23.2.14

Tragedia y comedia en Carlos Correas, por Bernardo Carey





Carlos Correas fue profesor de filosofía, traductor y narrador maldito. Se suicidó con furia a los 70 años, en 2000. Fue homosexual y heterosexual. Diríamos bisexual. Durante nuestra juventud persiguió a todo joven que tuvo al alcance de la mano: a Masotta, a mí y a otros muchos, que no sé si todavía están vivos y cuyos nombres recuerdo vagamente por lo que no querría exponerlos al azar. Para nuestro alivio Correas se casó con Marta Brarda, el “pajecillo” de La Facultad, una seductora muy inteligente de la calle Viamonte de boina requintada a lo Michéle Morgan en El muelle de las penumbras. A los pocos años un cáncer la mató y Correas enviudó. Por suerte ya todos éramos grandes.

Vituperado por su trato corrosivo pero querido por sus amigos, entre los que, como dije, me conté, Correas se creía un hombre trágico. ¿Lo era? Su muerte parece confirmarlo. La muerte cuando es por propia mano confirma todas las desdichas. Las que se tuvieron y las que no se tuvieron. Asumirse él como trágico y otorgarnos a nosotros, el resto del mundo, el papel de comediantes, fue una labor pertinaz, diaria de Correas en el amor destructivo del otro y en la ejemplaridad de su muerte por mano propia.

Cuando se mató, Correas estaba ciego, fruto del azúcar y del alcohol. Andaba de traje y zapatillas como muchos muchachos de hoy. Usaba zapatillas y lucía un traje, invariablemente negro con camisa clara y corbata oscura, porque asumía su condición profesoral.

A principios de los 60, una noche, al irse de mi estudio me dio en guarda el manuscrito de su novela Los jóvenes que habíamos leído en voz alta. Correas temía que su publicación o su mero hallazgo en un allanamiento –en la época eran habituales– pudiera complicar su situación procesal que por “inmoral y presuntamente obsceno” le seguía la canallesca justicia de la época. Tuve la certeza de que dejaba el texto en mis manos como quien lo deja en una tumba. ¡Ay de mí si intentaba publicarlo! Nunca me preguntó qué se había hecho de esas hojas encarpetadas en tapas de trámites burocráticos del club River Plate donde había realizado trabajos administrativos. Yo recién levanté la veda este año 2013 o el anterior 2012, en que Jorge Lafforgue me pidió una copia para su lectura a un reducido grupo de alumnos pero con la cual, sin consultarme, es decir traicionándome como buen comediante, propició su publicación. Ante la publicidad de la novela ya editada puse el original en manos de Horacio González, amigo de Correas, para su guarda en la Biblioteca Nacional. La imagen de Correas de hace sesenta años entregando un secreto ahora develado es un pequeño ejemplo de la tragicidad correista a destiempo. ¿Una tragicidad que se disuelve en el “éxito” de la vida literaria posterior? ¿En la comedia lafforguiana?

Hacer de trágico como hacer de Mozo de Café es una conducta de Mala Fe. Correas enseñaba este aserto a través de El ser y la nada de Sartre. Yo, a escondidas, prefería, con Shakespeare, convertir la Mala Fe en “representación”, en una conducta autoral, premeditada, cuyo objeto fuera escénico. Finalmente, pensaba, vivir no es más que un juego, un juego artístico si se quiere, que trata de no aprisionar al hombre en lo que es, al modo que esta lámpara es lámpara y este pocillo es pocillo. No era el ser sino el devenir del ser lo que importaba.


Y en ese sentido, claro, Correas no era ni lámpara ni pocillo. ¿Qué era? ¿Qué fue? Correas podía obrar sobre nosotros mediante una falsa idea de sí mismo. Correas se tuvo siempre como un trágico. Entregaba actos y textos definitivamente innobles para la moralidad burguesa. Sin pruebas, tenía la certidumbre de que la tragedia era superior a la comedia. Correas, entonces, debía subirse al pedestal de lo Odiado y permanecer ahí. Aguardar a que otros lo odien y lo traten del modo apropiado.

Su tragicidad no era sólo el hecho con que cerraría su vida. El suicidio no era un interrogante en una simple vida burguesa que obliga a develar oscuros secretos de esa misma vida. Pero tampoco el Odio era permanente en Correas. Amó a Marta Brarda. También amó a Audrey Hepburn y a Esther Goris. En silencio, claro sin organizar lazos entre unos y otros. La apariencia no oculta la esencia, sino que la revela. Entonces era Correas ¿un comediante trágico? ¿Cómo todos?

Hoy a casi quince años de su suicidio, se escribe sobre Correas, se filman documentales sobre Correas y pronto, si ya no los hay, se dictarán cursos sobre Correas. Hoy a casi quince años de su suicidio, descubrimos que su soledad no era tal. Que tuvo amistades múltiples que no se conocían entre sí. Que compartió mesas familiares con el filósofo Rinesi, que visitó a los parientes de Marta Brarda, que cortó la torta de bodas de mi casamiento. Siempre fue muy cortés en todas esas reuniones, pero la familiaridad engendra desprecio. Quizás era un huésped de esos que te roban una cuchara labrada o un tenedor rococó. ¿Se emborracharía a solas en la cocina, en el baño, como un huésped inesperado? ¿Aquél vómito escondido bajo el tapiz damasquino era de él? En fin ¿era Correas un ser devastado por el Mal, por la Traición, por la Cobardía pero hábil, ubicuo, en el coloquio diplomático que se da en el campo de los “vencedores”? No lo sé. El mundo es infausto y Correas eligió la muerte, esa transición a La Nada.

A mitad de camino entre la comedia y la tragedia Correas hace suya la pregunta de Manzi sobre Discepolín: “Al fin ¿quién es culpable de la vida grotesca y del alma manchada con sangre de carmín?”



Publicado inicialmente en la revista Florencio, año 8, nº 34, octubre de 2013.