20.2.19

El German lover como Don Giovanni áulico, por Luciano García



(O sobre el romance entre el nazi y la sionista)


Ahora sabemos que detrás del Heidegger especulativo estaba un Heidegger pasional y mujeriego, y que no fue tan solo la pregunta del Ser la que atormentó sus días, y más aún sus noches, sino también otra cuestión: la pregunta por el Eterno Femenino y su irresistible encanto.
Franco Volpi


Decía Houellebecq que los criterios del amor son similares a los del nazismo: demanda juventud, belleza, fuerza... Heidegger fue nazi y fue un amante pertinaz y numeroso, y sin embargo no reunía para nada esos requisitos; era –en todo contrario al ideal del modelo nazi– extremadamente petiso, moreno y rulado, bastante poco agraciado en fin; razones de más para haber sido, como lo fue, un Don Juan de aula en todas las de la Ley. Parecerá contradictorio, pero para quien conozca un poco las costumbres de las histéricas en los claustros, será moneda corriente. Es por el mundo sabido, el sex appeal del modelo publicitario o galancito de telenovela y el del profesor de la facultad son más bien caminos que se bifurcan. Entre el experto en sexo que prodiga el pene como península de su cuerpo, y el sabio del sexo que detenta un falo del orden del saber, hay la misma distancia que entre la pobre mujer activa que busca al rico hombre pasivo, y la histérica que le hace el juego al amo. Si dentro de la esfera política Heidegger acabó haciendo de bufón del amo –Hitler–, en el estricto campo universitario era el amo en sí mismo: rector de la universidad de Friburgo, no sólo profesor sino filósofo-artista, es decir creador de obra y de calado universal. Feúcho y de extracción campesina y pobre, autor no precisamente de best sellers para mannequins o poemitas nerudianos sino de unos cuantos tratados abstrusos de maravillosa pesadez, Martin Heidegger fue un german lover. El latin lover es heredero de Tenorio, profesa como ars amandi una téchne, que no sale del mundo de la práxis y la poiesis. De Don Juan se ha dicho –Lacan– que no es nada más que un ensueño femenino: el del hombre a puro falo, imposible de castrar. La versión B de todo esto, es la del resentimiento del mundo, la que daba por ejemplo Gregorio Marañón: se trataba nomás –a Don Juan referimos– de un homosexual no asumido. El german lover al contario, casi como el Platón de Nietzsche, dice: –Yo, Martin Heidegger, tengo la Verdad. No va del baile a la alcoba, sino del aula al tálamo. 

La mujer de Heidegger tuvo que esperar a que a este señor le agarrara un paro cardíaco a los 82 años para agarrarlo para ella con exclusividad. Podían ser muy nazis y muy metafísicos pero tuvieron a lo largo de su vida casi casi una pareja abierta, propicia al estado-de-abierto (Erschlossenheit) que el mentado dómine bien supo suscribir. Eran nazis open mind. Abierta para él, es cierto, en principio, que logró ser a la vez fiel y polígamo activo por décadas, con el consentimiento y la venia de su esposa, a la que con toda probabilidad amaba. La reciprocidad cojeaba. Ella era una mujer de su casa –a la que se tomó en algún momento por la Xantipa mansa del siglo XX o la Elisabeth Förster exogámica– que sin embargo le dio a Heidegger a un par de años de casados un hijo que no era de él sino de un amante, y al que el ontólogo fenoménico reconoció como suyo y a sabiendas y brindó cabal amor de padre. Pacto de indulgencia y comprensión mutua, cuyo sistema de compensación podrá haber sido progresista en su momento, aunque hoy parece desbalanceado. A cambio de una aventura letal que dio su fruto ella soportó con atávico estoicismo femenino el aventurerismo sexual perpetuo de su famoso marido. He allí el pacto conyugal. Sobre esta pareja el penetrante censor Alain Badiou supo decir que representaban “un existencialismo provinciano, hipócrita y religiosamente dirigido”. Contundente oxímoron amoroso.

Heidegger justificaba sus lances extramaritales como alimento necesario para su obra y pensamiento; al mismo fin precisó de su señora esposa Elfride: sin cónyuge perpetua y variopintas queridas permanentes nada habríamos sabido del olvido del ser; estaríamos todavía entificados. Podría haber enunciado: detrás de todo gran sistema de pensamiento se esconde un gran número de mujeres. No hubiera habido Sein und Zeit sin Elfride ni Arendt, en principio; notable circunstancia factual en el hacedor de una filosofía magnánima que escamoteó del primero al último día no sólo la menor alusión a la sexualidad sino incluso al noble amor que Sócrates ubicara en el principio de todo filosofar. Al respecto en su gran tratado, apenas dos citas a pie de página de Pascal en el parágrafo 29, y mutis. El Dasein no es macho ni hembra, es anterior –o ajeno– a la sexuación –y a las derivas de género– (Sartre lo acusó de “asexuado”): no sólo no es el sujeto cartesiano sino tampoco el lacaniano bifurcado en dos modos de gozar (el divisor sexual es una delimitación óntica, no ontológica).

Lencelin y Lemonnier, repasando cartas privadas, lo acusan de usar su obra y su famoso pensamiento como mera coartada, le imputan el “travestismo conceptual de un vulgar deseo de seducir.” Con “mi Dasein desprovisto de pasiones” –escribe en algún lado– no podría haber emprendido la tarea de pensar. Y de Hannah Arendt supo decir que fue “la pasión de mi vida”.

Lo primero que Macedonio le reprochó al autor de Ser y Tiempo cuando leyó el tratado –en su loco afán de emprender un criticismo místico “entontecido”, como le llamaba– fue que no había ninguna necesidad de estar en el mundo –así lo dijo–. “La Eterna” –que por lo visto no fue una, como postula la crítica macedoniana de las últimas décadas, sino por lo menos dos– cumplía el rol de oficiante de “trocador del Pensamiento en Amor”; como se ve, las mujeres –Elfride y Hannah en principio– eran medios de una trocación al revés: entregaban su amor –y sus encantos– como pasto de un Pensamiento. El Dasein demanda, para “pensar”, no pensar en sexo. La fórmula existencial subrepticia del Dasein es: tener sexo, hacer el amor, para no pensar en eso; id est: para pensar.  En términos macedonianos Heidegger había menester de la voluptuosidad impensable para la voluptuosidad de su pensar como no pensar la voluptuosidad. Recordemos la célebre frase de Fernández que condenó a la metafísica argentina a una suerte de nigromancia pasional-amorosa que reunió principio –amor– y fin –muerte– del pensar de acuerdo a la tradición socrática:
No hago una metafísica por voluptuosidad del pensar, sino para hallar el cómo de una eternidad de figura humana que amo. Es posible que Schopenhauer o Hegel no tuvieran alguien corporal amado cuya muerte no quisieron, y cuyo cómo de no muerte no creyeran posible hallar.

No parece que la pareja de Heidegger con su esposa haya sido simplemente la de un empresario obsesivo y un ama de casa histérica. La revelación de las correspondencias en los últimos lustros abrió nuevas perspectivas como para disipar un poco la idea que se tenía de una consorte arpía y lóbrega musa inspiradora del triste y agrio nazismo del filósofo, y no así de su obra. Heidegger intentó propiciar una cierta amistad entre sus dos amores y logró que ambas damas se trataran con cariño y se cartearan al punto de que alguna vez Hannah –la semita– llegó a confesarle a Elfride –la antisemita– vía mail que estaba tan mal por su propia disolución con Heidegger que se casó con un hombre que no amaba, ya que había decidido no volver a amar a ningún hombre (lo que no le impidió tratarla de “pobre idiota” por otro lado). Sin embargo Arendt tuvo dos maridos y dos amores, por lo que parece: Heidegger y el segundo de sus maridos (Heinrich Blücher) entran en el segundo conjunto. El primero de los maridos la amó pero no parece que ella le haya retribuido del todo con la recíproca. Le dio más bien lo que Martin Heidegger no le iba a ofrecer, el sostén necesario para realizar su empresa narcisística de dama fálica que acabó elevándola a la estatura de uno de los más grandes filósofxs políticos del momento. El intríngulis de Arendt fue llegar a vivir el gran amor sin perder la identidad personal –a algo parecido a ese desenlace evitado Lacan le llamó “estrago”–, y lo consiguió en cierta forma a expensas de Heidegger que prefería tomarla como musa de su pensar y doble partenaire: sexual-amoroso sí, y también intelectual pero en tanto que espectadora privilegiada e intérprete preclara de su obra, ya que por lo que se sabe no recibió con buenos ojos el ascenso al éxito de ella como eminencia filosófica ni jamás mostró interés por sus libros. Arendt, dice Manuel Cruz, le tenía miedo a “disolverse en el amor”, y el cuco solvente tenía el nombre del profesor Martin. Fue su segundo marido quien le permitió hacer confluir eros y voluntad de poder, el gran dilema actual de la mujer emancipada. Realizarse en el amor y el trabajo, con una salvedad que la ubica más cerca del filósofo que de la mujer: la gran impulsora del concepto fundamental de “natalidad” prefirió la Complete Work al niño. El quid del gran célibe es la obra o la vida; la cuestión en el filósofo que además de trabajar puede amar es crear o procrear. Arendt alcanzó lo primero: convertirse en la paridora del concepto de natalidad como núcleo duro del zoon politikón; Heidegger –el mayor pensador de la muerte que tuvo la filosofía del siglo XX, el siglo más asesino de todos los siglos– logró conjugar todo, hasta hacer de padre del hijo adulterino de su esposa cornuda, el que acabó siendo el albacea y curador de su obra, y quien supo declarar que el amplio harem de su padre-padrastro estaba poblado por mujeres tan atractivas física como intelectualmente. La pareja entre el nazi y la sionista es, con toda evidencia, uno de los grandes chistes del siglo, por no decir enigmas o asombros, que queda mal. Hay algo de Romeo y Julieta en ello, el gran conflicto entre eros y el lazo social. Muestra que la militancia en el amor y el amor a la militancia pueden ser opuestos y no obstante triunfales entrambos. El peronista y la gorila, la bostera y el gallina, qué problema podrían hacerse si la filosofía nos pudo dar el amor entre Martin Heidegger y Hannah Arendt, que al fin y al cabo no sólo se amaron a expensas de sus carreras; al contrario supieron hacer de Cupido un elemento rentable en sendas mitologías de autor. Es por todos sabido que Arendt le tendió una importante mano al amante caído en desgracia una vez erradicado el imperialismo hitleriano, así como cuesta no pensar que el flirt prolongado con Heidegger no le haya aportado a su causa como empresaria de las ideas (por citar la manera en que Cioran con lograda ingenuidad anatemizaba –descriptivamente– a Sartre). Borges postulaba que era el olvido la única forma de perdonar; Arendt se empecinó en ubicar esa facultad en el amor. “El amor perdona muchas cosas” llegó a decir la judía perseguida Hannah Arendt tratando de dar cuenta ante el mundo de cómo pudo amar y volver a relacionarse con el académico-metafísico nacional-socialista. Es que “el amor no tiene sujeto y es pasión pura”. Más que apolítico el amor es la más poderosa fuerza antipolítica que corroe los cimientos civiles del orbe, se lee en La Condición Humana, y por eso no es “mundano”; es
“la libre decisión de dos seres humanos de vivir plenamente y hasta sus últimas consecuencias un suceso, un evento, cosa que ninguna institución de la sociedad puede soportar”. “Quien no sintió nunca el poder del amor no forma parte de los vivos”, puso en su Diario Filosófico. Si el que no ama es un muerto vivo (como el neurótico obsesivo, según algunos lacanianos, cuya pregunta prototipo es “¿estoy vivo o estoy muerto?”), o bien no-está-en-la-vida, los que aman a su vez no-están-en-el-mundo (acaso una suerte de tenue objeción-reproche al Sein und Zeit), y el que suele meterse entre medio de los dos tórtolos y bajarlos a tierra y hacerlos poner pie en el mundo es el hijo, a riesgo –escribe Hannah– de forzarlos a hacer que pongan colofón al amor.
El amor, debido a su pasión, destruye el en medio de que nos relaciona y nos separa de los demás. Mientras dura su hechizo, el único en medio de que puede insertarse entre dos amantes es el hijo, producto del amor. El hijo, este en medio de con el que los amantes están relacionados y que poseen en común, es representativo del mundo en que también esto les separa; es una indicación de que insertarán un nuevo mundo en el ya existente. Mediante el hijo es como si los amantes volvieran al mundo del que les ha expulsado su amor. Pero esta nueva mundanidad, el posible resultado y el único posible final de un amor es, en un sentido, el fin del amor, que debe subyugar de nuevo a los amantes o transformarse en otra manera de pertenecerse.

Lejos de aquello que Jacques Lacan describió en los umbrales de la pasión amorosa como “la mascarada femenina” y “la parada viril”, el baile de disfraces fálicos en el que se embrollan mutuamente los enamorados para dar lo que no tienen a quien no lo necesita, Arendt ubica al amor en la tradición del conocimiento no de la ignorancia:
Porque el amor, aunque es uno de los hechos más raros en la vida humana, posee un inigualado poder de autorrevelación y una inigualada claridad de visión para descubrir el quién, debido precisamente a su desinterés, hasta el punto de total no-mundanidad, por lo que sea la persona amada, con sus virtudes y defectos no menos que con sus logros, fracasos y transgresiones. El amor, debido a su pasión, destruye el en medio de que nos relaciona y nos separa de los demás.

Y el “en medio de” entre Heidegger y Arendt diríamos que se las trajo: fue la Segunda Guerra Mundial y el nacional-socialismo… Lancelin-Lemmonnier dicen que Arendt no quiso renegar de lo vivido, del acontecimiento del amor, ya que las grandes pasiones –citaba a Balzac– son tan escasas como las obras maestras. En el pequeño párrafo dedicado al tema en La Condición Humana observa que el amor –contra la idea que pudieron imprimir en los hombres los poetas– es una rareza: “uno de los hechos más raros de la vida humana”. Uno puede pensar en cuánta es la gente que se cree excepcional y privilegiada incluso en este asunto, y que no deben de ser pocos los que se creen dentro del ínfimo círculo de los elegidos por el amor auténtico. 

Tanto Manuel Cruz (en Amo luego ExistoLos filósofos y el amor–), como Lancelin y Lemonier (en Los Filósofos y el AmorDe Sócrates a Simone de Beauvoir–) en cierta forma denuncian cierta degradación de la vida erótica de Martin Heidegger, al forzarlo a dar cuenta de esa vida privada que tanto empeño puso en birlar. Le buscan la vuelta freudiana. Heidegger fue un hombre afortunado –en el trabajo y el amor, contra lo que declara el refrán–: logró hacer del circuito peroniano del trabajo a la casa y de la casa al trabajo un verdadero coitocircuito que no cortocircuitaba ni cuitaba al gran conceptuador del “cuidado” (Sorge). No se puede decir que el galán de claustro sea un hombre freudiano aunque sí un hombre escindido –hombre al fin–: su probable bifurcación entre el deseo y el amor no se traducía en el partenaire doble de la puta y la madre: ¿o llamaremos “objeto rebajado” a aquellas doncellas cerebrales aspirantes a un doctorado? Una fue la musa y la otra la secretaria, la mujer celeste para la aventura y la mujer terrestre para el orden. El ateísmo viudo de Fernández que jamás se hubiese rebajado a disertar sobre teología inmanencial de bóveda celeste alguna acabó en una rarísima “alucinación del trasmundo” ante la imposibilidad de un hecho concreto: la muerte de su esposa. El cielo de Heidegger es un cielo mundano, y no necesitó como aquel pensador de la calle –el gran flâneur Carlos Baudelaire– recaer en la mujer de la calle. Podríamos aplaudir en Heidegger las virtudes del hombre mundano, habiendo sabido hacer comulgar cielo y tierra, no rebajando a las categorías de puta y madre a querida y esposa. En principio, el aula catedralicia no es un prostíbulo. No sabemos si degradó meramente a madre a su mujer pero parece al menos que no rebajó a puta a su amante. Podríamos decir que Heidegger amó a su amante-querida filósofa, si es que ese hombre amó algo más que a su ser-amado (a su él ser amado, se entiende) y a su “pensamiento”; si deseó a su esposa –cuida y guarda de ese Dasein–, por suerte quedará por saberse; logró mantenerlo resguardado en su apreciable esfuerzo pudendo por preservarse de la obscenidad que el capitalismo pansexualista impuso al Sein in der Welt. “La gente debe dedicarse a mi pensar, la vida privada no tiene nada que hacer en lo público”. Ya se dijo cuál era la idea que tenía este señor sobre lo que es la vida de un filósofo –lo ejemplificaba en Aristóteles–: nacen, piensan, y mueren… Punto. Tema con el que Derrida pretendió hacer un problema, y Heidegger lo resolvió de un plumazo, evidentemente “preocupado” por guardar en el sótano de lo impensable los oscuros tejemanejes de su vida política y los licenciosos eventos de su andadura amorosa: anhelaba ser un pensador sin biografía. Y en esto coincidían bastante con su amada Hannah, que hacía culto del amor secreto:
El amor, por ejemplo, a diferencia de la amistad, muere o, mejor dicho, se extingue en cuanto es mostrado en público. («Nunca busques contar tu amor / amor que nunca se puede contar.») Debido a su inherente mundanidad, el amor únicamente se hace falso y pervertido cuando se emplea para finalidades políticas, tales como el cambio o salvación del mundo. (La Condición Humana)

Motivo por el cual se podría presentar a la pareja Heidegger-Arendt como la antítesis de la pareja Sartre-Beauvoir. Así como Lamborghini decía de Sartre que era un cómico, decía lo propio Arendt de la mujer de Sartre: la consideraba poco inteligente y acusaba a la pareja parisina de un uso público de la relación.