usos que podría tener. Me gustaría que otros lectores apasionados se lo apropiaran para usarlo con felicidad y no lo considero un sistema para que sesudos intelectuales (como han hecho con otras obras) quisieran hacer un estudio que espante a los lectores. Porque hay libros que la gente no lee por desmedido respeto, o por ser famosos. Tanto miedo se ha metido con obras que pareciera que si uno lee después tiene que hacer comentarios, ser evaluado a ver si entendió, o distintas maneras de la crítica. No es así. Hay que hacerse amigo, agarrar La divina comedia y que no te importe lo que piense el vecino.

(…)
Concluyo que la lentitud es la que ha hecho inadvertida la música de los libros. Los lectores asiduos la escuchan, la sienten y la conocen. El sonido de los libros es negativo, pero se oye cuando el tiempo de la lectura sobrepasa cierto límite. Así como uno necesita entrenamiento y concentración para cualquier actividad, deportiva o artística; y así como las horas de ver hacen al ojo que ve cuadros, la música de los libros suena en los oídos en los que todo el cuerpo se convierte cuando leer es parte importante de nuestra vida. Y, como en todas las cosas, prima la subjetividad. Hay personas que tienen oído para los libros —y no depende de la cantidad de textos que hayan leído— y otros que escuchan a cada autor y le conocen la voz con ese sentido sin nombre, audible pero no sonoro, que percibe la lectura.
Defensa de lectura. Leo y subrayo, leo y vivo, y si como dice Papini todo libro es en cierto modo un enemigo, un invasor, que quiere sustituir otros pensamientos a los tuyos, me gusta cómo describe su defensa: propone leer a mano armada. Cuántas veces, armarse con un lápiz de color y leer en la cama y herir los márgenes con trazos largos, violentos, con despiadados puntos de exclamación, con insidiosos interrogantes, con flechas de franca desaprobación. No todos los libros, claro está, merecen este trato guerrillero.
Mis armas suelen anotar en la última página palabras clave y número de página, como un mapa para volver. Y en esa música está uno cuando subraya, marca, se defiende o recibe. ¿Qué es leer? Movimiento lento, ojos necesarios para la voz.
En estos días encontré un texto de H. A. Murena titulado Lecturas que sí da respuesta a mi pregunta: ¿Qué es leer? Comienza diciendo —lo cito de memoria— que el oído es el sentido primordial y la última facultad que el agonizante pierde. Afirma que lo creado tiene raíz de música. Y por fin aclara: Leer es experiencia muy distinta, la palabra aparece arrancada del medio sonoro. Leer. Operación previa: desencarnarse. Dice que abrir un libro es abrir la puerta de la soberbia. En la escritura podemos sentirnos soberanos. Luego se refiere al riesgo que ello implica.
Lo no oído o inaudible al borrarse también se hace voz. Acaso la música tenga origen en pérdidas de lo nunca escuchado.
(…)
Y si nunca se puede extraer la música de los libros (acaso sea tarea imposible), tal vez mejor. Pero que sepan que se oye. Entonces el oído podrá pensarse más seriamente en sus dimensiones sin sonido. El oído de la lectura no es un tema común. Si las personas pudiesen sentir la música de los libros, aunque no lean conocerían nuestro sentido del oído ancestral, prehistórico de silencios que no conocimos. Un silencio prestado por los animales. Porque la escritura está conectada con un silencio prehistórico; donde antes de hablar, los seres humanos leían el mundo con los ojos. Leían en silencio a veces todo. De ese salto entre el silencio y la voz, está hecha la escritura. Como un raspar en piedras. Pero con la voz, la vorágine del ritmo y del oír. Todos quieren hablar. Todos hablamos de más. Pero: ir al silencio y bajar, descender como quien baja a un sótano o túnel subterráneo (bajar decía yo, —no por nada— a los volcanes a leer). Leer es para mí descender. ¿A dónde? Una vez lo comparé con el museo. Y ahora desperté con esta idea. Prendí mi lámpara de piedras y lo pensé. Ese silencio (cero) y luego el descenso, tiene el efecto de transportarnos al tiempo en que no había lenguaje, y los ojos de los homínidos leían el mundo. Luego, ya no lo sabemos. Qué ruidos, qué músicas, qué sílabas latieron guturales como corazones. Pero antes sí, hubo lectura silenciosa, esa que se sabe que será inexpresable y que uno va a perder si lo quiere decir.
Leer es descender, usar los ojos. Leer es estar, como cuando se regresa un pez que ya moría asfixiado y revive; es volver de alguna manera al punto animal anterior al lenguaje en la actitud, no en la acción. En la disposición. ¿Por qué pienso esto? Porque imagino que como yo leo una página (en ese silencio pacífico o violento), de ese modo y con ese silencio sintió y supo el hombre antes de poder expresarse. Es lo más antiguo —el silencio separando lo nuevo— el lenguaje. Pero el silencio tiene el peso de su tiempo, es como usar un silencio prestado, sabiendo que uno debe devolverlo y volver al mundo presente y parlante. Leer no es parlante. Lo absurdo salva, dijo Pessoa. Véase a los escritores con sus gatos silenciosos como lectores y no parlantes como perros domesticados. Leer es salvaje.
Pensar el silencio como lo inexpresado que es más que lo expresado.
Cuando leo, siento que lo hago con el silencio prestado por los animales que no pueden hablar y cuando escribo lo hago con el júbilo de haber podido hacerlo.


8.1.14

Pujato, por Gabriel Cortiñas






(fragmento)

(…)

Cerca muy cerca de las aguas que comenzaron
a romperse en fractura expuesta la congelación están aquellos
que llevan la carga diaria de no decir lo que tienen que decirse
porque evitan el derrame dentro
y fuera del ojo portadores
y no también                          
otros viven pensando en vivir y es todo
lo que pueden dar unos creen
que el Estado es pura discusión los rusonoruegos no tienen
ni tuvieron nunca
una estrategia de poder los pujatistas dicen mejor
mojar las manos en un río
turbio antes que morir
con las manos secas el socio mayoritario de la compañía
riojana de transportes
plotea sus tres micros
de media o larga distancia con frases de Guevara Madre Teresa
Carol Boitila los amigos del papá de la ex modelo
devenida conductora bronceada envejecida
de un programa de cable gourmet los biólogos observadores
venden pan relleno y cantan La Internacional los primos
miden su estatura en una puerta
siempre distinta la que se toca
el pelo pensando en el edecán porque sabe
que es parte de una tradición andinista de seducción
pescan todos con el agua a la cintura en la bahía del Mar de Weddell
y sobreviven porque cuentan las mareas
el principal pierde un miembro inferior en su cuarta invernada
y lo dice
por teléfono como una condecoración
los maquinistas de un tren foquerizado
rusificado
y vuelto a foquerizar la que tiene un tobillo
tatuado en latín porque sueña
parar un taxi blanco haciendo la v
en un barrio presa de una pronta
mercantil rezonificación aunque sufre
cuando dicen con sumo cuidado
el humo es la madre de todas las batallas
el testigo del momento en que alguien termina de leer una novela
la dueña de un perro que pidió: “Perdón
está aprendiendo a estar con gente.”
Todos todos todos:
los tripulantes del Irizar gritan el vidrio no es
sólido
es líquido enfriado un Farrel
llevó a los hombres de Pujato su hijo
sale ahora en un documental
nosotros no dejamos defender
a quienes nos ofenden
ellas pescan con el agua a la cintura en la bahía del Mar de Weddell
—más allá de la marea—
y sacan para comer.

(…)

1.1.14

Un sueño de Osvaldo Lamborghini, por Jorge Quiroga






Se levantó de la cama  fastidiado de la vida de hotel, había llegado a ese colmenar casi una semana atrás, quedaba sobre la calle Sarmiento, y veía a los escasos transeúntes, desde el antiguo balcón. El sol caía a pique y todo era pegajoso y tórrido en ese verano de Buenos Aires. Con ademanes de aristócrata raído se inclinó y tomó por el asa la taza de té que guardaba en la mesita de luz, mirándola fijamente, después, todavía mareado, traspuso el pasillo, llegando hasta la cocina e hirvió con la pavita el agua; con  el recipiente en la mano volvió a la pieza y se hizo la infusión.
Esa ceremonia la cumplía con su hermano desde niño y siempre le parecía algo trascendental. Comenzó a percibir un cuerpo que se le acercaba, envuelto en una niebla, no simulaba ser ningún muchachito, acusándolo mientras le recuerda sus pecados.
Le hablaba de una palangana, que semeja  un urinal, se posaba debajo del camastro, y que sus padres recogían cautelosamente cada mañana.

El sueño no  le concedía ninguna salida, su risa torpe invadía toda la habitación, Osvaldo tuvo ganas de llorar, bajó a los tumbos, como un borracho, la  escalera de mármol, y una vez en la calle el golpe del sol le dio en la nuca, a punto de caerse, se sintió aliviado.