Es demasiado evidente que una traducción, por más buena que sea, no puede significar nunca alguna cosa respecto al original. Y sin embargo ella está en íntima relación con el original según su traducibilidad.
Walter Benajmin, Angelus Novus.
Deformaciones y cuerpos en Ariel, de Sylvia Plath
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Ni el dogma de la falta de evidencias sobre el arte moderno podría impedirnos advertir de entrada, como dificultad máxima del trabajo de traducción, la centralidad del estilo. Punto éste de resistencias múltiples en nuestro estado de la prosa crítica: bajo la desestimación por resabio irrisorio de un romanticismo superado a fuerza de modernidad y crítica, el estilo persiste como el paso inicial en un terreno de apreciaciones donde despunta el traspaso del concepto, el salto de la racionalidad, el corte consecuente del intercambio y del diálogo reglado. El comienzo del goce, diríamos, una vez más, también nosotros.
Ronda sin duda en estas marcas cierta tensión con los ordenamientos y las sistematizaciones que, por las buenas y viejas razones propias del conflicto de las facultades, penden más allá de las buenas voluntades sobre el devenir de nuestros quehaceres. Pero la pregunta por situar disciplinariamente a esa teoría del estilo sólo podría tener respuesta desde unas coordenadas fijadas en el exterior de su campo de formulación. Reacios a esos cortes y clasificaciones, al estilo de esos cortes y clasificaciones, avanzamos sin reconocer entonces las pertinencias de dominio. A la espera, por supuesto, de las hospitalidades recíprocas en la transposición de los límites de la construcción del saber.
Adscribimos así, con este señalamiento a una de las coordenadas de la escritura, a la tradición de contaminación, de mezclas y de transposiciones en la cual se inscriben las obras de algunos de los autores que pesan en esta convocatoria: Walter Benjamin y Jacques Derrida, principalmente, pero también Gilles Deleuze.
Como eco figurado de una actitud que sin desestimar lo simbólico equipara la teoría a la praxis, la mezcla de los lenguajes teóricos se construye nada azarosamente sobre una sensatez que incluye también los cruces de las lenguas corrientes –lenguas ya nacionales, o ya regionales, o ya locales: lenguas sujetas siempre, en todos los casos, a las idas y vueltas de los poderes y de las colonizaciones. La reflexión sobre la traducción empieza así en la traducción perpetua de toda lengua con respecto a sí misma. Incluso con diferencias considerables entre los autores –determinadas en parte, simplificamos, por la acentuación en la diacronía o sincronía de la perspectiva- hay una preocupación y una duda constante sobre la estabilidad de la lengua.
Por una de tales diferencias, el planteo lingüístico que Benjamin esboza en Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres (1916) y continúa en La tarea del traductor (1923), aún cuando consigna una imperfección repetidamente insalvable en las lenguas humanas, pierde ciertas líneas de comunicación con abordajes ulteriores de la filosofía del lenguaje a partir de la puesta en extremo y consecuente caída de esa categoría –dada metodológicamente, cabría decir- que era la lengua. De esa imperfección, de esa inferioridad del lenguaje humano frente al lenguaje divino, incapaz de dar a la cosa un nombre que se funda con el resto del verbo divino en ella depositado, se abre para Benjamin la grieta babélica de proliferación de lenguas. He ahí el fundamento de la multiplicidad de lenguas. "La palabra muda de las cosas", leemos en el texto, “es tan infinitamente inferior a la palabra denominante del conocimiento del hombre como ésta lo es, a su vez, a la palabra creadora de Dios: esto constituye el fundamento de la pluralidad de las lenguas humanas”.
Es que ni las imperfecciones de las lenguas humanas ni sus aspiraciones de aunarse en la lengua pura obstan en Benjamin para la demarcación implícita de los límites necesarios. La célebre empresa de la negación de la instrumentalidad en pos de la sacralidad de la lengua implica, curiosamente, un alejamiento de la materialidad del lenguaje, que no es diferente por cierto al alejamiento de la historia. La particularidad señalada reviste un grado de explicitud en la letra del texto benjaminiano. Dice en La tarea del traductor: “Dejando de lado lo histórico ¿dónde debe buscarse el parentesco entre dos idiomas? En todo caso, ni en la semejanza de las literaturas ni en la analogía que pueda existir en la estructura de las frases. Todo el parentesco suprahistórico de dos idiomas se funda más bien en el hecho de que ninguno de ellos por separado, sin la totalidad de ambos, puede satisfacer recíprocamente sus intenciones, es decir el propósito de llegar al lenguaje puro”. Como sea, la ausencia de límites entre las lenguas se da en Benjamin, en última instancia, en la forma velada de las palabras ajenas. Esta allí la cita de Crisis de la cultura europea, de Rudolf Pannwitz, donde se permite hacer vacilar, o al menos complejizarse el castigo divino del estado babélico: “[El traductor] ha de ampliar y profundizar su idioma con el extranjero, y no tenemos la menor idea de la medida en que ello sea posible y hasta qué grado puede transformarse, ya que una lengua apenas se distingue de otra, como un dialecto se distingo poco de otro”.
Sin duda es mucho más intensa en las proyecciones de tal irreverencia la obra de Derrida. Para una traducción de ida y vuelta entre las obras y los lenguajes de Benjamin y Derrida: Jorge Panesi, Walter Benjamin y la deconstrucción, en Críticas, Buenos Aires, Norma, 2000. Posicionamientos fuertes, drásticos y hasta místicos con respecto al lenguaje -tanto oral como escrito, y por momentos sobre todo escrito- son hallados por Panesi como el borde de armonía entre ambos autores. Desde algo parecido a la sorpresa (síntoma indescifrable en la niebla de la didáctica de la crítica y de la producción de catalogaciones como uno de sus efectos), la posición de Derrida en El monolingüismo del otro no deja de resultarnos más empírica al negar la entelequia mantenida desde los esfuerzos de los lingüistas clásicos. Jacques Derrida, El monolingüismo del otro, Buenos Aires, Manantial, 1997. En detrimento de la aceptación de un ideal, asume el objeto empírico “lengua” como inabordable. “Por supuesto, para el lingüista clásico –precisa Derrida- cada lengua es un sistema cuya unidad siempre se reconstituye. Pero esta unidad no se compara con ninguna otra. Es susceptible al injerto más radical, a las deformaciones, a las transformaciones, a la expropiación, a cierta a-nomia, a la anomalía, a la desregulación”. Desde esta concepción, el parentesco de las lenguas no es idealmente prospectivo, como en Benjamin, sino históricamente presente –se da, ya, de hecho, en el sujeto. Y más allá del significado atribuible a dicha historicidad, ese parentesco es al mismo tiempo ideal en virtud (según habrá podido preverse) de la estructura del lenguaje como constitutiva del sujeto.
En el análisis (de la idealidad) de esa estructura, hay para Derrida una alienación originaria en el lenguaje humano. La lengua que uno habla e intenta repetidamente apropiarse es una lengua venida del otro –impuesta, mejor dicho, por el otro. Aunque también presente en Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres de Benjamin, la creencia en la pasividad del lenguaje humano tiene una configuración diferente. El principio que constituye por traducción al lenguaje humano determina para el mismo un “fundamento pasivo”. El lenguaje humano no nombra libremente a la cosa, sino que rescata de ella el resabio del verbo divino. En cierta medida, en tanto el ser humano renombra un lenguaje al cual responde, su propio lenguaje es así dado, recibido, impuesto. Ahora bien, la relación de ese otro con la lengua es, a su vez, un simulacro de propiedad. Porque ¿quién puede ser propietario de una lengua? Y de consensuarse que dar una lengua es dar nada menos que aquello que a nadie pertenece, habría que aceptar en consecuencia que es imposible hacerlo. Para decirlo sin más vueltas: entre esas vueltas el esquema trazado por Derrida queda definido como un simulacro de apropiación que se retrotrae indefinidamente.
Perpetuamente impropia, la lengua no puede ser más que un descentramiento, un punto de inestabilidad constante y sin solución. Por eso mismo, a propósito de ella, en el texto derrideano reaparece una y otra vez, como figura de partida y de llegada, la aporía. "Nadie habla más de una lengua; nadie habla nunca una sola lengua…. No hay posibilidad de metalenguaje; nada es sino metalenguaje... Nada es traducible; todo es traducible…" ¿Entonces? Sin duda que ese conjunto de aporías expuestas –ofrenda, acaso paradójica, de Derrida- adquieren su fundamentación en un postulado subyacente: la lengua es el lugar de la locura, la casa de la locura. Hay que quitar entonces todo viso de predicación en pos de la performatividad: no hay aporía sobre la lengua, previsiblemente, sino aporía en la lengua.
Si algún grado de particularización alcanza lo recreado anteriormente en la escritura de Derrida es a propósito de las declaraciones en las que Hanna Arendt se refiere a su experiencia de apego a su alemán materno –a la par, es necesario agregar, de esas experiencias otras de pérdida total o parcial a partir del corte nombrado Auschwitz. “Arendt, como se sabe, menciona en ese momento a Auschwitz como el corte, el lugar tajante, el tajo de la represión: ´Sí, muy a menudo. Frente a ciertas personas lo experimenté de una manera completamente trastornadora. Vea, lo decisivo fue el día que escuchamos hablar de Auschwitz´. Otro modo de reconocer y dar crédito”, advierte Derrida, “a una evidencia: un suceso tal, que “Auschwitz”, o el nombre mismo que nombra ese suceso, puede responder a las represiones”. Pero situar esa cuestión en los términos de la filosofía moderna supone (una vez más) trascender un límite de una tópica del ego y de la conciencia subjetiva que Derrida reconoce y enuncia pero no trasciende, y que si traemos a la luz aquí es en tanto allí mismo los protocolos de una filología a ser fundamentada también en el lenguaje poético contarían con más de un punto de identificación.
Ni el dogma de la falta de evidencias sobre el arte moderno podría impedirnos advertir de entrada, como dificultad máxima del trabajo de traducción, la centralidad del estilo. Punto éste de resistencias múltiples en nuestro estado de la prosa crítica: bajo la desestimación por resabio irrisorio de un romanticismo superado a fuerza de modernidad y crítica, el estilo persiste como el paso inicial en un terreno de apreciaciones donde despunta el traspaso del concepto, el salto de la racionalidad, el corte consecuente del intercambio y del diálogo reglado. El comienzo del goce, diríamos, una vez más, también nosotros.
Ronda sin duda en estas marcas cierta tensión con los ordenamientos y las sistematizaciones que, por las buenas y viejas razones propias del conflicto de las facultades, penden más allá de las buenas voluntades sobre el devenir de nuestros quehaceres. Pero la pregunta por situar disciplinariamente a esa teoría del estilo sólo podría tener respuesta desde unas coordenadas fijadas en el exterior de su campo de formulación. Reacios a esos cortes y clasificaciones, al estilo de esos cortes y clasificaciones, avanzamos sin reconocer entonces las pertinencias de dominio. A la espera, por supuesto, de las hospitalidades recíprocas en la transposición de los límites de la construcción del saber.
Adscribimos así, con este señalamiento a una de las coordenadas de la escritura, a la tradición de contaminación, de mezclas y de transposiciones en la cual se inscriben las obras de algunos de los autores que pesan en esta convocatoria: Walter Benjamin y Jacques Derrida, principalmente, pero también Gilles Deleuze.
Como eco figurado de una actitud que sin desestimar lo simbólico equipara la teoría a la praxis, la mezcla de los lenguajes teóricos se construye nada azarosamente sobre una sensatez que incluye también los cruces de las lenguas corrientes –lenguas ya nacionales, o ya regionales, o ya locales: lenguas sujetas siempre, en todos los casos, a las idas y vueltas de los poderes y de las colonizaciones. La reflexión sobre la traducción empieza así en la traducción perpetua de toda lengua con respecto a sí misma. Incluso con diferencias considerables entre los autores –determinadas en parte, simplificamos, por la acentuación en la diacronía o sincronía de la perspectiva- hay una preocupación y una duda constante sobre la estabilidad de la lengua.
Por una de tales diferencias, el planteo lingüístico que Benjamin esboza en Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres (1916) y continúa en La tarea del traductor (1923), aún cuando consigna una imperfección repetidamente insalvable en las lenguas humanas, pierde ciertas líneas de comunicación con abordajes ulteriores de la filosofía del lenguaje a partir de la puesta en extremo y consecuente caída de esa categoría –dada metodológicamente, cabría decir- que era la lengua. De esa imperfección, de esa inferioridad del lenguaje humano frente al lenguaje divino, incapaz de dar a la cosa un nombre que se funda con el resto del verbo divino en ella depositado, se abre para Benjamin la grieta babélica de proliferación de lenguas. He ahí el fundamento de la multiplicidad de lenguas. "La palabra muda de las cosas", leemos en el texto, “es tan infinitamente inferior a la palabra denominante del conocimiento del hombre como ésta lo es, a su vez, a la palabra creadora de Dios: esto constituye el fundamento de la pluralidad de las lenguas humanas”.
Es que ni las imperfecciones de las lenguas humanas ni sus aspiraciones de aunarse en la lengua pura obstan en Benjamin para la demarcación implícita de los límites necesarios. La célebre empresa de la negación de la instrumentalidad en pos de la sacralidad de la lengua implica, curiosamente, un alejamiento de la materialidad del lenguaje, que no es diferente por cierto al alejamiento de la historia. La particularidad señalada reviste un grado de explicitud en la letra del texto benjaminiano. Dice en La tarea del traductor: “Dejando de lado lo histórico ¿dónde debe buscarse el parentesco entre dos idiomas? En todo caso, ni en la semejanza de las literaturas ni en la analogía que pueda existir en la estructura de las frases. Todo el parentesco suprahistórico de dos idiomas se funda más bien en el hecho de que ninguno de ellos por separado, sin la totalidad de ambos, puede satisfacer recíprocamente sus intenciones, es decir el propósito de llegar al lenguaje puro”. Como sea, la ausencia de límites entre las lenguas se da en Benjamin, en última instancia, en la forma velada de las palabras ajenas. Esta allí la cita de Crisis de la cultura europea, de Rudolf Pannwitz, donde se permite hacer vacilar, o al menos complejizarse el castigo divino del estado babélico: “[El traductor] ha de ampliar y profundizar su idioma con el extranjero, y no tenemos la menor idea de la medida en que ello sea posible y hasta qué grado puede transformarse, ya que una lengua apenas se distingue de otra, como un dialecto se distingo poco de otro”.
Sin duda es mucho más intensa en las proyecciones de tal irreverencia la obra de Derrida. Para una traducción de ida y vuelta entre las obras y los lenguajes de Benjamin y Derrida: Jorge Panesi, Walter Benjamin y la deconstrucción, en Críticas, Buenos Aires, Norma, 2000. Posicionamientos fuertes, drásticos y hasta místicos con respecto al lenguaje -tanto oral como escrito, y por momentos sobre todo escrito- son hallados por Panesi como el borde de armonía entre ambos autores. Desde algo parecido a la sorpresa (síntoma indescifrable en la niebla de la didáctica de la crítica y de la producción de catalogaciones como uno de sus efectos), la posición de Derrida en El monolingüismo del otro no deja de resultarnos más empírica al negar la entelequia mantenida desde los esfuerzos de los lingüistas clásicos. Jacques Derrida, El monolingüismo del otro, Buenos Aires, Manantial, 1997. En detrimento de la aceptación de un ideal, asume el objeto empírico “lengua” como inabordable. “Por supuesto, para el lingüista clásico –precisa Derrida- cada lengua es un sistema cuya unidad siempre se reconstituye. Pero esta unidad no se compara con ninguna otra. Es susceptible al injerto más radical, a las deformaciones, a las transformaciones, a la expropiación, a cierta a-nomia, a la anomalía, a la desregulación”. Desde esta concepción, el parentesco de las lenguas no es idealmente prospectivo, como en Benjamin, sino históricamente presente –se da, ya, de hecho, en el sujeto. Y más allá del significado atribuible a dicha historicidad, ese parentesco es al mismo tiempo ideal en virtud (según habrá podido preverse) de la estructura del lenguaje como constitutiva del sujeto.
En el análisis (de la idealidad) de esa estructura, hay para Derrida una alienación originaria en el lenguaje humano. La lengua que uno habla e intenta repetidamente apropiarse es una lengua venida del otro –impuesta, mejor dicho, por el otro. Aunque también presente en Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres de Benjamin, la creencia en la pasividad del lenguaje humano tiene una configuración diferente. El principio que constituye por traducción al lenguaje humano determina para el mismo un “fundamento pasivo”. El lenguaje humano no nombra libremente a la cosa, sino que rescata de ella el resabio del verbo divino. En cierta medida, en tanto el ser humano renombra un lenguaje al cual responde, su propio lenguaje es así dado, recibido, impuesto. Ahora bien, la relación de ese otro con la lengua es, a su vez, un simulacro de propiedad. Porque ¿quién puede ser propietario de una lengua? Y de consensuarse que dar una lengua es dar nada menos que aquello que a nadie pertenece, habría que aceptar en consecuencia que es imposible hacerlo. Para decirlo sin más vueltas: entre esas vueltas el esquema trazado por Derrida queda definido como un simulacro de apropiación que se retrotrae indefinidamente.
Perpetuamente impropia, la lengua no puede ser más que un descentramiento, un punto de inestabilidad constante y sin solución. Por eso mismo, a propósito de ella, en el texto derrideano reaparece una y otra vez, como figura de partida y de llegada, la aporía. "Nadie habla más de una lengua; nadie habla nunca una sola lengua…. No hay posibilidad de metalenguaje; nada es sino metalenguaje... Nada es traducible; todo es traducible…" ¿Entonces? Sin duda que ese conjunto de aporías expuestas –ofrenda, acaso paradójica, de Derrida- adquieren su fundamentación en un postulado subyacente: la lengua es el lugar de la locura, la casa de la locura. Hay que quitar entonces todo viso de predicación en pos de la performatividad: no hay aporía sobre la lengua, previsiblemente, sino aporía en la lengua.
Si algún grado de particularización alcanza lo recreado anteriormente en la escritura de Derrida es a propósito de las declaraciones en las que Hanna Arendt se refiere a su experiencia de apego a su alemán materno –a la par, es necesario agregar, de esas experiencias otras de pérdida total o parcial a partir del corte nombrado Auschwitz. “Arendt, como se sabe, menciona en ese momento a Auschwitz como el corte, el lugar tajante, el tajo de la represión: ´Sí, muy a menudo. Frente a ciertas personas lo experimenté de una manera completamente trastornadora. Vea, lo decisivo fue el día que escuchamos hablar de Auschwitz´. Otro modo de reconocer y dar crédito”, advierte Derrida, “a una evidencia: un suceso tal, que “Auschwitz”, o el nombre mismo que nombra ese suceso, puede responder a las represiones”. Pero situar esa cuestión en los términos de la filosofía moderna supone (una vez más) trascender un límite de una tópica del ego y de la conciencia subjetiva que Derrida reconoce y enuncia pero no trasciende, y que si traemos a la luz aquí es en tanto allí mismo los protocolos de una filología a ser fundamentada también en el lenguaje poético contarían con más de un punto de identificación.