(Sobre Mi ciudad
perdida de Milita Molina)
Cada
quien lleva sus casos. En este caso, el caso me lleva a mí.
A.C.
Preludio:
Digamos que si el autor publica sus aclaraciones, el
lector tiene sus pedidos.
A pedido del autor:
El autor quiere que sepamos que su “corazón no conoce
de tonos pasteles”; y también que ve “pasar las perlas de antaño” y que se
especializa en comienzos “divinamente-vanos”; y también que baja los brazos y
se pone a papar moscas pensando lo lindo que hubiera sido…; y también que ha
alcanzado lo que siempre fue: “un haberlo y perdido: Como fe”. Y no hay
disculpas que valga: en la literatura no se trata de “morondangas cultas” ni de
traslados de aquí para allá sino de sentir con todos los dedos
irremediablemente los traslados como contando el tiempo ahí.
A pedido del lector:
Mi
ciudad perdida es un estado del
alma y una modulación del cuerpo. Está habitada por espectros de tiempos vacíos
y tiempos llenos, de tiempos vanidosos y comediantes y de tiempos embriagados
de muerte. Decía: habitada por una mezcla en la que conviven la nostalgia por
la literatura y la pasión por la trama con algunos amigos. De la ciudad perdida
–salvo la languidez y la desesperación– no hay nada que saber: a quien se le
revele será un condenado. Condenado sin vida para contarlo salvo por algunas
notas que aspiran a pentagrama popular y un poco de amor que queda suelto. El
autor cuanto más lejos se proyecta lo hace contra toda esperanza. Cuando trama:
existe algo más bien que nada en las cosas posibles. Existe algo: cuatro o
cinco trazos, no más. Cuatro o cinco contando el tiempo.
Decía que si el autor publica sus aclaraciones, el
lector tiene sus pedidos.
Si escuchamos el ritmo: se busca retener un lector
“por ese poco de amor que anda suelto”. “Uno, al menos y sin pretensión,
necesito cada vez”, escribe Macedonio Fernández y cita Milita Molina. A quien
se le ha ido la vida en la pasión anota como un aire perdurable “el débil
resplandor que se retrasa un momento”. No tiene más afán que un desliz tipográfico
y que retener un lector sin pretensión: uno, al menos, en el débil resplandor
que se retrasa un momento.
Si leemos el sedimento: se busca retener un lector
contando el tiempo. No cualquiera: sino ese que estuviera ahí para colaborar en
la invención de algunos recuerdos. Un lector sin pretensión en parte: se busca,
digamos como un lector ludens capaz
de ceder al desliz lánguidamente para avanzar tremolando. Para avanzar “no como
si el tiempo no pasara sino como si el tiempo” puliera todo a su paso cada vez
más. Un lector capaz de decir para sí: la poesía no se escribe con ideas, y
pongamos, Faulkner, sólo se escribe con palabras. El poema es sólo el destilado
de los días iguales que guardan “ese poquito de amor que anda suelto”. Ese
poquito no se dice, se escribe: “pila de basura, grito de niño, luz que se
aleja”.
***
Sedimentos:
Tremolando digo, tremolando nomás…
Cuatro o cinco trazos.
Cuatro o cinco como grabados a fuego. Cuatro o cinco como una costra
suspendida sobre el abismo. Cuatro o cinco fuegos como una nada de recuerdos.
Cuatro o cinco jirones al borde de la catástrofe. Cuatro o cinco trazos contra
“el necio de la ilusión”. Cuatro o cinco nada más.
Cézanne necesitaba hasta quinientas sesiones para
pintar un retrato. Después de ciento quince sesiones resolvía en cuatro o cinco
trazos como grabados a fuego. Después de ciento quince, con Ambroise Vollard
estuvo dispuesto a reconocer que la delantera de su camisa estaba aceptable.
Aceptable en cuatro o cinco trazos para ganarse el fogonazo del recuerdo. Como
Kerouac tipeando The Town and The City al ritmo de Ted Williams
bateando un promedio. Como
Milita Molina tipeando Mi ciudad perdida
en la que Jorge Abud –hermoso, astuto, veloz, turro, estafador– está resuelto
en cinco trazos como embriagado de muerte. Jorge Abud para Milita Molina no es
como Ambroise Vollard para Cézanne. Para Cézanne cada sesión estabiliza el
trazo para llegar al carozo, para Molina cada sesión abre el arte del desliz
que se apega al hueco. Se apega al hueco como Kerouac ritmando fuegos como un
aire perdurable.
Tremolando digo…
Cuatro o cinco trazos contando el tiempo. Cuatro o
cinco contando el tiempo contra el chiche y la alharaca. Cuatro o cinco como
grabados a fuego. Cuatro o cinco como una costra suspendida sobre el abismo.
Cuatro o cinco fuegos como una nada de recuerdos. Cuatro o cinco trazos que
dejan seco el corazón. Seco, como de vidrio, sin chiche ni alharaca.
Aquí no se invoca al gran solemne de Goethe, como lo
llamó Claudel. Aquí se invoca al propio Claudel, quien se deja llevar por las
palabras. Donde Goethe pregunta: “¿acaso las naciones del mundo después de
Eurípides han producido un dramaturgo digno de alcanzarle las pantuflas?”,
Claudel se deja llevar por las palabras hasta el misterio del hueco que trabaja
la pasión. Nunca creímos que la voluntad hace el milagro. Lo hace el hueco que
trabaja. Molina se apega al hueco como Fitzgerald. Se apega al hueco, al hueco
del dolor. Lo rodea e insiste hasta llevarse la astilla de su legado. Y escribe
su joroba, de la astilla su joroba. Se apega al hueco y lo llama “su privilegio
para jugar”. Su astilla milagrosa, casi sin matiz. Giro tras giro en Mi ciudad perdida: escribe su joroba, de
la astilla su joroba. Aquel que dijo: “el arte es un tajo en la cultura”, era
jorobado. Leopardi era jorobado como Molina “toca llagas”.
Tremolando digo…
Cuatro o cinco trazos aceptables que se apegan al
hueco. Cuatro o cinco contando el tiempo. Cuatro o cinco como grabados a fuego.
Cuatro o cinco como una costra suspendida sobre el abismo. Cuatro o cinco
fuegos como una nada de recuerdos. Cuatro o cinco trazos: de la astilla su
joroba.
Así ejecutan los dedos a trazos en la soledad de su
paisaje contra toda esperanza. Digo: contra toda esperanza, porque hay que
decirlo cada vez. Cada vez se proyecta más lejos sin esperanza. Qué soledad, ni
qué decirlo. Un amado de Molina, David
Markson anota: “eso no es escribir, eso es tipear”. Para Kerouac, amigo de
Markson: tipear es manejar el ritmo. Capote –citado por Molina– dice que “On the road no era una escritura sino un
trabajo de mecanografía”. En estos modos de decir se juega la literatura: la
celebridad de Capote y la santidad de Kerouac. Sólo los santos idiotas tipean
cuando escriben o escriben cuando tipean.
Tremolando digo…
Cuatro o cinco trazos contra toda esperanza. Cuatro o
cinco contando el tiempo como los santos que tipean cuando escriben. Cuatro o
cinco como grabados a fuego. Cuatro o cinco como una costra suspendida sobre el
abismo. Cuatro o cinco fuegos como una nada de recuerdos. Cuatro o cinco: de la
astilla, su joroba.
Como una soledad inmensamente poblada de fogonazos Mi ciudad perdida hace de la escritura
la ocupación central de una vida. Igual que Kerouac. Igual que Markson, amigo
de Kerouac. Siempre contando el tiempo avanza Molina. Claro está: avanza es una
forma de decir. ¿O es que de alguna extraña manera está pensando en una
autobiografía? ¿O en un género no descriptible? Lo mismo da. Cierto es que no
existe un cuadro bueno acerca de nada, como dijo Mark Rothko. Me gustaría
decir: acerca de nada, nada bueno. Mejor: “cuadritos colgados en el tendedero
de la memoria”, escribe Molina. Tal vez, pensando en una autobiografía o en un
género no descriptible o en una morena del glaciar. Contando el tiempo: el
sedimento lo es todo. Todo multiplicado y vuelto sobre sí para encontrar el
carozo de tanta irrealidad. Como peñascos enormes, heterogéneos y angulosos,
siempre contando el tiempo que da al abismo. Como Fitzgerald frente a su Crack Up. Como Kerouac frente a su Big Sur. Mi ciudad perdida: de la astilla, su joroba.
Lo que digo:
Cuatro o cinco trazos aceptables que se apegan al
hueco. Cuatro o cinco contando el tiempo. Cuatro o cinco para que chirríe el
recuerdo. Cuatro o cinco sin que nada pida redención.
“Respiremos un poco de Balzac”, escribe Molina. Y
dice: “Mi retablo”, “Mi mezcolanza”. Retablo de comedia humana macerado en
calor santafesino, mezcla de vida puerca solapada y de vida guasa de la edad
dorada con los chicos de Paraná. Y se escucha el sigilo criollo del padre y se
ve el teatro pedagógico de la madre. Dice: “Y como en las novelas (seguimos en La Comedia Humana…)”. Y es inevitable:
escucho a Nicolás Rosa como la madre
que nos criaba. Sí: como la madre que nos criaba. Y comprendo, al fin
comprendo, que “si no fuera por el como”.
Y zas, una lección de literatura: “si no fuera por el como, tal como (se puede alejar pero no evitar) el
mundo casi está en la lengua: la misma cosa”. En el como se juega el eslabón de la cadena milagrosa. Por esa astilla
pasa el recuerdo. Escribe Molina: “las chicas que nos criaban eran como madres” y “los hijos de las como familias”. Un retablo de comedia
humana entre esperanza y desaliento. Entre la nona de Esperanza y el secreto
pantano del Desaliento. No hay tal cosa como
un significado literal: el mundo casi está en la lengua. Pero sólo: casi.
Lo que digo:
Cuatro o cinco trazos para una fidelidad. Cuatro o cinco
para una sombría fidelidad por las cosas caídas.
Si escuchamos el ritmo y leemos el sedimento: todo se
puede hacer salvo la historia de lo que uno hace, como escribe Godard citando a
Péguy. “Ah, la historia: una sombría fidelidad por las cosas caídas”. Dijo
Raymond Chandler: supongo que debe de haber dos clases de escritores:
escritores que escriben historias y escritores que escriben escritura. Los que
escriben escritura como Molina lo hacen por amor y nostalgia de las cosas
caídas para ganarse el fogonazo donde chirría el recuerdo. Los que así escriben
son artistas de la tristeza y la desilusión. Tristeza no sin una risa seca. Por
hilarante que parezca: seca como de vidrio, como de vidrio el corazón. De tanto
en tanto tararean el poema: “me lleva un día/ hacer/ la historia de un segundo/
me lleva/ un año/ hacer la historia de un minuto/ me lleva/ una vida/ hacer/ la
historia de una hora/ me lleva una eternidad/ hacer/ la historia/ de un día/
todo se puede hacer/ salvo/ la historia/ de lo que uno hace”. No hay ahí ahí de
la escritura. Sólo hay hueco. La escritura: su astilla milagrosa.
Lo que digo:
Sólo en cuatro o cinco trazos anota que se le ha ido
la vida. Sólo en cuatro o cinco, por la trama de la pasión se le ha ido.
Y siempre el
cofrecillo de costurero como una reserva. Reserva de asombro para enfrentar el
hueco que trabaja desde “antes de vos”. Lo insalvable ronda y hace su ronda sin cesar. Sólo: todo amor como
gotitas que sangraban delicadamente de tus dedos. Sólo por amor poder decir:
“lo insalvable que siempre protege la pasión”. Sí el retablo se llama Balzac,
lo insalvable: Flaubert. Como Flaubert exiliado en la nada. Como hundido en la
nada en la sospecha de la muerte de la palabra. Frente a su sólida nada: el
ansia de pronunciar palabra. Como Leopardi, Flaubert vive sofocado para
devolverle a las cosas aquella vida que habían perdido. Todo por amor, como
gotitas que sangraban delicadamente. Y recordamos aquella
pregunta fulminante: ¿y si la mujer dejara de visitar la tumba de su padre?
Cómo evitarlo: si Ulises olvidó enterrar a Elpénor. Nos preguntamos: ¿una vida,
fue? Diremos: casi perdura como cuatro o cinco trazos en el débil resplandor:
como la nona desdentada de Esperanza, como el “mirá fijo, hija, mirá” del padre
que silbaba bajito, como Ricardo Castro “que nació con el don de percepción del
vacío del tiempo”, como Jorge Abud “un tipo embriagado de muerte”. “Y en el
fondo del tazón”: Rodolfo Maiza de la Vega, el hermano. El autor: “en la
observancia del humo en que la muerte nos toma la sopa”. Y en el vacío adentro
del vacío: mitigando, tal vez, el recuerdo del vacío del día anterior y la
expectativa del vacío del día que comienza, sólo queda la tarea del santo
seguir.
Hagamos tiempo para que chirríe el recuerdo, “para arrimar
más tiempo nada más”, dice Molina. Hagamos tiempo para la más perfecta de las
desilusiones. Hagamos tiempo para que en el descenso se perciba la elegancia.
Hagamos tiempo para que sea posible decir con Beckett: “al fin sin recuerdos”.
Hagamos tiempo…