22.4.11

Reportaje a Carlos Correas

por Jorge Quiroga





Usted tuvo un comienzo aproximadamente escandaloso en la literatura. ¿Podría dar detalles?
Con mi cuento La narración de la historia aparecido en la revista Centro en diciembre de 1959 hubo más de un escándalo. Era un cuento con tópico y hechos homosexuales. Primero un escándalo doméstico, por ejemplo que Germán Rozenmacher, en la época compañero de estudios, me dijera que él y un grupo de amigos encontraban aceptable mi cuento, excepto el que dos tipos se besaran en la boca. Me quedé en blanco. Pero la réplica debió haber sido que no eran simplemente dos tipos, sino una marica besando a un chongo o a la recíproca. Segundo, el escándalo judicial, el proceso, la condena por “publicaciones obscenas”, el secuestro y prohibición de Centro. En el juzgado, el fiscal, Dr. Guillermo de la Riestra le pidió al juez que me preguntara qué juicio me merecía a mí la masturbación, “el acto más abominable que podía cometer un hombre”. En el despacho del juez estábamos entre varones solos; también estaba el abogado defensor, función de la que muy generosamente se había hecho cargo Ismael Viñas. El juez, sabiamente, declinó formularme esa pregunta. El cuento que me valió asimismo el editorial Confusión y extravío del diario La Nación del 17/5/1969, que decía que mi cuento, no por estar escrito podía considerarse dentro de la literatura, ya que caía más bien en el campo de lo patológico. Me alcanzaba uno de los tantos ecos de la altísima moralidad y del sano poder de policía doctrinaria desde los que habla La Nación. Yo quedé debidamente, ya que no excesivamente, reprimido.

¿Podríamos hablar de su procedencia generacional, de sus experiencias, de su participación en la revista Contorno, de su encuentro con David Viñas, con Oscar Masotta?
A la revista Contorno llegué por intermedio de Juan José Sebreli. Mi participación escrita fue muy escasa: un cuento con tópico también homosexual y una crítica a El juez de H. A. Murena, y mi participación programática fue nula o del todo periférica. Contorno fue para mí una experiencia íntima; he aquí la experiencia: el hallazgo de nuevas relaciones humanas. Con Sebreli éramos compinches tunantes de tiempo atrás. Y David Viñas, con su, en mi caso, entrega masiva, adherente, me brindó, creo que el primero de mi vida, respeto, en una época en que yo no me sentía respetable y en que tal vez no lo era. He aquí otra experiencia, una de mí mismo: yo era indiscriminadamente ignorante, rabioso, callejero, y aspiraba, sin mucha buena suerte, a la desolación, a la promiscuidad, al clandestinaje, a la fortísima desenvoltura de la perversidad. Era naturalmente patético, lo que me ponía más rabioso todavía. Y con Oscar Masotta descubrí la pura amistad. No nos preocupábamos tanto del contenido de nuestra obra futura, sino del éxito literario y de nuestra futura manera de ser. Sebreli, Masotta y yo formábamos un grupo aparte. Éramos tres primitivos indefinidos, vivíamos en círculos viciosos, y con la ambición de ser firmemente agraviantes y depredadores. Teníamos 22 años. Oscar Masotta decía: “Si no podemos producir obras que sean ‘hitos fundamentales’, entonces como última salida para ser famosos escribimos una novela pornográfica y sanseacabó”. Y también: “Debemos fijarnos un plazo. Este será nuestro proyecto cultural: a los cuarenta años ya tenemos que haber llegado a ser inteligentísimos, bellísimos, cancherísimos y crudelísimos”. Yo agregaba: “Y putísimos”, Oscar reía.

¿Qué influencia pudo haber tenido Sartre en su formación literaria y en su generación?
Pienso que Sartre se convirtió en ejemplar para nosotros porque por su intermedio nos uníamos o escapábamos a la angustia de la soledad. Personalmente descubrí a Sartre en 1951. Yo tenía 20 años y venía de Émile Zola. Leí La náusea. Fue una revelación fulminante. Estuve tres noches sin dormir. Tenía un motor marchando en la cabeza. No debe ser sencillo dejar atrás esta rotunda y dichosa violación. Me pasé de Medicina a Filosofía y Letras. Pero esa unión ocurrió porque en Sartre encontrábamos los más eficaces medios para luchar contra los enemigos literarios internos de la época. Así, la idea del arte como fundación humana del mundo, contra los majaderos surrealistas; la idea de la escritura como imaginería corrosiva de lo real, contra los comunistas, faltos de la malignidad necesaria para el valor estético. Y Sartre era también nuestra arma en común para vencernos entre nosotros, los contornistas, la unión en el combate para decidir quién resultaría el único que sería nuevo y daría la pauta. Pero era obvio que los contornistas no estudiábamos L’être el le néant. El estudio de la filosofía requiere soledad, y nosotros, por nuestra edad y, quizás, nacionalidad argentina, necesitábamos agruparnos, militar en conjunto, vanguardizarnos, buscarnos cada uno en cada otro, y esto porque cada uno no conocía todavía sus posibilidades ni sus límites. Así, Masotta, Sebreli y yo éramos, en esa época (de 1953 a 1956), un conjunto esencialmente fraudulento. Para escribir robábamos, recortábamos y copiábamos. Textos franceses aún no traducidos al castellano; y, además de Sartre, Merleau-Ponty y Hegel. Claro que a la vez obligadamente debíamos tomarnos en broma a nosotros mismos. Y esto no podía durar. Los caminos fueron diferentes. En Sebreli la fraudulencia no desapareció; al contrario se le ha metido en los huesos y se parasitan mutuamente, pero a la vez esa fraudulencia en él empezó a tomarse en serio a sí misma y por esto Sebreli ha desembocado en la mentira abyecta y en la fatuidad. En Masotta la imposibilidad intelectual de seguir a la par de Sartre, sobre todo después de la aparición de la Critique de la raison dialectique, fue un determinante de su locura. Luego de la terapia Oscar trasbordó de la fraudulencia y el pastiche a la “honestidad básica” y a la “legitimidad”, de Sartre a Lacan, y encontró y blandió un inencontrable de aire: “el pensamiento contemporáneo”. La soledad amarga en que lo encontró la muerte en el extranjero y su desilusión final frente a la tontería imperante en el mundo, precisamente luego de haber estado en Buenos Aires entre estructuralistas, semiólogos, freudianos y lacanianos, esto es, la en ese momento “gente más inteligentísima y cancherísima” con la que Oscar siempre soñaba alternar en su veintena, le habrán revelado que los “inteligentísimos y cancherísimos” son siempre otros y que aquellos ya eran y son corrupción o nadería. Todavía no puede leer sin congoja, sin fastidio, su queja en 1970 por la “falta de maestros” en la Argentina y esos blandos, pueriles, enrarecidos, humildes hasta el desfallecimiento, lastimeros “como nos enseña Lacan”, “viene a enseñarnos Lacan”, “nos dice Lacan”. Una compungida santurronería de acción de gracias: “ ‘Nosotros’ y ‘Lacan’: no estamos solos; hay un alguien, Lacan, que se dirige a nosotros, que nos vuelve ‘nosotros’ ”. Pero en verdad siempre estuvimos solos. Para nadie dijo y enseñó Lacan. Tras la decepción inmunda de los “inteligentísimos y cancherísimos”, la soledad sorda y callada, retornó para Masotta y fue a la muerte.

¿Puede hablar acerca de su silencio literario desde su cuento penado hasta la aparición de su novela Los reportajes de Félix Chaneton?

Mi silencio literario a partir del cuento y de su proceso obedece seguramente a diversas razones. De las que mejor percibo puedo indicar primero el miedo que me sobrevino luego de mi propia sorpresa por la relación de los demás, no de todos, claro, sino de quienes llamaríamos “autoridades” o “poderes”. Yo era “asqueante”, el “extremo de la degradación” y desde mí parecían emanar la “perturbación tendenciosa y contumaz”, la “disolución de las instituciones republicanas”, etc. En una segunda razón podemos incluir cómodamente todas las formas de la impotencia literaria: el no saber qué decir o cómo decirlo, la repugnancia por mí mismo como escritor, el sentirme alternativamente por encima o por debajo de mis propios escritos, etc. Y una tercera razón, quizá la más poderosa, es que yo también, como Masotta, busqué abandonar la fraudulencia y pasar a la “seriedad”. Intimidado, traté de merituarme para lograr alguna institucionalidad y licitud. Me enclaustré para estudiar filosofía y terminar la carrera, pues yo debía recibirme y ser profesor. Este debía ser el lado oficial de mi vida, por el que me haría perdonar aquella “aberración”, aunque yo, astutamente, me reservaría un lado “destructivo”, no por la bobería de helarle la sangre a burgués alguno, sino para sacar de este último lado una máxima fuerza literaria. Me recibí e inicié mi carrera docente en la misma Facultad de Filosofía y Letras junto con mi mujer y compañera Marta Brarda. Y esto era también estadísticamente normal e incluso decoroso. Hasta que en setiembre de 1974 fui dejado cesante por razones políticas. Entonces volví a hacer literatura, con, entre otras, dos obras largas: una novela autobiográfica y un ensayo filosófico sobre Roberto Arlt.

¿Cuál es el lugar específico que ocupa Roberto Arlt en sus preocupaciones?

Sigo buscando un modo de hurgar en o construir el sentido de su cultura –no diré “escritura” ni “literatura”– de la violencia y la prepotencia. Desde y por Arlt sabemos que hasta ahora no hay cultura argentina posible si no comienza ejerciéndose en el elemento de la violencia opresiva y la prepotencia. Y que toda respuesta a esa situación deberá fundar y practicar la cultura a través de la contraviolencia y la contraprepotencia. Contra los cultos que necesariamente nos violentan y los violentos que necesariamente nos cultivan, no seremos cultos de otro modo ni haremos otra cultura si no violentamos y prepotenciamos a nuestra vez. El dolorismo cósmico y el buen truco de tomar sobre sí los crímenes del hombre son el rezago que la violencia en forma de miseria tomó en Arlt y lo convirtieron en un hombre imposible y simultáneamente real, un hombre con quien no podríamos convivir un instante; y no solo un hombre imposible, sino el que debía cargar conscientemente (envenenadamente) con su imposibilidad. Puesto que mi novela Los reportajes de Félix Chaneton sería una muestra cualquiera de “cultura argentina”, debí acudir a Arlt, a quien nos divulgó que el secreto de la cultura yace en la violencia. Partiendo de Arlt busqué a Arlt mediante mi novela. Pero no se erige en Maestro a Arlt. Se aprende de él, sí, pero, además de esta receptividad, sólo se puede intentar ser Arlt, y aguantarse en el asco y frente a la muerte. Y para ser Arlt empecé por ser yo y a la vez otro que yo, otro yo que es un personaje de mi novela y a quien llamé Carrera. Porque Carrera soy yo; incluso dejé, en una ilusión de ser estudiado (atendido) por futuros descifradores, el muy fácil recíproco eco Carrera-Correas. Aunque igualmente Carrera es el yo peor que ya no podré ser, así como Chaneton –señorito que debía ser inicialmente repulsivo para terminar siendo no amado por vos, oyente o lector, sino aquel a quien habrías de acudir en tu momento de la desazón y la angustia– es el yo mejor que pude inventarme.

¿En su novela está nítidamente expresada una actitud ante la literatura. ¿En qué consistiría esa actitud y qué significa una literatura destructiva, como a través del prólogo se anuncia?
Por lo pronto le diré que mi novela, en cuanto la vi publicada, me dejó y me siguió dejando una impresión de anacronismo en todos los aspectos que se me ocurran. Y aunque no me detengo en mis impresiones, razono que ese anacronismo respondería a una demora o laboriosa o remolona meditación filosófica. Si el ateísmo es “una empresa cruel y de largo aliento”, según Sartre, no menos cruel y larga es la de volverse materialista; creo que recién me he iniciado en ella. Una actitud materialista antes la literatura pone en primer lugar la literatura como lucha violenta: contra las costras y podredumbres del idealismo inculcado en uno mismo y en los demás. Es justo la literatura destructiva: el escritor que busca hacer cultura, y no meramente defenderla o pillarla o enmendarla, sabe que no ha hecho buena literatura si su libro no alcanza a destruirlo en su más fina e intensa adaptación al mundo establecido. Sólo si pasa esa prueba, el escritor podrá aspirar a una destrucción análoga en el lector, y podrá alegremente pontificar con plena seguridad y derecho. Muy buenas revulsiones, disolvencias, provocaciones pertinentes, carcomas, terrores, agresiones correspondidas ya con el silencio, ya con la burla, ferocidades, virulencias e interrogantes sobre modos de degradación o de aniquilación atroz pueden hallarse en Arlt. Este hombre no abomina de su época menos que de sí mismo, ni su época no fue menos ruinmente guerrera y genocida que la nuestra ni nosotros somos más mugrientamente bárbaros. Sólo que una cultura no se hace si no se hace enemigos. Esto, que lo saben ya nuestros enemigos, es lección necesaria para devenir los enemigos que debemos ser. Los procedimientos de opresión y humillación no son “alternativas propuestas”: son realidades sociales prácticas que constituyen la sociedad argentina misma y que se ejercen de hecho desde y por la institución de la (digamos la palabras tan vieja y tan presente como el objeto designado por ella) burguesía como clase dominante que se sabe y se corrobora “ama de la historia”. Y nuestra época, aderezada por la última “dictadura militar”, es también de un retrasado estado de descomposición intelectual, que, deberá admitirse, es de inmediato político. Por ello estamos obligados a concluir que la política militar ha triunfado –internamente– y que este triunfo es el “espíritu oficial” y el gobierno presente. En efecto, nuestros militares han conseguido hacer creer a sus enemigos y adversarios naturales, ex intelectuales críticos de la sociedad pero ahora oficialistas, que han estado locos o han delirado y hacerlos confesar que el castigo que han recibido era merecido; o bien que la izquierda incurre paupérrimamente en “maximalismo”, término intelectual rastrero para lo que nuestros brutales militares y editorialistas asnales llaman, más dignamente “extremismo”. Son los efectos del adormecimientos de este depresivo período de seudopaz en la también pseudopostguerra. El actual partido gobernante, sus candidatos vencedores y los provisoriamente postergados, los intelectuales “autorresponsabilizados” que los apoyan o se resignan a ellos, su fraseología… son a lo sumo aplastantes. Son ya del todo ubicuos. Son la miseria de la cultura. Exitosamente se hacen o se dejan encontrar y depositan por doquiera viscosidad y pesadez: combinan la profundidad del hedor de quién está demasiado fatigado y demasiado lastimado para ser peligroso y una impávida apariencia de necedad, verdaderos huevos duros de quince minutos de cocción, de miradas vacías, de obras menores, quizás monstruosos, pero de solo interés local. Jamás en la historia de los argentinos, debe de haber marcado tanta fuerza de presencia el enmerdamiento que ha sobrevenido. También aquí nos asiste Roberto Arlt y su muestrario de basuras y basurales de nuestra sociedad. El basurero Roberto Arlt se encarnó asimismo en una basura modelo para hacernos comprender a una soledad a través de sus desechos específicos. Claro que habrá que rechazar siempre todo “miserabilismo”, la “mera mortalidad o infortunio”. Arlt no es en absoluto un escritor miserabilista.

Su libro sobre Arlt, ¿qué significaría respecto de la crítica que se escribió sobre este escritor?

Hay un vasto Arlt inédito y, por tanto, no hay un Arlt completo. Mi trabajo filosófico sobre Arlt pretende sistematizar parte de su obra. Sostengo que no hay Arlt si no es todo Arlt. Pero aún no hay un todo Arlt. Sólo formalmente mi libro se asemeja al de Larra en cuanto a que estudio a Arlt en sus novelas, cuentos, teatro, las Aguafuertes, y también en sus colaboraciones en la revista humorística Don Goyo, en algunas de sus crónicas últimas en El Mundo y en varios de sus cuentos de El Hogar y no recogidos en libros. Pero me aparto, sin interés, de las bonachonas intenciones de Larra y su estilo dominical subsecuente a la lectura u ojeada del suplemento infantil los diarios. Diana Guerrero y Masotta consideraron a Arlt sólo en algunos aspectos de la narrativa. Es incompartible la tesis de la primera sobre el discurso ideológico pequeñoburgués subyacente en la obra de Arlt, simplemente porque Guerrero no investigó la obra de Arlt, por lo que la tesis carece de prueba. Detrás del libro de Masotta está el Saint Genet de Sartre, además de la “prosa de tonos” de Merleau-Ponty. Es un ensayo expresivo, pero algo embrollado y sobremanera exiguo y apenas difunde lo que Masotta alcanzó a entender de una salteada y conjetural lectura de sólo una tercera parte del Saint Genet, lo cual me consta pues yo le presté el libro en francés. (Era, sí, un retoño de la fraudulencia, aunque ahora pienso si no quedará como uno de los productos más válidos para los lectores.) Entonces, mi libro sobre Arlt pretende significar, a paso forzado, una reflexión materialista totalitaria (es decir, aquí, filosófica) sobre la parte de la obra de Arlt. Estimo que avanzo sobre el conjunto de la crítica precedente, y, del todo separadamente, construyo a un nuevo Arlt por el que somos Astier, Erdosain o Balder. Este “ser” he tratado de mostrar en mi ensayo. Somos aquel traidor; ese ladrón, masturbador, fraudulento, asesino, suicida y terrorista onírico; este ingeniero burgués repugnado de sí mismo y que busca huir de la condición burguesa mediante la chochera erótica y la sumisión perruna a las mujeres; o bien nos alcanza la sagrada esterilidad del “escritor fracasado”, o también somos alguna de “las fieras”, que es el mito más bello y potente creado por Arlt.

¿Qué nuevos trabajos está preparando?

Preparo una serie de cuatro breves nouvelles, en la que me preocupa mucho la forma. Y para esto debo distorsionarme aunque sin desinteresarme por mí mismo ni por mi trabajo. El lector, por supuesto, es nuestro patrón; todo se hace para él, o, mejor, por él es posible que haya algo así como un todo. Pero quizás, y esto es ya el trabajo conjunto de la distorsión y el interés, más que buscar nuevas formas, habría que inventar e imponer otro sentido de “forma”, o destruir y deslegitimar cualesquiera temas acerca de la “forma” o el que la forma sea el contenido de nuestras reflexiones. O “forma” debería adquirir un sentido más hondo, pero que finalmente no sería sino el sentido de la existencia. Lo obvio es que es decisivo preguntarse ¿cómo escribir?, pero no más obvio ni más inevitable que preguntarse ¿cómo ser? o ¿cómo vivir? Pero el añadido fatal es ¿cómo escribir para ser leído y buscado y perseguido por el lector? Por lo demás espero urdir situaciones o episodios literarios que estén a la altura de la actoral inhumanidad argentina. Me bastaría con un lector o con los lectores que se persuadieran que es innecesario seguir argentinizando la inhumanidad. Y además estoy escribiendo un ensayo polémico contra un fantasmón escritor argentino especializado en suministrar el más influyente doctrinarismo al servicio de la guerra antisubversiva. Por ahora no conviene nombrarlo. Y también trabajo en mi tratado de filosofía. No seré libre hasta que no lo termine.




Este reportaje fue realizado en 1985 y publicado en la revista El juguete rabioso, año 1, nº 1, noviembre 1990.