26.10.15

Como la música, por Sofía González Bonorino


Sobre La rebelión de los árboles (Leviatán, 2015), de Liliana Guaragno.

Liliana Guaragno escribe como si soñara, con esa libertad e irreverencia del sujeto no sujeto, entregada a una música que le pertenece sólo a ella.

Hay algo de la textura de los sueños en estos relatos, en su ritmo, fijas las imágenes a una rara temporalidad.

Una respiración: la nuestra, la del mundo vegetal, la respiración de las piedras, de los caballos, de los objetos: una mesa, larga, una mujer tirada, boca arriba, sobre la madera.

Este libro no es, como podría creer un lector apresurado, un relato de sueños.

Hay mucho de onírico, pero podríamos decir, a la inversa  del Funes de  Borges: “Mi vigilia es como el sueño de ustedes”.

Atrapar dormidos eso que se rechaza durante el día. Traer al pensamiento lo que soñamos durmiendo (1) y que Liliana sigue soñando despierta, pero esta vez, en forma de literatura.

Envolver en palabras, en la malla de la escritura, aquello que emerge de lo más hondo de nuestros oídos, como desde un mar profundo. 

Las imágenes se enredan a antiguos sentidos, como a algas sedosas.

Sonidos en nuestros oídos, plenos de significaciones aún por traducir.

Como hilos del más fino encaje, las palabras de Liliana atrapan eso que, una vez escrito, se pierde para siempre.

La escritura- mortaja, paradójicamente,  traerá vida al lector.

La Rebelión de los árboles se da en  ese espacio mínimo, incierto, que separa el sueño de la vigilia.

La narradora observa y describe un paisaje, un clima, una geografía de la que forma parte y de la que, al mismo tiempo- y sobre todo- está excluida.

La exclusión, en estos textos, pareciera ser condición de escritura.

De ahí esa quieta melancolía que se desprende de las páginas del nuevo libro de Guaragno.

Palabras que aluden, pero que parecen no nombrar nunca. Como si la función de cada palabra escrita fuese abrir caminos que no conducen a ninguna parte, pero  que nos llevan, un instante quizá, a esa nada en cuya pureza nos hundimos con culpable felicidad.

Senderos de sentido que se entrecruzan, se enroscan, se abrazan amorosamente para luego separarse, con furia, y caer. Y dejarnos solos, aturdidos, como cuando despertamos de una siesta, en una bochornosa tarde de verano.

Diferentes reflejos se expanden. Una imagen y su doble. Una palabra y su eco. Y el lector, y el cuerpo del lector que se sacude y despierta  a cada frase, como en los brazos de una madre mala, engañadora.

Los objetos emanan como de un sueño, sin causa, caóticos.

Asfixiante promiscuidad.

Una literatura de experiencias. No de argumentos.

El universo de La rebelión de los árboles, es sin tiempo, si ligamos a la idea de tiempo la de  sucesión. Si es que el presente, como una matrona plácida, que nos mirara con dulce sonrisa desde su poltrona, pudiese ser un tipo de temporalidad. 

Estos relatos nos sumergen en un tiempo casi detenido, casi como que no sucede. Como la respiración. Las imágenes nos golpean,  parecen venir de historias que nos preceden, que ya son parte de nosotros, los lectores. Y sin embargo, la narradora no apela a la complicidad. Ella misma está afuera, como dije, casi excluida de su mismo relato. Personaje, la primera persona, vista de lejos, de lejos amada, de lejos compadecida y admirada por una narradora que se desconoce y se desdobla, locamente.

Limitada, a veces, también, a la sola descripción.

Su función consiste, parece, en describir lo que está y lo que falta en ese tan extraño tiempo presente suyo que contiene y anula todos los tiempos.

Escritos en un primer plano-siempre en un primer plano- estos relatos casi cinematográficos, no nos dan respiro: una sucesión, a veces vertiginosa, de sensaciones, sospechas, revelaciones, angustias, deseos y fugaces entregas al otro que, como aparición extraordinaria, nos convoca.

Leer La Rebelión de los árboles es una experiencia distinta.

Intraducible, como la música.

Literatura inspirada, esa que viene quién sabe de dónde.

Del “más allá” dicen algunos.

Escribir porque hay que escribir.

De puro gusto.

En Pasajeros del tiempo la narradora, se entrega, toda, a las sensaciones de estar viva.

Ella es feliz con no poco: una enormidad si amamos.

Cito: Fuimos felices unas dos horas y media, sentados con ropas livianas alrededor de una de las mesitas de la vereda.

O

Era una fiesta la vida.

Estar cerca del cuerpo deseado, dejarse quemar por los ojos que nos miran y dejar que el cuerpo, virgen todavía, vaya tomando su forma. La forma única que adquiere bajo las pupilas del hombre que deseamos.

Hay algo de esto. Y ella, habla, entusiasmada. Y, como siempre, las palabras rompen el hechizo.

Singular e  irreverente, este libro, no deja lugar a dudas sobre la gratuidad de la escritura y el hecho, tantas veces olvidado, de que un escritor, si ejerce su divino don, escribe lo que quiere, como quiere, cuando quiere, sin someterse ni obedecer a nadie.

La libertad, quizá lo más preciado para un escritor, da vuelo, consistencia e identidad a este libro de Liliana Guaragno.

Luego, con la escritura, ella debe someterse, sí: a las voces que surgen del texto. Como Juana de Arco a las suyas.

La fe de Juana no es nada, sus voces son todo,  dice Marina Tsvietáieva.

En La cantante calva, uno de los relatos de este extraño libro, Liliana escribe:

Tanta estupidez rodeándola, hizo que dejara el habla cotidiana para sólo cantar.

La narradora de La Rebelión de los árboles es  exigente, pero sin prejuicios.

Alejada de toda doctrina.

Un corazón joven, capaz de amar.

Los relatos de L.G. nos introducen en un mundo en el que la muerte está más que presente, pero ha perdido sus rasgos cadavéricos.

Cito: Ante la Muerte suenan otras campanas, no dulces ni graciosas, suenan oscuras e infinitas, suenan por todos nosotros.

Y luego, en ese mismo relato: Y en este junio, exactamente el día 9, mi hermana Inés dejó este mundo y lloré por ella, y lloré por mí- que nunca fui ni seré una campanita como mi amiga- Lloré por la muerte propia mientras tañían todas las campanas del mundo. (Campanita)

La muerte, esa música.

En Verde verano,  la narradora se da cuenta de que todos están muertos, ella inclusive. Y lo dice de un modo casual, sorprendido, como nos ocurriría si, al salir a la calle, nos diéramos cuenta de que nos pusimos el saco al revés.

Darle vueltas a la muerte. Perderle el miedo. Y hacerle frente,  a través de la escritura.

La muerte ha perdido su ferocidad. Cubre como un cálido y compasivo velo  nuestros alucinados ojos de lectores.

En La Rebelión de los árboles, el lenguaje escapa a su uso convencional. Arma un mundo de exaltación y capricho, en el que, una vez que entramos, deseamos quedarnos.

El texto de Liliana respira por y a  través de su lenguaje: organismo vivo, pleno de deseo.

Las imágenes, inesperadas, salen a la superficie del sueño-vigilia para poblar el espacio casi mágico que abre la escritura.

Cito: Alma, el carnaval no termina nunca.

Y el amor:

El literario, ese que se profesa a ciertos escritores,  y el otro, el de aquel Florencio de En la letra.

Cito: Le enviaba por año, aproximadamente, un cuento, o dos. Jamás respondió, tal vez porque ardía en las letras ese amor imposible. Siempre tuve amores imposibles de carne y hueso, pero esa etapa ya terminó. (…) Y luego: 
Florencio era mi único amor, sólo pensado, ni siquiera pensado, era una flecha siempre detenida en el aire, lanzada, que cruzaba el espacio pero nunca llegaba al blanco. Increíblemente el amor mío crecía, y el fracaso me llenaba de felicidad.

La realidad se transforma en una película que no tiene fin. Jardín y noche se superponen, en dos planos simultáneos, que se abrazan y confunden, como amantes que anhelan fusionarse.

La conocida geografía de todos se anula, revelándose, de pronto, absurda.

La narradora se mueve, y nosotros con ella, en un mundo de figuras agazapadas. Afina la vista, intentando ver. Pero, dice: sólo veía sombras.

La voz es un faro que guía, aunque al principio sea una voz dormida, que se despierta, penosamente. Cito: Una voz que se despereza.

Y la escritura.

Encerrada en el cuaderno de notas- esa caja del tesoro- recuperada cuando el encanto se ha roto y se siente, dice: la pesadez de regresar, ese cuaderno sin el cual nada, ni la película, ni el aire enajenado, ni la liviandad seductora, ni la fiesta de colores, hubieran sido posibles.

A veces, como en Entrecine, el duelo se abre, inesperado. La realidad de celuloide parece abrazar a la protagonista, contenerla entera, a ella y a su vigilia. Con los ojos vueltos hacia adentro, ella ve claramente lo perdido. Sabe que el hombre buscado es el que se fue para siempre, el que ella, habitante de un tiempo cinematográfico, ahora plenamente lúcida, va a añorar hasta el fin de sus días.

Arriba, los pasos del muerto sobre la madera.

Fuera de la película, la mujer entra en la realidad del sueño.

En La rebelión de los árboles, los lazos se han roto. El cuerpo está demasiado cansado: una generación en la otra, superpuestas como capas de células en la misma piel.

La narradora-tía de Transformación, afirma: Ya soy libre, libre de mi historia, libre de mí.

Cierta quietud aterida, tensa, salta sobre el cuerpo desnudo que nos sorprende al comienzo del relato, gordo, blanco, pesado sobre las baldosas, con eso de grotesco que tienen los cuerpos cuando el lenguaje se ha perdido para siempre, y la carne, sin discurso,  se vuelve como de piedra.

La muerte tira al suelo a la protagonista de esta historia. La vence, sin combate.

La muerte, encapsulada en esa vida como en una nuez, se libera.

La escritura de Liliana se nos escapa detrás de múltiples veladuras.

Cito: Pero en el comedor o en la legión, una luz me atraviesa y es el don de Dios que disipa esos temblores que mi cuerpo manifiesta cuando estoy en casa. Como si en la casa quedaran los resabios de una nerviosa vid, abundante de odiosas memorias, a las que intento apartar para no volver con el recuerdo, aunque a veces alguna flecha golpea mi pecho.

Ligada al placer,  la escritura de Liliana Guaragno no busca más que persistir.

Para romper la completud que tiene lo no dicho.

Esa completud mortífera.

Liliana escribe en Quilmes, mirando el cielo por sobre los techos, con los ojos lejos, siempre.

Ella, y el  solo y pavoroso tiempo de la escritura.

La Rebelión de los árboles se saca de encima la experiencia cotidiana. La narradora está fuera del tiempo de los otros.

Cito: Tengo el pálpito de que personifico un papel en una película de la que quisiera huir.

La pasión por la mudanza, el leve y veloz desplazarse del ojo y de la palabra, como pájaros las letras, de frase en frase.

Un fuego (de amor) (de creación) pone en movimiento las energías del lenguaje.

Cierta ebriedad, propia de la escritura de este libro, en el que las imágenes excitan los sentidos, no nos dan tregua, y antes de poder pensarlas nos entraron por los ojos, los oídos, ya nuestros dedos las rozaron, y ya nuestro olfato percibió el olor del eucaliptus.

Los textos de La Rebelión de los árboles se pueblan de frutos maduros, higos dulces que cuelgan de dulcísimas higueras, tallos encorvados por el peso de las vainas,  y el tacto que nos deja percibir fragmentos de cuerpos sólo conocidos por ese deslizar de los dedos sobre la piel de los objetos: el fruto de la higuera no es áspero.

Y los olores:

Extraño el perfume intenso de los jazmines, dice en Ángela.

Palabra en mano, con pulso firme, Guaragno va creando la forma necesaria a cada frase. O mejor dicho, de un modo proustiano: va dejando nacer la forma: arranca del  tiempo lo que fluye, lo que se escapa, lo que deja miles de grietas y silencios, y nos lo ofrece bajo la delicada forma de una frase. (Proust diría de una metáfora)

En este mundo de la Rebelión de los árboles, no hay realmente  imposibles. Porque el imposible pierde ese lacerante e inconsolable  dolor que sienten los que lo padecen, para provocar en la narradora una exaltada alegría.

Hay una nostalgia, sí, pero  desprovista de  tristeza. 

La narradora sabe, como Ofelia, y como el mismo Hamlet, que la vida es un juego perdido de antemano.

Acá, la pérdida tensa el hilo que recorre cada uno de los  milagrosos relatos de este libro.

La narradora se niega a llorar por eso, por lo que sabe.

Angela, ¿piensas a veces en mí?, pregunta inútil, tristemente.

El pasado, a veces, aparece como una construcción en ruinas, que amenaza derrumbarse y dejarnos solos, sin poder defendernos, ante la voracidad de  la muerte.

Mi tiempo es un lento pasajero, dice en algún lugar la narradora. Pasajera ella también, de un mundo que le corresponde sin pertenecerle. Un mundo siempre por conquistar.

La escritura se respira.  Es condición de vida.

La narradora, a veces, deja caer los velos.

Cito:

Con él supe de mi ignorancia: una vez, viajando en el colectivo, me preguntó qué música me gustaba, le dije: el jazz.
-          ¿Pero qué clase de jazz?
-          El tradicional, contesté.
-          ¿A quién escuchás?
-          No sé.
Me miro irónico. Pero era verdad que yo escuchaba jazz (…) Lo único que me importaba, concluye, era perderme en la música.

La narradora desprecia ese saber que viene de afuera, que es de todos. Hay más verdad en esas horas frente al Winco, en ese perderse para encontrarse otra: la música como columna vertebral, sostén y sentido. Qué importancia tienen los triviales datos del saber musical, ese que se lee en los suplementos culturales, en los libros especializados, propiedad de cualquiera, accesible a la curiosidad o incluso, a la pasión intelectual. La narradora se mueve en otros mundos, otras frecuencias. Por eso el extrañamiento. La sociedad, lo exterior, la desconciertan, con sus nimiedades, sus intrascendencias.

Y lo dice, claramente:

No hay caso. El exterior me cuesta horrores.

La narradora de La Rebelión de los árboles, siempre la misma quizá por el tono, por la alusión a lugares compartidos, paisajes, estados de la mente, del cuerpo- ella sabe, lejos de la tragedia, que la vida es un bien para disfrutar.

Por eso la muerte, de nuevo, como En Verde verano, es un estado casi natural, pero del que no se sale.

Lo peor, sí: haber entrado en la muerte junto a aquel que no amamos, condenados por siempre al desamor.

Cito: “supe que allí, donde habíamos llegado, éramos una apariencia sin tiempo y que desde ahora tendríamos que seguir juntos los dos en la misma habitación por siempre”

Eucaliptos, araucarias, alerces, escondidos tras la magnolia. Tres cipreses iguales, como hermanos, asomando detrás de la casa vecina, los diferentes verdes, escondidos en macetas, palmeras que rodean la fábrica abandonada. Me dejo yo también encandilar por el tono vegetal, el mismo que deslumbra a la narradora.

La Naturaleza anida en el barrio.

Pájaros que pían el bicho feo, cito: sobre los cables que salen de la casa y se pegan al taller vecino y siguen por el pasillo costeando la casa de adelante hasta la calle. Los acompañan otras aves: torcazas, horneros, calandrias.

Y el otro, siempre, los otros, tan ajenos:

Adelma: la envidia.

Cito: Pero ese techo que se ve adelante es realmente horrible.

Con una sola frase, lapidaria, Guaragno pone en escena la violencia que nos produce el otro, sólo por ser otro.

Escribe: En ningún momento sonrió ante a la belleza de esa mañana encendida que yo sentía como un privilegio. Algo le molestaba, intuía cierta sospecha de desavenencia en la mirada de la que había sido invitada a conocer mi nueva casa. Esa casa que ahora me ofrecía  privacidad e intimidad, circunstancias que eran promesa de lecturas sin interrupciones, de limpieza sin horarios, de goce de la contemplación del paisaje que la rodeaba.

Luego del Hilo de la bobina, novela familiar en donde la tragedia de vivir se resiste a quedar sólo en eso, L. G. nos sorprende con este nuevo trabajo, en donde la angustia se ha transmutado en juego y placer.

(1)    Kierkegaard   (El erotismo musical)




12.10.15

El lado asesino de la luna, por Antonella Vallejos


I.
 Desde la inocencia, era cálido y dulce el albor en esos días, los sonidos anidaban en la ventana para anunciar las horas. Mientras el cielo se teñía lentamente del color del anhelo, comenzaba el nuevo día y todos sus matices solo podían percibirse con la pureza. Los ruidos y los aromas nacían en los sueños de una niña que movía la grava con sus blancos pies de seda. El sonido idéntico al frenesí del agua invitaba a las ramas del sauce a entregarse en caída libre a la fluencia del viento. Queriendo alcanzar el suelo como quien urge el contacto con la tierra. La niña quiere atrapar el aura con sus manos diáfanas, pero se le escurre. Quiere atrapar el tiempo volátil, pero se le escapa. Corre tras él y se detiene. La forma del miedo aguarda, expectante. Tiene brazos fuertes y manos grandes, ásperas, con las que trazará un laberinto para que entre ella. Entonces se pierde en el juego, sigue el camino de los años, como huyendo de un cazador. Tratando de no ver el vértigo del mundo real, como si esto arrojase un conjuro maléfico sobre su suerte, quemando sus ojos puros con verdad: -Cuídate de no ver, de no sentir, la negligente indolencia de los seres que te rodean y de los que te encontrarás… que te harán probar el gusto de la oscuridad. Llega a la salida con una marca de fuego en la cara y en sus manos, las rodillas rojas y los pies con barro. Nadie lo nota solo ella en secreta desnudez. Las manos del miedo fueron moldeando una celda con su cuerpo. Ya no es una niña. Ahora practica la alquimia, quiere congelar el tiempo que le queda, para atesorar y vivir aquello que amó en los sueños aun estando despierta. Pero se olvida, que el hielo también quema. 

II.
 Olvidar, a veces no es más que juego perverso; en donde el tiempo es un cazador que asecha el rastro de huellas de barro y sangre en los pies heridos de una niña que deambula un bosque fantasma. Abandonándose al destino que yace en la brújula rota entre sus frágiles manos. Aprieta con fuerza, las agujas imantadas tuercen el rumbo, para recordarle una y otra vez como se sentía el vidrio astillarse en su piel mientras se camina en círculos. Sus labios partidos dejan escapar el último aliento que, trémulo se condensa en el gélido soplo del viento, formando nebulosas visiones, que tiemblan al oír el latido apresurado de un corazón atravesado por las ramas del ébano. La cadencia del miedo, es una melodía inolvidable y la memoria de una ilusión muerta, un silencio irremediable.
El amor, a veces se quiebra; para recordarnos como dolía nacer.

III.
 La madrugada se colma de sueños que se confinan a las profundidades de los placeres más oscuros y perversos. Abismales. Cuerpos mutilados prorrogando el júbilo anhelado, para aferrarse a la leve sospecha que augura un descenso. Un rostro embriagado por el sabor de la sal, vaticina el éxtasis de las encarnaciones del deseo, que escapan furtivas de la fémina cueva. Desplazándose en retirada, abriéndose paso sigilosamente en el interior de unos muslos erizados que se impregnan del lúbrico fluido del olvido.  Ya no hay gracia serena, solo una triste contemplación de los actos.  Una profanación silenciosa al necesario hábito de avanzar.

IV.
La urgencia por recapturar los recuerdos perdidos. Abrazar los momentos, sentirlos. Cruel utopía, como daga filosa que se mueve fugaz a lo largo del tiempo para atravesar los destinos. Una estaca que penetra juventudes y almas en búsqueda. Anclándolas a una inexorable existencia estática: La de contemplar esa eterna orgía narcótica de espejismos quebrándose en aquel subterráneo húmedo, donde se saborea el constante gusto del deseo más íntimo y la inevitable pérdida de lo amado.
"No es el primer amor el que mata, es el último".
La velocidad se manifiesta. El tren se dirige inalcanzable hacia el infinito, se aleja de la estación donde está ese cuarto oscuro con la cama deshecha, al que nadie vuelve, pero nadie olvida.





Vientos de fuego
Agitan las sustancias ennegrecidas
Donde se hunden los cuerpos inanimados
Suspendidos bajo el fluido del placer.
Quisimos tragar enteros
Los frutos que alguna vez
Supimos cultivar en el último jardín
Del deseo.
Anidamos dentro del vientre de un animal
Para protegernos de las llamas,
Hallar la humedad en la envoltura sagrada
De tibias texturas viscosas,
Que nos resguardaban de la intemperie.
Pero las vísceras nos asfixiaron
Entre posesiones esquivas
Y las perversiones más bajas.
Profanamos los tejidos en el delirio
Y fuimos autores de la derrota
Después del ardor.
Nos arrancamos de cuajo los miembros
Sabiéndonos, salvajes y sangrientos,
Embriagándonos en la gula del cuerpo.
Ahora en el último acto de piedad
Nos lamemos las heridas y la sangre,
Pero nunca volveremos a estar limpios otra vez,
No al menos antes de que el fuego
Lo consuma todo.



Slow Burn

Mira la ciudad
Se está quemando lentamente
Y junto con ella
Ciertas juventudes:
Las vividas, que se diluyen
En anécdotas pasadas.
Y en cuanto a las no vividas…
Bueno, sueño en el lugar donde nos están esperando
La puerta del destiempo abierta de par en par
Porque todavía hay un rincón donde el fuego no llegó
Entonces, ahí nos veremos
Mientras los demás viven en las fotos
Porque ya crecieron
Se aburrieron y se durmieron
Allí nos veremos, sórdidos y vibrantes
Viviendo en la noche y las calles
Para terminar de quemar lo poco que queda
Porque acaso ¿no era eso lo que queríamos?
Arder, lentamente
Desafiando al solsticio
Contorneándonos fatales
Entre la humareda y el sonido
Las risas y los besos
Las lágrimas y la locura.
Brillando bajo las luces
A través de las llamas de neón
Que se agitan trémulas
Al unísono del beat
Y el corazón.
Hasta acabar
Desvanecer
Despertar.
Hasta el próximo poema.

Tomado de: Antonella Vallejos. El lado asesino de la luna, 2014

3.10.15

La vidente trans, por Gonzalo León


Entre 2004 y 2010 escribí crónicas en la edición del domingo del diario La Nación de Chile, que trabajan un yo narrativo fuerte, un tono que hoy considero extraño. En 2006 apareció un primer compendio de ellas con el título de Punga. En 2010, luego de nueve meses en el gobierno, el ex Presidente Piñera cerró el diario en su edición de papel, y más tarde se borró el archivo digital, por lo que de estas crónicas no quedaron rastros en la red. Quizá ése sea uno de los aspectos que hacen que aparezcan como inéditas, nuevas incluso para mí. Las que aparecen aquí son, salvo dos o tres, del 2008, año en que muere mi madre en la ciudad de Viña del Mar, mientras yo pasaba unos días en Buenos Aires. Intentando hacer una primigenia selección de este volumen me fui dando cuenta de que casi todas las que antologaba eran de ese año, decidí entonces que ése sería el criterio, pensando que la muerte de mi madre había sido lo suficientemente importante como para eso.



LA VIDENTE TRANS

Imaginemos a un joven que dice ver a la Virgen en un cerro, en plena dictadura, y a cientos de miles de personas que lo siguieron. Pensemos en el mismo joven años más tarde creando una secta y diseñando un uniforme para ella, y a unos viejitos transformándose en sus fieles seguidores. Volvamos a ver al mismo joven intentando mimetizarse con la figura de la Virgen, cambiándose de sexo, y su posterior muerte a causa de cirrosis. Bueno, este podría ser el resumen de la vida de Miguel Ángel Poblete o Karole Romanoff.
Intentemos mejor otro comienzo: “La realidad es la única película que nos quita el sueño / Las apariciones de la Virgen serán irreales no así la aparición de / los agentes de la realidad / Ellos son los únicos autores terribles Ellos son los únicos / sádicos cineastas”. Así se refería Enrique Lihn en su libro homónimo a la aparición de la Virgen. Y esto, o la creencia de que las apariciones en el cerro Membrillo de Peñablanca fue un montaje de la dictadura, es lo que incomoda a los seguidores de Miguel Ángel o Karole, congregados en los Apóstoles de los Últimos Tiempos International, una secta católica con presencia en Estados Unidos, Panamá, Bolivia y Argentina. O al menos eso cuentan sus seguidores que se encuentran congregados cual hormiguitas en uno de los accesos del Cementerio General. Todos ellos, o sea hombres y mujeres, lucen impecables uniformes: chaqueta lila, pantalón negro con una línea al tono y zapatos negros.
Muchos de los presentes desconfían de la prensa, y yo les encuentro razón. Me fijo en sus insignias, en lo de Apóstoles de los Últimos Tiempos International, y pienso que lo de “últimos tiempos” está bien puesto porque estos vejetes en cualquier momento se mueren. De hecho tengo miedo de que a alguno le de un ataque o algo parecido. Luego de varios minutos, por fin alguien me explica qué es esto de los Apóstoles de los…
—Somos una agrupación religiosa que cree en Cristo y la Virgen.
—Sí, pero no somos satánicos —interrumpe una mujer—. Somos católicos, pobres y honrados.
           

Después de que a las 4:04 de la tarde arribara al Cementerio General el cuerpo de Karole Trans en una camioneta de Funeraria Villa Alemana, los vejetes de lila caminan detrás del féretro cantando, incluso en latín. El ataúd café claro se instala en el velatorio de la capilla del cementerio y sin previo aviso todos los vejetes ingresan y se quedan ahí cantando y rezando, apretujados.
Afuera los ojos me lloran producto de la alergia que no me ha dejado tranquilo en más de dos semanas. Afuera un funcionario del cementerio le exige a la segunda en jerarquía de la secta y pariente del senador Eduardo Frei Ruiz-Tagle, María Isabel Albónico Kaulen, que le pague noventa mil pesos.
—Si quieren, me pagan mañana —dice el funcionario, pero Isabel, como es conocida dentro de la secta, le responde que no va a venir especialmente a pagar mañana—. ¿Hasta cuándo se quedan? —interroga el funcionario.
Al final un hombre que acompaña a Isabel le pasa un cheque por cuatrocientos mil pesos. Luego Isabel regresa a la capilla para poner orden, cuando las personas vestidas de civil entran:
—Hagamos una sola fila y den la vuelta por detrás del féretro.
            Como una señora se quedó afuera, le pregunto si conoció a Karole.
—No, yo vengo acompañando a alguien —contesta señalando a Gladys—. Converse con ella.
La señora le toca el hombro a Gladys, me presento y le consulto por las principales características de Karole.
—Mire, ella era una persona muy normal y muy cariñosa y bondadosa —responde, y yo me detengo a pensar en el significado que tiene para ella la normalidad.
—¿Vio a la Virgen alguna vez? —pregunto.
—Creo que sí. Yo fui a Peñablanca por la vidente, pero estando allá, sentí el olor a incienso y a rosas, aunque sería importante que los periodistas dijeran la verdad.
Difícil, pienso yo. La verdad es importante en las religiones, pero no en el periodismo.
Pero volvamos a los miembros de la secta, en donde hay un tres o cuatro albinos, y también Lily, a quien le cuento que el domingo pasado estuve en la procesión de la Virgen del Carmen. Ella asiente con la cabeza, y yo aprovecho para preguntarle si cree o no que haya sido coincidencia que la vidente haya muerto un día antes del día de la Reina de Chile.
—Yo creo que nuestra madre así lo quiso y la vino a buscar —asegura—. Pero aquí le quiero decir una cosa: la prensa se fijó en el instrumento y no en el mensaje. ¿Cómo haya sido el instrumento? Eso no importa. Pero además la televisión se centró en el cuerpo de Karole y en todos los cuerpos de esas señoritas llenos de silicona, cuando lo verdaderamente importante es el alma.
Enseguida nombra otras apariciones: Fátima, la del Indio Diego.
—En todas estas apariciones el Señor jamás ha escogido a un médico o a un científico. La Virgen dijo a través de Karole “yo soy la Inmaculada Concepción”. Karole no tenía conocimientos para decir esa verdad, pero la dijo y cuando era una niña. Entonces es cierto, y debemos darle las gracias por habernos entregado el mensaje.
Guillermina, la compañera que tiene a su lado, no logra contenerse y se queja por los excesos que ha denunciado la prensa sobre la vida de Karole.
—¡Y qué tanto escándalo por tomarse sus cervezas! —exclama al cielo—. Mire, ella tenía que vivir en el mundo, y el mundo lamentablemente hoy es alcoholismo y drogadicción. Además, recuerde que Jesús también fue perseguido. Si hasta ese tal Leonardo da Vinci dijo que había tenido algo con María Magdalena.
Intento corregir a Guillermina y decirle que Da Vinci jamás dijo eso de Jesús y que fue Dan Brown el culpable de tamaña barbaridad, pero me abstengo.
Hoy el día está cubierto y desde el cielo caen algunas gotas, que algunos miembros de Apóstoles de… interpretan como lágrimas de “nuestra Señora”. En pocos minutos comenzará el responso; sin embargo, como ayer quedé con la duda sobre a qué se refiere el término “International” en el nombre de la secta, abordo a Elizabeth, quien responde que para reforzar el carácter internacional, muchos rezan en un idioma distinto al castellano.
—Por ejemplo mi hijo de veintiún años reza en ruso —agrega.
Más tarde me enteraré que Karole Trans, como estímulo, nombró embajadores de países de los Apóstoles… para que difundieran el mensaje de la Virgen por todo el mundo. Un señor canoso, sin ir más lejos, es el embajador de Albania, otra mujer es la de Bostwana, una más allá la de Canadá.
Son cerca de las 11:30 cuando María Isabel Albónico Kaulen se acerca y me dice que están muy felices por cómo Chilevisión Noticias se refirió al velatorio.
—Así es que por favor no me pongan mal, porque tengo suficiente con que mi hijo del medio se avergüence de mí.
—Antes que se entre a la capilla, ¿es verdad que le cortaste las venas a Karole después de muerta?
La mujer suspira y, con una sonrisa de sacerdotisa, dice que ella se lo pidió. Isabel ingresa a la capilla y pronto las personas que han ido llenando el cuadernito de condolencias la imitan. Cuando el ataúd es introducido a la capilla, Hoppe me dice al oído:
—Me gustaría que contaras esto de manera muy positiva.
Quedo mirándolo fijamente a los ojos.
—Te imagináis si todo lo que dicen estas viejas llegara a ser cierto. Bueno, yo voy a entrar, ¿y tú?
Yo me quedo husmeando en el cuadernito de condolencias: “Karole deseo de yo y esposa Ana María Munita que alcances la gloria celestial muy luego” y “Espero que gracias a tu bondad y amor encuentres junto al Manolo la alegría que solían tener junto a nosotros”. Intento imaginarme quién cresta es el Manolo: un pololo, un perrito, un gatito...
Ingreso a la capilla y observo al cura Leoncio Moreno en plena misa: gesticulando con los brazos frenéticamente, motivando a los vejetes de Apóstoles de los Últimos Tiempos a participar activamente. Parece un miembro más de la secta. Algunos de estos vejetes lucen pañuelos sobre sus cabezas: negros, blancos, con puntitos. Una mujer registra todo en una cámara digital y otras tantas con fotografías.
La misa resulta bien solemne. De hecho, cuando el sacerdote lee el Evangelio, elige la parte en que Jesús está en la cruz y el de la izquierda o derecha le dice algo así como si eres realmente el hijo de Dios, por qué no te salvas. Da la sensación de que el cura acaba de comparar a Jesús con Karole Trans. Luego, pasa la Biblia abierta por el féretro y ordena tomar asiento.
La misa termina con un solo conflicto: cuando una señora se pone a leer algo, en vez de tratar a Karole como “hermana”, lo hace en masculino, lo que hace que Mónica, una mujer vestida con un abrigo de cuero negro largo, la interrumpa con un “amén”. Pero la señora insiste y vuelve a equivocarse, y Mónica repite “amén, amén”, con lo que toda la concurrencia detiene a la señora, que después se disculpará ante el sacerdote. Mónica, al parecer, junto a Isabel son dos de las jerarquías más altas de Apóstoles...
El féretro es trasladado por las calles del Cementerio hasta la tumba donde descansará Miguel Ángel, Karole Trans o Ángel Karole. Me fijo en la tumba, que es profunda y espaciosa, como para varios miembros de la secta, y resulta que tiene el nombre de Miguel Lastra, un hombre que murió un año después del Mundial de Fútbol de Chile 1962.
Antes de introducir el ataúd en la tumba, algunos se despiden a viva voz, otros lloran, y yo aprovecho para recordar nuevamente el libro de Enrique Lihn y ese pasaje que dice: “Ave Purísima / Líbranos de tus falsas apariciones / No hagan de tu nombre contraseña / Ni de tu tronco, leña los irreconocibles”.

1/10/2008