17.9.20

Letanía del odio, por Robert Crumb

 



Soy una persona tremendamente negativa, siempre lo he sido. ¿Nací así? No lo sé, pero vivo asqueado por una realidad que me horroriza y asusta; me aferro desesperadamente a las pocas cosas que me confortan, que me proporcionan algún alivio.
Detesto a la humanidad en su conjunto. Puedo sentir un fuerte cariño por determinados individuos, pero el género humano sólo me infunde desprecio y congoja. Odio casi todo lo que pasa por civilización. Odio el mundo actual, entre otros motivos porque está atiborrado de gente. Odio las hordas, las multitudes en esas inmensas ciudades llenas de vehículos abominables, de estruendo, de ajetreo incesante y absurdo. Odio los autos y la arquitectura moderna; pienso que todo edificio construido después de 1955 debe ser derruido.
Aborrezco la música popular contemporánea. No hay palabra para expresar cuánto me crispa los nervios su falsa, petulante y vacua fatuidad. Odio los negocios y el contacto con el dinero, uno de los inventos más repulsivos de la especie humana. Odio la cultura mercantil en que todo se compra y se vende sin dejar piedra por mover. Odio la comunicación de masas y cómo la gente se deja subyugar por ella.
Odio tener que levantarme cada mañana para encarar otra jornada de demencia. Odio la obligación de comer, cagar o mantener mi cuerpo; odio mi cuerpo. Me horroriza pensar en sus órganos y funciones internas, en el cerebro o la digestión, en el sistema nervioso.
La naturaleza es una atrocidad, no me parece ni grata ni benigna. Todo estriba en morir o matar. El mundo natural es un sitio muy peligroso repleto de fuerzas y bichos temibles, criminales. Odio el funcionamiento de la naturaleza. El sexo es particularmente execrable y pavoroso: el macho penetra con su verga en el orificio de la hembra, la fecunda, otro ser aparece dentro de ella y ésta habrá de soportar un penoso suplicio cuando la nueva criatura empuje para salir al exterior con el único objeto de repetir más tarde el mismo ciclo. ¿Acaso hay algo existencialmente más nauseabundo que la reproducción?
¡Cómo detesto la parada nupcial! Siempre he aborrecido mi propio apetito sexual, que cuando era joven, nunca me daba tregua. Estaba constantemente acuciado por la frustrada manía de hacer con (y a) las mujeres cosas estrambóticas o censurables. Mi conciencia vivía por ello en un conflicto permanente que jamás fui capaz de solventar. La vejez es el único alivio.
Odio el mecanismo del alma humana, la manera en la que nos traumatiza y marca estúpidamente en la primera infancia para pasar el resto de nuestras vidas tratando de superar esas fijaciones pueriles sin llegar nunca a culminar la empresa.
Detesto la religión organizada. Odio a todos los gobiernos: no son más que juegos de poder ejecutados por ambiciosos sin escrúpulos sobre las espaldas de los pobres, los débiles y los niños. Somos una cáfila de chulos y matones. Los adultos se meten con los niños y los niños mayores con los más chicos; los hombres avasallan a las mujeres y los ricos a los pobres; todos quieren imponerse.
Aborrezco el culto al poder, uno de los rasgos humanos más abyectos. Me repugna la inclinación de los hombres por el desquite y la venganza. Odio ver cómo los seres humanos tratan de engañar al prójimo, cómo estafan, timan, embaucan y se aprovechan del ingenuo, el incauto o el ignorante.
Detesto las conversaciones huecas, artificiosas y banales que prodiga la gente. A veces me asfixian de tal modo que quiero huir lo más lejos posible.
Mi propia condición humana consiste sobre todo en odiar lo que soy. Cuando de pronto advierto que soy uno de ellos, un alarido me viene a la garganta.

«El infierno son los otros» (Juan Paul Sartre)
«El infierno también es uno mismo» (R. Crumb)



Tomado de: Recuerdos y opiniones (Robert Crumb y Peter Poplaski), Global Rhythm Press, 2008.