Deformaciones y cuerpos en Ariel, de Sylvia Plath
Pero no se trata aquí, entre otras cosas, de leer la obra de Benjamin en la dispersión de su forma constelada, sino de intentar señalar las continuidades de la construcción de esa constelación. “La tarea del traductor” (un artículo focalizado, ya desde el título, en la especificidad de la literatura y no del lenguaje en general) no es más que uno de los múltiples vértices de una substrato argumentativo que le depara al lenguaje poético un lugar de relevancia en el apuntalamiento de un teoría general del lenguaje. Hipérbole por esencia en este caso, portadora de un exceso consustancial, la poesía se instala entre las máximas expresiones de la naturaleza no instrumental del lenguaje. Una naturaleza que tiene en la cosa, como precisaremos a continuación, el basamento desde el cual no hay más que ascenso, traducción y ascenso.
Desde el singular cruce entre la filosofía del lenguaje y la retórica bíblica, en “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres” (1916) Walter Benjamín sitúa al lenguaje humano como parte de una cadena de significaciones propia de una naturaleza orientada hacia lo sagrado: de las cosas a Dios, de la materialidad silenciosa a la palabra divina, toda manifestación espiritual debe ser considerada, según la proposición del “método” sugerido, como un lenguaje. El valor metodológico de tal posición está sostenido desde el párrafo inicial del texto benjaminiano. Leemos allí: “Toda manifestación de la vida espiritual humana puede ser concebida como una especie de lenguaje y esta concepción plantea –como todo método verdadero- múltiples problemas nuevos” (la cursiva nos pertenece).
Teoría como método, entonces, según una fórmula que graba en este texto el aspecto programático y deontológico del proyecto autoral de Benjamin –presente también, como es de preverse, ya desde el título, en La tarea del traductor. En ese ordenamiento, es sólo a partir del propio lenguaje de las cosas que acontece entonces el acto de nombrarlas, de traducirlas por parte del hombre. “La lengua de las cosas puede pasar a la lengua del conocimiento y del nombre sólo en la traducción”, leemos en la parte del texto que consolida una concepción de la traducción como fundamento de toda condición lingüística. Atribuir un lenguaje a las cosas constituye sin duda una operación teórica prendada de tantas complejidades como riesgos, pero resulta claro que al ampliar Benjamin la concepción del lenguaje más allá del límite de la palabra se derrumban inexorablemente los esbozos de cualquier perspectiva comunicativa que conciba al lenguaje como mero sistema denotativo al servicio instrumental del ser humano.
Con los matices propios de un deslinde cuidadoso de las fechas, es justo decir que ya entrada la década del treinta las renovadas perspectivas de cuño positivista que a partir del Círculo de Viena llegaron al campo de las humanidades alemanas –incluida, claro está, la filosofía del lenguaje, con todos sus esquemas instrumentalistas a cuestas- deben entenderse también como improvisada trinchera de resistencia frente a las hipostasías pseudometafísicas del discurso del nacionalsocialismo: raza, nación, estado, y, sobre todo, lengua alemana. (Ref: Julio Pinto, Hermenéutica y Positivismo: Europa entre las Guerras, Buenas Aires, Eudeba, 1999). Desde tales lineamientos, desde los cuales la poesía adquiere, curiosamente, ejemplaridad: la ejemplaridad de una no instrumentalidad ya bien consignada, la convocatoria a la escritura de Plath nos interesa especialmente en cuanto nos interpela sin vueltas acerca del potencial del lenguaje para nombrar las cosas y nombrarnos. En ella, la vivencia de la lengua otra como objeto de apropiación (en este caso el alemán del padre) y de la poesía como desnudez de ese intento se da, antes que nada, frente a la naturaleza supuestamente desprovista de voz –naturaleza con la que, más de una vez, pareciera confundirse un cuerpo vivido asimismo como impropio:
Desde el singular cruce entre la filosofía del lenguaje y la retórica bíblica, en “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres” (1916) Walter Benjamín sitúa al lenguaje humano como parte de una cadena de significaciones propia de una naturaleza orientada hacia lo sagrado: de las cosas a Dios, de la materialidad silenciosa a la palabra divina, toda manifestación espiritual debe ser considerada, según la proposición del “método” sugerido, como un lenguaje. El valor metodológico de tal posición está sostenido desde el párrafo inicial del texto benjaminiano. Leemos allí: “Toda manifestación de la vida espiritual humana puede ser concebida como una especie de lenguaje y esta concepción plantea –como todo método verdadero- múltiples problemas nuevos” (la cursiva nos pertenece).
Teoría como método, entonces, según una fórmula que graba en este texto el aspecto programático y deontológico del proyecto autoral de Benjamin –presente también, como es de preverse, ya desde el título, en La tarea del traductor. En ese ordenamiento, es sólo a partir del propio lenguaje de las cosas que acontece entonces el acto de nombrarlas, de traducirlas por parte del hombre. “La lengua de las cosas puede pasar a la lengua del conocimiento y del nombre sólo en la traducción”, leemos en la parte del texto que consolida una concepción de la traducción como fundamento de toda condición lingüística. Atribuir un lenguaje a las cosas constituye sin duda una operación teórica prendada de tantas complejidades como riesgos, pero resulta claro que al ampliar Benjamin la concepción del lenguaje más allá del límite de la palabra se derrumban inexorablemente los esbozos de cualquier perspectiva comunicativa que conciba al lenguaje como mero sistema denotativo al servicio instrumental del ser humano.
Con los matices propios de un deslinde cuidadoso de las fechas, es justo decir que ya entrada la década del treinta las renovadas perspectivas de cuño positivista que a partir del Círculo de Viena llegaron al campo de las humanidades alemanas –incluida, claro está, la filosofía del lenguaje, con todos sus esquemas instrumentalistas a cuestas- deben entenderse también como improvisada trinchera de resistencia frente a las hipostasías pseudometafísicas del discurso del nacionalsocialismo: raza, nación, estado, y, sobre todo, lengua alemana. (Ref: Julio Pinto, Hermenéutica y Positivismo: Europa entre las Guerras, Buenas Aires, Eudeba, 1999). Desde tales lineamientos, desde los cuales la poesía adquiere, curiosamente, ejemplaridad: la ejemplaridad de una no instrumentalidad ya bien consignada, la convocatoria a la escritura de Plath nos interesa especialmente en cuanto nos interpela sin vueltas acerca del potencial del lenguaje para nombrar las cosas y nombrarnos. En ella, la vivencia de la lengua otra como objeto de apropiación (en este caso el alemán del padre) y de la poesía como desnudez de ese intento se da, antes que nada, frente a la naturaleza supuestamente desprovista de voz –naturaleza con la que, más de una vez, pareciera confundirse un cuerpo vivido asimismo como impropio:
“Their redness talks to my wound, it corresponds.”,
leemos en una de las piezas más renombradas del poemario (The Tulips), y señalamos con interés la presencia de la nominalización del color mediante el sufijo “ness”. Porque justamente allí donde proliferan las nominalizaciones con acumulación de sufijos, la naturaleza tiende a quedar diseccionada con una precisión tajante. En la búsqueda de filiaciones para la escritura de Plath, ese vínculo con la naturaleza evoca un influjo místico que tiene en un Blake nombrado e inscrito en el poemario su máxima referencia. Una dirección similar de interés muestra Rosselli a propósito de la selección de poemas que traduce: “Ya desde los títulos y en los temas allí delineados, parecería señalarse que Plath es mística y al mismo tiempo concreta en las metáforas, como en su seco lenguaje musical, digna seguidora de Shelley o Keats, o de Blake o de la Dickinson”. (Ref: Amelia Rosselli, “Instinto de muerte e instinto de placer en Sylvia Plath”, ficha interna del Seminario, traducción: Delina Muschietti; originalmente en Poesía, y Anno IV, ottobre 1991, n.44, y reproducido en Transparenze, 17-19, Genova, San Marco dei Giustiniani, 2003). Pero las resonancias de ese imaginario apacible y preclaro –de ese ordenamiento cultural (como toda mística)- no logran en modo alguno encauzar las fuerzas naturales vistas como amenazantes.
Permanece así en el sujeto una fuerza otra (“I am inhabited by a cry”, leemos en Elm) que ciertamente no evita que estalle en los poemas de Plath un amplio espectro de intensidades cuando el cuerpo participa como naturaleza, cuando los ciclos del cuerpo siguen los ciclos de la naturaleza. Acaso poco pueda extrañar, así las cosas, que el cruce de los códigos de la naturaleza y del cuerpo esté cifrado precisamente en la luna como elemento de recurrente centralidad.
“The tree of life and the tree of life
Unloosing their moons, month after month, to no purpose.
The blood flood is the flood of love,
The absolute sacrifice. "
(“The Munich Mannequins”)
Objeto de prueba y lucimiento técnico en obras previas de Plath como The Colosssus (dicho sea esto no sólo a la luz del poemario, sino también de los diarios íntimos de la autora), en las piezas de Ariel la luna se inviste de los matices de una amenaza posible. En esa línea, la mayor dificultad no es tanto consignar la explicitud de esa amenaza sino más bien dar cuenta de la significación que el poema emprende (y que deberá recrear toda traducción) de una figura pictóricamente literal de la circularidad, sustentada en el plano de visibilidad del texto: “Her O-mouth grieves at the world; yours is unaffected”, leemos en uno de los versos de “The Rival”, donde el sometimiento del you textual a una comparación con la luna da lugar a una de las recurrentes irrupciones del grafo O, repetido a lo largo del poemario. “O my / Homunculus” en “Cut”; “O my God, what am I” en “Poppies in October”; “O white sea-crockery” en “Berck-Plage”; “O love, how did you get here? / O embryo” en “Nick and the Candlestick”; “O ivory!” en “A Birthday Present”, “O love, O celibate” en “Letter in November”; “Her O-mouth grieves at the world; yours is unaffected,” en “The Rival”; “Panzer-man, panzer-man, O You–” en “Daddy”; “O high-riser, my little loaf” en “You´re”; ;“with the O-gape of complete despair. I live here.” en “The Moon and the Yew Tree”, “O God, I am not like you” en “Years”, y, finalmente, en los poemas que constituyen en esta occasion nuestro corpus de traducción, “O slow horse” en “Sheep in Fog”, y (una vez más) “O the domesticity of these windows” en “The Munich Mannequins”.
Significativamente presente en “The Munich Mannequins”, la O anticipa el sustantivo abstracto que resume el padecimiento socialmente reservado para la mujer: “O the domesticity of these Windows ⁄ The baby lace, the green-leaved confectionery,”. Y se repite también, de forma distinta pero igual de notable, en la visibilidad tipográfica de los versos referidos a los ciclos lunares ⁄ corporales: “unloosing”, “moons”, “month”, “blood”, “flood”, “love”. De ahí que en la traducción al español tratemos de privilegiar las palabras de español que contienen esas mismas letras: “soltando”, “propósito” y “flujo”, principalmente.
Por lo demás, para concluir, digamos que en términos de operatividad dicha circularidad en la cual se moldean las perplejidades del decir la relación entre el cuerpo y la naturaleza encuentra su eco en las vueltas de un texto no exento de un componente narrativo. Sería de importancia para cualquier desarrollo ulterior de esta lectura considerar la novela editorial que signó la suerte de la obra que aquí dimos en llamar, simplemente, Ariel.
Al respecto, difícilemente el oficio de Ted Hughes como editor sea ponderado con cabalidad en consecuencias. Como expone Megan O´ Rourke: “Hughes' changes did profoundly alter Plath's vision of the book, as enterprising readers could piece together when the excised Ariel poems were later published, chronologically arranged, in Plath's Collected Poems. Plath's Ariel was more pointedly optimistic. In her mind, it was the redemptive story of a self overcoming the elemental forces that threaten her—a coherent allegory of rebirth, which ended with her famous sequence of bee poems. (…) Hers is a powerful narrative on its own—but the final bee poems simply aren't as convincing as the late work that Hughes discovered on her desk. Their hopefulness ("The bees are flying. They taste the spring.") seems forced and self-conscious, as does the feminist thrust of passages like ´The bees are all women,/ Maids and the long royal lady./ They have got rid of the men,/ The blunt, clumsy stumblers, the boors´. Most of Plath's best tropes have the benefit of being factually plausible as well as emotionally powerful; this one doesn't”. Ref: Megan O´ Rourke, “Ariel Redux”, en Slate, Internet, 7-12-04, http://www.slate.com
En el estilo de las mezclas genéricas, hasta ese nivel textual llega nuestra indagación. Ahí están las reincidencias, las resurrecciones, las regeneraciones a reconstruir en la trayectoria vital del sujeto del poemario que intenta una redentiva auto disolución en el decir su “I” –vehiculizado en la explosiva proliferación del fonema pertinente-, pero al que la recurrencia más allá de sí que conlleva el grafo O enfrenta a una experiencia de la crisis sólo en apariencia repetida.
“It´s the theatrical
Comeback in broad day
To the same place, the same face, the same brute
Amused shout:
´A miracle!´
That knocks me out.
(Lady Lazarus)
Que el sujeto del poema sospeche que los círculos se abren y cierran en el mismo lugar no hace más que contribuir precisamente, con locuacidad sintomática, a esta línea de lectura. Por cierto, hubiera sido insensato o inclemente esperar otra cosa. Ahí permanecen, como sea, las preguntas que podemos leer nosotros en esa experiencia: ¿qué cuerpo sobrevive a la experiencia del suicidio? ¿quién vuelve a la vida? ¿y a quién hablan los signos teatrales del regreso? La forma de esas preguntas debería señalar, ya desde su formulación, una tópica donde quedara negada la posibilidad de repetición de lo mismo. La consabida teorización de Deleuze podría resultar de provecho aquí –en el marco de un interés que orienta y excede a este trabajo- no ya sólo en cuanto al ritmo, sino también en cuanto a las posibilidades de pensar las vueltas de la experiencia. Especialmente a propósito de Plath, esos lineamientos no significarían de ningún modo resignar el feliz distanciamiento de un biografismo morbosamente fascinado por esa consabida figura que Roselli acertó en llamar la “tipicidad de muchacha americana toda éxito, depresiones y tentativas de suicidio”. Un encorsetamiento de buena parte de la crítica que, en consideraciones antes consignadas de la misma Roselli, ha influido en la selección y la lectura de su obra.