(Sobre Carlos Correas, la voluntad de vivir, de Bernardo Carey, Palabras Amarillas
Ediciones, 2014)
Carlos
Correas, la voluntad de vivir teatraliza el tramo final de
la vida del escritor y reúne en el espacio de un pequeño departamento del Once
las tensiones, dudas y malentendidos de una vida alterada por la más profunda
angustia existencial, un desterrado que entre fotografías
levemente anacrónicas de Eva Perón, Audey Heprun y Jean Paul Sartre, pasea su desesperanza
encerrado en sus postreros pensamientos de expulsado que sin embargo trata de
resistir. Bebe copiosamente, se tambalea y despacio se hunde en el
desgarramiento, el tiro posible y agónico y la muerte lo acechan en esa nada de
lo que no tiene sentido. El encuentro fortuito con una prostituta que
le ofrece sus servicios a cambio de una supuesta protección que Correas ya no
puede ni siquiera dar. El extravío de ese personaje real e inesperado es grande
y terminal. Los equívocos aproximamientos eróticos entre los dos acentúan la
distancia entre una mujer simple y un intelectual que ya se va, transitando
entre el alcohol y la inadecuación los últimos días de una vida opaca y
maltratada. En la contienda aparece fugazmente un ambiguo sujeto que tiene que
ver quizás con el pasado de Correas. Se percibe esto como una señal que
únicamente conduce al suicidio y a no ser otra cosa que el titular de algún
diario amarillo. Esa figura con el viejo piloto y las antiguas ensoñaciones se
va desarticulando y hace que la imagen de Carlos Correas, acaso en las versión
de Bernardo Carey -más fidedigna y fiel que la propia biografía de la vida concreta-
renazca una y otra vez.