Carlos
Correas fue profesor de filosofía, traductor y narrador maldito. Se suicidó con
furia a los 70 años, en 2000. Fue homosexual y heterosexual. Diríamos bisexual.
Durante nuestra juventud persiguió a todo joven que tuvo al alcance de la mano:
a Masotta, a mí y a otros muchos, que no sé si todavía están vivos y cuyos
nombres recuerdo vagamente por lo que no querría exponerlos al azar. Para
nuestro alivio Correas se casó con Marta Brarda, el “pajecillo” de La Facultad,
una seductora muy inteligente de la calle Viamonte de boina requintada a lo
Michéle Morgan en El muelle de las
penumbras. A los pocos años un cáncer la mató y Correas enviudó. Por suerte
ya todos éramos grandes.
Vituperado
por su trato corrosivo pero querido por sus amigos, entre los que, como dije,
me conté, Correas se creía un hombre trágico. ¿Lo era? Su muerte parece
confirmarlo. La muerte cuando es por propia mano confirma todas las desdichas.
Las que se tuvieron y las que no se tuvieron. Asumirse él como trágico y
otorgarnos a nosotros, el resto del mundo, el papel de comediantes, fue una
labor pertinaz, diaria de Correas en el amor destructivo del otro y en la
ejemplaridad de su muerte por mano propia.
Cuando
se mató, Correas estaba ciego, fruto del azúcar y del alcohol. Andaba de traje
y zapatillas como muchos muchachos de hoy. Usaba zapatillas y lucía un traje,
invariablemente negro con camisa clara y corbata oscura, porque asumía su
condición profesoral.
A
principios de los 60, una noche, al irse de mi estudio me dio en guarda el
manuscrito de su novela Los jóvenes
que habíamos leído en voz alta. Correas temía que su publicación o su mero
hallazgo en un allanamiento –en la época eran habituales– pudiera complicar su
situación procesal que por “inmoral y presuntamente obsceno” le seguía la
canallesca justicia de la época. Tuve la certeza de que dejaba el texto en mis
manos como quien lo deja en una tumba. ¡Ay de mí si intentaba publicarlo! Nunca
me preguntó qué se había hecho de esas hojas encarpetadas en tapas de trámites
burocráticos del club River Plate donde había realizado trabajos
administrativos. Yo recién levanté la veda este año 2013 o el anterior 2012, en
que Jorge Lafforgue me pidió una copia para su lectura a un reducido grupo de
alumnos pero con la cual, sin consultarme, es decir traicionándome como buen
comediante, propició su publicación. Ante la publicidad de la novela ya editada
puse el original en manos de Horacio González, amigo de Correas, para su guarda
en la Biblioteca Nacional. La imagen de Correas de hace sesenta años entregando
un secreto ahora develado es un pequeño ejemplo de la tragicidad correista a
destiempo. ¿Una tragicidad que se disuelve en el “éxito” de la vida literaria
posterior? ¿En la comedia lafforguiana?
Hacer
de trágico como hacer de Mozo de Café es una conducta de Mala Fe. Correas
enseñaba este aserto a través de El ser y
la nada de Sartre. Yo, a escondidas, prefería, con Shakespeare, convertir
la Mala Fe en “representación”, en una conducta autoral, premeditada, cuyo
objeto fuera escénico. Finalmente, pensaba, vivir no es más que un juego, un
juego artístico si se quiere, que trata de no aprisionar al hombre en lo que
es, al modo que esta lámpara es lámpara y este pocillo es pocillo. No era el
ser sino el devenir del ser lo que importaba.
Y
en ese sentido, claro, Correas no era ni lámpara ni pocillo. ¿Qué era? ¿Qué
fue? Correas podía obrar sobre nosotros mediante una falsa idea de sí mismo.
Correas se tuvo siempre como un trágico. Entregaba actos y textos
definitivamente innobles para la moralidad burguesa. Sin pruebas, tenía la
certidumbre de que la tragedia era superior a la comedia. Correas, entonces,
debía subirse al pedestal de lo Odiado y permanecer ahí. Aguardar a que otros
lo odien y lo traten del modo apropiado.
Su
tragicidad no era sólo el hecho con que cerraría su vida. El suicidio no era un
interrogante en una simple vida burguesa que obliga a develar oscuros secretos
de esa misma vida. Pero tampoco el Odio era permanente en Correas. Amó a Marta
Brarda. También amó a Audrey Hepburn y a Esther Goris. En silencio, claro sin
organizar lazos entre unos y otros. La apariencia no oculta la esencia, sino
que la revela. Entonces era Correas ¿un comediante trágico? ¿Cómo todos?
Hoy
a casi quince años de su suicidio, se escribe sobre Correas, se filman
documentales sobre Correas y pronto, si ya no los hay, se dictarán cursos sobre
Correas. Hoy a casi quince años de su suicidio, descubrimos que su soledad no
era tal. Que tuvo amistades múltiples que no se conocían entre sí. Que
compartió mesas familiares con el filósofo Rinesi, que visitó a los parientes
de Marta Brarda, que cortó la torta de bodas de mi casamiento. Siempre fue muy
cortés en todas esas reuniones, pero la familiaridad engendra desprecio. Quizás
era un huésped de esos que te roban una cuchara labrada o un tenedor rococó.
¿Se emborracharía a solas en la cocina, en el baño, como un huésped inesperado?
¿Aquél vómito escondido bajo el tapiz damasquino era de él? En fin ¿era Correas
un ser devastado por el Mal, por la Traición, por la Cobardía pero hábil,
ubicuo, en el coloquio diplomático que se da en el campo de los “vencedores”?
No lo sé. El mundo es infausto y Correas eligió la muerte, esa transición a La
Nada.
A
mitad de camino entre la comedia y la tragedia Correas hace suya la pregunta de
Manzi sobre Discepolín: “Al fin ¿quién es culpable de la vida grotesca y del
alma manchada con sangre de carmín?”
Publicado inicialmente en la revista Florencio, año 8, nº 34, octubre de 2013.