I
La mancha de los adioses de Isabel Steinberg es un caleidoscopio que puede girar en múltiples sentidos. Y leer consiste en eso, justamente: en dar un giro, luego de haber leído todo en orden, tal y como la fábula lo indica.
Sin
embargo –y se trata, creo, de un principio poético del texto–, el orden mismo
de las secuencias, la integración y resolución de las unidades del relato,
presenta fuertes soluciones de continuidad: se salta de escena, se salta de
escenario, de época.
¿Qué
significa la voz “orden” en una obra literaria que, por definición, apuesta a
reordenar el caos para hundirse en él y seguir así, de nuevo: reordenar para
fracasar, buscando una medida conmensurable de lo inconmensurable?
La
mancha del título evoca precisamente esa solución de continuidad.
En
el jean de David, acribillado en un supuesto enfrentamiento y en el terrible
año 1975, la policía halla un poema de Elvira, en el cual, entre otras cosas
hay un guiño a la tarotista Madame Sosostris de La tierra baldía, quizá porque ella anuncia con la baraja al
Colgado que no encuentra y a la muerte por agua, además de ese veneno mítico y
de nombre maravilloso: Belladonna. El poema empieza así:
Recobrar:
recordar la memoria.
–Las
palabras, las palabras de los hombres –dijo la
médium de la Rua Catece
(¿O podría haber sido madame Sosostris educando a su
pupila, o a la cajera lánguida
contando monedas en el supermercado o podría haber
sido la hermana peinándose en la siesta?)
La cajera o la hermana bien podrían evocar –de hecho evocan– figuras del poema de Eliot, pero aquí no son actores de la banalidad sin ventura y sin salida de las pequeñas gentes, desdichada en su sordidez, sino muestras de la asociación que no puede ni quiere detenerse.
médium de la Rua Catece
(¿O podría haber sido madame Sosostris educando a su
pupila, o a la cajera lánguida
contando monedas en el supermercado o podría haber
sido la hermana peinándose en la siesta?)
La cajera o la hermana bien podrían evocar –de hecho evocan– figuras del poema de Eliot, pero aquí no son actores de la banalidad sin ventura y sin salida de las pequeñas gentes, desdichada en su sordidez, sino muestras de la asociación que no puede ni quiere detenerse.
Como
dice el poema: ¿Pueden detenerse los catálogos, las estrofas, pueden? No, no
pueden detenerse hasta que se detienen allí donde hallan un punto de conclusión
en expresiones en prosa que suceden inmediatamente al poema:
“Lo
que Elvira no pudo decirle nunca a David es que no había Profesor, ni Maestro,
ni Escritor, ni Madre que lo salvaran de la Muerte Mayúscula. Y que ella ya
estaría siempre un poco muerta con él. O sea sin él”.
El
Maestro y también Escritor, con mayúsculas alegóricas ambos, es sin duda
Borges. Pero el texto no evoca cualquier Borges, sino el Borges ganado por la
pesadez y que pide que lo dejen tranquilo: “No me pida Ud. también que le
firme, niña. Estoy cansado”.
¿Qué
puede salvar de la desdicha?
Líneas
antes, Elvira y David, de noche, visitan la galería de calle Córdoba y allí
contemplan los Cogorno, los Carpani, los Berni y por unos momentos se alivian
del terror de la época: 1975.
La
literatura, la pintura, conjuran “las palabras, las palabras de los hombres…”,
pueden incluso yuxtaponer con felicidad a los que flotan desnudos o casi sobre
el Mar Muerto, con las conversaciones triviales –o casi– sobre la guerra de los
hombres con las mujeres, que es una guerra florida –a diferencia de la otra,
sin flores…
Pueden
evocar frases aisladas de todo contexto y que por eso parecen rodeadas de un
misterio epifánico: “–Licores violetas se podrían derramar –decía.”
Mas,
¿cómo evocar la muerte casi accidental de alguien que sabe que va a morir ya, y
que un momento antes o un momento después, quizá nada pudiera haber pasado?
¿Cómo
evocar ese filo acerado, ese encuentro único, ese empalme mortal entre el arma
y el cuerpo que justo está allí, inerme, sin resguardo?
Sólo
puede hacerse por un desplazamiento hacia lo insignificante, hacia algo que
coyunturalmente atrape y condense lo inconmensurable.
Leemos
en el comienzo mismo del libro:
“Ayer
se le impuso: chocolatines con pasas de uva. Iba en el subte, llegaba a la
estación Entre Ríos. La frase no podía ser menos ambigua.
Momentos
antes ella pensaba en la imperiosa necesidad que la llevaba a ponerse los
anteojos oscuros justamente en un lugar tan poco encandilante como el subte. Lo
que encandila –pensaba– es esa marea de miradas desconcertadas y estúpidas, ese
balanceo caliente y fatigoso, esa intemperie de pozo.
Chocolatines
con pasas de uva fue lo último que le dio a David, cuando las paladas del
sepulturero tiraron las primeras los primeros montones de tierra”.
Efectivamente,
la frase no podía ser menos ambigua. Pero las epifanías, ya lo sabemos, al
menos desde Joyce, tienen una apariencia que desconcierta por su
insignificancia: cargan con la representación de lo irrepresentable y por ello
se asemejan al humor que brinda una imagen casi ridícula o francamente ridícula
de lo sublime. El chocolatín es bastante menos que el chocolate; algo infantil;
y las pasas de uva duplican lo empalagoso: justo para entregarlo al adiós para
siempre, justo para dárselo al ser débil, inerme, ya cristalizado en su ser,
que se va para perdurar como simple nombre, cada vez más descorporizado en la
implacable memoria del olvido.
Y
en este párrafo también aparece por vez primera la palabra clave: intemperie,
aquí intemperie de pozo. El pozo del ingrato subte, claro, pero asimismo
evocador de otro pozo, francamente siniestro… Lo que encandila… ¿qué encandila?
Los encandilados que viajan en el subte están en suspenso, todas estas vidas
están en suspenso, acunadas por un mal sueño, habitantes de un lugar
intermedio, una suerte de limbo terrenal que los lleva, como quería el General,
de casa al trabajo o al revés, de la casa inhabitable al trabajo también
inhóspito o al revés, que se repite hasta que el mecanismo se quiebra o estalla
o desaparece en el polvo.
La
intemperie reaparece más tarde en el relato:
“La
intemperie. La intemperie fue siempre para mí peligrosa. Ahora creo reconocer
en ella a una de las formas de mi familiaridad. Estando adentro siempre se
sentía el frío y lo inerme”.
La
intemperie es también una de las formas esenciales de la mancha. O quizá mejor:
la mancha, pequeña inicialmente, extendida luego como lugar de indistinción
entre figura y fondo, garantiza que en definitiva no haya hogar, en la
dimensión de su étimo: hogar, foco, focus, fuego, fogón que alumbra y reúne en
torno, que da calor y dibuja un círculo en el cual querríamos que opere la
magia, que es detención inaudita del tiempo.
II
Steinberg
ha elegido como acápite un proverbio armenio realmente formidable: El pasado es
impredecible.
Ironía,
seguro. Pero el hallazgo no consiste solamente en invertir las cosas, porque
efectivamente es el futuro el impredecible. Y no obstante, las incertidumbres
con respecto al futuro hacen que vez a vez, circunstancia por circunstancia, el
actor diseñe el pasado de modo diverso. La imprevisibilidad del futuro
convierte al pasado en una fuente de genealogías erráticas, de voces
interrumpidas, de continuidades imprevistas e insospechadas. Un giro a la vez
presente y ausente del discurso, reordena el pasado de maneras sorprendentes e inesperadas.
Ahora
bien, cuando se trata de narrativa –y más aún de la narrativa que se derrama
sobre los otros géneros, como siempre, pero no para sintetizarlos, sino para
dejarse ir en el flujo cuyas orillas son tan inciertas como las de los sueños–,
ese giro que gira sobre sí, totalmente impuro en su imposibilidad de saberse,
termina por descubrir al lector. ¿Lectura proyectiva? No. Es algo más. Es
quedar atrapado en la trama, en el momento mismo en que levantamos el velo del
texto para decir algo que le pertenece al autor por derecho propio –dije autor,
no persona que firma– pero que sólo un lector puede finalmente articular.
Hoy
soñé con mi muerte, dice la agonista. Y luego cuenta el sueño en que una vez
más emerge el subte, ese lugar donde el tiempo se espacializa, dice, para
llegar a despertar gritando papá, mamá…
Y
cierra el texto ahora con sus propias bastardillas: Lo sé. Todos somos hijos al
morir.
Si
al morir somos todos hijos, la progresión épica de la genealogía en la que cada
uno pasa de hijo a padre o madre para transmitir la herencia que llamamos
simbólica, se cierra circularmente dejando caer los cuasi restos antes de
volverse definitivamente desechos.
Decimos
“dar a luz” para designar el nacer, pero ya nadie da al morir.
Esta
evidencia que cae patética y escuetamente sobre el Lo sé… ordena dos veces:
una, la serie de exilios y de desgracias y de muertes que pueblan el texto;
otra, la serie en apariencia puramente accidental de fotos ( y quizá lo sea,
quizá…) que acompañan la narración. Fotos más bien pobres, que no tienen nada
de particular y que poseen un carácter similar al de las fotos de los libros de
Sebald: no completan, no ilustran, no son soportes de la descripción ni, como
en Nadja de Breton, la sustitución de ella; indican, la palabra es justa,
un fuera de texto radical, tan despojado de teleología racial, familiar o ideológica,
como la serie de acontecimientos narrados: una ilustración del llamado en otros
tiempos “Grosso chico”, libro del sometimiento escolar ya abolido, que muestra
a un sacerdote caído junto a una cruz, rodeado de indígenas de cartón; una foto
no identificada de libreta cívica, puede ser de la agonista o de la madre,
negra, pobre y judía –y cuya identificación taxativa caería fuera de la
retórica del texto; cultivadores de una colonia judía raquítica; y la foto
final, emblemática, que agrupa a los ascendientes y que fue tomada en Poltava en
1908.
Allí,
en los párrafos postreros se detiene la narradora pero no para superponer el
ver y el decir sino al contrario; lo visto y lo oído se entrecruzan sin cesar
de marchar por rumbos distintos.
(Ya
se sabe: la imagen vista y la vista de la imagen son continuas; no discontinuas,
como el habla. El habla tropieza fetichísticamente frente ese dado-a-ver cuyo
reverso es invisible.
La
foto, en su dimensión más mítica y raigal, patentiza, simultáneamente, la
sustracción del tiempo que prometen todas las revelaciones y las hunde en la
insignificancia)
Es
una foto del exilio. En el centro de la imagen –dice la narradora –como una
especie de vértice de una pirámide, se ve a mi bisabuelo Abraham abrazando a
sus dos hijos mayores.
Esa
foto tiene una mancha, quizá mezcla de lágrima y de tinta azul, junto a la
mejilla de la niña más pequeña.
¿Es
la mancha del exilio, no sólo judío sino humano, exilio de una raza, pero
también de una ilusión revolucionaria?
III
Podemos
enfocar diversos modos en esta narración. Pongo por caso, el análisis de los
medios de representación a que acude: cartas, fragmentos líricos, palabras
yuxtapuestas sin cesuras, narración indirecta que no construye psicologías sino
constelaciones de rasgos al modo del sueño, alternancia entre la primera y la
tercera persona.
También
puedo señalar un procedimiento cercano a la intriga policial, por el cual un
acróstico descubre al traidor, con referencia explícita a un relato de Borges.
Prefiero
examinar la cita del libro mayor del misticismo judío, el del Esplendor, Zohar,
que Abraham, el bisabuelo, repite de rodillas para conjurar los males que caen
sobre la hambreada colonia.
En
el principio, reshit, o sea en el comienzo o sea en la iniciación se graban
señales en el aura celestial. Una forma surge de lo amorfo y se predica de ella
negativamente: no tiene ningún color, en absoluto, y por ello puede contenerlos
a todos. De allí atraviesa y no, irreconocible hasta esplender un punto máximo
oculto, ese punto que es el origen de los orígenes: reshet, la primera palabra
de la creación y más allá de la cual no hay nada.
La
que figura en la narración de Steinberg es una de las versiones del comienzo
del libro, la sección de Bereshit. Hay en castellano por lo menos otras dos, la
más antigua de Dujovne y otra más actual del Proyecto Amós.
En
el abismo entre el hebreo y el castellano –que es sin duda un abismo del hebreo
con el hebreo, del mismo modo que las traducciones abisman, mejor o peor, no
soy yo quién para decidir, al castellano con el castellano–, emerge la
operación mítica en toda su pureza: trazar el comienzo, el límite entre la luz
y las tinieblas, el rastro que oculta y hace circular lo infinito en lo finito,
el que muestra el principio de los colores en la ausencia de color; el que crea
la casa del hombre antes de su habitación. En este punto, lo femenino (la cita
es textual) es llamado Elohim, a la vez encerrado y oculto.
Ahora
bien, es importante que Steinberg haya elegido entre las posibles
caracterizaciones narrativas precisamente ésta en la cual el texto sagrado es
llevado al primer plano.
Y
asimismo que haya puesto estos pensamientos en la voz muda de Abraham
Urdaieff,como contrapunto al fracaso de la invocación y la perduración de la
miseria y su secuela de incuria: No hay milagro posible: nadie conoce el
verdadero orden de las letras de la Torá. (…)Nos queda sólo la maldición frente
al dolor. La maldición que los cabalistas sabemos proferir al invertir el
alfabeto de maneras misteriosas. Sólo nos queda maldecir.
Es
sin duda, la respuesta al orden mítico que no puede dar cabida al desorden del
mundo.
En
este punto preciso en que –evoco términos familiares a Benjamin– el pensamiento
de la ruina se iguala a la ruina del pensamiento, se despliegan, incesantes,
múltiples figuraciones. Entre ellas, por ejemplo, los espíritus del canto V del
Infierno de Dante, que vuelan sin dirección ni reposo, como bandadas de
estorninos llevados y traídos violentamente por la tempestad, chillando y
maldiciendo en medio de la oscuridad más profunda.
Yo
prefiero evocar a la pequeñita Jasi, que sólo habla idisch, a los cuatro años,
la que, según la narradora tiene en las pocos fotos de aquella época el mismo
gesto desesperado y la misma mueca decepcionada que le conocí cuando era mi
madre. Y asociarla al Ángel de la Historia de Klee, la mirada atónita, las débiles
alas apenas abiertas, contemplando algo que está a espaldas nuestras y que
nosotros no vemos, aunque presentimos que allí yacen el dolor y el
desamparo.