Soy una persona tremendamente negativa, siempre lo he sido. ¿Nací así? No lo
sé, pero vivo asqueado por una realidad que me horroriza y asusta; me aferro
desesperadamente a las pocas cosas que me confortan, que me proporcionan algún
alivio.
Detesto a la humanidad en su conjunto. Puedo sentir un fuerte cariño por
determinados individuos, pero el género humano sólo me infunde desprecio y
congoja. Odio casi todo lo que pasa por civilización. Odio el mundo actual,
entre otros motivos porque está atiborrado de gente. Odio las hordas, las
multitudes en esas inmensas ciudades llenas de vehículos abominables, de
estruendo, de ajetreo incesante y absurdo. Odio los autos y la arquitectura
moderna; pienso que todo edificio construido después de 1955 debe ser derruido.
Aborrezco la música popular contemporánea. No hay palabra para expresar cuánto
me crispa los nervios su falsa, petulante y vacua fatuidad. Odio los negocios y
el contacto con el dinero, uno de los inventos más repulsivos de la especie
humana. Odio la cultura mercantil en que todo se compra y se vende sin dejar
piedra por mover. Odio la comunicación de masas y cómo la gente se deja
subyugar por ella.
Odio tener que levantarme cada mañana para encarar otra jornada de demencia.
Odio la obligación de comer, cagar o mantener mi cuerpo; odio mi cuerpo. Me
horroriza pensar en sus órganos y funciones internas, en el cerebro o la
digestión, en el sistema nervioso.
La naturaleza es una atrocidad, no me parece ni grata ni benigna. Todo estriba
en morir o matar. El mundo natural es un sitio muy peligroso repleto de fuerzas
y bichos temibles, criminales. Odio el funcionamiento de la naturaleza. El sexo
es particularmente execrable y pavoroso: el macho penetra con su verga en el
orificio de la hembra, la fecunda, otro ser aparece dentro de ella y ésta habrá
de soportar un penoso suplicio cuando la nueva criatura empuje para salir al
exterior con el único objeto de repetir más tarde el mismo ciclo. ¿Acaso hay
algo existencialmente más nauseabundo que la reproducción?
¡Cómo detesto la parada nupcial! Siempre he aborrecido mi propio apetito
sexual, que cuando era joven, nunca me daba tregua. Estaba constantemente
acuciado por la frustrada manía de hacer con (y a) las mujeres cosas
estrambóticas o censurables. Mi conciencia vivía por ello en un conflicto
permanente que jamás fui capaz de solventar. La vejez es el único alivio.
Odio el mecanismo del alma humana, la manera en la que nos traumatiza y marca
estúpidamente en la primera infancia para pasar el resto de nuestras vidas
tratando de superar esas fijaciones pueriles sin llegar nunca a culminar la
empresa.
Detesto la religión organizada. Odio a todos los gobiernos: no son más que
juegos de poder ejecutados por ambiciosos sin escrúpulos sobre las espaldas de
los pobres, los débiles y los niños. Somos una cáfila de chulos y matones. Los
adultos se meten con los niños y los niños mayores con los más chicos; los
hombres avasallan a las mujeres y los ricos a los pobres; todos quieren
imponerse.
Aborrezco el culto al poder, uno de los rasgos humanos más abyectos. Me repugna
la inclinación de los hombres por el desquite y la venganza. Odio ver cómo los
seres humanos tratan de engañar al prójimo, cómo estafan, timan, embaucan y se
aprovechan del ingenuo, el incauto o el ignorante.
Detesto las conversaciones huecas, artificiosas y banales que prodiga la gente.
A veces me asfixian de tal modo que quiero huir lo más lejos posible.
Mi propia condición humana consiste sobre todo en odiar lo que soy. Cuando de
pronto advierto que soy uno de ellos, un alarido me viene a la garganta.
«El
infierno son los otros» (Juan Paul Sartre)
«El infierno también es uno mismo» (R. Crumb)
Tomado
de: Recuerdos y opiniones (Robert
Crumb y Peter Poplaski), Global Rhythm Press, 2008.