Citomegalovirus es un diario escrito en el vértigo
y la incertidumbre de la hospitalización que Hervé Guibert sufrió entre el 17 de
septiembre y el 8 de octubre de 1991. El relato muestra la tendencia del autor a documentarse: los reportes sobre su ojo y la posibilidad de perder la visión
se vuelven un pretexto para dar con un continuo descubrimiento de sí mismo, del
tiempo y de la escritura. Como apunta en la tercera entrada del diario: “Escribir
es también una manera de ritmar y hacer pasar el tiempo.” Una voluntad de
entenderse y hacer la nomenclatura de sus síntomas mantiene la tensión
dramática en las páginas del diario. Para que el destino no hable por él sino
que sea su propia huella escrita la que lo muestre. Citomegalovirus desborda los límites en los que testimonio y
experiencia se interrogan. Su prosa medida fluye, distante, y ese registro discontinuo
y fragmentario del diario recompone la vida íntima del autor. Sus libros
anteriores Al amigo que no me salvó la
vida (1990), El protocolo compasivo (1991)
y L’Homme au chapeau rouge (1992, inédito
en español), son crónicas noveladas, sustitutas de su enfermedad. La evocación
del sida en Guibert es, más que un motivo o una temática, el desliz por
el que se interroga su obra, un momento dramático de su propio entendimiento.
Guibert marca, quizás más que Cyril Collard, la presencia del sida en el campo
de la literatura francesa. Es en 1985, con La chute de Babylone de Valery Luria, que la enfermedad hace
su aparición en ella. Arnaud Genon sostiene que “el sida es un medio para Guibert de desarrollar su
escritura y radicalizarla”, porque es
una literatura en la que todo se dice por última vez. Su Diario de hospitalización es un testigo privilegiado del avance de la
enfermedad, sin sentimentalismos ni victimización. Entre la debilidad y el
cansancio, se vuelve experto de sus males, en los mismos términos técnicos en
los que los asume: “me encanta adoptar el lenguaje profesional”, apunta y
agrega: “Podría redactarse un diccionario humorístico con los términos del
sida.” Citomegalovirus respira un
humor parco y por momentos sombrío.
Hervé Guibert muere, a los 36 años de edad, el 27 de diciembre de 1991
en el hospital donde fue admitido después de una tentativa de suicidio. Este
breve diario de su anteúltima internación es la memoria de una lucha desesperada
contra lo inevitable en la que anota pensamientos, impresiones y, desde
distintos registros, intenta conjurar sus miedos. “Me pongo a escuchar viejas
canciones de mi adolescencia. No me producen el menor efecto.” La suya es una
prosa aséptica de frases cortas; su fuerza de transposición consigue volver más
soportable el suplicio hospitalario. También escribe como si pudiera despegarse
del relato de su enfermedad: “Queso blanco descremado, con 0,5% de materia
grasa, para un enfermo que ha perdido veinte kilos.” En la avidez por pesquisarlo
todo descubre tanto una dimensión ética en que los enfermeros hagan bien su
trabajo como la maldad de la burocracia médica. Observa comportamientos humanos,
esboza estampas y descripciones precisas: “Todos quieren cambiar de profesión. Se
levantan a las cinco y media. A las seis, transportes públicos. Llegan a las
corridas al hospital para tomar el café con sus compañeros del turno noche.” En
la entrada del 28 de septiembre, sopesa: “Pero también existen enfermeras que
están muy a gusto con su trabajo. Conocí a una, en terapia intensiva, muy
joven, bonita, precisa, valiente. No hay nada mejor para un enfermo. Eso sí,
cuando terminaba el turno y dejaba el hospital a las diez de la noche para irse
a su casa, estaba molida.” Como apunta Sergio Olguín, primer traductor de
Guibert a nuestro idioma, en el prólogo que encabeza su traducción de Citomegalovirus, (Vian ediciones, 1997):
“El diario de internación se convierte en un diario de guerra, no sólo contra
la indiferencia hospitalaria sino contra cualquier enfermedad.” Parte de
síntomas y signos en un cuerpo sitiado de manera tal que muestra, a la vez, la
penetración de la ciencia en el cuerpo de los enfermos. Su diario testimonia
los avances y los titubeos de la puesta en práctica del saber médico: “Algunas
veces no están seguros de lo que hacen, tantean, transpiran, tienen miedo.”
Guibert da cuenta de las vejaciones del cuerpo, pero Citomegalovirus es, también, un texto que muestra una particular
entereza: “Esta mañana, intenté buscar en el cielo nublado acuarelas de Turner
y Constable. A veces las hay. Después el tiempo se despejó y sólo vi un cielo
soleado de suburbio parisino. Todos los cielos son bellos.”
Enfermedad y escritura se entrelazan en esta crónica de hospital como si
el sida lo hubiera confinado a una meditación de sí y de sus acciones: “El
escritor también puede hundirse si de pronto se pone a escribir idioteces o
cosas inaceptables.” Hervé Guibert –uno de los últimos románticos del atroz
encanto de esa, por aquellos años, novedosa enfermedad–, autor bisagra del
género “narraciones del sida” en tanto asume los derroteros de su enfermedad
sin una posibilidad de salvación, escribe su agonía con estoica lucidez y busca
la belleza que sale de su herida. “Una vena que se rompe tal vez sea algo muy
bello”, apunta y repasa en la memoria: “Demasiados libros leídos, ¿demasiados
libros escritos?”. Los devaneos sobre la “ayuda química” del Prozac lo llevan a
pensar en su propia escritura, “la escritura es para mí una especie de
antidepresivo”. En una continua reflexión sobre los efectos de la literatura, escribe
para sobrellevar el suplicio hospitalario. “Transformar la tortura mental (la
situación en que me encuentro, por ejemplo) en tema de estudio, por no decir en
obra, para hacerla un poco menos insoportable.” Precursor en mezclar
autobiografía y ficción –la hoy tan celebrada autoficción–, en Citomegalovirus los esbozos de historias
y los retratos minúsculos de los amigos que lo visitan o de las enfermeras que
lo asisten, conviven con el miedo y los avances inapelables del virus. En El protocolo compasivo había escrito:
“Gracias a esta enfermedad, tengo la impresión de aprender medicina y a la vez
ejercerla. En literatura, los relatos médicos, aquellos en que interviene la
enfermedad, son los que más me gustan.”
De publicación póstuma en 1992, en pleno auge de los relatos del sida.
Esta nueva traducción publicada por Beatriz Viterbo, en una cuidada versión de
Diego Vecchio, permite acceder al exquisito egotismo de Hervé Guivert.