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23.8.23

Un lugar, por Javier Fernández Paupy

 

Siempre vuelvo en la memoria a los lugares en los que viví y repaso mentalmente los espacios cerrados en los que el tiempo se detuvo. En el barrio de Munro, al borde de la autopista, vivió durante unos años un amigo muy querido, Pablo Moreno, en un PH al que ni él ni yo vamos a volver. Pablo era un cronista genial. Alguna vez escribió algo sobre el tiempo interno que nos llevan las cosas. Hablaba ahí de un tiempo por fuera del tiempo. En cada una de sus mudanzas desmanteló su vida metiéndola en cajas de cartón. Trabajó durante muchos años en un video club, en Caballito, en la esquina de una calle que lleva al Parque Centenario. Ahora hay una ferretería ahí. Entraban seguido a robar al local. Hasta lo culetearon en la cabeza para llevarse unos pocos pesos. Ese espacio fue una sensación en mi vida, con su olor a plástico y humo de cigarrillos. Ahí nos juntábamos a fumar y hablar de libros. El baño era minúsculo, estaba lleno de afiches de películas, no tenía luz, había que entrar agachado y dejar la puerta abierta. Nunca conocí a nadie que disfrutara tanto el cine como Pablo. Le gustaba sentarse en las butacas altas del América. Pasaba tardes enteras durante los festivales de cine independiente. Decía que no existía otro director que filmara desnudos como Bertolucci.  

Murió a los 53 años, la misma edad que tenía su padre cuando se suicidó. Pablo es un lugar que cambió para siempre. Un lugar que nunca más va a estar ahí cuando quiera volver. Cuando alguien muy querido muere, también muere una parte muy profunda de nosotros. Eso es obvio. Una personalidad que solo se realiza en el suicidio, le dijo una tarde un profesor universitario, citando a Lacan, en una de esas clases en las que nos conocimos. En ese lugar que alguna vez había sido una fábrica de cigarrillos y con el tiempo se convirtió en una escuela refinada de argumentación. Todo alrededor nuestro cambiaba. Dicen que la muerte no existe. Quizás sea cierto y Pablo esté viajando hacia la luz. Con su última mente y con la primera. Para mí que nada de lo que nos pasó fue casual y hubo un doble propósito escondido en cada cosa que hicimos. Éramos ruedas que giraban sin conciencia de su propio movimiento. Es posible que cuando Pablo murió de manera sorpresiva haya dejado un atisbo sobre la vida. ¿Cuál? No sé. Pero es fácil entender que todo es impermanente, transitoriedad y cambio constante. La rasposa hamburguesería y panchería 24 hs. de la calle Esteban Echeverría se convirtió en un Drugstore impersonal. La digresión que sugería el graffiti del quiosco de revistas cambió su enigmático mensaje. Se arratonó el borde blanco de un cartel de altura máxima 2 metros 70 y, aunque las palomas parecían ser siempre las mismas, algo dejaba de ser todo el tiempo lo que era. Donde antes había un acuario que vendía peces tropicales ahora hay una barbería. Cerraron la fábrica de colchones de la avenida Mitre que cada semana se volvía un poco más oscura. Cerró la tienda de cajas de cartón que ofertaba artículos de embalaje y la farmacia que anunciaba envíos a domicilio. Solo parecían permanecer iguales los talleres mecánicos de la avenida, las casas de lotería de la provincia y algunas carnicerías. Es posible que el mundo nunca vuelva a ser como alguna vez pensamos que era. Hay algo de inexplicable en la ilusión de permanencia que proyecta la YPF de la calle Manuel Ugarte. Nada persiste en el paisaje. Pintaron de verde las paredes del centro odontológico Paula Harris. Hay algo misterioso en la gracia mutante de las cosas. Si se mantuviera idéntico el panorama, la geometría y la música, ay, sería más difícil de asimilar la progresiva ajenidad que nos rodea. Cada vez las cosas nos pertenecen un poco menos y cada cambio es el primero de una cadena indefinida. Pero en el efecto de linealidad del tiempo hay sucesos significativos. En esas mismas escuelas desangeladas que sigo frecuentando y donde él también trabajó y se hizo querer por chicos y chicas largando un perfume raro de interés en la posible sobrevida que hay en la contemplación artística. Un profe pelado con pantalones chupines, anillos y remera negra de Talking Heads. Le gustaba dar clases. Una vez un estudiante le preguntó por wsp: Profesor, ¿qué es para usted la literatura? Para mí, contestó Pablo, es el aire, la forma más perfecta de tener sensibilidad, la mejor manera de expresarme y exorcizar mis demonios a través de la escritura. El día anterior a morir repartió bolsones de comida a estudiantes de una escuela de la villa de Rosetti, cerca de Pelliza y Panamericana.

La última vez que nos vimos Pablo me prestó una novela sobre fantasmas y una secta de espíritus que hacía que murieran jóvenes las estrellas de rock. Aunque juré que nunca iba a desprenderme de ese libro, lo vendí por dos pesos en una de las purgas periódicas que hice en mis bibliotecas. Antes del confinamiento se había vuelto a separar y, otra vez, a mudar. Estaba contento. Recibí la noticia de su muerte por teléfono. Una amiga que ya no frecuento me llamó para decírmelo. Esa noche cuando me miré en el espejo no me vi. Pensé que Boulogne era un barrio distinguido para morir. San Martín murió en Boulogne-Sur-Mer. Pablo también. Una casa grande. Quizás la casa más grande en la que había vivido en toda su vida. Decía que podía andar en bicicleta por el comedor. Estaba escribiendo y viendo mucho cine. Siempre estaba volviendo a empezar. Dejando atrás muchas cosas. Ya no voy a escucharlo nunca más hablar sobre Guy Debord, Bret Easton Ellis, Frank Zappa, Osvaldo Lamborghini, Norman Mailer. Amaba a Mailer, hablaba mucho de Los ejércitos de la noche y de sus textos sobre boxeo.
Tenía una colección de revistas de cine El amante. Cuando se separó y fue a vivir unas semanas conmigo a Martínez, a la casa donde yo vivía en esa época detrás de la Panamericana, llevó en cajas esas revistas que guardé durante muchos años hasta que se las devolví, cuando se mudó al PH desde donde se veían las palmeras de la autopista. Munro dejó de ser para mí Munrock, como la llamaba mi amigo Pablo, y pasó a ser otro enclave inane del partido de Vicente López.

 

Tomado de: Revista Segunda Época N°6, noviembre 2021.-

3.6.21

Retrato de Germán García, por Jorge Quiroga


Cuando nos encontrábamos en el edificio de la esquina de Billinghurst y Tucumán siempre nuestros recuerdos nos llevaban a tiempos lejanos de la juventud y a circunstancias que vivimos en común. Fuimos cambiando: hijos, exilios, aventuras, distancias, pero en el fondo éramos los mismos.
Germán mantuvo inalterable una forma peculiar e irrepetible de humor entre incisivo y ocurrente, se reía de los demás, de todos, y lentamente conducía la situación, la lógica, lo vivido, inventando un absurdo desopilante con la cual intentaba el hecho que se debía pensar todo de nuevo, y poner en discusión lo que parecía evidente.
Claro que el objetivo estaba dirigido al ocasional interlocutor, lo que producía un mareo que él sorteaba con una sonrisa cómplice como si estuviese razonando, y fuera el otro y no él el involucrado. Todo terminaba en mutua aceptación.
Leer y escribir literatura fue su pasión desde la adolescencia. El lector voraz en que se convirtió lo transformó en un buscador de sentidos. Por lo que pronto transformó su imagen de rebelde en un intelectual en entender al mundo convulsionado que le tocó vivir, con una forma de ver peculiar e irreverente. Fue de esa manera, por decisión propia, y se hizo así de una manera de una voluntad incontrolable. El camino que tomó fue muy suyo y nadie lo podía prever.
Su novela inicial, Nanina, que escribió dos o tres veces en distintas versiones, fue autobiográfica y de ruptura, traía una forma nueva que podemos enunciar LITERAL.
Ahí se decían cosas no dichas, que inauguraban una forma de concebir a nuestra literatura y que tuvo en Germán un propulsor y un teórico de su propio gesto literario. Este se postulaba como una interrogación.
Germán publicó Nanina a los veintitrés años, y se puede decir que rápidamente pasó a ser otra persona.
Recuerdo el tiempo y la vida en aquellos años.
Germán deambulaba por la ciudad, escribía continuamente y leía sus relatos y fragmentos de la novela, ante incrédulos parroquianos, sorprendidos por su efusividad.
El texto se iba escribiendo, las cartillas se pasaban a máquina en una vieja casa en donde anclábamos en la calle Gorriti.
La pensión (Uruguay y Corrientes) y la librería “Faustito” y los cafés consistían en espacios donde se debatía la contundencia que debía tener la literatura.
Después vinieron hechos sociales y políticos que conmovieron el país. Años de lucha contra el autoritarismo.
Germán a partir de su experiencia e inteligencia leyó a esos acontecimientos en soledad, pero con enormes angustias.
De alguna manera interpretaba con humor todo eso, en parte tenía razón y comprendía el significado de ellos convulsivamente.
Su perspectiva era satírica y en esos momentos eufóricos de nuestra historia social y política (que tenían tantos altibajos)  la mirada de Germán siendo muy crítica apuntó a la farsa que se estaba desarrollando conservando una distancia provocativa y divertida.
Esa dimensión preveía el humor y remarcaba su polémica con la época histórica que le tocó vivir.
Como si fuera un exilado que miraba lejos ante las estridencias de una verdadera pesadilla. Ese humor punzante lo mantuvo despierto y no se dejó engañar respecto  de la significación de lo que estaba ocurriendo. Su inteligencia se ponía a prueba ante el fragor de los hechos, que no eran tan reales sino míticos. La idea de la revista Literal la pensó como un proyecto de largo alcance que de alguna manera tenía mucho sentido. Una voz disonante, risueña, que recogía toda una tradición oculta (Macedonio, Gombrowicz) lo no dicho, la exaltación. Lo onírico de la situación, la lingüística, la escritura dislocada y fragmentaria, el barroco, todas las formas posibles.
La literatura como oposición  y estilo personal.
Germán dictaminaba en los bares y cafés de la calle Corrientes, donde se escribía y se debatía  los misterios indebidos e insidiosos. Germán en esta efímera publicación (tres números dobles tamaño libro) se entusiasmaba pasionalmente, era su aventura, y lo seguía un pequeño grupo de compinches.
Macedonio Fernández, la escritura en objeto y Gombrowicz, el estilo y la heráldica constituyen ensayos que son resultado de esa experiencia, de pensar, diseñar y de discutir. Este era el verdadero legado de la revista.
Paralelamente Germán fue consolidando una narrativa novelística que siempre busca desentrañar la trama que la convoca (Nanina, Parte de la fuga, Perdidos hasta Plaza Miserere) se puede decir que hay varias vías de acceso para llegar a la construcción de su relato. Invadía y conquistaban con la manifestación de su agudeza. Se plantea  con su discurso desmesurado ante cualquier grupo de personas y se imponía porque evidentemente explicaba con sus palabras algo no convencional, que desorientaba pero que hacía pensar las cosas con una lógica muy particular.
Se entretenía con la gente demostrando que su interés podía ser insaciable.
Se lo conoce además como psicoanalista, y en ese campo fue muy destacado.
Al estudio de la obra de Freud y de Lacan dedicó mucho tiempo y fue montando un complejo sistema de  lecturas que era parte de su formación y de las herramientas que comportaban una cosmovisión del mundo y de los hombres. Nunca fue esquemático y trató de reflexionar intensamente sobre las cuestiones de vida, que lo invitaban a intervenir e interpretar.
Sus colegas y pacientes pueden atestiguar que todo su bagaje estaba a disposición del otro. Nunca fue indiferente.
Trabajaba últimamente durante interminables horas de concentración, clínica y estudio, mantenía su mente atenta a los sucesos que vivían las personas.
Germán quizás significó para aquellos amigos que lo conocieron, la existencia de una entrañable presencia.
Germán García, sujeto impredecible y astuto, no debe ser mitificado porque su figura necesita pensarse en su exacto rigor.
La frecuencia era su modo y siempre lo consideré como el tipo que poseía una inteligencia desbordada.
Su amistad, está ligada con mi propia historia y algo de mi asombro se fue con él.
Germán puede verse en su gesticulación tan expresiva como irreverente.
Al parecer no se rendía ante los sentimentalismos, sin embargo, lo vi frente a experiencias de vida que desmentían esa seguridad.
Germán García como intelectual, escritor y psicoanalista fue protagonista principal de las iniciativas más productivas de las últimas décadas.

2.6.20

Cabezón 2915, por Mariano Fiszman




                                                               “…no rescato nunca hechos significativos…”
                                                                                                                             N. S.

Estoy por tocar el timbre de la casa de Néstor Sánchez por primera vez. Es el año 92 o principios del 93, lo que me acuerdo bien es la hora por su manera de decir “a las doce” en el teléfono haciendo sonar todas las consonantes a fondo y la o profunda, un poco a lo Riverito. La casa, baja, la primera desde la esquina, tiene un frente de mármol claro, puerta de chapa con un rectángulo vertical de vidrio oscuro en el centro y dos ventanas a los costados, las celosías cerradas siempre. El timbre suena fuerte, se enciende una luz a través del vidrio, el cuerpo atrás de la puerta lo oscurece, abre. Néstor es alto y corpulento, usa la ropa de los viejos del barrio, alpargatas con suela de goma, pantalón de tela liviana con elástico y camisa. Nos damos la mano, me hace pasar, nos sentamos alrededor de una mesa baja, carpeta tejida, en los sillones del juego de madera oscura, de estilo, duros, con apoyabrazos, cada uno ocupa el lugar que va a mantener después durante años, yo a la izquierda de la puerta, frente a la pared descascarada y el cuadro que le regaló Gorriarena y él a mi derecha, enfrente de una biblioteca también de madera oscura con tres puertas de vidrio y cortinitas que no dejan ver adentro, él a mitad de camino entre la puerta de entrada y otra, la que esconde el resto de la casa sin terminar de filtrar las voces de mujeres, los tangos de radio, el olor del bife o las milanesas cocinándose. A sus espaldas enmarcada la foto infantil. Hablamos de literatura, del barrio y sus personajes, que conozco bien porque viví casi toda la vida en esta misma manzana, justo a la vuelta, sin saber que esta era la casa de Néstor Sánchez, al lado de la pescadería que para nosotros sigue siendo la farmacia aunque cerró hace quince años, y cuando más adelante me presente a su madre la voy a conocer de haberla visto barrer la vereda. Pero si en la charla hay entusiasmo es mío, y es mudo. Néstor se sienta erguido y saca cigarros del bolsillo de la camisa, Particulares 30, fuma en silencio. Su cara es redonda y grande, como sus ojos, y la boca ancha. Tiene una sonrisa enorme, contagiosa, se ríe con toda la cara, asintiendo, y los ojos le brillan intensamente. Otras veces la mirada se opaca, apagada, el contraste es grande. Me veo obligado a llevar adelante la conversación, no es mi juego y lo hago torpe, pregunto por ejemplo si esa foto que se ve es de la nieta y me dice que no, que es el hijo, o pregunto fechas, tratando de situar su viaje en el tiempo, y me dice ah, no sé, yo de años no sé nada, meneando la cabeza con los ojos cerrados, como si lamentara no poder ayudarme. Le pregunto qué lee. Casi nada, dice, con la misma desolación, Joyce, “Estoy preso en esta escena ardiente”, cita y se le ilumina la cara. De Claude Simon hay un libro que está bien, El viento, una edición de Fabril, de tapas duras. No lo conozco. En el silencio, se pasa las palmas por los muslos, cruza los brazos, mira fijo la biblioteca, respira pausado y de pronto hondo y suelta todo el aire con un soplido fuerte. Tiene el mismo pelo con el que aparece en las fotos de joven, sin canas, ondulado, bien peinado, y un gesto repetido de alisárselo con la palma, no a los costados, no por coquetería, sino la parte de arriba, unas palmadas, como achatándolo. En cambio la dentadura es postiza, parece que le molesta, todo el tiempo la acomoda y corrige con la yema del pulgar. Cuando su reloj de malla negra y agujas sobre un fondo blanco marca una menos cuarto me dice que se tiene que ir a comer. Llamame, dice. Nos volvemos a dar la mano y salgo.
Ese esquema de visitas se repite un par de años, siempre día de semana, siempre a las doce y hasta la una menos cuarto. Néstor no ve a casi nadie, no lo llaman. Dice que es traductor de inglés, italiano y francés pero que no le dan trabajo, es una mafia. ¿Escribe? Ya no. Estoy seco, dice, sin expresión, sólo confirmando el hecho. No escribe porque no tiene una épica. Antes tenía una épica, una épica de vida, y esa vida se volcaba en la literatura. ¿Ahora de qué voy a escribir, de la vejez? Le dejo una copia de algún cuento que estoy escribiendo, él la hojea y la guarda en esa biblioteca que me empieza a intrigar con sus cortinas. Lee y llama enseguida, no es complaciente ni jodido, ninguna pretensión. Hablando de un cuento que le pasé, dice que le pareció parte de una novela, y yo a partir de ahí arranco mi primera novela, como si me hubiera dado permiso o hecho creer que estaba en condiciones. Como estoy por irme a Francia por un tiempo, le pregunto si hay alguien a quien pueda ir a ver. No. Estaba Beckett, lástima que murió. Después no pasa nada, y repite el gesto desolado.
Cuando nos volvemos a ver nos reímos de los parisinos y del clima, de París no. En la biblioteca del Pompidour encontré sus libros traducidos y editados por Gallimard en los setenta. Estaba Cómico de la lengua pero prefiero esperar a leerlo en castellano. No tengo ninguno, dice Néstor, se perdió todo. Sí leí El viento y también encontré, medio de casualidad, a un lingüista argentino con el que cenamos un par de veces en la rue Dunois, fuimos a bares y a la presentación de un libro de poesía en idisch en una librería del boulevard Saint-Michel con buen vino y comida y un borracho gritón con su perro al que nadie se animaba a echar, y cuando el lingüista me pregunta a quién leo le digo, para desalentarlo, Néstor Sánchez, entonces el tipo se ahoga con el bordeaux y dice que Néstor lo inició en la literatura a los quince años, era novio de la hermana de uno de sus amigos, educó a toda la barra, nunca más lo vio, me pregunta o me dice, como se dicen esas cosas, si no estaba internado. Esa noche somos dos personajes de Néstor Sánchez buscando a nuestro autor.
En Cabezón y Nazca, a las doce, cada uno vuelve a su silloncito. Un día aparece recién levantado, en pijama celeste de pantalones cortos y camisa con botones blancos, solapas y un bolsillo para los Particulares, y chancletas con dos tiras de cuero en equis, como otros vecinos de esta cuadra no hace tanto, a lo Siberia. Las novelas las escribió en un año, catorce meses cada una, no más. Era como un ciclo. El tiempo siempre presente, la fecha de escritura de la novela al final, su rúbrica. Escribía ocho horas diarias todos los días. Cuando se escribe la novela es todo el día y toda la noche, hasta en los sueños. Antes que los personajes envejezcan, dice. El tiempo y la muerte. Cuando le pregunto por el barrio, dice muchos muertos. ¿Ruido? ¿El 90 que pasa por la puerta? No, muertos, se está muriendo mucha gente. Pregunta por Martini Real, de qué murió. Me avisa que murieron Burroughs y Ginsberg, dudo si es reciente o pasó hace mucho y me olvidé o si ya me lo dijo. Sigo dejándole mis textos. Aparece en La ballena blanca un viejo artículo suyo sobre la novela y le pregunto, buscando las palabras, por algo que él dice ahí, si entonces ya contemplaba la posibilidad de dejar de escribir. Sí, asiente con la cabeza, ya la contemplaba, y me queda mirando. Ahora había empezado una novela pero la abandonó. Setenta páginas. No le gustaba. Me muestra una antología de Perfil en la que aparece Adagio. Están Macedonio, Lamborghini, Gusmán. Al día siguiente le dan 300 pesos, le da risa, es lo que se paga en las antologías. Leo la reseña, el libro de cuentos es del 88, ¿tanto? Yo también pensé que era menos, dice con la mano derecha sobre el pelo y ojos muy abiertos. ¿El personaje de Adagio es su padre? No, es Juan L. Ortiz. Es el relato de una visita a Juan L. Ortiz, aunque no pasó nada de lo que se cuenta, sonríe. Iban a verlo a Paraná con Hugo Gola. Su poesía le gustaba, pero hablaba mucho, tenía logorrea. Tomaba mate todo el día y anfetaminas. Vivía con un montón de animales, no se acuerda si perros o gatos. Era alto y flaco, y las plumas que usaba para escribir y la bombilla del mate y su boquilla, todo era fino y alargado. Voy rearmando su itinerario. Perú, ya metido en Gurdjieff, Venezuela, Monte Ávila, la traducción de Muerte a Crédito, con eso se pagó los pasajes a Europa, Italia, España, en esa época andaba bien, llegué a tener auto y todo, después París siete años y Estados Unidos ocho, en total veinte años afuera. Lo invito a cenar alguna vez a mi casa. Queda en pensarlo. Al centro no voy, dice. A todo lo que está más allá de Chacarita, en Villa Pueyrredón se le dice el centro.
Empiezo a verlo afuera, en un café de esa frontera que es Chacarita, adonde se reúne los sábados, a las cinco de la tarde, con Raschella, Hugo Savino y Pablo Ingberg. Hasta acá Néstor viene de zapatos y jeans, y ahora nos saludamos con ese abrazo porteño con choque de mejillas. Entre otros recupero un poco mi silencio, se habla de tango y de jazz, de escritores que no conocía, José Agustín, El oro, de Cendrars, Kerouac, “Y yo me vuelvo a casa, habiendo perdido su amor. Y escribo este libro”, cita Néstor y le brillan los ojos, cuenta cuando fue a Big Sur ilusionado, creyendo que lo iba a recibir una colonia de artistas pero no había dónde quedarse ni cómo volver, un desastre, se entusiasma con Molina, “Bañándome en el río Túmbez un cholo me enseñó a lavar la ropa”, si alguien nombra a Saramago él pregunta quién es, de Borges le gustan Historia universal de la infamia, El Aleph y Otras inquisiciones, lo entrevistó en la Biblioteca antes de irse, la secretaria tres veces interrumpe “Borges, teléfono”, y el viejo “Le dije que aparentara que era un hombre ocupado pero creo que está exagerando”, y el sábado que estaba en la cama antes de ir al bar y se le apareció un recuerdo olvidado de esa entrevista, un flash, él dale con Gurdjieff y con Ouspensky hasta que Borges lo interrumpe “¿Usted es teósofo?”, la risa de Néstor nos hace felices, escritura en estado de gracia, como cuando escribía, a veces estaba escribiendo un capítulo y se le armaban los seis siguientes, anotaba, después del seis al doce, la novela se iba armando sobre la marcha, un esqueleto después la escritura, para los personajes nombres de jugadores de primera C, Orsinis se iba a llamar La juntidad espeluznante, Cómico por los cómicos de la legua, trashumantes que recorrían América, además en esa época como una manera socarrona de dirigirse, “qué hacés, cómico”, o “éste es un cómico”, escrito en Barcelona algunas partes que salían directas a máquina otras a mano, anotaciones en papeles sueltos, con letra grande, a veces escribía “con trago”, de noche, en un bar vacío, el dueño un fantasma, de mañana las pasaba a máquina, Chicago vista un sólo día, el viaje en auto ida y vuelta desde el aburrimiento profundo de la residencia para escritores de Iowa, la gente que escribe “temas” y la imposibilidad de escribir una novela con personajes que no tengan nada que ver con uno, como un militar, qué se yo cómo es un militar, para eso hay que ser novelista (peyorativo).
Cuando muere la madre queda solo, la casa se me abre, de la sala pasamos al comedor que corresponde a la otra celosía que da a la calle, juego de mesa y sillas tapizadas y vajillero, la cama de Néstor, pastillas sobre la cómoda, atados de Particulares, monedas, páginas de cuaderno llenas de su letra cursiva, de ahí a la pieza que era de la madre adonde están el teléfono y el televisor y un diploma que imita un pergamino con caligrafía cuidada y muchas firmas. Los muebles, artefactos, cuadros, adornos, todo es de hace treinta años, todo mantiene su lugar. Lo desperté. Se peina y tomamos mate en la cocina oscura, uno a cada lado de la mesa, yo de espaldas a la heladera, él cerca de la hornalla encendida a mínimo, un reloj cuadrado de fórmica imitación madera clara y la inscripción Aconcagua nos vigila. Néstor es muy puntual. Se acuesta temprano, se levanta tarde, duerme siesta. Me aburro, como no escribo me aburro. Sin dientes se parece un poco a Benedetti. Querían meterme en el boom y yo me fui a la mierda. Se ríe de Vargas Llosa, “la luz entró en el cuarto como un cuchillo en la carne”, de Carlos Fuentes codeándose con presidentes y embajadores. ¿Hoy pasa el basurero? Tiene que sacar ramas a la calle, a la mañana estuvo el jardinero. También la chica que limpia. Se nota, ¿no? Igual vos sos ordenado. Si, soy ordenado. La cocina da al jardín por una puerta de alambre tejido. Salimos. El contraste con la casa golpea. El jardín es una isla de claridad. El pasto, las enredaderas sobre las paredes, muchas variedades de plantas y flores, a un costado hasta un banco de madera, todo crece fuerte, cuidado, alegre, mágico.
Aparece lo de la computadora, dice que sí y en el café nos ilusionamos, ¿y si empieza a escribir de vuelta? Un sábado al mediodía llego a Villa Pueyrredón en remise y me está esperando en la puerta de su casa. Bajamos la máquina del baúl y dejamos todo sobre la mesa del comedor. Preparó bifes y una ensalada de lechuga bien condimentada, hay pan lactal, fruta, tomamos cervezas hablando de Alberto el almacenero, de Fanego, salimos a buscar una ferretería abierta por el barrio para comprar una zapatilla, el nombre del artefacto lo hace reír, caminamos por Cuenca abajo del sol, le gusta caminar, las calles están vacías, mantiene la espalda recta, el paso un poco rígido pero elegante. Empezó a escribir de chico, en el colegio, tenía aptitud. Redacciones, cartas. A los dieciocho años un maestro le dijo que escribiera. ¿Un maestro de escuela? No, un maestro, un tipo. No había terminado la secundaria, a los dieciséis años estudiaba en el Normal Mariano Acosta cuando murió el padre, dejó la escuela y fue a trabajar. Al ferrocarril. Retiro. El padre y el tío eran ferroviarios. Tiene un hermano ocho años menor que vive en Italia y también escribe. El padre parece que escribía también, era muy lector, a Néstor le quería poner Florencio, Florencio Sánchez, se ríe, por suerte después lo convencieron. Primero escribía poesía, después dejó. No se me da la poesía, me pongo filosófico, me voy por las ramas. En cambio, creó esta escritura que llama poemática. Pero sus relaciones siempre fueron con poetas, no con narradores. Era amigo de Aguirre, Bayley, Madariaga, Molina, Ortiz, Gola, Alonso. Le gusta mucho Molina, más que Girondo. Es más denso, Girondo no es un gran poeta. Cuando él lo conoció, a través de Madariaga, Girondo andaba en silla de ruedas, lo había atropellado una moto por Florida. Era muy mujeriego, hacía grandes fiestas. De Bayley dice que necesitaba la murga, y que él se fue, no lo soportó. Fueron los primeros lectores de Nosotros dos, a la novela no le dieron el premio en el concurso de Primera Plana porque dijeron que tenía influencia de Cortazar. A Cortazar no lo conocía, le había enviado la novela a Paris y él escribió una carta fuerte de recomendación para Sudamericana, y discutiendo lo de su influencia. Así entró a publicar. ¿Cortazar? Le había pegado mucho Rayuela. También Marechal, Adán, pero más todavía El banquete.
Cada dos o tres sábados en el café, con Pablo, Hugo y Roberto, ahora algunos asados, otra noche en una pizzería brindando por los libros que aparecen y la perspectiva de que por primera vez se va a editar Cómico de la lengua en Argentina, ese fin de año todos juntos en la casa de María Teresa, pero al mismo tiempo en el comedor oscuro clases de computación que los dos queremos que terminen rápido para ir al bar de Mosconi, a cinco cuadras, adonde va todas las tardes. Entrando, levanta el brazo derecho y muestra la palma de la mano junto a su cara y cabecea apenas. Alfredo, el mozo, le trae un sifón y dos vasos, uno lo llena hasta el borde de vino Toro que Néstor va estirando, cuando se le termina el mozo se acerca y le vuelve a servir. La reacción rápida, sin necesidad de palabras, la precisión de cada gesto. Pregunto por las drogas. En esa época en Buenos Aires había droga por todas partes, estaba a la orden del día. Tomó eso que estaba dando vueltas para Orsinis, pero él no la usaba. Una sola vez fumó y le hizo mal, se separó en cinco, no sabía donde estaba. El verbo como en inglés, usar marihuana, usar cocaína. En el televisor pasan un amistoso Holanda-Brasil, le causa gracia que conozca los nombres de los jugadores. Desprecia el fútbol a favor del turf, aristocrático, aunque es de River y los domingos en la casa escucha los partidos por radio. Le divierte mucho el apodo Muñeco, de Gallardo, por la cara que tiene. Atrás de las mesas juegan al billar. Jugaba de chico, de prohibido, después ya no. Lo que sí le gustaban eran las carreras, y la quiniela. Ahora es imposible, hay carreras todos los días, y sorteos, lotería, quini, loto, raspadita, provincia, nacional, uf, sopla a través de los dientes. Para jugar a las carreras hay que estudiar, hay que leerse la revista. Una tarde en el café de Chacarita, hablando de las carreras, dice ese fue mí vía crucis. Y que en París trabajaba de mañana en Gallimard y a la tarde iba a las carreras. ¡Tres mil quinientos dólares en Boulogne! Además estaban Saint-Cloud, Auteuil, que era de vallas. Y también el póker, con Mariani y Juan Carlos Martelli. O en vez de ir al bar de Mosconi compró dos botellas de cerveza y yo traje una de whisky y cuando salgo de su casa es de noche, es invierno, necesito mucho caminar, las frases se agolpan, ¿un Gorriarena puede valer 40 pesos?, meo en los pastos de una vía por Monroe, en Triunvirato y Olazábal subo a un 127 y me despierto en Boedo e Independencia, salto al viento frío, a un taxi, cuando se lo cuente va a sonreír con la punta de la lengua entre los dientes y los ojos muy abiertos brillándole.
La casa es alquilada de toda la vida, ahora por el hijo del antiguo dueño. Solo, le queda grande, y piensa buscarse otra más chica o una pieza. Le da vueltas al asunto. Una de las últimas tardes que voy me dice que si se muda va a tener que desprenderse de los muebles, también de la biblioteca, y que elija qué libros me quiero llevar. Abre las puertas. Veo uno o dos estantes con libros. El único que quiere conservar, además de los suyos, es la antología del surrealismo creo que de Pelegrini, un volumen gordo de Fabril, por el poema de Daumal Hechos memorables. Me lo hace leer, “Acuérdate de tu guardián”. El texto está marcado con algunos puntos negros al margen, tiene correcciones a la traducción, algunos yo tachados. Resaltan tres Cómicos, y un Nous deux del 74 que le mandó a la madre desde Paris, con una dedicatoria cariñosa de tono tanguero. Son los únicos ejemplares que tengo. Después, el resto, libros de conocidos, curiosidades, un Alambres dedicado con devoción por Perlongher. Abochornado, al final elijo El conocimiento silencioso, de Castaneda. Hablamos de Castaneda, le pregunto por Gurdjieff, dice que es muy complicado, que no quiere saber nada con eso. A mí me llevó a la locura. Un mal camino. Sí, asiente, un mal camino.
Lo seguimos encontrando cada mes en el café de Chacarita. El cinco de abril lo vemos ahí, en algún momento de la charla pide si alguien le puede conseguir un almanaque grande, que se vean bien los números. Dos semanas más tarde me estiro hasta Villa Pueyrredón por última vez, es un lindo domingo de otoño, bajo del 90 por adelante y las piernas me llevan solas, paran frente a la puerta de chapa pintada de beige, acá quisiera que me dejen, al sol, con un pie sobre el umbral de mármol y a punto de apretar el botón de bronce mudo, mirando la chapa 2915 blanca, su borde de óxido que avanza, detenerme antes de ir al kiosco de a la vuelta, antes que salga la mujer se ponga una mano sobre la boca y diga que era tan correcto, un señor, que a los vecinos les extrañó no verlo, uno notó que la llave estaba puesta, habrán entrado, más tarde voy a entrar yo a una estación de servicio y voy a hacer los llamados, mañana en la comisaría 47, en Judiciales, el sargento primero Méndez, todas son escenas y nombres de una novela cómica escrita por él, pero ahora, en este instante, lo que yo quiero es parar el tiempo, que nada de esto pase, quiero tocar el timbre y que suene, que la luz no esté desconectada, que no haya este silencio, se abra la puerta y aparezca Néstor Sánchez.






Este texto apareció publicado por primera vez en el nro. 1 de la revista Zélema, Buenos Aires, 2010. Forma parte de Visiones de Sánchez, recopilación de testimonios de escritores que conocieron a Néstor Sánchez. Pertenece al libro inédito Tres encuentros.


18.12.18

Chan, por José Fraguas



Cuando el señor Li tuvo a su primera hija se entristeció un poco porque deseaba tener un varón. De todos modos le puso un nombre poético: Chan Chan, “susurro”. Pero fue un presente griego porque cuando, algunos años después la familia Li emigró a Argentina en busca de mejorar su economía, el delicado nombre de su hija se convertiría en una herramienta de tortura en manos de sus nuevos compañeritos de colegio que no paraban de llamarla “chan chan” imitando el sonido de los últimos acordes de los tangos.
El señor Li encargó la carta astral lunar de Chan y leyó con agrado que los astros auguraban que su hija podía hacer prosperar la fábrica de fideos familiar. Pero desde muy chica, Chan sentía que su mundo no era el de los negocios. Disfrutaba dos cosas: cuidar niños y acompañar a su abuela a ceremonias religiosas. Cuando muchos años después descubrió que en la época en que ella nació los relojes habían sido adelantados por el horario de verano, volvió a hacerse la carta y se sintió confirmada cuando supo que Júpiter la inclinaba más bien a lo espiritual e inmaterial.
Chan tomaba con extrema seriedad el cuidado de sus numerosos primos, a quienes se pasaba cambiando y transportando aunque fueran apenas un poco más chicos que ella. Se ocupaba también de su hermanito, que nació dos años después que ella para alegría de sus padres que le pusieron Shaiming, “luz del sol”. Aunque estaban casi todo el tiempo en la fábrica, el señor y la señora Li seguían muy de cerca el crecimiento de su hijo y destacaban la capacidad de Chan para cuidarse sola.
Los hermanos terminaron la escuela primaria y cursaron la secundaria en Argentina. A Chan le iba mejor pero los logros de su hermano eran siempre la noticia.  Antes de que terminaran el señor Li pensando en el progreso de la empresa ya tenía decidido qué carreras iban a seguir. Chan tuvo que estudiar Técnica en alimentos en la universidad pública y su hermano Comercio internacional en una privada. Como también se vio obligada a trabajar en la empresa familiar, Chan intentó conciliarlo con por lo menos una de sus vocaciones: “Voy a ser la mamá de esta empresa”, pensó. Pero aunque se esforzaba las ventajas de las que gozaba su hermano la desalentaban. El padre le decía a su hijo: —Si conseguís un descuento te quedás con la diferencia. Y a Chang: —Si llego a pagar un centavo de más te lo descuento de tu sueldo.

Un día que parecía como cualquier otro, Esteban, el encargado de la distribución de los productos de la fábrica del señor Li, apareció con su hijo. Apenas Chan lo vio quedó fascinada. ¿Quién era ese chico? Valentín, el hijo de Esteban, no era una respuesta que la satisfacía. El nene hizo un dibujo y se lo regaló. Chan pensó: “¿Por qué hizo este dibujo? ¿por qué me lo regaló a mí? Esto es rarísimo.”
Cuando llegó a su casa pegó el dibujo de Valentín en su habitación de manera que pudiera observarlo desde su cama. Lo estudió durante varios días como si esos garabatos pudieran explicarle qué le estaba sucediendo. Lloraba, no podía dormir, se deprimía y estaba contenta al mismo tiempo. Recordó que una amiga de la colectividad  la había invitado “casualmente” a  que consultara a una especialista en vidas pasadas. Y con la ayuda de la mujer pudo reconstruir la historia.
En realidad, las señales o, como ahora entendía, los “recuerdos”, habían comenzado antes, cuando Chan era muy chica. Soñaba todo el tiempo con explosiones y con la cara de un bebé. Cuando despertaba seguía su vida de niña. Pero el bebé volvía a aparecer una y otra vez. Llegó un momento en el que dijo: — ¡basta de esa cara de nene! La hacía sentir cruel porque tenía ganas de ahorcarlo. Ahora sabía que se trataba de un hijo que había tenido en otra vida. Su alma había vivido en el cuerpo de una vietnamita que en la época de la guerra tuvo un hijo con un militar francés. Como no podían irse los tres, le pidió a su marido que se lo llevara, para que el bebé tuviera una vida mejor. Pero justo cuando estaban decidiendo eso, cayó una bomba y murieron los tres. Ahora el alma del bebé vietnamita vivía en Valentín.
Chan se sintió aliviada pero en seguida comenzó a atormentarla una nueva duda: “¿se acordará de mí como me acuerdo yo?” Sólo había visto a Valentín una vez, y aunque no pretendía que la reconociera conscientemente, necesitaba volver a verlo para preguntarle. Sintió que la proximidad del año nuevo chino tampoco era casual. Decidió, para sorpresa de sus padres, festejarlo “con amigos”. Invitó entonces a los padres de Valentín a su casa y, para despistar, a otras cuatro parejas. 
Chan no veía la hora de que fueran a la casa pero antes estuvieron en la calle Montañeses viendo pasar el enorme dragón de tela. La madre “de esta vida” de Valentín, que era bastante petisita, tuvo que hacer un esfuerzo extra para tocarlo. Chan dijo: —Es increíble que la gente crea que va a tener suerte por tocar el dragón.
Finalmente fueron para la casa. Chan ya había preparado la mesa. Cuando lo hacía pensó: “es pedirle demasiado a la vida que Valentín se siente a mi lado”. Así ocurrió pero además tuvo la suerte de quedar en un momento a solas con el nene en la cocina. Era la oportunidad que ella estaba esperando, le preguntó:
Valentín, hijo mío, ¿te acordás de quién soy? El nene la observaba atentamente y cuando pestañeó Chan sintió que respondía afirmativamente. Entonces continuó: —Quiero decirte que no puedo volver a verte en esta vida, pero no te preocupes, voy a estar bien.
Valentín volvió a la mesa. Y esa noche, cuando todos se fueron, Chan rompió en mil pedazos el dibujo del chico.  
Unos días después, cuando estuvo más tranquila, Chan le contó todo a su casi única amiga occidental, Jésica, quien muy probablemente había sido su hermana en otra vida, y le explicó: “Esto me pasa por haberle dicho al padre que se lo lleve. A veces los chicos prefieren el cariño de una madre al bienestar material”.

Poco después, Chan comenzó a establecer un intenso y ambiguo vínculo con Roberto uno de los proveedores de la empresa. Él era bastante más grande y un día dijo al pasar que qué afortunado sería el que tuviera una esposa tan trabajadora como ella. Esas palabras quedaron grabadas a fuego en la mente de Chan que analizó infinitas veces ese enunciado. Como él no hablaba de su familia, cosa que le resultaba por otro lado bastante sospechosa, Chan no sabía si la estaba comparando con una esposa real o lo decía como alguien que realmente andaba necesitando una.
Cuando se lo contaba, a Jésica todo le parecía muy impreciso y se impacientaba: — ¿Cómo es el trato?, le preguntó.
—El trato es cordial, es semanal, contestó Chan.
— ¿Pero están de novios o no?
—Creo que no, respondió.
Más allá de lo que pasara, Chan intuía que se amaban pero que algo que no tenía que ver con ellos interfería y volvía imposible la relación. Decidió entonces acudir nuevamente a la especialista en vidas pasadas. Ésta se sintió desconcertada al ver que Chan estaba mucho más convencida que ella de lo que le había dicho y decidió derivarla. Le dijo: —Yo no puedo con tantas vidas, te recomiendo a una colega. Con la nueva mentalista lograron remontarse hasta el 1500. En esa época Chan era la única hija de la esposa principal del hermano del emperador. Uno de sus primos, cuya alma vivía ahora en Roberto, estaba perdidamente enamorado de ella. Chan lo rechazó y él quedó tan desconsolado que su tía ideó una estratagema para ayudarlo. Unos ninjas atacaron a Chan y, aunque solo la hirieron, su primo creyó que ella había muerto. Fue un dolor muy grande pero menor que el del rechazo.  
Ahora podía entender por qué, aunque querían, no podían estar juntos. Pero increíblemente unos días después de la consulta, Roberto la invitó a salir. Fueron a tomar algo después del trabajo y él, antes de ni siquiera haberse dado nunca un beso, le propuso matrimonio.  Chan respondió que quería pensarlo y cuando unos días después iba a responderle afirmativamente, él le dijo que mejor lo dejaran así. Chan pensó: “No puedo culparlo, es más fuerte que él.”
Dejaron de verse porque Roberto cambió de trabajo y a Chan le llegó el rumor de que lo habían visto mucho en el bingo.  Pero a veces él la llamaba por teléfono a la madrugada y le decía que estaba desesperado: —Voy a morir esta noche, vení por favor a cerrarme los ojos. Otra noche le dijo: —Tengo el celular en la mano, si me muero te llamo.

Chan creía que ella sabía mejor que él por qué estaba tan desasosegado. Roberto se sentía tan mal porque había “despertado”, empezaba a “recordar” aunque aún no era del todo consciente que ella había sido la mujer que tanto lo había hecho sufrir en otra vida. Y aunque la tratara bruscamente, Chan esperaba ansiosa sus llamados. Después de hablar con él quedaba bastante perturbada pero la excitaba saber que a través de Roberto estaba hablando por teléfono con una conciencia del siglo XVI.
Pero un día dejó de llamarla. Chan entonces lo llamó para pedirle un dinero que le había prestado. Él se lo había pedido diciéndole que lo necesitaba para pagarle al médico que atendía a la madre. Otro día le dijo que en realidad lo había usado para reponer una plata que había faltado en la empresa y que si se descubría lo culparían a él. Chan le dijo: —Está bien, podés devolvérmelo en cuotas. —Me querés volver loco, le contestó Roberto.
Aunque Chan creía que ningún sufrimiento era inútil y que toda esta situación seguramente le estaba enseñando mucho, aceptó por fin la sugerencia de su amiga Jésica y fue un tiempo a un psicólogo occidental. Él hablaba muy poco y no emitía ningún tipo de opinión acerca de las historias de vidas pasadas. Solo mostró un poco de asombro el primer día cuando luego de presentarse Chan le dijo: —No sé por dónde empezar, es una historia que dura mil años.
Pero las cosas que le decía el psicólogo no la convencían para nada. De todos modos estaba segura de que por alguna razón ella había terminado ahí así que luego de dos meses abandonó la terapia decidida a llevar a la práctica algo que como una suerte de consejo deslizó más de una vez el analista: “poné la energía en otra cosa”.
Pensó que era mejor ocuparse de algo concreto y cercano, se abocó entonces a la casa y a la empresa familiar. Competía con Bety, la señora que hacía la limpieza, que casi siempre encontraba parte de su trabajo hecho.   —La tengo cortita, decía Chan.  Dejaba que se ocupara del cuarto en el que tenían el altar porque a Bety le gustaba ordenarlo y prenderle sahumerios a Buda. Chan pensaba que toda acción es una oportunidad para aprender. Recordaba las palabras de su abuela sobre el cuidado con el que hay que tratar todas las cosas. —Si uno lava mal un plato le está faltando el respeto, decía.
También se hizo cargo del cuidado de las mascotas. Le gustaban mucho los animales excepto las palomas que le generaban un temor descontrolado. Aunque no lo tenía muy claro, sospechaba que ese terror venía de haber sido cazadora en otra vida, probablemente en Inglaterra. Pero se llevaba muy bien con la gata y los dos perros que tenían. Ponía tanto empeño en la tarea que una de las perras llegó a vivir 28 años. Cuando murió, ella y Shaiming, su hermano, fueron los encargados de enterrarla. En el momento en que su hermano intentó mover el cuerpo para ponerlo en la fosa que habían cavado en el jardín se dieron cuenta que estaba durísimo. Chan leyó entonces un sutra y rogó para que el alma del animal eligiera un buen camino. Luego dirigiéndose al cuerpo del animal dijo: —Por favor, necesitamos tocarte. La gata y el otro perro presenciaron inmóviles toda la ceremonia. Cuando terminaron Chan pensó: “Sé que el día de mañana me lo va agradecer”. Y esa idea le dio ánimo y un poco de temor.        
El momento de esparcimiento llegaba a la tarde cuando veía las telenovelas que pasaban los canales taiwaneses que emitía la televisión satelital. Más que la trama le interesaba el vestuario de época que usaban los personajes femeninos en las series ambientadas en diferentes períodos de la historia de China. Además de disfrutarlo, le parecía útil porque cuando se le presentaban imágenes de alguna de sus vidas anteriores podía determinar el momento histórico por el peinado o la ropa que llevaba. Sentía una clara predilección por la moda de la dinastía Song, polleras largas y chaquetas con mangas largas y cerradas hasta el cuello. No le gustaba para nada el estilo de la época Tang con escotes y transparencias. Chan usaba generalmente la misma ropa semiformal y oscura, aunque de vez en cuando se ponía un pullover de un rabioso color coral. Ella no tardaba mucho tiempo como sabía que hacían otras chicas para decidir qué ponerse para salir pero pasaba largas horas pensando cómo habría estado vestida en sus otras vidas.
Seguía además religiosamente una telenovela budista ambientada en la actualidad. El budismo aparecía en que el protagonista, un médico con dos esposas, una propia y una heredada de un hermano que murió joven, trabajaba en un hospital dirigido por monjes budistas. Por momentos Chan pensaba que debía dejar de verla porque pensaba mucho en los personajes y le era casi imposible aquietar las emociones. Un día se descubrió preocupadísima por la situación en la que había quedado el protagonista la última escena del capítulo del día anterior. “Dos mujeres que lo dejan, hijos llorando, es demasiado” pensaba Chan. Admiraba particularmente a una de las actrices, Hen Xian. Le parecía que tenía una belleza creíble y lograba mantener un perfil bajo aun siendo protagonista de una de los programas más vistos en todo Asia. Sentía que tenía cosas en común con ella, hasta se encontraba un poco parecida físicamente. 
También puso mucha energía en la empresa. A diferencia de sus padres Chan además de hablar chino tenía un español casi perfecto de modo que podía negociar con chinos y argentinos. Diseñó y redactó un prolijo y elegante catálogo con los productos de la fábrica y se interiorizó en las tendencias del mercado de pastas secas. Aunque lo pensaba no decía que ellos producían los mejores fideos. Cuando alguien comparaba sus productos con los de otra empresa de la colectividad simplemente señalaba: —Ellos privilegian el precio, nosotros, la calidad.
Pero aunque trabajaba mucho, las relaciones con el señor Li no mejoraban. Tenía que descubrir por qué se llevaban tan mal. “Seguramente en otra vida él fue soldado y yo capitana”, pensaba. Ponía en práctica estrategias para tratarlo bien. Imaginaba que era el padre de otro. O intentaba conmoverse pensando que el padre era instrumento de las fuerzas del universo que fueron las que realmente decidieron que él emigrara Argentina porque ella, aunque todavía no sabía bien por qué, tenía que estar en Buenos Aires. El señor Li no reconocía sus esfuerzos y Chan tenía que luchar para cobrar algo de sueldo. —¿Para qué querés plata, le preguntaba, si vos no tenés deseos? Las cosas se agravaron aún más un sábado a la tarde. Chan se había quedado con otro empleado para preparar unos pedidos para la semana siguiente. A las cinco de la tarde apareció su madre y le dijo: —¿Para qué hacés tanto esfuerzo? ¿no sabés que todo esto va a quedar para tu hermano?
Chan no pudo escuchar lo que dijo la señora Li después de esa frase. Quedó anonadada y solo después de un rato le empezaron a doler esas palabras. Se fue a su casa y estuvo todo el domingo devanándose infructuosamente los sesos en qué podía hacer. Pero el lunes a la mañana le llegó de algún lado un recuerdo que le fue de muchísima utilidad.  Alguien le había comentado que se podía ingresar a un monasterio budista que quedaba en Almagro. Recordó también un sueño que había tenido muchas veces. Estaba en un lugar montañoso y aunque no podía decir en cuál, sabía que en lo alto de una montaña había un templo en el que vivía un monje que la estaba esperando. Quizá todas las dificultades habían sido la encrespada montaña que había tenido que ascender y ahora solo le quedaba golpear las puertas del templo.

Sus padres no hicieron mucho por retenerla y su lugar en la empresa fue rápidamente ocupado por la novia de su hermano. El monasterio budista estaba organizado por una fundación internacional y aunque las autoridades dudaron bastante antes de admitirla vieron con agrado que Chan aunque era algo extraña sabía hacer las cosas rápida y eficazmente. Como las otras aspirantes debía ocuparse de la limpieza del edificio que tenía varios pisos y muchos recovecos. No pudo evitar pensar si no le habría convenido quedarse en su casa. Encima cuando la abadesa pasaba a revisar nunca quedaba conforme. Chan comenzó pronto a desanimarse aunque se consoló un poco cuando anunciaron que les repartirían unos trajes para que usaran en las ceremonias. Cuando finalmente se lo pudo probar estaba exultante. Quizás porque era nuevo pero le pareció hermoso. Era largo, tenía una pequeña cola y sentía que le quedaba perfecto, que misteriosamente había sido confeccionado a medida. Chan no quería sacárselo y también le costaba doblarlo. Sus compañeras tomaban esa torpeza para estimular sus creencias acerca de un pasado noble. —En tus otras vidas debiste tener mucha gente que hiciera las cosas por vos, le decían.
Una noche Chan oyó ruidos en el piso de arriba como si estuvieran buscando cosas en los muebles. Allí estaban las habitaciones en las que dormían algunas de sus compañeras así que al día siguiente les preguntó qué habían estado haciendo. Las chicas la miraron sorprendida hasta que una de ellas dijo: —Pero claro ¿no se acuerdan que empezó el mes siete? Se abrieron las puertas del infierno. Durante todo el mes los fantasmas hambrientos, almas errantes ni tan malas para ir al infierno ni lo suficientemente buenas para renacer, iban a circular por todo el edificio excepto en el templo al que tenían prohibido el ingreso. Ahora Chan entendía también de dónde venía el olor desagradable que había sentido esos días. “Limpio los pisos con Poett, repaso los muebles con Blem ¿por qué hay ese olor a podredumbre?” pensaba Chan. Eran ellos, habían comenzado, como les gustaba hacerlo, a instalarse en los rincones.
Cuando Chan ingresó al monasterio se postuló como aspirante a monja y durante las primeras semanas estuvo prácticamente convencida de que era lo que tenía que ser en esta vida. Pero nunca dejó de tener dudas. Pensaba que qué grave sería que se estuviera equivocando y renunciase a reencontrarse con su verdadero amor, el que había sido su esposo y padre de su hijo. Además, cada vez encontraba más semejanzas entre la fundación y la empresa de su padre y su relación con la abadesa empeoraba. Decidió que lo mejor sería que se convirtiera simplemente en una estudiosa de los sutras, las palabras de Buda, una Bodhisattva laica que podía perfectamente casarse y tener hijos. Cuando comenzó a vincularse con Lucas, el diseñador gráfico que trabajaba en el monasterio, ya no tuvo dudas que ése era claramente el camino que se le estaba señalando.
Un día Lucas se ofreció a llevarla en su auto hasta el banco donde Chan tenía que hacer unos trámites que le había encargado la abadesa. En el camino él le comentó que una vez había tenido el proyecto de estudiar chino pero que se desalentó cuando le dijeron que tendría que dedicarle aproximadamente veinte años. Chan se sintió tan distendida en el auto que empezó a sospechar que no era la primera vez que viajaban juntos y empezó a visualizar un antiguo carruaje. En el banco tuvo que hacer una larga fila y cuando salió la sorprendió gratamente que Lucas seguía ahí. Él no se imaginaba que iba a tardar tanto y se arrepintió cuando vio que tardaba pero por alguna razón esperó y le dijo además que la podía llevarla de vuelta porque el monasterio le quedaba camino a su casa. Esa tarde Chan estuvo particularmente abstraída, solo quería que la dejaran a solas con sus pensamientos.
Unos días después Chan apareció en la oficina en la que trabajaba Lucas. Le entregó un cd que contenía un curso básico de chino. Lucas quedó desconcertado. Tardó un poco en acordarse que le había comentado a Chan que una vez había querido estudiarlo. Además ahora veía ese proyecto como algo completamente ajeno pero trató de mostrarse agradecido. Chan aprovechó la ocasión para estudiar su escritorio, en particular una foto que tenía en un pequeño portarretratos. Solo logró ver un par de amplias sonrisas.
También comenzó a llevarle al mediodía comida de la que cocinaban para los monjes. Lucas dudaba un poco, pensaba si no estaría generando una deuda que no iba a ser capaz de pagar. Pero la comida estaba tan rica que no solo se devoraba las porciones, se tomaba también el termo entero con té verde que le traía. Chan le aclaraba que ella lo hacía desinteresadamente, como una buena acción ofrecida al universo.
Poco después Chan cumplió años y cuando le avisaron a Lucas que le estaban organizando un pequeño festejo no sintió ganas sólo la obligación de pasar un momento para retribuir de algún modo todas las atenciones que le había hecho ella. Buscó en su casa algo para llevarle y encontró una lata de galletitas danesas que le habían regalado para navidad. Se fijó que no estuvieran vencidas y aunque la lata tenía un Papá Noel le pareció que no estaba tan mal. Cuando se las entregó Chan le dijo: —En Taiwán, estas galletitas las regala el novio cuando va a la casa de la novia a pedir su mano. Lucas tragó saliva y las compañeras de Chan entraron con la torta cantando el feliz cumpleaños. Ella les pidió medio bruscamente que hicieran silencio y estuvo casi cinco minutos pensando los deseos antes de apagar la vela.
Chan se regaló a sí misma una visita a la especialista en vidas pasadas. Como suponía, no era la primera vez que se cruzaba con el alma que vivía en Lucas. Por intermedio de la mentalista descubrió que aproximadamente en el 1100, una época muy convulsionada, en medio de luchas y saqueos, ella estaba yendo con su nodriza y una doncella a la casa de la familia materna. Fueron atacadas y sus acompañantes fueron capturadas pero ella logró escapar gracias a la ayuda de un joven licenciado. Tuvieron que correr y ella se torció un tobillo entonces él tuvo que cargarla. Por esa razón cuando lograron refugiarse en una ermita debieron casarse porque así lo ordenaba la ley en esa época cuando un hombre entraba en contacto físico con una mujer. Se quedaron a vivir  bastante tiempo en ese templo y el monje que los casó les enseñó también medicina y cocina vegetariana.
Chan sólo se lo contó a su amiga Jésica a quien volvió a ver después de mucho tiempo. Luego de escuchar su relato, le dijo:
—¿Pero vos no tuviste ninguna vida tranquila, común y corriente?
—Si la tuve no la recuerdo, le contestó Chan.
—¿Y dónde estuvo tu alma entre esa vida y la del 1500?, le preguntó Jésica.
—Eso me gustaría saber a mí, respondió.

Pero Lucas no solo no parecía acordarse de nada sino que estaba cada vez más huidizo. Cuando lograba verlo Chan intentaba mirarlo fijo porque sabía que era el modo en que las almas que estuvieron juntas en otras vidas se reconocen. Él se inhibía y ella interpretaba ese gesto como una prueba confirmatoria. Un día Chan entró a la oficina cuando Lucas le estaba comentando a un compañero que por estar tanto tiempo frente a la computadora le dolía mucho la espalda. Ella se ofreció de inmediato a hacerle un masaje en la mano. A él le pareció muy descortés negarse y se la dio. Ella apretó con mucha fuerza en algunos puntos clave, él sintió un dolor insoportable.
Poco a poco Chan fue renunciando a la esperanza de que él finalmente la reconociera y se fueran juntos del monasterio. Hablaba de vez en cuando por teléfono con su madre y ésta la invitaba a que volviera. Estaba casi decidida a irse pero la abadesa se adelantó y le pidió que se fuera. Le dijo que era muy orgullosa y que se llevaba demasiado bien con el personal administrativo. “Mejor estudio los sutras en mi casa” pensó Chan.  Poco tiempo después el monasterio se incendió. A Chan, como a algunas de sus ahora ex compañeras, no la convenció la explicación de que había sido provocado por un desperfecto eléctrico. Sabían que el origen de las llamas era la ira desatada de la abadesa.

Chan volvió a la casa familiar y pronto consiguió trabajo en un colegio de la colectividad para darle clases de chino a los chicos. Le tocaron los de seis años. Comenzó con mucho entusiasmo. Las clases eran los sábados a la mañana y los viernes se iba a acostar temprano porque quería estar espléndida. Los niños le decían: —Seño, te reamo y —Sos mi mamá. Otros solo le abrazaban la cintura.  Chan pensaba: “Posiblemente las maestras de primer grado somos el primer gran amor de estas criaturas”. Algunos se quejaban, decían: —Seño ¿por qué hablás tanto? Y antes de irse a sus casas los chicos se agolpaban en el escritorio para que ella les pusiera el sellito de “premio” en la mano. Chan quedaba tan agotada que a veces se confundía y usaba el que decía “esfuérzate más”.
No se llevaba bien con las otras maestras. A sus compañeras les caía mal que insistiera con que sus alumnos estaban muy adelantados. Chan prefería no indagar qué tipo de relación había tenido con ellas en sus otras vidas. Con los padres de los niños tampoco se llevaba muy bien. A ellos le parecía demasiado exigente y para Chan no acompañaban como era debido el aprendizaje de sus hijos.
Los padres no estaban muy conformes con el trabajo de Chan y los preocupaba que siguiera soltera. Ella les había prohibido intervenir, les dijo: —Si me arreglan un casamiento van a tener que casarse ustedes. Pero la madre no perdía la oportunidad y cuando muy de vez en cuando su hija iba a la casa con algún amigo hablaba de unas tierras que la abuela le había dejado a Chan en Taiwán.   
Un sábado a la noche, luego de una larga siesta, Chan se despertó con un ánimo inmejorable. Pensó que hasta ahora se había encontrado con hombres con los que tuvo relaciones complicadas aquí y en sus otras vidas. Lo de Vietnam había sido demasiado trágico. Con el joven licenciado del siglo XII no había podido tener hijos. Posiblemente había enviudado y conocido luego a su verdadero amor con el que tuvieron en esa oportunidad poco tiempo para estar juntos. Pero se reencontraron en el 1500 y fueron felices aunque debieron esconderse por temor a su primo que la creía muerta. Se sintió optimista y tuvo la absoluta certeza de que pronto se volverían a ver en esta vida. Decidió entonces escribirle una carta:

Querida alma compañera, quien quiera que seas, hola. Cada uno de nosotros ha experimentado muchas cosas en sus vidas por separado desde la última vez que nos vimos, hace quinientos años. No te preocupes, fue necesario para nuestro crecimiento personal. Cuando nos reencontremos te contaré que recordé que ya habíamos vivido otra vida antes de la que pasamos juntos. Sigo aprendiendo de las enseñanzas del maestro Buda y te aseguro que he sido muy valiente durante todos estos años. Quisiera contarte todo lo que me pasó en estas vidas, pero dejaré que me cuentes primero. ¿Cómo vamos a saber que somos nosotros? Mirándonos a los ojos profundamente para recordar la manera en que nos mirábamos antes. Nuestros corazones latirán fuertemente y entonces lo sabremos ¿Hacemos así?

23.2.17

El pastichacho de la calle Cabezón, por Pablo Ingberg


(fantasía sobre Néstor Sánchez inspirada en hechos irreales)


Vacía el mate de yerba reusada tras secarse al sol sobre un papel de diario. Vacía sobre el mismo diario escrito y sobrescrito de escrituras de tinta y yerba y sol secante. El mate lleno se ha vaciado y revaciado y escribió sobre lo escrito y escribió una y otra vez esa masa verdosa de manchas que nada significan pero algo dirán, un mapa explayado de un mate por dentro, vaciado. Mira las letras y las manchas en busca de un sentido no escrito, imposible de escribir pero tentado. Se deja deambular por esas escrituras superpuestas en busca irrenunciable de un sentido en fuga, que siempre se escapó, por más entrenamiento y ansia y combates y viajes. Aquiles ha dejado de pelear. Ulises ha dejado de viajar. Y sin embargo se mueve. La mancha verdosa se extiende todavía por un papel ya escrito y rescrito pero ávido aún de aguas o tintas porque el sol lo seca una y otra y otra vez. Incluso involuntaria es escritura. Es la escritura involuntaria que acomete todavía a diario. Un diario que se escribe y sobrescribe rescribiendo una escritura imposible aunque anhelada de toda anhelación desnihilizante. El mate vaciado de infelices ilusiones que mañana y mañana y mañana habrá de rellenarse de yerbas reusadas y por reusar.

Amorosamente, ceremoniosamente hace un bollo o rollo el papel, un sudario a la yerba escritora. Lo deposita como de costumbre, aunque como de costumbre rechazando lo costúmbrico del caso, en el tacho inexorable de basura. Se queda unos inmóviles minutos mirando esa tapa negra de tumba presagiante de descomposición. En los reflejos de luz irregular sobre la tapa se recuerda lejano trazando unos pasos de tango sobre un suelo ya escrito y aún por escribirse, aunque ahora la música agoniza en un cuarto lejano del recuerdo. Se recuerda lejano caminando y caminando y caminando lejos hacia todas partes adonde no se llega y donde siempre se está. En la tapa hay una tapa, negra, plástica, siempre una y la misma para ojos que no miran, pero para el que mira contra la costumbre en los reflejos de la luz hay movimiento. Y en ese movimiento hay movimientos y sonidos evocados, algo ya escrito y sobrescrito y sin embargo tal vez por escribirse: la posibilidad siempre latente de heroicizar en rito toda fuga concebible de la rutina radical nadificante. Entonces vuelve al fin hasta la pava siempre a mano, leal, la llena de agua corriente y común, la pone a calentar y mientras tanto llena una vez más el mate. Ahora toca yerba nueva.

02/03/2015

23.6.16

Luis Thonis, por Javier Fernández Paupy




Yo ya estaba borracho cuando me habló por primera vez de la diferencia entre los lectores que no subrayan los libros y los que leen para encontrar un estilo que no tienen. Estaba borracho pero lo pude oír decir, como si fuera suya, la frase de alguien más. Ya no pasa el tiempo entre nosotros. Todo se lo tragó el pasado. Cuando le pedí que me dedicara su libro, anotó en letras de dudosa caligrafía: Sólo desde la risa del Paraíso se puede atravesar el Infierno. En un bar irlandés dijo que tenía una lectura de Caín y Abel y que todos deberían hacer la suya. Sus pensamientos eran misteriosos cuando para mí lo mejor fue siempre no entender. “Nadie hace un crimen y lo asume a la vez, esto viene desde Caín, que le pregunta a Dios: ¿Soy yo el guardián de mi hermano?, pensando que Dios es un dictador y que puede hacerse cómplice.” Así hablaba, con una mezcla de erudición y conciencia moral infinita. ¡Caín! ¿Pero cómo? ¿Caín tiene algo que ver con los editores? Por supuesto, me dijo, todo Mallarmé trata ese tema.

Yo pensaba que siempre había dos caminos a seguir y que lo mejor quizás fuera cambiar continuamente de camino o no seguir ninguno. Los jóvenes se hacían viejos queriendo entender. Si la juventud supiera qué puede y qué no. Él se enfurecía con la idiotez de un escritor y los efectos que producía su lectura. Hablaba con frenesí de la inflación, de ciertos índices económicos falseados, de los bienes del patrimonio público, de la moneda que emitía el Banco Central y del endeudamiento nacional. Los esperpentos en la política de turno oscurecían el hilo de su voz. Se lamentaba y enardecía porque pocos sabían quién fue Pol Pot. Yo no lo sabía. Su forma enloquecida de pensar me resultaba deslumbrante; sus gustos, extremos; su ideología, misteriosa. Pero encasillar a alguien inclasificable, no. Su presentación era su voz. Yo diría su risa. La situación en Grecia, el remoto hoy que fue Eslovaquia ayer y las mercancías del espectáculo desfilaban en una marea de cambios naturales por su conversación. Y él insistía en que era fanfarrón pero no soberbio.

¿Qué cosas le daban alegría? Yo tendría que haberle preguntado si hablaba solo, si veía a la escritura como la prolongación de la guerra por otros medios y también qué era para él la ilusión amorosa. Pero nunca hablamos de eso. En cambio, me dijo sin sobresaltarse que lo peor de la historia se rearticulaba siempre de manera universitaria. No olvides que Cezanne dejó sus cuadros inconclusos, me miraba y se reía. Me distraje, siempre me distraigo, pero volví a la concentración de la charla cuando aclaró algo sobre Perón, diciendo que no le interesaban los problemas morales, que su problema era el salario. Algo hubo o habrá entre moralistas y estadistas. Pero no entendí qué pasaba con esa generación. Ni con la mía ni con la suya. Cuando nos conocimos él estaba con unos ensayos sobre el nacional-populismo. Leía el presente desde el presente a la velocidad de un pensamiento o ubicación inexplorados. Le interesaba hacer un estudio sobre la performatividad postmoderna, sobre el montaje fetichista, político, espectacular de los idólatras actuales. A los veinte años pensaba en la muerte como algo romántico. Muchos sabían de la fuerza que tiene un texto publicado. Y pensaba que había gente que leía para controlar, eso me dijo una noche. Yo le vi la vertiente delirante enseguida cuando lo escuché decir que la palabra compartir lo ponía muy mal. El suyo era un lenguaje de la aventura y también era la aventura de un lenguaje. Cuando pedimos nuestro segundo té, esa tarde, una de las primeras veces que nos vimos solos, le habló a la moza del bar sobre Molière, le dijo que pedía té porque se sentía un poco resfriado, casi a punto de engriparse, y la chica se rió y él le resumió el argumento de El enfermo imaginario en diez segundos. Una semana después le hablaría de Chejov, la chica estaba interesada en el tema. Esa tarde se hizo de noche y cuando me despedí dejé dos billetes de veinte pesos, uno era falso.

El artículo 17 de la Constitución le parecía importante. Según él, desde el 2001 la Constitución estaba rota. Me dijo que Kafka lo había dicho hace años: “Todo está en los detalles”. Hablaba y hablaba como si nadie prestara atención y tuviera que explicar todo de nuevo, desde el principio: “La Constitución es una organización simbólica de los cuerpos y de los derechos individuales. Eso parece no entenderlo nadie. Una conspiración. Alguien te ataca a vos. El código es que te hagan caso. Hay hombres de código. Tenerlo todo es vulgar. Lo decía Eduardo Wilde. El código sería vivir en una casa. Una casa de agujeros. Y llena de ratas. El chueco es perfecto, como chueco es perfecto. Un manco por ahí es perfecto. Perfecto como manco. Si uno es lo que es. Puede ser perfecto siendo lo que es. Todos dicen lo mismo. Empezás a sospechar. En la Argentina hay una dramática constitucional. Alberdi. Hay unos tipos que quieren instaurar una ley. Y otros violarla. Es un país potencialmente anarco. Que va por diferentes caudillos. El Dogma Socialista es idealista. En el sentido santisimoniano.” Orquestaba partituras en el aire. Hacía música con la historia. Mordía su drama constitucional, defraudado por las garantías del Estado de derecho.

Leía con unos anteojos medio destartalados. Muchas veces se indignó conmigo porque cortaba el hilo de sus argumentaciones o cuando yo demostraba que no sabía discutir. Mis preguntas lo interrumpían y a veces se irritaba o se enojaba. Repetía una frase de Joseph de Maistre: “Los que no comprenden nada comprenden mejor que aquellos que comprenden mal.” ¿Lo decía por mí? Yo estaba ahí, de alguna manera, disimulado, en esas conversaciones en las que mi entusiasmo era innegable pero así de grande también mi ignorancia en esas latitudes. Guardo así la memoria de esos días. Y ahora sé que para fundir una nación se necesitan: 45.000 policías en la calle con sus uniformes azules, su barriga y su idiotez, 73.000 balas de goma, 3.400 granadas de gas lacrimógeno. Antes de ponderar a Tocqueville, esa vez, habló de la Ley de Reforma del Estado (N° 23.696) que autorizó al Ejecutivo a privatizar empresas de servicios públicos. Hablaba enérgico, como poseído.

En la página 251 de una edición de 1978 de Una belleza rusa de Nabokov subrayó con tinta negra la frase: la memoria acumula. Creo que alguna vez esperó de mí que boswelizara su vida. En todo caso me dejé fascinar por su elocuencia. Esa noche caminamos al costado de las vías del tren. Lo acompañaba a la parada del 168 cuando me dijo que había que hacer listas de libros. Los diez mejores libros que uno hubiera leído sobre economía, las diez mejores novelas, y así. Decía estar haciendo sus listas, pero no haber terminado ninguna. Cómico de la lengua, Los siete locos, Peregrinación de Luz del Día. Le interesaba el odio de clase entre argentinos. Estaba loco, sí o no, pero siempre tenía algo para decir y lo que decía era genial, estrictamente inteligente, apasionado, paranoico, verdadero. Por convicción o conveniencia la gente tiende a decir lo que piensa, aunque a veces algunos se acomodan diciendo lo que les conviene; otros nacieron con un lugar de enunciación asegurado o se confundieron sin dificultades en el murmullo del éxito discursivo actual. Pero su risa era otra cosa. Nunca pude sacarle una tristeza. Hablar con él para mí era entrar a un museo de estilos. Alguien demasiado inteligente de una sabiduría que nunca voy a saber de dónde salía. No del saber. Porque redoblaba cualquier frase o idea, por pasajera que fuera, y la ponía en un lugar en el que no podía sostenerse, en un mundo de esterilidad. Padecía los defectos de sus virtudes. Era un poeta: un pobre animal enfermo que siente, un triste agónico contento.

Cuando Buffon dijo: El estilo es el hombre, creo que sólo o también o además dijo: Ordenar el pensamiento al ritmo, velocidad y movimiento de una frase: ahí el estilo. La literatura es vacilación, no certeza. En estética siempre estuve con Epicuro: "Disimulá tu vida." Yo estaba desenchufado de todo pero suponía que todo estaba bien. Luis Thonis fue y siempre va a ser para mí un escritor peligroso, corrosivo, brillante, resuelto para mostrar lo que otros preferían tapar; artero, atrevido, de tonos pálidos. Mezclaba lo político con lo poético. Decía, por ejemplo: “La economía de la indiferencia va de la mano de la banalidad del bien.” Pero el comentario se desprendía de una respuesta sobre la diferencia entre la letra de una canción y la de un poema. Demostraba que la política no está separada de la poesía. Los laberintos de su mente aparecían espejados en un estilo ramificado. Leía Joumana-Jo Haddad, me repitió una frase suya: “Pensás que tu problema es específico pero, quizás, es universal.” Me aseguró que para escribir una gran obra hay que perder mujeres, lectores, amigos y editores. Grandes libros que se escriben perdiendo.

Pero era más fácil comprar la felicidad como una mercancía barata o adulterada. La felicidad siempre va a ser una palabra de mierda porque impide la dicha, ahorra el dolor y a la vez el placer, concentra la angustia, bloquea. Esos recuerdos suyos conservo. El fraseo de su voz. La manera desordenada en la que comía maní. Había una guerra ideológica en el mundo, guerras religiosas, guerras capitalistas. Yo envejecía, me volvía cada vez más gris en mi trabajo y después no hacía otra cosa que escribir. Escribía el libro de las cosas que le escuchaba decir a los demás decirme a mí mismo. Él no dejó de mandarme por correo electrónico un seguimiento de catástrofes y matanzas, quizás para mostrar que el mapa que registraba sobre el ascenso de los fundamentalismos no era una trasnochada elucubración suya. Su objetivo más inmediato parecía ser ridiculizar la imagen del mundo que presentaban los revisionistas que hablaban en nombre de lo moral. El silencio mediático sobre el régimen sirio lo inquietaba. ¿Te das cuenta?, me instigaba, no dicen nada porque el niño sirio asesinado no cotiza en el mercado de las víctimas. La imaginería de su ilación verbal o mi oreja paranoide. No era que yo lo entendiera o tuviera ojo para lo social pero podía ver una alquimia salvaje de lo cotidiano en su mirada. Y me volví responsable de lo que veía en los otros.